4
LA ENCUESTA JUDICIAL
La encuesta judicial sobre la muerte de Marie Morisot se celebró cuatro días después. El método empleado para el asesinato, tan sensacionalista, despertó el interés del público y la sala del tribunal se hallaba atestada.
En primer lugar se llamó a declarar a un francés alto y maduro, de barba gris, monsieur Alexander Thibault. Habló en inglés, lento y preciso, con un ligero acento, aunque dominando los giros idiomáticos.
Después de pedirle su nombre y sus señas, el juez de primera instancia le preguntó:
—Vio el cadáver de la víctima. ¿La reconoció usted?
—Sí, señor. Era una buena clienta mía: Marie Angélique Morisot.
—Ese es el nombre que figura en el pasaporte de la difunta. ¿Se le conocía con algún otro nombre?
—Sí, señor, con el de madame Giselle.
Se produjo en el auditorio un rumor sordo. Los periodistas trabajaban frenéticamente con sus lápices. El juez prosiguió:
—¿Puede usted decirnos con mayor precisión quién era madame Morisot o madame Giselle?
—Madame Giselle, para llamarla con el nombre que usaba en el mundo de los negocios, era una de las más conocidas prestamistas de París.
—¿Desde dónde dirigía su negocio?
—Desde la rue Joliette, número 3, que era también su domicilio.
—Creo que hacía frecuentes viajes a Inglaterra. ¿Extendía hasta este país sus relaciones comerciales?
—Sí, señor. Tenía muchos clientes ingleses. Era muy conocida entre cierto sector de la sociedad inglesa.
—¿Cómo definiría usted con exactitud ese sector de la sociedad inglesa?
—Su clientela estaba compuesta en su mayor parte de aristócratas y profesionales liberales, personas a quienes interesaba mucho que mantuviera sus asuntos en la mayor discreción.
—¿Tenía fama de ser discreta?
—Extremadamente discreta.
—¿Me permite preguntarle si tenía usted un íntimo conocimiento de las transacciones en que consistían sus negocios?
—No. Mi relación con ella era puramente profesional, pero madame Giselle era una mujer de negocios de primera clase, capaz de atender por sí sola a sus asuntos con la mayor competencia. Todo lo dirigía ella personalmente. Si me permite, añadiré que era una mujer con un carácter muy original y un personaje muy conocido por el público.
—¿Sabe usted si era rica cuando ocurrió su muerte?
—Extraordinariamente rica.
—¿Sabe si tenía enemigos?
—Que yo sepa, no.
Monsieur Thibault fue a sentarse y llamaron a Henry Mitchell.
—¿Se llama usted Henry Charles Mitchell y reside en Wandsworth, en el 11 de Shoeblack Lane?
—Sí, señor.
—¿Está usted empleado en la compañía Universal Airlines Ltd.?
—Sí, señor.
—¿Es usted el más antiguo de los dos camareros del avión Prometheus?
—Sí, señor.
—El pasado martes, día dieciocho, estaba usted de servicio en el Prometheus durante el vuelo del mediodía de París a Croydon, el vuelo que tomó también la víctima. ¿Había visto usted antes a la difunta?
—Sí, señor. Seis meses antes yo hacía el vuelo de las ocho cuarenta y cinco, y la vi en él dos o tres veces.
—¿Sabía usted su nombre?
—Debía de figurar en la lista, señor, pero, a decir verdad, no me fijé de un modo especial.
—¿Ha oído usted alguna vez el nombre de madame Giselle?
—No, señor.
—Haga el favor de contarnos a su modo lo que ocurrió el pasado martes.
—Después de servir el almuerzo, repartí las cuentas. Creí que la difunta estaba durmiendo y decidí no despertarla hasta que faltaran cinco minutos para llegar. Pero entonces descubrí que había muerto o que estaba gravemente enferma. Averigüé que llevábamos a bordo un médico y él me dijo...
—El doctor Bryant declarará a continuación. Tenga la bondad de examinar esto.
Mitchell cogió cautelosamente la cerbatana que le alargaba.
—¿Había visto usted eso alguna vez?
—No, señor.
—¿Está seguro de no haberlo visto en manos de algún pasajero?
—Seguro.
—Albert Davis.
El más joven de los camareros se acercó al estrado.
—¿Es usted Albert Davis, con domicilio en Croydon, el 23 de Barcome Street y está empleado en la Universal Airlines, Ltd.?
—Sí, señor.
—¿Estaba usted de servicio en el Prometheus como segundo camarero el pasado martes?
—Sí, señor.
—¿Cómo se enteró usted de la tragedia?
—El señor Mitchell me explicó su temor de que le hubiese ocurrido algo grave a uno de los pasajeros.
—¿Había visto usted esto antes?
La cerbatana pasó a manos de Davis.
—No, señor.
—¿No la vio usted en manos de algún pasajero?
—No, señor.
—¿Observó usted algo que pueda arrojar alguna luz sobre este asunto?
—No, señor.
—Está bien, puede usted retirarse.
—Doctor Roger Bryant.
El doctor Bryant dio su nombre y dirección y se presentó a sí mismo como especialista en enfermedades de garganta y oído.
—¿Puede usted, a su modo, contarnos lo que sucedió exactamente el pasado martes día dieciocho?
—Poco antes de llegar a Croydon, se me acercó el camarero y me preguntó si era médico. Al contestarle afirmativamente, me dijo que una de las viajeras se hallaba indispuesta. Al ir a reconocerla, vi que la mujer en cuestión se hallaba caída en su asiento. Llevaba muerta algún tiempo.
—¿Cuánto tiempo en su opinión, doctor Bryant?
—Diría que más de media hora. Yo pondría entre media hora y una hora.
—¿Hizo usted alguna conjetura sobre la causa de su muerte?
—No. Hubiera sido imposible sin un detenido examen.
—¿Pero vio usted un pequeño pinchazo en el cuello?
—Sí, señor.
—Gracias, puede retirarse. Doctor James Whistler.
El doctor Whistler era un hombre flacucho y menudo.
—¿Es usted el médico forense de este distrito?
—Sí, señor.
—¿Tiene la bondad de declarar lo que crea pertinente?
—El martes, día dieciocho, poco después de las tres, me llamaron del aeropuerto de Croydon, donde me mostraron el cadáver de una mujer de mediana edad postrado en uno de los asientos del avión Prometheus. Su muerte había ocurrido, según mis cálculos, una hora antes aproximadamente. Observé que tenía una punzada a un lado del cuello, precisamente en la yugular. Aquella señal podía haber sido causada por el aguijón de una avispa o por la incisión de un dardo igual al que me mostraron. Ordené el trasladó del cadáver al depósito, donde le hice un detenido examen.
—¿A qué conclusión llegó usted?
—Llegué a la conclusión de que la muerte se debió a la introducción de una violenta toxina en la sangre. La muerte se produjo por una parálisis aguda del corazón y debió de ser prácticamente instantánea.
—¿Puede decirnos qué clase de toxina era?
—Una toxina que hasta entonces me era desconocida.
Los periodistas, que escuchaban atentamente, apuntaron: «Veneno desconocido».
—Gracias, puede retirarse. ¡El señor Winterspoon!
El señor Winterspoon era un hombre alto, de rostro bondadoso. Parecía un buen tipo, aunque algo bobo. Causó inesperada sorpresa conocer que era el director del Laboratorio Oficial de Análisis y una autoridad en venenos raros.
El juez le alargó el dardo fatal y le preguntó si lo reconocía.
—Sí —contestó el señor Winterspoon—. Me lo mandaron para su análisis.
—¿Quiere decirnos el resultado del análisis?
—Con mucho gusto. En mi opinión, la punta fue untada tiempo atrás con una preparación de curare. Y este es el tipo de flecha envenenada que usan algunas tribus.
Los periodistas anotaban todo aquello embelesados.
—¿Cree usted, pues, que la muerte se produjo por el curare?
—¡Oh, no! No quedaban más que vestigios insignificantes del veneno original. Según mi análisis, la punta estaba impregnada con veneno de la Dispholidus typus, una serpiente conocida vulgarmente como boomslang o serpiente de árbol.
—¿Boomslang? ¿Qué es esto?
—Una serpiente del sur de África, una de las más venenosas que existen. Sus efectos en las personas no son conocidos, pero si queremos tener una idea de su intensa virulencia, bastará con decir que se inyectó el veneno a una hiena y esta murió antes de que se pudiera retirar la aguja hipodérmica. Un chacal murió como alcanzado por un disparo. El veneno produce una hemorragia aguda bajo la piel y ataca el corazón, paralizando su funcionamiento.
Los periodistas escribieron: «Crimen sensacional. Veneno de serpiente administrado en pleno vuelo. De efectos más mortíferos que el de la cobra».
—¿Sabe usted si se ha usado ese veneno en otro caso de envenenamiento intencionado?
—Nunca. Eso es lo más interesante.
—Gracias, señor Winterspoon.
El sargento de policía Wilson declaró sobre el hallazgo de la cerbatana debajo de uno de los cojines de un asiento. No había huellas dactilares. Se habían realizado experimentos con la flecha y el artilugio, comprobando que podía ser arrojada con eficacia hasta una distancia de unos diez metros.
—¡Monsieur Hércules Poirot!
Se produjo una ligera agitación, aunque la declaración de monsieur Poirot fue muy comedida. No había observado nada extraordinario. Él fue quien encontró la diminuta flecha en el piso del avión. El lugar en que se halló parecía indicar que pudo desprenderse del cuello de la mujer difunta.
—¡Condesa de Horbury!
Un reportero escribió: «La esposa de un noble de Inglaterra presta declaración en el misterioso crimen aéreo». Otro anotó: «... en el misterio del veneno viperino».
Entre los que escribían para la prensa del corazón, uno relató: «Lady Horbury llevaba uno de esos sombreritos de estudiante que se han puesto de moda». Y otro: «Lady Horbury, que es una de las más elegantes damas de nuestra ciudad, vestía de negro con uno de esos sombreritos de colegiala». Y otro más: «Lady Horbury, de soltera señorita Cicely Brand, vestía de negro, muy elegante, con uno de esos nuevos sombreritos...».
Todos destacaban la elegancia y hermosura de la joven dama, cuya declaración fue de las más breves. No había observado nada y nunca había visto a la difunta.
Venetia Kerr, que declaró después, aportó menos emoción aún. Los infatigables proveedores de las revistas del corazón afirmaron: «La hija de lord Cottesmore llevaba una chaqueta de magnífico corte y una falda a la última moda». Y como título, la frase: «Damas de la buena sociedad prestan declaración».
—¡James Ryder!
—¿Es usted James Bell Ryder y vive en el 17 de Blainberry Avenue, N.W.?
—Sí, señor.
—¿Cuál es su profesión?
—Soy director gerente de Ellis Vale Cement Co.
—¿Tiene la bondad de examinar esta cerbatana? ¿La había visto antes?
—No.
—Durante el vuelo en el Prometheus, ¿no vio usted este objeto en manos de alguna persona?
—No.
—¿Ocupaba el número 4, delante de la víctima?
—¿Y qué pasa si así fuera?
—Haga el favor de no adoptar ese tono conmigo. Ocupaba usted el número 4. Desde su asiento podía usted ver casi todo lo que sucedía en el compartimiento.
—No, señor. No podía ver nada, porque los respaldos son muy altos.
—Pero si alguien se levantara y se colocara en el pasillo en condiciones de poder disparar una cerbatana contra la interfecta, ¿lo habría visto usted?
—Ciertamente.
—¿Y no vio usted tal cosa?
—No.
—¿Vio usted levantarse a alguno de los pasajeros que ocupaban asientos delante de usted?
—Sí, un pasajero que se sentaba dos filas ante mí, que fue a los servicios.
—¿Alejándose de usted y de la difunta?
—Sí.
—¿No se acercó para nada a la cola del avión?
—No, volvió a su asiento directamente.
—¿Llevaba algo en la mano?
—Nada.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—¿No abandonó su asiento nadie más?
—El individuo que estaba delante de mí. Pasó por mi lado y se dirigió a la cola.
—¡Protesto! —terció el señor Clancy, levantándose del asiento que ocupaba—. ¡Eso fue antes, mucho antes, a la una!
—Haga el favor de sentarse —ordenó el juez—. Luego podrá hablar. Siga usted, señor Ryder. ¿Notó usted si ese caballero llevaba algo en la mano?
—Creo que llevaba una estilográfica. Y cuando volvió, sujetaba un libro de color naranja.
—¿Y esa fue la única persona que cruzó el avión hacia la cola? ¿Usted no se levantó?
—Sí. Fui al servicio, pero no llevaba ninguna cerbatana en las manos.
—Adopta usted un tono poco apropiado. Siéntese.
El señor Norman Gale, dentista, prestó declaración en sentido negativo. Luego se acercó al estrado el indignado señor Clancy.
El señor Clancy era para los periodistas un personaje de menor interés, inferior en varios grados a una aristócrata.
«Autor de novelas policíacas presta declaración. Célebre escritor confiesa la compra del arma mortal. Causa sensación en el jurado.»
Pero lo de la sensación quizá era un poco prematuro.
—Sí, señor —declaró el señor Clancy con voz estridente—, compré una cerbatana y, es más, la he traído hoy aquí. Protesto con toda mi alma contra la suposición de que la cerbatana con que se cometió el crimen fuera la mía. Aquí está la que yo compré.
Mostró la cerbatana con aire de triunfo.
Los periodistas anotaron: «Una segunda cerbatana en el tribunal».
El juez se portó severamente con el señor Clancy. Le dijo que estaba allí para ayudar a la justicia y no para rebatir cargos imaginarios contra él. Luego le preguntó sobre lo ocurrido en el Prometheus durante el vuelo, pero con escasos resultados. El señor Clancy, según explicó él, con toda clase de pormenores innecesarios, había estado demasiado enfrascado en un excéntrico horario de trenes extranjeros y las dificultades que le presentaban los horarios en formato de veinticuatro horas, para fijarse en nada de lo que sucedía a su alrededor. Aunque hubiesen atacado con dardos envenenados a todo el pasaje, maldito si se hubiera dado cuenta de lo que sucedía.
La señorita Jane Grey, oficiala de peluquería, no alteró el ritmo de las plumas de los periodistas.
Siguieron los franceses.
Monsieur Armand Dupont declaró que viajaba a Londres para dar una conferencia en la Royal Asiatic Society. Él y su hijo estaban absortos en una discusión técnica y se habían fijado muy poco en lo que sucedía a su alrededor. No había advertido la presencia de la víctima hasta que atrajo su atención el revuelo general que produjo el descubrimiento de su muerte.
—¿Conocía usted a madame Morisot o madame Giselle?
—No, monsieur, nunca la había visto.
—Pero es un personaje muy conocido en París, ¿verdad?
—No lo sé. En cualquier caso, no he estado apenas en París últimamente.
—¿Debo deducir que ha regresado usted de Asia recientemente?
—Exactamente, monsieur; de Irán.
—Han viajado mucho por esos mundos de Dios, usted y su hijo, ¿verdad?
—Pardon?
—¿Han estado en países exóticos?
—Así es, señor.
—¿Ha estado usted en alguna parte del mundo donde los nativos usen dardos envenenados con veneno de serpiente?
Hizo falta que se lo tradujeran y, cuando entendió la pregunta, monsieur Dupont meneó la cabeza enérgicamente.
—Nunca, nunca me he encontrado con nada parecido.
Luego le tocó el turno a su hijo, cuya declaración se ajustó en todo a la de monsieur Armand. No había notado nada. Creyó posible que la muerte de la señora se debiera a la picadura de una avispa, porque él mismo se vio molestado por una, a la que logró matar, por cierto.
Los Dupont eran los últimos testigos.
El juez se aclaró la garganta y se dirigió al jurado.
Dijo que era el caso más sorprendente e increíble que se le había presentado desde que presidía aquel tribunal. Una mujer había muerto (y podía descartarse la idea de suicidio o de accidente) en el aire, en un espacio muy reducido. Era inimaginable que el autor del crimen fuera alguien ajeno al avión. El asesino tenía que ser necesariamente uno de los testigos que acababan de escuchar. No debían perder de vista aquel hecho, por terrible y espantoso que fuese. Una de las personas allí presentes había mentido descaradamente.
Las circunstancias del crimen eran de una audacia incomparable. A la vista de los diez testigos, o doce contando a los camareros, el asesino se había llevado la cerbatana a los labios y lanzado el dardo sin que nadie hubiera observado el hecho. Parecía francamente increíble, pero existía la prueba de la cerbatana, del dardo hallado en el suelo, de la señal dejada en el cuello de la difunta y del dictamen del médico, que demostraba que aquello, increíble o no, había sucedido.
A falta de pruebas para acusar a una persona determinada, solo podía aconsejar al jurado que emitiese un veredicto de «asesinato cometido por una o varias personas desconocidas». Todos los presentes habían negado conocer a la víctima. A la policía le tocaba descubrir las ocultas relaciones entre los testigos y la víctima. Desconociéndose el motivo del crimen, solo podía aconsejar el veredicto indicado.
Uno de los miembros del jurado, de rostro anguloso y ojos suspicaces, se adelantó, respirando fatigosamente.
—¿Se me permite una pregunta, señoría?
—Claro, diga.
—Nos han dicho ustedes que la cerbatana se encontró bajo uno de los cojines de un asiento. ¿Quién se sentaba en él?
El juez consultó sus notas. El sargento Wilson se acercó al miembro del jurado y explicó:
—¡Ah, sí! El asiento de que se trata era el número 9, ocupado por monsieur Hércules Poirot. Monsieur Poirot es un detective privado muy conocido y respetable que ha colaborado muchas veces con Scotland Yard.
El miembro del jurado dirigió su mirada a Hércules Poirot y su rostro mostró la escasa aceptación que los bigotes de este le producían.
¡Extranjeros!, dijeron sus ojos. No hay que fiarse de los extranjeros, aunque sean colaboradores de la policía.
Añadió en voz alta:
—¿No fue ese monsieur Poirot quien encontró el dardo?
—Sí.
El jurado se retiró a deliberar. Al cabo de poco tiempo volvió, y el presidente entregó una papeleta al juez.
—¿Pero qué es esto? —murmuró ceñudo este al leerlo—. ¡Tonterías! No puedo aceptar un veredicto en estos términos.
Al poco rato, el veredicto volvió debidamente enmendado:
«Dictaminamos que la víctima murió envenenada, aunque no haya pruebas que demuestren de forma irrebatible quién administró el veneno».
5
DESPUÉS DE LA ENCUESTA
Al salir del tribunal, una vez emitido el veredicto, Jane encontró a Norman Gale a su lado.
—Me gustaría saber qué decía aquel papel que el juez no quiso aceptar bajo ningún concepto —comentó Gale.
—Creo que puedo satisfacer su deseo —dijo una voz detrás de ellos.
La pareja se volvió para encontrarse con la mirada vivaracha de monsieur Hércules Poirot.
—Era un veredicto de culpabilidad de asesinato contra mí.
—¡Oh! ¿Es posible? —exclamó Jane.
Poirot asintió satisfecho.
—Mais oui. Al salir he oído que un hombre le comentaba a otro: «Ese extranjero, fíjese bien en lo que le digo. ¡Es el autor del crimen!». Los del jurado piensan lo mismo.
Jane no sabía si condolerse o echarse a reír. Se decidió por lo último y Poirot rió también contagiado por su risa.
—Comprenderán que debo ponerme a trabajar sin pérdida de tiempo para probar mi inocencia.
Se despidió con una inclinación y una sonrisa.
Jane y Norman siguieron con la mirada al extraño personaje que se alejaba.
—¡Qué tipo tan estrafalario! —comentó Gale—. Se hace llamar detective. No sé qué puede descubrir un hombre así. Cualquier delincuente lo reconocería a kilómetros de distancia. No comprendo cómo puede disfrazarse.
—¿No tiene usted una idea muy anticuada de los detectives? —preguntó Jane—. Las pelucas y barbas postizas ya no están de moda. Hoy día, los detectives se sientan a una mesa y estudian los casos en su aspecto psicológico.
—Mucho menos cansado.
—Tal vez en su aspecto físico. Pero, de todos modos, necesitan un cerebro frío y calculador.
—Claro. Un atolondrado no daría pie con bola.
Los dos rieron.
—Oiga... —Gale tartamudeaba y se ruborizó ligeramente—... le importaría... quiero decir si sería usted tan amable... es un poco tarde, pero ¿me acompañaría a tomar el té? He pensado que, como compañeros de infortunio, podríamos también...
Conteniéndose, se dijo: ¿Qué te pasa, tontaina? ¿No puedes invitar a una muchacha sin tartamudear, enrojecer y hablar como un patán? ¿Qué pensará de ti la chica?
La confusión de Gale tuvo la virtud de acentuar la serenidad y el dominio de Jane.
—Muchas gracias —contestó—. Me encantará aceptar ese té.
Entraron en un establecimiento y una camarera de modales desdeñosos recibió sus peticiones con aire de duda, como si pensara: Perdonen si salen decepcionados. Dicen que aquí se sirve té, pero yo nunca he visto nada que se le parezca aquí.
El establecimiento estaba casi desierto, pero esta falta de clientela enfatizaba la intimidad de aquel té. Jane se quitó los guantes y dirigió una mirada a su compañero. Era muy atractivo, con aquellos ojos azules y aquella sonrisa. Muy agradable.
—¡Qué caso más raro el de ese asesinato! —comentó Gale, apresurándose a entrar en conversación. Todavía no se había librado por completo del ridículo sentimiento de embarazo.
—Lo sé —corroboró Jane—, y me tiene preocupada desde el punto de vista de mi empleo. No sé cómo se lo tomarán.
—Es cierto. No había pensado en eso.
—Quizá a Antoine no le guste conservar a una empleada complicada en un caso de asesinato y que tiene que prestar declaración y lo que eso supone.
—La gente es muy rara —afirmó Norman Gale pensativamente—. La vida es... es tan injusta. Una cosa como esta en que, además, no tiene culpa alguna —Y frunció el ceño airado—. ¡Es indignante!
—Bueno, aún no ha pasado nada —le recordó Jane—. ¿Por qué inquietarse por algo que no ha sucedido todavía? Después de todo, podría tener un buen fundamento. ¡Podría ser yo quien la hubiera asesinado! Y a un asesino se le supone capaz de matar a otros, y a nadie le gustaría confiar su cabellera a alguien así.
—Basta con mirarla para saber que es usted incapaz de matar a nadie —declaró Norman mirándola con devoción.
—Yo no estaría tan segura sobre eso —advirtió Jane—. A veces, de buena gana mataría a alguna de mis clientas si supiera que no me iban a descubrir. Especialmente, a una que tiene una agria voz de loro y que gruñe por todo. A veces pienso que matarla sería una buena acción y no un crimen. Ya ve pues que mentalmente soy una asesina.
—Quizá, pero no cometió usted ese asesinato. Lo juraría.
—Yo también juraría que no lo cometió usted —aseguró Jane—. Pero de nada le serviría que yo lo jurase, si sus pacientes se lo atribuyesen.
—Mis pacientes, sí... —Gale parecía pensativo—. Supongo que tiene usted razón. No había caído en eso. Un dentista con manías homicidas. Realmente, no es una propaganda muy atractiva. —Como obedeciendo a un súbito impulso, añadió—: ¿No le disgusta saber que soy un dentista?
Jane arqueó las cejas.
—¿Disgustarme? ¿A mí?
—Lo digo porque para la gente los dentistas son algo cómico. No es una profesión romántica, que digamos. A un médico todo el mundo le toma en serio.
—No se preocupe. Un dentista siempre estará a mayor nivel que una auxiliar de peluquería.
Rieron ambos y Gale observó:
—Me parece que vamos a ser buenos amigos, ¿verdad?
—Sí, eso creo.
—¿Querría usted cenar una noche conmigo? Luego podríamos ir al teatro.
—Sí, claro.
Tras una pausa, Gale preguntó:
—¿Lo pasó usted bien en Le Pinet?
—Mucho.
—¿Había estado ya allí?
—No, verá usted...
Sintiéndose de pronto comunicativa, Jane le contó la historia del billete de lotería. Ambos estuvieron de acuerdo en que los sorteos eran románticos y agradables, y deploraron que el gobierno británico fuera, en eso, tan poco comprensivo.
Su charla fue interrumpida por un joven de traje castaño que llevaba un buen rato remoloneando por aquel lugar sin que ellos lo notaran.
Por fin se decidió a acercarse y, descubriéndose, se dirigió a Jane con gran aplomo:
—¿Señorita Jane Grey?
—Sí.
—Represento al Weekly Howl, señorita Grey. ¿Aceptaría usted el encargo de escribirnos un artículo sobre ese asesinato aéreo que han vivido ustedes? Podría exponer el punto de vista de uno de los viajeros...
—Me temo que no, gracias.
—¡Oh! ¡Vamos, señorita Grey! Se lo pagaríamos estupendamente.
—¿Cuánto?
—Cincuenta libras. Oh, bueno, tal vez algo más. Pongamos sesenta.
—No. No creo que me fuera posible. No sabría qué contar.
—Está bien —se apresuró a decir el muchacho—. No es necesario realmente que usted escriba el artículo. Uno de nuestros redactores la visitará para hacerle algunas preguntas y escribirá el texto de acuerdo con sus respuestas. No tendrá usted ni la más mínima molestia.
—Da lo mismo —respondió Jane—. Prefiero no hacerlo.
—¿Qué le parecerían cien libras? Mire, estoy dispuesto a darle esas cien si nos facilita usted una fotografía suya.
—No, no me gusta la idea.
—¡Déjelo ya! —intervino Norman Gale—. La señorita Grey no quiere que se la moleste más.
—No, no me gusta la idea.
El joven se dirigió a él esperanzado.
—¿No es usted el señor Gale? Oiga, por favor: ya que a la señorita Grey no acaba de gustarle la idea, ¿qué le parece a usted? Quinientas palabras y le ofrezco los mismos honorarios que a la señorita Grey. Es un trato excelente, pues el asesinato de una mujer contado por otra mujer tiene más gancho para los lectores. Es una gran oportunidad lo que le ofrezco.
—No la acepto, ya ve usted. No escribiré una palabra para su periódico.
—Dinero aparte, sería una buena propaganda para su consulta. Mejoraría su situación profesional. Todos sus clientes lo leerían.
—Eso es precisamente lo que más temo —afirmó Norman Gale.
—Ya sabe usted que, en estos tiempos, no se puede hacer nada sin la publicidad.
—Es posible, pero todo depende de la clase de publicidad. Solo me queda la esperanza de que algunos de mis pacientes no lean la prensa y, por lo tanto, ignoren que estoy mezclado en un caso de asesinato. Bueno, ya le hemos contestado a usted los dos. ¿Se va usted por las buenas o no?
—No he dicho nada para molestarles —replicó el reportero sin turbarse ante aquel tono violento—. Buenas tardes. Pueden llamarme a la redacción si cambian de parecer. Aquí tienen mi tarjeta.
Salió alegremente del establecimiento, pensando para sí: No me ha ido del todo mal. Será una entrevista bastante decente.
Efectivamente, la siguiente edición del Weekly Howl dedicaba una columna a relatar el punto de vista de dos testigos presenciales del misterioso crimen del aire. La señorita Jane Grey declaraba que se sentía demasiado apenada para hablar del asunto. Había sido un golpe muy duro para ella y detestaba recordarlo. El señor Norman Gale se había extendido en consideraciones sobre el efecto que produciría en la carrera de un profesional verse mezclado en un asunto criminal, a pesar de ser inocente. El señor Gale había expresado la esperanza de que algunos de sus clientes solo leyesen la sección de modas y se sentaran en su silla de dentista sin la menor sospecha.
Cuando el muchacho se hubo ido, Jane preguntó:
—¿Por qué no hará esas proposiciones a personas más importantes?
—Seguramente deja eso para reporteros más cualificados —contestó Gale, ceñudo—. Tal vez lo ha intentado ya y le han mandado a paseo. Jane... ¿Me permites que te tutee? ¿Quién crees tú que mató a esa mujer, a Giselle?
—No tengo ni la más remota idea.
—¿Has pensado en eso? ¿En eso precisamente?
—No, a decir verdad, en eso no había pensado. Solo me preocupaba la idea de estar mezclada. Pero no se me había ocurrido pensar seriamente que alguno de los demás tuvo que hacerlo. Hasta este momento no había caído en la cuenta de que uno de ellos tuvo que ser forzosamente el autor.
—Sí, el juez lo expuso con toda claridad. Sé que no fui yo y sé que no fuiste tú, porque... bueno, porque te estuve contemplando casi todo el tiempo que permanecimos en el aire.
—Sí —admitió Jane—. A mí me consta que no fuiste tú por la misma razón. ¡Y desde luego, sé que tampoco fui yo! De modo que debió ser alguno de los otros, pero no sé quién fue. No tengo la menor idea. ¿Y tú?
—Pues no.
Norman Gale parecía muy pensativo, como si quisiera llegar a una conclusión a toda costa. Jane prosiguió:
—No sé cómo vamos a adivinarlo. Por mi parte, al menos yo no vi nada. ¿Notaste tú alguna cosa?
Gale meneó la cabeza.
—Nada en absoluto.
—Eso es lo más raro del caso. Me atrevería a jurar que no pudiste ver nada porque no estabas de cara a los hechos. Pero yo sí estaba mirando precisamente allí y hubiera debido ver...
Jane se detuvo, ruborizándose. Recordaba que su mirada se había mantenido fija en su jersey y que su mente, lejos de recoger las sensaciones externas, se había cerrado a todo lo que no tuviese relación directa con la persona que llevaba aquel dichoso pullover.
Me gustaría saber por qué se ruboriza así, se decía Norman Gale. Es encantadora. Voy a casarme con ella. Sí, me casaré. Pero no hay que correr demasiado. Tengo que hallar algún pretexto para frecuentarla. Podría aprovechar este asunto del crimen. Funcionará tan bien como cualquier otra cosa. Además, creo realmente que sería bueno hacer algo. Ese maldito reportero con su publicidad...
—Concentrémonos en eso —expuso en voz alta—. ¿Quién la mató? Tengamos en cuenta a todos los que estaban allí. ¿Quizá uno de los camareros?
—No —rechazó Jane.
—Conforme. ¿Las señoras que estaban sentadas al otro lado del pasillo?
—No creo que una dama como lady Horbury haya matado a nadie. Y la otra, la señorita Kerr es demasiado «señora». Jamás mataría a una anciana francesa, estoy segura.
—Me parece que no te equivocas, Jane. Tenemos a ese hombrecillo de los bigotes. Aunque, según el jurado, sea el más sospechoso, tenemos que descartarlo. ¿Y el médico? Tampoco parece muy probable que tenga nada que ver.
—Si la hubiese querido matar, lo hubiese hecho sin dejar huellas y nadie le hubiera descubierto.
—Sí, claro —admitió Norman dubitativo—. Esos venenos inodoros e insípidos que no dejan huellas son más apropiados, aunque dudo de que existan. ¿Qué te parece ese escritor, el que confesó poseer una cerbatana?
—Es bastante sospechoso. Pero me parece buena persona y no necesitaba confesar que poseía uno de esos chismes, de modo que no creo que fuese él.
—Así pues, nos queda Jameson. No, ¿cómo se llama...? ¿Ryder?
—Sí. Pudo ser él.
—¿Y los franceses?
—Son los más probables. Han viajado a extraños lugares y pueden tener motivos que nosotros desconocemos por completo. El más joven me parece una persona desdichada y preocupada.
—También tú estarías inquieta si hubieras cometido un crimen —afirmó Norman lúgubre.
—Parecía muy agradable —insistió Jane—, y su padre un hombre encantador. Confío en que no sean ellos.
—No parece que progresemos mucho.
—No sé cómo vamos a llegar a una conclusión, desconociendo tantas cosas acerca de la mujer asesinada: qué enemigos tenía, quién la va a heredar y todo eso.
Norman Gale terció esperanzado:
—¿Tú crees que esto es especular en vano?
—¿No lo es? —preguntó ella sin sonreír.
—No del todo —contestó Gale, y añadió lentamente, después de vacilar—: Presiento que será provechoso.
Jane le dirigió una mirada interrogadora.
—Un asesinato —puntualizó Normal Gale— no concierne solo a la víctima y al autor. También afecta al inocente. Tú y yo somos inocentes, pero nos envuelve la sombra del crimen y no sabemos cómo afectará esta sombra a nuestras vidas.
Jane era una muchacha muy juiciosa, pero no pudo evitar un estremecimiento.
—No digas eso. Me da miedo.
—Y a mí también —reconoció Gale.
6
UNA CONSULTA
Hércules Poirot visitó a su amigo, el inspector Japp. Este le recibió con una sonrisa burlona.
—¡Hola, viejo amigo! Ha estado usted a punto de dar con sus huesos en la cárcel.
—Me temo que, si llega a ocurrir semejante cosa, hubiera salido perjudicado profesionalmente.
—También los detectives resultan, a veces, criminales en las novelas. —Japp le indicó un caballero con cara melancólica, pero inteligente—. Tengo el gusto de presentarle a monsieur Fournier, de la Sûreté, que ha venido a colaborar con nosotros en este asunto.
—Creo que tuve el placer de conocerle hace años, monsieur Poirot —saludó estrechándole la mano—. También me habló de usted monsieur Giraud.
A Poirot le pareció sorprender en los labios del agente francés una leve sonrisa y se permitió replicar con una sonrisa discreta, imaginándose en qué términos le habría hablado Giraud, de quien él, a su vez, acostumbraba a hablar en términos desdeñosos como el «sabueso humano».
—Propongo —ofreció Poirot— que vengan a cenar conmigo. Ya he invitado a monsieur Thibault. Es decir, si usted y el amigo Japp no tienen inconveniente en aceptar mi colaboración.
—Está bien, amigo mío —aceptó Japp, dándole una palmada en el hombro—. Ya veo que se ha metido usted a fondo en el caso.
—Nos consideraremos muy honrados —murmuró el francés por pura cortesía.
—Como acabo de decir a una señorita encantadora, ansío que resplandezca mi inocencia.
—Al jurado no le gustó su aspecto —observó Japp, sonriendo otra vez—. Fue lo más gracioso que he oído nunca.
De común acuerdo, no se habló del caso durante la excelente comida con que el belga obsequió a sus amigos.
—Después de todo, es posible comer bien en Inglaterra —comentó Fournier, mientras usaba con toda delicadeza el mondadientes.
—Una comida exquisita, monsieur Poirot —reconoció Thibault.
—Un poco a la francesa, pero condenadamente buena —convino Japp.
—La buena comida siempre ha de pesar poco en el estómago —señaló Poirot—. No debe ser tan fuerte que paralice el funcionamiento del cerebro.
—No puedo decir que me haya molestado nunca el estómago —advirtió Japp—, pero no se lo discutiré. Prefiero que pasemos a tratar el asunto que nos ha reunido. Y como monsieur Thibault ha de ausentarse pronto, yo propondría que empezásemos por oír todo lo que pueda decirnos.
—Estoy a sus órdenes, caballeros. Desde luego que aquí puedo hablar más libremente que ante el tribunal. Antes de empezar la encuesta judicial tuve una charla con el inspector Japp, quien me aconsejó mucha reserva, y por eso procuré contestar en términos generales.
—Perfectamente —aceptó Japp—. No hay que gastar las municiones en salvas. Ahora puede decirnos todo lo que sepa de esa Giselle.
—A decir verdad, sé muy poco de ella. La conocía, como todo el mundo, por su fama. De su vida privada sé muy poco. Es probable que monsieur Fournier sepa más que yo. Pero sí les puedo asegurar que madame Giselle era lo que aquí llamamos todo un personaje. De sus antecedentes nada se sabe. Creo que en su juventud fue de muy buen ver y que la viruela acabó con su belleza. Le gustaba mucho, me parece, el poder; y lo tenía. Era una astuta mujer de negocios, de ese tipo de mujer francesa que tiene la cabeza muy bien puesta sobre los hombros y no permite que los sentimientos afecten para nada sus intereses, aunque tenía fama de llevar sus negocios con escrupulosa honestidad.
Se volvió hacia Fournier, como esperando su asentimiento, y este asintió melancólicamente.
—Sí. Era honesta a su manera. Aunque la ley la hubiera llamado al orden si se hubieran presentado ciertas pruebas, pero eso... —se encogió de hombros con desaliento—... eso es mucho pedir, corrompida como está la humanidad.
—¿Qué quiere decir?
—Chantaje.
—¿Practicaba el chantaje? —preguntó Japp extrañado.
—Sí, un chantaje de un tipo muy especial. Madame Giselle tenía la costumbre de prestar dinero mediante un simple pagaré. Era muy discreta en cuanto a la suma prestada y a los métodos de pago, pero puedo asegurarles que tenía su propio y eficaz sistema para hacerse pagar.
Poirot se echó hacia delante con interés.
—Como monsieur Thibault ha dicho, madame Giselle reclutaba su clientela entre la clase elevada y las profesiones liberales. Esta gente es especialmente vulnerable al peso de la opinión pública. Madame Giselle tenía montado su propio servicio de información. Antes de prestar el dinero, si se trataba de una cantidad importante, solía recoger cuantos datos le era posible sobre su cliente, y sus medios de información eran extraordinarios. Estoy de acuerdo con lo que ha dicho nuestro amigo: a su manera, madame Giselle era de una escrupulosa honestidad. Se portaba bien con los que eran leales con ella. Creo sinceramente que no se sirvió de los secretos que sabía para obtener dinero de nadie, a no ser que le debieran dinero.
—Quiere usted decir —observó Poirot— que el conocimiento de esos secretos era una especie de garantía.
—Exacto. Y cuando tenía que servirse de ellos, lo hacía con toda rudeza y sorda a todo sentimiento. Y debo decirles, señores, que su sistema funcionaba. Rara vez se vio obligada a renunciar al cobro de una deuda. Un caballero o una dama de posición elevada removerían cielo y tierra para evitar un escándalo. Como ustedes ven, conocíamos sus actividades, pero de eso a perseguirla judicialmente... —Volvió a encogerse de hombros—. Es un asunto muy difícil. La naturaleza humana... es la naturaleza humana.
—Y en caso de tener que renunciar al cobro de alguna deuda, ya que, como usted ha insinuado, eso sucedió alguna vez, ¿qué hacía entonces? —preguntó Poirot.
—En ese caso —contestó Fournier—, hacía públicos los informes que tenía o se los mandaba a la persona interesada.
Hubo un momento de silencio. Luego Poirot preguntó:
—¿Y eso no la beneficiaba económicamente?
—Económicamente, no —respondió Fournier—, al menos no directamente.
—¿E indirectamente?
—Sí, porque hacía que los demás pagasen, ¿no es eso? —intervino Japp.
—Eso mismo —confirmó Fournier—. Equivalía a lo que podríamos llamar un efecto moral.
—Un efecto inmoral lo llamaría yo —exclamó Japp. Y añadió, restregándose la nariz pensativamente—: Bien, esto nos abre un abanico muy amplio de posibles motivos para el crimen. Ahora convendría saber quién entrará en posesión del dinero. ¿Puede usted ayudarnos en este aspecto? —preguntó, dirigiéndose a Thibault.
—Tenía una hija —contestó el abogado—, pero ésta no vivía con su madre. Casi me atrevería a afirmar que la madre no la veía desde que era muy pequeña. Pero hace muchos años hizo testamento dejándoselo todo a su hija Anne Morisot, a excepción de un pequeño legado en favor de su doncella. Por lo que yo sé, nunca ha hecho otro testamento.
—¿Y es grande su fortuna? —preguntó Poirot.
El abogado se encogió de hombros.
—Aproximadamente unos ocho o nueve millones de francos.
Poirot frunció los labios, como en un silbido.
—¡Caramba! ¡No lo parecía! —exclamó Japp—. Veamos cuánto es al cambio, pues debe ascender a más de cien mil libras.
—¡Toma! Mademoiselle Anne Morisot será una señorita muy rica —comentó Poirot.
—Por fortuna para ella, no se hallaba en el avión —añadió Japp secamente—. En otro caso, hubiera sido sospechosa de haber dado el pasaporte a su madre para heredar el dinero. ¿Qué edad debe tener?
—No lo sé con seguridad. Imagino que unos veinticuatro o veinticinco años.
—Bien, por ahora no parece que tenga la menor relación con el crimen. Tendremos que volver sobre eso de los chantajes. Todos los viajeros niegan haber conocido a madame Giselle. Por lo menos uno de ellos miente. Es cuestión de saber quién. El examen de sus documentos privados quizás arroje alguna luz. ¿No le parece, Fournier?
—Querido amigo —respondió el francés—, apenas nos llegó la noticia y, tras hablar por teléfono con Scotland Yard, fui de inmediato a su casa. Allí había una caja de caudales donde solía guardar sus papeles, pero los habían quemado todos.
— ¿Quemados? Pero ¿por qué? ¿Quién?
— Madame Giselle tenía una doncella de confianza llamada Elise; si le sucedía algo a su señora, tenía instrucciones de abrir la caja, cuya combinación conocía, y quemar los papeles que contenía.
— ¿Cómo? ¡Pero eso es asombroso! —exclamó Japp.
— ¿Lo ve? —señaló Fournier—. Madame Giselle tenía su propio código. Era leal con quienes se portaban lealmente con ella. A sus clientes les prometía juego limpio. Era despiadada, pero mujer de palabra.
Japp asintió. Los cuatro permanecieron un rato en silencio, pensando en el carácter de aquella mujer poco común.
Thibault se levantó.
— Debo dejarles, señores, pues ahora tengo una cita. Si necesitan alguna otra información, ya saben dónde encontrarme.
Y tras estrecharles la mano ceremoniosamente, abandonó la estancia.