espanol.su ::   Форум  |  Вконтакте

Novela policíaca de Agatha Christie.

Здесь вы можете задавать вопросы и делать предложения по сайту, а также создавать темы, не попадающие в другие форумы.
Si no encuentras tu tema en otros foros, escribe aquí.

Модераторы: Aplatanado, Wladimir

Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Пн июл 17, 2017 1:27 pm

El Caso del Soldado Descontento.
Майор Уилбрехем ищет опасностей.

Frente a la puerta del despacho de míster Parker Pyne, el mayor Wilbraham se detuvo para leer, no por primera vez, el anuncio del diario de la mañana que le había llevado allí. Era bastante claro: El mayor inspiró profundamente y se lanzó decidido hacia la puerta giratoria que conducía al despacho exterior. Una joven de aspecto sencillo levantó la vista de su máquina de escribir para dirigirle una mirada interrogante.
— ¿Mister Parker Pyne?
—Tenga la bondad de venir por aquí. Y él la siguió al despacho interior, ante la suave presencia de mister Parker Pyne.
— Buenos días — dijo míster Parker Pyne —. Hágame el favor de sentarse. Y dígame ahora qué puedo hacer por usted.
— Me llamo Wilbraham — empezó a decir.
— ¿Mayor? ¿Coronel? — preguntó míster Parker Pyne.
— Mayor.
— ¡Ah! Y ha regresado recientemente de países lejanos. ¿India? ¿África Oriental?
— África Oriental.
— Un bello país, según dicen. Bien, es decir que vuelve usted a estar en casa... y no se encuentra a gusto. ¿Es éste el problema?
—Tiene usted mucha razón. Aunque no sé cómo ha podido saberlo. Mister Parker Pyne movió una mano con gesto imponente.
— Éste es mi oficio. Ya ve usted: durante treinta y cinco años he estado ocupado en la compilación de estadísticas en un despacho del gobierno. Ahora estoy retirado y se me ha ocurrido utilizar la experiencia adquirida de un modo nuevo. Es muy sencillo. La infelicidad puede ser clasificada en cinco grupos principales... ni uno más, se lo aseguro. Una vez conocida la causa de la enfermedad, el remedio no ha de ser imposible. »Yo ocupo el lugar del médico. El médico empieza por diagnosticarle la enfermedad al paciente y luego procede a recomendar el tratamiento. En algunos casos, no hay tratamiento posible. Si es así, yo le digo francamente que no puedo hacer nada. Pero, si me encargo de un caso, la curación está prácticamente garantizada. »Puedo asegurarle a usted, mayor Wilbraham, que el noventa y seis por ciento de los Forjadores del Imperio retirados (como yo les llamo) son desdichados. Han dejado una vida activa, una vida llena de responsabilidades, de posibles peligros, ¿a cambio de qué? A cambio de recursos limitados, de un clima triste. Y tienen la sensación general de ser peces sacados del agua.
—Todo lo que acaba usted de decir es cierto — observó el mayor —. Lo que yo no puedo aceptar es el hastío. El hastío y la charla interminable sobre las insignificancias de una pequeña aldea. Pero ¿cómo remediarlo? Tengo algo de dinero, además de mi pensión. Tengo un agradable cottage cerca de Cobham. Tengo los medios para dedicarme a la caza o a la pesca. No estoy casado. Mis vecinos son todos personas agradables, pero sus ideas no van más allá de esta isla.
— Dicho en dos palabras: que encuentra usted la vida insípida.
— Condenadamente insípida.
— ¿Le gustaría experimentar emociones y correr posibles peligros? — preguntó míster Parker Pyne. El soldado se encogió de hombros.
— No existe tal cosa en este pequeño país.
— Perdone —dijo míster Parker Pyne con seriedad —. En esto anda usted equivocado. Los peligros y la excitación abundan aquí, en Londres, si sabe usted dónde ha de ir a buscarlos. Usted no ha visto más que la superficie de nuestra vida inglesa, tranquila, agradable. Si lo desea, yo puedo mostrarle ese otro aspecto. El mayor Wilbraham le miró con expresión pensativa. Había algo tranquilizador en el aspecto de míster Parker Pyne. Era grueso, por no decir gordo. Tenía una cabeza calva de nobles proporciones, gafas de alta graduación y unos ojillos que parpadeaban. Y le envolvía una atmósfera... una atmósfera de persona en quien se puede confiar.
— Debo advertirle, no obstante — continuó míster Parker Pyne —, que hay algún riesgo. Los ojos del soldado se iluminaron.
— Perfectamente — dijo. Y añadió de pronto —: ¿Y sus honorarios?
— Mis honorarios —contestó míster Parker Pyne — son cincuenta libras pagadas por adelantado. Si dentro de un mes continúa usted en el mismo estado de hastío, se las reembolsaré.
— Es un trato justo —dijo Wilbraham tras un momento de reflexión —. Estoy de acuerdo. Voy a darle un cheque ahora. Terminados aquellos trámites, mister Parker Pyne oprimió un botón que había sobre su mesa.
— Ahora es la una — le dijo —. Voy a rogarle que lleve a una señorita a almorzar.
— Y habiéndose abierto una puerta, continuó —: ¡Ah! Madeleine, querida, permítame que le presente al mayor Wilbraham, que la acompañará a usted a almorzar. Wilbraham parpadeó ligeramente, lo que no era de extrañar. La muchacha que había entrado en la habitación era morena, de lánguida actitud, ojos admirables, largas pestañas negras, una tez perfecta y una boca voluptuosa de color escarlata. Su exquisita indumentaria realzaba la gracia de su figura. De pies a cabeza era una mujer perfecta.
— ¡Ejem...! Encantado — dijo el mayor Wilbraham.
— Miss De Sara — dijo míster Parker Pyne.
— Es usted muy amable — murmuró Madeleine de Sara.
— Tengo aquí su dirección — anunció míster Parker Pyne —. Mañana por la mañana recibirá usted mis nuevas instrucciones. El mayor Wilbraham salió con la adorable Madeleine. Eran las tres cuando Madeleine regresó.
Mister Parker Pyne levantó la vista para preguntar: — ¿Cómo ha ido?
— Está asustado de mí — contestó ella moviendo la cabeza —. Cree que soy una vampiresa.
— Me lo figuraba — dijo míster Parker Pyne —. ¿Ha seguido mis instrucciones?
— Sí. Hemos hablado libremente de los ocupantes de las otras mesas. El tipo que le gusta es de cabello rubio, ojos azules, ligeramente anémica y no demasiado alta.
— Eso será fácil — dijo míster Parker Pyne —. Déme el modelo B y déjeme ver de qué disponemos en este momento — y recorriendo la lista con el dedo, se detuvo en un nombre —.
Freda Clegg. Sí, creo que Freda Clegg nos irá perfectamente. Es mejor que hable de esto con Mrs. Oliver. Al día siguiente, el mayor Wilbraham recibió una nota que decía: «El próximo lunes por la mañana, a las once, vaya a Eaglemont, Friars Lane, Hampstead, y pregunte por míster Jones. Anúnciese como representante de la Guava Shipping Company.»
Obedeciendo estas instrucciones, el siguiente lunes (que resultó ser el día festivo de los bancos), el mayor Wilbraham partió con destino a Eaglemont, Friars Lane. Decimos que partió, pero no llegó allí, pues, antes de llegar, ocurrió algo. Todo bicho viviente parecía dirigirse a Hampstead. El mayor Wilbraham hubo de mezclarse con las multitudes y sofocarse en el metro, y le costó trabajo descubrir dónde estaba Friars Lane. Friars Lane era un callejón sin salida, un camino descuidado y lleno de roderas, con casas apartadas a uno y otro lado: casas espaciosas que habían conocido mejores tiempos y se veían sin las necesarias reparaciones. Wilbraham se internó por él y miró los nombres semiborrados en los marcos de las puertas y, de pronto, oyó algo que atrajo su atención. Era una especie de grito gorgoteante y medio ahogado. El grito se repitió y pudo ahora reconocer la palabra «¡Socorro!».
Venía del interior de la casa junto a la cual pasaba entonces. Sin vacilar un solo momento, el mayor Wilbraham abrió de un empujón la raquítica puerta y entró sin ruido por el camino de entrada cubierto de maleza. Allí, entre los arbustos, se agitaba una muchacha sujetada por dos negros enormes. Se defendía valientemente, retorciéndose, volviéndose sobre sí misma y pataleando. Uno de los negros le había tapado la boca con una mano, a pesar de los furiosos esfuerzos que ella hacía parar liberar su cabeza. Con la atención concentrada en su lucha con la muchacha, ninguno de los negros había advertido la proximidad de Wilbraham. La primera noticia de él les llegó con un violento puñetazo asestado en la mandíbula del que le tapaba la boca y que retrocedió tambaleándose. Cogido por sorpresa, el otro hombre soltó a su víctima y se volvió. Wilbraham estaba preparado para recibirlo. Una vez más disparó su puño cerrado, y el negro perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Wilbraham se volvió hacia el otro, que ya se le venía encima. Pero los dos negros tenían ya bastante. El segundo rodó por el suelo y se sentó. Al levantarse, corrió en dirección a la puerta. Su compañero le imitó. Wilbraham quiso salir tras ellos, pero cambió de parecer y se volvió hacia la muchacha, que jadeaba apoyándose en un árbol.
— ¡Oh, gracias! — le dijo ésta con voz entrecortada —. Ha sido terrible. El mayor Wilbraham vio entonces, por primera vez, a quien había salvado tan oportunamente. Era una joven de veintiuno o veintidós años, rubia, de ojos azules y algo pálida.
— ¡Si no hubiese usted venido! — dijo sin aliento.
— Bien, bien — contestó Wilbraham con voz tranquilizadora —. Ya ha pasado todo. Sin embargo, creo que sería mejor alejarse de aquí. Esos hombres pueden volver. A los labios de la muchacha asomó una débil sonrisa.
— No creo que vuelvan... después de la paliza que les ha dado usted. ¡Oh, su actuación ha sido realmente espléndida! El mayor Wilbraham se sonrojó ante aquella expresiva mirada de admiración.
— Nada de eso —dijo con indiferencia—. Esto es algo normal cuando alguien molesta a una dama. Dígame: ¿puede usted andar apoyándose en mi brazo? Bien, comprendo que ha sido una impresión horrible.
— Ahora estoy perfectamente — dijo la muchacha, quien, no obstante, tomó su brazo. Aún se estremecía un poco. Al atravesar la puerta exterior, se volvió hacia la casa —. No puedo entenderlo —murmuró — Es evidente que esta casa está vacía.
— Sin duda está vacía — convino el mayor, mirando hacia las ventanas cerradas y observando su ruinoso aspecto general.
—Y sin embargo, esto es Whitefriars — dijo ella señalando el nombre medio borrado que podía leerse en la puerta —. Y Whitefriars es el lugar adonde yo debía ir.
— No se inquiete ahora por nada — dijo Wilbraham —. En un par de minutos encontraremos un taxi. Y luego iremos a cualquier parte a tomar una taza de café. En el extremo del callejón encontraron una calle más concurrida y, por suerte, acababa de desocuparse un taxi enfrente de una de las casas. Wilbraham lo llamó, le dio una dirección al conductor y subieron al coche.
— No se esfuerce en hablar — le aconsejó a su compañera —. Sólo recuéstese. Acaba de pasar por una situación horrible.
Ella le sonrió con gratitud:
— A propósito, mi nombre es Wilbraham.
— El mío es Clegg, Freda Clegg. Al cabo de diez minutos, Freda tomaba su café caliente y miraba agradecida, por encima de la mesa, a su salvador.
— Parece un sueño — dijo —, un mal sueño.
— Y se estremeció —. Y poco tiempo antes estaba yo deseando que ocurriese algo... ¡cualquier cosa! Oh, no me gustan las aventuras.
— Dígame cómo ocurrió.
— Bien, podría contárselo con pelos y señales, pero me temo que tendría que hablar mucho de mí misma.
— Es un tema excelente — dijo Wilbraham con una inclinación de cabeza.
— Soy huérfana. Mi padre, un capitán de marina, murió cuando yo tenía ocho años. Mi madre murió hace tres años. Trabajo en la City. Estoy empleada en la Vacum Gas Company. Una tarde de la semana pasada, al volver a mi alojamiento, encontré a un caballero esperándome. Era un abogado, un tal míster Reid, de Melbourne. »Se mostró muy cortés y me hizo varias preguntas acerca de mi familia. Explicó que había tratado a mi padre hace muchos años y que, en realidad, había gestionado varios de sus asuntos. Luego me comunicó el objeto de su visita: »
— Miss Clegg, tengo razones para creer que podría usted obtener un beneficio como resultado de una operación financiera en la que se interesó su padre varios años antes de su muerte.»
»Por supuesto, esto me causó gran sorpresa.»
— No es posible — continuó mi visitante — que haya usted oído hablar de este asunto. Me parece que John Clegg no se lo tomó nunca en serio. No obstante, el asunto se ha concretado inesperadamente en realidades, pero me temo que cualquier derecho que pudiera usted alegar dependería de su posesión de determinados documentos. Estos documentos habrían formado parte de los bienes de su padre y, por supuesto, es posible que hayan sido destruidos por cree él que no tenían ningún valor. ¿Ha examinado usted algunos de los papeles de su padre?»
»Yo le expliqué que mi madre había conservado varias cosas de mi padre en un antiguo cofre marino. Yo los había mirado por encima, pero no había descubierto nada que despertase mi interés. »
— Quizás no es muy probable que supiera usted reconocer la importancia de estos documentos», dijo sonriendo.»
Pues bien, me fui al cofre, saqué los pocos papeles que contenía y se los llevé. Él los miró, pero dijo que era imposible decidir, de momento, cuáles podían o no podían tener relación con el asunto a que se había referido. Que se los llevaría y se comunicaría conmigo si el resultado era positivo.»
Con el último correo del sábado recibí una carta suya en la que me proponía que acudiese a su casa para hablar del asunto. Me daba su dirección: Whitefriars, Friars Lane, Hampstead. Debía estar allí esta mañana a las once menos cuarto.»
Me retrasé un poco buscando el lugar. Crucé la puerta rápidamente y, me dirigía a la casa cuando, de pronto, salieron de entre la maleza esos dos hombres horribles y saltaron sobre mí. No tuve tiempo de llamar a nadie. Uno de ellos me tapó la boca con la mano. Retorciéndome he podido apartar la cabeza y pedir socorro. Por fortuna, me ha oído usted. A no ser por usted... — y se detuvo. Su mirada era más elocuente que todas las palabras.
— Estoy muy contento de haber acertado a estar allí. Vive Dios que me gustaría coger a esos dos brutos. Supongo que usted no los había visto nunca... Ella movió la cabeza.
— ¿Qué cree usted que significa esto?
— Es difícil de decir. Pero hay algo que parece bastante seguro. Hay alguna cosa que alguien anda buscando entre los papeles de su padre. Ese Reid le ha contado una historia disparatada para tener la oportunidad de examinarlos. Evidentemente, lo que él quería no estaba allí.
— Oh — dijo Freda —, estoy pensando... Cuando volví a casa el sábado me pareció que alguien había tocado mis cosas. Para decirle la verdad, sospeché que mi patrona había registrado mi habitación por pura curiosidad, pero ahora...
— Tenga la seguridad de que fue así. Alguien logró entrar en su habitación y la registró sin encontrar lo que buscaba. Tuvo la sospecha de que usted conocía el valor de ese documento, cualquiera que fuese, y que lo llevaba encima. Por esto preparó la emboscada. Si lo llevaba encima, se lo quitaría. Si no lo llevaba, la conservaría prisionera e intentaría obligarla a revelar dónde lo tenía escondido.
— Pero ¿por qué? — dijo Freda.
— No lo sé, pero debe ser algo muy importante para que él tenga que recurrir a estos medios.
— Esto no parece posible.
— Oh, no lo sé. Su padre era marino. Iba a países lejanos. Pudo haber encontrado algo cuyo valor no llegase a conocer nunca.
— ¿Lo cree usted realmente? — y en las pálidas mejillas de la muchacha apareció una ola rosada de excitación.
— En realidad, no lo creo. La cuestión es: ¿qué hacemos ahora? Supongo que no desea acudir a la policía...
— Oh, no, se lo ruego.
— Me satisface oírle decir esto. No veo para qué podría servirnos la policía y sólo nos acarrearía disgustos. Le propongo que me permita llevarla a almorzar a alguna parte y acompañarla a su domicilio para estar seguro de que ha llegado sin novedad. Y luego, podríamos buscar el documento. Porque ya comprenderá usted que debe estar en alguna parte.
— Mi padre pudo haber destruido el papel.
— Desde luego, es posible, pero la parte contraria, evidentemente, no lo cree así y esto parece prometedor.
— ¿Qué cree usted que puede ser? ¿Un tesoro escondido?
— ¡Quizás sí sea un tesoro! — exclamó el mayor Wilbraham, sintiendo renacer en su interior todo su alegre entusiasmo de muchacho —. Pero ahora, miss Clegg, ¡el almuerzo! El almuerzo les proporcionó un rato agradable. Wilbraham le habló a Freda de su vida en África Oriental. Le describió las cacerías de elefantes y la muchacha se emocionó. Cuando terminaron, insistió en acompañarla a su casa en un taxi. Su alojamiento estaba cerca de Notting Hill Gate. A su llegada, Freda mantuvo una breve conversación con su patrona. Volviéndose hacia Wilbraham, lo condujo al segundo piso, donde tenía un pequeño escritorio y una salita.
— Es exactamente como lo habíamos pensado — le dijo —. El sábado por la mañana vino un hombre para colocar un nuevo cable eléctrico. Dijo que había un defecto en la instalación de mi dormitorio. Estuvo allí un rato.
— Déjeme ver ese cofre de su padre — dijo Wilbraham. Freda le mostró un arca con cantoneras de latón.
— Ya lo ve — dijo levantando la tapa—: está vacío. El soldado hizo un gesto afirmativo con expresión pensativa.
— ¿Y no hay papeles en ninguna otra parte?
— Estoy segura de que no los hay. Mi madre lo guardaba todo aquí. Wilbraham examinó el interior del cofre. De pronto, lanzó una exclamación.
— Aquí hay una hendidura en el forro — cuidadosamente, metió la mano palpando por todas partes. Y se vio recompensado por un ligero crujido—. Algo se había deslizado por allí detrás. Al cabo de un minuto, había sacado el objeto oculto: un trozo de papel sucio y doblado varias veces. Lo alisó sobre la mesa mientras Freda lo miraba por encima del hombro. La joven dejó oír una exclamación de desencanto.
— No es más que un montón de señales raras.
— ¡Cómo! ¡Pero si esto está escrito en swahili! ¡El swahili entre todas las lenguas! — exclamó el mayor Wilbraham —. El dialecto indígena de África Oriental, ya comprende.
— ¡Qué extraordinario! — dijo Freda—. ¿Entonces, puede entenderlo?
— Bastante. Pero, ¡vaya una cosa sorprendente! — y se llevó el papel a la ventana.
— ¿Ve algo? — preguntó Freda con voz trémula. Wilbraham lo leyó dos veces y regresó junto a la muchacha.
— ¡Vamos! — dijo riendo entre dientes —. Aquí tiene un tesoro escondido.
— ¿Un tesoro escondido? ¿De verdad? ¿Quiere decir oro español, un galeón sumergido o este tipo de historias?
— Quizás algo no tan romántico como eso, pero el resultado es el mismo. Este papel señala el escondrijo de un almacén de marfil.
— ¿Un almacén de marfil? — preguntó la muchacha asombrada.
— Sí, elefantes, ya comprende. Hay una ley que limita el número de los que pueden matarse. Algún cazador la desobedeció en gran escala. Le siguieron la pista y él escondió su mercancía. Hay una cantidad enorme... y aquí se dan claras instrucciones para encontrarlo. Escuche: tendremos que ir a buscarlo usted y yo.
— ¿Quiere decir que esto representa mucho dinero?
— Una bonita fortuna para usted.
— Pero ¿cómo estaba este papel entre las cosas de mi padre? Wilbraham se encogió de hombros.
— Quizás el hombre estaba muriendo o corría un gran peligro. Es posible que escribiese el papel en swahili para protegerse y que se lo diese a su padre, que pudo haberlo protegido de algún modo. Al no entender lo que decía, su padre no le dio importancia. Ésta no es más que una conjetura mía, pero me atrevo a creer que no está lejos de la verdad.
— ¡Qué emocionante! — dijo Freda Clegg con un suspiro.
— El caso es: ¿qué hacemos con ese precioso documento? — dijo Wilbraham —. No me gusta la idea de dejarlo aquí. Podrían volver y hacer otro registro. Supongo que no me lo confiaría usted a mí...
— Naturalmente que se lo confiaría. Pero ¿no podría ser peligroso para usted? — le preguntó desalentada.
— Yo soy duro de pelar — dijo Wilbraham sombríamente —. No tiene que inquietarse por mí — y doblando el papel, se lo guardó en la cartera—. ¿Puedo venir a verla mañana? Para entonces ya me habré trazado un plan y quiero situar esos lugares en mi mapa. ¿A qué hora vuelve usted de la City?
— Hacia las seis y media.
— Perfectamente. Nos reuniremos y quizás luego me permitirá que la lleve a comer. Tenemos que celebrar esto. Entonces, adiós. Hasta mañana a las seis y media. Al día siguiente, el mayor Wilbraham llegó con puntualidad. Llamó a la puerta y preguntó por miss Clegg. A la llamada había acudido una doncella.
— ¿Miss Clegg? Ha salido.
— ¡Oh! — a Wilbraham no le gustaba decir que entraría para esperarla y contestó —. Ya volveré. Y se quedó vagando por la calle y esperando a cada momento ver llegar a Freda. Pasaron los minutos. Dieron las siete menos cuarto. Las siete. Las siete y cuarto. No había aún señales de Freda. Empezó a sentirse dominado por la inquietud. Volvió a la casa y llamó de nuevo.
— Escuche — dijo —. Yo tenía una cita con miss Clegg a las seis y media. ¿Está segura de que no ha vuelto o no ha dejado ningún recado?
— ¿Es usted el mayor Wilbraham? — preguntó la doncella.
— Sí.
— Entonces hay aquí una nota para usted. La han traído a mano. Wilbraham la cogió y abrió. Decía así: «Querido mayor Wilbraham: Ha ocurrido algo extraño. No escribiré más ahora, pero ¿quiere usted reunirse conmigo en Whitefriars? Venga tan pronto como reciba la presente. Sinceramente suya, FREDA CLEGG» Wilbraham frunció las cejas y pensó rápidamente. Su mano sacó con aire distraído una carta del bolsillo. Estaba dirigida a su sastre.
— No sé —le dijo a la camarera— si podría usted proporcionarme un sello de correos.
— Supongo que Mrs. Parkins podrá ayudarle. Y volvió al cabo de un momento con el sello, que el mayor pagó con un chelín. Al cabo de otro momento, Wilbraham estaba camino de la estación de metro y echó el sobre a un buzón que encontró por el camino. Movió la cabeza. ¡Entre todas las tonterías que podían hacerse...! ¿Habría reaparecido Reíd? ¿Había logrado de algún modo que la muchacha confiase en él? ¿Qué era lo que le había hecho ir a Hampstead? Consultó su reloj. Casi las siete y media. Ella debía haber contado con que él se pondría en camino a las seis y media. Una hora de retraso. Era demasiado. Si hubiese tenido la picardía de hacerle alguna indicación... La carta le daba que pensar. Fuera como fuese, aquel tono frío no era característico de Freda. Eran las ocho menos diez cuando llegó a Friars Lane. Estaba oscureciendo. Miró vivamente a su alrededor. No había nadie a la vista. Suavemente empujó la raquítica puerta, que giró sin ruido sobre sus goznes. El camino de los coches estaba desierto. La casa estaba oscura. Subió por el sendero con cautela, mirando a un lado y a otro. No se proponía dejarse coger por sorpresa. De pronto, se detuvo. Por un instante había asomado un rayo de luz a través de uno de los postigos. La casa no estaba vacía. Había alguien en su interior. Wilbraham se deslizó despacio por entre los arbustos y dio la vuelta a la casa hasta alcanzar la parte trasera. Por último, encontró lo que andaba buscando. Una de las ventanas de la planta baja no estaba cerrada. Era la ventana de una especie de fregadero. Levantó el marco, encendió una linterna (la había comprado en una tienda de camino hacia allí), iluminó el interior desierto de la habitación y entró en ésta. Con cuidado, abrió la puerta del fregadero. No oyó ningún sonido. Una vez más encendió la linterna. Una cocina vacía... Fuera de la cocina había media docena de peldaños y una puerta que, evidentemente, conducía a la parte delantera de la casa. Abrió la puerta y escuchó. Nada. La atravesó y se encontró en el vestíbulo. Tampoco ahora llegó ningún sonido. Había una puerta a la derecha y otra a la izquierda. Eligió la de la derecha, escuchó durante algún tiempo y luego le dio la vuelta al picaporte, que cedió. Abrió la puerta poco a poco y penetró en el interior. En aquel preciso momento, oyó un ruido detrás suyo y se dio la vuelta... demasiado tarde. Algo había caído sobre su cabeza y lo derribó, dejándolo sin conocimiento. Wilbraham no tenía idea del tiempo que tardó en recobrarlo. Volvió a la vida penosamente, con dolor de cabeza. Intentó moverse y no pudo. Estaba atado con cuerdas. Repentinamente, tuvo plena conciencia de su estado. Ahora lo recordaba. Había recibido un golpe en la cabeza. Una débil claridad sobre la parte posterior de la pared le mostró que estaba en un pequeño sótano. Miró a su alrededor y su corazón dio un brinco. A pocos pies de distancia yacía Freda, atada a él. Tenía los ojos cerrados, pero, mientras él la observaba con ansiedad, suspiró y los abrió. Su aturdida mirada se fijó en él y expresó la alegría con que le había reconocido.
— Usted también —exclamó ella—. ¿Qué ha ocurrido?
— La he desamparado a usted tristemente — dijo Wilbraham —. He caído de cabeza en la trampa. Dígame: ¿me ha enviado usted una rota rogándome que viniese a encontrarme con usted aquí?
— ¿Yo? —contestó la muchacha, abriendo los ojos con asombro —. Ha sido usted quien me la ha enviado a mí.
— Oh, así que yo le enviado una nota.
— Sí. La recibí en la oficina. Esta nota me pedía que me reuniese con usted aquí y no en casa.
— El mismo método para los dos — gimió él, y explicó la situación.
— Ya comprendo — dijo Freda —. Entonces la idea era...
— Conseguir el papel. Debieron seguirnos ayer. Así es como han caíd o sobre mí.
— Y... ¿se lo han quitado? — preguntó Freda.
— Por desgracia, no puedo tocarme y comprobarlo — contestó el soldado, mirando con expresión lastimera sus manos atadas. Y entonces, los dos se sobresaltaron. Porque habló una voz. Una voz que parecía venir del aire.
— Sí, gracias — dijo —. Se lo he quitado, no hay la menor duda sobre esto. Y otra voz desconocida hizo que los dos se estremecieran.
— Mister Reid — murmuró Freda.
— Mister Reid es uno de mis nombres, mi querida señorita — dijo la voz —. Pero sólo uno de ellos. Tengo otros muchos. Ahora bien, siento tener que decirles que han interferido ustedes en mis planes, una cosa que nunca consiento. Su descubrimiento de esta casa es un asunto grave. No se lo han comunicado aún a la policía, pero podrían hacerlo más tarde. »
Mucho me temo que no puedo fiarme de ustedes. Podrían prometerme... pero las promesas rara vez se cumplen. Y ya lo ven, esta casa es muy útil para mí. Es, como podrían ustedes decir, mi casa de liquidaciones. La casa de la que no se vuelve. Desde aquí se pasa... a otra parte. Siento tener que decirles que esto es lo que van ustedes a hacer. Lamentable, pero necesario.
La voz se detuvo un breve momento y continúo luego diciendo: — Nada de sangre.
El derramamiento de sangre me resulta odioso. Mi método es mucho más sencillo. Y en realidad, no excesivamente doloroso, me parece. Bien, ahora tengo ya que retirarme. Buenas noches a los dos.
— ¡Oiga! — exclamó Wilbraham —. Haga lo que quiera conmigo, pero esta señorita no ha hecho nada... nada. Dejarla libre no puede perjudicarle. No hubo contestación. En aquel momento, Freda Clegg gritó:
— ¡El agua... el agua! Wilbraham se giró penosamente y siguió la dirección de los ojos de la chica. Por un agujero cercano al techo manaba con firmeza un chorrito de agua. Freda lanzó un grito histérico:
— ¡Van a ahogarnos! El sudor apareció en la frente de Wilbraham.
— Aún no hemos terminado — dijo —. Gritaremos pidiendo socorro. Seguramente, alguien nos oirá. Vamos: los dos a la vez. Y ambos se pusieron a lanzar gritos y alaridos con todas sus fuerzas, sin detenerse hasta que se quedaron roncos.
— Me temo que es inútil — dijo Wilbraham tristemente —. Este sótano es muy profundo y supongo que las puertas están acolchadas. Después de todo, si pudieran oírnos no dudo de que ese bruto nos hubiera amordazado.
— ¡Oh! — exclamó Freda —. Y todo es por mi culpa. Yo lo he metido en esta aventura.
— No sufra por eso, niñita. Estoy pensando en usted y no en mí. Yo me encontrado en otros trances apurados como éste y he salido de ellos. No se desanime. Yo la sacaré de éste. Tenemos tiempo de sobra. Según la cantidad de agua que cae, habrán de pasar algunas horas antes de que ocurra lo peor.
— ¡Qué admirable es usted! — dijo Freda —. Nunca había encontrado a nadie como usted... salvo en los libros.
— Tonterías... Ésta es una cuestión de puro sentido común. Ahora tenemos que aflojar estas cuerdas infernales. Al cabo de un cuarto de hora de esforzarse y retorcerse, Wilbraham tuvo la satisfacción de observar que sus ligaduras se habían aflojado considerablemente. Pudo entonces arreglárselas para doblar la cabeza y levantar las muñecas hasta lograr atacar los nudos con los dientes. Una vez consiguió tener las manos libres, el resto era sólo cuestión de tiempo. Aunque entumecido y rígido, pudo inclinarse sobre la muchacha. Transcurrido un minuto, también ella quedó libre. Hasta aquel momento, el agua sólo les había llegado a los tobillos.
— Y ahora — dijo el soldado — vamos a salir de aquí. La puerta del sótano estaba unos cuantos peldaños más arriba. El mayor Wilbraham la examinó.
— Aquí no hay dificultad — dijo —. Un material endeble. Pronto cederá por los goznes. Y, aplicando los hombros, la empujó. La madera crujió, se oyó un estallido y la puerta cedió a sus pies. Fuera había un tramo de escaleras y, en su parte superior, otra puerta (muy diferente) de madera sólida, atrancada con hierro.
— Ésa será un poco más difícil —dijo Wilbraham—. ¡Aja! Estamos de suerte, no la han cerrado. La empujó, miró a su alrededor e hizo una seña a la muchacha para que se acercase. Ambos salieron a un corredor, detrás de la cocina. Un momento después se hallaban al aire libre, en Friars Lane.
— ¡Oh! — exclamó Freda con un pequeño sollozo—. ¡Oh, qué terrible ha sido!
— ¡Querida mía! — contestó él, y la tomó en sus brazos—. ¡Has sido tan admirablemente valiente, Freda...! Ángel mío... ¿podrías algún día... quiero decir, querrías...? Te quiero, Freda, ¿quieres casarte conmigo?
Tras un intervalo adecuado y altamente satisfactorio por ambas partes, el mayor Wilbraham dijo riendo entre dientes: —Y lo que es más, tenemos aún el secreto del escondrijo de marfil.
— ¡Pero esto te lo quitaron!
— Esto es justamente lo que no han hecho — replicó, riendo de nuevo, el mayor—. Como comprenderás, hice una copia falsa y, antes de reunirme contigo esta noche, puse el verdadero papel en una carta dirigida a mi sastre y que eché al correo. Lo que han cogido ha sido la copia falsa... ¡y que les haga buen provecho! ¿Sabes lo que vamos a hacer, querida? ¡Vamos a irnos a África Oriental a pasar la luna de miel y recoger el marfil! Mister Parker Pyne salió de su despacho y subió dos tramos de escalera. Allí, en la habitación del piso más alto de la casa, estaba sentada Mrs. Oliver, la sensacional novelista, que había formado parte del estado mayor de mister Parker Pyne. Mister Parker Pyne llamó a la puerta y entró. Mrs. Oliver estaba ante una mesa que contenía una máquina de escribir, varios cuadernos de notas, una confusión general de manuscritos sueltos y un gran saco de manzanas.
— Una excelente historia, Mrs. Oliver — dijo míster Parker Pyne de buen humor.
— ¿Ha salido bien? —preguntó ella—. Lo celebro.
— Referente al asunto del agua en el sótano — dijo míster Parker Pyne —, ¿no cree usted que en una futura ocasión podría usarse quizás algo más original? — terminó con la adecuada timidez. Mrs. Oliver cogió una manzana del saco.
— No lo creo, mister Parker Pyne. Ya lo ve usted, la gente está acostumbrada a leer estas cosas: agua que va subiendo en el sótano, gas venenoso, etc. Si se sabe de antemano, aumenta la emoción cuando le ocurre a uno mismo. El público es conservador, míster Parker Pyne, le gustan los recursos gastados.
— Bien, usted debe saberlo mejor — admitió míster Parker Pyne, recordando que estaba hablando con la autora de noventa y seis novelas de gran éxito en Inglaterra y América, y traducidas al francés, al alemán, al italiano, al húngaro, al finlandés, al japonés y al abisinio —. ¿Qué hay de los gastos? Mrs. Oliver le acercó un papel.
— En general, muy moderados. Los dos negros, Percy y Jerry, querían muy poca cosa. El joven Lorimer, el actor, ha aceptado de buen grado el papel de míster Reid por cinco guineas. El discurso del sótano era, por supuesto, un disco de gramófono.
— Whitefriars me ha resultado muy útil — dijo míster Parker Pyne —. Lo compré para una canción y ha sido ya el escenario de once dramas emocionantes.
— Oh, me olvidaba — dijo Mrs. Oliver —. El sueldo de Johnny, cinco chelines.
— ¿Johnny?
— Sí, el muchacho que ha echado el agua con las regaderas por el agujero de la pared.
— Ah, sí. Y a propósito, Mrs. Oliver, ¿cómo es que sabe usted swahili?
— No sé una palabra de ese dialecto.
— Comprendo. ¿El Museo Británico, quizás?
— No. La Oficina de Información del Selfridges.
— ¡Qué maravillosos son los recursos del comercio moderno! — murmuró él.
— Lo único que me disgusta es que esos dos muchachos no van a encontrar ni rastro de marfil cuando lleguen allí.
— En este mundo, no puede uno tenerlo todo — dijo mister Parker Pyne—. Tendrán una luna de miel. Mrs. Wilbraham ocupaba un sillón de la cubierta. Su esposo estaba escribiendo una carta.
— ¿Qué fecha es hoy, Freda?
— Dieciséis.
— ¡Dieciséis! ¡Válgame Dios!
— ¿Qué pasa, querido?
— Nada, que acabo de acordarme de un tipo llamado Jones. Por muy bien que se haya uno casado, hay algunas cosas que no cuenta nunca. «Al diablo con toda la historia — pensó el mayor Wilbraham —. Debería haber llamado allí y haber ido a recoger mi dinero — y luego, siendo un hombre justo, consideró el otro aspecto del problema —.
Después de todo, fui yo quien faltó a lo pactado. Debo suponer que, si hubiese ido a ver a ese Jones, algo hubiera sucedido. Y de todos modos, tal como han ocurrido las cosas, si no hubiese salido para ir a verlo, no hubiera oído a Freda pedir socorro ni nos hubiéramos conocido. ¡Y así, por casualidad, quizás tiene derecho a las cincuenta libras!»
Por su parte, Mrs. Wilbraham se decía, siguiendo sus propios pensamientos: «¡Qué tonta fui al creer aquel anuncio y dar a esa gente tres guineas! Por supuesto, ellos no han tenido parte alguna en el asunto ni ocurrió nada. ¡Si yo hubiese sabido lo que iba a suceder...! Primero mister Reid y, luego, ¡el modo extraño y romántico de entrar este hombre en mi vida! Y pensar que, a no ser por pura casualidad, no hubiera llegado a conocerlo!»
Y volviéndose, dirigió a su esposo una mirada de adoración.
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вт июл 18, 2017 1:10 pm

Problema en el mar
Агата Кристи.
Морское расследование.

— ¡Coronel Clapperton! —dijo el general Forbes, en un tono que sonó como un ronquido o un resoplido.
Miss Ellie Henderson se inclinó hacia adelante, con un mechón de su suave cabello gris meciéndosele por la cara.
Sus ojos, oscuros y vivos, brillaban de satisfacción maligna.
— ¡Un hombre con un aspecto tan militar! —dijo con malicia, y se echó hacia atrás el mechón de pelo, esperando el resultado de su frase.
— ¡Militar! —estalló el general Forbes. Se tiró de su bigote guerrero, con el rostro de un rojo subido.
— Estaba en la Guardia, ¿no? — murmuró miss Henderson, rematando su obra.
— ¿En la Guardia? ¿En la Guardia? ¡Qué sarta de estupideces!
¡Ese individuo era un artista de variedades! ¡Palabra!
Se alistó y estuvo en Francia contando latas de ciruela y de manzana.
A los teutones se les cayó una bomba perdida y le mandaron a Inglaterra con una herida sin importancia en el brazo.
No sé cómo fue a parar al hospital de lady Carrington.
— ¡Conque fue así como se conocieron!
— ¡Exacto! El tipo interpretó el papel de héroe.
Lady Carrington no tenía cabeza, pero sí tenía montones de dinero.
El viejo Carrington había negociado con municiones.
Llevaba sólo seis meses de viuda.
Ese tipo se hizo con ella en un momento.
Luego ella le enchufó en el Ministerio de la Guerra.
¡Coronel Clapperton! ¡Bah! — terminó con un bufido.
— Y antes de la guerra era artista de variedades — murmuró miss Henderson, tratando de imaginar al distinguido coronel Clapperton, con sus cabellos grises, como un cómico de nariz colorada, entonando canciones bufas.
— ¡Exacto! — dijo el general Forbes —.
Se lo oí decir al viejo Bassington-Krench.
Y él se lo oyó al viejo Badger Cotterill, que lo supo por Snooks Parker.
Miss Henderson asintió vivamente.
— Bueno, entonces no hay más que hablar —dijo. Una sonrisa fugaz asomó al rostro de un hombre bajito, sentado cerca de ellos. Miss Henderson observó la sonrisa. Era muy observadora. La sonrisa mostraba que aquel hombre había apreciado la ironía envuelta en su última observación…, ironía que el general ni por un momento sospechó. El general tampoco veía las sonrisas. Echó una ojeada a su reloj, se puso en pie y observó:
— Ejercicio. Hay que mantenerse en forma cuando se está en un barco. Y se marchó a cubierta. Miss Henderson miró al hombre que se había sonreído. Era una mirada de persona educada, con la que indicaba que estaba dispuesta a entablar conversación con su compañero de viaje.
— Es activo, ¿verdad? — preguntó el hombre bajito.
— Da la vuelta a cubierta cuarenta y ocho veces exactamente — dijo miss Henderson—. ¡Qué cotilla es! ¡Y luego dicen que es a las mujeres a las que nos gusta el escándalo!
— ¡Qué descortesía!
— Los franceses son muy corteses — dijo miss Henderson con un matiz de interrogación en la voz. El hombre bajito reaccionó prontamente a la insinuación.
— Belga, mademoiselle —dijo.
— ¡Ah! Belga.
— Hércules Poirot, a su disposición. El nombre despertó en ella algún recuerdo. ¿Dónde lo habría oído antes?
— ¿Lo pasa usted bien en el barco, monsieur Poirot?
— Francamente, no. Ha sido una estupidez haberme dejado convencer para venir. Detesto la mer. Nunca está tranquila, nunca, ni un minuto.
— Bueno, reconocerá usted que ahora está tranquila. Monsieur Poirot lo admitió a regañadientes.
— A ce moment, sí. Por eso revivo. Por eso vuelvo a interesarme por lo que sucede a mi alrededor… por ejemplo, ha despertado mi interés su habilidad en manejar al general Forbes.
— ¿Se refiere usted a…? Miss Henderson se calló. Hércules Poirot inclinó la cabeza.
— A su manera de sacarle aquel escándalo. ¡Admirable! Miss Henderson se rió, sin sentir el menor embarazo.
— ¿Aquel quite sobre la Guardia? Yo sabía que eso le haría quedarse sin habla — se echó hacia adelante, en actitud confidencial—. Confieso que me gusta el escándalo… ¡cuanto peor intencionado sea, mejor! Poirot la miró pensativo. Era una mujer de cuarenta y cinco años, satisfecha de representarlos, esbelta, de figura bien conservada, de agudos ojos oscuros y cabello gris. Ellie dijo, de pronto:
— ¡Ya sé! ¿No es usted el gran detective? Poirot hizo una inclinación de cabeza.
— Es usted muy amable, mademoiselle. Pero no rechazó el cumplido.
— ¡Qué emocionante! —dijo miss Henderson—. ¿Está usted tras una pista, como dicen en los libros? ¿Tenemos entre nosotros un criminal de incógnito? ¿Soy indiscreta?
— Nada de eso. Me duele desilusionarla, pero estoy aquí, con los demás, sencillamente para divertirme. Lo dijo con voz tan lúgubre que miss Henderson se rió.
— Bueno, mañana podrá bajar a tierra en Alejandría. ¿Ha estado usted antes en Egipto?
— Nunca, mademoiselle. Miss Henderson se levantó un tanto bruscamente.
—Voy a reunirme con el general en su paseíto —anunció con sequedad. Poirot se puso en pie cortésmente. Ella le hizo un saludo ligero y salió a cubierta. A los ojos de Poirot asomó por un momento una expresión un poco perpleja; luego se levantó, los labios fruncidos por una sonrisita, asomó la cabeza por la puerta y miró a cubierta. Miss Henderson se inclinaba contra la barandilla, hablando con un hombre alto, de aspecto militar. La sonrisa de Poirot se acentuó. Volvió al salón de fumar con las mismas precauciones con que la tortuga se mete en su concha. Por el momento, el salón de fumar era sólo suyo, pero supuso certeramente que aquella situación no duraría mucho. Y no duró. Mistress Clapperton entró por la puerta del bar con el aire resuelto de la mujer que siempre ha podido pagar el precio más alto por todo lo que necesitaba. Llevaba el cabello rubio platino cuidadosamente ondulado y protegido por una redecilla, y la figura, sometida a masajes y dietas, cubierta con un elegante conjunto deportivo.
— ¡John! — dijo —. ¡Ah, buenos días, monsieur Poirot! ¿Ha visto usted a John?
— Está en la cubierta de estribor, madame ¿Voy…? Ella le detuvo con un gesto.
— Me sentaré aquí un minuto. Se sentó con aire de reina en la butaca frente a la suya. Desde lejos podían echársele veintiocho años. De cerca, a pesar del maquillaje perfecto, de las cejas, muy bien depiladas, no representaba los cuarenta y nueve años que tenía, sino posiblemente cincuenta y cinco. Sus ojos duros, de pupilas diminutas, eran de una tonalidad azul pálido. —Sentí no verle anoche en el comedor — dijo —. Desde luego, el mar estaba un poco picado.
— Précisément… —dijo Poirot con calor.
— Afortunadamente, yo no me mareo nunca — dijo mistress Clapperton—. Digo afortunadamente, porque, como padezco del corazón, probablemente si me mareara, eso significaría la muerte para mí.
— ¿Padece usted del corazón, madame!
— Sí; tengo que tener muchísimo cuidado. No debo fatigarme. ¡Todos los médicos lo dicen! Mistress Clapperton había cogido el tema, para ella fascinador, de su salud.
— John, pobrecito mío —prosiguió—, se desvive por evitarme que haga demasiadas cosas. ¡Vivo tan intensamente, monsieur Poirot!
— Sí, sí.
— Siempre me dice: «Trata de vegetar un poco, Adeline». Pero no puedo. Yo creo que la vida ha sido hecha para vivirla. A decir verdad, me agoté siendo muy joven, durante la guerra. Mi hospital…, ¿ha oído usted hablar de mi hospital? Claro que tenía enfermeras y todo eso, pero era yo quien lo llevaba realmente. Suspiró.
—Su vitalidad es maravillosa, querida señora —dijo Poirot con el tono un poco mecánico de la persona que dice lo que esperan que diga. Mistress Clapperton soltó una risita juvenil.
— ¡Todo el mundo elogia lo joven que estoy! ¡Es absurdo! Nunca niego que tenga cuarenta y tres años — continuó con franqueza un tanto falsa —, pero a mucha gente le cuesta trabajo creerlo.
« ¡Tienes tanta vitalidad, Adeline!», me dicen. Pero la verdad, monsieur Poirot, ¿qué sería de uno si no tuviera vitalidad?
—Se moriría —dijo Poirot. Mistress Clapperton frunció el ceño. No le gustó la respuesta. Aquel hombre, pensó, quería hacerse el gracioso. Se levantó y dijo fríamente:
— Voy a buscar a John. Al cruzar la puerta se le cayó el bolso. Éste se abrió y su contenido se desparramó por el suelo. Poirot corrió galantemente a ayudarla. Tardó varios minutos en recoger las barras de labios, las polveras, la pitillera, el encendedor y otras cosas diversas. Mistress Clapperton le dio las gracias cortésmente, salió luego a cubierta y llamó:
— ¡John! El coronel Clapperton continuaba enfrascado en su conversación con miss Henderson. Se volvió y se acercó apresuradamente a su esposa, inclinándose hacia ella en actitud protectora. ¿Estaba su silla en el sitio apropiado? ¿No sería mejor…? Su actitud era muy cortés y solícita. Evidentemente, una esposa mimada por su amante esposo. Miss Henderson miró al horizonte, como si la escena le desagradara profundamente. En pie en la puerta del salón de fumar, Poirot observaba. Una voz áspera y temblona dijo a su espalda:
— Si fuera yo su marido, le daría con un hacha. El viejo caballero, a quien la gente joven del barco, sin ningún respeto, conocía por el Patriarca de los Plantadores de Té, acababa de entrar, arrastrando los pies.
— ¡Chico! — llamó —. ¡Tráeme un whisky! Poirot se agachó para recoger un trozo de papel caído del bolso de mistress Clapperton y que les había pasado inadvertido. Observó que era parte de una receta para un preparado de digitalina. Lo guardó en el bolsillo, con la intención de devolvérselo más tarde a mistress Clapperton.
— Sí —continuó el anciano pasajero—. Es una mujer venenosa. En Poona conocí a una como ella. En el año ochenta y siete.
— ¿Y le dio alguien con un hacha?
— preguntó Poirot. El anciano movió tristemente la cabeza.
— Mató a su marido a disgustos antes de un año. Clapperton debía ponerse en su puesto. Consiente demasiado a su mujer.
— Ella tiene la bolsa —dijo Poirot gravemente.
— ¡Ja, ja! — rió entre dientes el anciano —. Lo ha expresado muy bien en pocas palabras. Ella tiene la bolsa. ¡Ja, ja! Dos chicas entraron atropelladamente en el salón de fumar. Una de ellas tenía la cara redonda y pecosa, y su cabellera oscura flotaba en desorden; la otra tenía pecas y el cabello rizado y castaño.
— ¡Al rescate, al rescate! — exclamó Kitty Mooney —. Pam y yo vamos a rescatar al pobre coronel Clapperton.
— A rescatarlo de su mujer —dijo Pamela Cregan, jadeante.
— Es una monada de hombre…
— Y ella es horrorosa, no le deja hacer nada — exclamaron las dos chicas.
— Y cuando no está con ella, lo atrapa la Henderson…
—Que es muy agradable. Pero viejísima… Salieron corriendo, diciendo entrecortadamente, entre risa y risa:
— ¡Al rescate, al rescate! Que el rescatar al coronel Clapperton no era un arranque pasajero, sino un proyecto arraigado en ellas, quedó demostrado aquella misma noche, cuando Pam Cregan se acercó a Hércules Poirot y murmuró:
— Obsérvenos, monsieur Poirot. Vamos a raptarlo delante de las narices de su mujer y a llevarlo a pasear a la luz de la luna en el puente superior. En aquel preciso instante, el coronel Clapperton estaba diciendo:
— Le concedo que el Rolls Royce es caro. Pero se tiene un coche prácticamente para toda la vida. Mi coche…
— Mi coche, querrás decir, John — dijo mistress Clapperton con voz chillona. Él no demostró que su grosería le molestara. O ya estaba acostumbrado, o si no… «O si no…», pensó Poirot, y se puso a meditar.
— Claro, querida, tu coche. Clapperton hizo una pequeña inclinación a su esposa y terminó lo que estaba diciendo, imperturbable. «Voila ce qu’on appelle de pukka sahib —pensó Poirot—. Pero el general Forbes dice que Clapperton no es un caballero. No sé qué pensar».
Alguien propuso una partida de bridge. Mistress Clapperton, el general Forbes y una pareja de mirada aguda se sentaron a la mesa de juego. Miss Henderson se había disculpado, saliendo a cubierta.
— ¿Y su marido no juega? —preguntó el general Forbes, indeciso.
— John no jugará — dijo mistress Clapperton—. Es un fastidio. Los cuatro jugadores empezaron a barajar las cartas. Pam y Kitty avanzaron sobre el coronel Clapperton, cogiéndole cada una por un brazo.
— ¿Viene usted con nosotras? — preguntó Pam —. Arriba, al puente. Hay luna.
— No seas tonto, John — dijo mistress Clapperton —. Vas a enfriarte.
—Con nosotras no, desde luego — dijo Kitty —. ¡Ya nos encargaremos de que no se enfríe! Clapperton se marchó con ellas, riendo. Poirot salió a la cubierta de paseo. Miss Henderson estaba en pie junto a la barandilla y volvió la cabeza, esperanzada. Al ver a Poirot que se acercaba a ella, la desilusión asomó a sus ojos. Charlaron un rato. Luego, como él permaneciera silencioso, preguntó miss Henderson:
— ¿En qué piensa? Poirot respondió:
— Estoy pensando en mis conocimientos del idioma inglés. Mistress Clapperton dijo: «John no jugará al bridge»… ¿No se suele decir «no puede jugar al bridge»?
— Me figuro que ella tomará como una ofensa personal que su marido no juegue al bridge [9] — dijo Ellie secamente —. Ese nombre ha sido un idiota casándose con ella. Poirot sonrió, amparado en la oscuridad.
— ¿No cree usted en la posibilidad de que sean felices? — preguntó Poirot tímidamente.
— ¿Con una mujer como ésa? Poirot se encogió de hombros.
— Muchas mujeres odiosas son adoradas por sus maridos. Un enigma de la Naturaleza. Reconocerá usted que no parece afectarle nada de lo que ella diga o haga. Miss Henderson estaba pensando su respuesta cuando, a través de la ventana del salón de fumar, llegó hasta ellos la voz de mistress Clapperton.
— No, creo que no voy a jugar otra partida. ¡Está tan viciado el aire! Voy a subir al puente a tomar un poco el fresco.
— Buenas noches —dijo miss Henderson—. Me voy a la cama. Y desapareció bruscamente. Poirot se encaminó al salón, desierto, salvo por la presencia del coronel Clapperton y las dos chicas. Clapperton estaba haciendo juegos de manos con las cartas y, al observar la destreza con que manejaba la baraja, Poirot recordó lo que el general había contado sobre su profesión de artista de variedades. —Ya veo que le gustan las cartas, aunque no juegue al bridge — observó Poirot.
— Tengo mis razones para no jugar al bridge — dijo Clapperton, mostrando su encantadora sonrisa —. Se lo voy a demostrar. Vamos a jugar una mano. Repartió las cartas con rapidez.
— Cojan sus cartas. Bueno, ¿qué hay? Se rió al ver la expresión de desconcierto de Kitty. Mostró sus cartas y todos hicieron lo mismo. Kitty tenía todos los tréboles; monsieur Poirot, los corazones; Pam, los diamantes, y el coronel Clapperton, los picos.
— ¿Ve usted? —dijo—. El hombre que puede dar a sus compañeros y a sus adversarios las cartas que quiera, vale más que se mantenga alejado de una partida amistosa. Si la suerte se vuelve de su lado, podrían decirle cosas desagradables.
— ¡Oh! — dijo Kitty sin aliento—. ¿Cómo pudo hacerlo?… Parecía que daba las cartas como todo el mundo.
— La rapidez de la mano engaña la vista —dijo Poirot en tono sentencioso, y observó el repentino cambio de expresión del coronel. Fue como si se hubiera dado cuenta de que se había descuidado por un momento. Poirot sonrió. El ilusionista se había dejado ver tras la máscara del perfecto caballero. El barco llegó a Alejandría al amanecer de la mañana siguiente. Cuando Poirot subió a desayunarse, encontró a las dos chicas listas para bajar a tierra. Estaban hablando con el coronel Clapperton.
—Tenemos que bajar en seguida —insistió Kitty—. Los de los pasaportes se marcharán de un momento a otro. Viene usted con nosotras, ¿verdad? ¡No nos va a dejar ir solas a tierra! Nos podrían ocurrir cosas horribles.
— Desde luego, no creo que debáis ir solas — dijo Clapperton sonriendo—. Pero no sé si mi mujer se sentirá con ánimos de ir.
— ¡Qué lástima! — dijo Pam —. Pero puede quedarse descansando. El coronel Clapperton parecía un poco indeciso. Se veía claramente que la tentación de hacer novillos era muy fuerte. En eso, advirtió la presencia de Poirot.
— ¿Qué hay, monsieur Poirot? ¿Baja usted?
— No, creo que no —contestó Poirot.
— Voy…, voy a hablar con Adeline —decidió el coronel Clapperton.
— Vamos con usted —dijo Pam. Le hizo un guiño a Poirot—. A lo mejor, podemos convencerla para que venga también — añadió en tono grave. Al coronel Clapperton pareció agradarle la idea, como si le quitaran un peso de encima.
— Venid entonces las dos —dijo alegremente. Se marcharon los tres juntos por el pasillo de la cubierta B. Poirot, cuyo camarote estaba frente por frente del de los Clapperton, los siguió con curiosidad. El coronel Clapperton, un poco nervioso, golpeó con los nudillos en la puerta del camarote.
— Adeline, querida, ¿estás levantada? La voz adormilada de mistress Clapperton contestó desde dentro: — ¿Quién es?
— Soy yo, John. ¿Quieres bajar a tierra?
— Desde luego que no —habló con voz chillona y terminante—. He pasado muy mala noche y me voy a quedar en cama casi todo el día. Pam intervino vivamente:
— ¡Oh!, mistress Clapperton, lo siento. ¡Nos gustaría tanto que viniera con nosotros! ¿Seguro que no quiere venir?
— Completamente segura. La voz de mistress Clapperton sonó aún más aguda. El coronel intentaba, sin éxito, hacer girar el picaporte.
— ¿Qué pasa, John? La puerta está cerrada. No quiero que me molesten los camareros.
— Lo siento, querida, perdona. Sólo quería mi guía Baedeker.
— Bueno, pues te quedarás sin ella — saltó mistress Clapperton —. No voy a salir de la cama. Vete ya, John, y déjame un poco tranquila.
— Desde luego, querida, desde luego. El coronel se retiró de la puerta. Pam y Kitty le rodearon.
—Vamos en seguida. Menos mal que tiene el sombrero en la cabeza. ¡Ay, Dios mío! No se habrá dejado el pasaporte en el camarote, ¿verdad?
— Lo tengo en el bolsillo… —empezó el coronel. Kitty le apretó el brazo. Inclinado sobre la barandilla, Poirot les estuvo viendo salir del barco. Oyó que alguien a su lado respiraba profundamente y, al volver la cabeza, vio a miss Henderson, que tenía la vista fija en las tres figuras que se alejaban.
— Conque se han ido a tierra —dijo, desanimada.
— Sí. ¿Va a bajar usted? Poirot observó que llevaba puesto un sombrero de ala y un bolso y unos zapatos muy elegantes. Tenía el aspecto de haberse arreglado para desembarcar. Sin embargo, tras una pausa brevísima, miss Henderson dijo:
— No. Me voy a quedar a bordo. Tengo que escribir muchas cartas. Se volvió y dejó a Poirot. Jadeando, tras sus cuarenta y ocho vueltas a la cubierta de paseo, el general Forbes ocupó el lugar de miss Henderson.
— ¡Aja! —exclamó al ver al coronel y a las dos chicas que se alejaban—. ¡Conque esas tenemos! ¿Dónde está madame? Poirot explicó que mistress Clapperton se quedaba en cama, descansando.
— ¡Increíble! — exclamó el general—. Ella estará levantada para la comida, y si resulta que el pobre desgraciado, sin tener permiso, no se presenta, habrá jaleo. Pero los pronósticos del general no se cumplieron, y cuando el coronel y las dos damiselas que le acompañaban regresaron al barco, a las cuatro de la tarde, mistress Clapperton no había hecho todavía acto de presencia. Poirot estaba en su camarote y oyó al marido llamando a la puerta del suyo, de un modo un poco culpable. Oyó que la llamada se repetía, que el coronel trataba de abrir la puerta y que, por último, llamaba a un camarero.
— Oiga, no me contestan. ¿Tiene usted una llave? Poirot saltó de su litera y salió al pasillo. La noticia corrió por todo el barco como reguero de pólvora. Horrorizados, los pasajeros se enteraron de que mistress Clapperton había sido hallada muerta en su litera, con una daga egipcia hundida hasta el corazón. En el suelo de su camarote apareció un collar de ámbar. A un rumor siguió otro, a cuál más contradictorio. ¡Se estaba reuniendo e interrogando a todos los vendedores de collares que habían sido autorizados para subir a bordo aquel día!
¡Una elevada suma de dinero había desaparecido de un cajón del camarote!
¡Se había seguido la pista a los billetes y habían sido recuperados!
¡No habían sido recuperados!
¡Había desaparecido una fortuna en joyas!
¡No había desaparecido ninguna joya!
¡Un camarero había sido arrestado, confesándose culpable del asesinato!
— ¿Qué hay de verdad en todo ello? —preguntó miss Henderson, abordando a Poirot. Estaba pálida y turbada.
— Mi querida señorita, ¿cómo puedo saberlo yo?
— Claro que lo sabe —dijo miss Henderson. Era ya tarde. La mayoría de los pasajeros se habían retirado a sus camarotes. Miss Henderson condujo a Poirot a un par de sillas, en el lado más protegido del barco.
— Ahora, dígame — ordenó. Poirot la observó, pensativo.
— Es un caso interesante —dijo.
— ¿Es cierto que le han robado joyas de mucho valor? Poirot negó con la cabeza.
— No. No han robado ninguna joya. Sin embargo, ha desaparecido una pequeña cantidad de dinero suelto que había en un cajón.
— Nunca volveré a sentirme segura en un barco —dijo miss Henderson, estremeciéndose—. ¿De cuál de esos brutos indígenas se sospecha? ¿Hay alguna pista?
— No —dijo Hércules Poirot—. Todo es muy… extraño.
— ¿Qué quiere decir con eso? — preguntó Ellie vivamente. Poirot extendió las manos.
— Eh bien, considere usted los hechos. Mistress Clapperton llevaba muerta por lo menos cinco horas cuando la encontraron. Había desaparecido algún dinero. En el suelo, junto a su cama, había un collar. La puerta estaba cerrada con llave y la llave había desaparecido. La ventana…, ventana, no ojo de buey, da a la cubierta y estaba abierta.
— Siga —dijo la mujer, impaciente.
— ¿No le parece a usted extraño que se cometa un asesinato en esas circunstancias? Tenga en cuenta que todos los nativos autorizados a subir a bordo, los que cambian dinero y los vendedores de postales y collares, son conocidos de la Policía.
— De todos modos, los camareros cierran con llave los camarotes — indicó Ellie.
— Sí, para evitar cualquier ratería sin importancia. Pero esto…, esto es un asesinato.
— ¿Qué está usted pensando exactamente, monsieur Poirot? — habló con voz un poco jadeante.
— Estoy pensando en la puerta cerrada con llave. Miss Henderson consideró este extremo.
— No veo dificultad en eso. El asesino salió por la puerta, la cerró y se llevó la llave, para impedir que el asesinato fuera descubierto demasiado pronto. Fue una idea muy inteligente, porque no fue descubierto hasta las cuatro de la tarde.
— No, no, mademoiselle, no ha comprendido usted lo que quiero decir. No me preocupa cómo salió, sino cómo entró.
— Por la ventana, naturalmente.
— C’est possible. Pero le costaría trabajo poder pasar por ella y, además, no olvide que todo el tiempo hay gente paseándose por cubierta.
— Entonces, por la puerta — dijo miss Henderson, impaciente.
— Pero olvida usted, mademoiselle, que mistress Clapperton había cerrado la puerta con llave por dentro. La había cerrado antes que el coronel Clapperton bajara a tierra esta mañana. El coronel intentó incluso abrirla…, de modo que sabemos que estaba cerrada.
— Tonterías. Seguramente se atrancó y no movería el picaporte como es debido.
— Pero no se trata solamente de que lo diga él. Oímos a mistress Clapperton decir que había cerrado la puerta.
— ¿Quiénes lo oyeron?
— Miss Mooney, miss Cregan, el coronel Clapperton y yo. Ellie Henderson dio unas pataditas en el suelo con su bien calzado pie, permaneciendo en silencio durante unos segundos. Luego dijo en tono un poco irritado: —Bueno, ¿y qué deduce usted de eso? Si mistress Clapperton pudo cerrar la puerta, supongo que también podría abrirla.
—Precisamente, precisamente —Poirot volvió hacia ella su cara sonriente—.
Y ya ve usted adonde nos conduce este pensamiento. Mistress Clapperton abrió la puerta y dejó entrar al asesino. Ahora bien: ¿es probable que abriera la puerta a un vendedor de collares cualquiera? Ellie objetó:
— Puede que no supiera quién era. Puede que el asesino llamara a la puerta, ella se levantó y abrió; él, entonces, entró por la fuerza y la mató. Poirot negó con un gesto.
— Au contraire. Estaba descansando tranquilamente en la cama cuando la apuñalaron. Miss Henderson clavó en él su mirada.
— ¿Cuál es su teoría? — preguntó bruscamente. Poirot sonrió.
— Bueno, parece como si ella conociera a la persona a quien dejó entrar, ¿verdad?
— ¿Quiere usted decir — dijo mistress Henderson con voz un poco áspera— que el asesino es uno de los pasajeros? Poirot asintió.
— Eso parece.
— ¿Y el collar que apareció en el suelo era una pista falsa?
— Precisamente.
— ¿Y lo mismo el dinero robado?
— Exacto. Permanecieron un momento en silencio. Luego miss Henderson dijo lentamente:
— Mistress Clapperton me resultaba de lo más desagradable, y no creo que nadie en el barco le tuviera simpatía, pero nadie tenía un motivo real para matarla.
— Excepto, tal vez, su marido —dijo Poirot.
— ¿No creerá usted…? Se detuvo.
— Todo el mundo en este barco opina que el coronel estaría plenamente justificado si «le diera con un hacha». Creo que ésa fue la expresión empleada. Ellie Henderson le miró… expectante.
—Pero tengo que decir —continuó Poirot— que yo, por mi parte, no he visto ninguna señal de exasperación en el bueno del coronel. Además, y esto es más importante, tiene una coartada. Estuvo durante todo el día con esas dos chicas y no volvió al barco hasta las cuatro. Entonces, mistress Clapperton llevaba muerta ya bastantes horas. Permanecieron en silencio unos momentos. Ellie Henderson dijo en voz baja:
— Pero ¿sigue usted pensando que… un pasajero del barco? Poirot inclinó la cabeza afirmativamente. Ellie Henderson se rió de pronto, con una risa atolondrada y retadora.
— Le va a costar trabajo probar su teoría, monsieur Poirot. Hay muchos pasajeros en este barco. Poirot se inclinó ante ella.
— Emplearé una frase de uno de los escritores de novelas policíacas: «Tengo mis métodos, Watson [10]». Al día siguiente, a la hora de la cena, cada pasajero encontró junto a su plato una hojita mecanografiada en la que se solicitaba su presencia en el salón principal a las ocho y media. Cuando todos se hallaron reunidos, el capitán subió al estrado donde solía tocar la orquesta y les dirigió la palabra.
— Señoras y caballeros: Todos ustedes conocen la tragedia que ocurrió ayer en este barco. Estoy seguro de que todos desean colaborar para entregar a la Justicia al autor de tan cobarde crimen —hizo una pausa y se aclaró la garganta—. Tenemos entre nosotros a monsieur Hércules Poirot, probablemente conocido de todos ustedes como persona con amplia experiencia en… en asuntos de esta índole. Espero que escuchen con atención lo que tiene que decirles. En ese momento, el coronel Clapperton, que no se había presentado en el comedor, entró en el salón y se sentó junto al general Forbes. Parecía aturdido por el dolor y no daba en absoluto la sensación de sentirse liberado de un peso. O era un gran actor o había querido sinceramente a su desagradable esposa.
—Monsieur Hércules Poirot —dijo el capitán, bajando del estrado. Poirot ocupó su lugar. Tenía un aspecto muy cómico, dándose importancia y sonriendo ampliamente a su auditorio.
—Messieurs, mesdames —empezó—. Son ustedes muy amables al tener la benevolencia de escucharme. Monsieur le capitaine les ha dicho que tengo cierta experiencia en estos asuntos. Tengo, es cierto, una pequeña idea propia para llegar al fondo de este caso concreto. Hizo una seña a un camarero y éste empujó, subiéndolo luego al estrado, un objeto voluminoso, sin forma definida y envuelto en una sábana.
—Lo que voy a hacer puede que les sorprenda un poco —les advirtió Poirot—. Puede que piensen que soy un tipo raro o un loco. Sin embargo, les aseguro que tras mi locura, como dicen ustedes los ingleses, hay método. Su mirada se cruzó por un instante con la de miss Henderson. Empezó a desenvolver el voluminoso objeto.
—Tengo aquí, messieurs y mesdames, un testigo importante que nos ayudará a saber quién mató a mistress Clapperton. Con manos hábiles apartó el trozo final de la tela y apareció el objeto envuelto: una muñeca de madera, casi del tamaño de una persona, vestida con un traje de terciopelo y un cuello de encaje.
— Vamos, Arthur —dijo Poirot con la voz ligeramente cambiada; ya no parecía extranjero, sino que hablaba inglés con seguridad y con ligero acento de los barrios bajos londinenses—. ¿Puedes decirme — repitió—, puedes decirme algo sobre la muerte de mistress Clapperton? El cuello de la muñeca osciló un poquito, su mandíbula inferior descendió y empezó a moverse, y una voz de mujer, muy aguda y chillona, dijo: — ¿Qué pasa, John? La puerta está cerrada. No quiero que me molesten los camareros. Se oyó un grito, el ruido de una silla al caerse y un hombre se tambaleó, con la mano en la garganta, tratando de hablar, tratando… De pronto, su cuerpo pareció encogerse y se cayó de cabeza. Era el coronel Clapperton. Poirot y el médico del barco se levantaron, tras examinar la postrada figura.
— Me temo que se acabó. Corazón —dijo el médico escuetamente. Poirot asintió.
— La impresión de haber visto su truco descubierto —dijo. Se volvió hacia el general Forbes.
—Fue usted, general, quien me dio una pista muy valiosa al mencionar el teatro de variedades. Estoy desorientado, me pongo a pensar y por fin se me ocurre. Supongamos que antes de la guerra Clapperton fuera ventrílocuo. En ese caso, tres personas pudieron oír perfectamente la voz de mistress Clapperton hablando desde el camarote cuando ya estaba muerta… Ellie Henderson estaba a su lado. Tenía una mirada sombría y triste.
— ¿Sabía usted que padecía del corazón? —preguntó. —Lo suponía… Mistress Clapperton hablaba de su padecimiento del corazón, pero me parecía una de esas mujeres a quienes gusta que las crean enfermas. Entonces recogí del suelo un trozo de una receta de un preparado con una fuerte dosis de digitalina. La digitalina es una medicina para el corazón, pero no podía ser de mistress Clapperton, porque la digitalina dilata la pupila. Yo no noté en ella ese fenómeno…, pero cuando vi los ojos de él, en seguida observé que presentaban esa dilatación. Ellie murmuró: —Entonces, ¿pensó usted que…, que su experimento podría… terminar así?
—Fue el mejor método, ¿no le parece, mademoiselle? —dijo Poirot suavemente. Vio que a sus ojos asomaban las lágrimas.
—Usted lo sabía —dijo Ellie—. Lo ha sabido… todo el tiempo… Que le quería… Pero no lo hizo por mí… Fueron esas chicas, la juventud… hizo que se sintiera atado. Quería ser libre, antes de que fuera demasiado tarde… Sí, estoy segura de que fue por eso… ¿Cuándo sospechó usted… que era él?
—Su dominio de sí mismo era demasiado perfecto —dijo Poirot sencillamente—. Por irritante que fuera la conducta de su mujer, no parecía afectarle. Eso significaba, o que ya se había acostumbrado y no le hacía mella, o… eh bien, me decidí por la segunda posibilidad… Y acerté. También me llamó la atención su insistencia, la víspera del crimen, en mostrar su habilidad en los juegos de manos. Fingía estar traicionándose a sí mismo, involuntariamente. Pero un hombre como Clapperton no se traiciona. Tenía que haber una razón. Si la gente le creía ilusionista, no era probable que creyeran que había sido ventrílocuo.
— ¿Y la voz que oímos, la voz de la señora Clapperton?
—Una de las camareras tiene una voz no muy distinta de la suya. La induje a que se escondiera tras el escenario y le enseñé las palabras que tenía que decir.
— Fue una trampa… una trampa muy cruel —exclamó Ellie.
— Los asesinos no merecen mi aprobación —dijo Hércules Poirot.


Notas
[1] Juego muy popular en las verbenas inglesas. Consiste en tratar de derribar, tirándole con una pelota, un coco colocado sobre un palo vertical. El que lo consigue, gana el coco como premio. << [2] Mercado de diamantes de Londres.
<< [3] Alusión al Evangelio según San Mateo, capítulo VI, versículos 28 y 29: «Mirad los lirios del campo: ni se afanan ni hilan. Y, sin embargo, yo os digo que ni Salomón en toda su gloria iba vestido como uno de ellos.»
<< [4] Rosebank significa loma de rosas.
<< [5] Traducimos muy libremente la canción, que en su forma original reproducimos a continuación: Mistress Mary, quite contrary, How does your garden grow? With cockle-sells and silver bells And pretty maids all in a row.
[6] Famoso y aristocrático colegio para chicos, situado cerca de Londres.
<< [7] Famosa institución inglesa donde son recluidos los enfermos mentales convictos de delitos graves.
<< [8] Calle de Londres donde viven muchos médicos de fama.
<< [9] Esta conversación tiene que parecer un poco oscura al lector desconocedor del idioma inglés. Efectivamente, en inglés suele decirse «no puede jugar» cuando nosotros decimos «no sabe jugar»; y al decir «no jugará», en futuro, puede implicar desagrado por parte del que habla, como en este caso.
<< [10] Alusión a Conan Doyle y sus novelas de Sherlock Holmes. <<
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Ср июл 19, 2017 1:50 pm

EL TRUCO DE LOS ESPEJOS.
ФОКУС С ЗЕРКАЛАМИ.
Traducción de: C. PERAIRE DEL MOLINO


GUÍA DEL LECTOR

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra


BAUMGARTEN
Médico, terapeuta.

BELLEVER (Jolly)
Secretaria, ama de llaves y a la vez amiga de Carne Louise.

CARRIE LOUISE
Hermana menor de Ruth Van Rydock.

CURRY
Inspector de policía.

DODGETT
Ayudante de Curry.

ESTEFANÍA
Anciana doncella de la señora Van Rydock.

GALBRAITH
Viejo obispo de Cromer, antiguo amigo de los Gulbrandsen.

GINA
Nieta de Carrie Louise casada con Hudd; hija de Pippa, que fue una niña adoptada por Carrie Louise y su primer esposo.

GREG (Ernie)
Un joven internado en el reformatorio que sostienen Serrocold y su esposa.

GULBRANDSEN (Christian)
Hijastro de Carrie Louise por ser hijo de su primer esposo, Eric.

HUDD (Walter)
Esposo de Gina.

LAKE
Sargento de policía.

LAWSON
Ayudante de Serrocold.

MARPLE (Juana)
Íntima amiga de las hermanas Ruth Van Rydock y señora Serrocold.

MAVERICK
Doctor adjunto al reformatorio citado.
RESTARICK (Alexis y Esteban)
Hijos del primer matrimonio de Juan Restarick, que a su vez fue el segundo esposo de Carrie Louise.

SERROCOLD (Lewis)
Tercer esposo de Carrie Louise, idealista humanitario, director de un reformatorio para jóvenes delincuentes.

STRETE (Mildred)
Hija de Carrie Louise y Eric Gulbrandsen, millonario y uno de los esposos que tuvo Carrie Louise.

VAN RYDOCK (Ruth)
Dama otoñal, riquísima, viuda de tres esposos y hermana de Carrie Louise.

CAPÍTULO PRIMERO

La señora Van Rydock, tras alejarse unos pasos del espejo, exhaló un suspiro.
—Bueno, tendrá que ser éste —murmuró—. ¿Te parece bien, Juana?
La señorita Marple admiraba complaciente la crea¬ción de Lanvanelli.
—Es un vestido muy bonito —dijo.
—Sí, está bien —repuso la señora Van Rydock, volviendo a suspirar—. Quítemelo, Estefanía.
La anciana doncella de cabellos grises y boca menuda deslizó cuidadosamente el vestido sobre los brazos y cabeza de la señorita Van Rydock. Ésta quedó en combinación ante el espejo. Iba exquisitamente encorsetada, y sus piernas, todavía bien conservadas, lucían finas medias de nylon. Su rostro, bajo la capa de cosméticos y debido al constante masaje, parecía casi infantil a una prudente distancia. Sus cabellos grises con reflejos azules estaban cuidadosamente peinados. Al contemplar a la señora Van Rydock resultaba imposible imaginar cuál sería su estado original. Era el resultado de todo lo que el dinero puede lograr... reforzado por el régimen, masajes y constantes ejercicios.
Ruth Van Rydock miró divertida a su amiga.
— ¿Crees que la gente podría adivinar que tú y yo somos casi de la misma edad, Juana?
La señorita Marple fue sincera al responder:
—Ni por un momento. Estoy segura. ¡Me temo que yo represento exactamente mi edad!
La señorita Marple tenía un rostro suave y rosado surcado de arrugas, cabellos blancos y unos ojos inocentes color azul porcelana. Daba la impresión de ser una dulce abuelita. En cambio, nadie hubiera calificado de dulce a la señora Van Rydock.
—Me figuro que sí, Juana —dijo Ruth Van Rydock. Sonrió—. Y yo también, sólo que de otra manera. «Es maravilloso cómo conserva su figura esa vieja bruja», dicen de mí. ¡Pero saben que soy una vieja bruja! Y, Dios mío, ¡me siento como tal! Te lo aseguro.
Dejóse caer pesadamente sobre una butaca tapiza¬da de raso.
—Está bien, Estefanía. Puedes marcharte.
La doncella recogió el vestido y salió de la habitación.
—La vieja y buena Estefanía —dijo Ruth Van Rydock—. Lleva conmigo más de treinta años. Es la única mujer que sabe cómo soy en realidad. Juana, quiero hablarte.
La señorita Marple inclinóse hacia delante. Su figura resultaba algo inadecuada en el marco de aquellas habitaciones de un hotel de lujo. Vestía de negro, con cierto desaliño, llevaba un gran bolso, casi un maletín de mano, y daba la impresión de ser toda una señora.
—Estoy preocupada por Carrie Louise, Juana.
— ¿Carrie Louise? —La señorita Marple repitió el nombre pensativa, pues le traía a la memoria lejanos recuerdos.
Un pensionado de Florencia. Vióse a sí misma, la rubia muchachita inglesa, y las dos Martin, americanas, que tanto la asombraban por su curiosa manera de expresarse sus modales resueltos y su vitalidad. Ruth, alta, intrépida, dominando el mundo; Carrie Louise, menuda, poquita cosa, reposada.
— ¿Cuándo la viste por última vez, Juana?
— ¡Oh! Hace muchos años. Veintiocho, por lo menos. Claro que seguimos felicitándonos las Pascuas.
¡Extraña cosa, la amistad! Ella, la joven Juana Marple, y las dos americanas. Sus vidas tomaron rumbos distintos casi en seguida, y no obstante persistió su antiguo afecto; alguna que otra carta, intercambio de recuerdos de Navidad. Era extraño que Ruth, cuya casa —o mejor dicho, casas—, estaban en América, hubiera sido la que viera más a menudo de las dos hermanas. No, tal vez no fuese extraño. Como la mayoría de americanas con su posición, Ruth fue siempre muy cosmopolita, y cada uno o dos años visitaba Europa, yendo a Londres, a París, a la Riviera, y de regreso, siempre encontraba unos momentos para dedicarse a sus antiguas amistades. Hubo muchos encuentros como el presente. En el Savoy, Claridges, Berkeley, o el Dorchester. Una comida íntima, llena de afectuosas remembranzas y un adiós cariñoso y apresurado. Ruth nunca tuvo tiempo para ir a St. Mary Mead y la señorita Marple ni siquiera lo había esperado. Todas las visitas tienen su tiempo. El de Ruth era presto, mientras que la señorita Marple tenía que conformarse con el adagio.
Por eso fue a Ruth a la que viera con más frecuencia, en tanto que a Carrie Louise, por vivir en Inglaterra, llevaba veinte años sin verla. Extraño, pero en cierto modo natural, porque cuando se vive en el mismo país no es necesario disponer de antemano un encuentro con los viejos amigos. Se supone que más pronto o más tarde uno ha de tropezarse con ellos. Sólo que esto no ocurre cuando se vive en esferas distintas y los caminos de Juana Marple y Carrie Louise no se cruzaron.
— ¿Por qué te preocupa Carrie Louise, Ruth? —quiso saber la señorita Marple.
— ¡Pues eso es precisamente lo que más me preocupa! Que no lo sé.
— ¿No estará enferma?
—Está muy delicada... como siempre... No digo que esté peor que de costumbre... considerando que va siguiendo tan bien como nosotras.
— ¿Es desgraciada?
— ¡Oh, no!
«No, no; eso no sería posible —pensó la señorita Marple—. Era difícil imaginar a Carrie Louise desgra-ciada... y, sin embargo, hubo algunas temporadas en su vida que debió serlo. Sólo que... la imagen no era muy clara. Aturdimiento... sí; incredulidad... también, pero un dolor profundo... eso no.»
La señora Van Rydock seguía hablando.
—Carrie Louise siempre ha vivido fuera de este mundo. No sabe cómo es. Tal vez sea esto lo que me tiene preocupada.
—Las circunstancias... —comenzó a decir la señorita Marple, mas se detuvo meneando la cabeza—. No.
—No, es ella misma —repuso Ruth Van Rydock—. Carrie Louise siempre fue la única de las dos que tuvo ideales. Claro que es natural tener ideales cuando se es joven... Todas los tuvimos, es cosa propia de la juventud. Tú querías dedicarte a cuidar leprosos. Juana, y yo iba a meterme a monja. Esas cosas se olvidan luego. El matrimonio, me figuro, nos las quita de la cabeza. Sin embargo, no me ha ido tan mal.
La señorita Marple pensó que se expresaba con sinceridad. Ruth estuvo casada tres veces, todas con hombres muy ricos, y los divorcios posteriores habían engrosado su cuenta corriente, sin amargar su carácter.
— Claro —decía— que siempre he sido muy entera. Nunca me he dejado abatir por las circunstancias. Nunca esperé demasiado de la vida, y mucho menos de los hombres... y me ha ido muy bien... Así es que no les guardo rencor. Tommy y yo seguimos siendo excelentes amigos, y Julio, a menudo, me pide mi parecer sobre las operaciones de Bolsa —su rostro se ensombreció—. Creo que es eso lo que me preocupa de Carrie Louise... Siempre ha tenido tendencia, ya sabes, a casarse con maniáticos.
— ¿Maniáticos?
— Sí, hombres idealistas. Carrie Louise se sintió atraída por los ideales. Ahí la tienes, bonita como una rosa, sólo con diecisiete años, escuchando, con unos ojos como platos, las explicaciones del viejo Gulbrandsen sobre sus planes para el mejoramiento de la raza humana. Tenía sus cincuenta, y se casó con él; con un viudo que ya tenía hijos mayores... y todo a causa de sus ideas filantrópicas. Solía escucharle embobada. Como Desdémona y Ótelo. Aunque, por fortuna no hubo ningún Yago que enredara las cosas... y, de todas formas, Gulbrandsen no era negro, sino un sueco o noruego.
La señorita Marple asentía pensativa. Gulbrandsen tuvo renombre internacional. Un hombre que, con su capacidad para los negocios y perfecta honradez, había amasado una fortuna tan colosal que realmente fue la única solución emplearla en hacer bien a la humanidad. Aquel nombre todavía tenía resonancia. El Trust Gulbransend, la Sociedad de Investigaciones Gulbrandsen, los Asilos Gulbrandsen y lo más conocido: el Gran Colegio para Hijos de Obreros.
—No se casó con él por su dinero, ya lo sabes —decía Ruth—. Yo sí que lo hubiera hecho, pero no Carrie Louise. No sé lo que hubiese ocurrido de no morir él cuando Carrie tenía treinta y dos años. Es una edad muy buena para una viuda. Se tiene experiencia, y aún se sigue resultando aceptable.
La solterona la escuchaba, asintiendo amablemente, mientras traía a su memoria las viudas que conociera en el apacible y sosegado pueblecito de St. Mary Mead.
—Me alegré mucho cuando se casó con Juan Restarik. Creo que él se casó con Carrie Louise por su di-nero... y, si no fue exactamente así, la verdad es que no se hubiera casado con ella de no tenerlo. Juan era egoís¬ta, amante del placer y holgazán, pero incluso esto es mucho mejor que ser un maniático idealista. Todo lo que quería era vivir bien. Llevar a Carrie Louise a los mejores modistos, tener yates y automóviles y que se divirtiera a su lado. Esa clase de hombres son muy seguros. Dales comodidades y lujos, y estarán sumisos como gatitos y serán encantadores. Yo nunca tomé muy en serio sus maquetas para escenarios y sus dibujos para decorados teatrales, pero Carrie Louise estaba emocionada,., y creía que aquello era Arte con A mayúscula, y la verdad es que le obligó a no abandonar tales actividades, y entonces fue cuando se apoderó de él aquella horrible yugoslava con la que se fugó. Si Carrie hubiera esperado y sido un poco comprensiva, hubie¬ra vuelto a su lado.
— ¿Le importó mucho? —preguntó la señorita Marple.
—Eso es lo más curioso. No creo que le importase gran cosa. Se mantuvo impávida... como debe ser. Ella es tan dulce. Se mostró dispuesta a divorciarse para que él pudiera casarse con aquella mujer, y se ofreció a tener en su casa a los dos hijos del primer matrimonio de su esposo. Y el pobre Juan... tuvo que casarse con la yugoslava, que le dio unos seis meses terribles y le hizo despeñarse en su automóvil por un precipicio en un arranque de desesperación. Dijeron que fue un accidente.
La señora Van Rydock hizo una pausa, y tomando un espejo de mano escudriñó su rostro. Cogió unas pinzas para arrancarse un pelo de la ceja.
—Y luego se le ocurre casarse con ese Lewis Serrócold. ¡Otro maniático! ¡Otro idealista! Oh, yo no digo que no la quiera... creo que sí, pero tiene la misma mo¬nomanía de querer mejorar la vida de todo el mundo.
—Quisiera saber... —dijo la señorita Marple.
—Sólo que, naturalmente, hay una moda para esas cosas, lo mismo que para los vestidos. (Querida, ¿has visto lo que Christian Dior quiere que llevemos como faldas?) ¿Dónde estaba? Ah, sí; hay una moda. Pues bien, también hay moda para la filantropía. En tiempos de Gulbrandsen fue la educación, pero ahora ya pasó a la historia. De eso se encarga el Estado. Todo el mundo espera recibirla como si fuera un derecho... y no se preocupa mucho de ella cuando ya la tiene. La Delincuencia Juvenil es lo que se lleva ahora. Esos jóvenes criminales y asesinos en potencia. Todo el mundo se interesa por ellos. Si vieras los ojos de Lewis Serrocold brillando a través de sus gruesos lentes. ¡Está loco de entusiasmo! Es uno de estos hombres de voluntad extraordinaria, que les agradaría vivir comiendo una banana con tostada, y poner todas sus energías al servicio de una causa. Y Carrie Louise se entusiasmó... como siem¬pre. Pero no me gusta, Juana. Se reunieron todos los simpatizantes y han convertido la casa en un establecimiento para reformar a esos jóvenes delincuentes, con psiquiatras, psicólogos y todo eso. Y allí están Lewis y Carrie Louise viviendo rodeados de esos muchachos... que tal vez no sean del todo normales. Y la casa llena de médicos, analistas y entusiastas, la mitad de ellos completamente locos. Y mi pobre Carrie Louise en medio de todo eso.
Se detuvo y miró a la señorita Marple, esperando su comentario, pero ésta se limitó a manifestar:
—Todavía no me has dicho qué es lo que temes en realidad.
— ¡Ya te he dicho que no lo sé! Y eso es lo que me preocupa. Acabo de venir de allí..., les hice una visita muy corta, pero me di cuenta de que algo anda mal. Lo noté en el ambiente..., en la casa... Sé que no me equivoco. Soy muy sensible para estas cosas, siempre lo he sido. ¿Te he dicho alguna vez que hice que Julio vendiera sus acciones de Cereales Amalgamados antes de que llegara la baja? ¿Y no tuve razón? Sí, allí ocu¬rre algo raro. No te puedo decir el qué. Lewis está viviendo para sus ideales sin darse cuenta de nada más, y Carrie Louise, Dios la bendiga, sin ver ni oír otra cosa, ni pensar en nada que no sea un paisaje, un sonido o una idea encantadora. Es muy dulce, pero no es práctica. Allí ocurre algo... y quiero que tú, Juana, vayas en seguida y averigües de qué se trata.
— ¿Yo? — exclamó la señorita Marple—. ¿Por qué he de ser yo?
—Porque tienes un buen olfato para estas cosas. Siempre lo tuviste. Siempre fuiste una criatura de aspecto inocente, Juana, y, sin embargo, nada te sorprendió nunca, siempre piensas en lo peor.
—Lo peor es tan a menudo la verdad —murmuró la señorita Marple.
—No puedo imaginar cómo tienes una idea tan pobre de los seres humanos... viviendo en un pueblecito tan apacible como el tuyo, de tan viejas y puras costumbres.
—Nunca has vivido en un pueblo, Ruth. Es probable que te sorprendieran las cosas que ocurren en un pueblecito tan apacible.
—Oh, eso no tiene nada de particular. Lo que digo es que a ti no te sorprenden. Por eso quiero que vayas a Stonygates y averigües qué es lo que no anda bien, ¿querrás?
—Pero, querida Ruth eso será muy difícil.
—No, no lo es. Ya lo he pensado. Si no te enfadas conmigo te diré que ya he preparado el terreno.
La señora Van Rydock miró inquieta a Juana y encendió un cigarrillo poco antes de dar las explicacio-nes.
—Tendrás que admitir que las cosas se han puesto difíciles en este país después de la guerra para las personas de escasas rentas..., es decir, para personas como tú, Juana.
—Oh, sí, desde luego. A no ser por la amabilidad de mi sobrino Raymond, no sé en realidad qué sería de mi persona.
—No me importa tu sobrino —repuso la señora Van Rydock—. Carrie Louise no sabe nada de él... o si ha oído hablar de él sólo le conoce como escritor y no tiene idea de que sea sobrino tuyo. El caso es que le dije a Carrie Louise que las cosas se habían puesto muy mal para ti. Que algunas veces apenas comías lo suficiente y que eras demasiado orgullosa para pedir ayuda a las viejas amigas, por lo que no era prudente ofrecerte dinero... pero sí una temporadita de descanso en los alrededores, con una antigua amiga y buenos alimentos, sin molestias ni preocupaciones —Ruth hizo una pausa y agregó desafiándola—: Ahora, enfádate si quieres...
La señorita Marple abrió sus ojos de azul porcelana con agradable sorpresa.
—Pero, ¿por qué iba a enfadarme contigo, Ruth? Ha sido una idea muy ingeniosa y verosímil. Estoy segura que Carrie Louise responderá.
—Te ha escrito. Encontrarás la carta cuando regreses. La verdad, Juana, ¿no crees que me he tomado una libertad imperdonable? ¿No te importará...?
Vacilaba y fue Juana Marple quien continuó la frase.
— ¿...ir a Stonygates invitada por caridad... más o menos fingida? En absoluto... si es necesario. Tú lo crees necesario... y yo también me siento inclinada a creerlo.
Ruth Van Rydock la miró extrañada.
— ¿Pero por qué? ¿Qué es lo que has oído?
—Nada. Es por tu convicción. Tú no eres una mujer imaginativa, Ruth.
—No, pero no tengo nada en qué basarme.
—Recuerdo —dijo pensativa la señorita Marple—, un domingo por la mañana en misa... era el segundo domingo de Adviento... estaba sentada detrás de Grace Lamble y comencé a preocuparme más y más por ella, comple¬tamente convencida de que le ocurría algo... bastante malo... y, sin embargo, sin poder decir por qué. Era un sentimiento perturbador y muy definido. Lo sé.
— ¿Y le ocurrió algo?
—Oh, sí. Su padre, el viejo almirante, llevaba una temporada muy raro, y al día siguiente se abalanzó sobre ella con un martillo, gritando que era el Anticristo. Casi la mata. Se lo llevaron a un manicomio y ella se repu¬so después de una larga temporada de tratamiento en un hospital.
— ¿Y tú tuviste ese presentimiento aquel día cuando la viste en misa?
—Yo no lo llamaría así. Se fundaba en un hecho..., esas cosas suelen ocurrir así, aunque no sabemos reconocerlas a su debido tiempo. Llevaba el sombrero mal puesto. Esto era muy significativo, porque Grace Lam¬ble era una mujer muy metódica, y nada distraída... y las circunstancias que hicieron que no se diera cuenta de cómo llevaba el sombrero fueron muy importantes. Su padre le había arrojado un pisapapeles de mármol, que no le dio, pero rompió el espejo. Ella cogió el sombrero a toda prisa y se lo puso antes de salir corriendo, para guardar las apariencias delante de los criados. Atribuía estas acciones al «temperamento naval del pobre papá», no se daba cuenta de que el viejo había perdido el juicio, a pesar de que debía haberse dado cuenta de ello claramente. Siempre se quejaba de que le espiaban y creía que todos eran enemigos... Los síntomas habituales.
Ruth miró a su amiga con respeto.
—Es posible que St. Mary Mead no sea un lugar tan idílico como yo había imaginado —dijo.
—Los seres humanos, querida, son iguales en todas partes. En una ciudad es más difícil observarlos de cerca, eso es todo.
— ¿Irás a Stonygates?
—Iré. Tal vez sea un poco ingrata con mi sobrino Raymond, al dejar que crean que no me ayuda, quiero decir. Sin embargo, ahora está en México, donde pasará seis meses. Y en ese tiempo ya habrá terminado todo.
— ¿Qué es lo que habrá terminado?
—La invitación de Carrie Louise no será aceptada por tiempo indefinido. Tres semanas, puede que un mes. Será suficiente.
— ¿Para que tú averigües lo que anda mal?
—Sí.
—Querida Juana, estás muy segura de ti misma, ¿no es cierto?
La señorita Marple la miró con reproche.
—Tú lo estás de mí o eso es lo que has dejado entender. Sólo puedo asegurarte que haré lo posible por justificar tu confianza.

CAPÍTULO II

Antes de coger el tren de regreso a St. Mary Mead (los viernes el billete era más económico), la señorita Marple, de un modo preciso y llena de interés, quiso conocer algunos datos.
—Carrie Louise y yo hemos mantenido cierta correspondencia, pero puede decirse que nos hemos limitado a felicitarnos las Pascuas. Por eso quisiera, querida Ruth, que me dieras una idea exacta de las perso¬nas que puedo hallar en esa casa de Stonygates.
—Bien, ya sabes que Carrie Louise se casó con Gulbrandsen. No tuvieron hijos y ella lo tomó muy a pe-cho. Gulbrandsen era viudo y tenía tres hijos mayores. Con el tiempo adoptaron una niña. Pippa la llamaron, una criatura encantadora. Sólo tenía dos años cuando la llevaron a su casa.
— ¿De dónde procedía? ¿Quiénes eran sus padres?
—La verdad, Juana, ahora no lo recuerdo..., si es que lo supe alguna vez. Tal vez de un orfelinato..., o puede que tuvieran conocimiento de alguna criatura a quien sus padres no querían... ¿Por qué? ¿Crees que eso es importante?
—Bueno, a una siempre le gusta conocer la procedencia, por así decirlo. Pero continúa, por favor.
—Lo que sé de lo que ocurrió a continuación es que Carrie Louise descubrió que después de todo iba a tener un hijo, tengo entendido que eso ocurre muy a menudo.
La señorita Marple asintió.
—Eso creo.
—De todas maneras, así fue, y Carrie Louise sintióse desconcertada..., no sé si me comprendes. De haber ocurrido antes, pero entonces había entregado su cariño a Pippa y le pareció que aquello la desplazaba, por así decir. Cuando nació Mildred, era realmente una niña muy poco atractiva. Se parecía a los Gulbrandsen..., que eran muy dignos y fuertes..., pero de facciones ordinarias. Carrie Louise procuró siempre que no hubiera diferencias entre su verdadera hija y la adoptiva, tanto, que yo creo que tendía a inclinarse hacia Pippa, y algunas veces sospecho que Mildred se daba cuenta de ello. No obstante, yo no los veía muy a menudo. Pippa creció convirtiéndose en una muchacha muy hermosa, y Mildred siguió siendo fea. Eric Gulbrandsen murió cuando Mildred tenía quince años y Pippa dieciocho. A los veinte, Pippa se casó con un italiano, el marqués de San Severiano... Oh, desde luego, un marqués auténtico, no un aventurero, ni nada parecido. Ella llevaba camino de convertirse en una heredera (naturalmente, de otro modo San Severiano no se hubiera casado con ella... ¡ya sabes cómo son los italianos!) Gulbrandsen dejó una cantidad en custodia para su hija igual a la de Pippa. Mildred contrajo matrimonio con un pastor protestante llamado Strete..., un hombre agradable y propenso a los resfriados de cabeza. Le llevaba unos diez o quince años. Creo que fueron felices. Él murió hace un año y Mildred ha regresado a Stonygates para vivir con su madre. Pero voy demasiado deprisa; me he dejado un par de bodas. Volveré atrás. Pippa se casó con un italiano. Carrie Louise estuvo muy contenta con ese enlace. Guido era guapo y educado, y además un excelente deportista. Un año después Pippa falleció al dar a luz una niña. Fue una tragedia terrible y Guido di San Severiano quedó abatidísimo. Carrie Louise iba y venía de Italia con cierta frecuencia, y en Roma conoció a Juan Restarick y se casó con él. El marqués contrajo nuevas nupcias y no puso resistencia a que su hijita fuera educada en Inglaterra por su abuela, inmensamente rica. Así que se instalaron todos en Stonygates: Juan, Alexis y Esteban (la primera mujer de Juan fue una rusa) y la pequeña Gina. Mildred se casó poco después con el pastor. Luego vino todo aquel asunto de Juan y la yugoslava, y el divorcio. Los muchachos siguieron yendo a Stonygates a pasar los fines de semana, apreciaban mucho a Carrie Louise, y en 1938 me parece, Carrie Louise contrajo matrimonio con Lewis.
La señora Van Rydock hizo una pausa.
— ¿No conoces a Lewis?
—No, creo que la última vez que vi a Carrie Louise fue en 1928. Fue muy agradable y me llevó al Covent Carden..., a la ópera.
—Oh, sí. Bien, Lewis era la persona más adecuada para casarse con ella. Era el director de una conocida firma: el Instituto de Contables. Tengo entendido que primero se conocieron por cuestiones financieras del Trust Gulbrandsen y el Colegio. Era de su misma edad, un hombre de vida intachable, pero un maniático. Estaba completamente sugestionado por la idea de redimir a los jóvenes delincuentes.
Ruth Van Rydock suspiró.
—Como acabo de decirte, Juana, también hay modas en la filantropía. En tiempos de Gulbrandsen fue la educación, anteriormente las cocinas donde se repartía sopa...
La señorita Marple asintió con la cabeza.
—Sí, desde luego. Se les llevaba a los enfermos vino de Oporto, jalea y caldo de cabeza de ternera... Mi madre solía hacerlo.
—Eso está bien. Alimentando el cuerpo se conseguía alimentar la inteligencia. Todo el mundo volvióse loco por la educación de las clases modestas. En lo futuro presumo que la moda será no educar a los niños y conservarlos en su ignorancia hasta los dieciocho años. De todas formas, el Trust Gulbrandsen y el Instituto de Educación encontraron dificultades, pues el Estado iba asumiendo su tarea. Entonces llegó Lewis, con su entusiasmo apasionado por la enseñanza y la reforma de los delincuentes jóvenes. Primero debió dedicar su atención a este asunto durante el ejercicio de su profesión, intervención de cuentas, descubriendo jovencitos que con gran astucia habían perpetrado fraudes. Se fue convenciendo más y más de que los jóvenes delincuentes no eran normales, que tenían cerebros privilegiados y rara habilidad, y que únicamente necesitaban ser bien dirigidos para que resultasen útiles a la sociedad.
—Puede que haya algo de eso —repuso la señorita Marple—. Pero no es completamente cierto. Recuerdo...
Se interrumpió, mirando su reloj.
— ¡Oh, Dios mío...! Voy a perder el tren de las seis treinta.
Ruth Van Rydock apresuróse a decir:
— ¿Pero irás a Stonygates?
Mientras recogía su bolso y el paraguas la señorita Marple, le contestó:
— Si Carrie Louise m’invita...
—Te invitará. ¿Irás? ¿Me lo prometes, Juana?
Juana Marple lo prometió.

CAPÍTULO III

La señorita Marple se apeó del tren en la estación de Market Kindle. Un viajero muy amable la ayudó a bajar las maletas, una cesta de mimbre, un maletín de cuero deslucido y varios bultos heterogéneos. Balbuceó ciertas frases de agradecimiento:
—Es usted muy amable... Es tan difícil hoy en día... no hay muchos mozos. Me atolondro tanto cuando viajo.
Sus palabras quedaron ahogadas por los altavoces que anunciaban que el tren de las tres diez estaba en el andén 1, e iba a salir inmediatamente.
Market Kindle era una gran estación desierta y barrida por el viento. Tenía seis andenes, en uno de los cuales había un tren con un solo vagón cuya máquina dejaba escapar el vapor para darse importancia..
La señorita Marple, peor vestida que de costumbre,, por suerte no había regalado todavía aquel traje viejo, miró indecisa a su alrededor y vio a un hombre joven que iba a su encuentro.
— ¿La señorita Marple? — preguntó aquel joven. Su voz tenía un tono teatral inesperado, como si el pronunciar su nombre formase parte de un papel que representara en una función de aficionados—. Vengo de Stonygates... para recibirla.
La señorita Marple le miraba agradecida, dando la impresión de una anciana encantadora e inofensiva con unos ojos azules muy picaros, como tuvo ocasión de observar el joven, cuya personalidad no estaba de acuerdo con su voz. Era menos importante, podríamos decir, casi insignificante. Sus párpados se abrían y cerraban incesantemente debido a un tic nervioso.
—Oh, gracias —repuso la señorita Marple—. Sólo traigo este equipaje.
Observó que el joven hizo una seña a un mozo que pasaba con un carrito lleno de bultos y maletas.
—Lleve todo esto a Stonygates, haga el favor —le dijo, dándose importancia.
—En seguida. No tardaré —repuso el mozo alegremente.
La señorita Marple tuvo la impresión de que a su nuevo conocido no le agradó demasiado aquella con-fianza.
— ¡Estos empleados se ponen cada día más imposibles! —dijo el joven.
Mientras guiaba a la señorita Marple hacia la salida, se presentó:
—Soy Edgar Lawson. La señora Serrocold me ha pedido que viniera a buscarla. Soy el ayudante del señor Serrocold.
Y de nuevo percibió la ligera insinuación de que un hombre importante y tan ocupado como él era, había dejado a un lado su trabajo para atender caballerosamente un encargo de la esposa de su jefe.
Y de nuevo su expresión no fue del todo convincente..., tuvo cierto resabio teatral.
La señorita Marple comenzó a hacer cabalas sobre Edgar Lawson.
Salieron de la estación y el joven la acompañó hasta un «Ford» ocho cilindros bastante destartalado.
— ¿Quiere sentarse delante conmigo o prefiere ir detrás? —le estaba diciendo cuando sufrieron una interrupción.
Un «Rolls Bentley» de dos plazas, nuevecito, llegaba a toda velocidad y se detuvo delante del «Ford». Una joven muy bonita se apeó del coche para acercarse a ellos. Llevaba pantalones de pana y camisa de cuello abierto.
—Hola, Edgar. Creí que no llegaría a tiempo. Ya veo que ha recogido a la señorita Marple. Vine a buscarla —sonrió mostrando una hilera de dientes perfectos que resaltaban en su rostro tostado por el sol—. Soy Gina —dijo a la señorita Marple—. Carrie Louise es mi abuela. ¿Qué tal viaje ha tenido? ¿Muy malo? ¡Qué cesta de mimbre más bonita! Me encantan las cestas de mimbre. Yo la llevaré, y los abrigos, así podrá subir al coche con más comodidad.
Edgar enrojeció protestando.
—Escuche, Gina. Yo he venido a recoger a la señorita Marple. Así lo dispusimos...
De nuevo volvió a lucir la muchacha su dentadura en una sonrisa indolente.
—Oh, ya lo sé, Edgar, pero de pronto se me ocurrió venir yo. La llevaré en mi coche y usted puede esperar y recoger las maletas.
Cerró la portezuela tras la señorita Marple y corrió a subir por el otro lado. De un salto se colocó ante el volante y arrancó a toda marcha.
Mirando hacia atrás, la señorita Marple pudo darse cuenta de la expresión de Edgar Lawson.
—No creo que esto le haya gustado al señor Lawson, querida.
Gina se echó a reír.
—Edgar es un tonto. Siempre quiere dar importancia a las cosas. ¿Cree de veras que le ha importado?
— ¿Es que no le importa? —quiso saber.
— ¿A Edgar? —la voz de Gina y su risa tenían una nota de crueldad inconsciente—. Oh, de todas formas todos están locos.
— ¿Locos?
—Sí, todos los de Stonygates —repuso Gina—. No me refiero a Lewis, la abuelita, los muchachos, ni a mí..., ni tampoco a la señorita Bellever, naturalmente, pero sí a los otros. Algunas veces creo que yo también voy a volverme loca viviendo aquí. Incluso tía Mildred habla sola cuando se pasea... y eso no es lo más propio en la viuda de un pastor, ¿verdad?
Una vez dejaron atrás la estación, enfilaron una carretera perfectamente pavimentada. Gina dirigió una mirada dé soslayo a su compañera.
—Usted fue al colegio con la abuelita, ¿verdad? ¡Qué extraño me parece!
La señorita Marple supo muy bien lo que Gina quiso decir. A las chicas de hoy les cuesta creer que las viejas fueron jóvenes alguna vez, que llevaron tirabuzones y tuvieron que luchar con los decimales y la literatura.
—Debió de ser hace mucho tiempo —dijo la muchacha con asombro y sin intención de molestar.
—Sí, desde luego. Lo dice más por mí que por su abuela, ¿no es así?
Gina asintió:
—Es curioso que usted diga eso. Ya sabe, abuelita, da la sensación de no tener edad, pese ya a sus años.
—Hace mucho tiempo que no la he visto. Me pregunto si la encontraré muy cambiada.
—Tiene el cabello gris, naturalmente —dijo Gina— y camina con un bastón a causa de su artritismo. Úl-timamente ha empeorado mucho. Supongo que... —in¬terrumpióse y preguntó—: ¿Ha estado en Stonygates?
—No, nunca. Pero, claro, he oído decir muchas cosas de él.
—La verdad es que resulta algo horrible — repuso Gina alegremente —. Una especie de monstruosidad gó¬tica. Pero también es divertido en cierto modo. Sólo que todo está desquiciado y uno se tropieza a cada momento con psiquíatras que se divierten de lo lindo. Son bastante parecidos a los profesores de los boy-scouts, sólo que peores. Los jóvenes delincuentes son muy animados, por lo menos algunos. Uno me enseñó a abrir los cerrojos de las puertas con un trozo de alambre, y otro niño, de rostro angelical, varios trucos para engañar a la gente.
La señorita Marple consideró en silencio aquellos informes.
—Es el tipo de criminal que más me gusta —dijo Gina—. Los estrambóticos no me resultan simpáticos. Claro que Lewis y el doctor Maverick creen que todos lo son... debido a deseos reprimidos y la vida desordenada de sus hogares... que sus madres abandonaron por irse con los soldados..., etcétera. Yo no lo comprendo, porque muchas personas llevan una vida terrible en sus casas y no obstante logran salir adelante muy bien.
—Estoy segura de que es un problema muy difícil — dijo la señorita Marple.
Gina volvió a reír, enseñando su espléndida dentadura.
—A mí no me preocupa gran cosa. Me figuro que algunas personas tienen esa especie de obsesión por conseguir un mundo mejor. Lewis está completamente dominado por esa idea... Va a ir a Aberdeen la semana próxima para presenciar el juicio contra un muchachito con cinco pruebas de culpabilidad.
— ¿Y ese joven que vino a esperarme a la estación?, el señor Lawson. Me dijo que ayuda al señor Serrocold. ¿Es su secretario?
—Oh, Edgar no tiene inteligencia suficiente para ser su secretario. Es un caso. Solía hospedarse en los hoteles haciéndose pasar por una personalidad o un piloto de guerra, pedía dinero prestado y luego salía huyendo. Creo que es un indeseable. Pero Levvis emplea con todos el mismo sistema. Les hace sentirse como de familia. Les da trabajo y hace todo lo necesario para estimular su sentido de la responsabilidad. Me atrevo a decir que cualquier día seremos asesinados por cualquiera de ellos.
— Gina rió alegremente.
La señorita Marple no acertó a sonreír.
Pasaron por una puerta de hierro impresionante, donde un portero hacía guardia de pie en actitud marcial y recorrieron una avenida bordeada de rododendros. El camino estaba en malas condiciones y los parterres descuidados.
Interpretando los pensamientos de su compañera, Gina dijo:
—No había jardineros durante la guerra, y luego ya no nos hemos vuelto a preocupar; eso tiene un aspecto salvaje.
Tomaron una curva y apareció Stonygates en todo su esplendor. Era, como bien dijo Gina, un vasto edificio gótico Victoriano..., una especie de templo de la plutocracia. Con fines filantrópicos se le añadieron varias alas y construcciones anexas, que aunque no consiguieron disimular su estilo, le habían robado cohesión y armonía.
— ¿Horrible, no? —dijo Gina—. Abuelita está en la terraza. Pararé aquí y usted puede ir a su encuentro.
La señorita Marple avanzó por la terraza al encuentro de su antigua amiga.
A distancia la menuda figura parecía casi infantil, a pesar del bastón en que se apoyaba y de su marcha lenta y dificultosa. Era como si una jovencita estuviera imitando con exageración a una anciana.
—Juana —dijo la señora Serrocold.
—Mi querida Carrie Louise.
Sí, inconfundiblemente era Carrie Louise. Apenas algo cambiada, todavía joven, cosa que parecía imposible, ya que, contrariamente a su hermana, no usaba cosméticos ni artificios para rejuvenecerse. Sus cabellos eran grises, pero siempre los tuvo rubio ceniza y el color apenas había cambiado. Su cutis seguía siendo blanco y sonrosado como el pétalo de una flor, aunque ahora estuviera arrugado. Sus ojos conservaban su mirada franca e inocente. Su figura era esbelta y como la de una niña y aún ladeaba la cabeza como un pájaro.
—No sabes cómo me reprocho el no haberte llama¬do antes —le dijo Carrie Louise con su dulce voz—. Hace años que no te veo, querida Juana. Me alegro que al fin hayas venido a hacernos una visita.
Desde el extremo de la terraza, Gina gritó:
—Tienes que entrar, abuelita. Está refrescando... y Jolly se pondrá furiosa.
Carrie Louise dejó de oír su risa cristalina.
—Se preocupan tanto por mí, que no hacen más que recordarme que soy una vieja.
— ¿Y tú no te sientes vieja?
—No, Juana. A pesar de todos mis achaques y dolores... y tengo muchos..., en mi interior me sigo sin-tiendo una jovencita como Gina. Tal vez le suceda lo mismo a todo el mundo. El espejo les dice lo viejos que son y ellos no quieren creerlo. Me parece que hace sólo unos pocos meses que estábamos en Florencia. ¿Te acuerdas de fraulein Schweich y sus botas?
Las dos ancianas rieron juntas comentando sucesos que tuvieron lugar casi medio siglo atrás.
Entraron en la casa por una puerta lateral. Allí se reunieron con una mujer ya mayor, de nariz arrogan-te, cabello corto, delgada y vestida con un traje sas¬tre de buen corte, que dijo iracunda:
—Es una locura, Cara, que esté usted fuera hasta tan tarde. Es incapaz de cuidar de sí misma. ¿Qué dirá el señor Serrocold?
—No me riñas, Jolly —le dijo Carrie Louise mimo¬sa antes de presentarla a la señorita Marple.
—Ésta es la señorita Bellever, que lo es todo para mí. Niñera, cancerbero, secretaria, ama de llaves y una amiga de verdad.
Julieta Bellever aspiró con fuerza, y la punta de su nariz enrojeció, evidente señal de intensa emoción.
—Hago lo que puedo —repuso con aspereza—. El llevar esta casa es algo terrible. No es posible organizar un plan ni seguir una rutina.
—Querida Jolly, claro que no es posible. Me pregunto cómo lo intentas siquiera. ¿Dónde vas a instalar a la señorita Marple?
—En el cuarto azul. ¿Quiere que la acompañe arriba, señorita Marple?
—Sí, por favor, Jolly. Y luego hágala bajar para tomar el té. Creo que hoy lo tomaremos en la biblioteca.
El cuarto azul tenía pesados cortinajes de rico brocado azul desvaído, que según la señorita Marple debían contar unos cincuenta años. Los muebles eran de caoba sólidos y de gran tamaño, y la cama tenía cuatro columnas, también de caoba.
La señorita Bellever abrió una puerta que daba a un cuarto de baño inesperadamente moderno, de color orquídea y con muchos detalles cromados, y comentó:
—Juan Restarick, cuando se casó con Carrie Louise, hizo instalar diez cuartos de baño en la casa. Es lo único que se ha reformado. No quería ni oír hablar de tocar lo demás..., decía que era una muestra perfecta de la época. ¿No le conoció?
—No. La señora Serrocold y yo nos hemos visto muy raramente, aunque siempre nos escribíamos.
—Era un hombre muy agradable —dijo la señorita Bellever—. ¡No era bueno, desde luego! Un indeseable, pero alegraba la casa. Tenía un gran encanto, gustaba a las mujeres, casi demasiado. Ésa fue su desgracia. No era el tipo de Cara.
Y agregó, volviendo bruscamente a sus modales prácticos:
—La camarera le deshará las maletas. ¿Desea lavarse antes de tomar el té?
Después de recibir una respuesta afirmativa, dijo a la señorita Marple que la esperaría al pie de la escalera.
Juana Marple volvió al cuarto de baño para lavarse las manos, y se las secó algo nerviosa en una toalla de color orquídea. Luego se atusó sus suaves cabellos blancos y retocó la posición del sombrero.
Al abrir la puerta, encontró que la señorita Bellever la estaba esperando, la cual la acompañó por la tétrica escalera y el amplio y oscuro vestíbulo hasta una habitación donde las estanterías de libros cubrían las paredes. Una gran ventana daba a un lago artificial.
Carrie Louise estaba de pie junto al ventanal y la señorita Marple fue a colocarse a su lado.
—Esta casa impresiona —le dijo—. Casi me siento perdida en ella.
—Sí, me lo figuro. La verdad, es ridícula. Fue edificada por un herrero muy rico, o algo así. No tardó en arruinarse. No me extraña. Había unos catorce salones, todos enormes. Nunca he comprendido para qué necesita la gente más de una sala. ¡Cuánto espacio innecesario! Mi cuarto es imponente... cansa andar desde la cama al tocador. Y esas cortinas tan pesadas de terciopelo granate.
— ¿No lo has reformado y vuelto a decorar?
Carrie Louise pareció sorprenderse.
—No. En conjunto está casi igual a como estaba cuando vivía Eric. Claro que se ha vuelto a pintar, pero siempre del mismo color. Esas cosas no importan en realidad, ¿no te parece? Quiero decir que no me hubiera parecido bien gastar el dinero en esto cuando hay tantas cosas mucho más importantes.
— ¿No se ha hecho ningún cambio en toda la casa?
—Oh, sí..., muchísimos. Sólo hemos conservado la parte central tal como estaba... el Gran Vestíbulo, las habitaciones que hay alrededor y las de encima. Ahí es donde están las mejores y Juan, mi segundo esposo, estaba encantado con ellas, y dijo que nunca consentiría que se tocasen o cambiasen... y él era un artista dibujante entendido en estas cosas. Pero las alas este y oeste han sido completamente reformadas. Todas las habitaciones fueron divididas para poder instalar oficinas y dormitorios para los profesores y demás. Los chicos están en el edificio que llamamos Colegio... Puedes verlo desde aquí.
La señorita Marple contempló las grandes construcciones de ladrillos rojos que se divisaban a través del cinturón de árboles. Luego sus ojos se posaron en algo más cercano y sonrió.
—Gina es una mujer encantadora —dijo.
El rostro de Carrie Louise se iluminó.
—Sí, ¿verdad? —dijo suavemente—. Es muy agradable volverla a tener aquí. La envié a América a principios de la guerra... junto a Ruth. ¿No te ha hablado de ella?
—No. Se limitó a mencionarla.
— ¡Pobre Ruth! — suspiró Carrie Louise —. Estaba terriblemente preocupada por la boda de Gina. Pero le he dicho una y otra vez que yo no se lo reprocho en absoluto. Ruth no comprende, como yo, que las antiguas barreras y diferencias de clase han desaparecido... o van desapareciendo. Gina efectuaba su prestación a los servicios de guerra..., cuando conoció a su marido. Era un marino con una buena hoja de servicios, y una semana más tarde se casaron. Claro que todo fue de¬masiado rápido, y no tuvieron tiempo para ver si congeniaban... pero así es como ocurren las cosas hoy en día. Los jóvenes pertenecen a esta generación. Nosotros podemos considerar equivocada su manera de proceder, pero hay que aceptar sus decisiones. No obstante, Ruth se disgustó mucho.
— ¿No le agradaba ese marino?
—Todavía sigue diciendo que nadie sabe nada de él. Vino del Oeste medio y no tenía dinero... ni profesión, naturalmente. Hay cientos de muchachos así por todas partes... Pero no era ésa la idea que Ruth tenía del hombre conveniente para Gina. Sin embargo, ya no tenía remedio. ¡Me alegré tanto cuando Gina aceptó mi invitación para que viniera con su esposo! Aquí hay mucho que hacer..., trabajos de toda clase, y si Walter quiere especializarse en medicina o graduarse, u obtener algún título, puede hacerlo en este país. Después de todo, ésta es la casa de Gina. Es delicioso que esté aquí, una persona tan cariñosa, alegre y llena de vida.
La señorita Marple asintió con la cabeza y volviendo a mirar por la ventana, contempló a la pareja de jóvenes de pie, cerca del lago.
—Hacen una pareja estupenda —dijo—. ¡No me extraña que Gina se enamorara de él!
—Oh, pero ese..., ese no es Wally. — Hubo cierto embarazo en la voz de la señora Serrocold—. Ese es Esteban..., el hijo menor de Juan Restarick. Cuando Juan..., cuando se marchó, los muchachos no tenían dónde pa¬sar las vacaciones, por eso los tuve aquí. Están como en su casa. Y ahora Esteban vive siempre aquí, pues se ocupa de las representaciones dramáticas. Sabes, tenemos un teatro, y representamos comedias... para fomentar sus aficiones artísticas. Lewis dice que muchos crímenes de los jóvenes son debidos al deseo de exhibirse. Son muchachos que llevan una vida de hogar desgraciada, y sus atracos y robos les hacen sentirse héroes. Les animamos a escribir ellos mismos las obras, a representarlas y a dibujar y pintar los decorados. Esteban es el encargado del teatro. Es inteligente y un entusiasta. Resulta maravilloso la vida que pone en su cometido.
—Ya —repuso la señorita Marple distraídamente.
Su vista seguía siendo excelente (como muchos de sus vecinos pudieron comprobar a su pesar en el pueblecito de St. Mary Mead) y vio claramente el hermoso rostro moreno de Esteban Restarick reflejando entusiasmo mientras miraba a Gina. A la muchacha no podía verle la cara, puesto que estaba de espaldas, pero la expresión de Esteban Restarick no daba lugar a dudas.
—No es asunto mío —dijo la señorita Marple—, pero me figuro, Carrie Louise, que te habrás dado cuenta de que está enamorado de ella.
—Oh, no... —Carrie Louise pareció preocupada—. Oh, no. Espero que no.
—Tú siempre estás en las nubes, Carrie Louise.

CAPÍTULO IV

Antes de que la señora Serrocold pudiera contestar, entró su esposo en la habitación con algunas cartas abiertas en la mano.
Lewis Serrocold era un hombre de corta estatura, sin ningún rasgo sobresaliente; pero con una personalidad que le hacía destacar inmediatamente. Ruth había dicho una vez hablando de él que, más que un hombre, parecía una dinamo. Solía concentrarse en sus ideas, sin prestar atención a los objetos o personas que le rodeaban.
—Una mala noticia, querida —le dijo—.
Ese mucha¬cho, Jackie Flinta, ha vuelto a las andadas. Y yo creí realmente que tenía intención de enmendarse esta vez, si le daba una oportunidad. Parecía deseoso de hacerlo. Ya sabes que descubrimos su afición a los ferrocarriles... y Maverick y yo estuvimos de acuerdo en que si le conseguíamos un empleo en los ferrocarriles, lo desempeñaría bien. Pero la historia de siempre. Robos insignificantes en los paquetes de las oficinas. Ni siquiera cosas que pudiera vender o deseara para sí. Eso demuestra que debe ser cosa psicológica. Realmente, no hemos sabido dar con la raíz de su problema. Pero no me doy por vencido.
—Lewis..., ésta es mi antigua amiga Juana Marple.
—Oh, ¿cómo está usted? —dijo el señor Serrocold, distraído—.
Tanto gusto...
Le llevarán a juicio, claro —volvió a su idea—. Un muchacho agradable, no demasiado inteligente, pero realmente un chico simpático. Vino de una casa incalificable. Yo...
De pronto se interrumpió, y la dinamo se dirigió a la invitada.
—Vaya, señorita Marple, me alegro que haya venido a pasar una temporadita con nosotros. A Carolina le encantará tener una amiga de los viejos tiempos con quien intercambiar recuerdos. Esto es algo triste para ella... con esas historias tan deprimentes de esos pobres niños. Esperamos que esté usted mucho tiempo entre nosotros.
La señorita Marple pudo apreciar su magnetismo y comprendió lo atractivo que debía resultar para su amiga. No dudó ni por un momento que Lewis era de esos hombres que saben plantear los asuntos ante la gente. Pudo resultar irritante para algunas mujeres, pero no para Carrie Louise.
Lewis Serrocold agitó otra carta.
—De todas formas, también hay alguna buena noticia. Ésta es del Banco Somerset de Wilshire. Morris se está portando muy bien, listan muy satisfechos con él y van a ascenderle el mes que viene. Siempre dije que lo único que necesitaba era sentirse responsable..., eso, saber manejar dinero y lo que esto significa.
Se volvió a la señorita Marple.
—La mitad de esos muchachos no saben lo que es el dinero. Para ellos representa el poder ir al cine, o a la cárcel, y les parece excitante el saberlo escamotear. Bien, yo creo que..., ¿cómo diría...? Restregándoselo por las narices... enseñándoles contabilidad, aritmética..., enseñándoles toda la poesía del dinero, por así decir, se les puede curar. Darles habilidad y luego responsabilidad..., dejar que lo manejen oficialmente. Nuestros grandes éxitos los obtuvimos de este modo..., sólo dos casos nos fallaron entre treinta y ocho. Uno es el primer cajero de una sociedad de droguerías..., un cargo de auténtica responsabilidad...
Interrumpiéndose para decir a su esposa:
—Tomaremos el té dentro, querida.
—Creí que iba a ser aquí. Se lo dije a Jolly.
—No, en el vestíbulo. Los demás están allí.
—Creí que estarían todos fuera.
Carrie Louise tomó del brazo a la señorita Marple y entraron en el Gran Vestíbulo. Las tacitas estaban amontonadas en una bandeja, de cualquier manera..., unas blancas, mezcladas con otras de color, que de¬bían ser restos de juegos de Rockingham y Spode. Había también una barra de pan, dos tarros de mermelada y algunos pasteles baratos y de mal aspecto.
Una mujer de mediana edad y cabellos grises estaba sentada junto a la mesita del té, y la señora Serrocold la presentó, diciendo:
—Ésta es Mildred. Juana. Mi hija Mildred. No la has visto desde que era una niña muy chiquitína.
Mildred Strete era la persona más en consonancia con aquella casa que la señorita Marple pudo imaginar, no vista hasta entonces. Daba la impresión de ser muy seria y desgraciada. Se había casado cerca de los cuarenta con un pastor de la Iglesia Anglicana del que ahora era viuda. Tenía todo el aspecto de esa clase de viudas, respetable pero ligeramente aburrida. Era una mujer fea, de rostro grande e inexpresivo y mirada triste. La señorita Marple recordó que había sido una niña muy poco atractiva.
—Y éste es Wally Hudd..., el esposo de Gina.
Wally era un mocetón robusto con el pelo cortado como un cepillo y expresión huraña. Hizo una ligera inclinación de cabeza y siguió mascando un pedazo de pastel.
Entonces entró Gina acompañada de Esteban Restarick. Parecían muy animados.
—Gina ha tenido una idea magnífica para resolver ese fondo —dijo Esteban—. ¿Sabes, Gina, que tienes vocación para diseñar decorados?
Gina rió, al parecer muy complacida. Edgar Lawson, que acababa de entrar, fue a sentarse junto a Lewis Serrocold. Cuando Gina le dirigió la palabra, ni siquiera se dignó contestarle.
La señorita Marple encontró todo aquello algo des¬concertante y se alegró de poder ir a su cuarto para echarse un rato después del té.
A la hora de comer acudieron todavía más personas, un joven doctor llamado Maverick que era psiquiatra o psicólogo... La señorita Marple no sabía muy bien en qué consistía la diferencia... y cuya conversación, que se basaba casi enteramente en la jerga empleada en su profesión, le resultaba poco inteligible.
Había también dos jóvenes con lentes, encargados de la enseñanza y un tal señor Baumgarten, terapeuta, y tres tímidos jovenzuelos que eran los «huéspedes» de aquella semana. Uno de ellos rubio y con los ojos muy azules era, según le informó Gina en un susurro, el experto en «estafas».
La comida no fue precisamente muy apetitosa. Todo estaba guisado y servido de cualquier manera. Los comensales vestían de un modo muy diverso. La señorita Bellever llevaba un vestido negro de cuello alto; Mildred Strete uno de noche con una chaqueta de punto encima; Carrie Louise traje de lana gris... y Gina estaba resplandeciente con su atuendo campesino. Wally no se había mudado de ropa, ni tampoco Esteban Restarick. Edgar Lawson iba de azul oscuro, impecable. Lewis Serrocold de smoking. Comió muy poco y apenas parecía darse cuenta de lo que tenía en el plato.
Terminada la cena, Lewis Serrocold y el doctor Maverick fueron al despacho de este último. El terapeuta y los maestros se retiraron a la Residencia. Los tres «casos» volvieron al Colegio. Gina y Esteban al teatro para seguir discutiendo sobre la puesta en escena. Mildred se puso a tejer una labor interminable y la señorita Bellever a zurcir calcetines. Wally, sentado en una silla que inclinó hacia atrás, contemplaba el espacio. Carrie Louise y la señorita Marple charlaban de los viejos tiempos. La conversación parecía absurda e irreal.
Edgar Lawson daba la impresión de no saber qué hacer. Se sentaba y se levantaba inquieto.
—Me pregunto si no debiera ir a ver al señor Serrocold —dijo en tono bastante fuerte—. Es posible que me necesite.
Carrie Louise le dijo con amabilidad:
—Oh, no creo. Esta noche tiene que tratar una o dos cosas con el doctor Maverick.
— ¡Entonces no iré, desde luego! Ni en sueños quisiera ir donde no me necesitan. Bastante tiempo he perdido yendo a la estación, cuando la señora Hudd tenía intención de hacerlo.
—Debió habérselo dicho —repuso Carrie Louise—. Pero creo que lo decidió a última hora.
— ¿No comprende, señora Serrocold, que me ha hecho quedar en ridículo? ¡Como si yo fuera un tonto de remate!
—No, no —le sonrió Carrie Louise—. No debe tener esas ideas.
—Sé que no se me necesita, ni se desea mi presencia... Me doy perfecta cuenta. Si las cosas hubieran sido distintas..., si hubiese tenido un verdadero puesto en la vida, sería diferente. Muy distinto, desde luego. No es culpa mía el no haberlo tenido.
—Vamos, Edgar —insistió la anciana—; no se enfade por tan poca cosa. Juana le considera muy amable por haber ido a buscarla. Gina siempre tiene esos impulsos repentinos... No tuvo intención de molestarle.
—Oh, ya lo creo que sí. Lo hizo a propósito... para humillarme...
—Oh, Edgar...
—Usted no sabe la mitad de lo que ocurre, señora Serrocold. Bueno, por hoy no digo más que ¡buenas noches!
Edgar salió de la habitación, cerrando la puerta de golpe.
La señorita Bellever comentó:
— ¡Qué modales!
—Es tan sensible —repuso Carrie Louise distraída.
—La verdad es que es un hombre odioso —dijo Mildred Strete haciendo tintinear las agujas de hacer punto—. No debías tolerar semejante comportamiento, madre.
—Levvis dice que no puede evitarlo.
—Todo el mundo puede evitar ser rudo —agregó Mildred con aspereza—. Claro que Gina tiene mucha culpa. Es tan atolondrada... No hace más que complicar las cosas. Un día anima al pobre chico y al siguiente le desaira. ¿Qué se puede esperar?
Wally Hudd habló por primera vez en toda la noche.
—Ese chico está chiflado. ¡Eso es lo que ocurre! ¡Completamente chiflado!
Aquella noche, en su dormitorio, la señorita Marple quiso revisar el estado de cosas de Stonygates, pero todavía se le presentaba demasiado confuso. Allí había diversas corrientes..., pero era imposible adivinar cuál de ellas causó inquietud a Ruth Van Rydock. No era de esperar que Carrie Louise se sintiera afectada por lo que ocurría a su alrededor. Esteban estaba enamorado de Gina, y Gina podía estarlo o no de Esteban. Walter Hudd era evidente que no estaba disfrutando. Eso son incidentes que pueden ocurrir y ocurren en todas partes y en todo momento. Por desgracia, no era nada excepcional. Suelen terminar en divorcio y todos vuelven a empezar de nuevo llenos de esperanza... hasta que vuelven a surgir complicaciones... Mildred Strete estaba celosa de Gina. Lo cual, según opinión de la señorita Marple, era muy natural.
Repasó en su mente lo que le dijera Ruth Van Rydock. Carrie Louise sintióse muy decepcionada al saber que no iba a tener hijos... Luego la adopción de Pippa... y más tarde el descubrir que después de todo iba a ser madre.
—Suele ocurrir —había dicho el médico—. Tal vez debido a que desaparece la tensión, y entonces la Naturaleza puede realizar su obra.
Pero ello no había perjudicado a la niña que habían adoptado. Gulbrandsen y su esposa adoraron a Pippa, ganándose ésta un firme puesto en sus corazones. Gulbrandsen era ya padre. La paternidad no era cosa nue¬va para él y los anhelos maternales de Carrie Louise se colmaron con Pippa.
Y así crecieron las dos niñas; una, bella y alegre; la otra, fea y tristona. Lo que era muy natural, volvió a pensar la señora Marple. Porque cuando se quiere adoptar una niña, se escoge la más bonita, y aunque Mildred pudo tener la suerte de parecerse a los Martin, de los que eran dignos ejemplares Ruth y Carrie Louise, la Naturaleza quiso que saliera a los Gulbrandsen, que eran grandotes, inexpresivos y decididamente feos.
A esto hay que agregar la determinación de Carrie Louise de que su hija adoptiva nunca se sintiera desplazada y para asegurarse en su propósito fue más que indulgente con Pippa y algunas veces poco justa con Mildred.
Una vez casada Pippa, marchó a Italia, y durante una temporada Mildred fue la única hija en aquella casa; fallecida Pippa, Carrie Louise llevó a su hijita a Stonygates, y una vez más Mildred se quedó a un lado. Luego su madre volvió a casarse... y entraron los hijos de Restarick. En 1934 Mildred contrajo matrimonio con el pastor Strete, que le llevaba quince años, yendo a vivir al sur de Inglaterra. Era de suponer que fueron felices..., pero eso, en realidad, se ignoraba. No tuvieron hijos. Y ahora estaba otra vez allí, en la casa en que se había criado. Y probablemente tampoco ahora era muy feliz.
Gina, Esteban, Wally, Mildred y la señorita Bellever, que deseaba poder llevar la casa con orden y era incapaz de lograrlo. Lewis Serrocold era completamente feliz; un soñador capaz de poner en práctica sus ideales. En ninguna de aquellas personas halló la señorita Marple lo que las palabras de Ruth hicieron creer que encontraría. Carrie Louise le parecía lejana a los acontecimientos terrenos... como lo estuvo toda la vida.
En aquel ambiente..., ¿qué fue lo que Ruth encontró extraño? ¿Y ella, Juana Marple, lo creía así también?
Había también otras personas en aquel torbellino... los terapeutas, los maestros, los jóvenes entusiastas e inofensivos, el doctor Maverick, los tres jóvenes delincuentes rubios de mirada inocente... y Edgar Lawson.
Y allí sus pensamientos se detuvieron y giraron alrededor de la figura de Edgar Lawson, antes de quedarse dormida. Aquel joven le recordaba algo...o alguien. Era un poco raro... tal vez más que un poco. Edgar Lawson estaba mal encajado..., ésa era la frase justa, ¿verdad? Pero seguramente no tenía relación con Carrie Louise.
Mentalmente, la señorita Marple meneó la cabeza.
Lo que la preocupaba era algo más que aquello.
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Ср июл 19, 2017 1:51 pm

CAPÍTULO V

Ala mañana siguiente, la señorita Marple salió al jardín eludiendo la compañía de su anfitriona. Su aspecto la desilusionó. En otros tiempos debió de haber sido un lugar muy bonito, con grandes grupos de rododendros, suaves declives de césped, arriates llenos de plantas y un seto recortado, rodeando una verdadera rosaleda. Ahora estaba abandonado, el césped sin cortar, los arriates llenos de hierbas entre las que crecían algunas flores y los senderos cubiertos de musgo y descuidados. En cambio, la huerta, rodeada de una pared de ladrillos rojos, aparecía próspera y bien arreglada, sin duda debido a su utilidad. Una gran porción de terreno, que antes estuvo cubierto de césped y flores, había sido convertido en pista de tenis y una bolera.
Al contemplar el abandono de los parterres, la señorita Marple hizo chasquear la lengua y arrancó de un tirón una planta de hierba cana.
Todavía con ella en la mano vio aparecer a Edgar Lawson. Al ver a la señorita Marple, se detuvo vacilante. Ella no tenía intención de dejarle escapar y le llamó en seguida. Cuando estuvo a su lado, le preguntó dónde guardaban las herramientas de jardinería.
Edgar contestó distraído que por allí encontraría al jardinero, que debía saberlo exactamente
—Es una pena ver este parterre tan descuidado —dijo la señorita Marple—. Me gustan tanto los jardines —y puesto que no tenía intención de que Edgar fuese en busca de las herramientas, agregó—: Es lo único que puede hacer una mujer anciana e inútil. No creo que usted se haya preocupado nunca por la jar¬dinería, señor Lawson. Tiene un trabajo tan importante, estando como está en un cargo de tanta responsabilidad junto al señor Serrocold... Debe de ser muy interesante.
Él repuso con animación inesperada:
—Sí..., sí..., es interesante.
—Y debe de resultar usted una gran ayuda para el señor Serrocold.
—No lo sé —su rostro ensombrecióse—. No estoy seguro..., es por lo que hay detrás de todo esto...
Se interrumpió y la señorita Marple le observó pensativa: Un joven abatido, de corta estatura, y vestido con un traje tan impecable. Un muchacho a quien pocas personas mirarían dos veces, ni habrían de recordar su aspecto.
Cerca había un banquito y la señorita Marple fue a sentarse. Edgar quedó de pie ante ella, con el entrecejo fruncido.
—Estoy segura de que el señor Serrocold descansa completamente en usted.
—No lo sé —repitió Edgar—. No lo sé, la verdad —casi sin darse cuenta, se sentó también en el ban-co—. Estoy en una posición difícil.
— ¿Sí?
El joven Edgar miraba fijamente al vacío:
—Esto es absolutamente confidencial —dijo de pronto.
—Desde luego —repuso la señorita Marple.
—Si pudiera hacer valer mis derechos...
—Sí.
—Puedo decirle... No se le escapará, ¿verdad?
—Oh, no.
—Mi padre..., mi padre es un hombre muy importante.
Esta vez no tuvo necesidad de decir nada. Limitóse a seguir escuchando.
—Nadie lo sabe, excepto el señor Serrocold. La posición de mi padre podría perjudicarse si la historia circulara por ahí —se volvió hacia ella, sonriendo. Una sonrisa digna y triste—. Soy hijo de Winston Churchill.
—Oh —repuso la señorita Marple—. Ya.
Recordaba otra historia bastante triste ocurrida en St. Mary Mead... y cómo terminó.
Edgar Lawson siguió hablando como si recitara una escena teatral.
—Existían ciertas razones. Mi madre no era libre. Su esposo estaba en un sanatorio..., no podía divorciarse..., ni hablar de matrimonio. No se lo reprocho. Por lo menos, eso creo... Él siempre hizo cuanto pudo. Claro que con discreción. Y ahí es donde han surgido complicaciones. Tiene enemigos... y también me odian a mí. Se las han arreglado para separarnos. Me vigilan. Me odian dondequiera que vaya. Y hacen que todo me salga mal.
La señorita Marple meneaba la cabeza lentamente, compadeciéndose.
—Dios mío, Dios mío —dijo.
—En Londres estuve estudiando Medicina. Intervi¬nieron en mis exámenes... y cambiaron mis respuestas para que fracasara. Me seguían por las calles. Le con¬taban cosas de mí a la patrona. Me persiguieron por todas partes.
—Oh, pero no puede tener la seguridad... —dijo la señorita Marple, tratando de consolarle.
— ¡Le digo que lo sé! Son muy listos. Nunca pude verlos ni descubrir su personalidad. Pero lo averiguaré... El señor Serrocold me sacó de Londres y me trajo aquí. Fue muy amable..., muy amable. Pero ni siquiera aquí estoy a salvo. También están aquí. Trabajando contra mí. Haciendo que los demás me aborrezcan. El señor Serrocold dice que no es cierto..., pero él no lo sabe. O de otro modo..., quisiera saber..., algunas veces he pensado...
Se interrumpió para ponerse en pie.
—Todo esto es confidencial. ¿Lo comprende, verdad? Pero si nota que alguien me sigue..., quiero decir..., espiándome, dígame quién es.
Y se alejó..., abatido, insignificante. La señorita Marple le miraba, preguntándose... Se oyó una voz.
—Tonterías. Sólo tonterías.
Walter Hudd estaba a su lado. Llevaba las manos metidas en los bolsillos y miró con el ceño fruncido la figura de Edgar que se alejaba.
La señorita Marple no dijo nada, y él prosiguió:
— ¿Qué opina de este muchacho..., Edgar? Dice que su padre es lord Montgomery. ¿Qué le parece? No lo creo probable por lo que he oído de él.
—No —repuso la señorita Marple—. No me parece muy probable.
—A Gina le dijo algo completamente distinto..., que era el heredero del trono de Rusia..., dijo que era hijo de no sé qué Gran Duque. Diablos, ¿es que ese chico no sabe quién fue su padre en realidad?
—Me figuro que no —repuso la anciana—. Ése es probablemente su caso.
Walter tomó asiento a su lado, dejando caer su cuerpo sobre el banco con gesto de abandono.
—Esto es una casa de locos.
— ¿No le agrada estar en Stonygates?
—Sencillamente, no encajo..., eso es todo. No encajo.
—Observe este lugar..., la casa..., todo este aparato. Esta gente es rica. No necesitan dinero..., lo tienen, y fíjese cómo viven. Porcelana china antigua mezclada con loza barata. No tienen servicio apropiado..., sólo una ayuda para las faenas más pesadas. Los tapices, cortinajes y el tapizado de las butacas, todo es raso y brocado que se cae a pedazos. Las grandes teteras de plata y todo lo que usted sabe... amarillas y empañadas por falta de limpieza. La señora Serrocold ni se preocupa. Fíjese en el vestido que llevaba ayer noche. Remendado bajo los brazos, casi roto... y, no obstante, podría ir a la tienda a encargar lo que quisiera. En Bond Street o donde sea. ¿Dinero? Nadan en la abundancia.
Hizo una pausa.
—Yo comprendo lo que es ser pobre. No hay nada malo en ello cuando se es joven, fuerte y dispuesto para el trabajo. Nunca tuve mucho dinero, pero sabía ganarme el que quería. Iba a abrir un garaje. Ya había puesto en ese negocio parte de la cantidad estipulada. Le hablé a Gina, me escuchó y pareció comprender. No sabía mucho de ella. Todas las chicas con uniforme parecen iguales. Quiero decir que, al verlas, no se sabe distinguir si tienen dinero o no. Creí que era algo más que yo, debido a la educación, pero no lo consideré importante. Nos queríamos y nos casamos. Yo tenía algo de pasta y Gina también, según me dijo, íbamos a montar una gasolinera en la parte de atrás de la casa... Gina estaba dispuesta. Éramos una pareja alocada... Estábamos locos el uno por el otro. Entonces esa tía de Gina comenzó a complicar las cosas... Y Gina quiso venir a Inglaterra a ver a su abuela. Bien, me pareció justo. Era su casa, y de todas maneras yo también sentía curiosidad por conocer este país. ¡Había oído hablar tanto de él! Así que nos vinimos. Sólo por una temporada... Eso es lo que yo creí.
Su ceño acentuóse todavía más.
—Pero no ha sido así. Estamos metidos en esta loca empresa. ¿Por qué no nos quedamos aquí...? ¿Fundamos nuestro hogar aquí...?, eso es lo que dicen. Tienen mucho trabajo para mí. ¡Trabajo! Yo no creo que sea trabajar dar azúcar a gángsters jóvenes y jugar con ellos a esos juegos infantiles... ¿Qué sentido tiene? Este lugar podría estar bien..., verdaderamente bien. ¿Es que la gente que tiene dinero no comprende lo afortunados que son? ¿No se dan cuenta de que no todo el mundo puede tener un lugar como éste, y que ellos lo tienen? ¿No es una locura despreciar la suerte cuando uno la tiene? A mí no me importa trabajar si tengo que hacerlo, pero trabajaré como me guste y en lo que me guste... y será en otra parte. Este lugar me hace sentir como preso en una tela de araña. Y Gina..., no puedo sacarla de aquí. No es la misma que se casó conmigo en los Estados Unidos. No puedo..., ahora no puedo hablarle siquiera para expresarle mis proyectos. ¡Oh, maldito sea!
La señorita Marple dijo con simpatía:
—Comprendo muy bien su punto de vista.
Wally le dirigió una rápida mirada.
—Es usted la única persona a quien le he hablado así. La mayor parte del tiempo estoy callado como una tumba. No sé por qué..., usted es inglesa, verdaderamente inglesa..., pero en cierto modo me recuerda a mi tía Betsy.
—Esto es muy halagador.
—Es muy sensata —continuó Wally, pensativo—. Pa¬rece tan frágil, como si uno pudiera partirla en dos, pero es muy entera... Sí, señor; vaya si lo es.
Se levantó.
—Siento haberle hablado así —se disculpó, y por primera vez le vio sonreír. Su sonrisa era muy atracti-va, y le transformaba en un hombre guapo y simpático—. Será que necesitaba desahogarme. Lo siento sinceramente que le haya tocado a usted.
Por un momento entretuvo su imaginación con el recuerdo del moderno escritor Raymond West. Un contraste tan grande que Walter Hudd no podía ni siquiera imaginar.
—Ahí le llega otra compañía —dijo Walter—. A esa señora no le resulto agradable. Por eso me marcho. Hasta luego. Gracias por haberme escuchado.
Echó a andar, y la señorita Marple miró a Mildred Strete que se acercaba hollando el césped.
—Ya veo que ha tenido que soportar a ese terrible joven —dijo la señora Strete, que llegaba casi sin aliento, al sentarse en el banco—. Es una tragedia.
— ¿Una tragedia?
—Sí, el matrimonio de Gina. Y todo por haberla en¬viado a América. Ya le dije entonces a mi madre que era un disparate. Apenas tuvimos incursiones aéreas. Me desagrada la manera como las personas se desmoralizan pensando en lo que pueda ocurrirles a sus fa¬miliares..., a menudo a ellos mismos.
—Debió de ser difícil saber qué sería más acertado —repuso la señorita Marple—. Me refiero a los niños. Con la amenaza de una posible invasión, pudo haber significado el que crecieran bajo el régimen alemán..., además del peligro de las bombas.
—Tonterías —dijo la señorita Strete—. Nunca tuve la menor duda de que ganaríamos. Pero mi madre siempre fue poco razonable cuando se trataba de Gina; ha esta¬do malcriada y consentida en todos los aspectos. En primer lugar, no había necesidad de haberla sacado de Italia.
—Tengo entendido que su padre no hizo objeción alguna.
— ¡Oh, San Severiano! Ya sabe cómo son los italianos. Para ellos lo único importante es el dinero. Se casó con Pippa por su dinero, naturalmente.
— ¡Dios mío! Siempre creí que estaba muy enamorado de ella y que a su muerte quedó inconsolable.
—Sin duda lo fingiría. No puedo comprender cómo mi madre pudo consentir que se casara con un extranjero. Me figuro que sólo por el afán de los americanos de poseer un título.
La anciana dijo tímidamente:
—Siempre he creído que mi querida Carrie Louise vivía un poco en las nubes.
— ¡Oh, lo sé! No puedo soportarlo. Sus manías, extravagancias y proyectos idealistas. No tiene usted idea, tía Juana, de lo que eso significa. Naturalmente, yo puedo hablar con conocimiento de causa. He crecido en medio de todo esto.
A la señorita Marple le chocó un tanto oírse llamar «tía Juana», Claro que en todos los regalos que enviara para las niñas de Carrie Louise siempre puso: «De tía Juana, con cariño», y cuando pensaran en ella, es lógico que lo hicieran llamándola «tía Juana», aunque no era probable que fuese muy a menudo.
—Debe de haber tenido... una infancia difícil.
Mildred volvió los ojos agradecidos hacia ella.
—Oh, me alegra que alguien sea capaz de darse cuenta, la gente no comprende los sentimientos de las criaturas. Pippa, ya sabe, era la más bonita, y también la mayor. Siempre era ella la que acaparaba toda la atención. Papá y mamá la animaban continuamente... y no es que necesitara que la animasen. Yo era tímida... Pippa no sabía lo que era eso... Una niña puede sufrir mucho, tía Juana.
—Ya lo sé —repuso la anciana.
—«Mildred es tan tonta», solía decir Pippa. Pero yo era más pequeña que ella. Y es muy desagradable para una niña que su hermana esté siempre contra ella y también la gente. «Qué niña tan mona», le decían a mamá. Nunca se fijaban en mí. Y era con ella con quien papá solía jugar y reír. Alguien debía haberse dado cuenta de lo duro que me resultaba el que todas las atenciones fuesen para ella. No era lo bastante mayor para darme cuenta de que es el carácter lo que importa principalmente.
Le temblaban los labios; se rehizo y continuó:
—Y no era justo..., nada justo... Yo era su verdadera hija. Pippa había sido adoptada. Yo era la heredera de la casa..., ella no era nadie.
—Probablemente fueron demasiado indulgentes con ella por esta causa —dijo la señorita Marple.
—La preferían a ella. Una niña a quien sus propios padres no quisieron... y probablemente ilegítima.
Prosiguió:
—Se ve en Gina. Tiene mala sangre. Lewis puede tener las teorías que quiera sobre el medio ambiente. La mala sangre no puede ocultarse. Fíjese en Gina.
—Gina es una muchacha encantadora —repuso la señorita Marple.
—Pero, en cambio, su comportamiento... Todo el mundo, menos mi madre, se da cuenta de cómo trata a Esteban Restarick. Es de mal gusto. Admito que ha hecho una boda desgraciada, pero el matrimonio es el matrimonio, y una debe estar preparada para sobrellevarlo. Al fin y al cabo, ella fue quien escogió a ese terrible muchacho.
— ¿Es tan terrible?
— ¡Querida tía Juana! A mí me da la impresión de un gángster. Es tan arisco y rudo. Apenas abre la boca. Siempre se muestra disgustado y grosero.
—Me parece que no es feliz —aventuró la señorita Marple.
—No sé por qué no había de serlo..., quiero decir, aparte del comportamiento de Gina. Aquí se ha hecho por él cuanto se ha podido. Lewis le ha indicado varias maneras para que tratase de resultar útil... Pero él prefiere remolonear por ahí, sin hacer nada.
Cambió de tono:
—Oh, este lugar es imposible..., completamente im¬posible. Lewis sólo piensa en esos terribles criminales, y mamá sólo en él. Todo lo que Lewis hace, está bien hecho. Mire en qué estado se halla el jardín..., los par¬terres..., esos hierbajos. Y la casa... donde nada se hace a derechas. Oh, ya sé que hoy día es difícil llevar una casa, pero puede conseguirse. Y es que además de cortos de dinero, nadie se preocupa. Si fuera mi casa...
Se detuvo.
—Me temo que todos tenemos que enfrentarnos con el hecho de que las condiciones son distintas. Estos grandes caserones son un grave problema. Debió ser triste para usted encontrarlo tan cambiado a su vuelta. ¿De veras prefiere vivir aquí... que en casa propia?
Mildred Strete enrojeció.
—Al fin y al cabo, es mi hogar. La casa que fue de mi padre. Eso nadie puede cambiarlo. Tengo derecho a estar aquí, si quiero, y quiero. ¡Si mi madre no fuera tan imposible! Ni siquiera se viste de un modo adecuado. Eso le preocupa mucho a Jolly,
—Iba a preguntarle por ella.
—Es un descanso tenerla aquí. Adora a mi madre. Hace mucho tiempo que está con ella..., vino en tiempos de Juan Restarick. Y creo que estuvo magnífica cuando ocurrió aquel desgraciado asunto. Supongo que habrá oído decir que se fugó con aquella yugoslava..., una mujer de lo más bajo. Creo que tenía muchos amantes. Mi madre se portó con mucha dignidad y se divorció con el menor alboroto posible. Incluso llegó a consentir que los hijos de Restarick pasaran aquí sus vacaciones, cosa innecesaria, pues pudo arreglarse de otra manera. Claro que era imposible dejarles con su padre y esa mujer. El caso es que los tuvo aquí... y la señorita Bellever se ocupó de todo y fue la torre de la fortaleza. Algunas veces pienso que ella hace que mi madre sea incluso más apagada de lo que es, al hacer todas las cosas; pero la verdad, no sé qué se haría sin ella.
Hizo una pausa y exclamó con cierta sorpresa:
—Aquí está Lewis. ¡Qué extraño! Rara vez sale al jardín.
El señor Serrocold se acercaba con aquel aire ausente con que hacía todas las cosas. Pareció no percatarse de la presencia de Mildred, puesto que era la señorita Marple quien estaba en su mente.
—Lo siento mucho —le dijo—. Quería haberla acompañado yo mismo a visitar todas nuestras instalaciones. Carolina me lo había pedido. Por desgracia tengo que ir a Liverpool. Es por ese muchacho empleado en ferroca¬rriles que quita los paquetes de la oficina. Pero Maverick la acompañará. Estará aquí dentro de unos minutos. Yo no regresaré hasta pasado mañana. Será espléndido si logramos que no vuelva a las andadas.
Mildred Strete se levantó para marcharse. Lewis Serrocold ni siquiera se dio cuenta de su marcha. Sus ojos inquietos miraban a la señorita Marple a través de los gruesos cristales de sus lentes.
— ¿Sabe? —le dijo—. Los jueces casi siempre se equivocan. Algunas veces son demasiado severos, y otras demasiado indulgentes. Si les condenan a unos meses de encierro no les sirve de escarmiento..., incluso les parece divertido. Se jactan de ello ante sus amigos, pero una sentencia severa a menudo les hace volver a la realidad. Comprenden que el juego no merece la pena. O a veces es mejor encarcelarlos. Una enseñanza correctiva... reconstructiva como la que nosotros damos aquí...
La señorita Marple le interrumpió:
—Señor Serrocold. ¿Está usted completamente satisfecho del joven Lawson? ¿E... es del todo normal?
Una expresión de disgusto apareció en el rostro de Lewis Serrocold.
—Espero que no vuelva a recaer. ¿Qué le ha estado diciendo?
—Que era hijo de Winston Churchill...
—Claro, claro. Lo de siempre. El pobre chico es hijo ilegítimo como es probable que ya haya adivinado, y de origen muy humilde. Me recomendó su caso una Sociedad de Londres. Había asaltado a un hombre en plena calle, porque dijo que le espiaba. Los síntomas clásicos... El doctor Maverick se lo explicará. Me enteré de su historia. Su madre era de la clase baja, pero de una respetable familia de Plymouth. Su padre, un marinero... Ella ni siquiera sabe su nombre... El niño creció en circunstancias difíciles... y comenzó a imaginarse cosas de su padre y más tarde de sí mismo. Se vestía de uniforme con condecoraciones que no tenía derecho a usar..., todo muy típico. Pero el diagnóstico de Maverick es favorable si conseguimos infundirle confianza en sí mismo. Le he dado un cargo de responsabilidad, tratando de hacerle comprender que no es el origen lo que importa si no el hombre. Traté de infundirle confianza en su propia habilidad. Ha mejorado notablemente. Estaba muy contento con él..., y ahora dice usted que...
Meneó la cabeza.
— ¿No puede resultar peligroso, señor Serrocold?
— ¿Peligroso? No creo que haya mostrado tendencias suicidas,
—No pensaba en el suicidio. Me habló de enemigos... que le perseguían. ¿No es esa... perdóneme... una señal peligrosa?
—No creo que haya llegado a ese grado. Pero hablaré con Maverick. Hasta ahora tenía muchas esperanzas... muchísimas.
Miró su reloj.
—Tengo que marcharme. Ah, aquí viene nuestra querida Jolly. Ella se ocupará de usted.
La señorita Bellever anunció su llegada:
—El coche está en la puerta, señor Serrocold. El doctor Maverick me telefoneó desde el Instituto. Dijo que acompañara a la señorita Marple hasta allí. Él nos esperará en la entrada.
—Gracias. Debo irme. ¿Y mi cartera?
—En el coche, señor.
Lewis Serrocold marchóse apresuradamente. Mirán¬dole alejarse, la señorita Bellever dijo:
—Cualquier día caerá muerto. El no descansar va contra la naturaleza. Sólo duerme cuatro horas cada noche.
—Está muy enamorado de su trabajo —dijo la señorita Marple.
—No piensa en otra cosa —repuso Julieta Bellever con aspereza—. Nunca se preocupa de su mujer o en dedicarle alguna atención. Ella es una criatura muy dulce, usted ya lo sabe, señorita Marple, y debiera merecer amor y atención. Pero aquí nada cuenta o importa más que ese escuadrón de niños y jovencitos que quieren vivir fácilmente y sin escrúpulos, y a quienes no les agrada la idea de trabajar de firme. ¿Y quién se ocupa de los niños de las casas honradas? ¿Por qué no se hace algo por ellos? La honradez no resulta interesante para los maniáticos como el señor Serracold, el doctor Maverick y todo ese hatajo de sentimentalistas a medio cocer que tenemos aquí. Mis hermanos y yo fuimos educados de modo más duro, sin que nos valieran lamentaciones. Blando, ¡es eso lo que es el mundo hoy día!
Acabaron de atravesar el jardín y pasaron junto a una empalizada hasta llegar al arco abierto en la mis-ma que Eric Gulbrandsen erigiera como entrada de su Colegio, un edificio horrible y macizo de ladrillos rojos.
El doctor Maverick salió a recibirlas con un aspec¬to bastante anormal, según opinión de la señorita Marple.
—Gracias, señorita Bellever —dijo—. Ahora, señorita..., er..., oh, sí, señorita Marple..., estoy seguro que le va a interesar lo que se viene haciendo aquí. Nuestro espléndido acercamiento a este gran problema. El señor Serrocold es un hombre de gran visión interior. Y a nuestras espaldas tenemos a sir John Stillvell..., mi antiguo jefe. Estuvo en el Ministerio de Asuntos Interiores hasta que se retiró y su influencia hizo inclinar la balanza para que pudiéramos comenzar. Éste es un problema médico..., eso es lo que hay que hacer comprender a las autoridades. La psiquiatría se impuso durante la guerra. Lo único bueno que salió de ella... Ahora, antes que nada, quiero que vea nuestro acercamiento inicial al problema. Mire ahí arriba.
La señorita Marple leyó las letras talladas en el gran arco de la entrada:

TODOS LOS QUE ENTRAN AQUÍ, RECOBRAN LA ESPERANZA

— ¿No es espléndido? Es la nota adecuada para el primer acorde. No les reñimos... ni les castigamos. Eso es lo que los estropea la mitad de las veces..., el cas¬tigo. Nosotros queremos hacerles sentir que son sujetos agradables.
— ¿Cómo Edgar Lawson? —dijo la señorita Marple.
—Un caso interesante. ¿Ha hablado con él?
—Ha estado él conmigo —repuso la solterona, agregando con humildad—: Me pregunto si no es posible que esté un poco perturbado.
El doctor Maverick rió alegremente.
—Todos lo estamos un poco, querida señora —dijo mientras penetraban en el edificio—. Ése es el secreto de la existencia: Todos tenemos algo de locos.

CAPÍTULO VI

En conjunto fue un día bastante agotador. La señorita Marple pensó que hasta el más sano entusiasmo puede resultar molesto. Sentíase ligeramente descontenta consigo misma y sus reacciones. Allí ocurría algo... o tal vez varias cosas, y no obstante no pudo formarse una idea clara de lo que era. Su vaga inquietud se centraba en la patética, pero incongruente personalidad de Edgar Lawson. Si consiguiera encontrar mentalmente la verdadera pista de to¬do lo...
De un modo concienzudo fue descartando al señor Selkidk (del camión de repartos), al distraído cartero, al jardinero que trabajaba el lunes de Pascua.
Algo que no lograba precisar debía ocurrirle a Edgar Lawson..., algo que estaba fuera de los hechos señalados y observados. Más, fuera lo que fuese, ¿de qué modo podía afectar a su amiga Carrie Louise? En las confusas vidas que se desarrollan en Stonygates, los deseos y preocupaciones de todos sus habitantes chocaban unos con otros, pero ninguno (por lo que alcanzaba a ver) rozaba siquiera a Carrie Louise.
Carrie Louise... De pronto se dio cuenta de que era la única que la llamaba así, excepto la ausente Ruth, que también utilizaba la misma denominación. Para su esposo, era Carolina. Cara, para la señorita Bellever. Esteban Restarick solía dirigirse a ella llamándola Madonna. Wally la nombrada señora Serrocold, y Gina, abuelita.
¿Había tal vez alguna significación en los diversos nombres de Carolina Louise Serrocold? ¿Era para todos ellos un símbolo y no un ser real?
Cuando a la mañana siguiente, Carrie Louise, arrastrando un poco los pies al caminar, fue al jardín a sentarse junto a su amiga y le preguntó en qué estaba pensando, la señorita Marple replicó sin vacilar:
—En ti, Carrie Louise.
— ¿Por qué en mí?
—Dime la verdad..., ¿hay algo que te preocupe?
— ¿Que me preocupe? —la otra anciana levantó sus ojos claros—. Pero, Juana, ¿qué es lo que iba a preocu¬parme?
—Bien, la mayoría de nosotros tenemos preocupaciones. Yo también las tengo. Tonterías, ¿sabes? El tener que remendar la ropa..., no poder conseguir azúcar candi para hacer mi campota. Oh, montones de insignificancias... Parece extraño que tú no tengas ninguna.
—Sí, me figuro que debo tenerlas —repuso la señora Serrocold—. Lewis trabaja demasiado. Esteban se olvida de comer, siempre esclavo del teatro, y Gina es demasiado irreflexiva..., pero nunca fui capaz de cambiar a las personas... Así que, ¿qué iba a sacar preocupándome?
—Mildred no es muy feliz, ¿verdad?
—Oh, no. Mildred nunca fue feliz. Ni siquiera de niña. Al revés que Pippa, que siempre estaba radiante.
—Es posible —insinuó la señorita Marple— que Mildred tenga motivos para no serlo.
Carrie Louise repuso con calma:
— ¿Porque es celosa? Sí, no diré que no. Pero las personas, en realidad, no necesitan una causa para sentir como sienten. Son así. ¿No te parece, Juana?
La señorita Marple pensó unos breves instantes en una tal señorita Moncrieff, esclava de su madre inválida. La pobre quería viajar y ver mundo. St. Mary Mead, de un modo discreto, se había alegrado cuando la señora Moncrieff descansó en el cementerio, y su hija, con una bonita aunque reducida renta, se vio al fin libre. En su viaje no fue más allá de Hyeres, pues al hacer una visita a «una de las viejas amigas de su madre», le dio lástima verla tan melancólica, y dejando su viaje, canceló las reservas de billetes y habitaciones y se quedó en aquel pueblo para ser explotada, trabajando como una negra, y para soñar una vez más con las delicias de horizontes más amplios.
La señorita Marple dijo:
—Me figuro que tienes razón, Carrie Louise.
—Claro que el verme libre de preocupaciones se lo debo en parte a Jolly. Mi querida Jolly. Vino cuando Juan y yo acabábamos de casarnos. Cuida de mí como si yo fuese una niña que no supiera valerme. Se cuida de todo. A veces me siento un poco avergonzada, Creo sinceramente que sería capaz de matar a alguien por mí, Juana. ¿No te parece terrible decir una cosa así?
—Te aprecia mucho, ésa es la verdad —convino la solterona.
—Se pone furiosa. —La señora Serrocold dejó oír su risa cristalina—. Quisiera que llevara siempre ves-tidos preciosos, y que me rodease de lujos. Cree que todo el mundo debiera considerarme en primer lugar. Es la única persona a quien no impresiona en absoluto el entusiasmo de Lewis. Según ella, todos esos muchachos son criminales y no vale la pena molestarse por ellos. Considera este lugar demasiado húmedo y perjudicial para mi reuma, y cree que debiera irme a Egipto o a algún sitio cálido y seco.
— ¿Sufres mucho por causa del reuma?
—Últimamente he empeorado bastante. Me cuesta gran trabajo andar, y siento fuertes calambres en las piernas. Oh, bueno... —de nuevo brilló su encantadora sonrisa—. Son cosas de la edad.
La señorita Bellever corrió a su encuentro.
—Un telegrama, Cara, acaban de darlo por teléfono.

Llegaré esta tarde, Christian Gulbrandsen.

— ¿Christian? —Carrie Louise pareció sorprendida en gran manera—. No sabía que estuviera en Inglaterra.
—Le pondremos en la habitación de roble, me figuro.
—Sí, desde luego, Jolly. Así no subirá escaleras.
La señorita Bellever hizo un gesto de asentimiento y regresó a la casa.
—Christian Gulbrandsen es mi hijastro —explicó Ca¬rrie Louise—. Es el hijo mayor de Eric. Tiene dos años más que yo. Es uno de los socios del Instituto..., el más importante. Es lástima que Lewis se haya marchado. Christian no acostumbra pasar aquí más de una noche. Es un hombre ocupadísimo. Y aquí estoy segura de que tendrán muchos asuntos que discutir.
Christian Gulbrandsen llegó aquella tarde, a tiempo de tomar el té. Era un hombre robusto y corpulento, con un modo de hablar lento y metódico. Saludó a Carrie Louise con todo afecto.
— ¿Y cómo está la pequeña Carrie Louise? No has envejecido ni un día... ni siquiera un día.
Con las manos puestas sobre los hombros la contempló unos instantes sonriente hasta que le tiraron de la manga.
—Ah —se volvió—, ¡pero si es Mildred! ¿Cómo estás, Mildred?
—La verdad es que últimamente no me he encontrado muy bien.
—Malo. Malo.
Había una gran semejanza entre Christian Gulbrandsen y su hermanastra Mildred. Se llevaban casi treinta años de diferencia y podían haberlos tomado por padre e hija. Ella parecía muy contenta con su llegada. Estaba sonrosada y habladora, y durante todo el día estuvo nombrando a «mi hermano Christian», «mi hermano, el señor Gulbrandsen».
— ¿Y cómo está la pequeña Gina? — preguntó vol¬viéndose a la joven—. ¿Por lo visto, sigues viviendo aquí con tu marido?
—Sí. Los hemos instalado aquí, ¿no es cierto, Wally?
—Eso parece —repuso el aludido.
Los menudos ojos de Gulbrandsen parecieron ob¬servar a Wally con interés. Wally, como de costumbre, mostróse huraño y poco agradable.
—Vuelvo a estar con toda la familia —dijo Gulbrand¬sen.
Su voz quiso tener un tono jovial..., pero según pudo observar la señorita Marple, no debía de sentirse contento precisamente. Una mueca contraía sus labios y su aspecto denotaba preocupación.
Una vez presentado a la señorita Marple, le dirigió una larga mirada analítica.
—Ignoraba que estuvieses en Inglaterra, Christian —le dijo la señora Serrocold.
—Vine de improviso.
—Es una lástima que Lewis se haya marchado. ¿Cuánto tiempo puedes quedarte?
—Tenía intención de irme mañana. ¿Cuándo volverá?
—Mañana por la tarde o por la noche.
—Pues tendré que quedarme una noche más.
—Si nos lo hubieras avisado...
—Mi querida Carrie Louise, ya sabes que no puedo decidir mis cosas con anticipación.
— ¿Te quedarás para ver a Lewis?
—Sí, necesito verle.
La señorita Bellever informó a Juana Marple:
—El señor Serrocold y el señor Gulbrandsen son socios del mismo Instituto. También lo son el obispo de Cromer y el señor Gilroy.
Era de presumir que Christian Gulbrandsen había acudido a Stonygates para resolver algún asunto concerniente al Instituto Gulbrandsen. Y al parecer eso era lo que todos suponían. Y sin embargo la señorita Marple no dejaba de hacer cábalas.
Cuando Carrie Louise no se daba cuenta el anciano le dirigía miradas preocupadas... que intrigaron a miss Marple. Y también, a hurtadillas, observó a todos con insistencia, cosa que le pareció bastante rara.
Con mucho tacto eludió la señorita Marple la compañía de los demás, y después del té se fue a la biblioteca, pero ante su asombro, cuando ya se había instalado para hacer labor, Christian Gulbrandsen vino a sentarse a su lado.
—Creo que es usted una antigua amiga de nuestra querida Carrie Lousie —le dijo—. Hace años, ¿eh?
—Fuimos juntas al colegio en Italia, señor Gulbrand¬sen. Hace muchos, muchísimos años.
—Ah, sí. ¿Y la quiere mucho?
—Ya lo creo —repuso la señorita Marple con calor.
—Entonces, como todo el mundo. Sí, lo creo since¬ramente y debe ser así, pues es una personita bonísima y encantadora. Desde que mi padre se casó con ella mis hermanos y yo la hemos querido mucho. Siempre fue para nosotros como una hermana querida. Fue una esposa fiel para mi padre y leal con todas sus ideas. Nunca pensó en sí misma, sino que primero se interesó por el bienestar de los demás.
—Siempre ha sido una idealista —dijo la solterona.
— ¿Una idealista? Sí, eso es. Y además, es posible que no se dé cuenta del mal que existe en el mundo.
La señorita Marple le miró sorprendida, viendo su rostro preocupado.
—Dígame —le preguntó Christian Gulbrandsen—. ¿Cómo está su salud?
La anciana volvió a sorprenderse.
—A mí me parece que está bien... aparte de su artritismo... y el reuma.
— ¿Reuma? Sí. ¿Y el corazón? ¿Lo tiene bien?
—Que yo sepa, sí —la señorita Marple no salía de su asombro—. Pero hasta ayer hacía muchos años que no la veía. Si desea conocer su estado de salud, puede preguntar a alguien de la casa. Por ejemplo, a la señorita Bellever.
—La señorita Bellever... Sí, a la señorita Bellever o a Mildred.
—Eso mismo, o a Mildred.
La señorita Marple sentíase ligeramente violenta.
Christian Gulbrandsen la miraba fijamente.
—Uno diría que no existe gran simpatía entre la madre y la hija, ¿no es cierto?
—Sí, creo que es así.
—Estoy de acuerdo con usted. Es una pena... su única hija, pero ahí la tiene. Y esa señorita Bellever, ¿cree usted que la aprecia realmente?
—Muchísimo.
— ¿Y Carrie Louise confía en la señorita Bellever?
—Eso creo.
Christian Gulbrandsen tenía el ceño fruncido, y habló más para sí que para la señorita Marple.
—Luego está la pequeña Gina..., pero es demasiado joven. Es difícil... —se interrumpió—. Algunas veces es difícil saber qué es lo mejor que puede hacerse. Deseo con toda el alma actuar de un modo conveniente. Tengo particular interés en que no le ocurra ningún mal, ni desgracia a esa querida dama. Pero no es fácil, nada fácil.
—Oh, estás aquí, Christian. Nos preguntábamos dónde podías estar. El doctor Maverick desea saber si quieres tratar algún asunto con él.
—¿Está aquí de nuevo el doctor? No, esperaré a que vuelva Lewis.
—Aguarda en el despacho de Lewis. ¿Quieres que le diga...?
—Hablaré yo mismo con él.
Y Gulbrandsen abandonó la habitación. Mildred le vio marchar y luego se volvió a la señorita Marple.
—Me pregunto si ocurrirá algo de particular. Chris¬tian está muy cambiado... ¿Le ha dicho algo... grave?
—Sólo me preguntó por la salud de su madre.
— ¿Su salud? ¿Por qué habría de preguntárselo a usted?
Mildred habló con aspereza, mientras su rostro alargado enrojecía.
—La verdad, no lo sé.
—La salud de mamá es perfecta. Sorprendente para una mujer de sus años. Mucho mejor que la mía, hasta ahora —hizo una pausa antes de agregar—: Espero que se lo diría.
—La verdad, yo no sé nada de esto. Me preguntó por su corazón.
— ¿Su corazón?
—Sí.
—Mi madre no padece del corazón. ¡En absoluto!
—Me alegra mucho saberlo, querida.
— ¿Qué extraña idea se le habrá metido en la cabeza a Christian?
—Lo ignoro —repuso la señorita Marple.

CAPÍTULO VII

El día siguiente transcurrió sin novedad aunque, no obstante, y según la señorita Marple, notábase una cierta tensión. Christian Gulbrandsen pasó la mañana en el Instituto, discutiendo con el doctor Maverick los resultados generales de su método. A primera hora de la tarde le llevó Gina a dar un paseo en automóvil, y luego pudo notar que insistía para que la señora Bellever le enseñase los jardines. Al parecer fue un pretexto para quedarse a solas con aquella arisca mujer. Y, sin embargo, si la visita de Christian Gulbrandsen era puramente por cuestión de negocios, ¿por qué deseaba la compañía de la señorita Bellever, que sólo se ocupaba de la parte doméstica de Stonygates?
Pero en todo eso la señorita Marple tenía que confesarse que se dejaba llevar por su imaginación. El único incidente real de aquel día se registró a eso de las cuatro de la tarde. Juana Marple había salido al jardín con idea de dar un paseo hasta la hora del té. Dando la vuelta a un grupo de rododendros se presentó Edgar Lawson, mascullando algo entre dientes, y casi tropieza con ella.
—Le ruego que me perdone —le dijo apresurada¬mente, pero la expresión de sus ojos sobresaltó a la anciana.
— ¿Se encuentra usted bien, señor Lawson?
— ¿Bien? ¿Por qué había de sentirme bien? He sufrido un golpe terrible... terrible...
— ¿Qué clase de golpe?
El joven le dirigió una mirada furtiva, mirando luego inquieto a su alrededor, cosa que acrecentó el temor de la señorita Marple.
— ¿Debo decírselo? —la miró vacilante—. No lo sé. La verdad, no lo sé. Me espían constantemente, me parece...
La anciana, tomando una determinación, le cogió del brazo con fuerza.
—Si seguimos ese sendero... Aquí, ahora... Aquí no hay arbustos ni árboles a nuestro alrededor. Nadie puede oírnos.
—No... Tiene usted razón —exhaló un profundo suspiro, inclinó la cabeza y su voz fue casi un susurro—. He hecho un descubrimiento. Un terrible descubrimiento.
— ¿Qué descubrimiento?
Edgar Lawson comenzó a temblar. Casi lloraba.
— ¡Haber confiado en alguien! Haber creído... y todo eran mentiras... todo mentiras... para evitar que descubrieran la verdad. No puedo soportarlo. Es demasiada maldad. Era la única persona en quien confiaba, y ahora he descubierto que todo el tiempo estaba engañándome. Él es mi enemigo. Es él quien me hacía seguir y espiar. Pero no podrá seguir haciéndolo. Le diré que sé lo que han estado haciendo.
— ¿Quién es él? —quiso saber la señorita Marple.
Edgar Lawson se irguió cuanto le fue posible. Pudo haber dado la sensación de dignidad y dramatismo, pero resultaba ridículo.
—Le estoy hablando de mi padre.
—El vizconde Montgomery... ¿O se refiere a Winston Churchill?
Edgar le dirigió una mirada de reproche.
—Me hicieron creer esto... para evitar que conociera la verdad. Pero un amigo me ha revelado la verdad y me ha hecho ver que he sido totalmente engañado. Bien, ¡mi padre tendrá que habérselas conmigo! ¡Le arrojaré a la cara sus mentiras! Veremos lo que dice a esto.
E interrumpiéndose de improviso, echó a correr desesperadamente.
Con expresión preocupada, la anciana regresó a la casa.
«Aquí todos estamos un poco locos», le había dicho el doctor Maverick.
Pero el caso de Edgar le pareció muy categórico.

Lewis Serrocold regresó a las seis y media. Detuvo su automóvil ante la puerta de la verja, y anduvo has¬ta la casa a través del parque. Desde la ventana de su habitación la señorita Marple pudo ver a Christian Gulbrandsen que salía a su encuentro. Los dos hombres, después de saludarse, comenzaron a pasear de un lado a otro de la terraza.
La señorita Marple había llevado sus prismáticos en prevención y creyó llegado el momento de utilizarlos. ¿Habían revoloteado unos verderones en las copas de aquellos árboles?
Antes de alzar los gemelos pudo comprobar que los dos hombres parecían seriamente preocupados. La señorita Marple los enfocó a lo lejos. Si alguno de ellos miraba hacia arriba, hubiera creído que algún pájaro ocupaba su atención. De vez en cuando llegaban hasta ella fragmentos de la conversación.
—«...cómo evitar que lo sepa Carrie Louise...» —decía Gulbrandsen.
Cuando volvieron a pasar bajo la ventana, era Lewis Serrocold quien hablaba.
—...«si pudiéramos evitárselo. Estoy de acuerdo contigo... es ella a quien debemos considerar ante todo...»
Otras frases sueltas llegaron hasta miss Marple.
—...«realmente serio...», «...no es justificable...>, «...una responsabilidad demasiado grande...», «tal vez fuese necesario pedir consejo...»
Al fin oyó a Christian Gulbrandsen.
— ¡Atchis! Está refrescando. Será mejor que entre¬mos.
La solterona apartóse de la ventana con expresión preocupada. Lo que acababa de oír era demasiado ambiguo para poder formar una opinión concreta..., pero contribuía a confirmar la sensación de vaga inquietud que había ido creciendo en su interior desde que Ruth Van Rydock estuvo tan expresiva.
Lo que estaba ocurriendo en Stonygates, fuera lo que fuese, afectaba definitivamente a Carrie Louise.
La cena resultó algo violenta. Gulbrandsen y Lewis estaban absortos en sus propios pensamientos; Walter Hudd, más ceñudo todavía que de costumbre; y por primera vez, Gina y Esteban tuvieron poco que decirse. Casi sostuvo todo el peso de la conversación el doctor Maverick, que discutió largamente con el señor Baumgarten, uno de los terapeutas, sobre cuestiones técnicas y otras cosas.
Cuando pasaron al vestíbulo, después de la comida Christian Gulbrandsen pidió que le disculparan, porque tenía que escribir una carta muy importante.
—Así que, si me lo permite, mi querida Carrie Louise, iré en seguida a mi cuarto.
— ¿Tienes todo lo necesario?
—Sí, sí. Todo. Pedí una máquina de escribir, y ya la tengo. La señorita Bellever ha sido de lo más atenta.
Salió del Gran Vestíbulo por la puerta de la izquier¬da, que daba al pie de la escalera principal y a un largo corredor, en cuyo extremo hallábase la habitación de los huéspedes y un cuarto de baño.
Cuando hubo desaparecido, Carrie Louise preguntó:
— ¿No vas a ir al teatro esta noche, Gina?
La muchacha negó con la cabeza, antes de dirigirse hacia la ventana, donde tomó asiento contemplando la avenida del parque. Esteban, tras dirigirle una mirada, se sentó al piano y comenzó a interpretar una suave melodía... extraña y melancólica.
Los dos maestros, Baumgarten, Lawson y el doctor Maverick, se retiraron tras dar las buenas noches. Walter quiso encender una lámpara de pie, y con un chasquido se apagaron todas las luces.
—Este condenado cordón siempre da chispazo. Iré a poner fusible nuevo —dijo, enfadado.
Cuando salía, Carrie Louise murmuró
—Wally sabe mucho de estas cosas. ¿Recuerdas cómo arregló el tostador?
—Al parecer, es todo lo que hace aquí —repuso Mildred Strete—. Madre, ¿has tomado ya tu acostumbrada medicina?
La señorita Bellever pareció muy contrariada.
—Confieso que esta noche me había olvidado por completo. —Se puso en pie de un salto y fue al comedor regresando con un vasito lleno de un líquido rosado. Sonriente, Carrie Louise tendió la mano para cogerlo.
—Una cosa tan mala y nadie consiente que me olvi¬de tomarlo —dijo haciendo una mueca.
Entonces, inopinadamente, intervino Levvis Serrocold, su marido:
—No creo que debas tomarlo esta noche, querida. No estoy seguro de que te haga ningún bien.
Y con calma, pero con la decisión que le caracterizaba, cogió el vaso de manos de la señorita Bellever para dejarlo sobre el gran aparador de roble.
—La verdad, señor Serrocold, no estoy de acuerdo con usted. La señora se encuentra mucho mejor desde que...
Interrumpióse y se volvió airada.
La puerta de entrada se había abierto con violencia y vuelto a cerrar de golpe. Edgar Lawson avanzó por el vestíbulo con el aire de un artista que hace una entrada triunfal y se detuvo en el centro de la estancia, tratando de impresionar con su actitud.
Resultaba ridículo..., pero no del todo, y dijo, con entonación teatral:
—Al fin te he encontrado. ¡Oh, mi enemigo!
Se había dirigido a Lewis Serrocold, el cual parecía grandemente sorprendido.
— ¡ Vaya, Edgar! ¿Qué ocurre?
— ¡Y tú me lo dices..., tú! Tú sabes muy bien lo que pasa. Has estado engañándome, espiándome, trabajando en contra mía.
Lewis le tomó del brazo.
—Vamos, vamos, muchacho, no te excites. Cuéntamelo todo con calma. Ven a mi despacho.
Le condujo hasta la puerta de la derecha, que cerró tras de sí. Luego, oyóse el ruido de una llave al girar en la cerradura.
La señorita Bellever miró a la solterona mientras la misma idea cruzaba por sus mentes.
No era Lewis Serrocold quien había echado la llave.
—Ese joven está perdiendo la cabeza —dijo la señorita Bellever—. No me parece de fiar.
—Está completamente desequilibrado y no agradece en absoluto lo que se hace por él —dijo Mildred—. No te queda más remedio que reconocerlo, madre.
—No es malo —murmuró Carrie Louise con un leve suspiro—. Quiere mucho a Lewis.
La señorita Marple la miró intrigada. No hubo precisamente afecto en la expresión de Edgar momentos antes, cuando se había dirigido a Lewis Serrocold, sino todo lo contrario. Se preguntaba, como tantas otras veces, si Carrie Louise no volvía deliberadamente la espalda a la realidad.
Gina dijo con acritud:
—Llevaba algo en el bolsillo. Me refiero a Edgar. Jugueteaba con lo que fuese.
Esteban separó las manos de las teclas y dijo:
—En cualquier película sería un revólver.
La señorita Marple carraspeó:
—Creo que usted sabe que era un revólver.
A través de la cerrada puerta del despacho de Lewis el rumor de las voces era apenas audible, pero de pronto se oyó claramente. Edgar Lawson gritaba mientras la voz de Lewis Serrocold conservaba el mismo tono razonable.
—Mentiras..., mentiras..., mentiras..., todo mentiras. Yo soy tu hijo. Me has privado de mis derechos. Yo debiera poseer esta casa. Me odias... quieres librarte de mí.
Se oyó un murmullo; sin duda hablaba Lewis y luego aquella voz histérica volvió a dejarse oír con más fuerza soltando improperios. Al parecer Edgar estaba perdiendo el dominio de sí mismo. Siguieron unas palabras de Lewis...
—... calma... ten calma... sabes que nada de eso es cierto.
Más al parecer, éstas no consiguieron apaciguarle sino que, por el contrario, acrecentaron su furor.
En el vestíbulo todos guardaban silencio, pendientes de lo que ocurría tras la puerta del despacho, de Lewis.
—Haré que me escuches —chillaba Edgar—. Te quitaré esa expresión altanera del rostro. Me vengaré, te lo aseguro. Me vengaré por lo que me has hecho sufrir.
La voz de Lewis sonó cortante, cosa inaudita en él.
— ¡Aparta ese revólver!
Gina gritó:
—Edgar le matará. Está loco. ¿No podríamos avisar a la policía, o hacer algo?
Carrie Louise repuso con suavidad y sin moverse:
—No hay necesidad de preocuparse, Gina. Edgar quiere a Lewis. Sólo está haciendo teatro, eso es todo.
Se oyó la risa de Edgar, que a la señorita Marple le pareció la de un perturbado.
—Sí. Tengo un revólver... y está cargado. No digas nada y no te muevas. Ahora tienes que oírme. Eres tú quien ha maquinado esta conspiración contra mí y vas a pagarlo caro.
Les sobresaltó una explosión parecida a la de un disparo, más Carrie Louise dijo:
—No ha sido nada, fue ahí fuera... en algún lugar del jardín.
Tras la cerrada puerta Edgar seguía gritando:
—Y sigues ahí sentado mirándome... mirándome... inmóvil. ¿Por qué no caes de rodillas suplicándome piedad? Voy a disparar, te lo aseguro. ¡Dispararé! Soy tu hijo... tu hijo desconocido y despreciado... querías mantenerme oculto, o tal vez que desapareciera del mapa. Pusiste espías para que me vigilaran... me persiguieran... organizaste un complot contra mí. ¡Tú! ¡Mi padre! Sólo soy un bastardo, ¿no es cierto? Y me has estado contando mentiras. Simulando ser bueno conmigo... todo este tiempo... todo este tiempo... No mereces seguir viviendo. No lo consentiré.
De nuevo volvió a soltar una letanía de insultos. Durante aquella escena la señorita Marple tuvo la conciencia de que alguien dijo:
—Tenemos que hacer algo —y abandonó a grandes pasos la estancia.
Edgar parecía haberse callado para tomar aliento, pues volvía a gritar:
—Vas a morir... a morir. Vas a morir ahora. ¡Toma esto, demonio, y esto!
Sonaron dos disparos... esta vez no en el parque... sino, sin lugar a dudas, tras aquella puerta cerrada. Alguien, la señorita Marple creyó que fue Mildred, gritó:
—Oh, Dios mío, ¿qué vamos a hacer?
Oyóse un golpe como el de un cuerpo al caer al suelo y luego, algo más terrible que todo lo anterior, el jadear de una respiración difícil.
Alguien pasó junto a la señorita Marple y fue a golpear la puerta.
Era Esteban Restarick.
—Abrid la puerta. Abrid la puerta.
La señorita Bellever volvió a entrar en el vestíbulo con un manojo de llaves.
—Pruebe con alguna de éstas —dijo casi sin aliento.
En aquel momento volvieron a encenderse las luces. El vestíbulo cobró nueva vida después de la densa oscuridad.
Esteban Restarick comenzó a probar las llaves.
Al hacerlo oyeron caer la llave detrás de la puerta.
Dentro, seguía la anhelante respiración.
Walter Hudd llegó caminando tranquilamente, y se detuvo en seco para preguntar:
—Díganme, ¿qué es lo que ocurre?
Mildred le dijo entre lágrimas:
—Ese loco ha disparado contra el señor Serrocold.
—Por favor —fue Carrie Louise quien habló. Se había levantado para acercarse a la puerta del despacho, y con un gesto amable hizo apartar a Esteban—. Dejadme que le hable.
—Edgar... Edgar... —dijo muy dulcemente—. Déjame entrar, ¿quieres? Por favor, Edgar.
Oyeron girar la llave en la cerradura y la puerta se abrió lentamente.
Más no era Edgar quien la había abierto, sino Lewis Serrocold. Respiraba trabajosamente, como si hubiera estado corriendo; pero por lo demás estaba impasible.
—Está perfectamente, querida —le dijo—. Todo está perfectamente.
—Pensamos que habría disparado contra usted —dijo la señorita Bellever.
Lewis frunció el ceño y repuso con ligera aspereza en su voz:
—Claro que no ha disparado.
Ahora podían ver el interior del despacho. Edgar Lawson estaba de bruces sobre la mesa escritorio, sollozando. El revólver estaba en el suelo.
—Pero oímos los disparos... — dijo Mildred.
—Oh, sí, hizo fuego dos veces.
— ¿Y no te dio?
— Claro que no.
La señorita Marple no lo encontró tan claro, ya que debió de disparar a muy poca distancia.
Lewis Serrocold exclamó irritado:
— ¿Dónde está Maverick? Es a Maverick a quien ne¬cesitamos.
—Iré a buscarle —repuso la señorita Bellever—. ¿Tengo que avisar también a la policía?
— ¿A la policía? Desde luego que no.
—Claro que hay que llamar a la policía —dijo Mildred—. Es peligroso.
—Tonterías —insistió Lewis Serrocold—. Pobre mu¬chacho. ¿Tiene aspecto de ser peligroso?
En aquellos momentos parecía muy joven, desgraciado y bastante repulsivo. Su voz había perdido su entonación estudiada.
—No tenía intención de hacerlo —sollozó—. No sé lo que pasó por mí... diciendo todas esas cosas... debo haber estado loco.
Mildred aspiró con fuerza.
—Debo haber estado completamente loco. Fue sin querer. Por favor, señor Serrocold, no tenía intención de hacerlo.
Lewis le dio unas palmaditas en el hombro.
—Está bien, muchacho. No ha pasado nada.
—Pude haberle matado.
Walter Hudd cruzó la estancia y observó la pared tras del escritorio.
—Las balas están aquí —y mirando la colocación de la mesa escritorio y el sillón, agregó—: Deben haberle pasado rozando.
—Perdí la cabeza. No sabía lo que hacía. Pensé que me había privado de mis derechos. Pensé...
La señorita Marple aventuró la pregunta que deseaba formular:
— ¿Quién le dijo que el señor Serrocold era su padre?
Por un segundo apareció una expresión recelosa en el alterado rostro de Edgar. Fue como un relámpago.
—Nadie —repuso—. Se me ocurrió a mí.
Walter Hudd miraba el revólver caído sobre el suelo.
— ¿Dónde diablos encontraste este revólver?— quiso saber.
— ¿Revólver?
Edgar, sobresaltado, miró al suelo.
—Parece exactamente igual al mío —se agachó para recogerlo—. ¡Por vida de... si lo es! Lo cogiste de mi habitación, miserable gusano.
Lewis Serrocold se interpuso entre el abatido Edgar y el americano.
—Todo esto puede arreglarse después —dijo—. Ah, allí está Maverick. ¿Quieres echarle una mirada, Maverick?
El doctor acercóse a Edgar con aire profesional.
—Eso no se hace, Edgar. Ya sabes que no se hace.
—Es un loco peligroso —dijo Mildred con acritud—. Ha estado delirando y luego ha disparado contra mi padre. Por suerte, no le ha acertado.
Edgar exhaló un gemido y el doctor Maverick dijo molesto:
—Por favor, tenga cuidado, señora Strete.
—Estoy harta de todo esto. ¡Harta del modo como se comportan todos! Le digo que este hombre está loco.
Con un movimiento brusco, Edgar se separó del doctor Maverick cayendo a los pies del señor Serrocold.
—Ayúdeme, ayúdeme. No permita que me lleven de aquí y me encierren. No les deje...
Una escena desagradable, pensó contristada la señorita Marple.
—Les digo que es... —Mildred estaba indignada.
—Por favor, Mildred —dijo su madre, conciliadora—. Ahora no. ¿No ves que sufre?
— ¡Un loco que sufre! —murmuró Walter—. Todos esos muchachos lo están.
—Yo me ocuparé de él —dijo el doctor Maverick—. Ven conmigo, Edgar. A la cama, te daré un calmante... y hablaremos de todo esto mañana. Ahora confía en mí. ¿Quieres?
Algo tembloroso, Edgar consiguió ponerse en pie mirando vacilante ora al joven doctor, ora a Mildred Strete.
—Ella dice... que estoy loco.
—No... No lo estás.
Se oyeron los pasos apresurados de la señorita Bellever, que venía por el vestíbulo con los labios apretados y el rostro enrojecido.
—He telefonado a la policía —dijo secamente—. Es¬tará aquí dentro de pocos minutos.
Carrie Louise exclamó:
— ¡Jolly!
Lewis Serrocold frunció el ceño.
—Jolly, le dije que no quería que avisara a la poli¬cía. Ésta es una cuestión interna.
—Es posible —repuso la señorita Bellever—. Pero yo tengo mi propia opinión. Tuve que llamarla. El señor Gulbrandsen acaba de ser asesinado.

CAPÍTULO VIII

Pasaron uno o dos segundos antes de que la comprendieran: Carrie Louise dijo incrédula:
— ¿Christian asesinado? ¿Muerto de un disparo? Oh, eso es imposible.
—Si no me creen —repuso la señorita Bellever dirigiéndose no sólo a Carrie Louise sino a toda la concurrencia—, vayan a convencerse.
Estaba furiosa, y su enfado se notaba en el tono crispado de su voz.
Despacio, como si no estuviera del todo convencida, Carrie Louise dio un paso en dirección a la puerta. Lewis Serrocold puso una mano sobre su hombro.
—No, querida; deja que vaya yo.
Y salió. El doctor Maverick, después de dirigir una mirada a Edgar, le siguió, y la señorita Bellever fue tras ellos. La señorita Marple hizo sentar a Carrie Louise, que la obedeció apesadumbrada.
— ¿Christian... muerto? —volvió a decir con el propio asombro de una niña.
Walter Hudd permaneció junto a Edgar Lawson mirándola ceñudo mientras su mano sostenía el revólver que acababa de coger del suelo.
La señora Serrocold volvió a decir con extrañeza:
— ¿Pero quién iba a querer matar a Christian?
Era indudable que aguardaba una respuesta.
— ¡Bah! Cualquiera de ésos —murmuró Walter.
Esteban, con ademán protector, dio un paso hacia Gina, cuyo rostro pletórico de vida era lo más atrayente de la habitación.
De pronto abrióse la puerta principal y entró un hombre con un grueso abrigo acompañado de una ráfaga de aire frío.
Su caluroso saludo resultaba algo desconcertante.
—Hola a todo el mundo. ¿Cómo estáis esta noche? Hay muchísima niebla en la carretera. He tenido que venir muy despacio.
Por unos instantes, la señorita Marple pensó que estaba viendo doble. No era posible que el mismo hombre pudiera estar al lado de Gina y a la vez entrando en la habitación. Entonces pudo darse cuenta de que se trataba de un gran parecido, no tan grande cuando se les observaba de cerca. Estaba bien claro que aquellos dos hombres eran hermanos y muy semejantes, pero nada más.
Esteban Restarick era delgado hasta resultar demacrado. El recién llegado era un tipo normal. El enorme abrigo con cuello de astracán le sentaba perfectamente. Era un hombre atractivo, de ésos que dan la sensación de autoridad, buen humor y éxito.
Mas la señorita Marple pudo observar además otra cosa: Que sus ojos se fijaron en Gina en cuanto entró en el vestíbulo.
— ¿Me esperabais? —preguntó—. ¿Recibisteis mi telegrama?
Se dirigía a Carrie Louise, y se acercó a ella.
Casi mecánicamente, ella le tendió la mano, que él besó respetuoso. Fue un homenaje afectuoso, no mera cortesía teatral.
—Claro, querido Alex, claro. Sólo que, ¿sabes?, han ocurrido cosas.
— ¿Qué ha ocurrido?
Mildred le informó con cierta fruición, que la señorita Marple consideró de mal gusto.
—Mi hermano Christian Gulbrandsen ha sido encontrado muerto.
— ¡Cielos! ¿Quieres decir que se ha suicidado?
—Oh, no —apresuróse a decir Carrie Louise—. No es posible. Christian, ¡no! Oh, no.
—Tío Christian no era capaz de suicidarse, estoy segura —dijo Gina.
Alex Restarick fue mirándolos a todos. Su herma¬no Esteban hizo una inclinación de cabeza, asintiendo. Walter Hudd le devolvió la mirada con cierto resentimiento Los ojos de Alex se fijaron en la señorita Marple y frunció el ceño. Era como si hubiera encontrado un adorno donde no deseaba verlo.
Se veía que le hubiese gustado que le aclararan su presencia en aquella casa, pero nadie lo hizo y la señorita Marple siguió dando la impresión de ser una anciana dulce y distraída.
— ¿Cuándo? — preguntó Alex—. ¿Cuándo ha ocurrido, quiero decir?
—Un momento antes de que tú llegaras —le dijo Gina—. Unos tres o cuatro minutos antes... porque, claro, oímos el disparo, sólo que no hicimos caso.
— ¿Que no hicisteis caso? ¿Por qué?
—Pues, verás, estaban ocurriendo otras cosas... —dijo Gina sin respirar apenas.
—Desde luego —agregó Walter Hudd con remarcado énfasis.
Jolly Bellever entró en el vestíbulo por la puerta de la biblioteca.
—El señor Serrocold nos ruega que esperemos en la biblioteca. Será más conveniente para la policía. Menos la señora Serrocold. Ha sufrido un gran shock, Cara. He ordenado que le pongan una botella de agua caliente en la cama, La llevaré arriba y...
—Primero debo ver a Christian.
—Oh, no, querida.
Carrie Louise, poniéndose en pie, repuso:
—Querida Jolly..., tú no lo comprendes. —Miró a su alrededor—. ¿Juana?
La señorita Marple acercóse a ella.
— ¿Quieres venir conmigo, Juana?
Se dirigieron juntas a la puerta. El doctor Maverick, que entraba en aquel momento, casi tropezó con ellas.
—Doctor Maverick —exclamó la señorita Bellever—. Deténgala. Es una imprudencia.
Carrie Louise miró con toda calma al joven doctor, incluso le sonrió un tanto.
— ¿Quiere ir... a verle? —le preguntó éste.
—Debo hacerlo.
—Comprendo —se hizo a un lado—. Si usted cree que debe ir... señora Serrocold... vaya; pero acuéstese luego, y deje que la señorita Bellever cuide de usted. De momento es posible que no acuse el golpe, pero le aseguro que se resentirá después.
—Sí. Creo que tiene usted razón; seré razonable. Vamos, Juana.
Las dos ancianas pasaron ante el pie de la escalera al salir del vestíbulo, que tenía a la derecha del comedor y a la izquierda la doble puerta que daba a la cocina; hasta llegar a la habitación de los huéspedes, que había sido destinada a Christian Gulbrandsen. Era una estancia amueblada más como sala que como dormitorio. La cama estaba en una alcoba, y una puerta daba al cuarto de baño.
Carrie Louise se detuvo en el umbral de la puerta. Christian Gulbrandsen había estado sentado tras el gran escritorio de caoba, ante una máquina de escribir portátil. Y allí estaba, pero caído hacia atrás en el sillón.
Lewis Serrocold estaba de pie junto a la ventana. Había separado un poco la cortina y miraba al exterior.
Miró hacia atrás y frunció el ceño.
—Querida, no debieras haber venido.
Fue hacia Carrie Louise y ella le tendió una mano. La señorita Marple se apartó un poco.
—Oh, sí, Lewis. Tenía que... verle. Hay que saber exactamente cómo han ocurrido las cosas.
Acercóse despacio a la mesa escritorio.
Lewis le advirtió.
—No debes tocar nada. La policía debe ver las co¬sas tal como las encontramos.
—Claro, ¿entonces, fue asesinado?
—Oh, sí —Lewis Serrocold pareció sorprenderse de que se le hiciera aquella pregunta—. Creí que ya lo sabías.
—Lo sabía. Christian no era capaz de suicidarse y además era una persona tan sensata que no es posible que le haya ocurrido un accidente. Sólo queda la posibilidad de... —vaciló— un asesinato.
Acercóse a la mesa y se quedó mirando el cadáver con afecto y tristeza muy sinceros.
—El querido Christian. Siempre fue bueno conmigo.
Suavemente tocó su cabeza con la punta de los de¬dos.
—Dios te bendiga, y gracias, querido Christian —dijo.
Lewis Serrocold parecía más emocionado de lo que nunca le viera la señorita Marple.
—Quisiera haberte podido evitar esto, Carolina.
—Uno no puede evitar a los demás lo que quisiera —repuso ella—. Más pronto o más tarde hay que hacer frente a los hechos. Y es mejor que sea cuanto antes. Me figuro que te quedarás aquí hasta que llegue la policía.
—Sí.
Carrie Louise se volvió para marcharse y la señorita Marple la rodeó con su brazo.
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Ср июл 19, 2017 2:04 pm

CAPÍTULO XIII

Alex Restarick estaba muy nervioso. Incluso accionaba con las manos.
— ¡Lo sé, lo sé! Resulta que soy el más sospechoso. Llegué en mi automóvil, y mientras me acercaba a la casa tuve un momento de inspiración. No espero que ustedes me comprendan. ¿Cómo iban a comprenderme?
—Tal vez sí —expresó Curry secamente, pero Alex continuaba:
— ¡Es una de esas cosas que le ocurren a uno sin saber como ni cuando! Un efecto... una idea... y todo lo demás se olvida. Voy a estrenar «Noche de niebla» el mes próximo. De pronto... ayer noche... la escena es maravillosa. La luz perfecta. Niebla... y las luces filtrándose a través, y reflejando apenas la gran mole de edificios. ¡Todo ayudaba! Los disparos... pasos apresurados... el chuchu del motor eléctrico, que podía haber sido una lancha que recorriera el Támesis. Y pensé... eso es... pero, ¿qué voy a utilizar para lograr esos efectos... y...?
El inspector Curry cortó por lo sano:
— ¿Oyó usted disparos? ¿Dónde?
—Fuera de la niebla, inspector. —Alex alzó las manos... unas manos muy bien cuidadas—. Fuera de la niebla. Eso fue lo más maravilloso de todo.
— ¿Y no se le ocurrió pensar que era algo extraño?
— ¿Extraño? ¿Por qué?
— ¿Es que los disparos son una cosa corriente?
—Ah, ya sabía yo que no iba a comprenderme. Los disparos cuadraban perfectamente en la escena que yo estaba creando. Yo deseaba esos disparos. Peligro... opio... negocios sucios. ¿Por qué iba a importarme de dónde salían en realidad? Podían ser explosiones del motor de cualquier camión que pasara por la carretera... Un cazador furtivo persiguiendo algún conejo.
—Por aquí los cazan con trampas, sin hacer ruido.
Alex proseguía:
—... un chiquillo quemando algún petardo. Ni siquiera los consideré... disparos. Yo estaba en «Noches de niebla...» o mejor dicho... viendo la representación desde una butaca... contemplando el efecto de la escena.
— ¿Cuántos disparos oyó?
—No lo sé —repuso Alex con petulancia—. No los conté. Dos o tres. Dos seguidos. Me acuerdo del detalle.
— ¿Y el rumor de pasos apresurados, que creo haberle oído mencionar?
—Llegaban desde fuera de la niebla. Cerca de la casa.
—Lo cual ofrece la sugerencia de que el asesino de Christian Gulbrandsen pudo venir de fuera.
—Claro. ¿Por qué no? ¿No irá a suponer que viniera de dentro de la casa?
El inspector Curry repuso con toda amabilidad:
—Tenemos que pensar en todo.
—Me lo figuro —le contestó Alex Restarick—. ¡Qué trabajo más descorazonador debe ser el suyo, inspector! Los detalles, sitios y horas, y ese montón de insignificancias. Y al final..., ¿de qué sirve todo eso? ¿Acaso pueden hacer que Christian Gulbrandsen vuelva a la vida?
—Se experimenta una gran satisfacción al descubrir al culpable, señor Restarick.
— ¡Ya salió el salvaje Oeste!
— ¿Conocía usted bien al señor Gulbrandsen?
—No lo bastante bien como para asesinarle, inspector. Le había visto de vez en cuando, puesto que viví aquí de niño. Nos hacía cortas visitas. Era una de las primeras figuras de nuestra industria. No me interesa ese tipo. Creo que tenía toda una colección de estatuas de Thorwaldsen... —Alex se encogió de hombros—. Eso demuestra cómo era, ¿no? ¡Dios, esos ricachos!
El inspector Curry le contemplaba pensativo. Al fin dijo:
— ¿Se interesa usted por los venenos, señor Restarick?
— ¿Los venenos? Mi querido amigo, no irá a decirme que primero lo envenenaron y luego dispararon encima. Eso sería una historia detectivesca muy mala.
—No fue envenenado. Pero no ha contestado usted a mi pregunta.
—El veneno tiene cierta disculpa... Carece de la crudeza de una bala de revólver o de un arma cortante. No tengo conocimientos especiales sobre este asunto, si es eso a lo que se refiere...
— ¿Ha tenido alguna vez arsénico en su poder?
—En bocadillos... para después de la función. La idea tiene cierto atractivo. ¿Conoce a Rosa Gildon? Esas actrices que creen que tienen un nombre! No, nunca he pensado siquiera en él. Creo que se extrae de ciertos hierbajos o del papel matamoscas.
— ¿Viene muy a menudo por aquí, señor Restarick?
—Eso depende, inspector. Algunas veces estoy varias semanas sin aparecer, pero procuro venir los fines de semana. Siempre he considerado a Stonygates como mi verdadero hogar.
— ¿Ha contribuido a ello la señora Serrocold?
—Lo que debo a la señora Serrocold no podré pagárselo nunca. Simpatía, compasión, afecto...
—Y bastante dinero contante y sonante, según tengo entendido, ¿no?
Alex parecía ligeramente disgustado.
—Ella me trata como a un hijo, y tiene fe en mi trabajo.
— ¿Le ha hablado alguna vez con respecto a su testamento?
—Cierto. ¿Pero puedo preguntar cuál es el objeto de tedas estas preguntas, inspector? La señora Serrocold no tiene nada que ver en todo esto.
—Sería mejor que no lo tuviera —repuso el inspector.
— ¿Qué es lo que quiere insinuar?
—Si no lo sabe, tanto mejor. Y en caso contrario... ya está advertido.
Cuando Alex se marchó, el sargento Lake dijo:
—Bastante falso, ¿no le parece?
Curry meneaba la cabeza.
—Es difícil de decir. Es posible que posea un autén¬tico talento creador. Tal vez le guste vivir tranquilamen¬te y hablar mucho. Uno nunca puede saber... Oyó pasos apresurados, ¿no dijo eso? Estoy dispuesto a apostar que lo ha inventado.
— ¿Por alguna razón particular?
—Desde luego. No sabemos todavía cuál es, pero ya llegaremos a conocerla.
—Después de todo, uno de esos muchachos pudo haber salido del edificio del colegio sin ser visto. Es probable que haya entre ellos algunos rateros que sepan escurrirse como gatos, y de ser así...
—Eso es lo que se intenta que pensemos... Muy lógico. Pero si esto es cierto, Lake, estoy dispuesto a comerme mi sombrero nuevo.
— Yo estaba tocando el piano muy suavemente —dijo Esteban Restarick—, cuando comenzó la discusión entre Lewis y Edgar.
— ¿Qué pensó?
—Pues..., a decir verdad, no me lo tomé en serio. Ese pobre mendigo tiene esos arranques. No es que esté loco del todo. Todas esas tonterías son como un escape de vapor. Lo cierto es que no nos puede ver a ninguno, especialmente a Gina, claro.
— ¿Gina? ¿Se refiere a la señora Hudd? ¿Por qué la odia?
— Porque es una mujer... y una mujer guapa, y porque ella se divierte con él. Es medio italiana, ya sabe usted, y los italianos tienen cierta crueldad inconsciente. No sienten compasión por la vejez, la fealdad o por los seres que no son del todo normales. Los señalan con el dedo, y se ríen. Eso es lo que hacía Gina, metafóricamente hablando con el pobre Edgar. Él es ridículo, petulante, pero en el fondo completamente inseguro. Quiere impresionar y sólo consigue hacer el ridículo. Para ella no significa nada lo mucho que sufre el pobre chico.
— ¿Insinúa que Edgar Lawson está enamorado de la señora Hudd? — preguntó el inspector.
—Oh sí —explicó Esteban alegremente— A decir verdad, todos lo estamos poco o mucho. A ella le agrada
— ¿Y a su marido?
— Lo toma bastante mal. Él también sufre, pobre hombre. Esto no puede durar, ¿sabe? Me refiero a su marido. Romperán a no tardar. Fue una de esas unio¬nes de guerra.
—Todo esto es muy interesante —dijo el inspector—, pero nos estamos apartando del tema principal, que es el asesinato de Christian Gulbrandsen.
— Cierto. Pero no puedo decirle nada. Yo estaba tocando el piano y no abandoné mi sitio hasta que la querida Jolly vino con un manojo de llaves viejas para probar si alguna abría la puerta del despacho.
— Usted estaba sentado ante el piano. ¿Continuó tocando?
— ¿Para que tuviera música de fondo la pelea que tenía lugar en el despacho de Lewis? No, dejé de tocar cuando se fueron acalorando. No es que tuviera dudas sobre el resultado. Lewis tiene lo que yo llamo una mirada fulminante, y podía hacer salir a Edgar con sólo mirarle.
—No obstante, Lawson disparó dos veces seguidas contra él.
Esteban ladeó la cabeza.
— Sólo estaba representando una comedia. Divirtiéndose. Mi querida madre acostumbraba hacerlo. Recuer¬do que solía sacar una pistola cuando algo la contrariaba. Una vez lo hizo en un club nocturno. Dibujó a tiros una figura en la pared. Era una excelente tiradora. Causó un poco de alboroto. Era una bailarina rusa, ¿sabe?
—Desde luego. ¿Puede decirme, señor Restarick, quién abandonó el vestíbulo ayer noche mientras usted estaba... durante la pelea?
—Wally... que fue a arreglar lo de la luz. Y Jolly Bellever para buscar una llave que abriera la puerta del despacho. Y nadie más, que yo sepa.
— ¿Lo hubiera advertido usted, de ocurrir así?
Esteban consideró la pregunta unos instantes.
—Probablemente, no. Es decir, si hubiera salido y vuelto a entrar de puntillas. Estaba tan oscuro... y además todos estábamos pendientes de la discusión.
— ¿Puede asegurar si alguien permaneció allí todo el tiempo?
—La señora Serrocold... sí, y Gina. Puedo asegurarlo.
—Gracias, señor Restarick.
Esteban dirigióse a la puerta, pero pensándolo mejor se volvió para preguntar al inspector:
— ¿Qué es eso del arsénico?
— ¿Quién le ha mencionado esa palabra?
—Mi hermano.
—Ah... sí.
— ¿Es que alguien ha dado arsénico a la señora Serrocold?
— ¿Por qué supone que se trata de la señora Serrocold?
—He leído algo sobre los síntomas de envenenamiento producido por arsénico. Que coincidieron poco más o menos con los que a ella le han aquejado últimamente. Y luego Lewis impidiendo que tomara su medicina ayer noche... ¿Es eso lo que está ocurriendo aquí?
—Es un asunto que se está investigando —repuso el inspector Curry en el tono más profesional que pudo.
— ¿Lo sabe ella?
—El señor Serrocold tiene especial interés en que no se la... alarme.
—Ésa no es la palabra adecuada, inspector. La señora Serrocold no se alarma nunca... ¿Es eso lo que se esconde tras la muerte de Christian Gulbrandsen? ¿Es que averiguó que estaba siendo envenenada? Pero, ¿cómo pudo descubrirlo? De todas formas, me parece imposible. No tiene sentido.
—Le sorprende mucho, ¿verdad, señor Restarick?
—Sí, desde luego. Cuando Alex me lo dijo apenas podía creerlo.
— ¿Quién es, en su opinión, la persona que ha estado suministrando arsénico a la frágil señora Serrocold?
Por unos momentos una sonrisa burlona apareció en el hermoso rostro de Esteban Restarick.
—No la persona más sospechosa. Puede tachar al esposo. Lewis Serrocold no tendría nada que ganar. Y además adora a su mujer. No podría soportar que tuviera el más ligero dolor en el dedo meñique.
— ¿Quién, entonces? ¿Tiene alguna idea?
—Oh, sí. Más bien diría la certeza.
—Expliqúese, por favor.
—Es una certeza psicológicamente hablando. No en otro sentido. No tengo ninguna prueba. Y es probable que no esté de acuerdo conmigo.
Esteban Restarick siguió hablando con petulancia, y el inspector Curry se entretuvo en dibujar gatos en la hoja de papel que tenía ante él.
Estaba pensando en tres cosas: primera, que Esteban Restarick pensaba mucho en sí mismo; segunda, que él y su hermano formaban un frente muy unido, y tercera, que era un hombre guapo, mientras que Walter Hudd era feo. Se le ocurrieron otras varias cosas... Qué era lo que Esteban Restarick entendería por «psicológicamente hablando» y si era posible que desde el taburete del piano viese. Le parecía que no.

En la semipenumbra de la biblioteca de estilo gótico, Gina ponía una nota exótica. Incluso el inspector Curry parpadeó admirado ante la radiante belleza de la joven sentada ante él, y que se inclinó para decir:
— ¿Y bien?
El inspector Curry dijo secamente, mientras observaba su camisa roja y sus pantalones verde oscuro:
—Veo que no lleva usted luto, señora Hudd.
—No tengo nada negro —repuso Gina—. Sé que todo el mundo tiene algo negro que ponerse, pero yo no. Odio ese color. Lo encuentro horrible, y creo que sólo debieran de llevarlo las amas de llaves y las secretarias. De todas formas, Christian Gulbrandsen no era en realidad pariente mío. Era hijastro de mi abuela.
—Y supongo que no le conocería usted muy bien.
—Vino aquí tres o cuatro veces cuando yo era niña, pero luego, durante la guerra, me fui a América, y he vuelto hace sólo unos seis meses.
— ¿Ha vuelto para vivir aquí definitivamente? ¿No está de paso?
—No he decidido nada todavía —repuso Gina.
— ¿Estaba usted en el Gran Vestíbulo la noche pa¬sada cuando el señor Gulbrandsen se retiró a su ha-bitación?
—Sí. Nos dio las buenas noches y se marchó. Abuelita le preguntó si tenía todo lo necesario y él dijo que sí... que Jolly le había atendido muy bien. No es que empleara estas mismas palabras, pero fue algo por el estilo. Dijo que tenía que escribir unas cartas.
— ¿Y luego?
Gina describió la escena entre Lewis y Edgar Lawson. Era la misma historia que el inspector Curry había oído tantas veces, pero tomaba un nuevo color, un nuevo aspecto, relatada por Gina. Se convertía en drama.
—Era el revólver de Wally —dijo—. Es extraño que Edgar tuviera el valor suficiente para ir a cogerlo a su habitación. Nunca lo hubiera creído.
— ¿Se alarmó usted cuando entraron en el despacho y Edgar Lawson cerró la puerta?
—Oh, no —repuso Gina, abriendo mucho sus enormes ojazos castaños—. Me encantó. Era tan emocionante, y tan... teatral. Todo lo que hace Edgar es siempre ridículo. Uno no puede tomarle en serio nunca.
— ¿Aunque disparó el revólver?
—Sí. Entonces todos pensamos que a pesar de todo había matado a Lewis.
— ¿Y eso le divirtió a usted? —no pudo menos que preguntar el inspector Curry.
—Oh, no; entonces estaba horrorizada. Todos lo estábamos menos abuelita. No movió ni un dedo.
—Eso parece bastante extraordinario.
—No. Ella es así. No vive en ese mundo. Es de esa clase de personas que nunca creen que puede ocurrir algo. Es un encanto.
—Durante la escena, ¿quién estaba en el vestíbulo?
—Oh, todos estábamos allí. Menos tío Christian, por supuesto.
—No todos, señora Hudd. Alguien salió y entró.
— ¿Sí? —preguntó Gina, distraída.
—Su esposo, por ejemplo; fue a arreglar la avería de la luz.
—Sí. Wally sabe arreglar esas cosas.
—Durante su ausencia, tengo entendido que se oyó un disparo. Y que todos creyeron que provenía del parque.
—No lo recuerdo... Oh, sí; eso fue cuando volvieron a encenderse las luces y Wally había vuelto ya.
— ¿Abandonó alguien más el vestíbulo?
—No lo creo, pero no lo recuerdo.
— ¿Dónde estaba sentada, señora Hudd?
—Cerca de la ventana.
— ¿Cerca de la puerta que da a la biblioteca?
—Sí.
— ¿Y usted no salió de allí para nada?
— ¿Irme? ¿Con lo excitada que estaba? Claro que no, inspector.
Gina pareció escandalizarse ante la idea.
— ¿Dónde estaban sentados los demás?
—Creo que la mayoría alrededor de la chimenea. Tía Mildred estaba haciendo punto, lo mismo que tía Juana... la señorita Marple... Abuelita no hacía nada.
— ¿Y el señor Esteban Restarick?
— ¿Esteban? Tocaba el piano, al principio. No sé dónde fue después.
— ¿Y la señorita Bellever?
—Iba de un lado a otro, como siempre. Prácticamen¬te nunca se sienta. Estaba buscando unas llaves, o un no sé qué.
De pronto dijo:
— ¿Qué pasa con la medicina de la abuelita? ¿Es que el farmacéutico se equivocó al prepararla?
— ¿Por qué piensa eso?
—Porque ha desaparecido el frasco y Jolly se ha vuelto loca buscándolo. Estaba apuradísima. Alex le dijo que la policía se lo había llevado. ¿Es cierto?
En vez de contestar a la pregunta, el inspector Curry dijo:
— ¿Dice usted que la señorita Bellever estaba preocupada?
— ¡Oh, Jolly siempre arma un alboroto por nada! — repuso Gina sin darle importancia —. Le encanta. Algunas veces me pregunto cómo la abuelita puede soportarla.
—Sólo una pregunta más, señora Hudd. ¿Tiene usted alguna idea sobre quién mató a Christian Gulbrandsen, y por qué?
—Yo diría que uno de esos perturbados. Los asesinos son en realidad muy sensibles. Quiero decir que sólo matan a las personas para robar una caja fuerte, su dinero o sus joyas... no sólo por diversión. Pero uno de esos perturbados... ya sabe... lo que ellos llaman «desequilibrados mentales»... pudo hacerlo por diversión, ¿no le parece? Porque yo no creo que pueda haber otra razón para matar a tío Christian.
— ¿No se le ocurre que pueda haber algún motivo?
—No, eso es lo que quise decir —repuso Gina, agra¬decida—. No le robaron ni nada parecido, ¿verdad?
—Pero, usted sabe, señora Hudd, que los edificios del Colegio estaban bien cerrados y custodiados. Nadie puede salir de allí sin un permiso.
—No lo crea. —Gina reía alegremente—. ¡Esos chicos pueden salir de cualquier parte! Me han enseñado muchos de sus trucos.
—Es muy vivaracha —dijo Lake una vez se hubo marchado—. Es la primera vez que la veo de cerca. Tiene una figura encantadora, ¿no le parece? Un tipo algo extranjero, no sé si me comprende.
El inspector Curry le dirigió una fría mirada. El sargento Lake apresuróse a decir que le había parecido muy alegre, excesivamente alegre.
—Parece haberse divertido mucho con lo ocurrido.
—Tenga o no razón Esteban Rasterick al decir que su matrimonio no va a durar mucho, pude darme cuenta de que ha procurado dejar bien sentado que Walter Hudd estaba de nuevo en el Gran Vestíbulo cuando oyeron el disparo.
—Lo cual, según los demás, no fue.
—Exacto.
—Tampoco mencionó el hecho de que la señorita Bellever dejara el vestíbulo para buscar las llaves.
—No —repuso el inspector pensativo—, tampoco...

CAPÍTULO XIV

La señora Strete hacía mucho más juego con la biblioteca que Gina. En ella no había nada exótico. Vestía de negro con un broche de ónix, y llevaba una redecilla para recoger sus cabellos grises, cuidadosamente peinados.
Según opinión del inspector Curry, representaba el aspecto de la viuda de un pastor protestante..., lo cual era muy extraño, porque muy pocas personas representan lo que son en realidad.
Incluso la línea de sus labios tenía cierto misticis¬mo. Podría representar a la Fe, y tal vez la Esperanza, pero no a la Caridad.
Además, era evidente que la señora Strete estaba ofendida.
—Había pensado que usted tendría alguna idea de cuándo me iba a necesitar, inspector. Me he visto obligada a esperar toda la mañana.
Según Curry, era su complejo de superioridad el que se sentía herido, y se apresuró a echar aceite sobre las turbulentas aguas.
—Lo siento mucho, señora Strete. Tal vez usted ignore cómo se hacen estas cosas. Comenzamos, ya sabe, por los testigos menos importantes..., les quitamos de en medio, por así decir. Es de sumo interés reservar para lo último la persona en cuyo juicio podamos confiar... buena observadora... por quien podamos comprobar todo lo que se nos ha dicho hasta este momento.
La señora Strete ablandóse visiblemente.
—Oh, ya comprendo. No me había dado cuenta del todo.
—Usted es una mujer juiciosa y sensata, señora Strete. Una mujer de mundo. Y ésta es su casa..., usted es la hija de esta casa, y puede hablarme de todos los que viven en ella.
—Desde luego —repuso Mildred.
—De modo que comprenda que cuando lleguemos a la pregunta de quién mató a Christian Gulbrandsen podrá sernos de gran ayuda, más valiosa que cualquier otra.
— ¿Pero es que hay que preguntarlo? ¿Es que no está bien claro quién asesinó a mi hermano?
El inspector Curry echóse hacia atrás y se acarició el pequeño bigote.
—Bien..., tenemos que ir con cuidado —dijo—. ¿Us¬ted cree que está muy claro?
—Naturalmente. Ha sido ese horrible americano, esposo de la pobre Gina. Es el único extraño en la casa. No sabemos nada de él. Probablemente será uno de esos terribles gángsters americanos.
—Pero eso no es razonable. ¿Por qué iba a matarle?
—Porque Christian había averiguado algo con respecto a él. Por eso vino tan pronto aquí, después de su última visita.
— ¿Está segura de lo que dice, señora Strete? Piénselo bien.
—Vuelvo a decirle que a mí me parece bien claro. Él dejó entrever que su visita estaba relacionada con el Trust..., pero eso... es una tontería. Vino por ese motivo hace sólo un mes y desde entonces no ha habido nada de importancia. Por eso el motivo de su visita fue de índole particular. Vio a Walter en su última visita y pudo reconocerle... o tal vez hizo averiguaciones en los Estados Unidos... tiene agentes por todo el mundo... y descubriría algo verdaderamente lamentable. Gina es una muchacha muy tonta. Siempre le han vuelto loca los hombres. Puede que fuera un perseguido por la justicia, o que estuviera ya casado, o un personaje de los bajos fondos. Pero mi hermano Christian no era un hombre fácil de engañar. Estoy segura de que vino aquí para dejar bien sentadas las cosas. Le diría a Walter lo que acababa de descubrir y, naturalmente, Walter le mató.
El inspector Curry añadió unos grandes bigotes a uno de los gatos que dibujaba en la hoja de papel y dijo:
—Síííí...
— ¿No cree usted que eso es lo que debió ocurrir?
—Sí..., es posible —admitió el inspector.
— ¿Qué otra solución podría haber? Christian no tenía enemigos. Lo que no puedo comprender es por qué no ha arrestado todavía a Walter.
—Pues, verá usted, señora Strete, necesitamos pruebas.
—Es probable que no le cueste encontrarlas. Si cablegrafía a América...
—Oh, sí, preguntaremos quién es Walter Hudd. Puede estar segura. Pero hasta que podemos probarlo, no hay poco que hacer. Claro que hay una oportunidad...
—Salió detrás de Christian, pretextando que había una avería de las luces.
—Y se apagaron totalmente.
—Pudo haber preparado el truco fácilmente.
—Cierto.
—Eso le proporcionaba la excusa. Siguió a Christian hasta su habitación, disparó contra él, arregló el fusible y volvió a reunirse con nosotros en el vestíbulo.
—Su esposa dijo que había vuelto ya cuando sonó el disparo en el exterior.
— ¡No crea nada de lo que diga! Gina diría cualquier cosa. Los italianos nunca dicen la verdad. Y ella es romana.
El inspector Curry soslayó la cuestión.
— ¿Usted cree que su esposa estaba de acuerdo con Walter?
Mildred Strete vaciló unos instantes.
—No..., no. No lo creo. Éste debe haber sido uno de sus motivos... el evitar que Gina supiera la verdad con respecto a él. Al fin y al cabo, Gina es su comida.
—Y una joven encantadora.
—Oh, sí. Siempre he dicho que Gina es muy atractiva. Un tipo muy corriente en Italia, naturalmente. Pero si quiere saber mi opinión, es dinero lo que Walter Hudd anda buscando. Por eso vino aquí y se quedó a vivir con Serrocold.
—La señora Hudd está bien provista, ¿no es verdad?
—Ahora, no. Mi padre puso la misma suma de dinero que me dejó a mí a nombre de su madre. Pero claro, tomó la nacionalidad de su esposo (creo que ahora la ley ha cambiado), y con la guerra, y siendo él fascista, Gina tiene muy poco. Mi madre la estropea, y su tía americana, la señora Van Rydock, gasta enormes sumas en ella y le compró todo lo que quiso du¬rante los años de guerra. No obstante, Walter no piensa hacer nada hasta que muera mi madre y Gina entre en posesión de una gran fortuna.
—Lo mismo que usted, señora Strete.
Un ligero color rosado tino las fláccidas mejillas de Mildred.
—Lo mismo que yo, como usted ha dicho. Mi esposo y yo siempre vivimos sencillamente. Gastaba muy poco dinero, como no fuese en libros... Era un hombre muy erudito. Mi dinero casi se ha doblado. Es más que suficiente para mis necesidades. Sin embargo, siempre puede utilizarse en hacer bien a los demás. Cualquier dinero que llegue hasta mí, lo consideraré un legado sagrado.
—Pero no será una custodia, ¿verdad? Irá directamente a sus manos.
—Oh, sí... en ese sentido, sí. Sí, será sólo mío.
Algo que vibró en sus últimas palabras hizo que el inspector alzara la cabeza sorprendido. La señora Strete no le miraba. Sus ojos estaban radiantes y sus finos labios curvados en una sonrisa de triunfo.
El inspector habló pausadamente:
—Entonces, según usted... y, naturalmente, tiene amplias oportunidades para poder juzgar... El señor Walter Hudd desea el dinero que irá a parar a manos de su esposa cuando muera la señora Serrocold. A propósito: no es muy fuerte, ¿verdad?
—Mi madre siempre ha estado delicada.
—Cierto. Pero a menudo las personas delicadas vi¬ven tanto o más que las robustas y de mucha salud.
—Sí, supongo que ocurre así.
— ¿Ha observado si la salud de su madre ha empeorado últimamente?
—Padece reumatismo, pero cuando uno se hace viejo algo tiene que tener. No me inspiran simpatía las personas que se quejan de sus inevitables dolencias y achaques.
— ¿Y la señora Serrocold se queja?
Mildred guardó silencio unos segundos.
—Ella no, pero suele dar mucho quehacer, Mi padrastro es demasiado solícito. Y en cuanto a la señorita Bellever, la pone en ridículo. En todos los casos, esa señorita trajo mala influencia a esta casa. Hace muchísimos años que está aquí, y su afecto hacia mi madre, aunque admirable, llega a convertirse en una carga. Materialmente, tiene tiranizada a mi madre. Ella lleva el mando de la casa y se preocupa demasiado. No me sorprendería oírle decir a mi madre que se marchara. No tiene tacto... ninguno... y es una prueba para un hombre descubrir que su esposa está completamente dominada por una doméstica.
El inspector Curry meneaba la cabeza asintiendo.
—Ya... ya... Hay una cosa que no entiendo del todo, señora Strete. La posición de los dos hermanos Restaríck.
—Más sentimentalismo tonto. Su padre se casó con mi pobre madre por su dinero. Dos años después se fugó con una cantante yugoslava de la más baja moral. Él no valía nada. Mi madre fue lo bastante blanda como para sentir compasión de los dos niños. Puesto que no era cosa que pasaran sus vacaciones con una mujer de tan malas costumbres, los adoptó más o me¬nos. Y han estado aquí desde entonces. Oh, sí, hay muchos gorrones en esta casa, se lo puedo asegurar.
—Alex Restarick tuvo oportunidad de matar a Christian Gulbrandsen. Estaba solo en su coche... y anduvo a solas el trecho que separa la verja de la entrada de la casa... ¿Y qué me dice de Esteban?
—Esteban se hallaba en el vestíbulo con todos nos¬otros. No apruebo a Alex Restarick... Está tomando muy mal aspecto, me imagino que debido a la vida tan irregular que lleva... pero, la verdad, no le considero un asesino. Además, ¿Por qué iba a matar a mi hermano Christian?
—Siempre tropezamos con lo mismo, ¿no? —dijo el inspector sonriendo—. ¿Qué es lo que sabía Christian Gulbrandsen... de alguien... que hizo necesario que ese alguien le asesinara?
—Exacto —repuso la señora Strete triunfante—. Por eso debió ser Walter Hudd.
—A menos que fuese alguien más cercano a la fa¬milia.
— ¿Qué quiere insinuar? —preguntó Mildred con as¬pereza.
—El señor Gulbrandsen pareció muy preocupado por la salud de la señora Serrocold mientras estuvo aquí —repuso el inspector, con calma.
La señora Strete frunció el ceño.
—Los hombres siempre se preocupan por mi madre porque parece frágil. ¡Creo que a ella también le gus¬ta eso!
— ¿Usted no está preocupada por la salud de su madre?
—No. Creo que soy razonable. Naturalmente, mí madre ya no es joven...
—Y al fin, todos hemos de morir —concluyó el ins¬pector Curry—. Pero no antes de la hora que tengamos señalada. Eso hay que impedirlo a toda costa.
Habló intencionadamente y Mildred Strete pareció animarse de repente.
—Oh, es horrible, horrible. A nadie más de esta casa parece haberle importado la muerte de Christian. Yo soy la única pariente carnal. Para mi madre era sólo un hijastro ya mayor. Para Gina, nada en realidad; pero era mi hermano.
—Hermanastro —le corrigió el inspector.
—Hermanastro, si. Pero los dos éramos Gulbrand¬sen, a pesar de la diferencia de edad.
—Sí..., sí —dijo Curry, amablemente—. Comprendo su punto de vista.
Mildred Strete salió con los ojos llenos de lágrimas. Curry miró a Lake.
—Así que ella está segura de que ha sido Walter Hudd —le dijo—. No puede soportar ni por un mo-mento la idea de que fuese otro.
—Y tal vez tenga razón.
—Es posible que sí. Wally es uno de los que con¬cuerda. Tuvo oportunidad... y motivos. Porque si desea dinero rápidamente, la abuela de su esposa debía mo¬rir. Wally altera su medicina... o se entera de algún modo... Sí, concuerda perfectamente.
Hizo una pausa antes de continuar.
—A propósito, a Mildred Strete le agrada el dinero... Puede que no lo gaste..., pero le gusta. No sé por qué
—Puede que sea una avara... con la pasión de los avaros. O tal vez le atraiga el poder que da el dinero. Quizá lo quiera para emplearlo en beneficencia. Es una Gulbrandsen. Es posible que quiera emular a su padre.
—Un complejo, ¿no? —dijo el sargento Lake, rascándose la cabeza.
—Será mejor que veamos a ese extraño joven Edgar Lawson, y después iremos al Gran Vestíbulo y averiguaremos quiénes estaban allí... y por qué... y cuándo... Hemos oído una o dos cosas interesantes esta mañana.
Es muy difícil, pensó el inspector Curry, formar una opinión exacta de alguien por lo que de él nos dicen los demás.
Edgar Lawson había sido descrito aquella mañana por bastante personas bien distintas, pero al verle aho¬ra, el propio parecer de Curry y sus impresiones fueron muy dispares.
Edgar no daba la sensación de ser «extraño», o «peligroso», ni «arrogante», ni siquiera «anormal». Parecía un hombre muy corriente, muy abatido y humilde. Era joven, vulgar y tristón.
Estaba ansioso por hablar y disculparse.
—Sé que me he portado muy mal. No sé lo que me pasó..., no lo sé. Hacer una escena semejante y luego disparar contra el señor Serrocold, que ha sido tan bue¬no conmigo y ha tenido tanta paciencia también.
Se retorcía las manos muy nervioso. Eran las manos de un sentimental, con las muñecas muy huesudas.
—Si tiene que detenerme por ello, iré con usted en seguida. Lo merezco. Me declararé culpable.
—No tenemos ningún cargo contra usted —repuso el inspector—. Así que carecemos de pruebas para actuar. Según el señor Serrocold, la pistola se disparó por accidente.
—Eso es porque es tan bueno. ¡Nunca hubo un hom¬bre más bueno que el señor Serrocold! Lo ha hecho todo por mí.
— ¿Qué le impulsó a actuar como lo hizo?
Edgar parecía violento.
—Perdí la cabeza.
—Eso parece —repuso el inspector Curry secamen¬te—. Usted dijo al señor Serrocold en presencia de testigos que había descubierto que él era su padre. ¿Era eso cierto?
—No.
— ¿Qué es lo que le impulsó a pensarlo? ¿Acaso al¬guien le metió esa idea en la cabeza?
—Pues es un poco difícil de explicar.
—Inténtelo. No queremos forzarle.
—Pues, verán, tuve una infancia bastante dura. Los otros niños se burlaban de mí porque no tenía padre. Decían que era un bastardo... lo cual, era verdad, claro. Mi madre estaba siempre bebida y constantemente venían hombres a nuestra casa. Creo que mi padre era un marino extranjero. La casa estaba sucia, y se parecía bastante a un infierno. Y entonces di en pensar, en imaginar que mi padre no había sido un marinero extranjero, sino alguien importante... y solía inventar historias. Primero cosas de niños... que me habían cambiado al nacer... que en realidad yo era un heredero..., esas cosas. Luego fui a una nueva escuela y lo intenté un par de veces. Dije que mi padre era un Almirante de la Armada. Yo llegué a creerlo, y entonces no me sentía tan mal.
Hizo una pausa antes de continuar:
—Y luego... más tarde... inventé otras cosas y puse en práctica nuevas ideas. Solía vivir en hoteles donde contaba que era un piloto de guerra... o del Servicio Secreto. Toda clase de historias. Me era imposible dejar de decir mentiras. Pero yo no intentaba conseguir dinero por este medio. Sólo eran fanfarronadas para que la gente pensara algo más en mí. No tuve intención de aprovecharme. El señor Serrocold puede decírselo... y el doctor Maverick... tiene todos los informes.
El inspector Curry asintió con la cabeza. Ya había estudiado el caso de Edgar y leído su ficha policíaca.
—El señor Serrocold consiguió que me pusieran en libertad para traerme aquí. Dijo que necesitaba un secretario que le ayudara... y yo le ayudé. De verdad. Sólo que los demás se reían de mí. Siempre se estaban burlando de mí.
— ¿Quiénes? ¿La señora Serrocold?
—No, ella no. Es una señora... siempre se muestra amable y cariñosa. Pero Gina me trataba como a un perro. Y también Esteban Restarick. Y la señora Strete me miraba como si yo no fuera un caballero. Lo mismo que la señorita Bellever... ¿y ella quién es? Una compañera a sueldo de la señora Serrocold, ¿no es cierto?
Curry pudo apreciar que se iba excitando.
— ¿Y por eso no les encontraba muy simpáticos?
—Era porque yo soy un bastardo. De tener un padre no se hubieran portado así —repuso Edgar con pasión.
— ¿Por eso se apropió de dos padres famosos?
Edgar enrojeció.
—Siempre tengo que estar mintiendo.
—Y por fin dijo que el señor Serrocold era su padre. ¿Por qué?
—Porque eso habría de hacerles callar para siempre, ¿no? Si él era mi padre, no podían hacerme nada.
—Sí. Pero le acusó de ser su enemigo... y de estarle persiguiendo.
—Lo sé... —se puso la mano por la frente—. Siempre me sale todo mal. Hay veces que no... que no veo las cosas muy claras. Estoy atontado.
— ¿Y cogió el revólver de la habitación del señor Walter Hudd?
Edgar pareció extrañarse.
— ¿Lo hice? ¿Es ahí donde lo encontré?
— ¿No recuerda de dónde lo sacó?
—Quise amenazar con él al señor Serrocold. No tenía intención de asustarle. Fue una cosa puramente infantil.
— ¿De dónde sacó el revólver? —volvió a preguntar el inspector, con paciencia.
—Usted lo ha dicho... de la habitación de Walter.
— ¿Lo recuerda?
—Debí sacarlo de allí. No pudo ser de ninguna otra parte, ¿verdad?
—No lo sé; alguien... pudo habérselo dado.
Edgar guardaba silencio... con el rostro impasible.
— ¿Es así como ocurrió?
Edgar repuso emocionado:
—No me acuerdo. Estaba trastornado. Estuve paseando por el jardín, presa de un ataque de rabia. Creí que la gente me espiaba, me vigilaba, con el afán de hundirme. Incluso esa anciana de cabellos blancos tan agradable... Ahora no puedo comprenderlo. Siento que debía estar loco. ¡No recuerdo ni dónde estuve ni lo que hice la mitad del tiempo!
—Seguramente recordará quién le dijo que el señor Serrocold era su padre.
Edgar continuó impasible.
—Nadie me lo dijo —replicó de pronto—. Se me ocurrió a mí.
El inspector suspiró. No estaba satisfecho, pero pudo darse cuenta de que por el momento no conseguiría adelantar nada.
—Bien, en el futuro vigile sus actos —le dijo.
—Sí, señor. Sí, desde luego.
Cuando Edgar se marchó, Curry meneó lentamente la cabeza.
— ¡Estos casos patológicos son el demonio!
— ¿Cree que alguien habrá influido en él?
—Mucho menos de lo que había imaginado. Es un débil mental, un jactancioso, un mentiroso... No obs¬tante, hay cierta sencillez en él. Y es mucho más sugestionable de lo que hubiera podido suponer.
—Oh, sí, la señorita Marple tuvo razón en eso. Es una mujer muy astuta, pero me gustaría saber quién pudo ser. Él no lo dirá. Si lo supiéramos... Vamos, Lake, vamos a reconstruir exactamente la escena que tuvo lugar en el Gran Vestíbulo.
Esto concuerda a las mil maravillas.
El inspector Curry estaba sentado ante el piano, y el sargento Lake junio a la ventana, mirando al lago. Curry prosiguió:
—Si yo estoy sentado mirando la puerta del despacho, no puedo verle a usted.
El sargento Lake se levantó sin hacer ruido y se dirigió hacia la puerta de la biblioteca.
—Toda esta parte de la habitación estaba a oscuras. Las únicas luces encendidas eran las de junto a la puerta del despacho. No, Lake, ni le vería marchar. Una vez en la biblioteca usted podía salir por la otra puerta al corredor... en dos minutos a la habitación de los huéspedes, disparar contra Gulbrandsen y volver por la biblioteca para ocupar de nuevo la silla junto a esa ventana. Las mujeres sentadas ante el fuego le daban la espalda. La señora Serrocold estaba sentada aquí... a la derecha de la chimenea, cerca de la puerta del despacho. Todos están de acuerdo en decir que no se movió y es la única que estaba situada en la dirección en que todos miraban. La señorita Marple ahí, mirando al despacho por encima de la señora Serrocold. La señora Strete a la izquierda... y en una esquina muy oscura. Pudo haber entrado y salido sin ser vista. Sí, es posible.
Curry sonrió de pronto.
—Y yo también podía irme —se alejó sigilosamente del taburete del piano caminando junto a la pared has¬ta llegar a la puerta—. La única persona que podría notar que ya no estaba sentado al piano sería Gina Hudd. Y recuerde que Gina dijo: Esteban estaba sen¬tado ante el piano al principio. No sé a dónde fue luego.
— ¿Así cree usted que fue Esteban?
—No sé quién ha sido —repuso Curry—. No fue Edgar Lawson ni Lewis Serrocold ni su esposa ni la señorita Juana Marple. Pero en cuanto a los demás..., fue mucha casualidad. Y, no obstante, me gusta bastante ese muchacho. Sin embargo, eso no es ninguna prueba.
Rebuscó entre las partituras que estaban sobre el piano.
— ¿Hindemith? ¿Quién es? Nunca oí hablar de él. ¡Shostakoyitch! Qué nombres tienen estos composito¬res. —Se puso en pie y alzó la tapa del anticuado taburete.
—Aquí hay más. El «Largo» de Haendel. Unos ejercicios de Czerny. La mayoría debe de ser de la época del viejo Gulbrandsen. «Conozco un bello jardín...» La mujer del vicario solía cantarlo cuando yo era niño...
Se detuvo... con las amarillentas páginas de la canción en la mano. Debajo, reposando sobre los Preludios de Chopin, vio una pequeña pistola automática.
—Esteban Restarick —exclamó el sargento Lake, alegremente.
—No saque ninguna conclusión precipitada —le acon¬sejó el inspector—. Apuesto diez contra uno a que eso es lo que pretenden que pensemos.

CAPÍTULO XV

La señorita Marple subió la escalera y golpeó con los nudillos en la puerta del dormitorio de la señora Serrocold.
— ¿Puedo pasar, Carrie Louise?
—Pues claro, Juana querida.
Carrie Louise se hallaba sentada ante su tocador, cepillando sus plateados cabellos. Volvió la cabeza para mirarla.
— ¿Es que me necesita la policía? Estaré lista en seguida.
— ¿Te encuentras bien?
—Pues claro que sí. Jolly se ha empeñado en que tomara el desayuno en la cama. ¡Y Gina ha entrado de puntillas como si estuviera a las puertas de la muerte! No creo que la gente comprenda que las tragedias como la muerte de Christian sorprenden menos a los viejos. Porque a nuestra edad sabemos que puede ocurrir cualquier cosa... y cuan poco importa lo que ocurre en este mundo.
—Si —repuso la señorita Marple, dudosa.
— ¿Es que no opinas como yo, Juana? Yo hubiera asegurado que sí.
La señorita Marple murmuró despacio:
—Christian ha sido asesinado.
—Sí..., comprendo lo que quiere decir. ¿Tú crees que eso importa?
— ¿Y tú no?
—A Christian desde luego que no le importa —dijo Carrie Louise con sencillez—. Importa a quien le asesinó.
— ¿Tienes alguna idea de quién pudo ser?
—No, no tengo la menor idea. Ni siquiera puedo en¬contrar una razón. Debe haber sido por algo relacionado con su última visita... ya hará cosa de un mes. Porque de otro modo no creo que hubiera vuelto tan de repente sin un motivo especial. Sea lo que fuere, debió comenzar entonces. He estado pensando y pensando, pero no recuerdo nada anormal.
— ¿Quiénes estaban en la casa?
— ¡Oh! Los mismos que ahora..., sí, Alex acababa de llegar de Londres. Y... ah, sí, Ruth también estaba aquí.
— ¿Ruth?
—Sí, nos hizo su acostumbrada visita relámpago.
—Ruth —repitió la solterona, mientras su mente trabajaba con gran actividad. ¿Christian Gulbrandsen y Ruth? Ruth se había marchado preocupada y recelosa, pero sin saber por qué. Algo extraño ocurría, según ella Christian Gulbrandsen también estuvo preocupado y receloso, pero él debió saber que alguien intentaba envenenar a Carrie Louise. ¿Cómo había llegado a abrigar sospechas? ¿Qué es lo que oiría o vería? ¿Fue algo que Ruth no supo apreciar en su exacto significado? La señorita Marple hubiera deseado saber qué pudo haber sido. Una ligera corazonada (fuera la que fuese) parecía poco probable que tuviera relación con Edgar Lawson, puesto que Ruth ni siquiera le había mencionado. Suspiró.
—Me ocultáis algo, ¿no es verdad? —preguntó Carrie Louise.
La señorita Marple pegó un respingo al oír su voz.
— ¿Por qué dices eso?
—Porque es cierto. Jolly no, pero todos los demás sí. Incluso Lewis. Entró mientras estaba tomando el desayuno, y se comportó de un modo extraño. Bebió parte de mi café e incluso mordisqueó una de mis tostadas con mermelada. Eso es muy raro, porque siempre toma té, y no le gusta la mermelada; debía de estar pensando en otra cosa... y supongo que olvidaría de desayunarse. Siempre se olvida de las comidas, y me pareció tan preocupado...
—Un asesinato... —empezó a decir la señorita Mar-pie.
Carrie Louise replicó en el acto.
—Oh, lo sé. Es algo terrible. Nunca me vi mezclada en ninguno hasta ahora. ¿Y tú, Juana? ¿Tú sí?
—Pues..., sí..., en efecto —admitió la solterona.
—Eso me dijo Ruth.
— ¿Te lo contó la última vez que estuvo aquí? —quiso averiguar la señorita Marple.
—No, no creo que fuese entonces. La verdad, no lo recuerdo.
Carrie Louise hablaba vagamente, como si estuviera distraída.
— ¿Qué estás pensando, Carrie Louise?
La señora Serrocold sonrió, pareciendo que volvía de muy lejos.
—Pensaba en Gina, y en lo que tú dijiste de Esteban Restarick. Gina es buena chica, ya sabes, y está verdaderamente enamorada de Wally. Estoy segura de esto.
La señorita Marple guardó silencio.
—A las chicas como Gina les gusta presumir un poco. Son jóvenes y les agrada demostrar su poder. Es natural. Ya sé que Hudd no es la clase de marido que había imaginado para Gina. En circunstancias normales no le hubiera conocido nunca. Pero le encontró y se enamoró de él... y es de presumir que sepa lo que le conviene.
—Es probable —repuso la señorita Marple.
—Pero es muy importante que Gina sea feliz.
La solterona la miró extrañada.
—Me figuro que es importante que todo el mundo lo sea.
—Oh, sí, pero Gina es un caso especial. Cuando recogimos a su madre... cuando adoptamos a Pippa..., nos dimos cuenta de que era un experimento que tenía que tener éxito a la fuerza. Sabes, la madre de Pippa...
Carrie Louise se interrumpió.
— ¿Quién era la madre de Pippa? —quiso saber la señorita Marple.
La señora Serrocold la miraba vacilando.
—No es simple curiosidad. La verdad... bueno... necesito saber. Ya sabes que sé frenar mi lengua.
—Siempre supiste guardar un secreto. Juana. El doctor Galbraith... ahora es obispo de Cromer… lo sabe. Pero nadie más. La madre de Pippa fue Catalina Elsworth.
— ¿Elsworth? ¿No era una mujer que administraba arsénico a su marido? Fue un caso muy famoso.
—Sí.
— ¿La mataron?
—Sí, pero sin la certeza de que le hubiera envenenado ella. El marido acostumbraba tomar arsénico..., entonces no se sabía mucho de estas cosas.
—Siempre pensamos que las declaraciones de la doncella fueron malintencionadas.
— ¿Y Pippa era hija suya?
—Sí. Eric y yo decidimos ofrecer a la niña una nueva vida... con cariño, cuidados y todo lo que precisan los niños. Tuvimos éxito. Pippa fue... ella misma. La criatura más dulce y alegre que puedas imaginar.
La señorita Marple permaneció un buen rato en silencio. Carrie Louise se levantó del tocador.
—Ya estoy lista. Quisiera que pidieras al inspector, o a quien sea, que suba a mi salita. Estoy segura de que no le importará.
Al inspector Curry no le importó. Casi agradecía la oportunidad de ver a la señora Serrocold en sus domi¬nios.
Mientras la esperaba, miró a su alrededor con curiosidad. Aquella habitación no respondía a la idea de que él tenía del boudoir de una mujer rica.
Había en ella un sofá anticuado y algunas sillas poco cómodas, estilo Victoriano, con los respaldos de madera trabajados. El tapizado muy viejo y descolorido, pero de diseño atractivo. Era una de las estancias más pe¬queñas de la casa, aunque con todo era mayor que cualquier salón de las modernas residencias, y tenía un aspecto cómodo y abigarrado con sus mesitas, sus chucherías y retratos. Curry contempló una antigua instantánea de dos niñas, una morena y avivada, y la otra feúcha y con la mirada ausente bajo un pesado flequillo. Había visto la misma expresión aquella mañana: «Pippa y Mildred», estaba escrito en la fotografía. Vio también un retrato de Eric Gulbrandsen colgado de la pared con un marco de ébano. Acababa de descubrir la efigie de un hombre bien parecido y ojos reidores que tomó por Juan Restarick, cuando se abrió la puerta dando paso a la señora Serrocold.
Vestía de negro, pero un negro etéreo y vaporoso. Su rostro blanco y sonrosado parecía inusitadamente pequeño bajo la corona de plata de sus cabellos, y había tal fragilidad en ella, que en seguida cautivó el corazón del inspector. En aquel momento comprendió muchas cosas que aquella mañana le dejaron perplejo. Ahora se daba cuenta de por qué todos querían evitar a Carolina Louise Serrocold cualquier preocupación.
«Y, no obstante —pensó—, no es de esas mujeres que arman un alboroto por nada...»
La señora Serrocold le saludó, y tras rogarle que se sentara, tomó asiento en una butaca muy próxima. Fue más bien ella quien procuró tranquilizarle. Al comenzar a interrogarla fue respondiendo a sus preguntas con presteza y sin la menor vacilación. El corte de la, luz, la disputa entre Lawson y su esposo, el disparo que oyeron...
— ¿No le pareció que aquella explosión tuvo lugar en la casa?
—No. Creí que había sido en el exterior. Pensé que tal vez procediese del tubo de escape de algún auto.
—Durante el rato que su esposo y ese joven Lawson estuvieron en el despacho, ¿se fijó si alguien abandonaba el vestíbulo?
—Wally había ido a arreglar la luz. La señorita Bellever salió poco después... a buscar algo, pero no recuerdo qué.
— ¿Quién más se marchó de allí?
—Nadie, que yo sepa.
— ¿Y sin que usted lo supiera?
Reflexionó unos instantes.
—Pues..., es posible.
— ¿Estaba completamente absorta en lo que oía, en las voces que llegaban del despacho?
—Sí.
— ¿Y no sentía temor por lo que pudiera ocurrir allí dentro?
—No..., no, la verdad. No pensé que llegara a ocurrir nada.
—Pero Lawson tenía un revólver.
—Sí.
— ¿Y amenazaba con él a su esposo?
—Sí, pero sin intención.
El inspector Curry sintióse invadir nuevamente por la exasperación. ¡Conque era como los demás!
—No es posible que pudiera tener esa seguridad, señora Serrocold.
—Pues estaba segura. Quiero decir en mi fuero interno. Como dice la gente joven... estaba representando una comedia. Eso es lo que yo pensé. Edgar es sólo un muchacho. Se puso a dramatizar como un tonto, ima¬ginando que era un carácter valiente y desesperado. Viéndose como el héroe de una historia romántica. Esta¬ba completamente segura de que nunca dispararía.
—Pero disparó, señora Serrocold.
Carrie Louise sonrió.
—Supongo que se dispararía el arma por casualidad.
El inspector Curry volvió a exasperarse.
—No fue casualidad. Lawson disparó dos veces... con¬tra su esposo. Las balas debieron pasarle rozando.
Carrie Louise pareció sorprenderse y se puso seria.
—No puedo creerlo. Oh, sí... —se apresuró a decir ante el gesto de protesta del inspector—; claro que debo creerlo si usted me lo dice. Pero todavía sigo creyendo que debe de haber alguna sencilla explicación. Tal vez el doctor Maverick sepa explicármelo.
—Oh, sí, el doctor Maverick se lo explicará muy bien —dijo el inspector, sonriendo—. Él puede explicarlo todo. Estoy seguro.
Inesperadamente la señora Serrocold le dijo:
—Ya sé que mucho de lo que hacemos aquí le parecerá tonto y sin objeto, y pensará que los psiquíatras algunas veces son muy cargantes. Pero obtenemos buenos resultados, ¿sabe? Tenemos nuestros fracasos, pero también nuestros éxitos. Y lo que intentamos vale la pena. Y aunque probablemente no lo creerá, Edgar quiere mucho a mi esposo. Comenzó a decir todas estas tonterías de que Lewis era su padre, por lo mucho que desearía tener un padre como él. Pero lo que no puedo comprender es por qué se puso tan violento de repente. Estaba mucho mejor... prácticamente casi normal. Desde luego que a mí siempre me ha parecido una per¬sona normal.
El inspector nunca quiso discutir este punto.
—El revólver con que Edgar Lawson amenazó a su esposo, pertenecía al marido de su nieta. Es de su-poner que Lawson lo cogiera de la habitación de Walter Hudd. Ahora, dígame, ¿había visto antes este revólver?
Y él mostraba en la palma de la mano una pequeña pistola automática.
Carrie Louise la observó.
—La encontré en el taburete del piano. Ha sido dis¬parada recientemente. No hemos tenido tiempo para comprobarlo con exactitud, pero me atrevería asegurar que es el arma con que mataron al señor Gulbrandsen.
— ¿Y la encontró en el taburete del piano? —preguntó con el ceño fruncido.
—Bajo unas partituras de música... que yo diría no han sido tocadas hace años.
— ¿Escondida entonces?
—Sí. ¿Recuerda quién se sentó al piano la noche pa¬sada?
—Esteban Restarick.
— ¿Estuvo tocando?
—Sí. Muy bajo. Una melodía extraña y melancólica.
— ¿Cuándo dejó de tocar, señora Serrocold?
— ¿Cuándo? No lo sé.
— ¿Pero dejó de tocar? ¿No siguió tocando durante toda la pelea?
—No. La música cesó.
— ¿Se levantó de su sitio?
—No lo sé. No tengo ni idea de lo que hizo hasta que se acercó a la puerta del despacho para probar una llave.
— ¿Conoce alguna razón por la cual Esteban Restarick pudiera haber matado al señor Gulbrandsen.
—Ninguna —y agregó, pensativa—: No creo que le matara.
—Gulbrandsen pudo haber descubierto algo que le desacreditara.
—No lo creo probable.
El inspector Curry sintió un deseo irresistible de contestar:
—Cuando la rana críe pelo..., tampoco eso parece probable.
Era aquél un dicho de su abuela. Estaba seguro de que la señorita Marple debía de conocerlo.
Carrie Louise bajó la amplia escalera y tres perso¬nas salieron a su encuentro desde distintas direccio-nes. Gina venía del pasillo; la señorita Marple de la biblioteca y Julie Bellever del Gran Vestíbulo.
Gina fue la primera en hablar.
— ¡Querida abuelita! — exclamó con cariño—. ¿Te en¬cuentras bien? ¿Te han asustado o han empleado contigo el tercer grado, acaso?
—Claro que no, Gina. ¡Qué cosas se te ocurren! El inspector es muy amable y ha sido muy considerado.
—Como debía ser —repuso la señorita Bellever—. Ahora, Cara, acabo de recoger todas sus cartas y un paquete. Iba a subírselas en este momento.
—Llévalas a la biblioteca —le dijo Carrie Louise.
Y las cuatro fueron allí.
Carrie Louise tomó asiento y comenzó a abrir su correspondencia. Había lo menos veinte o treinta cartas.
Una vez abiertas, se las tendía a la señorita Bellever, que las colocaba en montoncitos, cuyo significado explicó a la señorita Marple.
—Hay tres categorías. Unas son... de los parientes de los muchachos. Ésas las entrego al doctor Maverick. Las que piden cosas, las despacho yo misma. Y el resto son personales... y Cara me dice cómo debe contestarlas.
Una vez hubo terminado de clasificar la correspondencia, la señora Serrocold dirigió su atención al paquete cuyo cordel cortó con unas tijeras.
Entre virutas, muy bien arreglada, apareció una caja de bombones atada con una cinta dorada.
—Alguien se ha creído que es mi cumpleaños —dijo la señora Serrocold con una sonrisa.
Quitó la cinta para abrir la caja. Dentro había una tarjeta, que Carrie Louise miró con ligera sorpresa.
—«De Alex, con cariño» —leyó—. Qué extraño que me enviara una caja de bombones el mismo día que iba a venir.
Una sospecha cruzó por la mente de la señorita Marple, quien se apresuró a decir:
—Espera, Carrie Louise. No los comas todavía.
La señora Serrocold pareció sorprenderse.
—Iba a daros a todas.
—Pues no lo hagas. Espera a que pregunte... ¿Sabes si Alex está en casa, Gina?
—Creo que ahora está en el vestíbulo —repuso ésta en seguida, yendo hasta la puerta para llamarle.
Alex Restarick apareció momentos después.
— ¡Querida Madonna! ¿Ya estás levantada? ¿No ha sido nada?
Y acercándose a Carrie Louise, la besó cariñosamente en ambas mejillas.
La señorita Marple dijo:
—Carrie Louise quiere darle las gracias por los bom¬bones.
Alex se sorprendió.
— ¿Qué bombones?
—Éstos —repuso Carrie Louise.
—Pero si yo no te he enviado bombones, querida.
—La caja lleva su tarjeta —dijo la señorita Bellever.
Alex la miró.
—Pues es cierto. ¡Qué extraño! Es muy raro... Desde luego, yo no los he mandado.
—Qué cosa más extraordinaria —comentó la señorita Bellever.
—Parecen deliciosos —dijo Gina, mirando el con¬tenido de la caja—. Mira, abuelita, los del centro son de licor. Tus preferidos.
La señorita Marple, con ademán resuelto, le arrebató la caja, y sin pronunciar palabra, salió de la estancia, yendo al encuentro de Lewis Serrocold. Le costó bastante encontrarle, porque se había ido al Colegio... y allí le encontró en la habitación del doctor Maverick. Puso la caja de bombones sobre la mesa. Lewis escuchó el breve resumen que le hizo de lo ocurrido. Su rostro se puso repentinamente tenso.
Con sumo cuidado, Lewis y el doctor fueron cogiendo los bombones uno por uno para examinarlos.
—Creo —dijo el doctor Maverick—, que éstos que he separado han sufrido alguna manipulación. ¿Ve usted la desigualdad de su parte inferior? Lo que hay que hacer ahora es analizarlos.
—Pero parece increíble —dijo la señorita Marple—. Pues todos los de esta casa podrían haber sido asesinados.
Lewis asintió, todavía con el rostro pálido y contraído.
—Sí. Hay una crueldad... —se interrumpió—. Me parece que, precisamente, estos bombones son de licor. Los favoritos de Carolina. Así que, ya ven, hay cierta intención tras todo esto.
La señorita Marple repuso tranquilamente, con cal¬ma:
—Si es como usted supone... si hay... veneno... en esos bombones, me temo que Carrie Louise debe saber lo que ocurre. Debe estar sobre aviso.
—Sí —contestó Lewis, con pesadumbre—. Tendrá que saber que alguien quiere asesinarla. Creo que le va a parecer realmente Imposible.
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Чт июл 20, 2017 1:46 am

CAPÍTULO XVI

— ¡Ah!, señorita. ¿Es cierto que está actuando un terrible envenenador?
Gina echóse hacia atrás el cabello que le caía sobre la frente y dio un respingo al oír aquella pregunta. Llevaba manchas de pintura en la cara y en los pantalones. Junto con sus ayudantes, seleccionados entre los muchachos, había estado muy atareada pintando para su próxima producción teatral un telón de fondo que representaba una puesta del Sol en el Nilo. Fue uno de sus ayudantes quien hizo la pregunta. Ernie, el muchacho que le había dado lecciones sobre el modo de abrir las cerraduras. Sus dedos eran igualmente hábiles en el manejo de las herramientas de carpintería, y era uno de los más entusiastas de la sección teatral.
Ahora sus ojos estaban brillantes.
— ¿De dónde sacaste esa idea? —preguntó Gina, Indignada.
Ernie le guiñó un ojo.
—Es de lo que se habla en los dormitorios —repuso—. Pero, escuche, señorita, no fue ninguno de nosotros... Nada de eso. Nadie podría hacerle daño a la señora Serrocold. Ni siquiera Jerkins se atrevería a engañarla. Es distinto si se tratara de esa vieja bruja. Ninguno quisiéramos envenenarla, ninguno.
—No hables así de la señorita Bellever.
—Lo siento, señorita. Se me escapó. ¿Qué veneno es ése, señorita? ¿Estricnina? Le hace doler a uno la espalda, y tener una agonía terrible. ¿O era ácido prúsico?
—No sé de lo que me estás hablando, Ernie.
Ernie volvió a dedicarle un guiño.
— ¡Vaya que no! El señor Alex lo hizo, según dicen, Le trajo bombones de Londres. Pero eso es mentira. El señor Alex no haría una cosa así, ¿verdad, señorita?
—Claro que no —dijo Gina.
—Es más probable que lo hiciera el señor Baumgarten. Cuando nos da clase, pone unas caras terribles, y creemos que es un vampiro.
—Quita de ahí la trementina.
Ernie obedeció mientras murmuraba como para sí:
— ¡Valiente vida! Ayer quitaron de en medio al viejo Gulbrandsen y ahora un envenenador secreto. ¿No cree que puede ser la misma persona? ¿Qué diría usted, señorita, si le dijera que sé quién lo mató?
—No es posible que tú lo sepas.
— ¿Que no? Suponga que estuviera fuera ayer noche y lo viera.
— ¿Cómo iba a ser posible que estuvieses fuera? El Colegio se cierra a las siete, después de pasar lista.
—Después de pasar lista..., yo puedo salir cuando quiero, señorita. Los cerrojos no significan nada para mí. Salgo a pasear por el parque sólo para divertirme
—Quisiera que dejases de decir mentiras, Ernie.
— ¿Quién las dice?
—Tú. Mientes y te jactas de cosas que nunca has hecho.
—Eso es lo que usted dice, señorita. Espere a que vengan los polis y me pregunten lo que vi la noche pasada.
—Y bien, ¿qué viste?
— ¡Ah! —replicó Ernie—. ¿Le gustaría saberlo?
Gina hizo ademán de perseguirle y Ernie retiróse estratégicamente. Esteban salía por el otro lado del teatro y fue a reunirse con Gina. Discutieron algunos asuntos técnicos y luego caminaron juntos en dirección a la casa.
—Parece que todos saben lo de la abuelita y los bombones —dijo Gina—. Me refiero a los muchachos. ¿Cómo se habrán enterado?
—Nos habrán oído hablar.
—Y saben lo de la tarjeta de Alex. Esteban, ¿no te parece una tontería haber puesto la tarjeta de Alex en la caja cuando precisamente iba a venir?
—Sí, pero ¿quién sabía que iba a venir? Lo decidió de sopetón y envió un telegrama. Probablemente, entonces, ya habrían enviado la caja al correo, y si no llega a venir, hubiera sido una buena idea, porque algunas veces le manda bombones a Carolina.
Y prosiguió:
—Lo que no puedo comprender es...
—... que haya alguien que quiera matar a abuelita —le atajó Gina—. Lo sé. ¡Es inconcebible! Es tan adorable... que absolutamente todos tienen que adorarla forzosamente.
Esteban no respondió, mientras Gina le observaba fijamente.
— ¡Sé lo que estás pensando, Esteban!
— ¿Qué?
—Estás pensando que Wally... no la adora. Pero Wally no es capaz de envenenar a nadie. Es una idea ridícula.
— ¡La esposa fiel!
—No lo digas en ese tono de burla.
—No tenía intención de burlarme. Creo que lo eres. Por eso te admiro; pero, querida Gina, ya sabes que no puedes ocultarlo.
— ¿Qué quieres decir, Esteban?
—Lo sabes muy bien. Tú y Wally no sois el uno para el otro. Es una de esas cosas que saltan a la vista. Él también lo sabe. Cualquier día llegará la ruptura, y los dos seréis mucho más felices.
—No seas idiota.
Esteban echóse a reír.
—Vamos, no irás a decir que os lleváis muy bien o que Wally es feliz aquí.
—Oh, no sé lo que le pasa —exclamó la joven—. Siempre está triste. Apenas habla. Yo... Yo no sé qué hacer. ¿Por qué no puede pasarlo bien aquí? Nos habíamos divertido tanto juntos..., todo era divertido... y ahora parece otro. ¿Por qué tienen que cambiar tanto las personas?
— ¿Yo he cambiado?
—No, querido Esteban. Tú siempre eres Esteban. ¿Recuerdas cómo te iba detrás durante las vacaciones?
—Y qué pesada me parecías... pensaba... esa chiquilla despreciable. Bien, ahora se han invertido los papeles. Y me tienes donde tú querías, ¿no es cierto, Gina?
—Estúpido —repuso Gina sin vacilar, y agregó apresuradamente—. ¿Tú crees que Ernie ha mentido? Pretende haber estado paseando entre la niebla ayer noche, y asegura que puede decir muchas cosas del asesino. ¿Tú crees que puede ser cierto?
— ¿Cierto? Claro que no. Ya sabes cómo le gusta inventar. Lo hace para darse importancia.
—Oh, lo sé. Sólo que quisiera saber...
Continuaron andando uno junto al otro, sin cruzar palabra.
El sol poniente iluminaba la fachada oeste de la casa. El inspector Curry miró en aquella dirección.
— ¿Es éste el sitio donde detuvo su automóvil ayer noche? —preguntó.
Alex Rasterick echóse un tanto hacia atrás, como si reflexionase.
—Más o menos —repuso—. Es difícil precisarlo con exactitud. Había mucha niebla. Sí, yo diría que fue aquí.
El inspector Curry miró a su alrededor apreciativamente.
El camino enarenado formaba una curva suave en línea recta hacia la casa. Atravesando el espacio cubierto de césped, llegó a la terraza y entró por la puerta lateral. Momentos después se agitaron violentamente las cortinas de una de las ventanas. Luego Dodgett volvió a aparecer por la puerta que daba al jardín y regresó, jadeando como una máquina de vapor.
—Dos minutos y cuarenta y dos segundos —dijo el inspector Curry parando el cronómetro—. No se necesita más tiempo para estas cosas, ¿verdad?
Su tono era tranquilo.
—Yo no corro tanto como su ayudante —dijo Alex—. Me figuro que son mis supuestos movimientos los que está usted controlando.
—Sólo hago constar que usted tuvo oportunidad de cometer el crimen. Eso es todo, señor Restarick. No estay acusando a nadie... todavía.
Alex dirigióse al ayudante, que aún jadeaba:
—No puedo correr tanto como usted, pero creo que estoy más entrenado.
—Esto me pasa desde el año pasado que tuve bronquitis —dijo Dodgett.
—Ahora, en serio —Alex dirigióse al inspector—, a pesar de querer ponerme nervioso y observar mis reacciones... debe recordar que los artistas somos, oh, tan sensibles... ¡tan tiernos! —su voz adquirió un tono burlón—. ¿Cree de verdad que yo tengo algo que ver con todo esto? No iba a enviar una caja de bombones envenenados a la señora Serrocold con mi tarjeta dentro, ¿no le parece?
—Tal vez sea esto lo que se quiere hacernos pensar. Existe el doble engaño, señor Restarick.
—Ah, ya. Muy ingenioso. A propósito: ¿estaban envenenados esos bombones?
—Los seis rellenos de licor que había en el centro, sí. Contenían aconitina.
—No es ninguno de mis venenos favoritos, inspector. Personalmente siento debilidad por el curare.
—El curare tiene que ser introducido en la sangre, señor Restarick, y no en el estómago.
—Qué maravillosos conocimientos posee la policía —dijo Alex, admirado.
El inspector Curry dirigió una mirada de reojo al joven, observando sus puntiagudas orejas y sus faccio-nes, más propias de un mongol que de un inglés. En sus ojos brillaba una chispita de burla maliciosa. Era difícil de saber en cualquier ocasión lo que Alex Restarick estaba pensando. ¿Era un sátiro... o tal vez un fauno? Un fauno sobrealimentado, pensó el inspector Curry de repente, y esta idea le llenó de inquietud.
Una serpiente con cerebro... así podía definirse a Alex Restarick. Más listo que su hermano. Su madre fue una rusa o algo así, según había oído decir. Todo lo que tenía algo que ver con Rusia era malo, según opinión del inspector Curry, y si Alex Restarick había asesinado a Gulbrandsen resultaría un asesino muy satisfactorio. Pero, por desgracia, Curry no estaba convencido en absoluto de que lo fuera.
El ayudante Dogett, que había recobrado el aliento, dijo:
—Moví las cortinas como usted me dijo, señor. Y con¬té hasta treinta. He notado que esas cortinas tienen un roto en la parte superior. Eso quiere decir que queda una abertura que permite ver desde fuera si hay luz en la habitación.
— ¿Notó usted si había luz en esa ventana la noche pasada? —preguntó el inspector Curry a Alex.
—No podía distinguir la casa a causa de la niebla. Ya se lo dije.
—Pero la niebla se aclara a veces durante uno o dos minutos en algunos puntos.
—No se aclaró lo suficiente para que pudiera ver la casa, es decir, la parte principal. El edificio del gimnasio más cercano surgía ante la niebla de un modo delicioso e irreal. Daba la impresión de los almacenes en los puertos. Como le dije, estoy montando un ballet y...
—Ya me lo explicó —se apresuró a recordarle el inspector Curry.
—Uno se acostumbra a mirar las cosas desde el punto de vista de una decoración escénica, más que desde la realidad.
—Me lo figuro. Y no obstante, un escenario es bastante real, ¿no es cierto, señor Restarick?
—No veo lo que quiere usted decir, inspector.
—Pues que está hecho de materias reales... lona, madera, pintura y cartón. La ilusión está en los ojos del espectador, no en la escena. Así, como le digo, es todo totalmente real, tanto entre bastidores como visto de frente.
— ¿Sabe, inspector, que eso demuestra mucha penetración? Me ha dado una idea.
— ¿Para otro ballet?
—No, no es para ballet... Válgame Dios. ¿No habremos sido demasiado estúpidos?
El inspector y Dodgett regresaron a la casa atravesando el césped. (En busca de huellas, pensó Alex, pero se equivocaba. Las estuvieron buscando a primera hora de la mañana, sin éxito, pues había llovido copiosamente a las dos de la madrugada.) Alex volvía por el camino, dando vueltas en su mente a las posibilidades de su nueva idea.
Sin embargo, se distrajo de estos pensamientos al ver a Gina paseando junto al lago. La casa estaba sobre una ligera prominencia, y el terreno declinaba suavemente desde la explanada cubierta de grava hasta el lago, rodeado de rododendros y otros arbustos. Alex corrió a su encuentro.
—Si uno pudiera olvidarse de esa absurda monstruosidad victoriana —dijo poniendo los ojos en blanco—, éste podría ser el Lago de los Cisnes, y tú, Gina, su Reina. Aunque te pareces más a la reina de las Nie¬ves. Eres cruel, siempre quieres salirte con la tuya, sin la menor piedad, amabilidad, o ni siquiera compasión. Eras muy, pero muy femenina, querida Gina.
— ¡Qué malicioso eres, querido Alex!
— ¿Porque no quiero dejarme engañar por ti? Estás muy satisfecha de ti misma, ¿no es así, Gina? Nos tie¬nes a todos como a ti te gusta. A mí, a Esteban y al infeliz de tu marido,
—No digas tonterías.
—Oh, no. No son tonterías. Esteban está enamorado de ti, y yo también y Wally desesperado. ¿Qué más puede desear una mujer?
Gina le miró, echándose a reír,
—Celebro ver que al menos eres sincera. No te molestas en simular que no eres atractiva... o que te molesta terriblemente que los hombres se sientan atraídos por ti. ¿Te gusta que se enamoren de ti, verdad, cruel y despiadada Gina? ¡Incluso el pobre Edgar Lawson!
Gina le miró de hito en hito y repuso con seriedad:
—Ya sabes que eso no dura mucho tiempo. Las mujeres tienen la juventud más corta que los hombres. Tienen hijos... y se preocupan terriblemente por ellos. En cuanto pierden su atractivo, los hombres ya no las quieren y las dejan de lado. No se lo reprocho. Yo ha¬ría lo mismo. No me agradan las personas viejas, feas o enfermas, que se quejen de sus problemas o que son tan ridículas como Edgar, pavoneándose e inventando cosas para darse importancia. ¿Dices que soy cruel? ¡Es el mundo el cruel! ¡Y más pronto o más tarde lo será conmigo! Pero ahora soy joven, bonita, y la gente me encuentra atractiva. —Sus dientes brillaron al mostrarlos con su peculiar sonrisa—. Sí, Alex, me divierte. ¿Por qué no puedo divertirme?
— ¿Por qué no, desde luego? — replicó Alex—. Lo que quiero saber es lo que vas a hacer, ¿vas a casarte con Esteban o conmigo?
—Estoy casada con Wally.
—Temporalmente. Cualquier mujer puede cometer un error al casarse..., pero no hay necesidad de per¬sistir en el error. Una vez se ha representado la comedia en provincias, ha llegado la hora de representarla en Londres.
— ¿Y ese Londres eres tú?
—Sin duda alguna.
— ¿De veras quieres casarte conmigo? No te puedo imaginar casado.
—Pues insisto en ello. Las aventuras siempre me han parecido muy anticuadas. Luego surgen infinidad de difi¬cultades para los pasaportes, hoteles y demás. ¡No tendré nunca una amante, a menos que no haya otro remedio!
La risa de Gina sonó clara y fresca.
—Eres muy divertido, Alex.
—Es todo mi haber. Esteban es más atractivo que yo. Es muy guapo y vehemente, cosa que entusiasma a las mujeres. Pero la vehemencia resulta aburrida en el hogar. Conmigo, Gina, la vida te divertirá más.
— ¿Es que no vas a decirme que me amas con locura?
—Por verdad que eso fuera, no te lo diría. Tú ganarías un punto y yo lo perdería. No; estoy dispuesto a pedirte en matrimonio de un modo comercial.
—Tendré que pensarlo —repuso Gina, sonriendo.
—Naturalmente. Además, primero tienes que sacar a Wally de su desesperación. Le tengo mucha simpatía. Debe de ser un infierno para él estar casado contigo y que le hayas arrastrado hasta esta pesada y filantró¬pica atmósfera familiar.
— ¡Qué animal eres, Alex!
—Un animal muy perspicaz.
—Algunas veces —dijo Gina—. No creo que Wally me quiera ni tanto así. Ya no me hace ningún caso.
— ¿Le has estado molestando con un palo y no te ha respondido? Que contrariedad.
Como un relámpago, la mano de Gina propinó una bofetada en la suave mejilla de Alex.
— ¡Tocado! —exclamó Alex.
Con un rápido movimiento, la tomó en sus brazos y antes de que ella pudiese resistirse la besó con ardor. La joven se debatió unos momentos... luego fue cediendo...
— ¡Gina!
Se separaron. Mildred Strete, con el rostro arrebolado y los labios temblorosos, les miraba acusadoramente. Por unos momentos su vehemencia apenas le permitió pronunciar las palabras.
—Qué lamentable... qué lamentable... tú eres igual que tu madre... siempre supe que eras mala... de mala raza... depravada. . y no sólo una esposa infiel... sino además una asesina. ¡Sé lo que digo!
— ¿Y qué es lo que sabes? No seas ridícula, tía Mildred.
—No soy tía tuya, a Dios gracias. No tenemos ningún parentesco de sangre. ¡Tú, ni siquiera sabes quién fue tu madre, ni de dónde vino! Pero yo sé muy bien quiénes han sido mis padres. ¿Qué clase de criatura crees que adoptarían ellos? ¡La hija de un criminal o de una mujer desgraciada, con toda seguridad! Eso de¬bieron de ser tus padres. Debieron pensar que la mala sangre sale a relucir algún día. Aunque me atrevería a asegurar qué es la parte italiana que hay en ti la que te hizo emplear veneno.
— ¿Cómo te atreves a hablarme así?
—Diré lo que me parezca. Ahora no puedes negarlo. ¡Atrévete a negar que alguien intentó envenenar a mi madre! ¿Y quién es la persona más adecuada? ¿Quién entrará en posesión de una gran fortuna a su muerte? Tú, Gina, y puedes estar segura de que la policía no ha pasado por alto ese detalle.
Mildred se alejó de la habitación a toda prisa, temblando todavía.
—Un caso patológico —dijo Alex—. Definitivamente patológico. Muy interesante.
—No seas ofensivo, Alex. Oh, la odio, la odio, la odio.
Gina se retorcía las manos con furia.
—Afortunadamente no tenías un arma a mano —dijo Alex—. De otro modo, la querida señora Strete hubiera sabido algo más sobre el crimen, desde el punto de vista de la víctima. Cálmate, Gina. No te pongas melodramática, como si estuvieras representando una ópera italiana.
— ¿Cómo se atreve a decir que yo intento envenenar a abuelita?
—Bueno, querida; alguien ha tratado de hacerlo. Y, contando con los motivos, tú eres la más indicada, ¿no te parece?
— ¡Alex! —Gina le miró con desmayo—. ¿Es que lo cree la policía?
—Es en extremo difícil saber lo que piensa la policía... Oculta perfectamente bien sus opiniones. No es tonta, ya lo sabes. Eso me recuerda...
— ¿Adonde vas?
—A poner en práctica una idea.



CAPÍTULO XVII

—Dices que alguien ha intentado envenenarme?
La voz de Carrie Louise denotaba asombro e incredulidad.
—Sabes —dijo—, no puedo creerlo.
Aguardó unos momentos con los ojos semicerrados.
—Quisiera haber podido evitarte esto, querida —le dijo Lewis con toda amabilidad.
Casi de un modo automático le tendió una mano que él tomó entre las suyas.
La señora Marple, que se hallaba sentada a su lado meneó la cabeza expresando su simpatía.
Carrie Louise abrió los ojos.
— ¿Es verdad, Juana? —le preguntó.
—Me temo que sí, querida.
—Entonces todo... —Carrie Louise se interrumpió—. Siempre creí saber lo que era real y lo que no lo era. —Prosiguió—. Esto no lo parece... y lo es... Así que debo haberme equivocado siempre... Pero ¿quién iba a querer hacerme una cosa así? No es posible que nadie en esta casa quiera... asesinarme.
Su voz seguía denotando incredulidad.
—Eso es lo que yo pensaba —dijo Lewis—. Estaba equivocado.
— ¿Y Christian lo sabía? Eso lo explica todo.
— ¿Qué es lo que explicar —quiso saber Lewis.
—Su comportamiento —repuso Carrie Louise—. Estaba muy raro, ¿sabes? No era el de siempre. Parecía... preocupado por mí y como si quisiera decirme algo... que no me dijo. Y me preguntó si tenía el corazón fuerte... si había estado bien últimamente. Tal vez quiso sonsacarme. Pero, ¿por qué no me lo decía con toda franqueza? Es mucho más sencillo decir las cosas abiertamente.
—No quiso causarte pena, Carolina.
— ¿Pena? Pero ¿por qué...? Oh, ya comprendo —sus ojos se abrieron como naranjas—. Eso es lo que tú crees. Pero estás equivocado, Lewis, completamente equivocado. Puedo asegurártelo.
Su esposo esquivó la mirada.
—Lo siento —dijo Carrie Louise al cabo de unos momentos—. Pero no puedo creer que sea verdad nada de lo que ha ocurrido últimamente. Edgar disparando contra ti. Gina y Esteban. Esa ridícula caja de bombones. No puede ser cierto.
Nadie habló. Carolina Louise Serrocold, luego de suspirar, dijo:
—Me figuro que he vivido durante mucho tiempo lejos de la realidad... por favor... quisiera estar sola... Tengo que procurar comprender...
Cuando la señorita Marple bajaba la escalera para dirigirse al Gran Vestíbulo, encontró a Alex Restarick de pie junto al arco de la puerta de entrada con el brazo extendido en un ademán extravagante.
—Pase, pase —dijo Alex alegremente como si fuera dueño del vestíbulo—. Pensaba en lo de ayer noche.
Lewis Serrocold, que había seguido a la señorita Marple desde la habitación de Carrie Louise, atravesó el Gran Vestíbulo refugiándose en su despacho y cerrando la puerta tras sí.
— ¿Es que intenta reconstruir el crimen? —preguntó la señorita Marple con disimulado interés.
— ¿Eh? —Alex la miraba con el ceño fruncido, que luego desarrugó.
—Oh, eso —repuso—. No, no es exactamente eso. Estaba mirándolo desde un punto de vista completamente distinto. Pensaba en ello en términos teatrales. No real, sino artificialmente. Venga aquí. Piense en los términos de un escenario. Luces, entradas, salidas. Personajes. Ruidos. Todo muy interesante. Creo que es un hombre bastante cruel. Esta mañana hizo todo lo que pudo para asustarme.
— ¿Y lo consiguió?
—No estoy seguro.
Alex le describió el experimento del inspector de cronometrar el tiempo mientras su ayudante Dodgett realizaba la acción falto de aliento.
—El tiempo engaña mucho —le dijo—. Uno cree que estas cosas necesitan mucho, pero, claro, no es así.
—No —dijo la señorita Marple.
Representando al público, se cambió de sitio. El escenario consistía en un amplio tapiz que cubría toda la pared hasta perderse en la oscuridad, un piano de cola, una ventana y el asiento junto a ésta. Muy cerca de la ventana estaba la puerta que daba a la biblioteca. El taburete del piano sólo quedaba a unos ocho pies de la puerta que daba al pie de la escalera y al pasillo. Dos salidas muy convincentes. El público, naturalmente, te¬nía una bella vista de ambas.
Pero la noche anterior no hubo público. Nadie, por así decir, había estado contemplando el escenario que ahora tenía ante sus ojos la señorita Marple. La noche anterior el público daba la espalda a la escena.
« ¿Cuánto debió tardar —pensaba la señorita Marple— en escurrirse de la estancia, recorrer el pasillo, disparar contra Gulbrandsen y regresar? Contando los minutos y segundos... muy poco en realidad... Pudo ser así.» ¿Qué quiso dar a entender Carrie Louise cuando dijo a su esposo: "Esto es lo que tú crees..., pero estás equivocado, Lewis"?»
—Debo confesar que fue una observación muy acertada por parte del inspector —la voz de Alex la sacó de sus meditaciones—. Al decir que un escenario es algo real... hecho de madera y cartón, pegados con cola y tan real por el lado pintado como por el otro. «La ilusión está en los ojos de los espectadores», fue lo que dijo.
—Como los ilusionistas —murmuró la señorita Marple—. El truco de los espejos, creo que es la frase que emplean en el lenguaje teatral.
Esteban Restarick entraba en aquellos momentos respirando con cierta dificultad.
—Hola, Alex —le dijo—. Ese chicuelo, Ernie Greg... no sé si lo recuerdas...
— ¿El que hizo el papel de Peste cuando representaste «La Doceava Noche»? Me pareció que tenía talento.
—Sí, lo tiene. También sus manos son muy hábiles. Hace muchos trabajos de carpintería. Sin embargo ahora eso no viene al caso. Ha estado diciéndole a Gina que sale por las noches y se pasea por los alrededores... que anoche estaba por aquí y se jacta de haber visto algo.
Alex giró en redondo.
— ¿Qué es lo que ha visto?
— ¡No quiere decirlo! Me parece que sólo trata de intervenir en esta representación. Es un mentiroso, pensé que tal vez debiera ser interrogado.
—Yo, de momento lo dejaría —repuso Alex con aspereza—. No vaya a creer que estamos muy interesados.
—Tal vez tengas razón. Esta noche, quizás.
Esteban dirigióse a la biblioteca.
La señorita Marple fue dando lentamente la vuelta al vestíbulo en su papel de auditorio movible, tropezando con Alex, que de pronto había echado a andar hacia atrás.
—Lo siento —dijo la señorita Marple.
Alex, con el ceño fruncido, repuso distraído:
—Perdone —y agregó sorprendido— Oh, es usted.
A la solterona le pareció aquélla una observación extraña viniendo de una persona con la que llevaba un rato charlando.
—Estaba pensando en otras cosas —le dijo—. Ese chico, Ernie... —hizo un gesto vago con ambas manos.
Luego, con un repentino cambio de acción, cruzó el vestíbulo, fue a la biblioteca, cerrando la puerta tras sí.
A través de la puerta cerrada se oía el rumor de las voces, pero la señorita Marple apenas prestó atención. Le interesaba lo que el versátil Ernie pudo haber visto, o inventado. No creyó ni por un momento que Ernie hubiera escogido una noche tan oscura como la anterior para poner en práctica sus habilidades como cerrajero y pasear por el parque. Lo más probable era que no hubiera salido aquella noche. Lo dicho, eran sólo baladronadas.
«Como Juan Backhouse», pensó la señorita Marple, que siempre tenía un buen surtido de comparaciones entre los habitantes de St. Mary Mead.
«Ayer noche le vi», decía siempre Juan Backhouse a todo el que pensaba iba a causar efecto.
Y era sorprendente ver los éxitos obtenidos. Pues muchas personas, según reflexión de la solterona, habían estado en sitios donde no deseaban ser vistas.
Alejó a Juan de su mente y concretó su pensamiento en algo vago que había despertado el relato de Alex sobre las observaciones del inspector Curry, y que le dieron una idea. A lo mejor la misma que se le había ocurrido a ella. ¿Sería igual? ¿Otra distinta?
Permaneció de pie donde tropezó con Alex, pensando entretanto:
«Esto no es un verdadero vestíbulo, sino un montón de cartones, lonas y maderas. Esto es un escenario...»
Algunas frases sueltas cruzaron, por su mente: «Ilusión... en los ojos de los espectadores.» «El truco de los espejos...» Peceras llenas de pececillos dorados... metros de cintas de colores... mujeres que desaparecen... Toda la falsedad del arte de los ilusionistas... Toda una gama de trucos bien dispuestos...
Algo acudió a su subconsciente... una imagen, algo que Alex había dicho... que le había descrito... El ayudante Dodgett jadeando... jadeando... Algo que flotaba en su mente... tomó forma de pronto...
— ¡Pues, claro! —exclamó—. Eso debe de ser...

CAPÍTULO XVIII

— ¡Oh, Wally, qué susto me has dado!
Gina, que salía de la penumbra junto al teatro, se sobresaltó al ver la figura de Wally Hudd recortándose en la oscuridad. Todavía no era noche ce¬rrada, pero la media luz hace que los objetos pierdan realidad y tomen formas fantásticas, de pesadilla.
— ¿Qué estás haciendo aquí? Por lo general nunca te acercas al teatro.
—Puede que te anduviese buscando, Gina. Es el mejor sitio para encontrarte, ¿no es cierto?
La voz pastosa de Wally no dejó entrever ninguna insinuación especial y, no obstante, Gina acobardóse un tanto.
—Es un trabajo que me gusta. Me encanta el olor de la pintura y la lona fuerte y tensa de los decorados.
—Sí. Significa mucho para ti. Ya lo he visto. Dime, Gina, ¿cuánto tiempo crees tú que tardará en aclararse este asunto?
—La vista de la causa será mañana. Sólo podrá aplazarse quince días o cosa así. Por lo menos, eso es lo que me ha dado a entender el inspector Curry.
—Quince días —repitió Wally pensativo—. Ya. Digamos quizá tres semanas. Y después... seremos libres. Entonces volveré a los Estados Unidos.
— ¡Oh! ¡Pero yo no puedo marcharme así! — exclamó Gina—. No puedo dejar a abuelita. Y ahora tenemos dos nuevas producciones en las que estamos trabajando...
—No he dicho nos iremos... sino que me iré yo.
Gina se detuvo para mirar a su esposo. El efecto de las sombras le hizo parecer muy alto. Una figura grande, tranquila..., pero en cierto modo ligeramente amenazadora.
— ¿Quieres decir... — vacilaba — que no quieres que vaya contigo?
—Pues no... Yo no he dicho eso.
—Entonces te da lo mismo que vaya o no. ¿No es eso?
—Escucha, Gina. De eso es de lo que tenemos que hablar. No sabíamos gran cosa el uno del otro cuando nos casamos... ni de nuestro pasado, ni de nuestras familias. Pensamos que no importaba... Lo único importante era pasarlo bien juntos. Fin del primer acto. Tus parientes no pensaron ni... piensan... bien de mí. Tal vez tengan razón. No soy de su clase. Pero si crees que voy a quedarme aquí, haciendo cosas que yo considero locuras... en ese caso... piénsalo bien. Yo quiero vivir en mi país, y dedicarme a una clase de trabajo que me gus¬te y pueda hacer. La idea que yo tengo de lo que debe ser una esposa es la de una mujer como las que acompañaban a los antiguos buscadores de oro, dispuesta a todo: penalidades, países desconocidos, peligros... Tal vez sea pedirte demasiado, pero tienes que ser todo eso, o nada. Puede que yo te indujera a casarte. De ser así, será mejor que te dé la libertad para que puedas comenzar de nuevo. Tú decidirás. Si prefieres a uno de esos muchachos artistas... es tu vida y tienes derecho a escoger, pero yo me vuelvo a casa.
—Creo que eres un completo cerdo —dijo Gina—. Yo me divierto aquí.
— ¿Sí? Pues yo, no. Me figuro que incluso un crimen te divierte.
—Eso que has dicho es una crueldad —dijo Gina aspirando con fuerza—. ¿No te das cuenta de que alguien ha estado envenenando a abuelita durante meses? ¡Es horrible!
—Ya te he dicho que no me gusta este sitio, ni las cosas que aquí ocurren. Me marcho.
— ¡Si te dejan! ¿No te das cuenta de que es probable que te arresten por el asesinato de tío Christian? No me gusta como te mira el inspector Curry. Parece un gato a punto de saltar sobre el ratón. Y porque estabas arreglando las luces y no eres inglés, estoy segura de que te echarán la culpa.
—Necesitan tener pruebas.
—Tengo miedo por ti, Wally. Lo tengo desde el principio.
—Eso no sirve de nada. ¡Te digo que no tienen nada contra mí!
Caminaron en silencio, en dirección a la casa.
— No creo que desees realmente que regrese a América contigo —dijo Gina al cabo de un rato.
Walter Hudd no contestó.
Gina se volvió hacia él y golpeó el suelo con el pie.
— Te odio. Te odio. Eres horrible... despreciable... un ser cruel y sin sentimientos. ¡Después de todo lo que he intentado hacer por ti! Quieres librarte de mí. No te importa no volverme a ver. Bueno, ¡pues a mí tampoco me importa no verte más! Fui una tonta cuando me casé contigo. Conseguiré el divorcio lo más pronto posible, y me casaré con Esteban o Alex, y seré mucho más feliz que lo hubiera sido contigo. Y espero que tú vuelvas a los Estados Unidos y te cases con alguna mujer horrible que te haga muy desgraciado.
— ¡Espléndido! —replicó Wally—. ¡Ahora ya sabemos a qué atenernos!
La señorita Marple vio a Gina y a Wally entrar juntos en la casa.
Se hallaba en el lugar donde el inspector Curry llevó a cabo su experimento con ayuda de Dodgett.
La voz de la señorita Bellever le hizo dar un respingo.
— Si se está ahí quieta, se enfriará, señorita Marple. Ya se ha ido el sol.
La señorita Marple, sumisa, echó a andar a su lado y juntas se dirigieron hacia la casa.
— Estaba pensando en los trucos de los ilusionistas — dijo la señorita Marple —. Tan difíciles que parecen cuando se quiere ver lo que hacen, y no obstante, tan sencillos que resultan una vez explicados. (Sin embargo, sigo sin entender cómo se las arreglan para sacar una pecera llena de peces.) ¿Ha visto alguna vez aserrar a una mujer por la mitad...? Es un truco emocionante. Recuerdo que me fascinaba cuando tenía once años. Y nunca pude imaginar cómo lo hacían. Pero el otro día vino un artículo en un periódico explicándolo todo. No creí que eso lo publicaran en los periódicos, ¿verdad? Parece que sólo hay una mujer... y son dos. La cabeza de una y los pies de otra. Uno cree que es una sola y son dos... y el efecto es magnífico, ¿no le parece?
La señorita Bellever la contemplaba ligeramente sorprendida.
Juana Marple no había estado nunca tan incoherente como entonces.
«Debe haber sido demasiado para la pobre señora», pensó.
—Cuando sólo se mira el lado de una cosa, sólo se ve ese lado —continuaba la solterona—. Pero todo encaja maravillosamente si uno puede decidir lo que es realidad y lo que es ilusión —agregó con brusquedad—. ¿Y Carrie Louise... se encuentra bien?
—Sí —repuso la señorita Bellever—. Está perfectamente. Pero debe haber sido un gran golpe para ella... descubrir que alguien quiere asesinarla. Quiero decir que para ella tiene que ser peor, porque no comprende esas violencias.
—Carrie Louise comprende muchas más cosas que usted y yo —contestó miss Marple pensativa—. Siempre fue así.
—Sé a lo que se refiere... Pero no vive en un mundo real.
— ¿No?
—Nunca hubo una persona que viviera menos en este mundo que Caro... —dijo la señorita Bellever mirándola sorprendida.
— ¿No cree usted que tal vez...? — se interrumpió al ver pasar a Edgar Lawson dando grandes zancadas. Éste hizo una inclinación de cabeza, pero volvió la cara al pasar ante ellas—. Ahora recuerdo a quién se parece —dijo la señorita Marple—. Se me acaba de ocurrir hace unos momentos. Me recuerda a un joven llamado Leonardo Wylie. Su padre era distinto, pero se volvió viejo y ciego y le temblaba el pulso, y la gente prefería que les visitara el hijo; pero el anciano se portó como un miserable, quedó muy abatido, dijo que ya no servía para nada, y Leonardo, que tenía un corazón muy tierno y era bastante tonto, comenzó a beber más de lo que debiera. Siempre olía a whisky y hacía el borracho cuando atendía a sus clientes. Su intención era que volvieran con su padre al ver que el más joven no era bueno.
— ¿Y lo hicieron así?
—Claro que no —repuso la señorita Marple—. Cualquiera con algo de sentido pudo decirle lo que iba a ocurrir. Los pacientes se fueron con un dentista rival, el señor Reilly. Muchas personas de buen corazón no tienen sentido común. Además, Leonardo era tan poco convincente... La idea que tenía de un borracho era muy distinta de la realidad... y desparramaba el whisky por encima de sus ropas, ¿sabe...? hasta un extremo inconcebible.

CAPÍTULO XIX

Encontraron a la familia reunida en la biblioteca. Lewis paseaba de un lado a otro y se respiraba cierta tensión en el ambiente.
— ¿Ocurre algo? —preguntó la señorita Bellever.
—Ernie Grey no estaba esta noche al pasar lista —replicó Lewis.
— ¿Se ha escapado?
—No lo sabemos… Maverick y algunos profesores andan buscándole por los alrededores. Si no damos con él, habrá que avisar a la policía.
— ¡Abuelita! —Gina corrió al lado de Carrie Louise, asustada por la palidez de su rostro—. Pareces enferma.
—Estoy muy disgustada. Este pobre chico...
—Esta noche iba a interrogarle por si ayer noche había visto algo de interés —dijo Lewis—. Me han ofrecido un buen empleo para él y pensé hablarle de ello, después de discutir lo de anoche. Ahora... —interrumpióse.
La señorita Marple murmuró por lo bajo:
—Pobrecillo... el muy tonto...
Meneó la cabeza, compasivamente y la señora Serrocold le dijo:
— ¿Así que tú también piensas lo mismo, Juana?
Esteban Restarick entró en la estancia, diciendo:
—Te he echado de menos en el teatro, Gina. Creí que habías dicho que querías... Hola, ¿qué pasa?
Lewis volvió a repetir la información y, cuando terminó de hablar, apareció el doctor Maverick acompañado de un muchacho rubio de mejillas sonrosadas y expresión angelical. La señorita Marple lo recordaba por haber cenado con ellos la noche que llegó a Stonygates.
—Me he traído a Arturo Jenkins —dijo el doctor Maverick—. Al parecer, ha sido el último que habló con Ernie.
—Vamos, Arturo —apremió el señor Serrocold—. Ayúdanos, si es posible, por favor. ¿Dónde ha ido Ernie? ¿Es sólo una travesura?
—No lo sé, señor. De verdad que no lo sé. No me dijo nada. Estaba entusiasmado con la obra que pre-paran. Dijo que tenía una idea estupenda para el es¬cenario, de esas que la señora Hudd y el señor Esteban consideran de primera clase.
—Hay otra cosa, Arturo. Ernie declaró haber estado vagando por el parque ayer noche después del toque de silencio. ¿Es cierto?
—Claro que no. Sólo quiso darse importancia, eso es todo. Ernie es muy mentiroso. Nunca salió por la noche. Solía decir que era capaz de hacerlo, pero no era tan hábil como para abrir los cerrojos. No podía hacer nada ante un cerrojo que fuese un cerrojo. De todas formas, anoche estuvo dentro, me consta.
— ¿No dirás eso para complacernos, Arturo?
—Lo juro —repuso con seriedad.
Lewis no pareció muy satisfecho.
—Escuchen —dijo el doctor Maverick—. ¿Qué es eso?
Se fue aproximando un rumor de voces. La puerta abrióse de par en par, dando paso al señor Baumgarten, pálido y descompuesto tras sus eternos lentes.
Balbuceó:
—Les... les hemos encontrado. Es horrible...
Se dejó caer sobre una silla, secándose la frente. Mildred Strete le preguntó con aspereza:
— ¿Qué quiere decir..., les hemos encontrado?
Baumgarten temblaba como una hoja.
—En el teatro. Tienen las cabezas destrozadas..., el contrapeso debe de haber caído sobre ellos. Los dos han muerto... Alexis Restarick y ese muchacho, Ernie Greg...

CAPÍTULO XX

—Te he traído una taza de caldo muy concentrado, Carrie Louise —le dijo la señorita Marple—. Bébelo, por favor.
La señora Serrocold se incorporó en la gran cama de roble tallado. Se la veía menuda e infantil. Sus me-jillas habían perdido su tinte sonrosado y sus ojos tenían una expresión extraña y lejana.
Obediente, tomó la sopa que le ofrecía la señorita Marple, que había tomado asiento en una silla junto a la cama.
—Primero Christian —decía Carrie Louise—, y ahora Alex y ese pobre tonto de Ernie. ¿Sabría algo en realidad...?
—No lo creo —repuso la señorita Marple—. Siempre estaba diciendo mentiras..., dándose importancia y haciendo ver que había visto o sabía algo. La tragedia es que alguien creyó sus mentiras.
Carrie Louise se estremeció y sus ojos volvieron a adquirir su expresión ausente.
—Queríamos hacer mucho por esos muchachos... Hicimos algo. Algunos han respondido maravillosamente. Varios tienen cargos de mucha responsabilidad. Otros resbalaron..., eso no puede evitarse. Las condiciones de la civilización moderna son tan complejas..., demasiado complejas para algunas naturalezas sencillas y rudimentarias. ¿Conoces el gran proyecto de Lewis? Siempre ha creído que un gran cambio es algo que ha salvado a muchos criminales en potencia. Son enviados a ultramar... y comienzan una nueva vida en un ambiente sencillo. Quiere comenzar un nuevo plan sobre esta base. Comprar un buen territorio o un grupo de islas, financiarlo durante unos años, crear una comunidad cooperativa que pueda mantenerse por sí misma... y en la que todos tengan su parte. Que esté apartada para que pueda neutralizarse la tentación de volver a las ciudades y a los malos tiempos. Claro que costará mucho dinero, y ahora no hay muchas personas filantrópicas. Queremos encontrar otro Eric. A Eric le hubiera entusiasmado.
La señorita Marple cogió una tijera y la miró con curiosidad.
—Qué tijera más rara —dijo—. Tiene dos agujeros para pasar dos dedos de un lado y uno en el otro.
Carrie Louise pareció regresar de muy lejos.
—Alex me la dio esta mañana. Dicen que va mejor para cortarse las uñas de la mano derecha. El pobre chico estaba entusiasmado. Me la hizo probar una y otra vez.
—Me figuro que recogería los pedacitos de las uñas para tirarlos cuidadosamente luego —dijo la señorita Marple.
—Sí —repuso Carrie Louise—. Pues... —Se interrumpió—. ¿Por qué dices eso?
—Pensaba en Alex. Era inteligente. Sí, vaya si lo era.
— ¿Quieres decir... que por eso murió?
—Sí, creo que sí.
—Él y Ernie..., no puedo soportar el recordarlo. ¿Cuándo creen que ocurrió?
—A última hora de la tarde. Entre las seis y las siete, probablemente.
— ¿Después de terminar el trabajo del día?
—Sí.
—Gina había estado allí aquella tarde... y Wally Hudd. También Esteban dijo que fue al teatro para buscar a Gina...
—Cualquiera pudo haber...
La señorita Marple tuvo que interrumpir el curso de sus pensamientos. Carrie Louise decía tranquila e inesperadamente:
— ¿Qué es lo que sabes, Juana?
La señorita Marple alzó los ojos intrigada y sus miradas se encontraron como extrañadas.
—Si estuviera completamente segura... —repuso despacio.
—Creo que lo estás, Juana.
— ¿Qué quieres que haga?
Carrie Louise se recostó contra las almohadas.
—En tus manos está, Juana... Haz lo que creas oportuno.
—Mañana... —la señorita Marple vacilaba—, tendré que intentarlo..., hablaré con el inspector Curry... Si me escucha...

CAPÍTULO XXI

EL inspector Curry dijo con bastante impaciencia y malhumor:
— ¿Y bien, señorita Marple?
— ¿No podríamos, si quiere, ir al Gran Vestíbulo?
El inspector Curry pareció ligeramente sorprendido.
— ¿Es ésa la idea que usted tiene de un sitio reservado? Seguramente aquí,.. —Y miró hacia el despacho.
—No es eso lo que estaba pensando. Es que quiero enseñarle algo. Algo que me hizo ver Alex Restarick.
El inspector Curry, ahogando un suspiro, se puso en pie para seguir a la señorita Marple.
— ¿Es que alguien ha estado hablando con usted?
—No —repuso la solterona—. No se trata de lo que se ha dicho. En realidad es cuestión de los trucos que emplean los ilusionistas. Lo hacen con unos espejos, sabe... esas cosas... no sé si me comprende.
El inspector Curry no entendía nada, y la miró preguntándose si no se habría vuelto loca.
La señorita Marple ocupó su sitio y le pidió que se pusiera a su lado.
—Quiero que imagine que esto es un escenario, inspector, tal como estaba la noche que Christian Gulbrandsen fue asesinado. Usted está aquí entre los espectadores mirando los personajes que aparecen en la escena. La señora Serrocold, yo, la señorita Strete, Gina y Esteban... y lo mismo que en un escenario, hay entradas y salidas y los actores van a sitios distintos. Sólo que cuando uno está entre el público no se sabe a dónde van en realidad. Salen en dirección a la «puerta principal» o «la cocina» y, cuando se abren las puertas, sólo se ve un trozo de tela pintada. Pero en realidad salen a las puertas laterales de la escena... o a la parte posterior donde están los carpinteros y electricistas, y otros actores aguardando su turno... salen... a un mundo distinto.
—Todavía no comprendo.
—Oh, ya sé..., parece una tontería..., pero si usted lo imagina como una representación cuyo escenario es «el Gran Vestíbulo de Stonygates...», ¿qué hay exactamente detrás de la escena...? La terraza..., ¿no es cierto...? La terraza y todas las ventanas que dan a ella. Y así fue como llevaron a cabo el engaño. Fue el truco de la «mujer cortada en dos» lo que me hizo caer en ello.
— ¿La mujer cortada en dos? — Ahora estaba convencido de que la señorita Marple era un caso mental.
—Un truco muy emocionante. Debe haberlo visto alguna vez... No es sólo una muchacha..., sino dos. La cabeza de una y los pies de la otra. Y así pensé que también pudo haber sido al revés. Dos personas que en realidad sólo fueron una.
— ¿Dos personas y en realidad sólo una? —El inspector Curry estaba desesperado.
—Sí. No por mucho tiempo. ¿Cuánto tardó su ayudante en cruzar el parque, entrar en la casa y regresar? Dos minutos y cuarenta y cinco segundos, ¿no fue eso? Para esto necesitaría menos. Unos dos minutos.
— ¿En qué se tarda menos de dos minutos?
— En el truco del ilusionismo. El truco consistió en que sólo era una persona cuando todos creíamos que eran... dos. Aquí... en el despacho. Estamos contemplando sólo la parte del escenario. Detrás está la terraza y una serie de ventanas. Es muy fácil saltar por la ventana del despacho, habiendo dos personas en él, y correr por la terraza (los pasos que oyó Alex), entrar por la puerta lateral, matar a Gulbrandsen y volver, y durante ese tiempo la otra persona que permanece en el despacho hace las dos voces para que todos crean que allí hay dos personas. Y allí estuvieron todo el tiempo, menos durante esos minutos escasos.
El inspector Curry recobró el aliento y le habló.
— ¿Quiere usted decir que fue Edgar Lawson quien corrió por la terraza para matar a Gulbrandsen y quien envenenó a la señora Serrocold?
— Pero, comprende, inspector. Nadie estuvo envenenando a la señora Serrocold. Ahí es donde empieza el engaño. Alguien lo bastante inteligente quiso aprovecharse del hecho de que los achaques de la señora Serrocold, debido a su artritismo, eran los mismos síntomas del envenenamiento por arsénico. Era el viejo truco de los ilusionistas de forzar una carta. Es muy sencillo agregar arsénico a un frasco de medicina y unas palabras a una carta escrita a máquina. Pero el verdadero motivo de la venida del señor Gulbrandsen era el más lógico... algo que hacía referencia al Trust Gulbrandsen. Dinero, en resumen. Suponga que hubiera habido un desfalco..., un desfalco en gran escala..., ¿ve usted a quién señala? A una sola persona.
— ¿Lewis Serrocold? —murmuró, atónito.
— Lewis Serrocold —dijo la señorita Marple.

CAPÍTULO XXII

Parte de la carta que Gina escribió a su tía la se¬ñora Van Rydock:

«... ya ves, querida tía Ruth, que ha sido como una pesadilla... sobre todo el final. Ya te he contado lo referente a ese extraño muchacho, Edgar Lawson. Siempre fue un cobarde... y cuando el inspector comenzó a interrogarle, perdió el control de sus nervios y salió corriendo. Saltó por la ventana y dando vuelta a la casa, bajó por la avenida, donde había un policía que le cortó el camino. Desviándose, siguió corriendo en dirección al repecho donde está el lago, saltando a una vieja y carcomida embarcación que hace años que está allí haciéndose polvo, que empujó hacia dentro. Na¬turalmente, fue una locura, pero ya te dije que estaba más asustado que un conejo. Entonces Lewis dio una gran voz diciendo: "Esa barca está podrida", y también corrió hacia el lago. La barquichuela se hundió y ya tenemos a Edgar chapoteando en el agua. No sabía nadar. Lewis echóse al agua y nadó hacia él. Pudo cogerle, pero los dos corrían peligro, pues estaban entre los juncos. Uno de los ayudantes del inspector quiso auxiliarlos, y fue hasta ellos con una cuerda atada a la cintura, pero también se enredó y tuvieron que sacarle tirando de la cuerda. Tía Mildred dijo: "Se ahogarán..., se ahogarán los dos..." de una manera tan tonta, y abuelita repuso: "Sí." No puedo describir la entonación que dio a esas palabras. Sólo "sí" y pareció que nos atravesaba una espada…
«— ¿Te parezco tonta y exagerada? Me figuro que debo serlo. Pero nos dio esa sensación...
«Y desde luego... cuando todo terminó, los sacaron e intentaron hacerles la respiración artificial (ya no había remedio). El inspector acercóse a nosotros y le dijo a abuelita:
«—Señora, me temo que no hay esperanza.
«Y abuelita, repuso tranquilamente:
«—Gracias, inspector.
«Y luego nos miró a todos. Yo quería ayudar y no supe cómo; Jolly parecía triste y dispuesta a dirigir, como siempre; Esteban se retorcía las manos, y la señorita Marple daba la impresión de estar muy cansada, y apesadumbrada, e incluso Wally pareció trastornado. Todos la queremos y deseábamos hacer algo.
«Pero abuelita se limitó a decir: "Mildred", y tía Mildred repuso: "Madre." Y juntas caminaron hacia la casa; abuelita tan frágil, menuda, apoyándose en tía Mildred. Nunca comprendí, hasta entonces, lo mucho que se quieren. No lo demostraban, ¿sabes?, pero era así. »

Gina hizo una pausa, durante la cual chupó el extremo de su pluma. Y resumió:

«En cuanto a mí y Wally... regresaremos a los Estados Unidos en cuanto podamos...»

CAPÍTULO XXII

— ¿Cómo lo adivinaste, Juana?
La señorita Marple se tomó unos momentos antes de contestar, mientras miraba pensativa a sus interlocutores... Carrie Louise, más delgada y frágil y, no obstante, tan entera... y el anciano, de suave sonrisa y cabellos blancos: el doctor Galbraith, obispo de Cromer.
El obispo tomó la mano de Carrie Louise.
—Ha sido un gran golpe para ti, mi pobre pequeña, y una gran pena.
—Una pena, sí, pero no un gran golpe.
—No —dijo la señorita Marple—. Eso es lo que he descubierto. Todo el mundo decía que Carrie Louise vivía en otro mundo, muy lejos de la realidad. Pero lo cierto, mi querida amiga, es que vivías en la realidad y no de ilusiones. Tú no te dejaste engañar como la mayoría de nosotros. Cuando me di cuenta de ello, comprendí que debía guiarme por lo que tú pensabas y sentías. Estabas tan segura de que nadie habría de querer envenenarte, no pudiste creerlo... y estuviste muy acertada, porque así era. Nunca pensaste que Edgar pudiera disparar contra Lewis... y también estabas en lo cierto. Él nunca hubiera causado daño a Lewis. Estabas segura de que Gina no quería a nadie más que a su esposo... y otra vez acertaste.»
Así que debía guiarme por tí, todas las cosas que parecían verdad, eran sólo ilusiones... Ilusiones crea-das con un propósito definido... del mismo modo que los ilusionistas las crean para engañar al público. Nosotros éramos ese público.
»Alex Restarick comenzó a vislumbrar la verdad el primero, porque tuvo oportunidad de ver las cosas desde un ángulo distinto... desde el exterior. Estaba en la carretera con el inspector, mirando la casa, y comprendió las posibilidades que ofrecían las ventanas..., recordó el rumor de pasos apresurados que oyera aquella noche, y el cronómetro demostró el poquísimo tiempo que se necesitaba para estas cosas. El ayudante jadeaba mucho, y más tarde recordé que Lewis Serrocold también estaba sin aliento aquella noche, cuando abrió la puerta del despacho. Había estado corriendo mucho.
»Pero fue Edgar Lawson quien me dio la solución. Siempre le encontré algo extraño. Todo lo que decía y hacía era exactamente lo que se esperaba de él, y no obstante, resultaba raro. Porque en realidad era un hombre normal representando el papel de un esquizofrénico, y, claro..., siempre parecía algo teatral.
»Debió estar todo cuidadosamente pensado y planeado. Lewis comprendió, con ocasión de la última visita de Christian, que algo había despertado sus sospechas. Y le conocía lo bastante para saber que no descansaría hasta descubrir si tales sospechas eran ciertas o infundadas.
Carrie Louise se estremeció.
—Sí —dijo—. Christian siempre fue así. Lento y concienzudo, pero muy listo. Ignoro lo que le hizo entrar en sospechas, pero comenzó a investigar... y después descubrió la verdad.
El obispo comentó:
—Me culpo de no haber sido un socio más consciente.
—No era de esperar que usted entendiera gran cosa de negocios —repuso Carrie Louise—. Eso corresponde al señor Gilroy. Luego, cuando murió, la gran experiencia de Lewis hizo que le entregaran la dirección. Y eso, naturalmente, se le subió a la cabeza.
Un tinte sonrosado coloreó sus mejillas.
—Lewis era un gran hombre —dijo—. Un hombre de gran visión, y un creyente apasionado de lo que podía hacerse... con dinero. No lo quería para él... o por lo menos por avaricia... sino por el poder que pro¬porciona... y quería tener ese poder para hacer mucho bien con él...
—Quería —dijo el obispo— ser Dios.
— Su voz se hizo áspera—. Olvidó que el hombre es sólo un humilde instrumento de la voluntad divina.
— ¿Y por eso desfalcó los fondos de la sociedad? —preguntó lo señorita Marple.
—No fue sólo eso... —El doctor Galbraith vacilaba.
—Dígaselo —le animó Carrie Louise—. Es mi mejor amiga.
—Lewis Serrocold era lo que pudiéramos llamar un mago de las finanzas. Durante sus muchos años de llevar la contabilidad, se divirtió inventando varios métodos que eran prácticamente estafas. Eso fue sólo un estudio académico, pero cuando comenzó a entrever las posibilidades que ofrecían empleando una fuerte suma de dinero, los puso en práctica. Ya sabe, tenía a su disposición material de primera clase. Entre los muchachos que pasaron por aquí, escogió unos cuantos con los que formó una banda reducida. Eran jóvenes con un fondo criminal por naturaleza, que adoraban las emociones, y con una inteligencia despierta. Todavía no hemos llegado al fondo de todo ello, pero parece ser que este círculo era adiestrado especialmente, luego colocado en posiciones estratégicas, donde bajo la dirección de Lewis falsificaban los libros de tal modo que desaparecían grandes sumas de dinero sin levantar la menor sospecha. Me figuro que las operaciones y ramificaciones de esta trama son tan complicadas que se tardará meses antes de que salgan a la luz. Pero el resultado neto es que bajo varios nombres, cuentas corrientes y compañías, Lewis Serrocold hubiera sido capaz de disponer de una suma colosal para un experimento colectivo, en el cual, los jóvenes delincuentes llegarían a poseer y administrar su propio territorio. Era su sueño fantástico.
—Que pudo haber sido realidad —repuso Carrie Louise.
—Sí, pudo convertirse en realidad. Pero los medios empleados por Lewis no eran honrados, y Christian Gulbrandsen los descubrió. Estaba muy preocupado, sobre todo al darse cuenta de lo que representaría para ti la probable persecución de Lewis, Carrie Louise.
—Por eso me preguntó por el estado de mi corazón, y estaba tan preocupado por mí. No supe comprenderlo.
—Entonces Lewis Serrocold regresó de su corto viaje y Christian salió a esperarle a la terraza, donde le dijo lo que ocurría. Lewis lo tomó con calma, según creo, y ambos convinieron en hacer lo posible para evitarte el disgusto. Christian dijo que me escribiría para que viniese a considerar la posición, como socio del Trust.
—Pero, naturalmente —prosiguió la señorita Marple—, Lewis Serrocold estaba preparado para esta contingencia. Lo tenía todo planeado. Había traído a la casa un joven que iba a representar el papel de Edgar Lawson. Claro que existía el verdadero Edgar Lawson en caso de que la policía pidiera su ficha. El falso Edgar sabía muy bien lo que debía hacer... representar el papel de un esquizofrénico víctima de manía persecutoria... y proporcionar a Lewis Serrocold una coartada durante unos minutos de vital importancia.
»También había pensado, cuál era el segundo paso a dar. La historia de que tú, Carrie Louise, estabas siendo envenenada lentamente... fue sólo la versión de Lewis de su conversación con Christian... eso, y unas pocas líneas que agregó a la carta mientras aguardaba a la policía. No fue difícil poner arsénico en la medicina. No hubo peligro para ti... puesto que él iba a impedir que la tomases. Lo de la caja de bombones fue otro detalle... y no estaban envenenados... sino los que él sustituyó astutamente antes de entregarlos al inspector Curry.
—Y Alex lo adivinó —dijo Carrie Louise.
—Sí..., por eso recogió los pedacitos de tus uñas. Hubieran demostrado si te habían administrado arsénico durante un largo período.
—Pobre Alex... y pobre Ernie.
Hubo unos momentos de silencio mientras pensaban en Christian Gulbrandsen, Alex Restarick y en Ernie... aquel muchachito... y en lo de prisa que un asesinato puede tergiversar las cosas.
—Pero, desde luego —dijo el obispo—, Lewis corrió un gran riesgo al persuadir a Edgar de que actuase como cómplice... aunque tuviera algo con que amenazarle...
Carrie Louise meneó la cabeza.
—No es precisamente por eso. Edgar sentía un gran afecto por Lewis.
—Sí —repuso la señorita Marple—. Como Leonardo Wylie y su padre. Me pregunto si tal vez...
Se detuvo con reparo.
—Me figuro que ves la similitud, ¿no? —le dijo Carrie Louise.
— ¿Así es que lo supiste siempre?
—Me lo figuraba. Sabía que Lewis estaba loco por una actriz antes de conocerme a mí. Me lo contó. No fue nada serio, era de esas mujeres que andan tras el dinero y Lewis no le importaba, pero no tengo la menor duda de que ese muchacho, Edgar, es hijo de Lewis.
—Sí —replicó la señorita Marple—. Eso lo explica todo...
—Y al fin dio su vida por él —dijo Carrie Louise mirando suplicante al obispo—. Usted lo sabe.
—Celebro que haya terminado así —continuó—: dando su vida por salvar al muchacho... Las personas que pueden ser buenas, pueden a la vez ser muy malas. Siempre supe la verdad con respecto a Lewis..., pero... me quería mucho... y yo a él.
— ¿Sospechaste alguna vez de él? —quiso saber la solterona.
—No —contestó Carrie Louise—. Porque estaba intrigada por lo del envenenamiento. Sabía que Lewis no me hubiera envenenado nunca y no obstante la carta de Christian decía claramente que alguien me estaba envenenando... por eso pensé que todo lo que creí saber de las personas debía ser un error...
—Pero cuando Alex y Ernie fueron encontrados muertos, ¿sospechaste? —insinuó la señorita Marple.
—Sí. Porque nadie más que Lewis podía haberse atrevido a tanto. Y comencé a pensar en quién pudie-ra ser el siguiente...
Se estremeció.
—Yo admiraba a Lewls. Admiraba su..., ¿cómo diría yo...?, su bondad. Pero comprendo que cuando se es... bueno, hay que ser humilde también.
—Eso, Carrie Louise, es lo que siempre he admirado en ti... tu humildad — le dijo el doctor Galbraith.
Sus encantadores ojos azules se alzaron sorprendidos.
—Pero no soy lista... ni demasiado buena. Sólo sé admirar la bondad de los demás.
—Mi querida Carrie Louise —dijo la señorita Marple.

EPILOGO

—Yo creo que abuelita estará perfectamente bien con tía Mildred —dijo Gina—. Ahora tía Mildred es mucho más agradable... menos retraída..., ¿sabe lo que quiero decir?
—Sí —repuso la señorita Marple.
—Por eso, Wally y yo regresaremos a los Estados Unidos dentro de quince días.
Gina miró a su esposo y agregó:
—Me olvidaré de Stonygates, de Italia, de toda mi infancia y me volveré cien por cien americana. A nuestro hijo le llamaremos Junior, como se suele hacer en América. No puede ser más razonable, ¿verdad, Wally?
—Desde luego que no, Catalina —dijo la señorita Marple.
Wally sonrió indulgentemente ante aquella anciana que equivocaba los nombres, y quiso corregirla con amabilidad.
—Gina, no Catalina.
Pero Gina echóse a reír.
— ¡Sabe muy bien lo que dice! Y a ti te llamará Petruchio en cualquier momento.
—Sólo pensaba —dijo la señorita Marple dirigiéndose a Walter— en que se ha comportado usted muy sabiamente, muchacho.
—Cree que eres el marido más adecuado para mí —dijo Gina.
La señorita Marple contempló a la pareja. Era muy agradable ver a dos jóvenes tan enamorados... Y Walter Hudd estaba completamente transformado. Ya no era aquel joven malhumorado de su primer encuentro... sino un gigante alegre y sonriente.
—Ustedes dos me recuerdan... —comenzó a decir.
Gina corrió a poner su mano sobre los labios de la señorita Marple.
—No —exclamó—. No lo diga. No me gustan esas comparaciones con personas de su pueblo. En el fondo, encierran mala intención. ¿Sabe que, en realidad, es usted una mujer muy mala?
Sus ojos se empañaron.
—Cuando pienso en usted, tía Ruth y abuelita cuando las tres eran jóvenes... ¡No sé qué daría por saber cómo eran! No puedo imaginármelas de ninguna manera...
—Y no creo que lo consiga —repuso la señorita Marple—. Fue hace tanto tiempo.


FIN
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Ср ноя 08, 2017 4:06 am

En el hotel Bertram. Отель «Бертрам»

Capítulo

I

En el corazón del West End, hay un gran número de rincones discretos, desconocidos por casi todos excepto los taxistas, quienes los atraviesan como auténticos expertos y, por lo tanto, llegan triunfantes a Park Lane, Berkeley Square o South Audley Street. Si se coge una discreta calle que sale de Park y se dobla a la izquierda y después un par de veces más, se encontrará en una tranquila travesía con el hotel Bertram's a mano derecha. El hotel Bertram's lleva allí mucho tiempo. Durante la guerra, varias casas a su derecha resultaron demolidas, y lo mismo ocurrió con otras un poco más lejos a su izquierda, pero el Bertram's permaneció incólume. Naturalmente, no pudo evitar, como dicen los agentes inmobiliarios, acabar pintado, remozado y maquillado, pero una suma de dinero bastante razonable bastó para devolverle su condición original. En 1955 tenía el mismo aspecto que había tenido en 1939: digno, nada ostentoso y discretamente caro. Así era el Bertram's, el hotel preferido durante muchos años de los más altas dignidades eclesiásticas, viudas de la más rancia aristocracia rural y alumnas de escuelas de lujo que hacían un alto en el camino de regreso a casa donde pasarían las vacaciones. («Hay tan pocos lugares donde una joven pueda quedarse sola en Londres. Pero desde luego pueden quedarse en el Bertram's perfectamente. Nosotros nos alojamos allí desde hace años.») Por supuesto, han existido muchos otros hoteles similares al Bertram's. Algunos continúan abiertos, pero casi todos han tenido que adaptarse a los tiempos. Se han visto obligados a modernizarse y a atender a otro tipo de clientes. El Bertram's no se ha salvado de los cambios, pero los ha hecho con tanta habilidad que apenas si se notan a primera vista. Delante de la escalinata que conduce a la gran puerta giratoria monta guardia lo que a simple vista no puede ser menos que un mariscal de campo. Galones dorados y condecoraciones engalanan un pecho ancho y masculino. El porte es impecable. Recibe a los huéspedes con tierna preocupación cuando se bajan achacosos del taxi o del coche, los acompaña solícito en su ascensión por la escalinata y los guía en el paso por la silenciosa puerta giratoria. En el interior, si es la primera vez que se visita el Bertram's, se tiene la alarmante sensación de que se acaba de entrar en un mundo perdido, de que se ha retrocedido en el tiempo. Se está otra vez en la Inglaterra eduardiana. Por supuesto, hay calefacción central, pero no es evidente. En el gran vestíbulo continúan presentes las dos magníficas chimeneas y, a su lado, las dos grandes carboneras de bronce relucen como relucían cuando a principios de siglos las criadas las pulían y las llenaban con los trozos de carbón del tamaño correcto. Predomina el terciopelo y se respira un ambiente de mullida comodidad. Los sillones tampoco son de este mundo. Los asientos son muy altos para evitar que las damas achacosas tengan que esforzarse de una manera indigna para levantarse. Por si esto fuera poco, los asientos no acaban, como ocurre con muchos y muy caros sillones modernos, a mitad del muslo, algo que es una constante causa de dolor para aquellos que padecen artritis y ciática. Tampoco son del mismo modelo. Los hay de respaldos inclinados y rectos, y de diferentes anchos para acomodar a delgados y a obesos. Es difícil que alguien no encuentre un sillón cómodo en el Bertram's. El vestíbulo estaba lleno porque era la hora del té. Desde luego, no es el único lugar para tomar el té. Hay un salón (tapizado con cretonas), una sala de fumadores (por alguna oscura razón sólo para caballeros) con comodísimos butacones del mejor cuero, y dos pequeñas salas de lectura, donde se puede ir con un amigo y disfrutar de una amable y tranquila charla, e incluso leer o escribir una carta. Además de estas amenidades propias del pasado, había otros rincones que no se anunciaban, pero que eran conocidos por quienes lo deseaban: un bar con dos barras. Una la atendía un barman norteamericano para que sus compatriotas se sintieran como en casa y para proveerles de bourbon, whisky de centeno y todo tipo de cócteles, y otro barman inglés se ocupaba del jerez y la cerveza, y hablaba como un experto de los caballos participantes en los hipódromos de Ascot y Newbury, con los hombres de mediana edad alojados en el Bertram's que asistían a las grandes competiciones hípicas. También había, disimulada al final de un pasillo, una sala de televisión. Pero el gran vestíbulo era el lugar favorito para tomar el té. Las señores ancianas disfrutaban viendo quién entraba o salía, saludaban desde lejos a viejos amigos y comentaban despiadadamente lo mal que habían envejecido. También se sentaban los huéspedes norteamericanos, fascinados por el espectáculo de la aristocracia inglesa, dedicada al tradicional té de la tarde. No había ninguna duda de que la hora de la merienda en el Bertram's era algo serio. Lo menos que se podía decir es que era espléndido. Henry presidía el ritual. Era un hombre con un tipo impresionante, cincuentón, paternal, simpático, y con unos modales de una especie desaparecida tiempo ha: el mayordomo perfecto. Unos jóvenes esbeltos se encargaban del servicio bajo su austera dirección. Tenían grandes bandejas de plata con el escudo del hotel, y teteras de estilo georgiano. La porcelana, sin llegar a ser Rockingham y Davenport, lo parecía. Los servicios modelo Blind Earl eran los predilectos. Los tés abarcaban los mejores de la India, Ceilán, Darjeeling, Lapsang, etcétera. En cuanto a las viandas, se podía pedir cualquier cosa, ¡y lo servían! En esta ocasión, el 17 de noviembre, lady Selina Hazy, de 65 años, procedente de Leicestershire, comía unos deliciosos muf ins bien untados de mantequilla con todo el placer de una vieja dama. Sin embargo, su concentración en los muffins no era tan grande como para impedir que mirara atentamente cada vez que las puertas se abrían para admitir a un recién llegado. Por lo tanto, sonrió y agachó levemente la cabeza en un amable saludo dirigido al coronel Luscombe, erguido, marcial, con los prismáticos colgados alrededor del cuello. Como la vieja autócrata que era, lo llamó con un ademán imperioso y, al cabo de un par de minutos, Luscombe acudió a la llamada. —Hola, Selina, ¿qué le trae a la ciudad?
— El dentista —farfulló lady Selina con la boca llena—, y ya que estaba aquí, me dije que podía ir a ver a ese hombre de Harley Street por lo de mi artritis. Ya sabe de quién le hablo. Harley Street albergaba a varios centenares de prestigiosos médicos especializados en todas y cada una de las enfermedades, pero Luscombe sabía a quién se refería.
— ¿Le sirvió de algo?
— Creo que sí —contestó Selina, a regañadientes—. Un tipo curiosísimo. Me cogió por el cuello cuando menos lo esperaba y me lo retorció como a una gallina.
— Movió el cuello con cuidado.
— ¿Le hizo daño?
—Tendría que habérmelo hecho a la vista de cómo me lo retorció, pero la verdad es que no me dio tiempo a enterarme.
— Continuó moviendo el cuello con delicadeza—. Lo noto bien. Puedo mirar por encima del hombro derecho por primera vez en años. Sometió esta afirmación a una prueba práctica y exclamó:
— ¡Vaya, si aquella es Jane Marple! Creía que se había muerto hace años. Parece centenaria. El coronel Luscombe miró en dirección a la resucitada Jane Marple, pero sin mucho interés. El Bertram's siempre tenía un amplio surtido de lo que él llamaba sus viejas gallinas. Lady Selina seguía con su discurso.
— ¡El único sitio en Londres donde todavía sirven muffins de verdad! ¡Auténticos muffins! ¿Sabe que cuando estuve en Estados Unidos el año pasado tenían algo que llamaban muffins en el menú del desayuno? Nada que ver. Eran trozos de bizcocho con pasas. Me pregunto por qué los llamarán muffins. Se comió el último mendrugo y miró a su alrededor con indiferencia. Henry se materializó en el acto. Ni deprisa ni con premuras. Sencillamente, apareció allí.
— ¿Desea algo más, milady? ¿Algún pastel?
— ¿Pastel?
— Lady Selina consideró la oferta sin llegar a decidirse.
— Servimos un magnífico pastel de sésamo, milady. Se lo recomiendo.
— ¿Pastel de sésamo? Hace años que no como pastel de sésamo. ¿Es auténtico pastel de sésamo?
— Desde luego, milady. El cocinero tiene una receta de toda la vida. Le gustará, se lo aseguro. Henry miró a uno de sus adláteres, y el joven partió en busca del pastel de sésamo.
— ¿Supongo que ha estado usted en Newbury, Derek?
— Sí. Hacía muchísimo frío. No esperé a las dos últimas carreras. Un día desastroso. La potranca de Harry es un jamelgo.
— Me lo suponía. ¿Qué hizo Swanhilda?
— Acabó cuarta.
— Luscombe se levantó—. Voy a preguntar por mi habitación. Cruzó el vestíbulo hacia la recepción. Mientras caminaba, se fijó en las mesas y sus ocupantes. Era asombrosa la cantidad de gente que venía a tomar el té aquí. Como en los viejos tiempos. El té como merienda era algo que había pasado de moda desde la guerra. Pero, evidentemente, no era éste el caso en el Bertram's. ¿Quiénes eran todas estas personas? Dos canónigos y el deán de Chislehampton. Se veían un par de polainas en un rincón. ¡Nada menos que un obispo! Escaseaban los simples vicarios. «Hay que ser por lo menos un canónigo para permitirse el Bertram's», pensó. Los clérigos de a pie desde luego no podían permitírselo, pobres diablos. Claro que también cabía preguntarse cómo demonios podían permitírselo personas como la vieja Selina Hazy. No tenía más que una renta miserable. También estaba la vieja lady Berry, Mrs. Posselthwaite de Somerset y Sybil Kerr, todas más pobres que las ratas. Sin dejar de pensar en el tema, llegó al mostrador y fue recibido amablemente por miss Gorringe, la recepcionista. Era una vieja amiga. Conocía a toda la clientela y, como la Realeza, nunca olvidaba un rostro. Tenía el aspecto de una persona desaliñada, pero digna. Rizos amarillentos (obra de las viejas tenacillas), vestido de seda negra y un pecho prominente donde reposaban un relicario y un camafeo.
— La número catorce —dijo miss Gorringe—. Creo que tuvo la catorce la última vez, coronel Luscombe, y le gustó. Es tranquila.
— No sé cómo se las arregla para recordar estas cosas, miss Gorringe.
— Nos gusta que nuestros viejos amigos estén cómodos.
— Venir a este lugar me hace revivir el pasado. No parece haber cambiado nada. Se interrumpió al ver que Mr. Humfries salía de su despacho para saludarlo. La mayoría de los no iniciados confundían a Mr. Humfries con Mr. Bertram en persona. ¿Quién era el verdadero Mr. Bertram? Si alguna vez había existido un Mr. Bertram era algo que ahora se perdía en la niebla de los tiempos. El Bertram's llevaba funcionando desde 1840, pero nadie se había tomado el trabajo de bucear en su pasado. Sencillamente estaba allí, sólido como siempre. Cuando le confundían con Mr. Bertram, Mr. Humfries nunca corregía al interlocutor. Si los huéspedes querían que fuera Mr. Bertram, él no tenía ninguna inconveniente. El coronel Luscombe sabía su nombre, aunque no tenía muy claro si era el director o el dueño. Suponía que era esto último. Mr. Humfries era un hombre de unos cincuenta años. Tenía muy buenos modales y la prestancia de un miembro del gobierno. En cualquier momento podía ser lo que hiciera falta. Podía hablar de carreras de caballos, partidos de cricket, política exterior, narrar anécdotas de la familia real e informar sobre el salón del automóvil; conocía las obras más interesantes que se estaban representando y aconsejaba a los norteamericanos sobre los lugares que no podían dejar de visitar en Inglaterra por breve que fuera su estancia. Por propia experiencia conocía muy bien lugares donde cenar que se acomodaban a todos los presupuestos y gustos. Alguien dotado de tanta sabiduría no podía derrochar su sapiencia alegremente. No siempre estaba disponible. Miss Gorringe disponía de la misma información y podía suministrarla con eficacia. Mr. Humfries, como el sol, aparecía de vez en cuando por encima del horizonte y halagaba a alguien muy especial con su atención personal. Esta vez era el coronel Luscombe el honrado. Intercambiaron unas cuantas opiniones sobre las carreras, pero el coronel seguía preocupado con su problema y aquí tenía al hombre que le daría la respuesta. —Dígame, Humfries, ¿cómo se las arreglan todas estas abuelas para venir y alojarse aquí?
— Ah, ¿le intriga el tema?
— Mr. Humfries mostró una expresión risueña —. La respuesta es muy sencilla. No pueden permitírselo. A menos... Hizo una pausa.
— ¿A menos que usted les haga un precio especial? ¿Es eso?
— Más o menos. Por lo general, no saben que hay precios especiales o, si lo saben, creen que es porque son antiguos clientes.
— ¿No es así?
— Coronel Luscombe, dirijo un hotel. No puedo permitirme perder dinero.
— Entonces, ¿cuál es su beneficio?
— Se trata de una cuestión de ambiente. Los extranjeros que vienen a este país (sobre todo los norteamericanos, porque son los que tienen el dinero) tienen unas ideas un tanto raras sobre cómo es Inglaterra. No me refiero, compréndalo, a los ricos empresarios que van y vienen. Ellos prefieren alojarse en el Savoy o en el Dorchester. Quieren una decoración moderna, los platos de su país y todo aquello que les haga sentirse como en su casa. Pero hay muchas otras personas que vienen, quizá por una vez en su vida, y que esperan que este país sea... (bueno, no me remontaré hasta Dickens, pero sí que han leído Cranford y a Henry James), y no quieren encontrarse con un país idéntico al suyo. Son los que vuelven a casa y dicen: «En Londres, hay un lugar maravilloso; se llama el hotel Bertram’s. Es como volver cien años atrás. ¡Es la vieja Inglaterra rediviva! ¡Tienes que ver a las personas que se alojan allí! Personas a las que nunca te cruzarías en ninguna otra parte. Unas viejas duquesas increíbles. Sirven todos los viejos platos ingleses. Un pastel de carne como los que hacían las abuelas. En tu vida has probado nada parecido; unos solomillos enormes, patas de cordero, un té a la antigua y un fantástico desayuno inglés. También tienes todo lo demás, por supuesto. Por si fuera poco, es comodísimo y caliente. Unas chimeneas inmensas con auténticos fuegos de troncos.» Mr. Humfries acabó con su interpretación del turista entusiasmado y se permitió algo parecido a una sonrisa.
— Comprendo —dijo Luscombe pensativo—. ¿Todas estas personas, aristócratas decadentes, miembros de familias de la aristocracia rural sin un penique, forman parte de la mise en scéne? Mr. Humfries asintió.
— La verdad es que me pregunto cómo nadie más lo ha pensado también. Desde luego, me encontré con el Bertram's puesto en bandeja. Lo único que hacía falta era invertir dinero en su restauración. Todos los que vienen aquí creen que es su propio descubrimiento, que nadie más lo conoce.
— Supongo que la restauración habrá costado lo suyo.
— Desde luego. El lugar tiene que parecer de época, pero necesita todas las comodidades modernas que todos consideramos normales en estos tiempos. Nuestras queridas veteranas, si me permite llamarlas así, tienen que sentir que nada ha cambiado desde principios de siglo, y a nuestros clientes viajeros les hacemos sentir que viven en un ambiente de época y que, al mismo tiempo, disponen de las mismas cosas que tienen en casa y de las que no pueden prescindir.
— Algunas veces será difícil de conseguir, ¿no?
— No lo crea. Le pongo el ejemplo de la calefacción central. Los norteamericanos reclaman por lo menos seis grados más que los ingleses. En realidad, tenemos dos alas de dormitorios diferentes. A los ingleses los ponemos en una y a los norteamericanos en la otra. Las habitaciones parecen todas iguales, pero hay muchas diferencias; máquinas de afeitar eléctricas, duchas y también bañeras en algunos de los cuartos de baño y, si quiere un desayuno norteamericano, lo tiene: cereales, zumo de naranja helado y todo lo demás o, si lo prefiere, puede tomar el desayuno inglés.
— ¿Huevos con beicon?
— Sí, y mucho más si le apetece. Arenques, riñones con beicon, gelatina de faisán, jamón de York, mermeladas...
— Trataré de no olvidarlo mañana por la mañana. Ya no se comen esas cosas en casa. Humfries sonrió.
— La mayoría de los caballeros sólo piden huevos con beicon. Ya no piensan en las cosas que antes comían.
— Sí, sí. Recuerdo, cuando era niño, los aparadores cargados con platos calientes. Sí, era una manera de vivir muy lujosa.
— Procuramos dar a la gente todo lo que pide.
— Incluidos los muffins y el pastel de sésamo, sí, ya lo veo. A cada uno lo que prefiera. Muy marxista.
— ¿Perdón?
— Sólo era una reflexión, Humfries. Los extremos se tocan. El coronel Luscombe se volvió para coger la llave que le ofrecía miss Gorringe. Un botones acudió presuroso para acompañarle hasta el ascensor. Al pasar, vio que lady Selina Hazy estaba sentada ahora con su amiga Jane no-sé- cuantos.

Capítulo II

Supongo que continúa viviendo en el querido St. Mary Mead —comentó lady Selina—. Un pueblo encantador para el que no pasa el tiempo. Lo recuerdo a menudo. Estará como siempre, ¿no?
— No tanto.
— Miss Marple pensó en algunos aspectos de su lugar de residencia. La nueva urbanización, las reformas en el edificio del ayuntamiento, los cambios en High Street con los nuevos comercios. Suspiró—. Supongo que debemos aceptar los cambios.
— El progreso —señaló lady Selina vagamente—. Aunque a menudo tengo la impresión de que no es un progreso. Todas esas cosas nuevas que hay actualmente en los sanitarios. Toda esa gama de colores y con eso que llaman «accesorios». Nunca sé si hay que «tirar» o «empujar» en todos esos aparatos. Cada vez que vas a casa de un amigo, te encuentras con un cartelito en el baño: «Presione fuerte y suelte», «Tire hacia la izquierda», «Suelte rápidamente». En los viejos tiempos, no tenías más que tirar de la cadena de cualquier manera y caía una catarata de agua en el acto. Ah, allí está nuestro querido obispo de Medmenham — exclamó la anciana cambiando bruscamente de tema, cuando un elegante clérigo ya mayor cruzaba el vestíbulo—. Creo que está casi ciego del todo. Un espléndido sacerdote en activo. Las dos ancianas hablaron unos minutos de temas clericales, intercalados con el reconocimiento por parte de lady Selina de diversos amigos y conocidos, la mayoría de los cuales no eran las personas que ella creía que eran. Lady Selina y miss Marple conversaron sobre los «viejos tiempos» aunque la crianza de miss Marple, por supuesto, había sido muy diferente a la de la aristócrata, y sus recuerdos se limitaban casi exclusivamente a los pocos años en que lady Selina, que acababa de enviudar y pasaba por apuros económicos, había alquilado una pequeña casa en St. Mary Mead durante el tiempo en que su segundo hijo había estado destinado a la base aérea cercana.
— ¿Siempre se aloja aquí cuando viene a la ciudad, Jane? Es extraño que no nos hayamos visto antes. —No, no podría permitírmelo y, en cualquier caso, casi nunca salgo de casa en estos tiempos. Estoy aquí gracias a que una muy generosa sobrina mía creyó que me gustaría disfrutar de una breve visita a Londres. Joan es una chiquilla (bueno, chiquilla es un decir) muy amable.
— Miss Marple pensó con cierto desasosiego que Joan debía rondar los cincuenta—. Es pintora. Una pintora bastante conocida. Joan West. Hizo una exposición no hace mucho. Lady Selina tenía muy poco interés en los pintores o en cualquier otra manifestación artística. Consideraba a los escritores, artistas y músicos como algo parecido a animales bien amaestrados. Estaba dispuesta a ser indulgente con ellos, pero se preguntaba para sus adentros por qué querían hacer lo que hacían.
— Supongo que pintará esas cosas modernas —comentó mientras su mirada continuaba barriendo el vestíbulo—. Allí está Cicely Longhurst. Veo que ha vuelto a teñirse el pelo.
— Mucho me temo que mi querida Joan es un tanto moderna. Miss Marple no podía estar más equivocada. Joan West había sido moderna unos veinte años atrás, pero ahora era considerada por los jóvenes artistas como absolutamente clásica. La anciana miró fugazmente el pelo de Cicely Longhurst, y después se sumió en los placenteros recuerdos de su sobrina y lo amable que había sido. Joan le había dicho a su marido: »
— Desearía que hiciéramos algo por la vieja tía Jane. Casi nunca sale de su casa. ¿Crees que le gustaría ir a pasar una o dos semanas a Bournemouth? »
— Buena idea —respondió Raymond West. Su último libro se estaba vendiendo muy bien, y se sentía generoso. »
— Creo que disfrutó con el viaje a las Antillas, aunque fue una lástima que se viera mezclada en un caso de asesinato. No es lo más adecuado a su edad. »
— A ella parecen sucederle esta clase de cosas. Raymond quería mucho a su vieja tía y le hacía objeto de continuos agasajos. También le enviaba libros que a su juicio podían interesarle. Se sorprendía cuando la mayoría de las veces, ella rechazaba cortésmente sus ofrecimientos y, aunque la anciana siempre comentaba que los libros eran «muy interesantes», tenía la sospecha de que ella no los leía. Claro que ya no veía como antes. En esto se equivocaba. Miss Marple conservaba una vista muy buena para su edad y, en este momento, tomaba buena cuenta de todo lo que pasaba en el vestíbulo del hotel con gran interés y placer. Al escuchar el ofrecimiento de Joan para que fuera a pasar una o dos semanas en cualquiera de los mejores hoteles de Bournemouth, había vacilado para después acabar contestando: »
— Es muy, pero que muy amable de tu parte, querida, pero no creo que deba... »
— Pero será bueno para usted, tía Jane. Es conveniente que salga de casa de vez en cuando. Le dará nuevas ideas y nuevas cosas en las que pensar. »
— Sí, en eso tienes razón, y sí que me gustaría hacer una breve visita a alguna parte, sólo para cambiar de aires, pero no precisamente a Bournemouth. Joan se había llevado una sorpresa. Estaba segura de que Bournemouth sería la Meca de tía Jane. »
— ¿Eastbourne? ¿Torquay?
— Lo que me gustaría de verdad...
— Miss Marple titubeó.
— ¿Sí?
— Creo que a ti te parecerá una ridiculez. »—No, le aseguro que no.
— (¿Dónde querría ir?) »—Me gustaría ir al hotel Bertram's en Londres. »
— ¿Al hotel Bertram's? —El nombre le sonaba vagamente. Miss Marple se había apresurado a dar una explicación. »—Me alojé allí en una ocasión, cuando tenía catorce años. Con mis tíos. El tío Thomas era el canónigo de Ely. Nunca olvidé aquella estancia. Si pudiera ir allí... Una semana estaría muy bien. Dos podría ser demasiado caro. »
— No se preocupe por eso. Claro que puede ir allí. Tendría que haber pensado que quizá querría ir a Londres. Ir de compras y todo lo demás. Nos encargaremos de todo si es que el Bertram's todavía existe. Hay tantos hoteles que han desaparecido. Algunos fueron bombardeados durante la guerra y otros han cerrado. »
— No. Sé que el Bertram's continúa abierto. Precisamente recibí una carta de mi amiga Amy McAllister de Boston que me envió desde el hotel. Ella y su marido se alojaron allí. »
— De acuerdo. Me encargaré de hacerle la reserva. Pero tenga presente —añadió Joan—, que quizá lo encuentre muy cambiado de cómo era en aquellos tiempos, no se vaya a llevar una desilusión. Pero el Bertram's no había cambiado. Continuaba siendo el mismo de siempre. En opinión de miss Marple, resultaba casi un milagro. Claro que nunca se sabía. En realidad parecía demasiado bueno para ser verdad. Sabía perfectamente, con su habitual sentido común, que sólo pretendía revivir sus recuerdos con los colores originales. Por fuerza se veía obligada a pasar la mayor parte de sus horas recordando placeres pasados. Si pudiera encontrar a alguien con quien compartirlos eso sería miel sobre hojuelas. En la actualidad, eso no resultaba tan sencillo, había sobrevivido a la mayoría de sus contemporáneos. Pero, así y todo, rememoró los viejos tiempos y, aunque resultaba extraño, eso la hizo revivir. Jane Marple, aquella ansiosa jovencita sonrosada, una adolescente ridícula en muchas cosas. ¿Cómo se llamaba aquel joven tan poco adecuado? Vaya, ya ni siquiera recordaba su nombre. Sabía que fue su madre la que cortó de raíz aquella amistad. Se había cruzado con él años más tarde y le había parecido un tipo horrendo. Sin embargo, en aquel momento se había pasado llorando una semana entera. Hoy en día, por supuesto, ya era otra cosa. Las pobres muchachas tenían madres, pero madres que no servían de mucho, madres que eran incapaces de proteger a sus hijas de las aventuras ridículas, de los hijos ilegítimos y de precipitados y desastrosos matrimonios. Todo muy triste. La voz de su amiga interrumpió estas reflexiones.
— ¡Que me cuelguen! Sí, claro que es ella. ¡Bess Sedgwick! Tantos lugares como hay en el mundo y tiene que aparecer por aquí. Miss Marple había estado escuchando a medias los comentarios de lady Selina sobre las personas presentes en el vestíbulo. Ella y miss Marple se movían en círculos completamente diferentes y, por lo tanto, miss Marple no había podido compartir los escandalosos cotilleos sobre los diversos amigos o conocidos que lady Selina veía o creía ver. Pero Bess Sedgwick era otra cosa. Se trataba de un personaje conocido en toda Inglaterra. Durante más de treinta años, la prensa se había ocupado de informar puntualmente de algo escandaloso o extraordinario protagonizado por aquella mujer. Durante la guerra había pertenecido a la Resistencia francesa y se decía que en la culata de su arma había seis muescas correspondientes a seis alemanes muertos. Años atrás, había hecho un vuelo en solitario a través del Atlántico y había cruzado Europa a caballo hasta las orillas del lago Van, en la Armenia turca y había sido piloto de coches de carreras. En una ocasión había rescatado a dos niños de una casa en llamas, se había casado varias veces para su mérito o descrédito y, a juicio de los expertos, era la segunda mujer mejor vestida de Europa. Entre sus proezas se comentaba que había conseguido colarse en un submarino nuclear durante un viaje de prueba. Por lo tanto, miss Marple se irguió muy interesada y contempló a la heroína con una mirada francamente ávida. Entre las muchas cosas y personas que había esperado encontrar en el Bertram's no figuraba Bess Sedgwick. Un lujoso club nocturno o un bar de camioneros hubieran estado más de acuerdo con la amplia gama de intereses del personaje. Pero este establecimiento respetable y anticuado parecía «un lugar un tanto insólito para ella. Sin embargo, allí estaba y era ella sin ninguna duda. A duras penas pasaba un mes sin que el rostro de Bess Sedgwick apareciera en alguna revista de moda o en la prensa dominical. Aquí estaba en carne y hueso, fumando un cigarrillo de una manera rápida e impaciente, mientras miraba, con expresión un tanto sorprendida, la bandeja con el té que tenía delante, como si nunca hubiese visto ninguna. Había pedido —miss Marple forzó la mirada porque estaba un poco lejos— donuts. Muy interesante. Mientras la miraba, Bess Sedgwick aplastó la colilla en el plato, cogió un donut y casi lo engulló de un bocado. La mermelada de fresa del relleno se deslizó por su barbilla. Bess echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, uno de los sonidos más fuertes y alegres que se hubieran escuchado en el vestíbulo del Bertram's en mucho tiempo. Henry apareció inmediatamente junto a la mujer para ofrecerle una pequeña e impoluta servilleta. La mujer aceptó la servilleta y procedió a restregarse la barbilla con el vigor de una colegiala.
— Eso es lo que yo llamo un auténtico donut. Delicioso —exclamó. Dejó la servilleta en la bandeja y se levantó. Como de costumbre, era el objeto de todas las miradas. Estaba habituada. Quizá le gustaba, o tal vez ya no hacía caso. La verdad es que era digna de mirar: una mujer impactante más que hermosa. El pelo rubio platino le llegaba a los hombros. El modelado de los huesos de su cabeza y el rostro eran exquisitos, la nariz levemente aquilina y los ojos grises hundidos en las órbitas. Tenía la boca grande de los comediantes naturales. Su vestido era de una simplicidad que intrigaba a los hombres. Parecía un burdo saco de arpillera, sin adornos de ningún tipo ni cierres o costuras aparentes. Pero las demás mujeres lo tenían claro. Incluso las viejas provincianas del Bertram's sabían muy bien que costaba una pequeña fortuna. Su avance a través del vestíbulo hacia el ascensor le hizo pasar muy cerca de lady Selina y miss Marple. Bess saludó a la primera.
—Hola, lady Selina. No la veía desde Crufts. ¿Cómo están los Borzoi?
— ¿Qué demonios estás haciendo aquí, Bess?
— He alquilado una habitación. Acabo de llegar de Land's End. Cuatro horas y tres cuartos. No está mal.
— Cualquier día de estos acabarás matándote o, lo que es peor, matarás a algún pobre inocente.
— Espero que no.
— ¿Por qué te has alojado aquí? Bess Sedgwick echó una rápida ojeada al vestíbulo. Pareció comprender la alusión y la aceptó con una sonrisa irónica.
— Alguien me dijo que debía probarlo. Creo que tenía razón. Me acabo de comer un donut incomparable.
— Querida, también tienen auténticos muffins.
— Muffins —repitió Bess pensativamente—. Sí.
— Parecía considerar el asunto—. ¡Muffins! Se despidió con un gesto y continuó su camino hacia el ascensor.
— Una muchacha extraordinaria — afirmó lady Selina. Para ella, lo mismo que para miss Marple, cualquier mujer menor de sesenta era una muchacha—. La conozco desde que era una niña. Nunca nadie consiguió domarla. Se escapó con un palafrenero irlandés cuando tenía dieciséis años. Su familia consiguió rescatarla a tiempo, o quizá no tan a tiempo. La cuestión es que al mozo le pagaron para que desapareciera y a ella la casaron con el viejo Coniston, treinta años mayor que Bess, un terrible calavera, pero que estaba muy enamorado. Aquello no duró mucho. Ella se fue con Johnnie Sedgwick. El matrimonio quizás hubiese durado, de no haber sido que él se partió el cuello en una carrera de obstáculos. Después se casó con Ridgway Becker, el regatista norteamericano. Se divorciaron hará cosa de unos tres años y me han dicho que ella ahora está con un piloto de carreras, un polaco o algo así. No sé si en la actualidad está casada. Volvió a usar el apellido Sedgwick después del divorcio. Va por el mundo con las personas más extraordinarias. Dicen que consume drogas. No lo sé. No estoy muy segura.
— Yo me pregunto si será feliz — comentó miss Marple. Lady Selina, quien evidentemente nunca se había planteado nada por el estilo, la miró un tanto sorprendida.
— Supongo que tendrá muchísimo dinero — replicó con un tono de duda—. La pensión de divorcio y todo lo demás. Claro que eso no lo es todo.
— No, por supuesto.
— Además, siempre tiene algún hombre, o a varios, cortejándola.
— ¿Sí?
— Claro que algunas mujeres, cuando llegan a esa edad, es lo único que desean. Pero, así y todo... La anciana hizo una pausa.
— No, yo tampoco lo creo. Algunas personas hubieran sonreído con un leve desprecio ante este pronunciamiento por parte de una anticuada dama, de la que no se podía esperar que fuera una experta en ninfomanía y, desde luego, esa no era una palabra que miss Marple hubiera utilizado. Su frase hubiese sido «un poco demasiado aficionada a los hombres». Pero lady Selina aceptó su opinión como un refrendo de la suya.
— Siempre ha habido muchos hombres en su vida — señaló.
— Sí, por supuesto, pero yo diría que los hombres son para ella una aventura, no una necesidad. Además, ¿alguna mujer pensaría en utilizar el Bertram's como el lugar adecuado para una cita amorosa con un hombre?, se preguntó miss Marple. Era obvio que el Bertram's no era esa clase de lugar. Pero, posiblemente, esa podía ser, para alguien como Bess Sedgwick, la razón para escogerlo. Exhaló un suspiró, miró el bonito reloj de péndulo situado en el rincón y se levantó con el cuidadoso esfuerzo de los reumáticos. Caminó lentamente hacia el ascensor. Lady Selina buscó rápidamente nueva compañía y atacó a un caballero mayor con aspecto de militar que leía el Spectator.
— Qué placer volver a verle, ¿general Arlington, verdad? El anciano caballero declinó muy cortésmente ser el general Arlington. Lady Selina se disculpó, pero no se sintió cohibida en lo más mínimo. Combinaba la miopía con el optimismo y, como lo que más le gustaba era encontrarse con viejos amigos y conocidos, siempre cometía esta clase de errores. A muchas otras personas les ocurría lo mismo, dado que las luces eran tenues y las pantallas de las lámparas muy gruesas. Pero nadie nunca se ofendía; al contrario, parecía agradarles. Miss Marple sonrió para sus adentros mientras esperaba el ascensor. ¡Tan típico de Selina! Siempre convencida de que conocía a todo el mundo. Con ella no podía competir. Su único éxito en esa línea había sido el apuesto y elegante obispo de Westchester, al que se dirigió afectuosamente como «querido Robbie», quien a su vez le había respondido con idéntico afecto y con sus recuerdos de infancia en una vicaría de Hampshire, cuando gritaba ansioso: «Haz de cocodrilo, tía Jane. Haz de cocodrilo y cómeme.» Llegó el ascensor, el ascensorista abrió la puerta. Para sorpresa de miss Marple, Bess Sedgwick, a la que había visto subir hacía sólo un minuto, salió de la cabina. Entonces, Bess Sedgwick se detuvo en seco con un pie en el aire, con una brusquedad que sorprendió a miss Marple y le hizo perder pie. La mujer miraba por encima del hombro de miss Marple con tanta atención que la anciana volvió la cabeza. El portero acababa de abrir las puertas y las aguantaba para dejar pasar a dos mujeres. Una era una señora de mediana edad y cara de malas pulgas que llevaba un lamentable sombrero con flores violetas y, la otra, una muchacha alta, de pelo largo y bien vestida, de unos diecisiete o dieciocho años. Bess Sedgwick recuperó el control, dio media vuelta y volvió a meterse en el ascensor. Miss Marple la siguió y Bess aprovechó para disculparse. —Lo siento. Casi la atropello.
— Su voz era cálida y amistosa—. Acabo de recordar que me he olvidado una cosa. Le parecerá una tontería, pero no lo es.
— ¿Segundo piso? —preguntó el ascensorista. Miss Marple sonrió, aceptando la disculpa con un gesto amable, salió del ascensor y caminó pausadamente hacia su habitación mientras se entretenía dándole vueltas a diversos problemas sin importancia como tenía por costumbre. Por ejemplo, lo que Sedgwick había dicho no era verdad. Sólo acababa de subir a su cuarto, y había tenido que ser entonces cuando «recordó que había olvidado algo» (si es que había una pizca de verdad en dicha afirmación) y había bajado para buscarlo. ¿O había bajado para encontrarse o buscar a alguien? En ese caso, lo que había visto al abrirse la puerta del ascensor la había sorprendido y alarmado de tal modo que se había metido otra vez en la cabina, para no encontrarse con la persona que había visto. Tenía que tratarse de las dos recién llegadas. La mujer mayor y la muchacha. ¿Madre e hija? No, no podían ser madre e hija. Incluso en el Bertram's, pensó miss Marple alegremente, podían ocurrir cosas interesantes.

Capítulo III

— ¿Está el coronel Luscombe? La mujer del sombrero con flores violetas se encontraba en el mostrador de recepción. Miss Gorringe le sonrió cordialmente y un botones, que esperaba órdenes, fue enviado de inmediato en busca del huésped, aunque no tuvo la oportunidad de cumplir su misión, porque el coronel Luscombe apareció en el vestíbulo en aquel preciso momento y se acercó rápidamente al mostrador.
— ¿Cómo está usted, Mrs. Carpenter?
— Estrechó la mano de la dama y después se volvió hacia la muchacha—. Mi querida Elvira. —Le cogió las manos en un gesto afectuoso —. Vaya, vaya, qué sorpresa tan agradable. Espléndido. Vengan, vamos a sentarnos.
— Las acompañó hasta unos sillones y las invitó a sentarse—. Vaya, vaya —repitió—, qué sorpresa tan agradable. Sus esfuerzos resultaban tan evidentes como su incomodidad. No podía continuar repitiendo «qué sorpresa tan agradable». Las damas no le ayudaron a salir del paso. Elvira sonrió dulcemente. Mrs. Carpenter soltó una risita tonta y se alisó los guantes.
— ¿Un viaje agradable?
— Sí, gracias —respondió Elvira.
— ¿Nada de niebla?
— No.
— Nuestro vuelo llegó con cinco minutos de adelanto — comentó Mrs. Carpenter.
— Sí, sí. Excelente, excelente.
— El coronel se rehizo—. ¿Confío en que este lugar les parezca adecuado? —Estoy segura de que es muy agradable — contestó Mrs. Carpenter entusiasmada, echando una ojeada al vestíbulo—. Muy cómodo.
— Un tanto anticuado —señaló el coronel con un tono de disculpa—. Mucha gente mayor. Aquí no hay bailes, ni nada por el estilo.
— No, supongo que no —asintió Elvira. Contempló el vestíbulo con una expresión impasible. Desde luego, parecía imposible relacionar al Bertram's con un baile.
— Mucha gente mayor —insistió el coronel, repitiéndose—. Quizá tendría que haberte llevado a un lugar más moderno. Verás, no soy muy experto en estas cosas.
— Esto está muy bien —le tranquilizó Elvira amablemente.
— Sólo será por un par de noches — prosiguió Luscombe—. Creo que esta noche podríamos ir a ver algún espectáculo. Un musical —pronunció la palabra con un leve titubeo, como si no estuviera muy seguro de emplear el término correcto—. Soltaos la melena, chicas. ¿Espero que les parezca bien?
— ¡Perfecto! —exclamó Mrs. Carpenter—. Será muy bonito, ¿no te parece, Elvira?
— Precioso —replicó la muchacha inexpresiva.
— Después iríamos a cenar. ¿Qué tal el Savoy? Se escucharon nuevas exclamaciones por parte de Mrs. Carpenter. El coronel Luscombe espió de reojo a Elvira y se animó un poco. Le pareció que Elvira estaba complacida, aunque muy dispuesta a no manifestar otra cosa que una cortés aprobación delante de Mrs. Carpenter. «No la culpo», pensó.
— Quizá quiera usted ver ahora las habitaciones —añadió el coronel, dirigiéndose a Mrs. Carpenter—. Comprobar si todo está en orden y si son de su agrado.
— No me cabe duda de que serán preciosas.
— Si hay cualquier cosa que no les guste, pediré que se las cambien. Aquí me conocen bastante bien. Miss Gorringe, siempre tan amable, les dijo cuáles eran sus habitaciones. La veintiocho y veintinueve con el cuarto de baño compartido en el segundo piso.
— Voy a la habitación y me dedicaré a deshacer las maletas —anunció Mrs. Carpenter—. Te dejo, Elvira, para que charles un rato tranquilamente con el coronel Luscombe. Tacto, pensó el hombre. Quizás un poco obvio, pero se verían libres de la presencia de la buena señora durante un rato, aunque no tenía muy claro de qué podría charlar con Elvira. Una muchacha muy bien educada, pero él no estaba habituado a tratar con jovencitas. Su esposa había muerto al dar a luz, y el bebé, un niño, había sido criado por la familia de su esposa, mientras que una hermana mayor se había hecho cargo de la casa. Su hijo, después de casarse, se había ido a vivir a Kenia. Tenía tres nietos de once, cinco y dos años y medio, y en la última visita los había entretenido hablando de fútbol y viajes espaciales, trenes eléctricos y jugando a caballito, respectivamente. ¡Fácil! Pero las jovencitas... Le preguntó a Elvira si quería beber algo. Estaba a punto de proponer una limonada, cerveza de jengibre o alguna gaseosa, pero Elvira se le adelantó.
— Muchas gracias. Me apetece un vermut con ginebra. El coronel Luscombe la observó con una leve incertidumbre. No sabía que las jóvenes de... (¿cuántos años tenía: dieciséis, diecisiete?), bebieran vermut con ginebra. Pero se tranquilizó a sí mismo diciéndose que Elvira conocía perfectamente la vida social. Pidió una copa de vermut con ginebra y un jerez seco.
— ¿Qué tal Italia?
— Muy interesante, gracias.
— ¿Y el alojamiento? ¿Estabas en la casa de la condesa No-sé-cuantos? ¿Demasiado siniestro?
— Una señora bastante estricta, pero tampoco era para tanto. Luscombe la miró sin estar muy seguro de si la respuesta no había sido un poco ambigua. Con un leve tartamudeo, pero de una manera mucho más natural que antes, comentó: —Mucho me temo que no nos conocemos todo lo bien que sería de desear, teniendo en cuenta que soy tu tutor además de tu padrino. Me resulta difícil, quiero decir que es difícil, para un hombre que es perro viejo, saber lo que quiere una muchacha o, por lo menos, lo que debería tener. Colegios o lo que en mis tiempos llamaban escuelas de señoritas. Pero, supongo que ahora todo es mucho más serio. ¿Carreras, verdad? ¿Trabajo? ¿Cosas así? Tendremos que hablar de todo eso en algún momento. ¿Hay algo en particular que te gustaría hacer?
— Creo que asistir a algún curso de secretariado —respondió Elisa sin ningún entusiasmo.
— Ah. ¿Quieres ser secretaria?
— No es que me entusiasme.
— Bueno, entonces... —Sólo respondo a lo que me preguntaste. El coronel Luscombe tuvo la extraña sensación de que lo habían puesto en su sitio.
— En cuanto a esos primos míos, los Melford, ¿crees que te gustará vivir con ellos? Si no estás de acuerdo, dímelo.
— Creo que sí. Nancy me cae muy bien y la prima Mildred es un encanto.
— Entonces, ¿está todo bien?
— Creo que sí por ahora. El tutor no supo qué responder. Mientras se lo pensaba, Elvira le formuló una pregunta simple y directa:
— ¿Dispongo de algún dinero? Una vez más, Luscombe se tomó su tiempo para responder. Observó a la joven con expresión pensativa.
— Sí, tienes muchísimo dinero. Quiero decir que lo tendrás cuando cumplas los veintiún años.
— ¿Quién lo tiene ahora?
— Está colocado en un fideicomiso.
— Luscombe sonrió—. Cada año se retira una cantidad de los intereses para pagar tu manutención y los gastos de escolaridad. — ¿Tú eres el administrador?
— Uno de ellos. Somos tres.
— ¿Qué pasa si me muero?
— Vamos, Elvira, no te vas a morir. ¡Vaya tontería!
— Espero que no, pero nunca se sabe, ¿no es así? La semana pasada se estrelló un avión y murieron todos los pasajeros.
— Eso es algo que no te pasará a ti —afirmó Luscombe.
— No lo puedes garantizar. Sólo me preguntaba quién recibiría mi dinero si me muero.
— No tengo ni la más remota idea — señaló el coronel un tanto irritado—. ¿Por qué lo preguntas?
— Podría ser interesante — respondió la muchacha pensativa—. Me preguntaba si alguien se beneficiaría asesinándome.
— ¡Por todos los diablos, Elvira, ésta conversación no tiene el menor sentido! No entiendo por qué piensas en esas cosas.
— Son cosas que te pasan por la cabeza. Una quiere saber cuáles son los hechos en la realidad.
— ¿No estarás pensando en la Mafia o algo así?
— No, de ninguna manera. Eso sería ridículo. ¿Quién recibiría mi dinero si me caso?
— Supongo que tu marido, pero en realidad...
— ¿Estás seguro de lo que dices? — le interrumpió la joven.
— No, no lo estoy. Todo depende de las disposiciones del fideicomiso. Tú no estás casada, así que ¿por qué te preocupa? Elvira no respondió. Parecía sumida en sus pensamientos. Por fin salió de su ensimismamiento y planteó otra pregunta:
— ¿Ves de cuando en cuando a mi madre?
— Algunas veces. No muy a menudo.
— ¿Dónde está ahora?
— Creo que en el extranjero.
— ¿Dónde en el extranjero?
— Francia, Portugal. La verdad es que no lo sé.
— ¿Alguna vez quiere verme? La mirada inocente de la muchacha se cruzó con la del hombre. El coronel se quedó sin respuesta. ¿Había llegado el momento de la verdad, de desviar el tema o de mentir sin reparos? ¿Qué se le podía responder a una muchacha que hacía una pregunta tan sencilla, cuando la respuesta era extraordinariamente compleja?
— No lo sé — contestó con un tono triste. La joven continuó observándole con una expresión grave. La incomodidad de Luscombe aumentaba por momentos. Estaba embrollando las cosas cada vez más. Era lógico y natural que la muchacha lo quisiera saber, como cualquier otra joven en su situación.
— No debes creer... quiero decir que resulta difícil de explicar... Tu madre es... bueno, no es como las demás... — Se interrumpió al ver que Elvira asentía vigorosamente.
— Lo sé — señaló la muchacha—. Siempre leo todo lo que publican los periódicos. Es alguien un tanto especial, ¿verdad? Una persona realmente extraordinaria.
— Sí —admitió el coronel—. Ésa es la expresión exacta. Una persona realmente extraordinaria.
— Hizo una pausa muy breve—. Pero una persona extraordinaria... —volvió a interrumpirse—... muy a menudo no es la persona más adecuada para tener como madre. Puedes creerme porque es la pura verdad.
— No te gusta mucho decir la verdad, ¿no es así? Sin embargo, creo que lo que acabas de decir es cierto. Permanecieron callados durante unos instantes mirando la gran puerta de cristal y latón que comunicaba con el mundo exterior. De pronto los batientes se abrieron violentamente, con una violencia muy poco habitual en el hotel Bertram's, y entró un joven que se dirigió en línea recta hacia el mostrador de recepción. Vestía una chaqueta de cuero negro. Su vitalidad era tal que, de inmediato, el vestíbulo del Bertram’s tomó el aspecto de un museo. Las personas se convirtieron en polvorientas reliquias del pasado. El joven se inclinó hacia miss Gorringe.
— ¿Lady Sedgwick se aloja aquí? Esta vez, la cordial sonrisa de bienvenida no apareció en el rostro de miss Gorringe. Su mirada adquirió la dureza del pedernal.
— Sí — respondió. A continuación, con una mala voluntad evidente, extendió la mano para coger el teléfono —. ¿Desea usted que llame a su habitación?
— No. Sólo quiero dejarle una nota. Sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta y lo dejó sobre el mostrador de caoba.
— Sólo quería asegurarme de que no me había equivocado de hotel. En su voz se había reflejado un ligero tono de incredulidad. Miró un segundo a su alrededor y después se volvió hacia la entrada. Su mirada se paseó indiferente por las personas sentadas en el vestíbulo. Cuando su mirada se posó por un segundo en Luscombe y Elvira, el coronel se sintió invadido por un súbito e injustificado enojo. «Maldita sea», se dijo. «Elvira es una joven muy bonita. En mi juventud, me habría fijado en una chica bonita, sobre todo entre tantos fósiles». Sin embargo, el joven no parecía estar interesado en una chica bonita. Se volvió una vez más hacia el mostrador y preguntó, elevando un poco la voz como si quisiera llamar la atención de miss Gorringe:
— ¿Cuál es el número de teléfono? ¿El 1129?
— No —respondió la recepcionista —. Es el 3925.
— ¿Regent? —No. Mayfair. El joven asintió. Luego cruzó rápidamente el vestíbulo y abandonó el hotel, abriendo las puertas con la misma violencia que antes. Todos los presentes parecieron respirar aliviados, aunque tardaron unos segundos en reanudar las conversaciones.
— Bien —exclamó el coronel Luscombe como si le costara encontrar las palabras adecuadas—. ¡Hay que ver! Estos jóvenes de hoy en día. Elvira le sonrió.
— Lo reconociste, ¿verdad? — preguntó—. ¿Sabes quién es?
— Su voz mostraba un leve tono de asombrado respeto. Se lo dijo—. Ladislaus Malinowski.
— Ah, ese tipo.
— El nombre le sonaba vagamente familiar—. El piloto de coches de carreras.
— Sí. Fue campeón mundial dos años consecutivos. Tuvo un accidente gravísimo hará cosa de un año. Se rompió no sé cuantas cosas. Pero creo que ya está corriendo otra vez.
— Elvira alzó la cabeza atenta a un ruido en la calle—. Ése es el coche que conduce. El rugido de un motor se oyó en el vestíbulo del Bertram's. El coronel Luscombe comprendió que Ladislaus Malinowski era uno de los héroes de Elvira.
«Por lo menos —se dijo—, es mejor que uno de esos cantantes pop o cualquiera de esos Beatles melenudos o como quiera que se llamen». Luscombe estaba bastante chapado a la antigua en sus opiniones sobre los jóvenes. La puerta se abrió una vez más. Elvira y el coronel Luscombe miraron expectantes, pero el Bertram's había recuperado la normalidad. La persona que entró no era más que un anciano clérigo con todo el pelo blanco. Permaneció unos instantes junto a la puerta, mirando a su alrededor con la expresión ligeramente sorprendida de alguien que no acaba de entender dónde está o por qué ha venido. Esto no era nada nuevo para el canónigo Pennyfather. Lo mismo le sucedía en los trenes cuando no recordaba de dónde venía, adonde se dirigía, ni porqué. Era una sensación que experimentaba mientras caminaba por una calle, o cuando estaba sentado en algún comité. Le había ocurrido también en el púlpito de la catedral cuando no sabía si ya había dado el sermón o se preparaba para darlo.
— Creo que conozco a ese tipo — comentó Luscombe, mirándole con atención—. ¿Cómo se llama? Se aloja aquí con bastante frecuencia. ¿Abercrombie? ¿Archidiácono Abercrombie? No, no es Abercrombie, aunque se le parece bastante. Elvira le echó una mirada al padre Pennyfather. Comparado con el piloto de carreras, era un personaje carente de todo interés y atractivo. No sentía el menor interés por los eclesiásticos en general, aunque durante su estancia en Roma había manifestado una ligera admiración por los cardenales, a quienes consideraba como personajes bastante pintorescos. El rostro del padre Pennyfather mostró una expresión más tranquila. El anciano asintió varias veces. Había reconocido el lugar. Se encontraba en el Bertram’s donde pasaría la noche camino de... ¿por cierto, camino de dónde? ¿Chadminster? No, no, acababa de llegar de Chadminster. Se dirigía a... por supuesto, al congreso de Lucerna. Avanzó complacido hacia la recepción donde miss Gorringe le hizo objeto de una calurosa bienvenida.
— Me alegra muchísimo verle, padre Pennyfather. Tiene usted un aspecto excelente.
— Muchas gracias, muchas gracias. La semana pasada estuve muy resfriado, pero ahora ya estoy recuperado del todo. Tiene una habitación reservada a mi nombre. Le mandé una carta reservándola.
— Desde luego, padre, recibimos su carta — le tranquilizó miss Gorringe—. Le tenemos reservada la número 19, la misma que ocupó la última vez.
— Gracias. Quiero la habitación para cuatro días. En realidad, me voy a Lucerna y estaré ausente una noche, pero quiero que me reserve la habitación. Dejaré aquí casi todas mis cosas y sólo me llevaré una bolsa de viaje a Suiza. Supongo que no habrá ningún inconveniente, ¿verdad? La recepcionista le tranquilizó una vez más.
—Todo está en orden. Lo explicó usted claramente en su carta. Quizás otras personas no hubieran utilizado la palabra «claramente» sino «extensamente» porque Pennyfather había llenado varias cuartillas. Pennyfather, disipadas sus preocupaciones, exhaló un suspiro de alivio. Un botones se hizo cargo de su equipaje y le acompañó hasta la habitación número 19. Mientras tanto, en la habitación número 28, Mrs. Carpenter se había quitado la corona de violetas y se dedicaba a meter su camisón cuidadosamente plegado debajo de la almohada. Alzó la cabeza cuando entró Elvira.
— Ah, ya estás aquí, querida. ¿Quieres que te ayude con las maletas?
— No, muchas gracias —respondió Elvira cortésmente—. Creo que sólo sacaré lo imprescindible.
— ¿Cuál de los dormitorios prefieres? El baño es compartido. Les dije que dejaran tus maletas en la 29, que es la más alejada. Me pareció que esta habitación es un poco ruidosa.
— Es muy amable de tu parte — comentó la joven, con su habitual voz inexpresiva.
— ¿Estás segura de que no necesitas de mi ayuda?
— No, gracias, ya me las arreglaré. Creo que tomaré un baño.
— Sí, creo que es una magnífica idea. ¿Quieres bañarte tú primero? Prefiero acomodar todas mis cosas antes de bañarme. Elvira asintió. Entró en el baño, cerró la puerta y echó el cerrojo. Después pasó a su habitación, abrió la maleta y sacó unas cuantas prendas que dejó sobre la cama. Se desnudó, se puso una bata, volvió a entrar en el baño y abrió los grifos de la bañera. Una vez más regresó al dormitorio y fue a sentarse en la cama junto al teléfono. Esperó un momento y después descolgó.
— Llamo desde la habitación 29. ¿Puede usted comunicarme con Regent 1129, por favor?
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Ср ноя 08, 2017 4:09 am

Capítulo IV

Dentro del edificio de Scotland Yard se celebraba una reunión de carácter informal. Había media docena de hombres sentados tranquilamente alrededor de una mesa y cada uno de ellos gozaba de una excelente reputación en su área de trabajo. El tema que ocupaba la atención de estos guardianes de la ley era uno que había aumentado mucho de importancia durante los últimos dos o tres años. Se refería a una acción delictiva cuyo éxito resultaba inquietante. Aumentaban los robos a gran escala. Atracos de bancos, asaltos a empresas los días de pago, robos de envíos de joyas a través del correo, desvalijamiento de trenes. Apenas pasaba un mes sin que se ejecutara con éxito algún atrevido y sensacional golpe. Sir Ronald Graves, comisionado de Scotland Yard, ocupaba la cabecera de la mesa. De acuerdo con su costumbre, dedicaba más tiempo a escuchar que a hablar. En esta ocasión no se presentaban informes formales. Todo eso pertenecía a la rutina habitual de la División de Investigación Criminal. Ésta era una reunión al más alto nivel, un intercambio de ideas entre hombres que consideraban los temas desde puntos de vista un poco diferentes. Sir Ronald miró a cada uno de los presentes y, por último, le hizo un gesto al hombre que ocupaba el otro extremo de la mesa.
— Bueno, Abuelo, diviértanos con algunos de sus graciosos comentarios. El hombre al que había llamado «Abuelo» era el inspector jefe Fred Davy. No le faltaba mucho para el retiro y parecía bastante más mayor de lo que era en realidad, de aquí el apodo de «Abuelo». Su aspecto bonachón y sus modales tan amables y bondadosos habían llevado a engaño a muchos criminales que le habían tomado por un ingenuo y, en consecuencia, habían acabado entre rejas.
— Sí, Abuelo, díganos lo que piensa —le rogó otro inspector jefe.
— Es algo grande —manifestó el inspector Davy, después de exhalar un sonoro suspiro—. Sí, algo muy grande y que continúa creciendo.
— ¿Cuándo dice grande, se refiere numéricamente?
— Sí, eso es. Otro de los presentes, un hombre llamado Comstock, de rostro zorruno y mirada alerta, les interrumpió.
— ¿Quiere decir que es una ventaja para ellos?
— Más o menos —respondió el Abuelo—. Podría ser su punto flaco, pero, hasta ahora, maldita sea, parecen tenerlo todo muy bien controlado. El superintendente Andrews, un hombre rubio, delgado, y de expresión soñadora, terció en la conversación.
— Siempre he creído —señaló con un tono pensativo— que el tamaño es un tema mucho más importante de lo que cree la gente. Tomemos el caso de la empresa de una sola persona. Si está bien administrada y tiene el tamaño correcto, no hay ninguna duda de que será una triunfadora. Si se amplia y contrata más personal, quizá de pronto se encuentre con que es del tamaño equivocado y se hunda. Lo mismo ocurre con las grandes cadenas de tiendas. Un imperio en la industria, si es lo bastante grande, triunfará. Si no lo es, no lo conseguirá. Todo tiene que tener el tamaño correcto. Cuando lo tiene podemos estar seguros de que llegará a la cumbre.
— ¿Qué tamaño creen que tiene este montaje? —preguntó Sir Ronald con voz áspera.
— Mayor de lo que creíamos al principio —contestó Comstock.
— Yo diría que está creciendo — opinó el inspector McNeill, un hombre con pinta de duro—. El Abuelo tiene razón. No para de crecer. —Eso podría ser bueno a la larga — dijo Davy—. Quizá crezca demasiado rápido y se les escape de las manos.
— La cuestión, sir Ronald — intervino McNeill—, es saber a quién detenemos y cuándo.
— Hay más o menos una docena que podríamos arrestar ahora mismo — señaló Comstock —. Todos sabemos que la banda de Harris está metida en este asunto. Hay otra pandilla por el lado de Luton. Podríamos hacer redadas en un garaje de Epsom, en un pub cerca de Maidenhead y en una granja en Great North Road.
— ¿Vale la pena arrestarles?
— No lo creo. Todos ellos son maleantes de poca monta. Peones. Sólo son los últimos eslabones de la cadena. Un garaje en el que se ocupan de pintar y cambiar las matrículas de los vehículos robados; un pub muy respetable donde se pasan los mensajes; una tienda de ropa usada; un sastre teatral en el East End. Todos personas muy útiles, pero que sólo cobran por lo que hacen. Les pagan muy bien, pero no saben absolutamente nada.
— Nos enfrentamos a unos granujas muy inteligentes —afirmó el superintendente Andrews—. Ni siquiera hemos conseguido acercarnos. Conocemos algunas de sus filiaciones pero nada más. La banda de Harris está complicada y Marks se encarga del aspecto financiero. Los contactos extranjeros se hacen a través de Weber, que sólo es un agente. En realidad, no tenemos nada contra ninguna de esas personas. Sabemos que todos disponen de medios para comunicarse entre ellos y con sus secuaces, pero no sabemos cómo lo hacen. Les observamos y les seguimos, y ellos saben que les vigilamos. En alguna parte hay un centro de operaciones. Lo que necesitamos es dar con los cabecillas.
— Es como una red gigante — explicó Comstock—. Estoy de acuerdo en que en alguna parte debe de haber un cuartel general de operaciones. Un lugar donde, para cada operación, se estudian los planes hasta el último detalle. En algún lugar, alguien lo planea todo y prepara el programa de la operación Nómina o Saca de Correos. Esas son las personas que debemos capturar.
— Es muy posible que ni siquiera se encuentren en el país —manifestó el Abuelo en voz baja.
— Sí, yo diría que estás en lo cierto. Quizás estén en un iglú, en una tienda en Marruecos o en un chalé de Suiza.
—Yo no creo en los archicriminales —afirmó McNeill, meneando la cabeza —. Es algo que queda muy bien en las novelas y nada más. Por supuesto que debe de haber un cabecilla, pero no creo en una mente maestra. Yo diría que, en alguna parte detrás de todo esto, hay una junta directiva muy astuta. Todo bien centralizado y con un presidente ejecutivo. Han dado con un esquema de trabajo que funciona y van mejorando la técnica por momentos. De todos modos...
— ¿Sí? — le animó sir Ronald.
— Incluso si es un equipo compacto y del tamaño correcto, creo que sus integrantes son prescindibles. Es lo que llamo el principio del trineo ruso. De vez en cuando, si creen que estamos demasiado cerca, arrojan a uno de ellos, al que consideran menos necesario.
— ¿Crees que se atreverían a hacerlo? ¿No sería un riesgo?
— Yo diría que se puede hacer de manera que el afectado ni siquiera se da cuenta de que le han tirado del trineo. Sencillamente, cree que se cayó. Mantiene la boca cerrada porque cree que vale la pena no decir nada y, por supuesto, no se equivoca, tienen muchísimo dinero a su disposición y pueden permitirse ser generosos. Cuidan de su familia, si es que la tiene, mientras él está en la cárcel. Quizá cuenta con la promesa de que le organizarán una fuga.
— Eso es algo que se ha repetido bastante —afirmó Comstock.
— Creo —manifestó sir Ronald— que no sirve de nada darle tantas vueltas a lo mismo. Nunca decimos nada nuevo. McNeill se echó a reír.
— ¿Exactamente qué quiere de nosotros, señor?
— Verán, todos estamos de acuerdo en las cosas principales —respondió sir Ronald con voz pausada—. Todos estamos de acuerdo en la política a seguir y en lo que intentamos hacer. Creo que quizá sería provechoso dedicarnos un poco más a las cosas pequeñas, a los detalles que aparentemente tienen poca importancia, que apenas si se apartan un poco de lo habitual. Resulta difícil de explicar, pero es un poco como aquel asunto de hace unos años en el caso Culver. Una mancha de tinta. ¿Lo recordáis? Una mancha de tinta alrededor de una ratonera. ¿Por qué demonios un hombre derramaría un frasco de tinta en una ratonera? No parecía importante. Resultaba difícil imaginar una respuesta. Pero, cuando finalmente dimos con la respuesta, nos condujo a otra parte. Eso es, más o menos, lo que estoy pensando para este problema. Las cosas insólitas. No les importe decirlas si se han cruzado con algo que les pareció insólito. Poca cosa quizá, pero irritante, sobre todo porque no encaja. Veo que el Abuelo asiente.
— No podría estar más de acuerdo —manifestó el inspector Davy—. Venga, muchachos, intenten recordar alguna cosa, aunque no sea más que un tipo con un sombrero ridículo. No se produjo una respuesta inmediata. Todos parecían un tanto dudosos sobre lo que se les pedía.
— Muy bien, yo seré el primero en jugarme el tipo —añadió el Abuelo—. En realidad, no es más que una historia curiosa, y no hay que darle más importancia de la que tiene. El atraco al London and Metropolitan Bank. La sucursal de Carmolly Street. ¿Lo recordáis? Una lista de matrículas, colores y modelos de coches. Pedimos la colaboración del público y la gente respondió. ¡Vaya si respondió! ¡Nada menos que ciento cincuenta informaciones y todas erróneas! Al final nos quedamos con unos siete coches que habían sido vistos en la vecindad, y todos podían estar vinculados con el atraco.
— Sí —dijo el comisionado—, continúa.
— Nos encontramos con un par de los que no pudimos averiguar nada. Al parecer, nos habían dado las matrículas cambiadas. Nada fuera de lo normal. Es algo que ocurre a menudo. Si tienes tiempo, a la larga acabas descubriendo el error. Os daré un ejemplo: un Morris Oxford negro, matrícula CMG 256, visto por un agente de tráfico. Dijo que lo conducía el juez Ludgrove. Miró a sus compañeros. Le escuchaban, pero sin demostrar mayor interés.
— Sabía que se trataba de un error. El juez Ludgrove es un viejo que resulta difícil de olvidar, principalmente porque es feísimo. La cuestión es que, efectivamente, no se trataba del juez porque a esa misma hora estaba presidiendo un juicio. Tiene un Morris Oxford negro, pero la matrícula no es CMG 256.
— Hizo una pausa esperando algún comentario que no se produjo—. De acuerdo, de acuerdo. Dirán que no tiene sentido. Pero ¿saben cuál es el número? CMG 265. Casi el mismo, ¿no? El tipo de error que se comete cuando intentas recordar la matrícula de un coche.
— Lo siento —dijo sir Richard—, no alcanzó a entender...
— No —le interrumpió el inspector Davy—, no hay nada que entender. Sólo que era casi el número correcto. El 256, no el 265 CMG. En realidad es mucha coincidencia que exista un Morris Oxford del mismo color, con un único número distinto en la matrícula y conducido por un hombre que se parece mucho al dueño.
— ¿O sea...?
— Sólo un número distinto. El «error intencionado» del día. Eso es lo que parece.
— Lo siento, Davy, sigo sin entenderlo.
— Tampoco hace falta romperse la cabeza. Hay un Morris Oxford negro, matrícula CMG 265, que pasa por la calle dos minutos y medio después de cometerse el atraco. Al volante, el agente identifica al juez Ludgrove.
— ¿Estás sugiriendo que era el juez Ludgrove en persona? Vamos, Davy.
— No, no sugiero que se tratara del juez Ludgrove ni que él esté mezclado en el atraco a un banco. Se alojaba en el hotel Bertram's en Pond Street, y se encontraba en los tribunales a la hora del robo. Todo está comprobado. Sólo digo que el número de la matrícula, el modelo de coche y que el agente identificara al viejo Ludgrove, a quien conoce bastante bien de vista, es una coincidencia que debería significar algo. Aparentemente no es así. Mala suerte. Comstock se movió en la silla súbitamente inquieto.
— Hay otro caso parecido en relación con aquel atraco a la joyería de Brighton. Un viejo almirante. Ahora no recuerdo el nombre. Una mujer le identificó claramente como uno de los participantes en el atraco.
— ¿Y no lo era?
— No, aquella noche había estado en Londres. Vino aquí para asistir a una recepción o a una cena de la marina.
— ¿Se alojó en su club?
—No, se alojó en un hotel, creo que en el mismo que acaba de mencionar el Abuelo: el Bertram's, ¿no? Un lugar muy tranquilo. Muchos viejos militares retirados se alojan allí, si no me equivoco.
—El hotel Bertram's —repitió el inspector Davy pensativo.

Capítulo V

1

Miss Marple se despertó temprano porque esa era su costumbre. Estaba muy contenta con la cama. Era comodísima. Caminó descalza hasta la ventana y descorrió las cortinas para que entrara la débil luz de la mañana londinense. Sin embargo, todavía no era la hora de apagar la luz eléctrica. Le habían dado una habitación muy bonita, siempre dentro de la tradición del Bertram's. El empapelado con dibujos de rosas, una lustrosa cómoda de caoba, un tocador a juego, dos sillas de respaldo recto y un sillón con el asiento a una altura razonable del suelo. Una puerta comunicaba con el baño que era moderno, pero cuyos azulejos reproducían el tema de las rosas, con lo cual se evitaba cualquier sugestión de fría higiene. Miss Marple volvió a la cama, se acomodó las almohadas, miró la hora, las siete y media, cogió el devocionario que siempre llevaba con ella y leyó la página y media que le correspondía. Luego, recogió su labor y comenzó a hacer calceta, despacio al principio porque tenía los dedos rígidos y doloridos por el reuma cuando se despertaba, pero después cada vez más rápido, a medida que los dedos perdían la rigidez. «Otro día» se dijo, agradeciendo el hecho con un tranquilo placer. Otro día y ¿quién podía decir lo que le traería? Abandonó la labor y se relajó, dejando correr sus pensamientos. Selina Hazy, qué bonita casa la que había tenido en St. Mary Mead, y ahora alguien le había colocado un horrible techo verde. Muffins, un auténtico desperdicio de mantequilla, pero tan deliciosos. ¡Además, servían algo tan anticuado como el pastel de sésamo! Nunca hubiera imaginado, ni por un momento, que las cosas pudieran continuar siendo como antes, sobre todo porque el tiempo no se detenía y, para conseguir detenerlo de aquella manera, hacía falta muchísimo dinero. ¡Ni un solo objeto de plástico en todo el hotel! Supuso que les saldría a cuenta. Lo anticuado se vuelve algo pintoresco. Sin ir más lejos, la gente volvía a querer las viejas rosas y despreciaba las híbridas. No había nada en este lugar que le pareciera real. ¿Por qué tenía que parecerlo? Habían pasado cincuenta, no, casi sesenta años desde que se alojó aquí, y tampoco le parecía real porque se había acostumbrado a vivir en el presente. En realidad, todo esto planteaba una serie de cuestiones muy interesantes. El ambiente y los huéspedes. Miss Marple apartó la labor un poco más.
— Bolsas —exclamó en voz alta—. Supongo que serán las bolsas. No se ven ahora bolsas de la compra. ¿Sería esa la explicación para la extraña sensación de inquietud que había experimentado la noche anterior? El presentimiento de que algo estaba mal. Toda esas personas mayores en realidad eran muy parecidas a las que recordaba de medio siglo atrás. Entonces había sido algo natural, pero no eran muy naturales ahora. En la actualidad, las personas mayores no se parecían a las de antaño. Tenían las expresiones angustiadas de aquellos que se ven agobiados por las preocupaciones domésticas a las que no pueden hacer frente, de los que corren de comité en comité en un intento por parecer enérgicos y competentes, o se teñían el pelo con reflejos azules, o llevaban pelucas, y sus manos no eran las que ella recordaba, suaves y bien cuidadas, sino ásperas de tanto fregar y de los detergentes. De acuerdo, estas personas no parecían reales, pero sí que lo eran. Selina Hazy era real, y aquel viejo y bien parecido militar del rincón era real (se lo habían presentado en una ocasión, aunque ella no recordaba su nombre), y el obispo (¡querido Robbie!). Miss Marple miró su reloj. Las ocho y media. Hora de tomar el desayuno. Miró la hoja de instrucciones suministrada por el hotel, letras bien grandes que hacían innecesario ponerse las gafas. Las comidas se podían pedir llamando al servicio de habitaciones, o se podía tocar el timbre marcado con el rótulo de «Camarera». Miss Marple hizo esto último. Hablar con el servicio de habitaciones siempre le ponía nerviosa. El resultado fue excelente. En un santiamén llamaron a la puerta y entró una camarera de aspecto impecable. Una camarera de verdad que parecía irreal, con un vestido a rayas color lavanda y cofia, sí, una cofia almidonada. Un rostro sonrosado y sonriente, un auténtico rostro campesino. (¿Dónde encontraban a estas personas?) Miss Marple pidió el desayuno. Té, huevos escalfados, panecillos calientes. Tan experta era la camarera que no hizo falta mencionar los cereales o el zumo de naranja. Cinco minutos más tarde le habían servido el desayuno. Una buena bandeja con una tetera de considerable tamaño, una jarra de leche con toda su crema y otra jarra de agua caliente. Dos hermosos huevos escalfados sobre dos rebanadas de pan tostado, escalfados en su justo punto, no como dos pequeñas piedras en hueveras de latón, y un buen trozo de mantequilla adornado con una ramita de menta. Mermelada, miel y jalea de fresas. Unos panecillos de aspecto delicioso, nada de panecillos recalentados. Olían a pan fresco (¡el aroma más delicioso del mundo!). También había una manzana, una pera y un plátano. Miss Marple hundió el cuchillo con delicadeza pero sin desconfianza. No se llevó ninguna desilusión. La espesa yema de un color oro rojizo se derramó lentamente. ¡Huevos de verdad! ¡Todo bien caliente! ¡Un desayuno de verdad! ¡Un desayuno como el que hubiera preparado ella, pero que no había tenido que prepararlo! Se lo sirvieron como si fuera no una reina, sino una dama mayor alojada en un buen hotel no demasiado caro. De hecho, como si estuviera otra vez en 1909. Miss Marple le comentó su satisfacción a la camarera.
— Sí, señora —respondió la joven —. El cocinero es muy suyo en lo que se refiere a los desayunos. Miss Marple la observó complacida. El hotel Bertram's sin duda producía maravillas. Una camarera de verdad. Se pellizcó el brazo disimuladamente.
— ¿Lleva aquí mucho tiempo? — le preguntó.
— Poco más de tres años, señora.
— ¿Y antes?
— Trabajaba en un hotel de Eastburne. Muy moderno, pero prefiero los lugares antiguos como éste. Miss Marple probó el té. Comenzó a canturrear distraída. Las palabras de una canción olvidada hacía mucho tiempo volvieron a su boca de una forma completamente natural: —Oh, dónde has estado toda mi vida... La camarera la miró un tanto sorprendida.
— Sólo estaba recordando una vieja canción —manifestó miss Marple en tono de disculpa—. Era muy popular en mi época. Una vez más volvió a repetir el estribillo: «Oh, dónde has estado toda mi vida.»
— ¿Quizá la conoce?
— Bueno... —La camarera se interrumpió.
— Demasiado antigua para usted. Los lugares como éste te hacen recordar muchas cosas.
— Sí, señora. A muchas de las damas que se alojan aquí les ocurre lo mismo.
— Supongo que ésa es la razón por la que vienen. La camarera salió de la habitación. Era obvio que estaba acostumbrada a las viejas y a sus recuerdos. Miss Marple acabó su desayuno y se levantó muy animada. Había decidido dedicar la mañana a ir de tiendas. No demasiadas, para no cansarse. Hoy recorrería Oxford Street y mañana Knightsbridge. Pensó alegremente en lo bien que se lo pasaría. Eran casi las diez cuando salió de la habitación completamente equipada: sombrero, guantes, paraguas por si acaso, aunque hacía un día espléndido, bolso y su más elegante bolsa de la compra. La puerta de una habitación más allá de la suya se abrió bruscamente y alguien asomó la cabeza. Se trataba de Bess Sedgwick. La mujer echó una ojeada y volvió a cerrar la puerta violentamente. Miss Marple reflexionó sobre el incidente mientras bajaba las escaleras. Por las mañanas prefería las escaleras al ascensor. La estimulaban. Sus pasos se hicieron cada vez más lentos hasta que finalmente se detuvo.

2

El coronel Luscombe salió de su habitación y se alejó por el pasillo en dirección a las escaleras. En aquel momento, lady Sedgwick abrió la puerta y le llamó.
— ¡Por fin apareces! ¡Llevó esperándote no sé cuánto tiempo! ¿Dónde podemos hablar tranquilamente? Quiero decir sin tropezar continuamente con alguna vieja.
— No estoy muy seguro de que lo encontremos, Bess. Quizás en el entresuelo. Hay una sala de lectura que suele estar siempre vacía.
— Será mejor que entres. Date prisa, ante de que la camarera comience a pensar cosas raras. El coronel aceptó un tanto a regañadientes. La mujer volvió a cerrar de un portazo.
— No tenía ni la más remota idea de que estuvieras alojada aquí, Bess. Te lo juro.
— No lo dudo.
— Quiero decir que, de haberlo sabido, nunca hubiese traído a Elvira. ¿Sabes que Elvira está aquí?
—Sí, te vi con ella anoche.
— Pero la verdad es que no sabía que estuvieras aquí. Parece un sitio tan extraño para ti.
— No veo porqué —replicó Bess, fríamente—. Es el hotel más cómodo de todo Londres. ¿Por qué no iba a alojarme aquí?
—Te aseguro que no tenía ni idea de que estuvieras en el hotel. Bess Sedgwick miró a su amigo y se echó a reír. Vestía un elegante traje chaqueta negro y una camisa de seda verde esmeralda. Se la veía alegre y llena de vida. A su lado, el coronel parecía una persona mustia y gris.
— Mi querido Derek, no te preocupes tanto. No te estoy acusando de haber organizado un emotivo encuentro entre madre e hija. Sólo es una de esas cosas que pasan, un encuentro en el lugar más insospechado. Pero debes sacar a Elvira de aquí, Derek. Tienes que llevártela cuanto antes, hoy mismo. —Tranquila, se marchará. Sólo la traje aquí por un par de noches. Ir al teatro, a cenar, esas cosas. Mañana se va a casa de los Melford.
— Pobre chica, se aburrirá como una ostra. Luscombe la miró preocupado.
— ¿Crees que se aburrirá muchísimo? Bess se apiadó de su amigo. — Probablemente no después de estar interna en Italia. Incluso puede que lo considere emocionante. Luscombe se armó de valor. —Escucha, Bess, me sorprendió encontrarte aquí, pero ¿no crees que quizás estaba predestinado que ocurriera así? Quiero decir que podría ser una oportunidad. En realidad, no sé hasta qué punto estás enterada de los sentimientos de la muchacha.
— ¿Qué estás intentando decirme, Derek?
— Después de todo, tú eres su madre, ¿no?
— Claro que soy su madre, y ella es mi hija. ¿De qué nos ha servido o nos servirá que así sea? —No puedes estar segura. Creo que ella se resiente.
— ¿De dónde has sacado esa idea? — preguntó Bess bruscamente.
— Fue algo que dijo ayer. Me preguntó dónde estabas, qué estabas haciendo. Bess cruzó la habitación para acercarse a la ventana. Permaneció allí unos momentos, golpeando el cristal con las uñas.
— Eres tan buena persona, Derek, y tienes unas ideas tan nobles, pero la verdad es que no funcionan, amigo mío. Eso es lo que tienes que repetirte. No funcionan y pueden ser peligrosas.
— Venga ya, Bess. ¿Peligrosas?
— Sí, sí. Peligrosas. Yo soy un peligro. Siempre he sido un peligro para los demás.
— Cuando pienso en algunas de las cosas que has hecho... — manifestó Luscombe con un tono pensativo.
— Eso es asunto mío. Vivir peligrosamente es un hábito que tengo. No, hábito no es la palabra. Lo correcto sería decir adicción. Es como una droga, como las dosis de heroína que se inyectan los adictos para que la vida les parezca alegre y digna de ser vivida. Vale, no pasa nada. Es mi funeral, o no, todo depende. Nunca he tomado drogas, no las necesito. El peligro ha sido y es mi vicio. Pero la gente que vive como yo puede representar un peligro para los demás. Vamos, no seas testarudo, Derek. Ocúpate de mantener a esa chica alejada de mí. No puedo hacerle ningún bien y sí mucho daño. Si es posible, no permitas que se entere de que estoy en este hotel. Llama a los Melford y llévatela allí hoy mismo. Invéntate alguna excusa sobre una emergencia o lo que sea. El coronel Luscombe tironeó de su bigote.
— Creo que estás cometiendo un error, Bess.
— Exhaló un suspiro—. Me preguntó dónde estabas. Le respondí que estabas en el extranjero.
— Lo estaré dentro de doce horas, así que todo encaja perfectamente. Bess se acercó a su amigo, le dio un beso en la barbilla, le hizo volverse como si fueran a jugar a la gallinita ciega, abrió la puerta y le dio un leve empujón para echarlo de la habitación. Mientras la puerta se cerraba a sus espaldas, el coronel vio a una anciana que acababa de subir las escaleras. Murmuraba para sí misma al tiempo que miraba el interior de su bolso.
«Vaya, vaya. Supongo que me lo habré dejado en la habitación. Vaya fastidio.» La anciana pasó junto a Luscombe sin prestarle ninguna atención, pero cuando el hombre se alejó en dirección a las escaleras, miss Marple se detuvo para dirigirle una mirada penetrante. A continuación, miró la puerta de Bess Sedgwick.
— Así que era a él a quien estabas esperando —musitó—. Quisiera saber porqué. 3 El padre Pennyfather, confortado por el desayuno, atravesó el vestíbulo, no se olvidó de dejar la llave en recepción, salió del edificio y, de inmediato, el portero irlandés que se encargaba de los taxis le abrió la puerta para que subiera.
— ¿Adonde va, señor?
— Ay, madre —exclamó el sacerdote, dominado por una súbita angustia—. Espere un momento. ¿Adonde quería ir? El tráfico en Pond Street se atascó durante unos minutos mientras Pennyfather y el portero debatían la espinosa cuestión. Finalmente, el padre tuvo una súbita inspiración divina y el portero le ordenó al taxista que llevara a su pasajero al Museo Británico. El portero permaneció en la acera con la expresión de un hombre que ha cumplido con su deber y, a la vista de que no salía nadie más del hotel, se dio un paseíllo a lo largo de la fachada, silbando una vieja tonada con mucha discreción. Se abrió una de las ventanas de la planta baja, pero el portero ni se molestó en mirar hasta que una voz le llamó inesperadamente.
— Así que es aquí a donde has ido a parar, Micky. ¿Qué diablos te ha traído a este lugar? El hombre se volvió sobresaltado y se quedó boquiabierto. Lady Sedgwick asomaba la cabeza por el hueco de la ventana.
— ¿Es que no me reconoces? — preguntó con voz dura. Una súbita expresión de reconocimiento apareció en el rostro del portero.
— ¡Vaya, si no es otra que mi pequeña Bessie! ¡Menuda sorpresa! Después de todos estos años, va y me encuentro con mi vieja Bessie.
— Nadie excepto tú me ha llamado nunca Bessie. Es un nombre repugnante. ¿Qué has estado haciendo todos estos años?
— De todo un poco — respondió Micky con cierta reserva —. No salgo en los periódicos como tú. Me entero de tus hazañas por la prensa. Bess Sedgwick se echó a reír.
— Por lo menos, me conservo mejor que tú. Bebes demasiado. Siempre le has dado demasiado a la botella.
— Tú te mantienes mejor porque siempre has tenido dinero.
— En cambio, a ti el dinero no te haría ningún bien. Te lo hubieras gastado todo en copas y ahora estarías hecho un guiñapo. Sí, te hubieras bebido hasta el último penique. ¿Qué te ha traído aquí? Eso es lo que quiero saber. ¿Cómo has conseguido que te contrataran en un hotel como éste?
— Necesitaba un trabajo. Tenía éstas como recomendación.
— Pasó una mano por las medallas que adornaban su chaqueta.
— Sí, ya las veo.
— Bess permaneció un instante en silencio—. Son auténticas, ¿verdad?
— Claro que son auténticas. ¿Qué te creías?
— Te creo. Siempre has sido un tipo con agallas. Un peleador nato. Estoy segura de que el ejército te sentaba que ni pintado.
— El ejército está muy bien durante la guerra, pero no es bueno en tiempos de paz.
— Así que te metiste a portero. No tenía ni la menor idea... — Se interrumpió.
— ¿De qué no tenías la menor idea, Bessie?
— Nada. Resulta extraño verte después de tantos años.
— Yo no te he olvidado. Nunca te he olvidado, Bessie. ¡Ah, que chica más guapa eras! ¡Una preciosidad!
— ¡Di mejor una tonta de tomo y lomo! —replicó la mujer.
— Eso también es muy cierto. Nunca tuviste mucho sentido común. De lo contrario, no te habrías liado conmigo. Qué manos tenías para los caballos. ¿Recuerdas a aquella yegua, cómo se llamaba? Molly O'Flynn. Menuda bestia del demonio que era.
— Tú eras el único que la podía montar.
— ¡La muy malvada me hubiera tirado de haber podido! Cuando descubrió que no podía, se rindió. Ah, era una belleza. Pero hablando de montar, no había ni una sola mujer por aquellos lares que te pudiera superar. Montabas de maravilla y tenías unas manos perfectas. Nunca tenías miedo y, por lo que he leído, continúas sin tenerlo. Aviones, coches de carreras y lo que te echen. La mujer volvió a reír.
— Debo seguir con mis cartas. Se apartó de la ventana y ahora fue el portero quien asomó la cabeza.
— No he olvidado Ballygowlan — dijo con un tono malintencionado—. Alguna veces he pensado en escribirte.
— ¿Qué has querido decir con eso? — preguntó Bess inmediatamente con voz desabrida.
— Sólo digo que no he olvidado nada. No pretendía otra cosa que recordártelo.
— Si quieres decir lo que yo creo — señaló Bess con el mismo tono de antes —, te daré un consejo. Si me buscas las cosquillas, te mataré como quien mata a una rata. Ya he matado a otros hombres.
— En el extranjero.
— En el extranjero o aquí. Me da lo mismo.
— No me cabe ninguna duda de que eres muy capaz de hacerlo.
— La voz de Micky reflejó su admiración—. En Ballygowlan... — En Ballygowlan — le interrumpió la mujer—, te pagaron para que mantuvieras la boca cerrada y te pagaron muy bien. Cogiste el dinero. No pienses en sacarme ni un penique porque no te lo daré.
— Sería una bonita historia romántica para los dominicales.
— Ya has oído lo que he dicho.
— Ah.
— El portero se echó a reír—. No lo decía en serio. Sólo era una broma. Nunca se me ocurriría hacer nada para perjudicar a mi Bessie. Mantendré la boca cerrada. —Más te vale. Lady Sedgwick cerró la ventana. Miró la carta a medio escribir que tenía sobre el escritorio. Cogió el papel, hizo una bola y lo arrojó al cesto. Después se levantó bruscamente y salió de la sala sin preocuparse ni por un instante de mirar atrás. Las pequeñas salas de lectura del Bertram's tenían a menudo el aspecto de estar vacías incluso cuando no lo estaban. Había dos escritorios con el recado de escribir junto a las ventanas, una mesa con las revistas de la semana a la derecha y, a la izquierda, dos comodísimos sillones orejeros vueltos hacia la chimenea. Estos eran los lugares favoritos de los ancianos hombres de armas para acomodarse y dormir la siesta hasta la hora del té. Cualquiera que entrara dispuesto a leer o a escribir una carta casi nunca se daba cuenta de su presencia. Los sillones no tenían una gran demanda durante la mañana. Sin embargo, se daba el caso de que precisamente esa mañana ambos estaban ocupados. En uno se sentaba una señora mayor y en el otro una joven. La muchacha se levantó. Miró en dirección a la puerta por la que acaba de salir lady Sedgwick como si estuviera totalmente desconcertada, y después caminó hacia la puerta con paso lento. El rostro de Elvira Blake mostraba una palidez cadavérica. Pasaron otros cinco minutos antes de que la anciana hiciera movimiento alguno. Entonces, miss Marple decidió que el breve descanso que siempre se tomaba después de vestirse y bajar las escaleras había durado más que suficiente. Había llegado la hora de salir a disfrutar los placeres de Londres. Podía ir caminando hasta Picadilly y coger el autobús número 9 hasta High Street, en Kensington, o ir hasta Bond Street y tomar el 25 hasta Marshall & Snelgrove, o también coger el 25 pero en dirección contraria que, si no recordaba mal, la dejaría delante mismo del economato del Ejército y la Marina. Atravesó la puerta giratoria pensando en lo mucho que se divertiría. El portero irlandés, atento a su trabajo, tomó la decisión final.
— Le pediré un taxi, señora —dijo con firmeza. —No quiero un taxi. Creo que puedo coger el 25 por aquí cerca, o si no también el 2 en Park Lane.
— No le recomiendo el autobús — insistió el portero—. Es muy peligroso tener que subir de un salto a un autobús cuando ya se tiene cierta edad. Además, esa manera tan brusca que tienen de arrancar y de frenar. Tienes que ir agarrado con cuatro manos para no caerte. Los tipos que conducen no tienen corazón. Tocaré el silbato para que venga un taxi y usted irá donde más le apetezca como una reina. Miss Marple consideró la oferta y mordió el anzuelo.
— De acuerdo, creo que cogeré un taxi. El portero ni siquiera utilizó el silbato. Se limitó a chasquear los dedos y un taxi apareció como por arte de magia. Miss Marple subió al taxi ayudada con todo mimo por el portero y, llevada por un impulso, decidió ir hasta Robinson Cleaver y echar una ojeada a su espléndida oferta de sábanas de hilo. Se arrellanó en el asiento, sintiéndose como una reina, tal como le había prometido el portero. En su mente ya disfrutaba con la visión de las sábanas y las fundas de almohada de hilo y los paños de cocina sin dibujos de plátanos, higos, perros y otros dibujos que te distraían cuando secabas la vajilla. Lady Sedgwick se acercó al mostrador de recepción.
— ¿Está Mr. Humfries en su despacho?
— Sí, lady Sedgwick —respondió miss Gorringe sorprendida. La mujer pasó al otro lado del mostrador, llamó a la puerta del despacho y entró sin esperar respuesta. Mr. Humfries se quedó boquiabierto ante la intromisión.
— ¿Sí?
— ¿Quién contrató a Michael Gorman? Mr. Humfries tartamudeó ligeramente al responder a la pregunta.
— Parfitt se marchó, sufrió un accidente de coche hará cosa de un mes. Tuvimos que reemplazarlo con urgencia. Este hombre parecía el más adecuado. Buenas referencias, una excelente hoja de servicios en el ejército. No demasiado inteligente, pero eso a veces es una ventaja. ¿Sabe usted algo que nosotros no sepamos de sus antecedentes?
— Lo suficiente para no querer que esté aquí.
— Si usted insiste —señaló Humfries lentamente—, le daremos el aviso de despido.
— No —contestó lady Sedgwick—, no , ya e s d e ma s i a d o t a r d e. N o s e mo l e s t e.

Capítulo VI

1

— ¡Elvira! —Hola, Bridget. Elvira Blake cruzó el umbral de la casa del 180 de Onslow Square. Su amiga Bridget, que la había visto a través de la ventana de su habitación, había bajado corriendo para abrirle la puerta.
— Subamos a tu habitación.
— Sí, será lo mejor. De lo contrario, nos encontraremos con mi madre. Las dos muchachas corrieron escaleras arriba, con lo que consiguieron evitar a la madre de Bridget, que salió de su dormitorio para asomarse al rellano cuando ya era demasiado tarde.
— La verdad es que no sabes la suerte que tienes de no tener madre — comentó Bridget un tanto agitada, mientras metía a su amiga en el dormitorio y cerraba la puerta con llave —. Me refiero a que mamá es un encanto y todo lo que tú quieras, pero las preguntas que hace... mañana, tarde y noche: ¿Adonde vas? ¿Con quién has estado? ¿Son los primos de alguien del mismo nombre que vive en Yorkshire? Hablo de lo molesto que es todo esto. —Supongo que no tiene otra cosa en qué pensar —señaló Elvira, vagamente —. Escucha, Bridget, tengo que hacer algo terriblemente importante, y necesito que me ayudes.
— Lo haré si puedo. ¿De qué se trata? ¿De un hombre?
— No, no es eso.
— Bridget pareció desilusionada—. Tengo que ir a Irlanda durante veinticuatro horas o algo más y necesito que me cubras.
— ¿A Irlanda? ¿Para qué?
— Ahora no te lo puedo decir. No tengo tiempo. A la una y media tengo que estar en el Prunier’s para comer con mi tutor, el coronel Luscombe.
— ¿Qué has hecho con la Carpenter?
— Le di esquinazo en Debenham's. Bridget se echó a reír.
— Después de comer, me llevarán con los Melford. Voy a vivir con ellos hasta que cumpla los veintiuno.
— ¡Qué espanto!
— Creo que podré soportarlo. A la prima Mildred la puedes engañar como a un niño. Han dispuesto que debo asistir a clases y no sé cuantas cosas más. Hay un lugar llamado World of Today. Te llevan a conferencias, museos, galerías de pintura, al Parlamento y cosas así. Lo importante es que nadie sabe si estás o no en el lugar donde tendrías que estar. Podremos hacer lo que nos venga en gana.
— Eso espero.
— Bridget soltó una risita—. Lo hicimos en Italia, ¿no? La vieja Macarroni que se creía tan estricta. Nunca se enteró de nada de lo que hacíamos. Las jóvenes rieron alegremente al recordar el éxito de sus correrías.
— En cualquier caso, hay que planearlo todo muy bien —manifestó Elvira. —Además de mentir como los ángeles —le recordó Bridget—. ¿Has tenido noticias de Guido?
— Sí, me escribió una carta muy larga y la firmó con el nombre de Ginebra como si se tratara de una amiga. Pero, por favor, Bridget, no hables tanto. Tenemos muchísimas cosas que hacer y sólo disponemos de una hora y media. Ahora, escucha atentamente. Mañana vendré para mi cita con el dentista. Eso es sencillo, puedo llamar por teléfono y cancelarla, o tú puedes llamar desde aquí. Luego, hacia el mediodía, llamas a los Melford haciéndote pasar por tu madre y les explicas que el dentista quiere verme otra vez pasado mañana y que me quedaré a dormir contigo.
— Se lo tragarán sin rechistar. Dirán que es muy amable de nuestra parte y todas esas paparruchas. Pero, ¿supongamos que pasado mañana todavía no has vuelto?
— Entonces, tendrás que hacer unas cuantas llamadas más. Bridget no pareció muy convencida.
— Tendremos muchísimo tiempo para pensar algo antes de que llegue ese momento —dijo Elvira, impaciente—. Lo que me preocupa ahora es el dinero. Supongo que no tienes, ¿verdad? — añadió sin muchas esperanzas.
— Creo que tengo un par de libras.
— Eso es calderilla. Necesito comprar el billete de avión. He consultado los horarios. Sólo se tardan unas dos horas. Todo depende de lo que tarde cuando llegue allí.
— ¿No puedes decirme qué tienes que hacer?
— No, no puedo, pero es muy importante, importantísimo. La voz de Elvira sonó tan diferente que Bridget la miró alarmada.
— ¿Es algo grave, Elvira?
— Sí, lo es.
— ¿Es algo que nadie debe saber? —Sí, algo así. Es una cosa muy secreta. Necesito averiguar si una cosa es realmente cierta o no. Esto del dinero es una auténtica lata y, lo que más me enfada es que soy muy rica. Mi tutor me lo dijo. Pero lo único que me dan es una cantidad miserable para vestidos, que vuela en cuanto la recibo.
— ¿Tu tutor no te prestaría el dinero?
— Ni soñarlo. Querría saber con pelos y señales para qué lo necesito.
— Sí, eso es lo que haría. No entiendo porqué todos siempre están preguntando esto o lo otro. ¿Sabes que, cada vez que alguien llama por teléfono, mamá quiere saber quién es? Cuando está bien claro que no es asunto suyo. Elvira asintió, pero su atención estaba puesta en otro tema.
— ¿Alguna vez has empeñado algo, Bridget?
— Nunca. No creo que supiera cómo hacerlo.
— Me parece que es bastante sencillo. Tienes que ir a una tienda que tenga tres bolas encima de la puerta, ¿no es así?
— No creo que tenga nada que pueda interesar a una casa de empeños — opinó Bridget.
— ¿Tu madre no tiene por aquí ninguna joya?
— No creo que debamos pedirle ayuda.
— No, quizá no. Pero podríamos cogerla sin decirle nada.
— No creo que sea correcto — afirmó Bridget sorprendida.
— ¿No? Quizá tengas razón. Aunque estoy segura de que no se daría cuenta. Se la devolveríamos antes de que la echara en falta. Ya lo tengo. Iremos a Mr. Bollard.
— ¿Quién es Mr. Bollard?
— Es algo así como el joyero de la familia. Siempre que necesito arreglar mi reloj lo llevo allí. Me conoce desde que tenía seis años. Venga, Bridget, iremos allí ahora mismo. Tenemos el tiempo justo.
— Lo mejor será salir por la puerta de atrás y así evitaremos que mamá nos pregunte adonde vamos. Las dos jóvenes ultimaron los detalles de su plan delante mismo de la vieja joyería de Bollard y Whitley en Bond Street.
— ¿Estás segura de que lo has entendido bien, Bridget?
— Eso creo —contestó la otra con una voz muy poco animada.
— Primero, sincronicemos los relojes. Bridget se animó inmediatamente. La frase típica de las películas le infundió nuevos bríos. Sincronizaron los relojes con expresión solemne. El reloj de Bridget llevaba casi un minuto de atraso.
— La hora cero será exactamente a «y veinticinco» —dijo Elvira—. Eso me dará un margen bastante amplio. Quizá más incluso de lo que necesite, pero será mejor así.
— Supongamos... —comenzó Bridget.
— ¿Supongamos qué?
— Me refiero a que supongamos que me atropellan de verdad.
— Claro que no te atropellarán. Sabes muy bien que eres agilísima, y que todos los conductores de Londres están acostumbrados a frenar bruscamente. No te pasará nada. Bridget no pareció compartir la confianza de su amiga.
— No me dejarás colgada, ¿verdad, Bridget?
— De acuerdo. No te dejaré colgada.
— Bien. Bridget cruzó Bond Street para ir a la otra acera, y Elvira abrió la puerta de Messrs Bollard y Whitley, reputados joyeros y relojeros. En el interior, se respiraba un ambiente de sosiego y elegancia. Un dependiente con levita se acercó para preguntarle a Elvira en qué podía servirla.
— ¿Puede ver a Mr. Bollard?
— ¿Mr. Bollard? ¿A quién debo anunciar?
— Miss Elvira Blake. El dependiente desapareció y Elvira se acercó a uno de los mostradores donde, protegidos por un cristal, se exhibían valiosos broches, anillos y brazaletes sobre un fondo de terciopelo. Mr. Bollard hizo su aparición casi de inmediato. Era el socio principal de la joyería, un hombre bien plantado de unos sesenta y tantos años. Saludó a Elvira afectuosamente.
— Ah, miss Blake, otra vez usted por Londres. Es un gran placer verla. ¿Qué puedo hacer por usted? Elvira sacó del bolsillo un elegante reloj de pulsera.
— Este reloj no va bien. ¿Podría usted arreglarlo?
— Por supuesto. No creo que sea nada difícil.
— Mr. Bollard cogió el reloj—. ¿A qué dirección debo enviarlo? Elvira le dio la dirección. —Hay algo más —añadió—. Mi tutor, el coronel Luscombe, ya sabe usted quién es.
— Sí, desde luego, faltaría más. —Me preguntó qué me gustaría como regalo de Navidad. Me propuso que viniera aquí a elegir alguna cosilla. Se ofreció a venir conmigo si yo quería, pero le respondí que prefería venir primero sola, porque siempre me ha parecido un tanto embarazoso, ¿a usted no? Me refiero a los precios y esas cosas.
— Sí, eso es algo a tener en cuenta —asintió Mr. Bollard, con un tono paternal—. ¿Qué tenía pensado, miss Blake? ¿Un broche, un anillo, algún brazalete?
— Creo que los broches son mucho más útiles —respondió Elvira—. Pero me preguntaba si podía mirar unas cuantas cosas más.
— Le miró con una expresión de súplica y el hombre asintió comprensivo.
— Por supuesto, faltaría más. No se disfruta nada si hay que tomar una decisión a toda prisa, ¿no es así? Los cinco minutos siguientes transcurrieron de una forma muy agradable. Nada era demasiada molestia para Mr. Bollard. Sacó alhajas de ésta y aquella vitrina, y los broches y brazaletes se fueron amontonando sobre un paño de terciopelo colocado sobre el mostrador. De vez en cuando, Elvira cogía una joya y se volvía para mirar en el espejo qué tal le quedaba. Por fin, aunque con ciertas dudas, separó una preciosa esclava, un pequeño reloj de pulsera engarzado con diamantes y dos broches.
— Tomaremos buena nota — dijo Mr. Bollard — y, la próxima vez que el coronel Luscombe venga a Londres, quizá se pase por aquí y decida por sí mismo cuál de ellas prefiere regalarle.
— Creo que así será mucho más adecuado. Le parecerá como si él hubiera escogido el regalo, ¿verdad?
— Su mirada inocente se fijó en el rostro del joyero, pero al mismo tiempo tomaba buena cuenta de que el reloj marcaba y veinticinco en punto. En el exterior se oyó el chirrido de una violenta frenada seguido por un grito de mujer. Todas las miradas de los que estaban en la joyería se volvieron hacia el escaparate que daba a Bond Street. El movimiento de la mano de Elvira hacia el mostrador y después al bolsillo de su elegante chaqueta fue tan rápido y disimulado que resultó prácticamente imperceptible, incluso para alguien que estuviese mirando.
— Vaya, vaya — exclamó Mr. Bollard volviendo a mirar a su clienta —.

Casi se produce una desgracia. ¡Qué muchacha más imprudente! Lanzarse a cruzar la calle de esa manera. Elvira ya se dirigía hacia la puerta. Miró su reloj y soltó una exclamación.
— Vaya, me he demorado más de lo que pensaba. Perderé el tren de regreso a casa. Muchas gracias, Mr. Bollard. No se olvidará de cuáles son las cuatro piezas elegidas, ¿verdad? Un segundo después había salido de la joyería. Giró a la izquierda, volvió a girar unos pasos más allá, y se detuvo en la entrada de una zapatería. Esperó impaciente hasta que Bridget se presentó, casi sin aliento. —Menudo susto — afirmó Bridget —. Por un momento, creí que me atropellaban. Además, me he hecho un agujero en la media.
— No te preocupes —señaló Elvira, que se llevó a su amiga a paso rápido hasta la próxima esquina donde giraron a la derecha—. Vamos, vamos.
— ¿Todo ha ido bien? Elvira metió la mano en el bolsillo y sacó el brazalete de brillantes y zafiros para mostrárselo a su cómplice.
— Elvira, ¿cómo te has atrevido?
— Escucha, Bridget, coge el brazalete y ve a la casa de empeños que escogimos. Entra y a ver cuánto consigues que te den. Pide un centenar de libras.
— ¿Crees que...? Me refiero a si me preguntan algo. Quizá tengan una lista de joyas robadas.
— No seas tonta. ¿Cómo podría aparecer en la lista si la acabo de robar? Estoy segura de que todavía no se han dado cuenta de que no la tienen.
— Pero Elvira, cuando se den cuenta de que ha desaparecido, lo primero que pensarán es que te la has llevado tú. No sospecharán de nadie más.
— Quizá lo crean si se dan cuenta del robo demasiado pronto.
— En ese caso, llamarán a la policía y... Se interrumpió al ver que Elvira meneaba la cabeza lentamente. El pelo rubio oscilaba suavemente y una débil y enigmática sonrisa iluminaba el rostro de la joven.
— No llamarán a la policía, Bridget. No lo harán si creen que yo me lo llevé.
— ¿Qué quieres decir?
— Como te dije antes, tendré muchísimo dinero cuando cumpla los veintiún años. Podré comprarles todas las alhajas que se me antojen y ellos lo saben. No querrán montar un escándalo. No pierdas más el tiempo y llégate a la casa de empeños. Luego ve hasta las oficinas de Air Lingus y compra el pasaje de avión. Yo tengo que coger un taxi para ir a Prunier’s. Ya llego diez minutos tarde. Me reuniré contigo mañana por la mañana, a las diez y media.
— Elvira, no sé porqué tienes que correr tantos riesgos —se lamentó Bridget. Pero Elvira, ocupada en llamar a un taxi, no la escuchó.

2

Miss Marple pasó un par de horas muy agradables en Robinson & Cleaver's. Además de comprar unas sábanas caras pero excelentes (le encantaban las sábanas de hilo por el tacto de la tela y su frescura), también se permitió comprar unos paños con vivos rojos para secar los cristales. ¡Realmente era dificilísimo encontrar paños de cocina como Dios manda! A cambio, ofrecían cosas que bien podían servir como manteles individuales, decorados con rábanos, langostas, la torre Eiffel, la plaza de Trafalgar, o con un surtido de limones y naranjas. Miss Marple les dio su dirección en St. Mary Mead para que le enviaran las compras, y después se subió a un autobús que la llevó hasta el economato del Ejército y la Marina. Esa tienda había sido uno de los lugares favoritos de la tía de miss Marple en el pasado. Desde luego, había cambiado mucho con el paso de los años. La anciana recordó a la tía Helen buscando a su vendedor de costumbre en el sector de Alimentación, para después sentarse cómodamente en una silla, vestida con su sombrero y lo que ella llamaba su capa de «popelín negro». Luego transcurría una hora entera en la que nadie tenía prisas y en la que la tía Helen pensaba en todos los productos que se podían comprar y guardar para utilizar en el momento oportuno. Se compraba todo lo necesario para la Navidad, e incluso se consideraban algunas cosas para Pascua. A veces, la joven Jane se mostraba un tanto impaciente y, entonces, se le aconsejaba una visita a la sección de cristalería para que se entretuviera un rato. Una vez acabadas las compras, la tía Helen se dedicaba a un largo interrogatorio sobre el estado de salud de la madre, la esposa, el segundo hijo y la cuñada del vendedor. Transcurrida la mañana en entretenimientos tan placenteros, la tía Helen acostumbraba a decir con el tono juguetón de la época: « ¿Qué diría mi niña si ahora fuésemos a comer algo?»
Así que subían al cuarto piso y disfrutaban de un opíparo almuerzo que concluía invariablemente con un helado de fresas. Después, compraban media libra de bombones de crema de café, y alquilaban un coche de caballos para ir a una matiné. Desde luego, la tienda había sufrido varias y profundas remodelaciones desde aquellos años. De hecho, costaba trabajo reconocerla. Se la veía más alegre y mucho mejor iluminada. Miss Marple, aunque recordó cómo había sido con una sonrisa bondadosa e indulgente, no tenía ninguna queja en contra de las mejoras del presente. Todavía funcionaba el restaurante y fue allí a reponer fuerzas. Mientras repasaba cuidadosamente el menú y decidía lo que pediría, miró por un instante a través de la sala y enarcó las cejas un tanto sorprendida. ¡Qué coincidencia más extraordinaria! Allí estaba una mujer a la que no había visto en persona hasta el día antes, si bien era un rostro habitual en las páginas de los periódicos: en las carreras de caballos, en las Bermudas, a punto de subir a su propio avión o de pilotar un monoplaza de competición. Ayer, por primera vez, la había visto en carne y hueso, y ahora, como ocurre tan a menudo, se producía la coincidencia de volver a encontrarla en un lugar realmente increíble. No encontraba ninguna explicación para que Bess Sedgwick estuviese comiendo en el restaurante de un economato militar. No le habría sorprendido en lo más mínimo ver a lady Sedgwick a la salida de algún tugurio del Soho, o del Covent Garden Opera House con un vestido de noche y una tiara de diamantes en la cabeza, pero no en el economato del Ejército y la Marina que, en la mente de miss Marple, estaba y estaría siempre ligado a los militares, a sus esposas, hijas, tías y abuelas. Sin embargo, allí estaba Bess Sedgwick, tan elegante como siempre, con un traje chaqueta oscuro y una camisa verde esmeralda, compartiendo la mesa con un hombre, un joven de rostro afilado, vestido con una chaqueta de cuero negro. Estaban inclinados sobre la mesa enzarzados en un viva discusión, mientras engullían lo que tenían en el plato sin saber lo que estaban comiendo. ¿Un pupilo, quizá? Sí, probablemente era un pupilo. El hombre debía ser quince o veinte años más joven que ella, aunque Bess Sedgwick continuaba siendo una mujer muy atractiva. Miss Marple observó al joven con atención y decidió que era un «joven bien parecido». También decidió que no le gustaba mucho. «Es calcado a Harry Russell» se dijo miss Marple, recordando a un prototipo del pasado. «Nunca sirvió para nada bueno, ni tampoco le hizo nunca ningún bien a mujer alguna.» «Seguramente, ella no aceptaría mis consejos, pero no tendría ningún reparo en dárselos». Sin embargo, los líos amorosos de los demás no eran asunto suyo, y Bess Sedgwick, por lo que sabía, era muy capaz de atender los problemas que pudieran surgir en sus romances. Miss Marple exhaló un suspiro, comió su almuerzo, y consideró la posibilidad de hacer una visita a la sección de papelería. La curiosidad, o lo que ella prefería llamar «un interés» en los asuntos de otras personas, era sin duda una de las características de miss Marple. Dejó con toda intención sus guantes sobre la mesa, y se dirigió hacia la caja, eligiendo un camino que pasaba muy cerca de la mesa de lady Sedgwick. En el momento en que abonaba la cuenta, «descubrió» la ausencia de sus guantes y fue a buscarlos, momento en el que, por una de esas casualidades se le cayó el bolso. El contenido se desparramó por el suelo. Una camarera corrió en su auxilio y la ayudó a recoger las cosas, por lo que miss Marple se vio obligada a demostrar una torpeza increíble a la hora de recoger las monedas y las llaves. No consiguió gran cosa con estos subterfugios, pero no fueron enteramente en vano, y fue muy interesante que ninguno de los dos sujetos merecedores de su atención se dignaran a dirigir una mirada a la torpe anciana a la que se le caían las cosas de las manos. Mientras esperaba el ascensor, procuró memorizar los fragmentos de la conversación que había escuchado: — ¿Cuál es el informe meteorológico?
— Bueno. Sin niebla.
— ¿Todo está preparado para ir a Lucerna?
—Sí. El avión sale a las 9.40. Esto era todo lo que había escuchado la primera vez. En el camino de regreso había conseguido oír un poco más. Bess Sedgwick había hablado con furia.
— ¿Se puede saber por qué demonios se te ocurrió presentarte en el Bertram's ayer? No tendrías que haber asomado ni la nariz por ese lugar.
—Tranquila. No pasó nada. Sólo pregunté si te alojabas allí y todo el mundo sabe que somos íntimos amigos.
—Esa no es la cuestión. El Bertram's está muy bien para mí, pero no es el lugar adecuado para ti. Cantabas como una almeja. Todo el mundo te miraba. »
— ¡Que miren!
—Eres un idiota. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué motivo tenías para ir allí? Te conozco. Tenías un motivo. »
— Cálmate, Bess. »
— ¡Eres un mentiroso de tomo y lomo! Esto era todo. Le pareció interesante.

Capítulo VII

La noche del 19 de noviembre, el padre Pennyfather cenó temprano en el club Athenaeum, saludó a un par de amigos, mantuvo una agradable y vivaz discusión sobre algunos puntos cruciales referentes a la datación de los manuscritos del Mar Muerto y, ahora, habiendo mirado la hora, comprobó que había llegado el momento de marcharse si quería coger a tiempo el avión a Lucerna. Mientras cruzaba el vestíbulo, se encontró con otro amigo, el Dr. Whittaker, quien lo saludó alegremente.
— ¿Cómo está, Pennyfather? Hacía tiempo que no nos veíamos. ¿Qué tal le ha ido en el congreso? ¿Se plantearon temas interesantes?
— Estoy seguro de que así será.
— Acaba de regresar, ¿no?
— No, no, ahora voy camino del aeropuerto. Mi avión sale esta noche.
— Ah.
— El Dr. Whittaker parecía un poco intrigado—. No sé porqué, pero creía que el congreso era hoy.
— No, no. Es mañana, el día 19.
El padre Pennyfather salió a la calle mientras que su amigo, perplejo, decía al vacío: —Pero, mí querido amigo, si hoy es 19.
Pennyfather, sin escuchar a su amigo, cogió un taxi en Pall Mall y fue a la terminal aérea de Kensington. Había una multitud frente al mostrador. Esperó pacientemente y, cuando le llegó el turno, presentó el billete, el pasaporte y demás documentos. La recepcionista que ya estaba a punto de sellar el billete, se detuvo bruscamente.
— Perdone, señor, pero me ha dado un billete equivocado.
— ¿Un billete equivocado? No, no, ése es el correcto. Vuelo uno cero, no alcanzo a leer sin las gafas, pero es el uno cero no sé cuántos a Lucerna.
— Me refiero a la fecha, señor. Es para el miércoles 18.
— Sí, desde luego que sí. Quiero decir que hoy es miércoles 18.
— Lo siento, señor. Hoy es día 19.
— ¡Hoy es 19!
— El padre estaba desconsolado. Sacó su agenda y comenzó a pasar las páginas ansiosamente. Al final, no le quedó más remedio que reconocer la verdad. Hoy era 19. El avión que debía tomar había salido ayer.
— Entonces, eso significa, válgame Dios, que el congreso de Lucerna ha tenido lugar hoy. Miró con profunda tristeza a la empleada, pero había muchos otros viajeros, y el padre y sus problemas fueron dejados de lado. Permaneció a un costado del mostrador con el billete inservible en la mano. Consideró diversas posibilidades. ¿Quizá podría cambiar el billete? Claro que no le serviría de nada. ¿Qué hora era? Casi las 9 de la noche. El congreso, que empezaba a las 10 de la mañana, ya se habría acabado. Eso era lo que había querido decir Whittaker en el Athenaeum. Había creído que regresaba del congreso. «Vaya, vaya», se dijo Pennyfather.
«Vaya embrollo». Salió a Cromwell Road, que no era un lugar muy animado que digamos, meditabundo y cabizbajo. Caminó lentamente cargado con la maleta, mientras seguía pensando en cómo podía haber ocurrido la confusión. Cuando por fin tuvo claras las razones, meneó la cabeza apesadumbrado. «Ahora, supongo... ¿qué hora es? Más de la nueve. Sí, supongo que tendré que ir a cenar algo. Sin embargo, le pareció curioso que no tuviera hambre. Continuó su camino por Cromwell Road hasta que se decidió a entrar en un pequeño restaurante donde servían comidas indias. A pesar de no tener apetito, decidió que comer le animaría. Además, tendría que ocuparse de otro asunto. Necesitaría buscar un hotel. No, un momento, no necesitaba hacerlo. ¡Tenía un hotel! Por supuesto. Se alojaba en el Bertram's y tenía reservada una habitación para cuatro días. ¡Menuda suerte! ¡Era fantástico! Disponía de una habitación. No tenía más que ir a la recepción y pedir la llave. En ese momento recordó algo más. ¿Algo pesado en el bolsillo? Metió la mano en el bolsillo y sacó una llave grande y pesada sujeta a una bola con las que los hoteles intentan impedir que sus clientes más olvidadizos se las lleven. ¡Una precaución que, en su caso, no había servido para nada! «La número 19», exclamó para sus adentros. «Eso es. Es una suerte no tener que salir a buscar una habitación de hotel a estas horas. Dicen que están todos ocupados. Sí, eso mismo dijo Edmunds esta noche en el Athenaeum. Le costó muchísimo encontrar una habitación libre.»
Un tanto complacido consigo mismo por la previsión de haber reservado una habitación con tanta anticipación, dejó a un lado la comida, se acordó de pagarla y volvió a salir a Cromwell Road. Le pareció un poco tonto regresar al hotel de esta manera cuando tendría que haber estado cenando en Lucerna, entretenido en discutir sobre muchos y muy interesantes problemas. Le llamó la atención la cartelera de un cine: Las murallas de Jericó. Era un título muy adecuado. Resultaría interesante comprobar si se había respetado el relato bíblico. Compró una entrada y entró en la sala. Disfrutó de la película aunque no parecía tener la menor relación con la historia bíblica. Incluso parecían haber excluido a Josué. Aparentemente, las murallas de Jericó era una referencia simbólica a los votos matrimoniales de una dama. Después de derribarlas varias veces, la hermosa actriz se encontraba con el malhumorado y grosero héroe de quién estaba enamorada desde el principio, y juntos prometían levantar las murallas de una manera que resistieran mejor el paso de los años. No era una película pensada precisamente para el divertimiento de clérigos mayores, pero al padre Pennyfather le gustó muchísimo. No era la clase de cine que veía habitualmente y consideró que había aumentado sus conocimientos de la vida. Acabó la película, se encendieron las luces, sonó el himno nacional y el padre Pennyfather salió otra vez a la calle, un poco más consolado de las desgracias anteriores. Era una noche templada y volvió caminando al hotel Bertram's después de apearse del autobús que había cogido y le había llevado en la dirección opuesta. Entró en el Bertram's pasada la medianoche y, como no podía ser de otra manera, todo el mundo parecía haberse ido a la cama. El ascensor se encontraba en una de las plantas, así que el padre subió por las escaleras. Llegó a su habitación, metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y entró. ¿Santo cielo, estaba viendo visiones? Quién, cómo... Vio el brazo alzado demasiado tarde. Una traca estalló en la cabeza de Pennyfather.
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Ср ноя 08, 2017 4:11 am

Capítulo VIII

El Irish Mail avanzaba raudo a través de la noche, o mejor dicho, a través de la oscuridad de las primeras horas de la madrugada. De vez en cuando, el silbato de la locomotora diesel emitía un sonido de advertencia que sonaba como un aullido endemoniado. Viajaba a más de ciento treinta kilómetros por hora. Cumplía con el horario. Entonces, la velocidad disminuyó con cierta brusquedad a medida que actuaban los frenos. Las ruedas chirriaron al rozar contra el metal cada vez más despacio. El guarda asomó la cabeza por la ventanilla y vio la señal roja mientras el tren se detenía del todo. Algunos pasajeros se despertaron, pero la mayoría continuó durmiendo. Una señora mayor, asustada por la brusquedad del frenazo, abrió la puerta de su compartimiento y asomó la cabeza. Vio que al final del pasillo estaba abierta una de las puertas que daban al exterior. Un anciano clérigo con el pelo muy blanco subió por la escalerilla. La mujer dio por hecho que había bajado previamente para investigar la causa de la detención. El aire de la madrugada era helado. Alguien desde el otro extremo del vagón gritó: «¡Sólo es la señal en rojo!» La señora mayor cerró la puerta del compartimiento y volvió a acostarse en la litera dispuesta a continuar durmiendo. Un poco más allá, un hombre que agitaba una linterna corrió hacia la locomotora desde una caja de señales. El fogonero bajó de la locomotora. El guarda, que ya se había apeado del tren, fue al encuentro del hombre con la linterna. Agotado por la carrera, informó al guarda del motivo de la detención, con voz jadeante: —Un choque muy grave... Dos convoyes descarrilados... El maquinista se asomó a la ventanilla, escuchó el informe y decidió bajar de la locomotora. Seis hombres que acababan de trepar por el terraplén, subieron al tren por una puerta que alguien les había dejado abierta en el furgón de cola. Seis pasajeros procedentes de diversos vagones se les unieron. Con la celeridad propia de quienes han practicado la maniobra infinidad de veces, procedieron a desenganchar el vagón postal del resto del convoy. Dos hombres apostados a ambos extremos del vagón montaban guardia armados con cachiporras. Un hombre vestido con un uniforme del ferrocarril recorrió los pasillos de los vagones ofreciendo explicaciones a aquellos pasajeros que se las pedían.
— La vía está cortada. Habrá una demora de unos diez minutos, no más. La voz firme y confiada tranquilizó a los pasajeros. El maquinista y el fogonero, atados y amordazados, yacían en el suelo junto a la locomotora.
— Por aquí todo está en orden — gritó el hombre de la linterna. El guarda, atado y amordazado como sus compañeros, estaba tendido en el terraplén. Los expertos en reventar cajas habían hecho su trabajo en el vagón postal. Otros dos cuerpos perfectamente maniatados yacían en el suelo. Las sacas selladas fueron arrojadas al exterior donde las esperaban otros hombres apostados en el terraplén. En los compartimientos, los pasajeros comentaron que los trenes ya no eran como antes. Luego, mientras se acomodaban para volver a dormirse, oyeron el rugido de un motor que aceleraba a toda potencia.
— Vaya —murmuró una mujer—. ¿Qué ha sido eso? ¿Un avión?
— Yo diría que es un coche deportivo. El rugido se perdió en la distancia. En la autopista de Bedhampton, quince kilómetros más allá, una caravana de camiones avanzaba en dirección norte. Un gran coche deportivo blanco los adelantó con la velocidad del rayo. Diez minutos más tarde, salió de la autopista. El garaje en la esquina de la calle B mostraba el cartel de cerrado, pero las grandes puertas se abrieron para dar paso al coche blanco y después volvieron a cerrarse. Tres hombres pusieron manos a la obra sin perder ni un segundo. Cambiaron las matrículas. El conductor se cambió de chaqueta y de gorra. Antes llevaba una pelliza blanca. Ahora vestía una chaqueta de cuero negro. Se montó en el coche blanco y abandonó el garaje. Tres minutos después de su partida, un viejo Morris Oxford conducido por un anciano clérigo salió a la carretera y se alejó siguiendo una intrincada ruta por los caminos rurales. El conductor de una furgoneta, que circulaba por uno de estos caminos, se detuvo al ver un viejo Morris Oxford aparcado a un lado del camino. Un hombre mayor permanecía junto al vehículo. El conductor de la furgoneta asomó la cabeza por la ventanilla.
— ¿Ha tenido una avería? ¿Puedo ayudarle?
— Es muy amable de su parte. Al parecer, me he quedado sin luces. Los dos conductores se acercaron con el oído atento a cualquier ruido.
— Todo en orden — dijo uno. Varias maletas de muy buena calidad fueron transferidas del Morris Oxford a la furgoneta. Un par de kilómetros más allá, la furgoneta se desvió del camino para adentrarse por lo que parecía un viejo camino de carro, pero que resultó ser una de las entradas a una enorme y opulenta mansión. En lo que antes había sido un establo, estaba aparcado un gran Mercedes blanco. El conductor de la furgoneta abrió el maletero del Mercedes, metió en el interior las maletas que descargó de su propio vehículo, y volvió a marcharse. Un gallo cacareó ruidosamente en una granja cercana.

Capítulo IX

1 Elvira Blake miró por un momento el cielo sin una sola nube, comprobó que hacía una excelente mañana y entró en una cabina de teléfono. Marcó el número de Bridget en Onslow Square. Satisfecha con la respuesta, dijo: — ¿Oiga? ¿Bridget?
— Ah, Elvira, ¿eres tú?
— La voz de Bridget sonó agitada.
— Sí. ¿Todo ha ido bien?
— ¡Qué va! Ha sido un desastre. Tu prima, Mrs. Melford, llamó a mamá ayer por la tarde.
— ¿Para qué? ¿Quería saber algo de mí?
— Sí. Creía que lo había hecho a la perfección cuando la llamé al mediodía. Pero, al parecer, comenzó a preocuparse por tu dentadura. Pensó que podías tener algo serio. Flemones o algo así. Así que ella misma llamó al dentista y se enteró, lógicamente, que tú no habías pisado la consulta. Fue entonces cuando llamó a mamá y, por desgracia, mamá estaba precisamente junto al teléfono. Por lo tanto, no me dio tiempo a descolgar antes. Naturalmente, mamá dijo que no sabía nada de nada y que tú no te habías quedado a dormir aquí. No supe qué hacer.
— ¿Qué hiciste?
— Simulé que no sabía nada de todo el asunto. Comenté que, si no recordaba mal, habías dicho algo sobre ir a ver a una amiga en Wimbledon.
— ¿Por qué en Wimbledon?
— Fue el primer lugar que se me ocurrió. Elvira suspiró con resignación.
— Bueno, supongo que tendré que inventarme algo. Una vieja gobernanta que vive en Wimbledon. Todos estos embrollos lo complican todo. Espero que la prima Mildred no haya hecho ninguna tontería y haya llamado a la policía o algo así.
— ¿Vas a ir ahora a su casa?
— Iré por la noche. Todavía tengo que hacer un montón de cosas.
— ¿Ha ido todo bien en Irlanda?
— Encontré lo que quería saber.
— Suena como si fuera algo grave.
— Es grave.
— ¿Puedo ayudarte, Elvira? ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
— Nadie me puede ayudar en este asunto. Es algo que debo hacer yo sola. Esperaba que una cosa no fuera cierta, pero lo es. No sé muy bien qué hacer al respecto.
— ¿Estás en peligro, Elvira?
— No seas melodramática, Bridget. Tengo que ir con cuidado, eso es todo. Tendré que tener mucho cuidado.
— Entonces, estás en peligro. Elvira tardó unos instantes en responder.
— Confío en que sólo sean imaginaciones mías.
— Elvira, ¿qué piensas hacer con el brazalete?
— No te preocupes, eso está resuelto. Alguien me dejará el dinero, así que iré a la casa de empeños y lo rescataré, o como se diga. Después lo llevaré a Bollard.
— ¿Crees que no te dirán nada? No, mamá, es la lavandería. Dicen que no les enviamos aquella sábana. Sí, mamá, se lo diré a la encargada. Sí, de acuerdo. Elvira sonrió y colgó el teléfono. Abrió el bolso, buscó en el monedero, contó las monedas que necesitaba, las colocó en la repisa y marcó un número. Cuando la atendieron, echó las monedas, apretó el botón A y habló con una voz débil y un tanto agitada.
— Hola, prima Mildred. Sí, soy yo. Lo lamento muchísimo. Sí, ya lo sé. Es precisamente lo que iba a hacer. Sí, se trataba de la vieja Maddy, ya sabes, nuestra vieja gobernanta. Sí, escribí una postal, pero me olvidé de enviarla. Todavía la tengo en el bolsillo. Verás, está enferma y no tiene a nadie que la cuide, así que me di una vuelta por allí a ver cómo estaba. Sí, lo tenía todo arreglado para ir a casa de Bridget, pero esto lo cambió todo. No sé nada del mensaje que recibiste. Supongo que alguien debió confundirse. Sí, te lo explicaré todo cuando regrese, sí, esta tarde. No, me quedaré un rato más por aquí hasta que llegue la enfermera que se encargará de atender a Maddy. No, no es una enfermera de verdad. Ya sabes, es una de esas señoras que entienden de cuidar enfermos. No, Maddy odia los hospitales. Lo siento, prima Mildred, lo siento muchísimo.
— Colgó el teléfono y soltó una exclamación de enfado—. Si uno no tuviera que contar tantas mentiras a todo el mundo, viviríamos mucho más tranquilos —comentó para sus adentros. Salió de la cabina y vio los carteles del quiosco de periódicos que anunciaban la noticia del día: Asaltan El Irish Mail. Los Bandidos Desvalijan El Vagón Postal.

2

Mr. Bollard atendía a un cliente cuando se abrió la puerta de la joyería. Miró hacia la puerta y vio entrar a Elvira Blake.
— No —le dijo la muchacha al dependiente que salió a su encuentro—. Prefiero esperar a que Mr. Bollard quede libre. Transcurrieron unos minutos hasta que Mr. Bollard acabó de atender al cliente, y entonces Elvira se acercó al mostrador.
— Buenos días, Mr. Bollard.
— Mucho me temo que todavía no hayamos acabado con la reparación de su reloj, miss Elvira.
— No, no vengo a buscar el reloj. He venido a disculparme. Ha ocurrido algo terrible.
— Abrió el bolso y sacó una cajita. De ésta sacó un brazalete de zafiros y diamantes—. Supongo que recordará usted que el otro día vine a traerle mi reloj para que lo repararan y de paso aproveché para mirar unas cuantas cosas para mi regalo de Navidad. Entonces ocurrió un accidente en la calle. Creo que atropellaron a alguien, o estuvieron a punto de atropellarlo. Supongo que en aquel momento tenía el brazalete en la mano y, sin pensarlo, lo metí en el bolsillo de mi chaqueta. Me di cuenta esta mañana, así que he venido corriendo a devolvérselo. Lo siento muchísimo, Mr. Bollard, no sé cómo pude hacer algo tan estúpido.
— No se preocupe, miss Elvira, no ha pasado nada — manifestó Mr. Bollard con voz pausada.
— Supongo que habrá usted creído que alguien lo había robado —señaló Elvira con una expresión inocente.
— Efectivamente, descubrimos que faltaba. Muchas gracias, miss Elvira, por traerlo en cuanto lo encontró.
— La verdad es que me sentí muy mal cuando lo encontré en mi bolsillo. Muchas gracias, Mr. Bollard, por ser tan comprensivo.
— Muchas veces ocurren confusiones tontas.
— Mr. Bollard le sonrió con aire paternal—. Nos olvidaremos de todo este asunto, pero no lo haga otra vez.
— Se rió como si hubiese dicho algo muy divertido.
— No, por supuesto. En el futuro tendré muchísimo cuidado. La muchacha se despidió del joyero con una sonrisa, dio media vuelta y salió de la tienda. «Me pregunto si... — se dijo Mr. Bollard—. La verdad es que me pregunto si...»
Uno de los socios, que no se había perdido detalle de la conversación, se acercó.
— ¿Así que ella se lo llevó?
— Sí. Fue ella quien se lo llevó.
— Pero lo ha devuelto — señaló el socio.
— Efectivamente, lo ha devuelto — asintió Mr. Bollard—. La verdad es que no me lo esperaba.
— ¿Quiere decir que no esperaba que ella lo devolviera?
— No, si fue ella la que se lo llevó.
— ¿Cree que esa historia es cierta? — preguntó el socio, dominado por la curiosidad—. Me refiero a eso de que se lo metió en el bolsillo por accidente.
— Admito que es posible — respondió Mr. Bollard pensativo.
— Supongo que podría tratarse de un caso de cleptomanía.
— Sí, podría ser un caso de cleptomanía. Pero es muy probable que lo cogiera con toda premeditación. Sin embargo, si es así, ¿por qué se apresuró a devolverlo? No deja de ser curioso.
— Hicimos muy bien en no llamar a la policía —comentó el socio—. Confieso que quería hacerlo.
— Lo sé, lo sé. No tiene usted tanta experiencia como yo en estos casos. Afortunadamente, en este caso ha sido un acierto no llamar a la policía.
— Hizo una pausa para después añadir en voz baja—: Todo este asunto no deja de ser interesante. Muy interesante. Me pregunto cuántos años tendrá. ¿Diecisiete, dieciocho? Es muy capaz de haberse metido en algún embrollo.
— Creía que era muy rica.
— Puedes ser una heredera con una gran fortuna —manifestó Mr. Bollard—, pero a los diecisiete años no tienes muchas oportunidades de disponer de tu fortuna. Es curioso pero la mayoría de estas jóvenes disponen de muy poco dinero en efectivo, menos que cualquier pobre. No siempre es una buena idea atarlas tan corto. Bueno, supongo que nunca sabremos la verdad. Guardó el brazalete en la urna de cristal y cerró la tapa.

Capítulo X

Las oficinas de Egerton, Forbes & Wilborough se encontraban en Bloomsbury, en uno de los imponentes y dignos edificios que todavía no se habían visto afectados por el viento de los cambios. La placa de latón estaba tan gastada de tanto pulirla que las letras resultaban casi ilegibles. La firma tenía más de cien años y una buena parte de la aristocracia terrateniente de Inglaterra constituía su clientela. Ya no había ningún Forbes en la firma ni tampoco Willborough. En cambio, había dos Atkinson, padre e hijo, un Lloyd galés y un McAllister escocés. Sin embargo, quedaba un Egerton, descendiente del Egerton original. Este Egerton era un hombre de cincuenta y dos años, y era consejero de varias familias que, en su momento, habían sido aconsejadas por su abuelo, su tío y su padre. En este momento, se encontraba sentado detrás de su gran escritorio de caoba en su elegante despacho en el primer piso. Hablaba con voz firme pero bondadosa a un cliente con aspecto de estar desesperado. Richard Egerton era un hombre apuesto, alto, moreno, con algunas canas en las sienes y ojos grises de mirada inteligente. Sus consejos siempre eran sensatos y casi nunca tenía pelos en la lengua.
— Con franqueza, Freddie, no tienes dónde agarrarte. No con las cartas que has escrito.
— Tú no crees que... —protestó Freddie desconsolado.
— No, no lo creo. La única esperanza que nos queda es llegar a un acuerdo extrajudicial. Incluso podrían llegar al extremo de acusarte de una acción criminal.
— Escucha, Richard, eso es llevar las cosas demasiado lejos. Se oyó el discreto zumbido de un timbre en el escritorio de Egerton. Frunció el entrecejo mientras cogía el teléfono.
— Creía haber dicho que no quería ser molestado. Egerton escuchó la voz discreta de su interlocutor.
— Muy bien —dijo—. Sí, por favor, dígale que espere. Colgó el teléfono y volvió su atención una vez más a su cariacontecido cliente.
— Mira, Freddie, conozco la ley y tú no. Estás metido en buen aprieto. Haré todo lo posible para sacarte con bien, pero te costará un buen pellizco. Dudo que acepten un acuerdo por menos de doce mil libras.
— ¡Doce mil! —El pobre Freddie se quedó boquiabierto—. ¡No las tengo, Richard! —Pues tendrás que conseguirlas. Siempre se pueden conseguir de una manera u otra. Tendrás suerte si ella acepta las doce mil. Te costará mucho más si decides pleitear.
— ¡Vosotros los abogados sois unos buitres!
— Se levantó—. De acuerdo, haz todo lo que puedas, muchacho. Se marchó meneando la cabeza tristemente. Richard Egerton se olvidó de Freddie y sus problemas, y pensó en su próximo cliente. «La joven Elvira Blake. Me pregunto qué aspecto tendrá». Cogió el teléfono.
— Lord Frederick ya se ha marchado. Dígale a miss Blake que puede pasar. Mientras esperaba, hizo unos cuantos cálculos en su bloc de notas. ¿Cuántos años habían pasado? Ahora debía de tener quince, diecisiete, quizá más. El tiempo pasaba tan de prisa. La hija de Coniston y Bess. ¿Me pregunto a cuál de los dos habrá salido? Se abrió la puerta, el empleado anunció a miss Elvira Blake y la muchacha entró en el despacho. Egerton salió a su encuentro. A primera vista, no se parecía a ninguno de sus padres. Alta, delgada, muy rubia, el mismo color de Bess, pero sin la vitalidad de la madre, con un aire anticuado, aunque resultaba difícil estar seguro porque la moda actual se parecía mucho a la de hacía veinte años.
— Bueno, bueno —dijo mientras le estrechaba la mano—. Esto sí que es una sorpresa. La última vez que te vi, tendrías unos once años. Pasa y siéntate. —Le ofreció una silla y la muchacha se sentó.
— Supongo —comentó Elvira con una leve vacilación— que tendría que haber escrito primero. Mandar una carta pidiendo una cita o algo así. Pero la verdad es que lo decidí de repente y me pareció oportuno, aprovechando que estaba en Londres.
— ¿Qué estás haciendo en Londres?
— Visitar al dentista.
— Los dientes son una auténtica lata —opinó Egerton—. Nos dan problemas desde que nacemos. Pero no me quejaré de los dientes, si me dan la oportunidad de verte. Déjame ver, ¿estabas en Italia, no es así, en una de esas escuelas de señoritas a la que creo que van todas las chicas en la actualidad?
— Sí. En la escuela de la condesa Martinelli. A Dios gracias, ya se ha acabado. Ahora viviré con los Melford en Kent hasta que decida si hay algo que me gustaría hacer.
— Espero que encuentres algo satisfactorio. No estarás pensando en ir a la universidad o algo así, ¿verdad?
— No. No creo tener la capacidad suficiente.
— Hizo una brevísima pausa —. ¿Supongo que necesito tu consentimiento para cualquier cosa que quiera hacer? La mirada alerta de Egerton la observó atentamente.
— Soy uno de tus tutores y uno de los albaceas del testamento de tu padre. Por lo tanto, estás en todo tu derecho de acudir a mí en cualquier momento.
— Muchas gracias —respondió Elvira cortésmente.
— ¿Hay algo que te preocupa?
— No, en realidad no. Pero verás, no sé nada. Nunca nadie me cuenta nada y no siempre te gusta preguntar. Una vez más, Egerton la miró con atención.
— ¿Te refieres a cosas de ti misma?
— Sí. Me alegro de que me comprendas. El tío Derek...
— Vaciló.
— ¿Te refieres a Derek Luscombe?
— Sí. Siempre le he llamado tío.
— Comprendo.
— Es muy bueno, pero no es de esas personas que siempre te lo cuentan todo. Se encarga de las cosas y se muestra preocupado si no son como a mí me gustan. Desde luego, escucha las recomendaciones de otras personas, me refiero a las señoras que le dicen cosas, como la condesa Martinelli. Se encarga de que no me falte nada, de los colegios y cosas por el estilo.
— ¿No te han gustado los colegios?
— No, no es eso. Los colegios estaban muy bien. Quiero decir que son los colegios a los que va todo el mundo.
— Comprendo.
— La cuestión es que no sé nada de mí misma, me refiero al dinero que tengo, cuánto es y si lo puedo usar de la manera que más me plazca.
— Lo que quieres — señaló Egerton, con una sonrisa—, es hablar de negocios, ¿no es así? Creo que tienes toda la razón. Veamos, ¿cuántos años tienes? ¿Dieciséis? ¿Diecisiete?
— Estoy a punto de cumplir los veinte. —Vaya, no tenía ni la menor idea.
— Verás, siempre tengo la sensación de que me protegen y me resguardan de todo. En cierto sentido no deja de ser agradable, pero también resulta irritante.
— Es una actitud bastante pasada de moda —reconoció Egerton—, aunque comprendo que Derek Luscombe la siga considerando correcta.
— Es un encanto, pero la verdad es que, la mayoría de las veces, resulta difícil hablar con él de cosas serias.
—Sí, tienes razón y no te lo niego. ¿Qué quieres saber de ti misma, Elvira? ¿Estás interesada en lo que se refiere a las circunstancias familiares?
— Sé que mi padre murió cuando yo tenía cinco años y que mi madre se fugó con otro hombre cuando yo cumplí los dos. A ella no la recuerdo en absoluto. A duras penas si recuerdo a mi padre. Era muy viejo y descansaba una pierna sobre una silla. Acostumbraba a decir palabrotas. A su fallecimiento, viví primero con una tía, una prima o algo así de mi padre, hasta que ella murió, y luego me enviaron a casa del tío Derek y su hermana. Después ella murió y me fui a Italia. El tío Derek ha dispuesto que me vaya a vivir con los Melford que son primos suyos, unas personas muy bondadosas y agradables, y que tienen dos hijas más o menos de mi edad.
— ¿Eres feliz allí?
— Todavía no lo sé. Acabo de instalarme, pero no hay duda de que son muy aburridos. Lo que me interesa saber es cuánto dinero tengo.
— ¿O sea que lo único que te interesa es la información financiera?
— Sí. Sé que tengo dinero. ¿Es mucho? En el rostro de Egerton apareció una expresión grave.
— Sí, tienes mucho dinero. Tu padre era un hombre muy rico. Tú eras su única hija. Cuando falleció, el título y su propiedad pasaron a su primo. Pero el primo no le caía bien, así que dejó toda su fortuna personal, que era considerable, a su hija, o sea a ti, Elvira. Eres una mujer muy rica, o lo serás cuando cumplas los veintiún años.
— ¿Quieres decir que ahora no soy rica?
— Sí, ahora eres rica, pero no puedes disponer de tu dinero hasta que cumplas los veintiuno o te cases. Hasta ese momento, el dinero está en manos de los albaceas: Luscombe, yo y otro más. —Le sonrió a la muchacha—. No lo hemos dilapidado, ni nada parecido. Está todo allí. Mejor dicho, hemos aumentado considerablemente el capital gracias a las inversiones.
— ¿Cuánto dinero recibiré?
— Cuando cumplas los veintiuno o te cases, recibirás una suma que aproximadamente oscila entre las seiscientas o setecientas mil libras.
— Eso es mucho dinero — exclamó Elvira impresionada.
— Sí, es mucho dinero. Probablemente, al ser tanto, nadie ha querido hacer demasiados comentarios. Egerton miró a la muchacha que reflexionaba. Era una chica muy interesante. Parecía ser una niña criada entre algodones, pero era mucho más que eso. Muchísimo más. Con una sonrisa levemente irónica, comentó: — ¿Estás satisfecha? La muchacha sonrió a su vez.
— Tendría que estarlo, ¿no?
— Es como si te tocara una quiniela de las grandes. Elvira asintió, pero su mente estaba en otra parte. De pronto, se descolgó con una pregunta sorprendente: — ¿Quién se lo queda si muero?
— Según las disposiciones, el familiar más cercano.
— Me refiero, quiero decir que ahora no podría hacer testamento, ¿verdad? No hasta que cumpla los veintiún años. Alguien me dijo que era así.
— Tenía toda la razón.
— Eso no me parece bien. Si me casara y a continuación falleciera, ¿mi marido recibiría el dinero?
— Sí.
— Si no me caso, entonces mi madre sería el familiar más cercano y el dinero sería para ella, ¿me equivoco? Al parecer, tengo muy pocos parientes. Ni siquiera conozco a mi madre. ¿Cómo es?
— Es una mujer muy notable — respondió Egerton, sin explayarse—. Todos coinciden en esa opinión.
— ¿Alguna vez ha querido verme?
— Quizá sí. Es más, creo que es muy posible que lo deseara. Pero, después de haber convertido su vida en un desastre en muchos aspectos, quizá creyó que lo mejor para ti sería criarte completamente separada de ella.
— ¿De verdad crees que eso es lo que ella piensa?
— No. Si he de ser sincero, no sé nada al respecto. Elvira se levantó.
— Muchas gracias. Has sido muy amable al contarme todo esto.
— En mi opinión, considero que tendría que haberte puesto al corriente de todas estas cosas mucho antes.
— Resulta humillante no saber las cosas —afirmó Elvira—. El tío Derek me trata como si fuese una niña.
— Has de tener en cuenta que no es ningún jovencito. Derek y yo somos personas entradas en años. Debes comprender que nosotros vemos las cosas desde el punto de vista de la gente mayor. Elvira lo observó durante unos momentos.
— Pero tú no crees que soy una niña, ¿verdad? — señaló con una voz cargada de astucia—. Espero que tú sepas más de las chicas que el tío Derek.
— Le tendió la mano y añadió muy cortésmente—: Muchísimas gracias. Espero no haber interrumpido ningún asunto importante. Se marchó, y Egerton se quedó mirando la puerta que acababa de cerrar. Frunció los labios, silbó un par de compases de una tonadilla, meneó la cabeza, volvió a sentarse, cogió un lápiz y comenzó a marcar el ritmo mientras pensaba. Acercó unos documentos, los volvió a apartar hasta que finalmente se decidió a coger el teléfono.
— Miss Cordell, consígame al coronel Luscombe, por favor. Pruebe primero en su club y, si no está allí, llame al teléfono de Shropshire. Una vez más cogió los papeles y comenzó a leerlos pero no podía prestar atención a lo que leía. Al cabo de unos minutos, sonó el teléfono.
— El coronel Luscombe está al aparato, Mr. Egerton.
— Gracias. Pásemelo. Hola, Derek. Soy Richard Egerton. ¿Cómo estás? Acabo de recibir la visita de alguien a quien tú conoces. Ha venido a verme tu pupila.
— ¿Elvira? — exclamó Luscombe muy sorprendido.
— Sí. — Pero por qué demonios... ¿por qué fue a verte? No estará metida en algún lío ¿verdad?
— No, no lo creo. Todo lo contrario. Parecía un tanto, cómo te lo diría... complacida consigo misma. Quería saber todo lo referente a su situación económica.
— Espero que no se lo habrás dicho — manifestó el coronel alarmado.
— ¿Por qué no? ¿De qué sirve tanto secreto?
— No puedo evitar la sensación de que es poco prudente para una jovencita saber que será dueña de una gran fortuna.
— Algún otro se lo dirá si no se lo decimos nosotros. Tiene que estar preparada. El dinero es una responsabilidad.
— Sí, pero todavía tiene mucho de niña.
— ¿Estás seguro?
— ¿Qué quieres decir? Por supuesto que es una cría. —Yo no la describiría así. ¿Quién es el novio?
— Perdona, ¿qué has dicho?
— Pregunto quién es el novio. Hay un novio de por medio, ¿no? —Claro que no. Vaya idea más tonta. ¿Por qué demonios crees que puede haber un novio de por medio?
— No es por nada de lo que ella me haya dicho, pero tengo algo de experiencia en estos asuntos. Ya verás que detrás de todo esto hay un novio.
— Te aseguro que estás muy equivocado. Me refiero a que la han criado con el máximo de los cuidados. Se educó en los colegios más estrictos, y ahora acaba de regresar de una de las mejores escuelas de señoritas de Italia. Yo estaría enterado si ocurriera algo así. Sé que conoció a uno o dos muchachos agradables y esas cosas, pero estoy seguro de que no existe una relación como la que tú sugieres.
— Lo que tú digas, pero mi diagnóstico es que hay un novio, y uno indeseable por añadidura.
— ¿Por qué, Richard, por qué? ¿Qué sabes tú de las muchachas?
— Muchísimo —respondió Egerton con un tono seco—. El año pasado tuve a tres clientas, dos de las cuales consiguieron la tutela judicial y la tercera consiguió obligar a sus padres a que aceptaran un matrimonio desastroso. A las muchachas ya no se las puede tratar como antes. Las condiciones han cambiado tanto que no se las puede controlar en absoluto.
—Te aseguro que Elvira siempre ha estado muy bien vigilada.
— ¡El ingenio de las jóvenes es algo que está más allá de lo que cualquiera de nosotros podamos imaginar! Tú no la pierdas de vista, Derek. Haz unas cuantas averiguaciones a ver si descubres en qué anda metida.
— Tonterías. No es más que una cría normal y corriente.
— ¡Se podría escribir un libro bien gordo con todo lo que tú no sabes de las crías normales y corrientes! Su madre se fugó y provocó un escándalo ¿lo recuerdas?, y era más joven de lo que es Elvira hoy. En cuanto al viejo Coniston, era uno de los tipos más disolutos de Inglaterra.
— Me inquietas, Richard. Me inquietas muchísimo.
— Más te vale darte por avisado. Lo que no me gustó nada fue otra de sus preguntas. ¿Por qué le preocupará tanto saber quién heredará el dinero si ella muere?
— Es extraño que digas eso, porque a mí también me lo preguntó.
— ¿Te lo preguntó? ¿Por qué le da vueltas a una muerte prematura? Por cierto, también me preguntó por su madre.
— Ojalá Bess decida ponerse en contacto con la chica —manifestó Luscombe con un tono de preocupación.
— ¿Has estado hablando con ella del tema? Me refiero a Bess.
— Sí. Me encontré con ella por casualidad. Estábamos alojados en el mismo hotel. Le insistí a Bess para que arreglara las cosas y viera a la chica.
— ¿Qué te dijo? —quiso saber Egerton interesado.
— Se negó de plano. Manifestó que lo mejor para la muchacha era mantenerse lo más alejada posible de su madre.
— Si lo miras desde su punto de vista tienes que darle la razón — comentó Egerton—. Se ha liado con ese piloto de carreras, ¿no es así?
— He oído algunos rumores.
— Sí, yo también los he oído, pero no sé si hay mucho de cierto en lo que cuentan. Claro que podría serlo. Quizá por eso se siente de esa manera. Algunos de los amigos de Bess son un poco difíciles de tragar. Pero qué mujer, ¿eh, Derek? ¡Qué mujer!
— Siempre ha sido su peor enemiga — manifestó Luscombe con voz ronca.
— Un comentario muy correcto y la mar de convencional. Bien, lamento haberte preocupado, Derek, pero mantente atento a la aparición de algún indeseable detrás de todo este asunto. Después no digas que no te han avisado. Colgó el teléfono y volvió a coger los documentos de antes. Esta vez sí que puso toda su atención en lo que estaba haciendo.

Capítulo XI

Mrs. McCrae, ama de llaves del padre Pennyfather, había encargado un lenguado para la cena del día de su regreso. Las ventajas inherentes a un buen lenguado eran muchas y diversas. No era necesario meterlo en el horno o la sartén hasta que el padre estuviera sano y salvo en casa. Se podía guardar hasta el día siguiente si se presentaba tal eventualidad. Al padre Pennyfather le gustaba el lenguado. Pero, si recibía una llamada telefónica o un telegrama avisándole de que el padre Pennyfather esta noche se quedaría en cualquier otra parte, Mrs. McCrae no tendría ningún inconveniente en comérselo porque le gustaba mucho el lenguado. Por consiguiente, todo estaba a punto para el regreso del padre. Al lenguado le seguiría una bandeja de crepés. El lenguado descansaba en la mesa de la cocina, junto a un bol con la pasta de las crepés. No faltaba detalle. Brillaba el latón, resplandecía la plata, no se veía por ninguna parte ni la más minúscula mota de polvo. Sólo faltaba una cosa. La presencia del padre. Pennyfather, si no ocurría nada extraordinario, llegaría de Londres en el tren de las 6.30. A las 7 no había llegado. Seguramente el tren se había retrasado. A las 7.30, seguía sin aparecer. Mrs. McCrae suspiró un tanto enfadada. Tenía la sospecha de que ésta sería otra de sus cosas. Dieron las 8 y ni rastro del padre. La buena mujer volvió a suspirar, esta vez enfadada. Muy pronto, sin duda, recibiría una llamada telefónica, aunque caía dentro de los límites de lo posible que tampoco hubiera la supuesta llamada. Lo más probable era que él decidiera enviarle una carta y, después de escribirla, se olvidara de enviarla.
«¡Vaya, vaya!» exclamó Mrs. McCrae. A las 9 se preparó tres crepés. El lenguado lo guardó en la nevera tapado con un plato.
«¿Me pregunto dónde estará ahora?» Sabía por experiencia que podía encontrarse en cualquier parte. Había probabilidades de que descubriera el error a tiempo para enviarle un telegrama o que la telefoneara antes de que se fuera a dormir. «Esperaré hasta las 11, pero ni un minuto más». Ella se acostaba puntualmente a las 10.30 y aguantar hasta las once lo consideraba un deber. Pero si a las 11 no se producía ninguna novedad, si no recibía una palabra del canónigo, entonces Mrs. McCrae se consideraría en libertad de cerrar la casa e irse a la cama. No se puede decir que estuviera preocupada. Esto era algo que había ocurrido antes. No había nada que se pudiera hacer, excepto esperar alguna noticia. Las posibilidades eran muchas. El padre podía haber tomado un tren equivocado y no descubrir el error hasta encontrarse en Land's End o John O'Groats, o bien podía seguir en Londres porque se hubiera equivocado de fecha y, por lo tanto, estuviera convencido de que debía regresar al día siguiente. También podía haber encontrado a algún amigo o amigos en aquel congreso en el extranjero al que debía asistir y le hubieran convencido para que se quedara un día más o quizá todo el fin de semana. Tal vez había pensado avisarla, pero lo había olvidado. Por lo tanto, como ya se ha dicho, no estaba preocupada. Pasado mañana llegaría su viejo amigo, el archidiácono Simmons, para pasar unos días en su compañía. Ésta era una de las cosas que el padre sí recordaría, o sea que él en persona o en su defecto un telegrama llegarían mañana. Como muy tarde, Pennyfather aparecería pasado mañana. En caso contrario, recibiría una carta. Sin embargo, amaneció el nuevo día sin que se supiera nada del padre. Por primera vez, Mrs. McCrae experimentó una leve inquietud. Entre las 9 y la 1 de la tarde, observó varias veces el teléfono sin acabar de decidirse. Mrs. McCrae tenía unas ideas fijas en cuanto al teléfono. Lo utilizaba y admitía sus ventajas, pero no acababa de gustarle. Hacía por teléfono algunas de sus compras, aunque prefería por encima de todo ir personalmente a las tiendas, debido a la muy popular creencia de que si no se ve lo que se compra, el tendero intentará aprovecharse. En cualquier caso, los teléfonos eran útiles para los asuntos domésticos. De vez en cuando, pero muy de vez en cuando, llamaba a sus amigos o familiares que vivían en el vecindario. Hacer una llamada que no fuera local, o a Londres, la trastornaba muchísimo. Lo consideraba como un vergonzoso despilfarro. No obstante, comenzó a meditar sobre el problema de usar el teléfono. Finalmente, cuando amaneció otro día sin tener noticias del canónigo, decidió actuar. Sabía que el padre Pennyfather se alojaba en el hotel Bertram's. Un lugar bonito y respetable. Podía llamar y hacer algunas averiguaciones. Probablemente sabrían dónde estaba el canónigo. No era un hotel cualquiera. Pediría hablar con miss Gorringe, una mujer sensata y eficiente. Claro que quedaba la posibilidad de que el canónigo regresara con el tren de las 12.30. En ese caso aparecería en cualquier momento. Pero pasaron los minutos y el canónigo no apareció. Mr. McCrae inspiró con fuerza, se armó de valor y pidió una llamada a Londres. Esperó, mordiéndose el labio y con el auricular pegado a la oreja.
— Hotel Bertram's a su servicio. —Por favor, deseo hablar con Miss Gorringe.
—Un momento. ¿Quién le llama?
— Soy el ama de llaves del padre Pennyfather. Mrs. McCrae.
— Un momento, por favor. En menos de un minuto, se oyó la voz tranquila de miss Gorringe.
— Soy miss Gorringe. ¿Dice usted que es el ama de llaves del padre Pennyfather?
— Así. Soy Mrs. McCrae.
— Ah, sí, desde luego. ¿Qué puedo hacer por usted, Mrs. McCrae?
— ¿El padre Pennyfather continúa alojado en el hotel?
— Me alegro de que haya llamado. Estábamos un poco preocupados porque no sabíamos muy bien qué hacer.
— ¿Quiere usted decir que le ha ocurrido algo al padre Pennyfather? ¿Ha sufrido un accidente?
— No, no, nada de eso. Pero esperábamos su regreso de Lucerna el viernes o el sábado.
— Sí, es correcto.
— Pues no regresó. Claro que eso no tiene nada de sorprendente. Tenía alquilada la habitación, quiero decir que la tenía alquilada hasta ayer. Sin embargo, ayer no se presentó ni mandó aviso y sus cosas siguen aquí, la mayor parte de su equipaje. No tenemos muy claro qué hacer con las maletas. Desde luego —se apresuró a añadir miss Gorringe—, sabemos que el padre Pennyfather es a veces un tanto olvidadizo.
— ¡Ya lo puede decir!
— Eso nos plantea una pequeña dificultad. Estamos al completo. Su habitación ya está reservada para otro huésped. —Miss Gorringe hizo una breve pausa—. ¿Usted no tiene idea de dónde puede estar?
— ¡Ese hombre puede estar en cualquier parte! — replicó Mrs. McCrae con un tono de amargura—. Bien, muchas gracias por su ayuda, miss Gorringe.
— Si hay algo más que pueda hacer... —sugirió la recepcionista con un tono amable. —Yo diría que no tardaré en tener noticias.
— Mrs. McCrae volvió a darles las gracias y colgó. Permaneció sentada junto al teléfono con expresión intranquila. No temía por la seguridad personal del padre. Si le hubiera ocurrido cualquier accidente ya se lo habrían comunicado, estaba completamente segura. En general, el canónigo no era una persona proclive a los accidentes. Era lo que Mrs. McCrae llamaba «un cabeza de chorlito», y los cabeza de chorlito parecían estar protegidos por una divinidad aparte. Sin preocuparse por lo que hacían, eran capaces de sobrevivir a una estampida de elefantes. No, le resultaba imposible imaginarse al padre Pennyfather tendido en alguna cama de hospital. Se encontraba en algún lugar, la mar de tranquilo y feliz, disfrutando de la compañía de éste o aquel amigo. Quizá todavía continuaba en el extranjero. El problema era que el archidiácono Simmons llegaba esta tarde, y esperaría encontrar a su amigo para darle la bienvenida. No podía avisar al archidiácono porque no sabía su paradero. Todo era muy difícil, pero, como siempre ocurre en la mayoría de las dificultades, también había un lado brillante. En este caso, el lado brillante era el propio archidiácono. Simmons sabría qué hacer. Dejaría el problema en sus manos. El archidiácono era el lado opuesto de su empleador. Sabía adonde iba, qué hacía y siempre tenía el convencimiento absoluto de saber qué hacer en cada momento y cómo hacerlo. Un clérigo cargado de confianza. El archidiácono Simmons, cuando arribó, se enfrentó a las explicaciones, disculpas y preocupaciones de Mrs. McCrae con toda entereza. No mostró la menor señal de alarma.
— Vamos, no se preocupe usted más, Mrs. McCrae —manifestó con su habitual estilo risueño, mientras se sentaba dispuesto a disfrutar de la cena que la mujer le había preparado—. Ya verá cómo encontraremos al desmemoriado. ¿Alguna vez le contaron aquella anécdota de Chesterton, ya sabe, G. K. Chesterton, el escritor? Le envió un telegrama a su esposa cuando se marchó en una gira de conferencias. «Estoy en la estación de Crewe. ¿Dónde tenía que estar?» Se echó a reír. Mrs. McCrae mostró una sonrisa de compromiso. No le pareció una anécdota muy graciosa porque era precisamente lo que el padre Pennyfather podía haber hecho.

— ¡Ah! — exclamó el archidiácono —, unas excelentes chuletas de ternera. Es usted una cocinera maravillosa, Mrs. McCrae. Espero que mi viejo amigo sepa apreciarla en lo que vale. A las chuletas le siguió un pudín con salsa de arándanos que el ama de llaves recordaba como uno de los postres favoritos del archidiácono, y ahora el buen hombre se aplicaba con diligencia a rastrear al amigo perdido. Utilizaba el teléfono con un vigor y una despreocupación tan absoluta por el gasto, que Mrs. McCrae no las tenía todas consigo, aunque tampoco podía desaprobarlo porque, en definitiva, lo que se trataba era de encontrar a su patrón. Después de intentar primero, como era lógico, con la hermana de Pennyfather, quien se interesaba muy poco por las ideas y venidas de su hermano y, como de costumbre, no tenía ni la menor idea de dónde estaba o podía estar, el archidiácono extendió sus redes un poco más. Volvió a llamar al hotel Bertram's y consiguió todos los detalles posibles. Al padre se le había visto salir a última hora de la tarde con una bolsa de viaje, pero el resto de su equipaje se había quedado en la habitación que había tenido la prudencia de reservar. Había mencionado que se marchaba a un congreso en Lucerna. No había ido directamente del hotel al aeropuerto. El portero, que le conocía bastante bien de vista, le había dicho al chófer del taxi, tal como le había indicado el clérigo, que llevara a su pasajero al club Athenaeum. Aquella había sido la última vez que alguien del hotel Bertram's había visto al padre Pennyfather. Ah, sí, un pequeño detalle. Se había olvidado de dejar la llave en la recepción. No era la primera vez que se llevaba la llave. El archidiácono dedicó unos minutos a la reflexión antes de enfrentarse a la próxima llamada. Podía llamar a la oficina de la compañía aérea en Londres. Eso sin duda requeriría algún tiempo, pero pensó en un atajo. Llamó al Dr. Weissgarten, un muy reputado erudito hebreo quien seguramente habría asistido al congreso. El Dr. Weissgarten estaba en casa. En cuanto se enteró de quién era su interlocutor, se embarcó en una interminable parrafada donde abundaban las más acerbas críticas a dos trabajos leídos en el congreso de Lucerna.
— Ese tipo Hogarow es un charlatán —afirmó—. ¡No sé cómo se las apaña para que no lo desenmascaren! Tiene de erudito lo que yo de monje. ¿Sabe usted lo que llegó a decir? El archidiácono exhaló un suspiro y se vio en la obligación de mostrarse firme. De lo contrario existía la casi seguridad de que tuviera que pasar el resto de la velada escuchando las críticas sobre los colegas presentes en el congreso de Lucerna. Aunque le costó Dios y ayuda, consiguió que el Dr. Weissgarten se centrara en temas más personales.
— ¿Pennyfather? ¿Pennyfather? Tendría que haber estado allí. No me puedo explicar por qué no estuvo. Dijo que estaría. Me lo dijo una semana antes del congreso cuando nos encontramos en el Athenaeum. —
¿Quiere decir que no asistió al congreso?
— Eso es precisamente lo que acabó de decir. Tendría que haber estado allí.
— ¿Sabe usted por qué no asistió? ¿Envió una disculpa?
— ¿Cómo puedo saberlo? Desde luego dijo que estaría allí. Sí, ahora lo recuerdo. Le esperaban. Varias personas comentaron su ausencia. Creyeron que había pillado un resfriado o algo parecido. Un tiempo muy traicionero. Estaba a punto de reanudar las críticas, pero el archidiácono se le anticipó y dio por acabada la comunicación. Ahora tenía un hecho concreto, pero se trataba de un hecho que por primera vez despertó en él una cierta inquietud. El padre Pennyfather no había asistido al congreso de Lucerna. Había tenido toda la intención de participar en el congreso. A Simmons le pareció algo muy extraordinario que no se hubiera presentado. Por supuesto, quizá se había equivocado de avión, aunque en general la compañía B.E.A. vigilaba a sus pasajeros y hacía todo lo posible para que no se produjeran ese tipo de confusiones. ¿Era posible que Pennyfather se olvidara de la fecha en que debía viajar al congreso? Admitió que siempre era posible, pero en ese caso, ¿dónde había ido? Esta vez llamó a la terminal aérea. Eso le supuso tener que esperar muchos minutos y que le pasaran de departamento en departamento. Al fin, consiguió un hecho concluyente. El padre figuraba en la lista de pasajeros del avión a Lucerna del día 18, a las 21.40, pero no había subido al avión.
— Ya estamos mucho más cerca —le comentó a Mrs. McCrae que no dejaba de rondar por la habitación—. Déjeme pensar. ¿A quién tengo que telefonear ahora?
— Todos estas llamadas costarán un dineral —se lamentó el ama de llaves. —Mucho me temo que tiene usted razón. Pero hemos conseguido seguirle el rastro — la consoló el archidiácono —. Ya no es un hombre muy joven.
— Ay, señor, no creerá usted que le pueda haber ocurrido algo grave, ¿verdad? —Confío en que no. No lo creo porque, en caso contrario, ya le hubieran avisado. Siempre lleva una identificación, ¿no es así?
— Desde luego, señor. Siempre lleva sus tarjetas, y también cartas y no sé cuantas cosas más en la cartera.
— Por lo tanto, no creo que ahora se encuentre en algún hospital. Déjeme ver. Cuando salió del hotel, cogió un taxi para ir al Athenaeum. Los llamaré. Allí consiguió una información definitiva. El padre Pennyfather, un personaje muy conocido en la entidad, había cenado allí a las 7.30 de la tarde del día 19. Fue entonces cuando el archidiácono cayó en la cuenta de algo que hasta el momento había pasado por alto. El billete de avión era para el día 18, pero el padre se había marchado del hotel Bertram's diciendo que iba al congreso de Lucerna, el día 19. Las piezas comenzaban a encajar. «Será tonto» pensó el archidiácono, aunque tuvo mucho cuidado de no decirlo delante de Mrs. McCrae. «Se confundió de fechas. El congreso era el 19, de eso estoy seguro. Debió creer que se marchaba el día 18. Se equivocó de día.» Repasó cuidadosamente los pasos siguientes. El padre llegó al Athenaeum, cenó y después se fue a la terminal aérea de Kensington. Allí, sin ninguna duda, le habían hecho ver que su vuelo era para el día anterior, y él habría descubierto que el congreso al que debía asistir ya había concluido. «Eso es lo que ocurrió, estoy seguro» se dijo. Después se lo explicó a Mrs. McCrae, quien se mostró de acuerdo.
— ¿Qué haría después? — preguntó Simmons. —Regresar al hotel —señaló el ama de llaves.
— Quizá vendría directamente aquí, quiero decir que iría directamente a la estación. —No si tenía el equipaje en el hotel. En cualquier caso, hubiera llamado para que se lo enviaran. —Muy cierto. De acuerdo, vamos a suponer que actuó de la siguiente manera. Salió de la terminal aérea con la bolsa de viaje y regresó al hotel, o por lo menos salió con esa intención. Quizá decidió comer algo. No, ya había cenado en el Athenaeum. Muy bien, regresó al hotel, pero nunca llegó allí.
— Hizo una pausa y, después de unos momentos, preguntó con un tono de duda —: ¿O sí que llegó? Nadie parece haberle visto allí. Por lo tanto, ¿qué le pasó en el camino?
— Quizás encontró a alguien — propuso Mrs. McCrae sin mucho convencimiento.
— Sí. Eso es algo perfectamente posible. Algún viejo amigo al que no veía desde hacía mucho tiempo. Pudo haberse ido al hotel o a la casa de su amigo, pero no parece lógico que se quedara allí tres días, ¿verdad? No es posible que no recordara durante tres días que se había dejado el equipaje en el hotel. Hubiera llamado para que se lo enviaran o, si no, si se había olvidado completamente del equipaje, hubiera regresado directamente aquí. Tres días de silencio. Eso es lo que resulta inexplicable.
— Si tuvo un accidente...
— Sí, Mrs. McCrae, desde luego que es una posibilidad. Podemos llamar a los hospitales. ¿Dice usted que llevaba tarjetas y otros papeles que podían identificarlo? Hum, creo que sólo nos queda una cosa por hacer. Mr. McCrae le miró con aprensión.
— Creo —señaló el archidiácono amablemente— que debemos llamar a la policía.
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Ср ноя 08, 2017 4:13 am

Capítulo XII

Miss Marple no encontró dificultad alguna para disfrutar de su estancia en Londres. Hizo un montón de cosas que no había tenido tiempo de hacer en las anteriores breves visitas a la capital. Lamentablemente, se debe dejar constancia de que no disfrutó de ninguna de la amplia variedad de actividades culturales que se le ofrecían. No visitó ni un solo museo o galería de arte. La idea de asistir a un pase de modelos ni siquiera se le pasó por la cabeza. Lo que hizo fue visitar las secciones de porcelana y cristalería de los grandes almacenes, además de las secciones de ropa blanca y de tapicería. Después de gastar lo que consideraba una suma razonable en estas inversiones domésticas, se dedicó a realizar diversas excursiones por su cuenta. Fue a lugares y tiendas que recordaba de sus tiempos de juventud, algunas veces sólo impulsada por la curiosidad de comprobar si todavía estaban allí. No era una ocupación para la que hubiera tenido tiempo antes, y le resultó la mar de placentera. Acostumbraba a salir después de una breve siesta y, tras evitar la atenciones del portero que parecía imbuido de la firme creencia de que las señoras de su edad siempre debían viajar en taxi, caminaba hasta la parada del autobús o hasta la estación del Metro. Había comprado una pequeña guía de autobuses donde aparecían las rutas y un plano del Metro, lo que le permitía organizar sus excursiones con todo cuidado. Cualquier tarde se la podía ver caminando alegremente por Onslow Square o Evelyn Gardens mientras murmuraba suavemente: «Sí, aquella era la casa de Mrs. Van Dylan. Desde luego que ahora está muy cambiada. La han rehabilitado. Vaya, veo que tiene cuatro timbres. Supongo que corresponderán a cuatro apartamentos. Esta plaza siempre fue un lugar muy elegante.» Un tanto avergonzada, hizo una visita al museo de cera de Madame Tussaud, un encantador recuerdo de su infancia. En Westbourne Grove, buscó en vano la peletería Bradley's. La tía Helen siempre había ido a Bradley's cuando se trataba de su abrigo de piel de foca. Mirar escaparates no le interesaba gran cosa, pero sí que se divirtió muchísimo comprando patrones de bordados, nuevos tipos de lana y cosas por el estilo. Realizó una excursión especial a Richmond para ver la casa donde había vivido su tío abuelo Thomas, el almirante retirado. La elegante plazoleta continuaba allí, pero una vez más todas y cada una de las casas parecían convertidas en edificios de pisos. Mucho más doloroso le resultó ver la casa de Lowndes Square donde una prima lejana, lady Merridew, había vivido con cierto lujo. En este lugar se levantaba ahora un enorme rascacielos de diseño ultramoderno. Miss Marple sacudió la cabeza con expresión apenada y se dijo a sí misma con firmeza: «Es el inevitable avance del progreso. Aunque estoy segura de que si la prima Ethel levantara la cabeza, se removería en su tumba.» Fue una tarde en la que hacía un tiempo espléndido cuando miss Marple se subió a un autobús que la llevó a través del Battersea Bridge. Iba a combinar el doble placer de disfrutar de una visita sentimental a las Princess Terrace Mansions, donde había vivido una vieja gobernanta, y de visitar Battersea Park. La primera parte de su recorrido acabó en un fracaso. La antigua casa de miss Ledbury había desaparecido sin dejar rastro y, en su lugar, habla una resplandeciente mole de cemento. Miss Marple encaminó sus pasos hacia Battersea Park. Siempre había sido una buena andarina, pero debía admitir que en la actualidad su resistencia física había mermado bastante. Media milla era más que suficiente para cansarla. Consideró que le quedaban fuerzas para atravesar el parque, llegar a Chelsea Bridge y allí coger un autobús, pero sus pasos se hicieron cada vez más lentos, y se alegró al descubrir un pequeño quiosco donde servían té ubicado junto al lago. El local estaba abierto, a pesar de que ya estaba bien avanzado el otoño. No había muchos parroquianos, unas cuantas madres con sus críos y unas pocas parejas de jóvenes enamorados. Miss Marple cogió una bandeja y pidió un té y un par de pastas. Llevó la bandeja cuidadosamente hasta una de las mesas y se sentó. Agradeció el té como agua de mayo. Cargado y bien caliente. Reconfortada, echó una ojeada a la concurrencia y se detuvo bruscamente mientras se erguía en la silla. ¡Vaya, ésta sí que era toda una coincidencia, muy extraña por cierto! Primero el economato del Ejército y la Marina, y ahora aquí. ¡Estas personas elegían unos lugares muy curiosos para citarse! ¡Un momento! Estaba cometiendo un error. Miss Marple sacó otro par de gafas con cristales de mayor graduación y se las puso. Sí, se había equivocado. Desde luego, había cierto parecido. El largo y lacio pelo rubio, pero ésta no era Bess Sedgwick. Era alguien mucho más joven. ¡Por supuesto! ¡Se trataba de aquella joven! La muchacha que había llegado al hotel Bertram’s acompañada por el amigo de lady Selina Hazy, el coronel Luscombe. Pero el hombre era el mismo que había estado comiendo con lady Sedgwick en el restaurante del economato. No había ninguna duda, aquel rostro apuesto y afilado como el de un ave de presa, la misma delgadez, la misma dureza y, sí, la misma poderosa atracción viril.
«¡Malo!» se dijo miss Marple.
«¡Malo hasta la médula! ¡Cruel! ¡Sin escrúpulos! Esto no me gusta nada. Primero la madre, ahora la hija. ¿Qué significa todo esto?»
Miss Marple estaba segura de que no significaba nada bueno. Casi nunca le concedía a nadie el beneficio de la duda; invariablemente pensaba lo peor, y nueve de cada diez veces acertaba. Por lo tanto, consideraba que estaba en su perfecto derecho a hacerlo. Este encuentro, lo mismo que el anterior, eran citas más o menos secretas. Se fijó ahora en la manera en que los jóvenes se inclinaban sobre la mesa hasta que sus cabezas casi se tocaban y en el apasionamiento de la conversación. El rostro de la muchacha —miss Marple se quitó las gafas un momento, limpió los cristales cuidadosamente y volvió a ponérselas — expresaba su enamoramiento. Sí, la chica estaba enamorada, con la pasión que sólo los jóvenes pueden experimentar. ¿Cómo permitían sus tutores que anduviera sola por Londres y tuviera encuentros clandestinos en Battersea Park, una muchacha bien educada como ella? Sin duda, demasiado bien educada. Sus tutores probablemente creían que estaría en alguna otra parte. La joven sabría contar mentiras. En el camino hacia la salida, miss Marple pasó junto a la mesa donde se encontraban los dos jóvenes. Lo hizo lo más lentamente posible y procurando no llamar la atención. Por desgracia, hablaban en voz tan baja que no consiguió oír ni una sola palabra de lo que decían. El hombre hablaba y la muchacha le escuchaba con una expresión en la que se mezclaban el arrobamiento y el temor.
«¿Estarán planeando una fuga?» se preguntó miss Marple. La joven todavía era menor de edad. Miss Marple abandonó el parque por una de las puertas que daba a una calle lateral. Había una hilera de coches aparcados y la anciana se detuvo junto a uno de los vehículos. No sabía gran cosa de coches, pero uno como éste no era algo que se viera con frecuencia y, por lo tanto, recordaba haberlo visto antes. Había obtenido la información sobre estos modelos de uno de sus sobrinos nietos que era un entusiasta del automovilismo. Se trataba de un coche deportivo. Una marca extranjera, ahora no recordaba el nombre. No sólo eso, sino que además había visto este coche, o uno idéntico, precisamente ayer en una callejuela muy próxima al hotel Bertram's. Se había fijado en el vehículo no sólo por su tamaño y su aspecto que llamaba la atención, sino también porque la matrícula le había provocado un vago recuerdo. FAN 2266. Le hacía pensar en su prima Fanny Godfrey. La pobre Fanny que tartamudeaba. Se acercó un poco más y miró la matrícula del coche. Sí, tenía razón: FAN 2266. Era el mismo coche. Miss Marple, caminando muy lentamente porque cada paso le representaba un gran esfuerzo, ensimismada en sus pensamientos, cruzó Chelsea Bridge. Una vez allí, decidió que no podía esperar el autobús y paró el primer taxi. Se sentía muy preocupada porque le agobiaba la sensación de que debía hacer algo. Pero ¿qué era y qué debía hacer? Todo era tan vago. Se fijó con mirada ausente en los carteles de un quiosco de prensa.
«¡Nuevos detalles del asalto al tren!» decía uno. «¡La declaración del maquinista!» proclamaba otro. Vaya, se dijo miss Marple, no pasa día sin que asalten un tren, atraquen un banco o roben un camión blindado. Evidentemente, el crimen se superaba a sí mismo.

Capítulo XIII

El inspector jefe Fred Davy, con su corpachón que recordaba vagamente al de un abejorro gigante, se paseaba por los confines del Departamento de Investigación Criminal, canturreando suavemente. Era uno de sus hábitos más conocidos, y a nadie le llamó la atención excepto para dar lugar al comentario de que «el Abuelo andaba husmeando». Su paseo le llevó finalmente hasta el despacho donde el inspector Campbell estaba sentado detrás de su escritorio, con una expresión aburrida. El inspector Campbell era un joven ambicioso al que la mayoría de sus ocupaciones le resultaban terriblemente monótonas. Sin embargo, se ocupaba aplicadamente de todas sus obligaciones y había conseguido bastantes éxitos en el cumplimiento del deber. Los jefes consideraban que prometía y, de vez en cuando, le hacían llegar alguna palabra de felicitación.
— Buenos días, señor —saludó el inspector Campbell respetuosamente, cuando el Abuelo entró en sus dominios. Naturalmente, él sólo llamaba «Abuelo» a Davy como todos los demás cuando no estaba presente, porque aún no tenía el rango ni la antigüedad necesaria para llamarle directamente por su apodo.
— ¿Puedo hacer algo por usted, señor?
— La, la, bum, bum —canturreó el inspector jefe, desafinando un poco—. «¿Por qué me llaman Mary cuando mi nombre es miss Gibbs?»
— Después de esta inesperada resurrección de una viejísima comedia musical, acercó una silla y se sentó.
— ¿Ocupado? —le preguntó al joven.
— Más o menos.
— Tiene por ahí un caso de desaparición que tiene que ver con un hotel, ¿no es así? ¿Cómo se llamaba? ¿Bertram's, no?
— Sí, así es, señor. El hotel Bertram's.
— ¿Alguna infracción en la venta de bebidas alcohólicas? ¿Mujeres?
— No, señor —exclamó el inspector Campbell, un tanto sorprendido al escuchar que alguien se refiriera al Bertram's, como vinculado a algo ilícito —. Es un lugar al estilo antiguo, muy bonito y refinado.
— ¿Lo es? —replicó el Abuelo—. ¿De veras lo es? Vaya, eso es muy interesante. Campbell se preguntó por qué era interesante. Prefería no preguntarlo porque los ánimos de las altas jerarquías estaban un tanto exaltados desde el asalto al tren correo, pues había representado un gran éxito para los malhechores. Miró el rostro grande y la expresión vacua del Abuelo, y se preguntó, como había hecho otras veces, cómo había hecho el jefe inspector Davy para alcanzar su actual rango y por qué se le valoraba tanto en el departamento. «Habrá sido muy capaz en su época», pensó, «pero hay muchos jóvenes muy capaces que se merecen un ascenso en cuanto jubilen a todos estos carcamales». Pero el carcamal había comenzado a entonar otra canción, salpicando el canturreo con una palabra aquí y otra más allá.
— «Dime, bella desconocida, ¿hay alguien más como tú en la casa?» — entonó el Abuelo y, después, con una inesperada voz de falsete, añadió—: «Algunas, amable señor, y las más hermosas que pudierais imaginar». Un momento, creo que las he mezclado. Floradora. Ésa sí fue una gran comedia.
— Creo que he oído hablar de ella, señor.
— Supongo que su madre se la cantaría cuando usted estaba en la cuna —señaló Davy—. Muy bien, ¿qué ha pasado en el hotel Bertram’s? ¿Quién, cómo y por qué ha desaparecido?
— Un viejo clérigo. Alguien llamado Pennyfather.
— Un caso aburrido, ¿no? El inspector Campbell sonrió.
— Sí, señor, no se puede decir que sea algo excitante.
— ¿Qué aspecto tenía?
— ¿El padre Pennyfather?
— Sí. Supongo que tendrá una descripción.
— Desde luego. —Campbell buscó entre los papeles que tenía en el escritorio—. Altura mediana, pelo blanco abundante, encorvado... — ¿Cuándo desapareció del Bertram's?
— Hará cosa de una semana, el 19 de noviembre.
— ¿Y lo acaban de denunciar? Se han tomado su tiempo, ¿no le parece?
— Creo que todos creían que acabaría por aparecer.
— ¿Alguna idea de lo que hay detrás? ¿Un hombre decente y temeroso de Dios se fuga de buenas a primeras con la esposa de un sacristán? ¿Bebía en secreto o había malversado los fondos de la iglesia? ¿O es de esos viejos desmemoriados que suelen hacer este tipo de cosas?
— Por lo que me han dicho, señor, creo que se trata de lo último. Ya lo ha hecho en otras ocasiones.
— ¿Qué? ¿Desaparecer de un respetable hotel del West End?
— No, no es eso exactamente, pero en ocasiones no ha regresado a su casa cuando le esperaban. Algunas veces, se ha presentado para quedarse en casa de algún amigo cuando no le habían invitado, o no se presentó cuando sí le habían invitado. Esa clase de cosas.
— Sí. Todo eso suena muy bonito, natural y de acuerdo a lo esperado — manifestó el Abuelo—. ¿Cuándo dice que desapareció exactamente?
— El jueves 19 de noviembre. Había asegurado su asistencia a un congreso. —Consultó los papeles—. Ah, sí, en Lucerna. La Sociedad de Estudios Históricos de la Biblia. Ése es el nombre traducido. Creo que en realidad es una sociedad alemana.
— ¿Iba a celebrarse en Lucerna? El viejo... es viejo, ¿no?
— Sesenta y tres años, señor.
— ¿El viejo no se presentó en el congreso, o me equivoco? Una vez más, el inspector Campbell cogió los papeles y le leyó todos los hechos que habían podido ser comprobados.
— No parece como si se hubiera escapado con un niño del coro — comentó Davy.
— Supongo que no tardará en aparecer —replicó Campbell—, pero continuamos investigando. ¿Tiene usted algún interés especial en el caso, señor?
— El joven apenas si podía reprimir la curiosidad.
— No —respondió Davy pensativo —. No, no estoy interesado en el caso. No veo nada que pueda interesarme. Se produjo una pausa que contenía claramente la pregunta « ¿Y entonces?» que el inspector Campbell sabía muy bien que no podía formular en voz alta.
— Lo que a mí me interesa de verdad —señaló el Abuelo— es la fecha y, por supuesto, el hotel Bertram’s.
— Es un lugar muy bien llevado, señor. Allí nunca hay problemas de ninguna clase.
— No me cabe ninguna duda de que eso está muy bien llevado —afirmó Davy—, pero preferiría echarle un vistazo. —Desde luego, señor, cuando usted quiera. Precisamente pensaba darme una vuelta por allí.
— En ese caso aprovecharé para ir con usted. No para entrometerme, ni nada por el estilo, pero me gustaría echarle una ojeada al lugar, y la desaparición de ese archidiácono, o lo que sea, es una buena excusa. No hace falta que me llame «señor» cuando estemos allí. Usted es el que manda y yo seré el subalterno. Al inspector Campbell volvió a picarle la curiosidad.
— ¿Usted cree que allí podría haber una conexión, señor, algo que estuviera vinculado con alguna otra cosa?
— Hasta este momento, no hay ninguna razón para creer nada semejante. Pero ya sabe usted como es. Uno tiene, no sé bien cómo llamarlos, ¿pálpitos, quizás? El hotel Bertram's suena como algo demasiado bueno para ser cierto. Volvió a su imitación de un abejorro con su versión de «¡Vayamos todos a pasear por el Strand!» Los dos inspectores salieron juntos. Campbell, muy elegante con su traje oscuro (tenía un tipo excelente), y Davy, con el aire de un paleto que acaba de llegar del campo. Formaban buena pareja. Sólo el ojo experto de miss Gorringe los clasificó en cuanto entraron en el vestíbulo y comprendió quienes eran. Se esperaba una visita de este tipo desde el momento en que había informado de la desaparición del padre Pennyfather, y que tendría que mantener una entrevista de rutina con un agente. Una discreta llamada a la joven que la secundaba en la recepción hizo que ésta se adelantara para ocuparse de las consultas ordinarias de los clientes, mientras miss Gorringe se apartaba hacia un lateral del mostrador y miraba a los dos hombres. El inspector Campbell dejó su tarjeta sobre el mostrador y ella asintió, al tiempo que miraba al hombretón con la chaqueta de tweed. Observó que se había vuelto ligeramente para contemplar el vestíbulo y sus ocupantes, con un placer un tanto infantil ante el espectáculo de la clase alta moviéndose a su alrededor.
— ¿Quieren ustedes pasar a la oficina? —preguntó miss Gorringe—. Allí podremos hablar con más tranquilidad.
— Sí, creo que será lo mejor.
— Tienen ustedes un lugar muy bonito —comentó el hombre mayor con su expresión de paleto—. Muy cómodo —añadió, mirando complacido el fuego que ardía en la chimenea—. La comodidad de antaño. Miss Gorringe sonrió satisfecha.
— Sí, desde luego. Estamos orgullosos de las comodidades que ofrecemos a nuestros clientes.
— Se volvió hacia su ayudante—. ¿Quieres hacerte cargo, Alice? Aquí está el registro. Lady Jocelyn no tardará en llegar. Seguramente querrá cambiar de habitación en cuanto la vea, pero debes explicarle que el hotel está al completo. Si es necesario, puedes mostrarle la 340, que está en el tercer piso, y ofrecérsela. No es una habitación muy agradable y estoy segura de que se conformará con la que tiene en cuanto vea la otra.
— Sí, miss Gorringe.
— Ah, y recuérdale al coronel Mortimer que sus prismáticos están aquí. Esta mañana me pidió que se los guardara. No permitas que se marche sin recogerlos.
— No, miss Gorringe. Resueltos estos detalles menores, miss Gorringe miró a los dos policías, salió de la recepción y se dirigió hacia una puerta que no tenía rótulo alguno. La abrió y entraron en una pequeña oficina de aspecto un tanto lóbrego. Los tres se sentaron.
— De acuerdo con los informes — manifestó el inspector Campbell, consultando sus notas—, el hombre desaparecido es el padre Pennyfather. Aquí tengo el informe del sargento Wadell. Quizá pueda usted explicarme exactamente con sus propias palabras qué ocurrió.
— No creo que el padre Pennyfather haya desaparecido realmente en el sentido que normalmente le damos a la palabra —respondió miss Gorringe—. A mí me parece que debió encontrarse con un amigo en alguna parte, un viejo amigo o algo así, y que se marchó con él a alguna reunión de eruditos aquí o en el continente. Siempre es muy vago en sus explicaciones.
— ¿Hace mucho tiempo que le conoce?
— Es cliente del hotel desde hace, déjeme pensar, sí, desde hace unos cinco o seis años como mínimo.
— Usted también lleva mucho tiempo aquí, ¿no es así? —preguntó Davy, interviniendo súbitamente en la conversación.
— Llevo aquí catorce años.
— Es un bonito lugar —repitió Davy —. ¿El padre Pennyfather siempre se alojaba aquí cuando venía a Londres?
— Sí. Era un cliente habitual. Siempre escribe con bastante anticipación para hacer la reserva. Es mucho menos parco cuando escribe que en la vida real. Pidió una habitación desde el 17 al 21. Durante esos días esperaba estar ausente durante una o dos noches, y explicó que deseaba mantener la habitación mientras estaba de viaje. Era algo que hacía a menudo.
— ¿Cuándo comenzó a preocuparse por su ausencia? — preguntó Campbell.
— La verdad es que no me preocupé. Desde luego, fue un tanto incómodo. Verá, estaba reservada su habitación para otro huésped que llegaba el 23 y fue entonces cuando advertí, antes no me había dado cuenta, de que no había regresado de Lugano.
— En mis notas aparece Lucerna — señaló Campbell.
— Sí, sí, creo que era Lucerna. Un congreso de arqueología o algo así. En cualquier caso, cuando me di cuenta de que no había regresado y que su equipaje continuaba en la habitación, se planteó una situación bastante incómoda. En esta época del año tenemos el hotel siempre lleno, y había un cliente a quien le habíamos dado la habitación del padre: la honorable Mrs. Saunders, de Lyme Regis. Ella siempre ocupa esa habitación. Entonces fue cuando llamó el ama de llaves. Estaba preocupada.
— Según dijo el archidiácono Simmons, el ama de llaves es Mrs. McCrae. ¿La conoce?
— No personalmente, pero he hablado con ella por teléfono en un par de ocasiones. Creo que es una persona sensata y de mucha confianza, que lleva muchos años al servicio del padre Pennyfather. Estaba preocupada como es natural. Creo que ella y el archidiácono se pusieron en contacto con los amigos más cercanos y los familiares, pero ninguno sabía nada de los movimientos del padre. A la vista de que esperaba la visita del archidiácono, no deja de ser extraño que el padre no regresara a casa para recibir a su amigo.
— ¿El padre es siempre tan desmemoriado? —preguntó el Abuelo. Miss Gorringe no le hizo caso. Le parecía que el hombretón, a quien atribuía como mucho la condición de sargento, intervenía en la conversación más de la cuenta.
— Ahora, para colmo —añadió miss Gorringe con un tono irritado—, me acabo de enterar por boca del archidiácono Simmons de que el padre ni siquiera asistió al congreso en Lucerna.
— ¿Envió algún telegrama para avisar que no iría?
— No lo creo, al menos no desde aquí. Ningún telegrama ni llamada. La verdad es que no sé nada de Lucerna, sólo me preocupa nuestra intervención en el asunto. La noticia de su desaparición se ha publicado en los periódicos, aunque no han mencionado que estaba alojado aquí. Espero que no lo hagan. No queremos a los reporteros por aquí, a nuestros huéspedes no les gustaría. Le estaríamos muy agradecidos, inspector Campbell, si evita que aparezcan. Después de todo, no desapareció en el hotel.
— ¿Sus maletas siguen aquí?
— Sí, en el cuarto de equipajes. Si no viajó a Lucerna, ¿han considerado ustedes la posibilidad de que le atropellara un coche o algo así?
— El padre Pennyfather no ha sido víctima de ningún accidente — respondió el policía.
— En realidad no deja de ser curioso, muy curioso —opinó miss Gorringe. El enfado había sido reemplazado por un leve interés—. Me refiero a que una se pregunta adonde ha podido ir y porqué. El Abuelo le dirigió una mirada comprensiva.
— Desde luego, usted sólo considera este asunto desde el punto de vista del hotel. Algo muy natural.
—Tengo entendido —intervino el inspector Campbell, consultando sus notas una vez más—, que el padre Pennyfather se marchó de aquí alrededor de las seis y media de la tarde del jueves, día 19. Llevaba una bolsa de viaje y cogió un taxi. Le dijo al portero que el taxi debía llevarle al club Athenaeum. Miss Gorringe asintió.
— Sí. Cenó en el Athenaeum. El archidiácono Simmons me dijo que fue allí donde le vieron por última vez. El tono de firmeza en la voz de miss Gorringe sonó muy claro mientras traspasaba la responsabilidad de ver al padre por última vez desde el hotel Bertram's al club Athenaeum.
— Está muy bien esto de tener los hechos claros —señaló el Abuelo con su amable vozarrón—. Ahora los tenemos claros. Salió de aquí con su bolsa de viaje azul, ¿era azul, no? Salió de aquí, no regresó, y eso es todo.
— Verá. Por mucho que quiera, la verdad es que no puedo ayudarle — manifestó miss Gorringe, mostrando su disposición a dar por acabada la entrevista y volver a su trabajo.
— Es evidente que usted no puede ayudarnos —replicó Davy—. Pero si podría haber alguien más que sí pudiera hacerlo.
— ¿Alguien más?
— Sí, algún miembro del personal.
— No creo que ninguno de los empleados sepa ni media palabra o, de la contrario, me lo hubieran dicho.
— Bueno, nunca se sabe. Lo que quiero decir es que se lo hubieran dicho de saber algo concreto. Pero yo estaba pensando en algo que el padre quizá dijo.
— ¿Cómo qué? —preguntó miss Gorringe perpleja.
— Cualquier comentario casual que pudiera brindarnos una pista. Algo así como: «Esta noche iré a ver a un amigo al que no veía desde que nos encontramos en Arizona».
Algo así, o «La semana que viene me alojaré en casa de una prima porque es la confirmación de su hija». Cuando se trata de personas desmemoriadas, este tipo de comentarios son de gran ayuda. Señalan lo que pasaba por la mente de la persona. Quizá cuando acabó de cenar en el Athenaeum, subió a un taxi y se dijo: «¿Adonde iba yo?» y como se había quedado con la idea, pongamos por caso de la confirmación, le dio al taxista la dirección de la casa de la prima. —Ya le entiendo —contestó miss Gorringe con un tono de duda—. Sin embargo, parece bastante improbable.
— Nunca se sabe dónde saltará la liebre —replicó el Abuelo alegremente —. Después están los huéspedes. Supongo que el padre Pennyfather conocerá a unos cuantos, dado que se aloja aquí con bastante frecuencia.
— Eso sí —admitió miss Gorringe —. Déjeme ver. Le he visto hablando con lady Selina Hazy. Después está el obispo de Norwich. Creo que son viejos amigos. Estudiaron juntos en Oxford. También están Mrs. Jameson y sus hijas. Son paisanos. Sí, creo que conoce a muchos de nuestros huéspedes.
— Por lo tanto —señaló el Abuelo —, es probable que hablara con alguno de ellos. Quizá mencionó algún detalle aparentemente sin importancia que nos pueda dar una pista. ¿Alguno de los huéspedes que están alojados aquí en este momento es amigo del padre? Miss Gorringe frunció el entrecejo mientras hacía memoria.
— Creo que el general Radley todavía está aquí —respondió finalmente—. También hay una dama mayor que viene de no sé qué pueblo. Me dijo que se alojaba aquí durante su infancia. Ahora mismo no consigo recordar su nombre, pero se lo averiguaré. No, espere, ya lo tengo. Miss Marple, sí, ése es su nombre. Creo que ella le conoce.
— Bueno, podemos comenzar con esos dos. Supongo que también habrá una camarera, ¿no?
— Desde luego. Pero a la camarera del piso ya la entrevistó el sargento Wadell.
— Lo sé, pero quizá no le formuló ninguna pregunta desde este ángulo. ¿Qué me dice del camarero que servía su mesa? ¿O del jefe de comedor?
— Ah, se refiere usted a Henry.
— ¿Quién es Henry? —preguntó el Abuelo. Miss Gorringe le miró casi pasmada. Le parecía un sacrilegio que alguien no conociera a Henry.
— No sé cuántos años lleva Henry aquí —replicó—. Tiene usted que haberle visto sirviendo el té cuando entró.
— Todo un personaje, ¿eh? — dijo el inspector Davy—. Creo recordarlo.
— No sé qué haríamos sin Henry — afirmó la encargada de la recepción con mucho sentimiento—. Es una persona maravillosa. Es el que da tono al lugar. —Quizá quiera servirme un té — comentó el Abuelo—. Vi que estaban sirviendo muffins. No me importaría nada comerme un par de muffins.
— Faltaría más —dijo miss Gorringe con un tono un tanto desabrido. Se volvió hacia el inspector Campbell—: ¿Quiere que les sirvan el té en el vestíbulo?
— Eso sería... —comenzó el inspector, pero se interrumpió al ver que la puerta se abría violentamente y aparecía Mr. Humfries como un Júpiter tonante. Se mostró un tanto sorprendido, y dirigió a miss Gorringe una mirada interrogante.
— Estos dos caballeros son de Scotland Yard, Mr. Humfries —le explicó la recepcionista.
— Soy el inspector detective Campbell.
— Ah, sí, desde luego. El asunto del padre Pennyfather. Algo de lo más extraordinario. Espero que no le haya ocurrido nada desagradable. Es un viejo encantador.
— Lo mismo digo — intervino miss Gorringe —. Es una persona muy amable.
— Alguien de la vieja escuela — opinó Mr. Humfries complacido.
— Por lo que he visto, ustedes tienen aquí muchos clientes de la vieja escuela —señaló Davy.
— Supongo que sí — asintió Mr. Humfries —. En eso lleva usted razón. Sí, en muchos sentidos se puede decir que somos una reliquia bien conservada.
— Tenemos clientes fijos — señaló miss Gorringe, orgullosa —. La misma gente que viene año tras año. También tenemos a muchos norteamericanos. Gente de Boston y Washington. Personas muy discretas y agradables.
— Les gusta nuestro ambiente inglés —afirmó Mr. Humfries con una sonrisa resplandeciente. El Abuelo le miró pensativo.
— ¿Están ustedes absolutamente seguros de que no recibieron ningún mensaje del padre? — preguntó el inspector Campbell—. Me refiero a la posibilidad de que quizás alguien recibiera el mensaje y se olvidara de escribirlo o comunicarlo.
—Todos los mensajes telefónicos se anotan con el máximo de cuidado — señaló miss Gorringe con un tono glacial —. No puedo imaginar que alguien hubiera recibido un mensaje sin pasármelo después a mí o a la persona que estuviera en la recepción. La recepcionista miró al inspector con mal disimulado enojo. El inspector Campbell pareció impresionado por la actitud de miss Gorringe.
— Por si no lo sabe, ya hemos respondido antes a todas estas preguntas — manifestó Mr. Humfries con un tono también bastante desabrido—. Le hemos dado toda la información de que disponíamos a su sargento. Por cierto, no recuerdo su nombre. El Abuelo que se había mantenido un poco al margen, intervino en la discusión.
— Verá usted —dijo con un tono amistoso—, las cosas parecen estar tomando un cariz un tanto grave. No parece tratarse de un simple despiste. Por eso considero que sería muy conveniente poder hablar unos minutos con las dos personas que ha mencionado: el general Radley y miss Marple.
— ¿Usted quiere que le concierte una entrevista con ellos?
— Mr. Humfries no parecía muy feliz con la idea—. El general Radley es sordo como un tapia.
— No creo que sea necesario hacerlo tan formal —señaló el inspector Davy —. No queremos preocupar a nadie. Puede dejar el asunto en nuestras manos y lo haremos con toda discreción. Usted sólo tiene que señalarnos quienes son. Existe la posibilidad de que el padre Pennyfather les mencionara cuáles eran sus planes, el nombre de la persona que le esperaba en Lucerna o quién le acompañaría a Suiza. En cualquier caso, vale la pena hacer el intento. Mr. Humfries respiró un poco más tranquilo.
— ¿Hay algo más que podamos hacer por ustedes? —preguntó—. Estoy seguro de que comprenderán que estamos dispuestos a ayudar en todo lo posible, pero ustedes deben entender que nos preocupa mucho la publicidad adversa en los periódicos.
— Desde luego — manifestó Campbell.
—También quisiera hablar con la camarera —señaló el Abuelo. —Por supuesto, si eso es lo que desea. Dudo mucho que pueda decirle nada interesante.
— Probablemente no. Pero siempre puede haber algún detalle, cualquier comentario que el padre hiciera sobre una carta o una cita. Nunca se sabe. Mr. Humfries miró su reloj.
— La camarera entra a las seis. Atiende el segundo piso. Quizá, mientras esperan, quieran tomar el té.
— Me parece perfecto —afirmó el Abuelo. Salieron todos juntos de la oficina.
— El general Radley estará en el salón de fumar —dijo miss Gorringe—. Es la primera puerta de aquel pasillo a la izquierda. Supongo que estará sentado frente al fuego con The Times, pero — añadió discretamente— creo que le encontrará durmiendo. ¿Está usted seguro de que no quiere...?
— No, no, ya me ocuparé yo — respondió Davy—. En cuanto a la otra, la señora mayor... — Está sentada allí, junto a la chimenea.
— ¿La del pelo blanco alborotado que hace calceta? — preguntó el Abuelo, mirando en la dirección indicada—. Podría trabajar en el teatro, ¿verdad? Tiene todo el aspecto de la tía abuela universal.
— Las tías abuelas ya no son así en la actualidad —dijo miss Gorringe—. Y ya puestos, tampoco las abuelas ni las bisabuelas. Ayer llegó la marquesa de Barlowe. Es bisabuela. Francamente, no la reconocí cuando entró. Recién llegada de París. El rostro era una máscara rosa y blanca, el pelo rubio platino y supongo que la silueta era artificial, pero estaba maravillosa.
— ¡Ah! —exclamó el Abuelo—. Personalmente, las prefiero anticuadas. Bien, muchas gracias, miss Gorringe.
— Se volvió hacia Campbell—. Yo me ocuparé de hablar con estas personas, si le parece bien, señor. Sé que tiene usted una cita importante.
— Así es —asintió Campbell, que le siguió el juego—. Supongo que no conseguiremos gran cosa, pero vale la pena intentarlo. Mr. Humfries se dirigió a su despacho mientras decía: — ¿Miss Gorringe, puede venir un momento, por favor? La recepcionista obedeció la llamada del director y entró en la habitación. Vio a Humfries que se paseaba como una fiera enjaulada.
— ¿Para qué quieren ver a Rose? — le preguntó a la mujer, con un tono imperioso—. Wadell le hizo todas las preguntas que se podían esperar.
— Supongo que es una cuestión de rutina.
— Creo que debe usted hablar primero con ella —señaló Humfries. Miss Gorringe pareció un tanto sorprendida.
— Sin duda, el inspector Campbell... — No me preocupa el inspector Campbell —le interrumpió su jefe—. Es el otro. ¿Sabe quién es?
— Me parece que no mencionó su nombre. Debe tratarse de algún sargento. Un tipo bastante palurdo.
— Palurdo...¡y un cuerno! — afirmó Mr. Humfries, abandonando toda pretensión de elegancia—. Es el inspector jefe Davy, un viejo zorro. Es uno de los policías mejor considerados de Scotland Yard. Me gustaría saber qué está haciendo aquí. Me da mala espina tenerlo rondando por el hotel haciéndose el tonto.
— ¿No creerá...?
— No sé qué pensar, pero le digo que no me gusta. ¿Quiere ver a alguien más aparte de Rose?
— Creo que tiene la intención de hablar con Henry. Mr. Humfries se echó a reír. Miss Gorringe le secundó.
— No hace falta que nos preocupemos por Henry.
— No, desde luego.
— ¿Qué pasa con los huéspedes que conocen al padre Pennyfather? Mr. Humfries volvió a soltar la carcajada.
— Le deseo suerte con el viejo Radley. Tendrá que desgañitarse si quiere hacerse escuchar y no conseguirá nada a cambio. Ya puede hablar todo lo que quiera con Radley y esa vieja clueca, miss Marple. En cualquier caso, no me gusta que ande husmeando por aquí.


Capítulo XIV

— Sabe — comentó el inspector jefe Davy pensativamente—. No me gusta nada el tal Humfries.
— ¿Cree que puede ser un pillo? — preguntó Campbell.
— Bueno... — El Abuelo vaciló—, ya sabe cómo son esas cosas. Tienes un presentimiento, pero nada preciso. Parece uno de esos tipos que se la dan de listillos. Me pregunto si será el propietario o sólo el director.
— Puedo preguntárselo.
— Campbell amagó retroceder hacia la recepción.
— No, no se lo pregunte —le ordenó el Abuelo—. Sólo ocúpese de averiguarlo discretamente. Campbell le miró con una expresión de curiosidad.
— ¿Qué piensa, señor?
— Nada en particular. Sólo que me gustaría disponer de mucha más información sobre este lugar. Me gustaría saber quién está detrás, cuál es la situación financiera y todas esas cosas. El otro inspector meneó la cabeza.
— Yo diría que si hay un lugar en Londres por encima de toda sospecha es éste.
— Lo sé, lo sé. ¡Qué útil es tener esa reputación! Campbell volvió a menear la cabeza y se marchó. El Abuelo se fue por el pasillo hasta el salón de fumar. El general Radley acababa de despertar de la siesta. The Times se le había caído de las rodillas y ahora estaba en el suelo con las páginas sueltas. El policía lo recogió, acomodó las páginas y se lo alcanzó.
— Muchas gracias, señor. Muy amable de su parte —manifestó el anciano con voz áspera.
— ¿Es usted el general Radley?
— Sí.
— Si me lo permite —dijo el Abuelo elevando la voz—, quiero hablar con usted sobre el padre Pennyfather.
— ¿Eh? ¿Qué ha dicho?
— El general alzó una mano y la colocó junto a una oreja a modo de bocina.
— El padre Pennyfather — vociferó Davy.
— ¿Mi padre? Murió hace años.
— El padre Pennyfather.
— Ah. ¿Qué pasa con él? Le vi el otro día. Estaba alojado aquí.
— Tenía que darme una dirección. Dijo que se la daría a usted. Al Abuelo le costó hacerse entender, pero al fin consiguió que el viejo le entendiera.
— Nunca me dio ninguna dirección. Tiene que haberse confundido con algún otro. Ese tipo tiene la cabeza a pájaros. Siempre ha sido así. Es uno de esos eruditos, ya sabe. Gente la mar de desmemoriada. El inspector jefe insistió un poco más pero no tardó en decidir que la conversación con el general Radley no sólo era prácticamente imposible, sino que resultaba totalmente improductiva. Abandonó el salón de fumar y fue a sentarse en el vestíbulo en una mesa vecina a la de miss Jane Marple.
— ¿Té, señor? El Abuelo miró a su interlocutor. Se sintió impresionado, como le ocurría a todos los demás, con la personalidad de Henry. Aunque se trataba de un hombre muy corpulento parecía dotado de la capacidad de un espíritu para materializarse o desaparecer a voluntad. Davy pidió té.
— Veo que hay muffins. Henry sonrió con una expresión benigna.
— Sí, señor. Debo decir que nuestros muffins son deliciosos. A todos nuestros huéspedes les encantan. ¿Le sirvo muffins, señor? ¿Té chino o indio?
— Indio, o Ceilán, si tienen.
— Desde luego que tenemos Ceilán. Henry hizo con un dedo un ademán prácticamente imperceptible y uno de sus jóvenes y pálidos adláteres partió en busca del té de Ceilán y los muffins. Henry se alejó para honrar con su presencia a otras mesas. «Sí que eres todo un personaje», se dijo el Abuelo. «Me pregunto dónde te encontraron y cuánto te pagan. Seguro que es un buen fajo, y seguramente lo vales». Contempló a Henry inclinándose atentamente sobre una señora mayor. Se preguntó qué pensaría Henry, si es que pensaba algo, sobre su personaje. El Abuelo suponía que encajaba bastante bien en el ambiente del hotel Bertram’s. Bien podía pasar por algún próspero hacendado o con un par del reino con aspecto de apostador. El inspector conocía a dos pares que tenían precisamente ese aspecto. Podía dar el pego, aunque suponía que no había engañado a Henry.
«Sí, eres todo un personaje.» Le sirvieron el té y los muffins. Le dio un buen bocado a uno de los panecillos y la mantequilla le corrió por la barbilla. Se limpió con una servilleta. Tomó dos tazas de té con mucho azúcar. Después, se echó un poco hacia adelante y le dirigió la palabra a la señora que ocupaba la mesa vecina.
— Perdón, pero ¿no es usted miss Jane Marple? Miss Marple desvió la mirada de las agujas para observar al inspector jefe Davy.
— Sí. Soy miss Marple.
— Espero que no le moleste mi atrevimiento. Soy oficial de policía.
— Vaya. Espero que no haya ocurrido aquí nada grave. El Abuelo se apresuró a tranquilizarla con su tono más amable.
— Por favor, no se preocupe usted. No es nada de lo que usted piensa. No se ha producido ningún robo ni nada parecido. Sólo un pequeño problema con un clérigo desmemoriado, nada más. Creo que es amigo de usted. El padre Pennyfather.
— Ah, el padre Pennyfather. Estuvo aquí precisamente el otro día. Sí, le conozco desde hace muchos años. Como usted dice, es muy desmemoriado.
— Hizo una pausa para después añadir con un tono interesado—: ¿Qué ha hecho ahora? —Bueno, digamos que se ha perdido.
— Vaya. ¿Dónde tendría que estar?
— De vuelta en la vicaría, pero el caso es que no está.
— Me dijo que asistiría a un congreso en Lucerna. Algo relacionado con los papiros del mar Muerto, si no me equivoco. Es un gran erudito en temas hebreos y arameos.
— Sí. Tiene usted toda la razón. Allí era, bueno, allí era dónde supuestamente debía ir.
— ¿Quiere decir que no se presentó?
— Efectivamente, no apareció por Lucerna.
— Vaya. Supongo que se equivocaría de fecha.
— Es muy probable, por no decir exacto.
— Mucho me temo que no es la primera vez que le pasa algo así. Recuerdo que una vez quedé en ir a tomar el té con el padre en Chadminster. Cuando llegué no estaba en la casa. El ama de llaves me comentó lo desmemoriado que era.
— ¿Por casualidad no le dijo nada mientras estuvo aquí que pudiera darnos alguna pista? — preguntó el Abuelo, con un tono relajado como si no le diera ninguna importancia —. Ya sabe a lo que me refiero. ¿Su encuentro con algún viejo amigo o algún plan que hubiera preparado, aparte del viaje a Lucerna?
— No, no. Sólo mencionó el congreso de Lucerna. Creo que dijo que era el día 19. ¿Es correcto?
— Sí, esa es la fecha en que tuvo lugar el congreso.
— No hice mucho caso de la fecha. Quiero decir que —aquí, como la mayoría de las señoras mayores, miss Marple se lió un poco— dijo el 19 y quizá dijera el 19, pero al mismo tiempo quizá quería decir el 19, cuando en realidad era el 20. Quiero decir, que quizá creyó que el 20 era el 19, o quizá que el 19 era el 20.
— Bueno —dijo el Abuelo, un tanto mareado con aquel galimatías de fechas.
— Me parece que me he explicado mal, pero quiero decir que las personas como el padre Pennyfather, cuando dicen que irán a alguna parte el jueves, uno debe estar preparado a descubrir que no se refieren al jueves, sino en realidad al miércoles o al viernes. Por lo general, se enteran a tiempo pero a veces no tienen tanta suerte. En aquel momento supuse que debía haber pasado algo así. El Abuelo pareció un tanto intrigado.
— Miss Marple, habla usted como si ya supiera que el padre Pennyfather no había viajado a Lucerna.
— Sabía que no estuvo en Lucerna el jueves. Estuvo aquí todo el día, o la mayor parte del día. Por eso dije que él podía haberme dicho el jueves cuando en realidad se refería al viernes. Desde luego, el jueves se marchó de aquí con la bolsa de viaje.
— Así es.
— Entonces, di por hecho que se dirigía al aeropuerto. Por eso me sorprendió tanto cuando lo volví a ver aquí.
— Perdón, ¿cómo ha dicho? ¿Qué ha querido decir con que lo volvió a ver aquí?
— Que estaba aquí, en el hotel.
— Un momento, vamos a poner las cosas claras — le rogó el Abuelo, procurando mantener el tono amable e informal y no dar la impresión de que era algo importante—. Dice usted que vio a ese viejo idio... que vio al padre, quiero decir, salir con la bolsa de viaje como si fuera al aeropuerto, a última hora de la tarde. ¿Es correcto?
— Sí. Eran alrededor de las seis y media, o las siete menos cuarto. —Pero usted dice que regresó.
— Quizá perdió el avión. Eso lo explicaría.
— ¿Cuándo regresó?
— Eso no lo sé. No le vi regresar.
— Vaya —exclamó el Abuelo, un tanto sorprendido—. Creía haberle oído decir que le había visto.
— Claro que le vi, pero más tarde. Quería decir que no le vi en el momento de regresar al hotel.
— ¿Usted le vio más tarde?
— Deje que haga memoria. Serían las 3 de la mañana. No podía dormir profundamente. Algo me despertó. Algún ruido. Hay tantos ruidos extraños en Londres. Miré mi reloj, eran las 3.10. Por algún motivo, no recuerdo cuál, me sentía inquieta. Quizá las pisadas delante de la puerta. Cuando vives en el campo, oír pasos en medio de la noche te pone nerviosa. Así que abrí la puerta y asomé la cabeza. Vi al padre Pennyfather salir de la habitación, era la inmediatamente vecina a la mía. Vestía un abrigo y se marchó por las escaleras.
— ¿Salió de la habitación vestido con el abrigo y bajó las escaleras a las 3 de la mañana?
— Sí, y admito que me pareció un tanto extraño. El Abuelo la miró durante unos segundos sin saber qué decir.
— Miss Marple — preguntó finalmente—, ¿por qué no se lo dijo a nadie?
— Nadie me lo preguntó — respondió la anciana sencillamente.

Capítulo XV

El Abuelo inspiró con fuerza.
— Sí, claro. Supongo que nadie se lo preguntaría. Es así de sencillo. Volvió a guardar silencio.
— Usted cree que algo le ha ocurrido, ¿verdad? —preguntó miss Marple.
— Ha pasado más de una semana. No sufrió un ataque ni se desplomó en medio de la calle. No está ingresado en un hospital como consecuencia de un accidente. Por lo tanto, ¿dónde está? Los periódicos han informado de su desaparición, pero hasta el momento no se ha presentado nadie para decirnos nada.
— Quizá no han leído la noticia. Yo no, por lo menos.
— Parece, en realidad parece — el Abuelo seguía en voz alta su razonamiento — como si se tratara de algo premeditado. Marcharse del hotel de esa manera en medio de la noche. Usted está segura al respecto, ¿verdad? — preguntó con voz incisiva—. ¿No lo habrá soñado?
— Estoy completamente segura — afirmó miss Marple con un tono que no dejaba dudas. El Abuelo se levantó.
— Creo que iré a ver a la camarera. El inspector encontró a Rose Sheldon en el segundo piso y observó complacido que parecía una persona muy agradable.
— Lamento tener que molestarla en su trabajo. Sé que habló con nuestro sargento. Pero se trata de ese caballero ausente, el padre Pennyfather.
— Ah, sí, señor, un caballero muy amable. Se aloja aquí muy a menudo.
— Un hombre desmemoriado. Rose Sheldon permitió que una discreta sonrisa asomara en su rostro de expresión respetuosa.
— Permítame un segundo.
— El abuelo hizo ver que consultaba unas notas—. ¿La última vez que vio al padre Pennyfather fue... ?
— El jueves por la mañana, señor. El jueves 19. Me comentó que aquella noche no la pasaría en el hotel y, posiblemente, tampoco la siguiente. Creo recordar que se marchaba a Ginebra, o por lo menos a una ciudad suiza. Me dio dos camisas para que las llevara a la lavandería y le dije que las tendría lavadas y planchadas para la mañana del día siguiente.
— ¿Esa fue la última vez que le vio?
— Sí, señor. Verá, yo no trabajo por las tardes. Vuelvo a las seis. A esa hora seguramente ya se habría marchado o, por lo menos, estaría en el vestíbulo, no en su habitación. Dejó dos maletas.
— Eso es —asintió el Abuelo. Habían revisado el contenido de las maletas sin encontrar nada que les diera una pista—. ¿Le llamó usted a la mañana siguiente?
— ¿Llamarle? No, señor, si se había marchado de viaje.
— ¿Cuál era la rutina? ¿Le servía primero un té? ¿El desayuno?
— Un té. Siempre desayunaba en el vestíbulo.
— Por consiguiente, ¿usted no entró en su habitación al día siguiente?
— Claro que entré, señor —exclamó Rose, sorprendida—. Entré en su habitación como de costumbre. Primero recogí las camisas para enviarlas a la lavandería, y después quité el polvo y le di un repaso a la habitación. Lo hacemos todos los días.
— ¿Había usado la cama? La joven le miró con los ojos muy abiertos.
— ¿La cama, señor? No.
— ¿Las mantas estaban arrugadas o desarregladas? Rose meneó la cabeza.
— ¿Qué me dice del baño?
— Había una toalla de manos húmeda, señor, que supongo había sido usada la noche anterior. Quizá se lavó las manos antes de marcharse.
— ¿No había nada que pudiera indicar que hubiera vuelto a la habitación, quizá ya muy tarde, después de medianoche? La camarera le observó con una expresión de asombro. El Abuelo abrió la boca, pero la cerró inmediatamente. Rose no sabía absolutamente nada del regreso del padre, o de lo contrario era una actriz consumada.
— ¿Qué hicieron con sus prendas? ¿Estaban guardadas en las maletas?
— No, señor, estaban colgadas en el armario. Verá, señor, tenía la habitación reservada para varios días.
— ¿Quién las guardó en las maletas?
— Miss Gorringe ordenó que lo hiciéramos, señor. Debíamos preparar la habitación para una señora que llegaba al día siguiente. Un relato preciso y coherente. Pero si la anciana no se equivocaba al declarar que había visto al padre Pennyfather salir de su habitación a las 3 de la mañana, entonces tenía que haber regresado al hotel en algún momento. Nadie le había visto entrar. Por algún motivo, ¿había evitado que le vieran? No había dejado ningún rastro en la habitación. Ni siquiera se había tendido en la cama. ¿Era posible que miss Marple lo hubiera soñado? A su edad era algo más que probable. Se le ocurrió una idea.
— ¿Qué se hizo de la bolsa de viaje?
— ¿Cómo dice, señor?
— Una bolsa de viaje pequeña, azul oscuro, una bolsa de la B.O.A.C o de la B.E.A. Usted tuvo que verla.
— Ah, esa bolsa, sí, señor. Se la llevó con él cuando se fue de viaje al extranjero.
— Pero es que no viajó al extranjero. Después de todo, nunca llegó a Suiza. Por lo tanto, tuvo que dejarla aquí o, si no lo hizo, regresó y la dejó en la habitación con el resto del equipaje.
—Sí, sí, eso creo, no estoy muy segura, creo que la dejó.
«No te dijeron cómo debías responder a esta pregunta, ¿verdad?» pensó el Abuelo en el acto. Rose Sheldon se había mostrado tranquila y segura hasta ese momento, pero la pregunta había minado su confianza. No sabía la respuesta correcta. Tendría que haberla sabido. El canónigo se había llevado la bolsa de viaje al aeropuerto, y se había marchado cuando le informaron que se había equivocado de día. Si hubiera regresado al Bertram’s, la bolsa habría vuelto con él. Sin embargo, miss Marple no había hecho ninguna mención de la bolsa cuando describió al padre en el momento de salir de la habitación y bajar las escaleras. Por lo tanto, era lógico suponer que la había dejado en la habitación, pero no la habían guardado en el cuarto de equipajes junto con las maletas. ¿Por qué no? ¿Porque se suponía que había marchado a Suiza? El inspector Davy le dio las gracias a Rose con un tono alegre y volvió al vestíbulo. ¡El padre Pennyfather! El clérigo se había convertido en un enigma. Había hablado muchísimo de su viaje a Suiza, había liado las cosas de tal manera que había acabado por no ir allí, había regresado al hotel con tanto secretismo que nadie le había visto y se había vuelto a marchar en plena madrugada. ¿Para ir adonde? ¿Para hacer qué? ¿Podía la mala memoria justificar todo esto? En caso contrario, ¿en qué andaba metido el padre Pennyfather? Y, aún más importante, ¿dónde estaba? Desde el último peldaño de la escalera, el Abuelo observó la concurrencia en el vestíbulo, y se preguntó si todos eran lo que aparentaban ser. ¡Había llegado a este extremo! Personas ancianas, personas de mediana edad (nadie era muy joven), gente agradable chapada a la antigua, casi todos de buena posición, todos muy respetables. Militares, abogados, clérigos, un matrimonio norteamericano cerca de la puerta, una familia francesa junto a la chimenea. Nadie llamaba la atención, nadie parecía estar fuera de lugar, la mayoría disfrutaba del tradicional té a la inglesa. ¿De verdad podía haber algo malo en un lugar en el que se servía el té como en tiempos de los abuelos? El caballero francés le hizo un comentario a su esposa, que describía muy bien el ambiente.
— Le five-o'-clock tea. C'est bien Anglais ça, n'est ce pas?
— Miró a su alrededor complacido.
«Le five-o'-clock tea» pensó Davy mientras cruzaba la puerta giratoria. «Ese tipo no sabe que «le five-o'-clock tea» está más muerto que Tutankamon.» En el exterior, estaban cargando varios enormes baúles y maletas en un taxi. Al parecer, el señor y la señora Elmer Cabot iban camino del hotel Vendôme, París. Junto al bordillo, la señora de Elmer Cabot manifestaba sus opiniones a su marido.
— Los Pendlebury tenían toda la razón sobre este lugar, Elmer. Es la más pura y vieja Inglaterra. Tan maravillosamente eduardiano. Tengo la sensación de que Eduardo VII podría entrar en cualquier momento y sentarse a tomar el té. Estoy dispuesta a regresar el año que viene, te lo juro.
— Si tenemos un milloncito de dólares para malgastar —replicó el marido con un tono seco.
— Venga, Elmer, tampoco nos ha costado tan caro. Terminada la carga, el portero ayudó a entrar a la pareja en el taxi, murmurando «Gracias, señor» cuando Mr. Cabot hizo el gesto esperado. El taxi arrancó. El portero volvió su atención al inspector Davy.
— ¿Taxi, señor? El Abuelo le miró de arriba a abajo. Poco más de un metro ochenta. Bien parecido. Un poco dejado. Ex soldado. Muchas medallas, probablemente auténticas. ¿Un poco truhán? Bebedor.
— ¿Ex soldado? —Sí, señor. Guardia irlandesa.
— Veo que lleva la medalla militar. ¿Dónde la consiguió?
— En Birmania.
— ¿Cómo se llama? —Michael Gorman. Sargento.
— ¿Le gusta este trabajo?
— Es un lugar tranquilo.
— ¿No preferiría el Hilton?
— No me gustaría. Me gusta éste. Aquí viene gente muy agradable y muchos caballeros aficionados a las carreras que van a Newbury y Ascot. A veces me dan el nombre de un ganador.
— Así que irlandés y jugador, ¿no es así?
— ¿Qué sería la vida sin el juego?
— Tranquila y aburrida —afirmó Davy—. Como la mía.
— ¿Es así, señor?
— ¿Sabe cuál es mi profesión? El irlandés sonrió.
— Sin intención de ofenderle, pero si me permite adivinar diría que es un poli.
— Acertó a la primera —le felicitó el Abuelo—. ¿Recuerda al padre Pennyfather?
— ¿El padre Pennyfather? Creo que no recuerdo ese nombre.
— Un clérigo ya mayor. Michael Gorman se echó a reír.
— Eh, un momento, si aquí hay algo que abunda son los clérigos. Los hay de todas las clases y tamaños.
— Me refiero al que desapareció de aquí.
— ¡Ah, ése!
— El portero pareció un tanto sorprendido.
— ¿Le conocía?
— No le recordaría si no fuese por las personas que no dejan de preguntarme por el buen hombre. Lo único que sé es que lo metí en un taxi y se fue al club Athenaeum. Fue la última vez que le vi. Alguien me dijo que se había marchado a Suiza, pero también he oído que nunca llegó allí. Al parecer, se perdió.
— ¿Le volvió a ver a alguna otra hora de aquel día?
— ¿Más tarde? No.
— ¿A qué hora termina usted su jornada?
— A las once y media. El inspector jefe Davy asintió, rechazó la oferta de un taxi y se alejó a paso lento por Pond Street. Un coche le adelantó a gran velocidad, casi rozando el bordillo y frenó, con un tremendo chirrido de los neumáticos, delante mismo del Bertram's. El Abuelo giró la cabeza para fijarse en el número de la matrícula: FAN 2266. El número le recordaba alguna cosa, pero era algo tan vago que no podía precisarlo. Sin prisas, volvió sobre sus pasos. No había llegado todavía a la entrada cuando el conductor del coche, que había entrado en el hotel sólo un par de minutos antes, volvió a salir. El coche y él encajaban a la perfección. Se trataba de un modelo deportivo, blanco y de líneas estilizadas. El joven también tenía el aspecto de un galgo, con un rostro apuesto y un cuerpo que era todo músculo y nervio. El portero le abrió la puerta del coche. El joven se montó de un salto, le arrojó una moneda al portero y arrancó con un poderoso rugido del motor.
— ¿Sabe usted quién es? — le preguntó Michael Gorman al Abuelo.
— No, pero sin duda es un conductor temerario.
— Ladislaus Malinowski. Ganó el Gran Premio hace dos años. Campeón mundial de automovilismo. El año pasado sufrió un gravísimo accidente. Dicen que ya está recuperado del todo.
— No me diga que se aloja en el Bertram's. No pega ni con cola en ese ambiente. Michael Gorman sonrió al escuchar el comentario.
— No, no se aloja aquí. Pero sí una amiga suya.
— Le guiñó un ojo al Abuelo. Un mozo con un delantal a rayas salió del hotel cargado con las lujosas maletas de unos turistas norteamericanos. El inspector permaneció en la acera contemplando con mirada ausente como cargaban las maletas en un Daimler de alquiler mientras intentaba recordar lo que sabía sobre Ladislaus Malinowski. Un tipo temerario que tenía relaciones con una mujer muy conocida. ¿Cómo se llamaba? Continuaba mirando las maletas y estaba a punto de marcharse, cuando cambió de idea y volvió a entrar en el hotel. Se acercó a la recepción y le pidió a miss Gorringe el registro de huéspedes. La mujer estaba ocupada con unos norteamericanos que se marchaban y se limitó a acercarle el libro. El Abuelo comenzó a pasar páginas: Lady Selina Hazy, Little Cottage, Merryfield, Hants. Mr. y Mrs. Hennessey King, Elderberries, Essex. Sir John Woodstock, 5 Beaumont Crescent, Cheltenham. Lady Bess Sedgwick, Hurstings House, Northumberland. Mr. y Mrs. Elmer Cabot, Connecticut. General Radley, 14, The Green, Chichester. Mr. y Mrs. Woolmer Pickington, Marble Head, Connecticut. La comtesse de Beauville, Les Sapins, St. Germain en Laye. Miss Jane Marple, St. Mary Mead, Much Benham. Coronel Luscombe, Little Green, Suffolk. Mrs. Carpenter y miss Elvira Blake. Padre Pennyfather, The Close, Chadminster. Mr. y Mrs. Holding, miss Audrey Holding, The Manor House, Carmanton. Mr. y Mrs. Ryesville, Valley Forge, Pensilvania. El duque de Barnstable, Doone Castle, North Devon. Una muestra de la clase de gente que se alojaba en el hotel Bertram's. Le pareció que formaban algo parecido a un patrón determinado. Mientras cerraba el libro, un nombre escrito en una de las primeras páginas le llamó la atención. Sir William Ludgrove. El juez Ludgrove había sido reconocido por un agente cerca de la escena de un atraco a un banco. El juez Ludgrove, el padre Pennyfather, los dos eran clientes del Bertram's.
— Espero que haya disfrutado del té, señor. —Era Henry que había aparecido junto al inspector. Hablaba cortésmente y con la leve ansiedad del perfecto anfitrión.
— El mejor que he tomado en años. Recordó que no lo había pagado. Intentó hacerlo, pero Henry se lo impidió con un gesto.
— De ninguna manera, señor. Me han dicho que es una invitación de la casa. Orden de Mr. Humfries. Henry se marchó. El Abuelo se quedó con la duda sobre si debía haberle ofrecido o no una propina. Le molestó un poco reconocer que Henry sabía mucho mejor que él la respuesta a este pequeño problema social. Mientras caminaba por la calle, se detuvo bruscamente. Sacó la libreta del bolsillo y buscó un nombre y una dirección. No había tiempo que perder. Entró en la primera cabina de teléfono que encontró. Iba a jugarse el cuello. Le daba lo mismo lo que pudiera pasarle. Se lo jugaría todo a una carta.
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Ср ноя 08, 2017 4:15 am

Capítulo XVI

Al padre Pennyfather le preocupaba el armario. Le había preocupado antes cuando todavía no estaba despierto del todo. Después lo olvidó y se volvió a dormir. Sin embargo, en el momento de volver a abrir los ojos, el armario continuaba en el lugar equivocado. Estaba acostado sobre el lado izquierdo de cara a la ventana, y el armario tendría que haber estado entre él y la ventana de la pared de la izquierda. Pero no era así. Estaba a la derecha. Le preocupaba. Le preocupaba hasta el extremo de sentirse agotado. Era consciente de que tenía un tremendo dolor de cabeza y, por si eso fuera poco, estaba el problema del armario en el sitio equivocado. En ese momento, se quedó dormido. Había un poco más de luz la siguiente vez que se despertó. Todavía no era de día. Sólo la pálida luz del amanecer.
«¡Vaya, sí que soy idiota!» se dijo el padre cuando encontró sin más la solución del acertijo.
«Claro, no estoy en mi casa.»
Se movió con precaución. No, ésta no era su cama. No se encontraba en su casa. Estaba en... ¿dónde estaba? Ah, sí, por supuesto. Había viajado a Londres, ¿no? Se encontraba en el hotel Bertram's. No, no podía ser. No se encontraba en el Bertram's porque allí la cama miraba a la ventana. Así que tampoco había acertado en su suposición. «Dios mío, ¿dónde estoy?» se preguntó. Entonces recordó que debía viajar a Lucerna.
«Ya lo tengo. Estoy en Lucerna». Comenzó a pensar en la ponencia que iba a leer. No pudo pensar mucho. Pensar en la ponencia parecía aumentar el dolor de cabeza, así que se durmió una vez más. La siguiente vez que se despertó tenía la cabeza mucho más despejada. También había mucha más luz en la habitación. No estaba en su casa, no estaba en el hotel Bertram's y tenía casi la plena certeza de que no se encontraba en Lucerna. Ésta no era la habitación de un hotel. La observó con atención. Era un cuarto completamente desconocido con muy poco mobiliario. Una alacena (que él había confundido con un armario) y una ventana con cortinas estampadas que permitían el paso de la luz. Una silla, una mesa y una cómoda. No había nada más aparte de la cama.
«Esto sí que es de lo más extraño», se dijo el clérigo. «¿Dónde estoy?» Decidió levantarse e investigar, pero en cuanto se sentó en la cama, reapareció el dolor de cabeza, así que volvió a tenderse.
«Debo de haber estado enfermo» pensó. «Sí, está claro que he estado enfermo».
Reflexionó sobre la cuestión durante un par de minutos y después se dijo: «En honor a la verdad, creo que todavía lo estoy. ¿Será la gripe? La gente dice que la gripe te ataca de golpe. Quizá la pillé mientras cenaba en el Athenaeum». Sí, ahí estaba la explicación. Recordaba haber cenado en el club. Oyó los sonidos de alguien que se movía en la casa. Tal vez le habían trasladado a una clínica. No, esto no podía tratarse de una clínica. A medida que aumentaba la luz, resultó evidente que se trataba de una habitación pequeña y pobremente amueblada. Continuaron los sonidos. Una voz gritó: «Adiós, querido. Esta noche cenaremos salchichas y puré.» El padre Pennyfather consideró el tema. Salchichas con puré. Las palabras le parecieron muy agradables.
«Creo que estoy hambriento.» Se abrió la puerta. Una mujer de mediana edad entró en la habitación, se acercó a la ventana, descorrió un poco las cortinas y se volvió hacia la cama.
— Ah, veo que está usted despierto —exclamó—. ¿Cómo se encuentra?
— La verdad — respondió el canónigo— es que no estoy muy seguro.
— No, supongo que no. Ha estado usted bastante mal. Algo le dio un golpe bastante desagradable. Eso dijo el médico. ¡Esos automovilistas! Te atropellan y ni siquiera detienen el coche.
— ¿Tuve un accidente? ¿Un accidente de coche?
— Así es. Lo encontramos tendido en el arcén cuando volvíamos a casa. Al principio, creímos que estaba usted borracho.
— La mujer rió amablemente al recordar el episodio—. Entonces mi marido dijo que lo mejor sería echarle una mirada. Podía tratarse de un accidente. No se notaba olor a bebida ni nada parecido. Tampoco se veía sangre o algo así. La cuestión es que allí estaba usted, tumbado como un tronco. Así que mi marido dijo: «No podemos dejarlo tendido en la carretera», así que él lo trajo aquí.
— Vaya.
— El padre Pennyfather se sintió un tanto conmovido por estas revelaciones—. Un buen samaritano.
— Después, cuando vio que era usted un clérigo, mi marido dijo: «es un tipo muy respetable».
Luego dijo que era mejor no llamar a la policía porque, siendo un clérigo y todo eso, quizá se molestaría, porque podía tratarse de una borrachera, aunque no hubiera olor a bebida. Así que se nos ocurrió llamar al Dr. Stokes para que viniera y le echara una mirada. Todavía le llamamos Dr. Stokes, aunque no puede ejercer. Es un hombre muy agradable, un poco amargado, por supuesto, porque le retiraron la licencia. Todo por culpa de su buen corazón. Ayudaba a muchas chicas a salir de una situación apurada. La cuestión es que es muy buen médico, así que le llamamos para que viniera a echarle una mirada. Dijo que no tenía usted nada grave, sólo una ligera conmoción. Lo único que debíamos hacer era tenerlo acostado en una habitación a oscuras y en silencio. «Pero cuidado que no les estoy dando una opinión ni nada parecido. Esto es algo completamente extraoficial. No tengo derecho a recetar o a hacer un diagnóstico. De acuerdo con la ley, tendrían que llamar ustedes a la policía, pero, si no quieren hacerlo, ¿quién puede impedírselo? Denle al pobre vejete una oportunidad», eso fue lo que dijo. Perdone si le parece que le falto al respeto. El doctor es un tipo áspero y no tiene pelos en la lengua. Ahora que parece sentirse mejor, ¿qué le parece si le sirvo un plato de sopa o un vaso de leche caliente con pan?
— Cualquiera de las dos cosas — manifestó el clérigo con voz débil — será bien recibida. Se arrellanó en la almohada. ¿Un accidente? Así que esa era la explicación. ¡Un accidente y él no recordaba nada en absoluto! Al cabo de unos pocos minutos, la buena mujer volvió con una bandeja donde había un bol humeante. —Se sentirá mejor después de comer algo. Le hubiera echado unas gotas de brandy o whisky, pero el doctor dijo que no podía probar ninguna bebida.
— Por supuesto que no —afirmó Pennyfather—, cuando se trata de una conmoción. No, sería muy poco aconsejable.
— Le pondré otra almohada detrás de la espaldas. Ya está. ¿Qué tal, cariñito? El clérigo se sorprendió ligeramente al escuchar que le trataban de «cariñito». Se dijo a sí mismo que era con buena intención.
— Seguro que está comodísimo — añadió la mujer.
— Muy cómodo, gracias, pero ¿dónde estamos? Quiero decir, ¿dónde estoy? ¿Dónde está este lugar?
— Milton St. John. ¿No lo sabía?
— ¿Milton St. John? — Pennyfather meneó la cabeza—. Nunca antes había escuchado este nombre.
— Bueno, no es gran cosa. Sólo un villorrio.
— Ha sido usted muy amable. ¿Podría decirme su nombre?
— Mrs. Wheeling. Emma Wheeling.
— Es usted muy amable, Mrs. Wheeling. Pero en lo que se refiere al accidente, no recuerdo absolutamente nada.
— Ni hace falta que lo haga, amorcito. No se preocupe. Lo importante es que se sienta bien. «Milton St. John», pensó el clérigo asombrado. «El nombre me resulta totalmente desconocido. ¡Qué extraordinario!»

Capítulo XVII

Sir Ronald Graves dibujó un gato en el papel secante de la carpeta. Miró la oronda figura del inspector jefe Davy que tenía delante y dibujó un bulldog.
— ¿Ladislaus Malinowski? Podría ser. ¿Tiene alguna prueba?
— No, pero encajaría perfectamente, ¿no le parece?
— Un demonio. Un tipo sin nervios. Ganó el campeonato del mundo. Sufrió un gravísimo accidente el año pasado. Tiene mala reputación con las mujeres. No se sabe muy bien cuáles son sus fuentes de ingresos. Gasta el dinero a manos llenas aquí y en el extranjero. Va y viene del continente. ¿Usted cree que es el hombre que está detrás de todos estos robos y atracos?
— No creo que sea el organizador, pero sí que forma parte de la banda.
— ¿Por qué?
— En primer lugar, porque conduce un Mercedes-Otto deportivo. Un coche que corresponde a esa descripción fue visto cerca de Bedhampton la mañana del robo al tren expreso. Llevaba otro número de matrícula, pero eso ya es algo habitual, y además es siempre el mismo truco: diferente pero no tanto. FAN 2299 en lugar de 2266. No hay tantos Mercedes-Otto de ese modelo circulando por nuestras carreteras. Lady Sedgwick tiene uno y otro el joven lord Merrivale.
— ¿Usted no cree que Malinowski sea el jefe de la banda?
— No. Creo que hay otros con más cerebro al mando, pero él está metido en el asunto. Estuve comprobando los archivos. Mire lo que pasó en el atraco al Midland & West London. Dio la casualidad de que tres furgonetas bloquearon una calle determinada. Un Mercedes-Otto, que estaba en la escena del robo, escapó precisamente gracias al bloqueo.
— Lo detuvieron más tarde.
— Sí, y lo dejaron ir porque no había ningún motivo para retenerlo, especialmente cuando los testigos no estaban seguros del número correcto de la matrícula. Informaron que era FAN 3366, y el número de la matrícula de Malinowski es FAN 2266. Siempre se repite el mismo patrón.
— Mientras tanto, insiste en ligarlo con el hotel Bertram's. Por cierto, sé que buscaron información sobre el Bertram's. El Abuelo se palmeó el bolsillo.
— Aquí la tengo. Una empresa registrada legalmente, capital íntegramente cubierto, directores, etcétera, etcétera. ¡No significa absolutamente nada! Todos estos tinglados financieros son idénticos. Un montón de peces que se muerden la cola. ¡Una compañía propietaria de otra compañía que a su vez es propietaria de una tercera! ¡Es para volverse loco! —Venga, Abuelo. Es así como se montan las empresas. Sólo es una cuestión de impuestos.
— Lo que yo quiero es la información real. Si usted me autoriza, señor, me gustaría ver a alguno de los jefazos. El ayudante del comisionado le miró fijamente. —¿A quién se refiere exactamente con lo de los jefazos? El Abuelo mencionó un nombre.
— No sé qué decirle —manifestó sir Ronald, con una expresión de inquietud —. No me parece prudente abordarle.
— Podría sernos de gran ayuda. Se produjo una pausa. Los dos hombres se miraron, el Abuelo con la expresión plácida de costumbre. Finalmente, Graves se dio por vencido.
— Es usted un demonio testarudo, Fred. De acuerdo, haga lo que quiera. Vaya e incordie a los grandes capitostes de las finanzas internacionales.
— Él lo sabrá — insistió el inspector jefe—. Él lo sabrá y, si no lo sabe, no tendrá más que apretar un timbre o llamar por teléfono para saberlo.
— No creo que le guste hacerlo.
— Es probable, pero tampoco le robará mucho de su valioso tiempo. Sin embargo, necesito el respaldo de su autoridad.
— Parece que lo del Bertram's se lo toma como algo muy seguro, ¿no es así? Pero, ¿en qué basa sus sospechas? Está muy bien administrado, tiene una clientela muy respetable y no infringe ninguna ley que sepamos.
— Lo sé, lo sé. No tienen problemas con la venta de bebidas, no hay tráfico de drogas ni juego ilegal, y tampoco albergan a criminales. Todo es claro y puro como el agua. No hay más que viejas señoras victorianas, familias de la aristocracia rural, turistas de Boston y de otras ciudades respetables de Estados Unidos. No obstante, un muy digno clérigo fue visto saliendo del hotel a las 3 de la madrugada de una manera un tanto sospechosa.
— ¿Quién le vio?
— Una señora anciana.
— ¿Cómo se las arregló para verlo? ¿Por qué no estaba en la cama durmiendo?
— Las señoras ancianas son así, señor.
— ¿No estará hablando de... cómo se llama... el padre Pennyfather, verdad?
— Eso es, señor. Informaron de su desaparición y Campbell se ha encargado de las averiguaciones.
— Vaya coincidencia más curiosa. Su nombre acaba de aparecer vinculado al robo del tren en Bedhampton.
— Vaya. ¿En qué sentido, señor?
— Otra anciana, o una señora mayor. Cuando el tren se detuvo por la señal manipulada, hubo muchos pasajeros que se despertaron y se asomaron al pasillo para ver qué ocurría. Esta mujer, que vive en Chadminster y conoce de vista al padre Pennyfather, dice que le vio subir al tren. Creyó que se había apeado para averiguar cuál era el problema y que volvía a su compartimiento. Pensábamos seguir esa pista precisamente porque informaron de la desaparición del clérigo.
— Déjeme ver —añadió el ayudante del comisionado después de una brevísima pausa—. El tren fue detenido a las 5.30 de la mañana. El padre Pennyfather salió del hotel Bertram's no más tarde de las 3.
Sí, se podría hacer, si lo llevaron allí digamos en un coche deportivo.
— ¡O sea que volvemos a Ladislaus Malinowski! —exclamó el Abuelo.
— ¡Eres peor que un perro de presa, Fred! — comentó sir Ronald mirando el dibujo del bulldog en el secante. Media hora más tarde, el jefe inspector Davy entró en un despacho de aspecto pobretón. El hombre corpulento sentado al otro lado del escritorio se puso de pie y le extendió la mano.
— ¿Inspector jefe Davy? Por favor, siéntese. ¿Un puro? El Abuelo meneó la cabeza.
—Debo disculparme —dijo con su profunda voz de campesino—, por hacerle desperdiciar su valioso tiempo. Mr. Robinson sonrió. Era un hombre gordo y vestía con mucha elegancia. Tenía la tez amarillenta, los ojos oscuros y de mirada triste, la boca grande y labios carnosos. Sonreía con frecuencia dejando al descubierto los grandes dientes. «Para comerte mejor», pensó Davy, aunque no viniera al caso. Hablaba un inglés perfecto y sin acento, pero no era inglés. El Abuelo se preguntó, como se habían preguntado otros muchos antes que él, cuál sería la verdadera nacionalidad del caballero.
— Bien, ¿qué puedo hacer por usted?
— Quiero saber quién es el propietario del hotel Bertram's. La expresión de Mr. Robinson no cambió en lo más mínimo. No demostró ninguna sorpresa ni reconocimiento al escuchar el nombre. Se limitó a repetir con un tono pensativo:
— Quiere saber quién es el propietario del hotel Bertram's. Si no me equivoco está en Pond Street, junto a Picadilly.
— Así es, señor. —Algunas veces me he alojado allí. Un lugar tranquilo. Muy bien llevado.
— Sí, sobre todo muy bien llevado — asintió el inspector.
— ¿Y usted quiere saber quién es el dueño? Sin duda, eso es muy sencillo de averiguar. Sonrió con una cierta ironía.
— ¿Se refiere a través de los medios habituales? Oh, sí.
— El Abuelo sacó un trozo de papel del bolsillo y leyó tres o cuatro nombres con sus respectivas direcciones.
— Veo que alguien se ha tomado mucho trabajo — comentó Mr. Robinson —. Es interesante. ¿Por qué ha venido a mí?
— Si alguien lo sabe, señor, ése es usted.
— La verdad es que no lo sé. Pero es cierto que tengo medios para conseguir esa información.
— El gordo se encogió de hombros—. Digamos que uno tiene contactos.
— Sí, señor —respondió el Abuelo con el rostro impasible. Mr. Robinson le miró por un instante, antes de descolgar el teléfono que tenía sobre el escritorio.
— ¿Sonia? Comuníqueme con Carlos.
— Esperó un par de minutos—. ¿Carlos?
— Pronunció rápidamente media docena de frases en un idioma extranjero. No era un idioma ni siquiera remotamente conocido por el Abuelo. Davy podía sostener una conversación en un buen francés británico. Tenía algunos someros conocimientos de italiano y era capaz de adivinar el significado de algunas frases sencillas en alemán. También conocía los sonidos del castellano, el ruso y el árabe, aunque no los comprendía. Pero este lenguaje no era ninguno de todos los mencionados. A lo sumo, se atrevía a suponer que podía ser turco, iraní o armenio, pero tampoco tenía medios para saber si había acertado. Mr. Robinson colgó el teléfono.
— No creo —dijo con un tono risueño— que tengamos que esperar mucho. Sabe una cosa, estoy interesado, mejor dicho muy interesado. Algunas veces me he lo preguntado. El Abuelo le miró atento.
— Me refiero al hotel Bertram's. En el aspecto financiero, me pregunto cómo puede dar beneficios. Sin embargo, no es asunto mío. Por otro parte, admito que cualquiera aprecia —se encogió de hombros— un hotel cómodo y dotado con un personal muy competente. Sí, me lo he preguntado más de una vez.
— Miró al policía—. ¿Sabe usted cómo y por qué?
— Todavía no, pero estoy dispuesto a averiguarlo.
— Hay diversas posibilidades — manifestó Mr. Robinson con un tono pensativo—. Es como la música. Sólo hay un número determinado de notas y, sin embargo, se pueden hacer varios millones de combinaciones distintas. Un músico me comentó una vez que nunca se logra tocar exactamente la misma melodía dos veces. Muy interesante. Sonó un discreto zumbido y el hombre levantó el teléfono.
— ¿Sí? Ha sido usted muy rápido. Se lo agradezco. Ya veo. ¡Ah! Amsterdam, sí. Muchas gracias. Sí. ¿Puede deletreármelo, por favor? Gracias. Escribió rápidamente en un bloc.
— Espero que esto le sea útil — comentó mientras arrancaba la hoja y se la pasaba al Abuelo.
— Wilhelm Hoffman — leyó Davy en voz alta.
— Tiene la nacionalidad suiza, aunque yo diría que no nació allí. Es un hombre con muchas influencias en los círculos bancarios y, si bien siempre se ha mantenido a este lado de la ley, ha estado mezclado detrás de muchísimos negocios cuando menos dudosos. Todas sus actividades las desarrolla en el continente. Que yo sepa, nunca ha operado en este país.
— Vaya. —Pero tiene un hermano —señaló Mr. Robinson—. Robert Hoffman. Vive en Londres. Comercia con diamantes. Una actividad la mar de respetable. Su esposa es holandesa. También tiene oficinas en Amsterdam. Su gente quizá sepa algo más. Como digo, comercia casi exclusivamente con diamantes, pero es un hombre muy rico y posee un gran número de propiedades, aunque no siempre aparezcan a su nombre. Sí, está detrás de numerosas empresas. Él y su hermano son los verdaderos propietarios del hotel Bertram's.
— Muchas gracias, señor.
—El inspector Davy se levantó—. No es necesario que le diga lo agradecido que estoy. Es fantástico — añadió, permitiéndose una muestra de entusiasmo mucho mayor de lo habitual.
— ¿Que yo lo sepa? —preguntó Mr. Robinson, con una amplia sonrisa—. Sí, ésa es una de mis especialidades. La información. Me gusta saber. Por eso ha venido usted a verme, ¿no?
— Bien — admitió el Abuelo—, sabemos cosas de usted. El ministerio del Interior, la Sección Especial y todo lo demás.
— Hizo una pausa pero después añadió con un tono ingenuo—. La verdad es que me ha costado lo mío abordarle. Mr. Robinson volvió a sonreír.
— Creo que es usted una personalidad francamente interesante, inspector Davy. Le deseo la mejor de las fortunas en lo que sea que esté investigando.
— Muchas gracias, señor. Me hará falta. Por cierto, respecto a esos dos hermanos, ¿diría usted que son hombres violentos?
— Desde luego que no. Iría totalmente en contra de su política. Los hermanos Hoffman no utilizan la violencia en sus asuntos de negocios. Tienen otros métodos que les sirven con mucha más eficacia. Yo diría que cada año son un poco más ricos, o al menos eso dice la información que recibo de los círculos bancarios y financieros suizos.
— Suiza es un lugar muy útil — señaló el Abuelo.
— Sí, desde luego. ¡No sé qué haríamos si no existiera! Tanta honradez. ¡Un magnífico sentido empresarial! Sí, los hombres de negocios tenemos una profunda deuda de gratitud con Suiza. Pero debo decir que también tengo una excelente opinión de Amsterdam.
— Miró fijamente a Davy, volvió a sonreír y el inspector abandonó el despacho de Mr. Robinson. Cuando llegó a Scotland Yard, encontró una nota sobre el escritorio de su oficina. «Ha aparecido el padre Pennyfather, salvo pero no sano. Aparentemente le atropelló un coche en Milton St. John y sufre una conmoción cerebral.»

Capítulo XVIII

El padre Pennyfather miró al inspector jefe Davy y al inspector Campbell, y los policías le devolvieron la mirada. El clérigo se encontraba de regreso en su casa. Sentado en un amplio sillón de su biblioteca, con una almohada detrás de la cabeza, los pies encima de un puf, y con una manta sobre las rodillas para recalcar su condición de enfermo.
— Mucho me temo — señaló con un tono amable— que simplemente no recuerdo nada en absoluto.
— ¿No recuerda el accidente cuando le atropelló el coche?
— Para nada. —Entonces, ¿cómo sabe que le atropelló un coche? —replicó Campbell en un intento por pillarle en falta.
— La mujer de la casa, ¿cómo se llamaba? ¿Mrs. Wheeling? Ella me lo dijo.
— ¿Cómo lo sabía ella? El clérigo le miró intrigado.
— Vaya, tiene usted razón. No podía saberlo, ¿verdad? Supongo que creyó que había tenido un accidente.
— ¿De veras que no recuerda absolutamente nada? ¿Cómo es que fue a parar a Milton St. John?
— No tengo ni la más remota idea. Incluso el nombre me resulta completamente desconocido. El enfado del inspector Campbell iba en aumento. El Abuelo intervino con su voz tranquila y amable.
— Sólo díganos lo último que recuerda, señor. El anciano se volvió hacia Davy con una expresión de alivio. El escepticismo del otro policía le ponía incómodo.
— Iba a un congreso en Lucerna. Tomé un taxi para ir al aeropuerto, mejor dicho a la terminal aérea de Kensington.
— Sí. ¿Y después?
— Eso es todo. No recuerdo nada más. La próxima cosa que recuerdo es el armario.
— ¿Qué armario? — preguntó Campbell en el acto.
— Estaba en el lugar equivocado. Campbell ya estaba dispuesto a escarbar en la historia del armario en el lugar equivocado, pero su superior se lo impidió.
— ¿Recuerda haber llegado a la terminal aérea, señor?
— Supongo que sí —respondió el padre con el tono de quien tiene muchísimas dudas sobre la cuestión.
— ¿Qué me dice del vuelo a Lucerna?
— ¿Volé a Lucerna? Si lo hice no lo recuerdo.
— ¿Recuerda haber regresado al hotel Bertram's aquella noche?
— No.
— ¿Recuerda el hotel Bertram's?
— Por supuesto. Estaba alojado allí. Un lugar muy cómodo. Tenía reservada una habitación.
— ¿Recuerda haber viajado en tren?
— ¿En tren? No, no recuerdo ningún tren.
— Hubo un asalto. Robaron un tren. No me diga, padre Pennyfather, que tampoco lo recuerda.
— Tendría que recordarlo, ¿verdad? — opinó el clérigo—. Sin embargo — añadió con un tono de disculpa—, no lo recuerdo.
— Miró a los inspectores con una sonrisa amable.
— Entonces, según su declaración, no recuerda absolutamente nada después del viaje en taxi a la terminal aérea hasta que se despertó en la casa de los Wheeling en Milton St. John.
— Eso no tiene nada de particular — le aseguró Pennyfather—. Es algo que ocurre muy a menudo en casos de conmoción cerebral.
— ¿Qué creyó que le había pasado cuando se despertó?
— Tenía un dolor de cabeza tan fuerte que en realidad me resultaba imposible pensar. Luego, por supuesto, comencé a preguntarme dónde estaba y Mrs. Wheeling me lo explicó además de servirme un plato de una sopa deliciosa. Me llamó «cariñito», «amor» y «pichoncito» —añadió con un ligero tono de desagrado—, pero se mostró atenta y bondadosa. Muy bondadosa.
— Mrs. Wheeling tendría que haber informado del accidente a la policía. Entonces le hubieran trasladado a un hospital para que recibiera el tratamiento adecuado — afirmó Campbell.
— La buena mujer me cuidó muy bien — afirmó el padre calurosamente, defendiendo a su protectora—, y tengo entendido que, en los casos de conmoción cerebral, se puede hacer muy poco, excepto mantener al paciente en un lugar tranquilo.
— Si recuerda usted alguna cosa más, padre Pennyfather... El clérigo le interrumpió.
— Al parecer, he perdido cuatro días enteros de mi vida. Es muy curioso. Sí, muy curioso. No dejo de preguntarme dónde estuve y qué hice. Los médicos dicen que quizá lo recuerde en algún momento, aunque tal vez no lo recuerde nunca más, y me quede sin saber qué sucedió durante aquellos cuatro días.
— Se le cerraron los párpados—. Tendrán que perdonarme, me siento muy fatigado.
— Ya es suficiente —intervino Mrs. McCrae, que se había mantenido cerca de la puerta por si era necesaria su intervención. Se acercó a los policías—. El doctor ha dicho que no se le debe preocupar —señaló con voz firme. Los inspectores abandonaron sus asientos y caminaron hacia la puerta. Mrs. McCrae los guió hacia el vestíbulo como un perro pastor guiando al rebaño. El clérigo murmuró algo y el Abuelo, que acababa de cruzar el umbral, se volvió en el acto.
— ¿Qué ha dicho? — preguntó, pero Pennyfather había vuelto a cerrar los ojos.
— ¿Qué cree que dijo? —le preguntó Campbell en cuanto salieron de la casa, después de rechazar la taza de té que Mrs. McCrae les ofreció sin mucho entusiasmo.
— Creo que dijo «las murallas de Jericó» —respondió el Abuelo con un tono pensativo.
— ¿Qué habrá querido decir con eso?
— A mí me suena a bíblico. — ¿Cree que alguna vez llegaremos a saber cómo consiguió el viejo ir desde Cromwell Road a Milton St. John?
— No creo que nos pueda ayudar mucho aunque quisiera —afirmó el inspector Davy.
— Aquella mujer que dice que lo vio en el tren después del asalto, ¿es posible que esté en lo cierto? ¿Puede estar mezclado de alguna manera con todos estos robos? Parece imposible. Es un anciano la mar de respetable. No se puede sospechar así por las buenas que el canónigo de la catedral de Chadminster está mezclado en el asalto a un tren correo, ¿verdad?
— No —respondió el abuelo, con la misma expresión pensativa de antes—. De la misma manera que nadie se puede imaginar al juez Ludgrove implicado en el atraco a una sucursal bancaria. El inspector Campbell miró a su superior con curiosidad. El viaje a Chadminster concluyó con una breve e inútil entrevista con el Dr. Stokes. El ex médico se mostró agresivo, grosero y nada dispuesto a cooperar con la policía.
— Conozco a los Wheeling desde hace mucho tiempo. Digamos que son mis vecinos. Recogieron a un viejo en la carretera. No sabían si estaba borracho perdido o enfermo. Me pidieron que le echara un vistazo. Les dije que no estaba borracho, que se trataba de una conmoción cerebral.
— ¿Usted le trató?
— En absoluto. No le traté, ni le receté, y tampoco le atendí. Ya no soy médico. Lo fui una vez, pero ahora no. Les dije que lo correcto era llamar a la policía. Si lo hicieron o no, no lo sé. No es asunto mío. Ambos son un poco tontos, pero son buena gente.
— ¿No se le ocurrió que usted podía avisar a la policía?
— No, ni se me pasó por la cabeza. No soy médico. No tenía absolutamente nada que ver conmigo. Como ser humano les dije que no le obligaran a beber whisky y que le mantuvieran acostado y en silencio, hasta que llegara la policía. Dicho esto, el Dr. Stokes les miró furioso y los policías no tuvieron más remedio que marcharse.

Capítulo XIX

Mr. Hoffman era un hombre alto y fornido, que daba la impresión de haber sido tallado a partir de un tronco de teca. Su rostro se veía tan inexpresivo que planteaba la duda sobre su capacidad de pensar o de sentir alguna emoción. Parecía algo imposible. Sus modales eran correctísimos. Se puso de pie, hizo una leve reverencia y extendió una mano que parecía un jamón.
— ¿Inspector jefe Davy? Han pasado unos cuantos años desde que tuve el placer de conocerlo. Quizás usted no lo recuerde.
—Todo lo contrario, Mr. Hoffman. El caso del diamante Aaronberg. Usted fue uno de los testigos de la fiscalía, un magnífico testigo, si me permite decirlo. La defensa fue incapaz de intimidarle.
— No me intimido fácilmente — afirmó Mr. Hoffman gravemente. No parecía un hombre que se dejara intimidar fácilmente.
— ¿Qué puedo hacer por usted? — añadió—. Confío en que no se trate de algún problema. Siempre he procurado mantener las mejores relaciones posibles con la policía. Siento una gran admiración por su soberbia fuerza policial.
— No, no existe ningún problema. Sólo deseamos que usted nos confirme una información.
— Estaré encantado de ayudarle en todos los sentidos. Como digo, tengo la mayor estima por la policía metropolitana. Todos ustedes son unos hombres de primera. Tan íntegros, capaces y justos.
— Conseguirá que me sienta abrumado — replicó el Abuelo.
— Estoy a su disposición. ¿Qué quiere saber?
— Sólo deseo que me suministre un poco de información sobre el hotel Bertram's. El rostro de Mr. Hoffman no mostró ningún cambio. Quizá toda su actitud fue por un momento un poco más estática que antes, pero eso fue todo.
— ¿El hotel Bertram's?
— Su voz reflejó un leve tono de interrogación, como si la petición del inspector le hubiera intrigado. Quizás era porque nunca había escuchado mencionar al hotel de marras, o no recordaba si conocía o no el Bertram's.
— Usted está relacionado con ese hotel, ¿no es así, señor? Mr. Hoffman se encogió de hombros.
— Toco tantas teclas que no es sencillo recordarlas todas. Tantas empresas, demasiadas, que me mantienen muy ocupado.
— Sé que tiene usted intereses en una multitud de negocios.
— Así es.
— Mr. Hoffman sonrió con una expresión impenetrable—. Usted cree que meto la mano en demasiados platos, ¿no es así?, y, en consecuencia, cree que estoy vinculado con el... ¿Bertram's?
— Yo diría algo más que una vinculación. El hecho es que usted es el propietario, ¿me equivoco? — replicó el Abuelo risueño. Esta vez el envaramiento de Mr. Hoffman fue evidente.
— Me pregunto quién se lo ha dicho — comentó en voz baja.
— Es cierto, ¿no? — insistió el inspector con el mismo tono alegre—. Es un lugar muy agradable. Supongo que usted estará orgulloso de ser el dueño.
— Sí. Por un momento no conseguía recordarlo —sonrió humildemente—. Verá, tengo numerosas propiedades en Londres. Es bueno invertir en propiedades. Si sale algo al mercado que considero adecuado, y si existe la posibilidad de conseguirlo barato, entonces invierto.
— ¿El hotel Bertram's era barato?
— En el aspecto económico estaba hundido — manifestó el empresario meneando la cabeza.
— Pues ahora se ha recuperado del todo —afirmó el Abuelo—. Precisamente estuve allí el otro día. Me impresionó mucho el ambiente. Una clientela de primera, una rehabilitación muy bien hecha, al viejo estilo. Todo muy lujoso pero con discreción.
— Personalmente sé muy poco del hotel — explicó Mr. Hoffman—. Para mí sólo es una de tantas inversiones, pero creo que está funcionando bien.
— Sí, por lo que parece tiene usted a un tipo de primera en la dirección. ¿Cómo se llama? ¿Humfries? Sí, Humfries.
— Un hombre excelente — ratificó Mr. Hoffman —. Lo dejo todo en sus manos. Miro el balance una vez al año para ver que todo esté en orden y compruebo que la cuenta de resultados sea favorable.
— El hotel está hasta el techo de títulos —comentó el Abuelo—. También muchos turistas norteamericanos ricos — Meneó la cabeza pensativo—. Una maravillosa combinación.
— Mencionó usted que estuvo por allí el otro día. ¿Espero que no haya sido por ningún asunto oficial?
— Nada serio. Sólo intentaba aclarar un pequeño misterio.
— ¿Un misterio? ¿En el hotel Bertram's?
— Así parece. Creo que se podría llamar el caso del clérigo esfumado.
— Eso debe ser una broma — exclamó Mr. Hoffman—. Ése es el lenguaje de Sherlock Holmes.
— Pues este clérigo salió del hotel una noche y nunca más lo volvieron a ver.
— No deja de ser peculiar, pero esas cosas ocurren. Recuerdo que en una ocasión hace muchos, muchísimos años, hubo un caso sensacional. Un coronel, ¿cómo se llamaba...? Ferguson creo, uno de los ayudas de cámara de la reina Mary. Una noche salió de su club y nunca más volvieron a saber de su paradero.
— Por supuesto, hay muchísimas desapariciones que son voluntarias — admitió el inspector con un suspiro de resignación.
— Usted sabe mucho más que yo de esas cosas, mi querido inspector. Confío en que en el hotel Bertram's le habrán prestado la más total colaboración.
— No podrían haber sido más amables —le aseguró el Abuelo—. Miss Gorringe tuvo todo tipo de atenciones. Creo que lleva años a su servicio, ¿verdad?
— Es posible. En realidad sé muy poco de los empleados. No tengo un interés personal, ya me comprende. De hecho —mostró una sonrisa encantadora —, me sorprendió incluso que usted supiera que soy el propietario. No alcanzaba la categoría de pregunta, pero una vez más apareció una sombra de inquietud en su mirada. El Abuelo no la pasó por alto, aunque aparentó no advertirla.
— Las ramificaciones de todo lo que se negocia en la City son como un gigantesco rompecabezas. Si yo tuviese que ocuparme de algo así no sé cómo acabaría. Tengo entendido que una compañía: la Mayfair Holding Trust o algo así, es la propietaria que aparece en el registro. Ésta a su vez es subsidiaria de otra empresa y suma y sigue. Pero al final resulta que es suyo. Así de sencillo. Tengo razón, ¿verdad?
— Yo y mis compañeros directores somos los que usted diría que estamos detrás del negocio — admitió Mr. Hoffman a regañadientes.
— Sus compañeros directores. ¿Quiénes son? Supongo que usted y su hermano.
— Mi hermano Wilhelm está asociado conmigo en esta empresa. Usted debe comprender que el Bertram’s sólo es un eslabón de una cadena de varios hoteles, oficinas, clubes y otras propiedades en Londres.
— ¿Hay más directores?
— Lord Pomfret, Abel Isaacstein.
— La voz de Hoffman sonaba de pronto un poco más dura—. ¿De veras necesita usted saber todas estas cosas? ¿Sólo porque está investigando el caso del clérigo esfumado? El Abuelo meneó la cabeza y adoptó una expresión de disculpa.
— Supongo que en realidad es curiosidad. Buscar a mi clérigo esfumado fue lo que me llevó al Bertram's, pero entonces sentí un súbito interés, no sé si me comprende. A veces una cosa lleva a la otra, ¿verdad?
— Sí, supongo que a veces es así. ¿Y ahora?
— El especulador volvió a sonreír—. ¿Su curiosidad está satisfecha?
— No hay nada como acudir a la fuente cuando necesitas información — afirmó el inspector con un tono risueño. Se levantó, dispuesto a marcharse—. Hay una cosa más que me gustaría saber, pero creo que no me querrá contestar.
— ¿Diga, inspector?
— La voz de Hoffman sonó alerta.
— ¿Dónde consigue el Bertram's el personal? ¡Es fantástico! Aquel tipo... ¿cómo se llama? Henry. Uno con pinta de duque o arzobispo, no sé muy bien cuál de los dos. En cualquier caso, te sirve el té y unos muffins con un estilo impecable. Además, los muffins son algo serio. ¡Una experiencia inolvidable!
— Le gustan los muffins con mucha mantequilla, ¿me equivoco? — Mr. Hoffman observó por un momento la oronda figura del Abuelo con un aire de crítica.
— Creo que es evidente. Bien, no quiero hacerle perder más tiempo. Supongo que estará usted muy ocupado aprovechando gangas y cosas por el estilo.
— Ah, veo que le divierte fingir que no sabe nada de todos estos asuntos. No, no estoy ocupado. No permito que mis negocios me absorban demasiado tiempo. Soy un hombre de gustos sencillos. Vivo con sencillez, cultivo rosas y me reservo tiempo para mí y para mi familia a la que quiero mucho.
— Suena como algo ideal. A mí también me gustaría vivir así. Mr. Hoffman sonrió mientras se levantaba. Le estrechó la mano al inspector.
— Espero que encuentre usted muy pronto a su clérigo esfumado.
— ¡Ah! Eso está resuelto. Lamento haberme explicado mal. Ya lo encontraron. En realidad, resultó un caso bastante tonto. Lo atropelló un coche y sufrió una conmoción cerebral, así de sencillo. El Abuelo llegó a la puerta, la abrió pero, antes de salir, formuló otra pregunta: — Por cierto, ¿lady Sedgwick es directivo de su compañía?
— ¿Lady Sedgwick?
— Mr. Hoffman se tomó un momento antes de responder —: No. ¿Por qué iba a ser uno de los directivos?
— Verá, es que a veces uno oye cosas. ¿Sólo es una mera accionista?
— Sí.
— Muchas gracias, Mr. Hoffman. Adiós. El Abuelo regresó a Scotland Yard y fue directamente al despacho del ayudante del comisionado.
— Los hermanos Hoffman son los que están detrás del hotel Bertram's. Proporcionan el respaldo financiero.
— ¿Qué? ¿Esos sinvergüenzas? — exclamó sir Ronald.
— Así es.
— Se lo tenían muy callado.
— Sí, y a Robert Hoffman no le gustó nada que nosotros lo supiéramos. Le sentó como un tiro.
— ¿Qué dijo?
— La conversación fue muy formal y cortés. Intentó, con mucha discreción, averiguar cómo me había enterado.
— Supongo que usted no se lo habrá dicho.
— Por supuesto que no.
— ¿Qué excusa le dio para justificar la visita?
— Ninguna.
— ¿A él no le pareció extraño?
— Espero que sí. Me pareció que era la mejor manera de jugar mis cartas, señor.
— Si los Hoffman están detrás de todo esto, se explicarían muchas cosas. Nunca se vinculan directamente con nada ilegal, de ningún modo, faltaría más. Ellos no planean crímenes ni delitos pero sí que los financian. Wilhelm se encarga de las cuestiones bancarias desde Suiza. Estaba detrás de todo aquel tráfico de divisas después de la guerra. Lo sabíamos, pero no pudimos probarlo. Los dos hermanos controlan grandes fortunas y las utilizan para financiar todo tipo de empresas, algunas legítimas y otras no. Son muy precavidos, se conocen todos los trucos del oficio. El negocio de diamantes de Robert es algo absolutamente legal, pero no deja de ofrecer un panorama muy sugestivo: diamantes, clubes, inversiones bancarias, fundaciones culturales, edificios de oficinas, restaurantes, hoteles, todo aparentemente propiedad de algún otro.
— ¿Cree que Hoffman es el organizador de todos estos robos?
— No. Creo que los hermanos sólo se ocupan de la parte financiera. Tendrá que buscar al organizador en alguna otra parte. En algún lugar hay un cerebro de primera que no deja de maquinar.
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Ср ноя 08, 2017 4:16 am

Capítulo XX

1

La niebla había hecho acto de presencia de una forma totalmente inesperada. El inspector jefe Davy se levantó el cuello del abrigo y dobló por Pond Street. Caminaba sin prisa, como un hombre con la mente en otra cosa, y no parecía tener un propósito definido, pero cualquiera que le conociera bien hubiera advertido inmediatamente que estaba muy alerta. Rondaba como rondan los gatos hasta el instante de saltar sobre su presa. Esa noche en Pond Street reinaba la calma. Escaseaban los coches. La niebla, que al principio sólo había formado bancos aislados, ahora era bastante espesa. El ruido del tráfico que llegaba desde Park Lane se había reducido al mínimo. La mayoría de los autobuses habían acabado el servicio diurno. Sólo de vez en cuando pasaba un coche conducido por algún automovilista animoso. El inspector Davy se metió por un callejón sin salida, caminó hasta el final y regresó. Volvió a hacer el mismo recorrido, siempre con la misma actitud distraída, primero en una dirección y después en la otra. Pero, aunque no lo pareciera, tenía un objetivo concreto. En realidad, su ronda le acercaba poco a poco a un edificio en particular: el hotel Bertram's. Estaba observando cuidadosamente lo que había al norte, al sur, al este y al oeste. También controlaba los coches aparcados en el callejón y en un pequeño patio interior. Le llamó la atención un coche en particular y se detuvo. Se mordió el labio inferior y después murmuró: «Así que estás aquí otra vez, belleza».
Comprobó el número de la matrícula y asintió: «Esta noche eres FAN 2266, ¿no es así?». Se agachó para pasar la mano suavemente por la placa y asintió una vez más: «Un trabajo muy bien hecho, sí, señor». Dio una vuelta por el patio y volvió a salir después a Pond Street, bastante cerca de la entrada del Bertram's. Una vez más se detuvo para contemplar las elegantes línea de otro coche deportivo. «Tú también eres una belleza» comentó el inspector para sus adentros. «El número de matrícula es el mismo de la última vez que te vi. Supongo que tu matrícula es siempre la misma. Por lo tanto, eso significa... — se interrumpió —. ¿O no?» Miró hacia arriba donde tendría que estar el cielo.
«La niebla es cada vez más espesa.» Delante de la entrada del Bertram's, el portero irlandés movía los brazos atrás y adelante enérgicamente para mantenerse caliente. El Abuelo le dio las buenas noches.
— Buenas noches, señor. Hace una noche de perros.
— Sí. No creo que nadie quiera salir a la calle excepto que sea por algo urgente. En aquel momento, una señora de mediana edad salió del hotel y se detuvo vacilante con un pie en el primer escalón.
— ¿Desea un taxi, señora?
— Pues... pensaba caminar.
— Yo en su lugar no lo haría, señora. Es muy desagradable con esta niebla. Incluso no será nada fácil desplazarse en un taxi.
— ¿Cree que podría conseguirme un taxi? — preguntó la mujer con un tono de duda.
— Haré todo lo que pueda. Vuelva al hotel donde estará más caliente y yo la avisaré si consigo un taxi.
— La voz del portero cambió para adoptar un tono persuasivo—. A menos que sea absolutamente necesario, señora, lo mejor sería no salir esta noche.
— Quizá tenga usted toda la razón. Pero me esperan unos amigos en Chelsea. No lo sé. Supongo que encontrar un taxi para regresar será todavía mucho más difícil. ¿Usted qué opina? Michael Gorman asumió el mando de la situación.
— Opino, señora —manifestó con voz firme—, que lo mejor es llamar a sus amigos y avisarles de que no irá. No está bien que una señora como usted salga en un noche tan desapacible.
— Bueno, no sé. Sí, tiene usted razón. La mujer volvió a entrar en el hotel. —Tengo que cuidarlas como si fueran críos — le explicó Gorman al Abuelo—. Las mujeres como ella son candidatas seguras a que les roben el bolso. Es un peligro que salgan en una noche con tanta niebla para ir a Chelsea, West Kensington o dónde sea que quieran ir.
— ¿Supongo que debe tener usted muchísima experiencia en tratar con mujeres mayores?
— Ah, sí, por supuesto. Este lugar es como un segundo hogar para todas ellas, Dios bendiga sus cansados corazones. ¿Qué me dice usted, señor? ¿Busca un taxi?
— No creo que pudiera conseguírmelo aunque lo buscara. No parece que abunden esta noche, y no los culpo.
— No crea. Podría encontrarle uno. Hay un bar a la vuelta de la esquina donde por lo general siempre hay algún taxista que aparca el coche y entra para tomar alguna cosilla y beber algo para entrar en calor.
— Un taxi no me soluciona nada — replicó el Abuelo con un suspiro. Señaló con el pulgar el edificio del hotel—. Voy a entrar. Tengo que resolver un asunto.
— ¿Ahora? ¿Todavía están buscando al padre?
— No. Ya lo han encontrado.
— ¿Encontrado?
— El portero le miró sorprendido—. ¿Dónde le encontraron?
— Sufrió un accidente y vagaba por ahí con una conmoción.
— Ah, algo muy típico de esos viejos. Supongo que se lanzaría a cruzar la calle sin mirar.
— Eso es lo que parece. El Abuelo se despidió con un gesto y entró en el hotel. Esa noche no había mucho público en el vestíbulo. Vio a miss Marple sentada en un sillón cerca de la chimenea y la anciana vio al inspector. Sin embargo, no hizo el menor movimiento. Davy se dirigió a la recepción. Miss Gorringe, como de costumbre, se encontraba detrás del mostrador. Le pareció que se había alterado un poco al verle entrar. Fue una reacción muy leve, pero a él no le pasó por alto.
— ¿Se acuerda usted de mí, miss Gorringe? Estuve aquí el otro día — dijo Davy.
— Claro que le recuerdo, faltaría más, inspector jefe. ¿Hay alguna cosa más que desee saber? ¿Quiere ver a Mr. Humfries?
— No, muchas gracias. No creo que sea necesario. Sólo quería echarle otra ojeada al libro de registro, si usted me lo permite.
— Por supuesto.
— La mujer empujó el libro hacia el inspector. El Abuelo comenzó a pasar las páginas lentamente. Para miss Gorringe, tenía toda la apariencia de un hombre que buscaba un nombre determinado. En realidad no era así. Davy había aprendido una técnica en la adolescencia y la había desarrollado hasta convertirla en un arte. Podía recordar los nombres y las direcciones con memoria fotográfica, durante un período de veinticuatro o incluso cuarenta y ocho horas. Meneó la cabeza mientras cerraba el libro de registro y después se lo devolvió.
— Supongo que el padre Pennyfather no está aquí, ¿verdad? —preguntó sin darle mucha importancia.
— ¿El padre Pennyfather?
— Ya sabe que ha aparecido, ¿no?
— Desde luego que no. Nadie me lo ha dicho. ¿Dónde?
— En un villorrio. Al parecer, sufrió un accidente. Nadie informó a la policía. Un buen samaritano lo recogió en la carretera y lo cuidó en su casa.
— Me alegro mucho. Sí, me alegro mucho. Me tenía preocupada — manifestó la recepcionista con aparente sinceridad.
— También lo estaban sus amigos. En realidad, estaba mirando si alguno de ellos podía estar alojado aquí. El archidiácono... el archidiácono... Ahora mismo no consigo recordar su nombre, pero lo sabría si lo viera.
— ¿Tomlinson? — dijo miss Gorringe, dispuesta a colaborar—. Vendrá la semana que viene. Desde Salisbury.
— No, no es Tomlinson. Bueno, tampoco tiene mucha importancia.
— Se apartó del mostrador. Esa noche reinaba una gran tranquilidad en el vestíbulo. Un tipo enjuto de mediana edad leía una tesis pésimamente mecanografiada y, de vez en cuando, escribía un comentario al margen con una letra tan pequeña y enrevesada que casi resultaba ilegible. Cada vez que lo hacía, mostraba una sonrisa avinagrada. Había un par de viejos matrimonios que ya no necesitaban conversación para entenderse. Algunos pequeños grupos hablaban del tiempo y discutían ansiosos sobre cómo irían ellos o sus familias a dónde querían ir.
«... llamé y le dije a Susan que ni se le ocurriera coger el coche. Tendría que venir por la MI, y es muy peligroso cuando hay niebla cerrada.» «Dicen que en los Midlands está despejado...»
El inspector se fijó en ellos mientras cruzaba el vestíbulo. Lentamente y, como por casualidad, llegó a su objetivo.
— Así que todavía está aquí, miss Marple. Me alegro.
— Me voy mañana. El anuncio era algo que, de alguna manera, estaba implícito en su actitud. Parecía estar sentada en la sala de embarque de un aeropuerto, o en la sala de espera de una estación, y no en un ambiente cómodo y acogedor como éste. El inspector estaba seguro de que ya tenía el equipaje hecho y sólo le quedaba por guardar las cosas de aseo y la ropa de cama.
— Se acaban mis quince días de vacaciones — añadió la anciana.
— Espero que las haya disfrutado. Miss Marple tardó unos momentos en responder.
— Digamos que sí en cierto sentido —contestó y se detuvo.
— ¿Y no en el otro?
— Es difícil explicar lo que quiero decir.
— ¿No cree que está demasiado cerca del fuego? Hace calor aquí. ¿No preferiría ir digamos... a aquel rincón? Miss Marple miró el rincón y después al inspector.
— Creo que tiene usted razón. El Abuelo la ayudó a levantarse, cogió el bolso y el libro, y la acompañó hasta el rincón escogido.
— ¿Está cómoda?
— Muy cómoda.
— ¿Sabe usted por qué lo sugerí?
— Consideró muy amablemente que, junto a la chimenea, hacía demasiado calor. Además, por supuesto, aquí nadie podrá espiar nuestra conversación.
— ¿Tiene usted algo que decirme, miss Marple?
— Vaya, ¿por qué piensa eso?
— Me lo pareció.
— Lamento no haber sabido disimularlo mejor. No era mi intención — se disculpó la anciana.
— Bien, ¿de qué se trata?
— No sé si debo contárselo. Ante todo, quiero asegurarle, inspector, que no soy persona aficionada a entrometerse. Estoy en contra de interferir en la vida de nadie porque, por muy bien intencionada que seas, puedes causar muchísimo daño.
— Vaya, sí que es grave. Veo que para usted es todo un problema — comentó el Abuelo.
— Algunas veces ves a alguien que está haciendo algo que a nuestro juicio es poco prudente, incluso peligroso. Pero, ¿tiene uno derecho a interferir? Creo que en la mayoría de los casos la respuesta es negativa.
— ¿Habla usted del padre Pennyfather?
— ¿El padre Pennyfather?
— Miss Marple pareció muy sorprendida por la pregunta del inspector—. No, válgame Dios, no tiene absolutamente nada que ver con el padre. Se trata de una muchacha.
— ¿Una muchacha? ¿Usted cree que yo puedo ayudarla?
— No lo sé. Sencillamente no lo sé. Pero estoy preocupada, muy preocupada. El Abuelo no la presionó. Permaneció sentado tranquilamente con una expresión un tanto estúpida. Dejó que la anciana se tomara todo el tiempo que necesitara. Miss Marple estaba dispuesta a hacer todo lo posible por ayudarle, y él haría lo mismo por ella. Quizá no sentía mayor interés por el problema, pero nunca se sabía.
— Lees en los periódicos — manifestó miss Marple en voz baja pero clara — crónicas de juicios, de gente joven, chicos y chicas «necesitados de protección y afecto». Supongo que sólo es una frase legal, pero supongo que también puede significar algo real.
— ¿Usted cree que esa muchacha necesita protección y afecto?
— Sí, sin ninguna duda.
— ¿Está sola en el mundo?
— No. Si me permite decirlo, lo que menos le falta es compañía. A primera vista, cualquiera diría que está sobreprotegida y muy bien provista.
— Suena interesante.
— Se encontraba alojada en este hotel, acompañada por una tal Mrs. Carpenter, si no me equivoco. Miré en el registro para saber su nombre. La muchacha se llama Elvira Blake. El Abuelo la miró con un súbito interés.
— Es una muchacha adorable. Demasiado joven y, como le digo, demasiado protegida y amparada. Su tutor es el coronel Luscombe, un hombre muy agradable. Encantador. Mayor, desde luego, y yo diría que en exceso inocente.
— ¿El tutor o la muchacha?
— Me refiero al tutor. No sé nada de la muchacha, pero creo que está en peligro. Por casualidad me encontré con ella en Battersea Park. La vi sentada en un quiosco de té en compañía de un joven.
— ¡Ah, de eso se trata! Supongo que será un tipo indeseable. Un vividor, un vago o un maleante.
— Un hombre muy guapo — replicó miss Marple —. No muy joven. Treinta y tantos, yo diría que el tipo de hombre que resulta muy atractivo para las mujeres, pero el rostro le vende: cruel, rapaz, ambicioso.
— Quizá no sea tan malo como aparenta —opinó el inspector con ánimo conciliador. —Yo diría que es todavía peor de lo que aparenta. Mejor dicho estoy convencida. Conduce un coche deportivo. Esta vez el Abuelo se puso alerta.
— ¿Un coche deportivo?
— Sí. Un par de veces lo vi aparcado cerca del hotel.
— ¿Por casualidad recuerda el número de la matrícula?
— Sí, sí que la recuerdo. FAN 2266. Tengo una prima que tartamudea — explicó miss Marple—. Por eso lo recuerdo. El inspector la miró intrigado.
— ¿Sabe usted quién es? — preguntó miss Marple.
— La verdad es que sí — contestó Davy con voz pausada—. Mitad francés, mitad polaco. Es un piloto de carreras muy conocido. Ganó el campeonato del mundo hace tres años. Se llama Ladislaus Malinowski. Tiene usted mucha razón en algunas de sus opiniones. Tiene muy mala reputación en lo que se refiere a las mujeres, lo que equivale a decir que no es una amistad recomendable para una muchacha. Pero no es sencillo hacer algo en estos casos. Supongo que se encuentra con él a escondidas, ¿no es así?
— Estoy casi segura.
— ¿Habló usted con el tutor?
— No lo conozco. Me lo presentó una amiga común y nada más. Francamente no me parecía oportuno ir a verle con una historia de esta clase. Me pregunto si tal vez usted podría hacer algo al respecto.
— Puedo intentarlo. Por cierto, le alegrará saber que su amigo, el padre Pennyfather, ha aparecido sano y salvo.
— ¡Vaya!
— Miss Marple pareció animarse un poco—. ¿Dónde?
— En un villorrio llamado Milton St. John.
— Qué extraño. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Lo sabía?
— Aparentemente —respondió el inspector recalcando la palabra—, sufrió un accidente.
— ¿Qué clase de accidente?
— Le atropelló un coche y sufrió una conmoción cerebral. Claro que también pudieron darle con una porra en la cabeza.
— Comprendo.
— La anciana meditó un momento—. ¿Él no lo sabe?
— Dice —una vez más el policía recalcó la palabra—, que no recuerda nada de nada.
— Muy curioso.
— ¿Sí, verdad? Lo último que recuerda es haber viajado en un taxi hasta la terminal aérea de Kensington. Miss Marple meneó la cabeza en una expresión de perplejidad.
— Sé que esto suele ocurrir cuando se trata de conmoción cerebral. ¿No dijo nada útil?
— Murmuró algo sobre las murallas de Jericó.
— ¿Josué? —aventuró miss Marple —. ¿Arqueología? ¿Excavaciones? También recuerdo una obra de teatro antigua que interpretaba Mr. Sutro si mal no recuerdo.
— Esta semana al otro lado del Támesis, el cine Gaumont proyecta Las murallas de Jericó con Olga Radbourne y Bart Levinne en los papeles principales. Miss Marple le miró con una expresión de duda.
— Cabe la posibilidad de que fuera a ese cine que precisamente está en Cromwell Road —le explicó el Abuelo —. La función acaba a las once, y bien pudo regresar aquí, aunque en ese caso alguien tendría que haberle visto porque faltaba mucho para la medianoche.
— Se equivocó de autobús —sugirió miss Marple— o algo así.
— Digamos que regresó pasada la medianoche. En ese caso, pudo subir las escaleras hasta su habitación sin que nadie lo viera. Pero, si fue así, ¿qué pasó después y por qué volvió a salir al cabo de tres horas? Miss Marple buscó una palabra.
— La única idea que se me ocurre es... ¡oh! Dio un respingo al oír algo que sonó como una detonación en la calle.
— El escape de un coche — la tranquilizó el inspector.
— Lamentó estar tan inquieta. Esta noche me siento muy nerviosa. Tengo la sensación...
— ¿De que va a ocurrir algo? No creo que deba preocuparse.
— Nunca me ha gustado la niebla.
— Quería decirle que me ha ayudado mucho. Todas las cosas que ha observado aquí, todos los pequeños detalles, han acabado por transformarse en algo importante.
— ¿Así que hay algo que anda mal en este lugar?
— Lo hay. Miss Marple suspiró.
— Al principio me pareció maravilloso, no había cambiado en absoluto. Fue como volver al pasado, a esa parte de tu vida en la que has sido feliz y has disfrutado.
—Hizo una pausa —. Pero, desde luego, en realidad no fue así. Aprendí, aunque supongo que ya lo sabía, que nunca se debe intentar volver atrás, que la esencia de la vida es seguir hacia adelante. La vida es una calle de una sola dirección, ¿no le parece?
— Algo así — asintió el Abuelo. —Recuerdo —continuó miss Marple, desviándose del tema principal de una forma muy característica—, la vez que estuve en París con mi madre y mi abuela, y fuimos a tomar el té al hotel Elysée. Mi abuela echó una ojeada al salón y exclamó de pronto: « ¡Clara, creo que soy la única mujer aquí que lleva toca!»
¡Y era verdad! Cuando regresamos a casa, empaquetó todas las tocas y las mantillas, y las envió a...
— ¿A una subasta? — preguntó el Abuelo comprensivo.
— No, qué va. Nadie las hubiese querido en una subasta. Las envió a una compañía de teatro. Le estuvieron muy agradecidos. Pero veamos, ¿por dónde íbamos?
— Miss Marple volvió al presente—. ¿Qué le estaba diciendo?
— Hacía una valoración de este lugar.
— Sí. Me pareció que todo estaba bien, pero no era así. Estaba todo mezclado. Personas reales con otras que no lo eran. Había momentos en que no podías distinguir unas de otras.
— ¿Qué quiere decir con lo de que no eran reales?
— Había militares retirados, pero también había algunos que parecían militares, pero que nunca habían estado en el servicio. Clérigos que no eran clérigos. Almirantes y capitanes que nunca habían estado en la marina. Mi amiga, Selina Hazy, por ejemplo. Al principio me divertía ver como siempre estaba tan ansiosa de saludar a la gente que conocía, algo muy natural, por supuesto, y la cantidad de veces que se equivocaba porque no eran las personas que creía que eran. Sin embargo, ocurría con demasiada frecuencia. Eso me hizo pensar. Incluso Rose, la camarera del piso, una persona muy agradable, pero comencé a preguntarme si quizá tampoco ella era real.
— Si le interesa saberlo, es una ex actriz. Muy buena. Pero le pagan mucho más de lo que ganaba en los escenarios.
— ¿Por qué?
— Sobre todo como parte del decorado. Quizás haya incluso algo más que la pura decoración.
— Me alegra saber que mañana me marcho — afirmó miss Marple, con un leve estremecimiento—. Antes de que pase algo. El inspector Davy la miró con curiosidad.
— ¿Qué espera que pase?
— Algo malo.
— Malo es un término muy amplio.
— ¿Cree que es demasiado melodramático? Tengo alguna experiencia, no sé por qué, pero he estado en contacto con asesinatos con demasiada frecuencia.
— ¿Asesinatos?
— El policía meneó la cabeza—. En ningún momento he considerado la posibilidad de un asesinato. Sólo en la detención de una pandilla de delincuentes muy listos.
— No es lo mismo. El asesinato, el deseo de matar, es algo muy distinto. Es... ¿cómo le diría? Es un desafío a Dios. Davy la miró y volvió a menear la cabeza, esta vez con el deseo de tranquilizarla. —No habrá ningún asesinato. Una detonación, mucho más fuerte que la anterior, sonó en la calle. Fue seguida por un grito y otro estampido. El inspector jefe Davy se levantó de un salto y echó a correr con una velocidad sorprendente en un hombre de su envergadura. En unos segundos había desaparecido por la puerta giratoria y estaba en la calle.

2

Los gritos de una mujer sonaban en la niebla con una nota de terror. El Abuelo corrió por Pond Street hacia el lugar de donde provenían los gritos. Alcanzó a ver la vaga silueta de una mujer apoyada contra una barandilla. En un santiamén llegó a su lado. Vestía un abrigo largo de piel clara, y el pelo rubio y lacio le caía sobre los hombros. Por un momento, creyó que la conocía, pero entonces advirtió que sólo era una chiquilla. Tendido en la acera, a los pies de la joven, estaba el cuerpo de un hombre vestido de uniforme. El policía lo reconoció. Era Michael Gorman. La muchacha se abrazó a Davy, temblando como una hoja y tartamudeando una explicación de lo ocurrido.
—Alguien intentó matarme... Alguien me disparó... Si no hubiese sido por él...
— Señaló el cuerpo inmóvil a sus pies—. Me empujó y se puso delante de mí... Entonces sonó un segundo disparo... y se desplomó... Me salvó la vida. Creo que está malherido... muy grave. El inspector hincó una rodilla en tierra. Encendió la linterna. El alto portero irlandés había caído como un soldado. En el lado izquierdo de la chaqueta se veía una mancha que se hacía cada vez más grande a medida que la sangre traspasaba la tela. Davy le levantó un párpado, le buscó el pulso. Se incorporó.
— Ya es tarde. La muchacha soltó un grito agudo.
— ¿Quiere decir que está muerto? ¡Oh, no, no! No puede estar muerto.
— ¿Quién le disparó?
— No lo sé. Aparqué el coche a la vuelta de la esquina y venía hacia aquí tanteando la pared. Me dirigía al hotel Bertram’s. Entonces, de pronto, sonó un disparo y una bala pasó rozándome la mejilla, y fue entonces cuando el portero del hotel vino corriendo por la acera hacia mí, me tapó con su cuerpo y, en aquel momento, volvieron a disparar. Creo que el autor debía estar oculto más bien por aquel lado. El Abuelo miró en la dirección indicada. En aquel extremo del edificio del hotel había una vieja construcción por debajo del nivel de la calle, con una verja y una escalera que bajaba. Como sólo comunicaba con unos depósitos, no se utilizaba demasiado. Era un lugar idóneo para una emboscada.
— ¿Usted no lo vio?
— Apenas. Pasó a mi lado como una sombra. La niebla lo tapaba todo. Davy asintió. La muchacha comenzó a llorar con desesperación.
— ¿Por qué alguien quiere matarme? ¿Qué motivo hay para asesinarme? Esta es la segunda vez. No lo comprendo. ¿Por qué? El inspector, con un brazo sujetando a la muchacha por los hombros, metió la otra mano en el bolsillo. Las notas agudas de un silbato sonaron en la niebla.

3

En el vestíbulo del hotel Bertram's, miss Gorringe no apartaba la mirada de la puerta. Un par de huéspedes permanecían atentos. Los más viejos y sordos no se habían enterado de nada. Henry, que se disponía a dejar una copa de brandy en una mesa, permanecía inmóvil con la copa en el aire. Miss Marple continuaba sentada, pero con el cuerpo hacia adelante y las manos aferradas a los brazos del sillón.
— ¡Otro accidente! ¡Coches que chocan por culpa de la niebla! — comentó un viejo almirante irritado. Se movió la puerta giratoria y entró en el vestíbulo un agente que parecía un gigante. Ayudaba a una muchacha vestida con un abrigo largo de piel clara que apenas si podía mover los pies. El policía miró a su alrededor buscando ayuda. Miss Gorringe salió de la recepción dispuesta a hacerse cargo de la muchacha. Pero, en aquel momento, se abrió el ascensor. Una figura alta y elegante salió de la cabina, y la muchacha se desprendió de los brazos del policía para echar a correr con desesperación a través del vestíbulo.
— ¡Mamá! —gritó—. ¡Mamá, mamá! Hecha un mar de lágrimas se echó en los brazos de Bess Sedgwick.

Capítulo XXI

El inspector jefe Davy volvió a ocupar su silla y miró a las dos mujeres que tenía delante. Era pasada la medianoche. Los funcionarios policiales habían estado y se habían marchado. Habían venido los forenses, los técnicos de huellas dactilares, una ambulancia para llevarse el cadáver, y ahora todo se había reducido a esta habitación, puesta a disposición de la ley por el Bertram's. El Abuelo se sentó a un lado de la mesa. Bess Sedgwick y Elvira al otro. Había un policía sentado junto a la pared que se ocupaba de registrar la conversación. El sargento detective Wadell se encontraba cerca de la puerta. El Abuelo miró con expresión pensativa a las dos mujeres. Madre e hija. Se fijó en el gran parecido superficial. Ahora se explicaba por qué, durante un momento en la niebla, había confundido a Elvira Blake con Bess Sedgwick. Pero ahora, al mirarlas, le llamaron más la atención las divergencias que los parecidos. En realidad no se parecían mucho más allá de un aire, pero persistía la impresión de que eran dos caras, una positiva y la otra negativa, de una misma personalidad. Todo en Bess Sedgwick era positivo: la vitalidad, la energía, el fuerte atractivo físico. Admiraba a lady Sedgwick. Siempre la había admirado. Le había fascinado su valentía y siempre le habían entusiasmado sus hazañas. Al leer las crónicas de sus peripecias en los periódicos, había exclamado invariablemente: «¡Esta vez no se saldrá con la suya!» y ella siempre lo había conseguido. No había creído posible que llegaría a la meta de su viaje y había llegado. Admiraba sobre todo su aureola de indestructible. Había sobrevivido a un accidente aéreo, a varios accidentes de automóvil, a diversas caídas de caballo, pero al final aquí estaba. Vibrante, llena de vida, una personalidad a la que no se podía dejar de lado ni un solo momento. Para sus adentros, se quitó el sombrero. Algún día, por supuesto, acabaría por fracasar. Era imposible que siempre se saliera con la suya. Miró alternativamente a las dos mujeres y le asaltaron mil preguntas. En Elvira Blake, se dijo, todo era interior. Bess Sedgwick había vivido siempre imponiendo su voluntad. En cambio, Elvira tenía una manera completamente distinta de enfrentarse a la vida. Se había sometido. Había obedecido. Había sonreído como una niña buena y, por la espalda, había hecho su santa voluntad.
«Es astuta», pensó valorando el hecho.
«Supongo que es el único camino para enfrentarse a la situación. No es capaz de hacerlo de frente o de imponerse. Por eso, las personas que la han criado nunca han tenido la menor idea de lo que es capaz.»
Se preguntó qué podía haber estado haciendo en las cercanías del Bertram's en una noche de perros. Tendría que preguntárselo. Se dijo que la muchacha le contestaría con una mentira.
«Esa es la única manera que tiene la pobre de defenderse». ¿Había venido a buscar a su madre o tenían una cita? Era perfectamente posible, aunque no acababa de creérselo. En cambio, pensó en el coche deportivo aparcado a la vuelta de la esquina, el coche con la matrícula FAN 2266. Ladislaus Malinowski no podía estar muy lejos a la vista de que su coche estaba allí.
— Bueno, bueno —dijo el Abuelo, dirigiéndose a Elvira con su tono más benévolo y paternal—, ¿cómo se siente ahora?
— Estoy muy bien, gracias — respondió la muchacha.
— Me alegro. Quiero que me responda a algunas preguntas, si se ve con ánimos, porque el tiempo, en cuestiones como éstas, es algo primordial. A usted le dispararon dos veces y un hombre resultó muerto. Queremos obtener todas las pistas posibles sobre la persona que cometió el crimen.
— Le diré todo lo que sé, pero es que las cosas ocurrieron de una forma tan repentina. Además, no se puede ver nada con una niebla tan espesa. No tengo ni idea de quién pudo ser o cuál era su aspecto. Eso es lo que más me asusta.
— Usted mencionó que es la segunda vez que alguien intenta matarla. ¿Quiere decir que hubo un atentado anterior?
— ¿Yo dije eso? No lo recuerdo.
— Miró nerviosamente a uno y otro lado—. No creo que lo dijera. —Lo dijo —afirmó el inspector.
— Supongo que fue en un momento de histerismo.
— No, no creo que estuviera usted histérica. Creo que dijo la verdad — insistió Davy.
— Quizá no eran más que fantasías. —La joven volvió a desviar la mirada como una indicación de su viva inquietud.
— Será mejor que se lo cuentes, Elvira —le recomendó su madre en voz baja. Elvira dirigió a su madre una rápida mirada de soslayo.
— No tiene por qué preocuparse — la tranquilizó el Abuelo —. En la policía sabemos muy bien que las muchachas no se lo cuentan todo a sus madres y tutores. No nos tomamos esas cosas muy en serio, pero necesitamos saberlas, porque cualquier cosa, por poco importante que parezca, puede ayudarnos.
— ¿Ocurrió en Italia? —preguntó Bess.
— Sí.
— Allí fue al colegio, ¿no?, a una escuela de señoritas o como las llamen en la actualidad.
— Sí, estuve en la escuela de la condesa Martinelli. Éramos unas dieciocho o veinte chicas.
— Usted creyó que alguien intentó asesinarla. ¿Cómo llegó a esa conclusión?
— Verá, un día me trajeron una gran caja de bombones y dulces. En la caja había una tarjeta escrita en italiano con una letra muy adornada. Era una de esas que ponen: «A la bellissima signorina» o algo parecido. A mi amiga y a mí nos pareció divertido, y nos preguntamos quién la habría enviado.
— ¿Llegó por correo?
— No, no la trajo el cartero. La encontramos en mi habitación. Alguien tuvo que dejarla allí.
— Comprendo. Supongo que alguien sobornó a un miembro del servicio y que usted no le dijo ni una palabra a la condesa, ¿no? En el rostro de Elvira apareció una sonrisa.
—No, por supuesto que no se lo dijimos. Abrimos la caja. Eran unos bombones deliciosos. De todas clases, pero había unos de crema con azúcar glaseado color violeta por encima. Son mis favoritos. Así que, como es lógico, me comí unos cuantos. Después, durante la noche, me sentí muy mal. Ni se me ocurrió pensar en los bombones. Supuse que me había sentado mal algo que había comido en la cena.
— ¿Alguien más se sintió enfermo?
— No, sólo yo. La cuestión es que pasé una noche horrible, pero al día siguiente los dolores remitieron. Luego, al cabo de un par de días, comí un par de aquellos bombones, y volvió a suceder lo mismo. Así que se lo comenté a Bridget, que es mi mejor amiga. Cogimos los bombones de crema, los miramos a fondo, y descubrimos que en la parte inferior tenían un pequeño agujero que habían vuelto a tapar. Se nos ocurrió que alguien había puesto veneno únicamente en los bombones de crema porque eran mis favoritos y así sólo yo me los comería.
— ¿Nadie más tuvo síntomas extraños?
— No, ninguna de las otras tuvo ningún problema.
— Por lo tanto, ¿nadie probó los bombones de crema?
— No, no lo creo. Verá, era mi regalo, y todas sabían que los de crema con azúcar glaseado eran mis favoritos, así que me los dejaron a mí.
— El tipo sin duda corrió un riesgo —opinó el inspector—. Podría haber envenenado a toda la escuela.
— Es absurdo — manifestó lady Sedgwick indignada—. ¡Completamente absurdo! Nunca he escuchado nada más burdo. El Abuelo levantó una mano para hacerla callar.
— Por favor.
— Y después se dirigió una vez más a Elvira—: Eso es muy interesante, miss Blake. Sin embargo, no quiso decírselo a la condesa.
— No, no lo hicimos. Hubiera montado un escándalo tremendo.
— ¿Qué hicieron con los bombones?
— Los tiramos. Eran unos bombones deliciosos — añadió con un leve tono de pesar.
— ¿No intentó averiguar quién fue el que se los había enviado? A Elvira se le subieron los colores.
— Bueno, verá, creí que era cosa de Guido.
— ¿Sí? —exclamó el inspector con una expresión risueña—. ¿Quién es Guido?
— Guido es...
— Elvira hizo una pausa y miró a su madre.
— No seas tonta — afirmó Bess—. Dile al inspector Davy quién es Guido, quienquiera que sea. Todas las chicas de tu edad tienen un Guido en sus vidas. Supongo que lo conociste allí, ¿verdad? —Sí. El día que nos llevaron a la ópera. Nos conocimos allí. Un chico muy agradable y muy guapo. Nos veíamos cuando íbamos a clase. Me enviaba notas.
— Supongo que para encontrarte a solas con él, tuviste que contar un montón de mentiras y necesitaste la complicidad de tus amigas, ¿me equivoco? Elvira mostró una expresión de alivio al ver que le facilitaban la confesión.
— Algunas veces Guido se las ingeniaba...
— ¿Cuál es el apellido de ese joven?
— No lo sé. Nunca me lo dijo. El inspector le sonrió con aire bonachón.
— ¿Debo entender que no me lo dirá? No importa. Me atrevería a decirle que no nos costará mucho averiguarlo sin su ayuda, si es que realmente tiene importancia. Pero ¿por qué cree usted que ese joven, aparentemente enamorado de usted, iba a querer asesinarla?
— Porque a veces me amenazaba con cosas parecidas. Me refiero a que, de vez en cuando, teníamos nuestras peleas. En ocasiones, venía acompañado de sus amigos, y hacía ver que me gustaban más que él, y eso le hacía comportarse como un salvaje. Decía que tuviese muchísimo cuidado. ¡Que no jugara con él! ¡Que si no le era fiel, me mataría! Yo sencillamente consideré que le gustaba hacerse el melodramático.
— Elvira sorprendió al inspector con una súbita sonrisa—. La verdad es que todo resultaba muy divertido. En ningún momento pensé que fuera algo serio o real.
— La verdad es que no creo muy probable que, si ese joven es como usted lo describe, fuera capaz de poner veneno en los bombones y enviárselos de regalo —manifestó el policía.
— Yo tampoco me lo creo, pero tuvo que ser él, porque no se me ocurre nadie más. Me preocupó. Entonces, cuando regresé aquí, recibí una nota. Al ver que la joven no decía nada más, Davy le preguntó a continuación: — ¿Qué tipo de nota?
— Llegó una carta y estaba escrita con letra de imprenta. Decía: «Vaya con cuidado. Alguien quiere matarla.»
El Abuelo enarcó las cejas.
— ¿En serio? Es curioso, realmente muy curioso y, por supuesto, usted se preocupó. ¿Tuvo miedo?
— Sí. Comencé a preguntarme quién podría tener algún interés en matarme. Por esa razón procuré averiguar cuál era el monto de mi fortuna y si era tan rica como decían.
— Continúe.
— Además, el otro día pasó algo más. Me encontraba en el andén de una estación de Metro. Había muchísima gente. En un momento dado, tuve la impresión de que alguien intentaba arrojarme a las vías.
— ¡Vamos, ya está bien! —exclamó la madre—. ¡No te inventes historias! Una vez más, el Abuelo levantó la mano para pedir calma.
— Sí —reconoció Elvira con un tono de disculpa—, supongo que la imaginación pudo haberme tendido una trampa pero no lo sé. Me refiero a que, después de lo sucedido esta noche, es como si pudiera ser verdad.
—Se volvió bruscamente hacia Bess para preguntarle con voz apremiante—: ¡Mamá! Quizá tú lo sabes. ¿Hay alguien que quiera matarme? ¿Podría haberlo? ¿Tengo algún enemigo?
— Claro que no tienes ningún enemigo —respondió su madre impaciente—. No seas estúpida. Nadie pretende matarte. ¿Qué motivo tendría para hacerlo?
— Entonces, ¿quién me disparó esta noche?
— Con una niebla tan espesa, quizá te confundieron con otra persona. Eso es posible, ¿no le parece? — le preguntó a Davy. —Sí, creo que es muy posible. Bess Sedgwick le miraba con mucha atención. Al Abuelo le pareció ver que le decía «más tarde» sin emitir sonido alguno.
— Bien —añadió alegremente—, será mejor que ahora nos ocupemos de los hechos. ¿De dónde venía esta noche? ¿Qué hacia en Pond Street en una noche tan desapacible?
— Esta mañana asistí a una clase de arte en la Tate Galery. Después fui a comer con mi amiga Bridget. Vive en Onslow Square. Fuimos a ver una película y, cuando salimos, nos encontramos con la niebla. Se hacía más densa por momentos y pensé que lo mejor era no coger el coche para regresar a casa.
— ¿Tiene usted coche?
— Sí. Me saqué el carné el verano pasado, pero no soy muy buena conductora y no me gusta conducir cuando hay niebla. Así que la madre de Bridget dijo que podía quedarme a pasar la noche. Llamé a la prima Mildred para avisarle. Vivo en su casa que está en Kent. El Abuelo asintió.
— Le dije que me quedaría en Londres a pasar la noche. Me respondió que era muy prudente por mi parte.
— ¿Qué paso después? —preguntó el inspector.
— Entonces pareció que se levantaba la niebla. Ya sabe usted como es. Decidí que, después de todo, cogería el coche y regresaría a Kent. Me despedí de Mildred y me puse en marcha. Pero la niebla volvió a cerrarse. Comencé a inquietarme. Me metí en un banco donde la visibilidad era prácticamente nula. Acabé perdida y no tenía ni idea de dónde estaba. Por fin, al cabo de un rato, descubrí que me encontraba en Hyde Park Corner y me dije: «No puedes regresar a Kent con esta niebla». Mi primera intención fue volver a la casa de Bridget, pero desistí al recordar que ya me había perdido una vez. Luego me di cuenta de que me encontraba muy cerca del hotel donde el tío Derek me había llevado a mi regreso de Italia. Me dije: «Ve allí que seguramente te podrán dar una habitación». Al final, fue bastante fácil. Encontré un lugar donde aparcar el coche y cogí Pond Street para venir directamente al hotel.
— ¿Se encontró alguien o en algún momento oyó a alguien que caminara cerca de usted?
— Es curioso que usted lo mencione, porque creo que oí a alguien que caminaba detrás mío. Por supuesto, siempre hay mucha gente caminando por las calles de Londres. Sólo que, en medio de una niebla como la de esta noche, te produce inquietud. Me detuve con el oído atento, pero no escuché ninguna pisada y supuse que me lo había imaginado. Ya me encontraba bastante cerca del hotel.
— ¿Qué más?
— Entonces, de una forma totalmente imprevista, sonó una detonación. Como le dije, me pareció sentir que la bala me pasaba rozando la oreja. El portero que se encontraba delante del hotel echó a correr en mi dirección. Me apartó para después cubrirme con su cuerpo y luego... luego sonó el segundo disparo. Él se desplomó de bruces y yo grité.
— La muchacha comenzó a temblar.
— Tranquila, chica —dijo Bess con una voz baja y firme—, tranquila.
— Era la voz que la mujer utilizaba con sus caballos y demostró la misma eficacia aplicada a su hija. Elvira la miró guiñando los ojos, se irguió un poco y recuperó el control.
— Buena chica —afirmó su madre.
— Al cabo de un momento, apareció usted —continuó Elvira—. Tocó el silbato y le ordenó al policía que me acompañara al hotel. En cuanto entré, vi a mamá que salía del ascensor.
— La muchacha dio por terminado su relato y miró a su madre.
— Bueno, eso nos trae al momento actual — manifestó el Abuelo. Se acomodó mejor en la silla—. ¿Conoce a un hombre llamado Ladislaus Malinowski? — preguntó. Su tono era despreocupado, informal, sin aparentemente ninguna intención directa. No miraba a la muchacha sino a la madre, pero todos sus sentidos estaban alerta y no pasó por alto la casi inaudible exclamación que intentó sofocar la joven.
— No — contestó Elvira demorándose más de lo que hubiera sido lo lógico—. No le conozco.
— Vaya, habría jurado lo contrario. Supuse que esta noche lo encontraría aquí.
— ¿Por qué iba a estar aquí?
— Su coche está aparcado ahí afuera. Por eso creí que quizás estuviera aquí, en el hotel.
— No lo conozco — insistió Elvira.
— Le pido perdón por la equivocación. Usted sí que lo conoce ¿verdad? — le preguntó a Bess.
— Naturalmente. Lo conozco desde hace muchísimos años. Es un loco — añadió con una leve sonrisa—. Conduce como los ángeles o como un demonio, según como se mire. Cualquier día de estos acabará aplastado en alguna carretera. Tuvo un accidente muy grave hará cosa de año y medio.
— Sí, recuerdo haberlo leído en los periódicos. Todavía no ha vuelto a la competición, ¿verdad?
— No, todavía no. Quizá nunca lo haga.
— ¿Cree usted que ahora puedo irme a la cama? — suplicó Elvira—. Me siente terriblemente cansada.
— Desde luego. Debe ir usted a acostarse inmediatamente. ¿Nos ha dicho todo lo que recordaba?
— Sí, por supuesto.
— Yo te acompañaré —dijo Bess. Madre e hija salieron juntas de la habitación.
— Ella lo conoce —afirmó el Abuelo.
— ¿Eso cree, señor? — preguntó el sargento Wadell.
— Lo sé. Estuvo tomando el té con él en Battersea Park hace sólo un par de días.
— ¿Cómo se enteró?
— Me lo dijo una anciana. Muy angustiada. No cree que sea un buen amigo para una jovencita. No lo es, desde luego.
— Sobre todo si él y la madre...
— Wadell se interrumpió por delicadeza—. Es algo casi público.
— Sí. Quizá sea verdad o no. Me inclino por lo primero.
— En ese caso, ¿detrás de cuál de las dos va? El Abuelo no hizo caso de la pregunta.
— Quiero que lo detengan cuanto antes mejor. Tiene el coche aparcado a la vuelta de la esquina.
— ¿Cree usted que puede estar alojado en el hotel?
— No lo creo. No encajaría en el ambiente. Se supone que no debe estar aquí. Si vino sería porque quería encontrarse con la muchacha. Está muy claro que ella sí vino a buscarlo. Se abrió la puerta y Bess Sedgwick entró en la habitación.
— He vuelto porque quería hablar con usted —anunció al tiempo que miraba a los otros dos hombres—. Me preguntaba si podría hablar con usted a solas. Le he contado todo lo que sabía, aunque reconozco que era muy poco, pero ahora me gustaría discutir con usted un par de cosas en privado.
— No veo por qué no — manifestó Davy. Hizo un gesto y, de inmediato, el agente que estaba sentado junto a la pared cerró la libreta y se levantó. Abandonó la habitación en compañía del sargento—. Usted dirá. Lady Sedgwick ocupó la misma silla de antes.
— Quiero hablarle de esa ridícula historia de los bombones envenenados. Es una tontería. No creo que haya ocurrido nada de este estilo.
— No lo cree, ¿eh?
— ¿Usted sí? El Abuelo meneó la cabeza con una expresión de duda.
— ¿Cree que su hija se la ha inventado?
— Sí. Pero ¿por qué?
— Si usted no lo sabe, ¿cómo puedo saberlo yo? — replicó el policía—. Ella es su hija. Seguramente es usted quien mejor la conoce.
— No sé absolutamente nada de ella —señaló Bess con un tono de amargura —. No la veo ni he tenido nada que ver con ella desde que tenía dos años, cuando huí de mi casa y abandoné a mi marido.
— Sí, todo eso ya lo sé. Me pareció curioso. Verá, lady Sedgwick, los jueces por lo general otorgan a la madre, incluso si son la parte culpable en un caso de divorcio, la custodia de los hijos menores si ella lo solicita. Aparentemente, usted prefirió no presentar la petición. ¿No la quería?
— Creí que era lo más conveniente.
— ¿Por qué?
— No creía que fuera conveniente para ella.
— ¿Una cuestión moral?
— No, la moral no tuvo nada que ver. En la actualidad, el adulterio es algo muy corriente. Los niños tienen que saberlo, deben aprender a vivir con el problema. No. Me refiero a que yo no soy una persona segura con la que se pueda vivir en paz. Mi vida no se puede decir que sea segura. No puedes evitarlo si has nacido de una determinada manera. Estoy hecha para vivir peligrosamente. No soy una persona respetuosa con las leyes ni convencional. Creí que lo mejor para Elvira sería una educación inglesa tradicional. Protegida, bien cuidada, quizás aburrida pero feliz.
— ¿Pero sin el amor de una madre?
— Consideré qué si aprendía a quererme acabaría por ser muy desgraciada. Quizá no quiera usted creerme, pero es lo que sentía en aquellos momentos.
— Comprendo. ¿Todavía cree que obró correctamente?
— No, no lo creo. Ahora me doy cuenta de que probablemente cometí una gran equivocación.
— ¿Su hija conoce a Ladislaus Malinowski?
— Estoy segura de que no lo conoce. Ella mismo lo dijo. Usted la escuchó.
— Sí, la escuché.
— ¿Entonces?
— Mientras estuvo sentada aquí tuvo miedo. En nuestra profesión, sabemos reconocer el miedo cuando lo encontramos. Ella tenía miedo. ¿De qué? Da lo mismo si los bombones estaban envenenados o no. Esta noche atentaron contra su vida. La historia del Metro bien puede ser cierta.
— Fue ridícula. Como sacada de una novela.
— Quizá. Sin embargo, esas cosas ocurren, lady Sedgwick, y con mucha más frecuencia de lo que cree. ¿Puede darme alguna idea sobre quién podría querer matar a su hija?
— ¡Nadie, nadie en absoluto! — exclamó Bess con vehemencia. El inspector jefe Davy exhaló un suspiró meneando la cabeza.

Capítulo XXII

El inspector jefe Davy había aguantado pacientemente la interminable perorata de Mrs. Melford. Había sido una entrevista extraordinariamente improductiva. La prima Mildred se había mostrado incoherente, incrédula y, en general, como una cabeza de chorlito. Al menos, esa era la opinión privada del Abuelo. El relato sobre los encantadores modales de Elvira, su buen carácter, los problemas odontológicos y las inverosímiles excusas telefónicas, habían planteado serias dudas sobre si Bridget, la amiga de Elvira, era en realidad una amistad conveniente. Todos estos temas le habían sido presentados al inspector en un gran y muy confuso batiburrillo. Mrs. Melford no sabía nada, no había oído nada, no había visto nada y, aparentemente, había deducido muy poco. Una breve llamada telefónica al coronel Luscombe, el tutor de Elvira, había sido incluso más improductiva, aunque por fortuna sin tanta palabrería.
— Más monos sabios —le comentó por lo bajo al sargento mientras colgaba el teléfono—. No han visto nada, no han oído nada ni han dicho nada. El problema es —añadió— que todos los que han tenido algo que ver con esta muchacha han sido personas demasiado agradables, no sé si me entiende. Demasiado buenas personas que no saben ni una palabra sobre la maldad. No son en absoluto como mi vieja dama.
— ¿Se refiere a la anciana del hotel Bertram's, señor?
— Sí, la misma. Se ha pasado toda la vida atenta a la maldad, sospechando de su existencia en todo, y siempre dispuesta a enfrentarse a ella si se presentaba la ocasión. Vamos a ver qué le podemos sacar a su amiga, la tal Bridget. Las dificultades de la entrevista con Bridget estuvieron centradas desde el principio en la figura de la madre de la joven. El Abuelo se vio obligado a apelar a toda su astucia y zalamerías para conseguir hablar con Bridget sin la colaboración de la insoportable progenitora, aunque reconoció para sus adentros que no lo hubiera conseguido sin la inestimable colaboración de la propia Bridget. Después de unas cuantas preguntas y respuestas de lo más rutinarias y las exclamaciones de horror de la madre de Bridget al escuchar el relato de cómo Elvira se había salvado por los pelos de morir asesinada, Bridget comentó: — Mamá, recuerda que debes ir a la reunión del comité. Dijiste que era muy importante.
— Cierto, cierto — exclamó la buena señora.
— Sabes muy bien, mamá, que si no estás presente no sabrán ni por donde empezar.
— En eso tienes toda la razón. Acabarán liándose y al final no harán nada. Pero quizá tendría...
—No es necesario, señora — intervino Davy con su mejor expresión de persona seria y responsable—. No tiene por qué preocuparse. Vaya a su reunión. Ya he acabado con todo lo importante. Usted me ha dicho todo lo que necesitaba saber. Ahora sólo me quedan un par de preguntas de mera rutina sobre algunas personas de Italia que seguramente su hija podrá contestarme.
— Bueno, si tú crees que podrás arreglártelas sola, Bridget.
— Claro que podré arreglármelas, mamá. Por fin, después de muchas protestas y lamentaciones, la madre de Bridget se marchó a su reunión del comité.
— ¡Ya era hora! —exclamó Bridget en cuanto volvió a la sala después de acompañar a su madre hasta la puerta principal—. ¡La verdad es que las madres son lo que no hay!
— Es lo que me han dicho —asintió el inspector—. Muchas de las jóvenes con las que me cruzo tienen infinidad de problemas con sus madres.
— Hubiese dicho que usted lo consideraría desde el punto de vista opuesto. —Se equivoca, aunque las jóvenes muchas veces no me creen. Ahora, por favor, cuénteme un poco más.
— No podía hablar con franqueza delante de mi madre —se disculpó Bridget—. Pero, por supuesto, soy consciente de que usted necesita saber todo lo posible sobre este asunto. Sé que Elvira está terriblemente preocupada por algo y que tiene miedo. Nunca admitiría que está en peligro, pero lo está.
— Eso mismo pensaba yo. Pero claro que no se lo podía preguntar delante de su madre.
— Oh, no, no queremos que mi madre se entere de nada de todo este asunto —proclamó Bridget—. Cualquier cosa la desespera y no tardaría ni un segundo en ir a contárselo a todo el mundo. Quiero decir que, si Elvira no quiere que un asunto como éste se divulgue, no podemos contarle ni una palabra a mi madre.
— En primer lugar —dijo Davy, iniciando el interrogatorio—, quiero aclarar el asunto de una caja de bombones que Elvira recibió en Italia. Por lo que me ha dicho, existe la posibilidad de que los bombones estuvieran envenenados. A Bridget los ojos se le abrieron como platos.
— ¿Envenenados? De ningún modo, no lo creo. Al menos...
— ¿Pasó algo?
— Eso sí. Trajeron una caja de bombones y Elvira se dio un atracón. Aquella noche se puso enferma con un dolor de barriga tremendo.
— ¿Dijo algo sobre veneno?
— No, bueno, mencionó que alguien intentaba envenenar a alguna de nosotras. Revisamos los bombones para ver si les habían inyectado algo.
— ¿Cuál fue el resultado?
— No encontramos nada. Si había algo, nosotras no supimos encontrarlo.
— Cabe la posibilidad de que miss Elvira siguiera creyendo lo del veneno, ¿no es así?
— Sí, es posible, pero no volvió a mencionar el tema.
— ¿Usted cree que tenía miedo de alguien?
— En aquel momento no lo creí ni tampoco vi nada que lo confirmara. En cambio, aquí sí.
— ¿Qué sabe de aquel joven, el tal Guido? Bridget se echó a reír.
— Estaba enamoradísimo de Elvira.
— ¿Usted y su amiga se reunían con él en secreto?
— La verdad es que no me importa decírselo. Después de todo, usted es policía. Para usted estas cosas no tienen la menor importancia y supongo que las comprenderá. La condesa Martinelli era terriblemente severa o, por lo menos, eso creía. Como es natural, nosotras teníamos que inventarnos toda clase de historias y excusas. Nos cubríamos las unas a las otras.
— Supongo que se ponían de acuerdo para contar las mismas mentiras.
— Así es, pero, ¿qué se puede hacer cuando te enfrentas a alguien que sospecha de todo?
— O sea que se encontraban con Guido. ¿Alguna vez amenazó a Elvira?
— En ocasiones, aunque no creo que fuera en serio.
— Entonces, quizá tenía miedo de las amenazas de otra persona.
— Eso ya no lo sé.
— Por favor, miss Bridget, dígamelo. Podría ser vital.
— Sí, sí, ya le entiendo. Había alguien más. No sé quién era, pero sí que había alguien que a ella le importaba mucho. Iba en serio, me refiero a que era realmente importante.
— ¿Se citaba con esa persona?
— Creo que sí. Muchas veces me decía que iba a ver a Guido, pero no se trataba de Guido, sino de otro hombre.
— ¿Tiene alguna idea de quién era?
— No.
— La voz de Bridget vaciló un poco.
— ¿Por casualidad no será un piloto de carreras llamado Ladislaus Malinowski? Bridget le miró pasmada.
— ¿Así que ya lo sabe?
— ¿Tengo razón?
— Sí, creo que sí. Tenía una foto que había arrancado de una revista. La tenía guardada en el cajón de la ropa interior.
— Quizá la guardaba porque era su ídolo o algo así.
— Sí, es posible, pero no lo creo.
— ¿Sabe si se reunió con él en este país?
— No lo sé. Verá, sé muy poco de lo que ha estado haciendo desde que regresó de Italia.
— Vino a Londres para ir a ver al dentista — la ayudó Davy, tendiéndole una pequeña trampa—. Al menos eso es lo que dijo. En cambio vino a verla a usted. Llamó a Mrs. Melford y le contó no sé qué historia sobre una vieja gobernanta. Bridget volvió a reír.
— No era verdad, ¿eh?
— El inspector sonrió compartiendo la broma —. ¿Dónde fue?
— Se fue a Irlanda —respondió Bridget.
— ¿A Irlanda? ¿Para qué?
— No me lo quiso decir. Dijo que necesitaba averiguar algo.
— ¿Sabe usted a qué lugar de Irlanda?
— No exactamente. Mencionó un nombre. Bally no sé cuántos. Creo que dijo Ballygowlan.
— Comprendo. ¿Está segura de que viajó a Irlanda?
— La vi subir al avión en el aeropuerto de Kensington. Viajó en un avión de Air Lingus.
— ¿Cuándo regresó?
— Al día siguiente.
— ¿También en avión?
— Sí.
— ¿Está usted completamente segura de que volvió en avión?
— ¡Supongo que sí!
— ¿Tenía pasaje de vuelta?
— No, eso sí que lo recuerdo. No tenía pasaje de vuelta.
— Quizá regresó por otro camino, ¿no le parece?
— Sí, es posible.
— Por ejemplo, podría haber regresado con el Irish Mail.
— No me dijo nada.
— Pero tampoco le dijo que regresara en avión.
— No — admitió Bridget—. Sin embargo, ¿qué sentido tendría regresar en barco y en tren cuando podía coger el avión?
— Si encontró lo que quería saber y no tenía ningún lugar donde pasar la noche, quizá consideró más conveniente y sencillo regresar con el expreso nocturno.
— Bueno, supongo que quizá lo hizo. Davy esbozó una sonrisa.
— Me parece que a las jóvenes de hoy en día no se les ocurre que hay otros medios para viajar aparte del avión.
— En eso creo que tiene toda la razón.
— La cuestión es que regresó a Inglaterra. ¿Qué ocurrió después? ¿Vino a verla o la llamó por teléfono?
— Me llamó.
— ¿A qué hora?
— En algún momento de la mañana. Sí, creo que fue alrededor de las once o las doce.
— ¿Qué le dijo?
— Me preguntó si todo estaba en orden.
— ¿Lo estaba? — No, no lo estaba, porque Mrs. Melford había llamado y mi madre se puso al teléfono. Las cosas se complicaron y yo no sabía qué decir. Entonces Elvira me dijo que no vendría a Onslow Square, que se encargaría de llamar a la prima Mildred y que se inventaría cualquier excusa.
— ¿Esto es todo lo que recuerda?
— Eso es todo —respondió Bridget, reservándose la historia de Mr. Bollard y el brazalete. Eso era algo que de ninguna manera estaba dispuesta a contarle al policía. El Abuelo se dio cuenta de que la muchacha le ocultaba alguna cosa, y rogó para sus adentros que no fuera algo importante para la investigación.
— ¿Cree que su amiga estaba realmente asustada de alguien o de algo?
— Sí, lo creo.
— ¿Ella se lo mencionó o usted aludió el tema?
— Se lo pregunté directamente. Al principio me dijo que no, pero después admitió que estaba asustada. Sé que lo estaba — añadió Bridget con un súbito apasionamiento—. Estaba en peligro. Eso lo tenía muy claro. Pero no sé porqué ni cómo. La verdad es que no conseguí que me diera más detalles.
— ¿Su convicción en este punto se relaciona con aquella mañana en particular, me refiero a la mañana en que regresó de Irlanda?
— Sí. Fue entonces cuando me convencí de que el peligro era real.
— ¿La mañana en que quizá regresó en el tren expreso?
— No creo que regresara en el tren. ¿Por qué no se lo pregunta a Elvira?
— Creo que acabaré haciéndolo. Pero de momento no quiero llamar la atención sobre el tema. Existe la posibilidad de que si lo hago el peligro para ella sea todavía mayor. Bridget le miró fijamente.
— ¿A qué se refiere?
— Quizás usted no lo recuerde, miss Bridget, pero aquella fue la noche, o mejor dicho la madrugada, en que asaltaron el Irish Mail.
— ¿Quiere decir que Elvira estuvo mezclada en ese asunto y que no me dijo ni una palabra?
— Estoy de acuerdo con usted en que es muy poco probable. Pero se me ocurrió que quizás ella viera algo o a alguien, o presenciara algún incidente relacionado con el Irish Mail. Pudo ver a alguien que conociera, y eso tal vez la puso en peligro.
— ¡Vaya! — exclamó Bridget. Reflexionó durante unos segundos—. ¿Se refiere a que alguien que conocía estaba mezclado en el robo? El inspector Davy se levantó.
— Creo que esto es todo. ¿Está segura de que no tiene nada más que decirme? ¿Algún lugar donde su amiga pudo ir aquel día? ¿O el día anterior? Una vez más, la visión de Mr. Bollard y la joyería de Bond Street pasó por la mente de la muchacha.
— No.
— Creo que hay algo que no me ha dicho —insistió el Abuelo. Bridget recordó una cosa que la podía sacar del apuro.
— Ah, me olvidaba. Sí, creo que fue a ver a unos abogados. El bufete que administra su herencia para averiguar no sé qué.
— Así que fue a ver a unos abogados. ¿Por casualidad recuerda los nombres?
— Creo que el bufete se llama Egerton. Forbes, Egerton y no sé qué más. Tiene un nombre muy largo, pero es más o menos así.
— Comprendo. ¿Miss Elvira quería averiguar algo?
— Quería saber de cuánto dinero disponía. El inspector enarcó las cejas.
— ¡Vaya! Es interesante. ¿Cómo es que no lo sabía?
— Eso tiene fácil explicación. Ni su tutor ni los administradores le hablan nunca de dinero. Al parecer, creen que es malo para una joven saber cuánto dinero tiene.
— ¿Ella estaba muy interesada en saberlo?
— Sí. Creo que lo consideraba muy importante.
— Bien, muchísimas gracias. Me ha ayudado usted mucho.
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Ср ноя 08, 2017 4:18 am

Capítulo XXIII

Richard Egerton miró una vez más la tarjeta que le habían entregado, y después miró el rostro del inspector Davy.
— Un asunto curioso — comentó.
— Sí, señor, es un asunto muy curioso.
— El hotel Bertram's envuelto en la niebla. Sí, hacía tiempo que no teníamos una niebla como la de anoche. Supongo que cuando hay niebla espesa deben usted recibir infinidad de denuncias, ¿no? Tirones de bolsos, carteristas, ese tipo de cosas.
— En este caso no fue así — le corrigió el Abuelo —. Nadie intentó robarle nada a miss Blake.
— ¿De dónde hicieron el disparo?
— Debido a la niebla, no estamos seguros. Ni ella mismo lo sabía. Pero creemos, al menos parece lo más lógico, que el autor del disparo se apostara en la escalera de unos bajos.
— ¿Dice que le disparó dos veces?
— Así es. Falló el primer tiro. El portero corrió desde su puesto delante de la puerta del hotel, y la escudó con su cuerpo justo antes del segundo disparo.
— ¿Así que él recibió el balazo?
— Sí.
— Un tipo muy valiente.
— Sí, era un valiente. Tenía una hoja de servicios excelente. Un irlandés.
— ¿Cómo se llamaba?
— Gorman. Michael Gorman.
— Michael Gorman — repitió el abogado, frunciendo el entrecejo—. No. Por un momento, creí que el nombre me resultaba conocido.
— Es un nombre muy común. En cualquier caso, le salvó la vida.
— ¿Cuál es exactamente el motivo de su visita, inspector?
— Confiaba en que usted pudiera darme alguna información. Siempre nos gusta tener toda la información que podamos conseguir sobre la víctima de un atentado criminal.
— Naturalmente. Pero en realidad le puedo decir muy poca cosa. Sólo he visto a Elvira un par de veces desde que era una niña.
— Usted la vio cuando vino a visitarlo la semana pasada, ¿no?
— Sí, efectivamente. Dígame por favor qué desea saber. Si es algo sobre su carácter, quiénes eran sus amistades, sus novios o pretendientes y todo eso tipo de cosas, lo mejor sería que hablara usted con alguna de sus gobernantas. Una tal Mrs. Carpenter la acompañó de regreso de su viaje a Italia, y también Mrs. Melford. Elvira vive con ella en su casa de Kent.
— Ya he hablado con Mrs. Melford.
— Ah.
— No sirvió de nada. Fue una total pérdida de tiempo, señor. Tampoco me interesa saber cosas personales de la muchacha. Después de todo, he conversado con ella y he escuchado todo lo que tenía que decirme, o mejor dicho lo que estaba dispuesta a decirme. El Abuelo no pasó por alto el leve movimiento de las cejas de Egerton al escuchar la palabra «dispuesta».
— Me han dicho — prosiguió el inspector — que miss Blake estaba preocupada, inquieta, asustada por algo y convencida de que su vida corría peligro. ¿Es esa la impresión que le dio cuando vino a visitarle, Mr. Egerton?
— No — respondió el abogado, con una expresión pensativa —, yo no diría tanto, aunque sí mencionó un par de cosas que me resultaron cuando menos curiosas.
— ¿Tales cómo?
— Verá, deseaba saber quién se beneficiaría de su fortuna en el caso de que muriera súbitamente.
— Ah, así que era eso lo que le rondaba por la cabeza. ¿Que podía morir súbitamente? Interesante.
— Se le ha metido algo en la cabeza, pero no sé qué es. También quería saber cuánto dinero tiene o tendrá cuando cumpla los veintiún años. Eso, quizás, es más comprensible.
— Tengo entendido que es una suma considerable.
— Es una gran fortuna, inspector.
— ¿Por qué cree que quería saberlo?
— ¿Lo del dinero?
— Sí, y quién lo heredaría.
— No lo sé —afirmó Egerton—. No tengo ni la menor idea. También sacó el tema del matrimonio.
— ¿Le pareció que había un hombre mezclado en este asunto?
— No tengo ninguna prueba, pero me dio toda la impresión. Estaba seguro de que había un novio de por medio. ¡Siempre lo hay! Se lo dije a Luscombe, me refiero al coronel Luscombe, su tutor, pero él no sabía nada de ningún novio. Claro que el viejo Derek sería el último en enterarse. Se mostró muy inquieto cuando le sugerí que detrás de todo esto había algún novio y, sin ninguna duda, alguien indeseable.
— Es un indeseable — ratificó el inspector.
— Ah. Entonces, ¿usted le conoce?
— Creo saber quién es. Se llama Ladislaus Malinowski.
— ¿El piloto de carreras? ¡Dios me libre! ¡Un demonio muy guapo! Las mujeres se vuelven locas en cuanto lo ven. Me pregunto cómo es que se cruzó con Elvira. Que yo sepa, no se mueven en los mismos ambientes excepto que, si mal no recuerdo, Malinowski estuvo en Roma hace un par de meses. Quizá se conocieron allí.
— Es más que posible, aunque cabe la posibilidad de que le conociera a través de su madre.
— ¿Cómo? ¿A través de Bess? No me parece verosímil. Davy carraspeó con discreción.
— Se dice que lady Sedgwick y Malinowski son íntimos amigos, señor.
— Sí, sí. Estoy al corriente de esos rumores. Quizá sea verdad, pero no lo sé. Son muy amigos, y los dos llevan vidas muy parecidas. Bess tiene sus amoríos, desde luego, aunque no es una de esas que la gente llama ninfómanas. Las malas lenguas siempre están dispuestas a colgarle ese apelativo a cualquier mujer, pero no es cierto en el caso de Bess. En cualquier caso, hasta donde yo sé, Bess y su hija apenas si se conocen.
— Eso mismo me dijo lady Sedgwick. ¿Está usted de acuerdo? Egerton asintió en silencio.
— ¿Miss Blake tiene más parientes?
— A efectos prácticos, ninguno. Los dos hermanos de su madre murieron en la guerra, y ella era la hija única del viejo Coniston. Mrs. Melford, aunque la muchacha la llama «prima Mildred», es en realidad prima del coronel Luscombe. Derek ha hecho todo lo posible por educar y criar a Elvira, si bien eso resulta especialmente difícil para un hombre, y más todavía cuando se está chapado a la antigua, como es su caso.
— Dice usted que miss Blake mencionó el tema del matrimonio. Supongo que no hay ninguna posibilidad de que ya se haya casado.
— Le faltan años para cumplir los veintiuno. Necesita el consentimiento del tutor y de los administradores del fideicomiso.
— Sí, desde el punto de vista técnico. Pero cuando se les mete en la cabeza la idea de casarse, no paran mientes.
— Lo sé. Es de lo más lamentable. Pero tendrían que pasar por el trámite de pedir la tutela de un tribunal, y eso plantea muchas dificultades.
— Por otra parte, una vez casadas, ya es demasiado tarde. Supongo que, en el caso de estar casada y morir repentinamente, el marido heredaría su fortuna, ¿me equivoco?
— La hipótesis del casamiento me parece improbable. Siempre ha estado muy protegida y sus...
— Egerton se interrumpió al ver la sonrisa cínica en el rostro del policía. Por muy bien que hubieran vigilado a Elvira, la joven había conseguido trabar amistad con un tipejo como Ladislaus Malinowski sin que nadie sospechase absolutamente nada.
— Su madre se fugó cuando era mucho más joven — admitió el abogado sin muchos ánimos.
— Sí, su madre se fugó, es algo muy propio de ella, pero miss Blake tiene un carácter distinto. Está dispuesta a salirse con la suya, pero prefiere conseguirlo de una manera menos directa.
— No creerá que...
— No creo absolutamente nada... todavía — manifestó Davy.

Capítulo XXIV

Ladislaus Malinowski miró alternativamente a los dos policías y acabó echando la cabeza hacia atrás al tiempo que soltaba una sonora carcajada.
— ¡Esto es divertidísimo! — exclamó —. ¡Tienen toda la pinta de un par de búhos! Es ridículo que se les haya ocurrido pedirme que venga aquí y encima pretender que responda a sus preguntas. No tienen ustedes nada en mi contra, absolutamente nada.
— Consideramos que quizá pueda usted ayudarnos en nuestras investigaciones, Mr. Malinowski.
— El inspector Davy utilizaba su tono oficial —. Es usted el propietario de un Mercedes-Otto, con la matrícula FAN 2266.
— ¿Existe alguna razón para que no pueda ser el propietario de ese coche?
— Ninguna en absoluto, señor. Sólo hay alguna leve duda en cuanto a si el número de matrícula es correcto. Su coche fue visto en la carretera M7 y, en esa ocasión, la matrícula era otra.
— Tonterías. Sin duda se trataba de otro coche.
— No hay tantos de esa marca. Los hemos comprobado todos.
— ¡Me parece que usted se cree todo lo que le cuenta la policía de tráfico! ¡Qué idea más peregrina! ¿Dónde ocurrió si es que se puede saber?
— El lugar donde la policía le detuvo y le pidió ver su carné no está muy lejos de Bedhampton. En cuanto a la hora, fue la noche en que asaltaron el Irish Mail.
— La verdad es que resulta usted muy gracioso.
— ¿Tiene un revólver?
— Desde luego, tengo un revólver, una pistola automática y las licencias respectivas.
— No lo dudo. ¿Las dos armas continúan en su posesión?
— Por supuesto.
— Ya le he advertido, Mr. Malinowski.
— ¡La famosa advertencia policial! Cualquier cosa que usted diga será anotada y utilizada en su contra en el juicio.
— Esas no son las palabras exactas — manifestó el inspector, con un tono amable—. Utilizadas, sí. En su contra, no. ¿No quiere hacer ninguna corrección a la afirmación anterior?
— No, no es necesaria.
— ¿Está usted seguro de que no desea la presencia de un abogado en esta entrevista?
— No me gustan los abogados.
— A muchas personas les pasa lo mismo. ¿Dónde están las armas?
— Creo que usted sabe perfectamente bien dónde están, inspector. La pistola está en el bolsillo de la puerta de mi coche, el MercedesOtto con el número de matrícula FAN 2266, como le he dicho antes. El revólver está en un cajón de mi apartamento. —Acierta usted en lo del revólver — afirmó el Abuelo —, pero en cuanto a la pistola, no está en el coche.
— Sí que lo está. Está en el bolsillo izquierdo. El inspector Davy meneó la cabeza. —No niego que pudo estar allí, pero ahora no lo está. ¿Es ésta, Mr. Malinowski? Puso una pequeña pistola automática sobre el escritorio y la empujó hacia el piloto. Malinowski cogió el arma con una expresión de profundo asombro.
— Sí, es ésta. ¿Así que fue usted quién la sacó de mi coche?
— No, nosotros no la sacamos de su coche. No estaba en el Mercedes. La encontramos en otro lugar.
— ¿Dónde la encontraron?
— La encontramos en Pond Street que, como usted sin duda sabrá, es una calle cerca de Park Lane. Quizá se le cayó a una persona que paseaba por allí, o tal vez iba corriendo. Malinowski se encogió de hombros.
— Eso no tiene nada que ver conmigo. Puede estar seguro de que a mí no se me cayó. Estaba en mi coche hace un par de días. Uno no tiene por qué estar mirando continuamente si una cosa que ha dejado en un lugar sigue allí. Se da por hecho que está.
— ¿Sabe usted, Mr. Malinowski, que ésta es la pistola que se utilizó para matar a Michael Gorman la noche del 26 de noviembre?
— ¿Michael Gorman? No conozco a ningún Michael Gorman.
— El portero del hotel Bertram's.
— Ah, sí, el que mataron de un tiro. Lo leí en el periódico. ¿Dice usted que lo mataron con mi pistola? ¡Tonterías!
— No es ninguna tontería. Los expertos en balística la examinaron. Conoce usted lo suficiente de armas de fuego como para saber que sus análisis son fiables.
— Está usted intentando cargarme el muerto. ¡Ya sé cómo actúa la policía!
— Creo que usted conoce a la policía de nuestro país bastante mejor que eso, Mr. Malinowski.
— ¿Está usted sugiriendo que disparé contra Michael Gorman?
— Hasta ahora, lo único que le pedimos es una declaración. No se ha formulado ningún cargo.
— Pero eso es lo que cree, que disparé contra ese tipo ridículo vestido de mariscal. ¿Por qué iba a dispararle? No le debía dinero. No le tenía ningún rencor.
— Dispararon contra una joven. Gorman corrió a protegerla y recibió la segunda bala en mitad del pecho.
— ¿Una joven?
— Una joven que, si no me equivoco, usted conoce. Miss Elvira Blake.
— ¿Dice usted que alguien intentó asesinar a Elvira con mi pistola? Su voz no podía sonar más incrédula.
— Quizá tuvieron ustedes una discusión.
— ¿Insinúa que tuve una pelea con Elvira y por eso disparé contra ella? ¡Qué locura! ¿Por qué iba a disparar contra la muchacha con la que voy a casarme?
— ¿Eso es parte de su declaración? ¿Que se casará con miss Elvira Blake? Ladislaus vaciló durante un momento. Luego volvió a encoger los hombros.
— Ella es todavía muy joven. Es un tema a discutir.
— Quizás ella prometió casarse con usted y después cambió de opinión. La joven tenía miedo de alguien. ¿Era usted la persona a quien temía, Mr. Malinowski?
— ¿Por qué iba yo a desear que muriera? Estoy enamorado y quiero casarme con ella o bien no quiero casarme. No necesito casarme con ella. Es así de sencillo. Entonces, ¿por qué iba a querer matarla?
— No hay muchas personas que tengan una relación con ella que puedan desear matarla —señaló Davy. Esperó un momento y después añadió como si fuera algo de menor importancia —: Claro que también está la madre.
— ¿¡Qué!?
— Malinowski se levantó de un salto —. ¿Bess? ¿Que Bess quiere matar a su propia hija? Usted está loco. ¿Por qué Bess iba a querer matar a Elvira?
— Probablemente, porque, como el familiar más cercano, heredaría una cuantiosa fortuna.
— ¿Bess? ¿Usted cree que Bess sería capaz de matar por dinero? Tiene dinero a montones que le dejó su marido norteamericano, o por lo menos dinero más que suficiente.
— Más que suficiente no es lo mismo que una cuantiosa fortuna — replicó el Abuelo —. Las personas asesinan cuando se trata de fortunas. Hay madres que han matado a sus hijos y también hijos que han matado a sus madres.
— Se lo repito, ¡usted está loco!
— Usted dijo que pensaba casarse con miss Blake. Quizá ya se ha casado con ella. En ese caso, usted podría ser quien heredaría una cuantiosa fortuna.
— ¡Cuántas estupideces más es capaz de decir usted! No, no estoy casado con Elvira. Es una muchacha bonita. Me gusta y ella está enamorada de mí. Sí, lo admito. La conocí en Italia. Nos lo pasamos muy bien, pero eso es todo. Nada más, ¿me comprende?
— Vaya. Hace sólo un momento, Mr. Malinowski, decía usted con toda claridad que ella era la muchacha con quien iba a casarse.
— Ah, eso.
— Sí, eso. ¿Decía usted la verdad?
— Lo dije porque me pareció que sonaba más respetable. Ustedes son tan puritanos en este país.
— No me parece una explicación muy adecuada.
— Usted no entiende nada en absoluto. La madre y yo, bueno, somos amantes. No quería decírselo. Por eso sugerí que la hija y yo estábamos prometidos en matrimonio. Eso suena muy inglés y correcto.
— A mí me suena como muy traído por los pelos. Usted está desesperado por conseguir dinero, ¿no es así, Mr. Malinowski?
— Mi querido inspector, yo siempre estoy desesperado por el dinero. Es algo muy triste.
— No obstante, tengo entendido que hace unos meses estuvo derrochando dinero a manos llenas.
— Ah, tuve un golpe de suerte. Soy un jugador, lo reconozco.
— Eso me resulta mucho más creíble. ¿Puedo preguntar dónde tuvo ese golpe de suerte?
— Eso no se lo diré. No pensará que se lo voy decir.
— No lo pienso.
— ¿Esto es todo lo que quería preguntarme?
— Sí, por el momento. Usted ha identificado la pistola como de su propiedad. Eso nos será de gran ayuda.
— No lo entiendo. No se me ocurre...
— Se interrumpió y tendió la mano para coger la pistola—. Devuélvamela, por favor.
— Me temo que tendremos que retenerla por ahora, así que le daré un recibo por el arma. Escribió el recibo y se lo entregó a Malinowski. El piloto de carreras se marchó dando un portazo.
— Un tipo temperamental —opinó el Abuelo.
— ¿Veo que no insistió usted en el tema de la matrícula falsa y Bedhampton?
— No. Quería inquietarle, pero tampoco demasiado. Dejaremos que se preocupe de una sola cosa a la vez. Le aseguro que está preocupado.
— El jefe quiere hablar con usted, señor, tan pronto como quede libre. El inspector asintió y fue inmediatamente al despacho de sir Ronald.
— Hola, Abuelo. ¿Cómo van las cosas? ¿Progresan?
— Sí. Las cosas marchan bien. Tenemos una buena cosecha en la red, aunque la mayoría son peces pequeños. Pero nos estamos acercando a los peces gordos. Todo en orden y controlado.
— Bien hecho, Fred.

Capítulo XXV

1

Miss Marple se apeó del tren en Paddington y vio la corpulenta figura del inspector Davy que le aguardaba en el andén.
— Ha sido muy amable de su parte, miss Marple — manifestó el Abuelo, al tiempo que la cogía por un brazo para guiarla a través de la barrera hasta donde les esperaba un coche. El conductor abrió la puerta, miss Marple subió, el inspector la siguió y el coche se puso en marcha.
— ¿Dónde me lleva, inspector Davy?
— Al hotel Bertram's.
— ¡Válgame Dios! Otra vez al hotel Bertram's. ¿Por qué?
— La respuesta oficial es: porque la policía cree que usted puede ayudarles en sus investigaciones.
— Eso me suena como algo muy conocido, pero también un tanto siniestro. A menudo es el preludio a un arresto, ¿no es así?
— No la voy a detener, miss Marple.
— El Abuelo sonrió—. Tiene usted una coartada. Miss Marple consideró la afirmación del inspector.
— Comprendo. No dijeron nada más hasta que llegaron al Bertram's. Miss Gorringe les miró desde el mostrador de recepción cuando entraron, pero el inspector se llevó a miss Marple directamente hacia el ascensor.
— Segundo piso. El ascensor los subió al segundo piso. Salieron y Davy abrió la marcha por el pasillo hasta llegar a la habitación número 18.
— Esta es la misma habitación que me dieron cuando estuve aquí — comentó miss Marple, mientras el policía abría la puerta.
— Efectivamente. Miss Marple se sentó en la butaca.
— Una habitación muy cómoda — señaló, mirando a su alrededor. Exhaló un leve suspiro.
— Desde luego aquí saben perfectamente qué es la comodidad — asintió Davy.
— Parece usted cansado, inspector — afirmó miss Marple sin que viniera a cuento.
— He tenido que trotar mucho estos últimos días. Acabo de regresar de Irlanda.
— Vaya. ¿Desde Ballygowlan?
— ¿Cómo diablos sabe usted lo de Ballygowlan? Lo siento, le ruego que me disculpe. Miss Marple le perdonó con una sonrisa. —Supongo que Michael Gorman le dijo de dónde era, ¿me equivoco? — dijo el Abuelo.
— No, no me lo dijo.
— Entonces, si me permite que se lo pregunte, ¿cómo se enteró?
— Bueno, la verdad es que resulta un tanto embarazoso. Fue algo que oí por casualidad.
— Ah, comprendo.
— No estaba espiando. Se trataba de una sala pública, al menos técnicamente. Con toda franqueza, admito que me encanta escuchar a la gente. Sobre todo cuando uno es viejo y no tiene muchas ocasiones de frecuentar. Me refiero a que, si la gente habla cuando uno está cerca, escuchas.
— A mí me parece algo muy natural.
— Sí, hasta cierto punto. Si las personas prefieren no bajar la voz, uno debe asumir que están dispuestas a que los demás les oigan. Claro que hay sus más y sus menos. A veces se plantea una situación incómoda cuando te das cuenta de que, aunque sea una sala pública, los demás no han advertido que hay alguien más allí. Entonces, es cuando tienes que decidir qué hacer al respecto. Levantarte y toser, o quedarte quieta y confiar en que no se den cuenta de tu presencia. En cualquier caso, no deja de ser incómodo. El inspector consultó su reloj. —Perdone. Me interesa mucho lo que dice, pero el padre Pennyfather llegará de un momento a otro. Tengo que ir a buscarle. No le importa esperar, ¿verdad? Miss Marple respondió que no le importaba. El Abuelo salió de la habitación.

2

El padre Pennyfather atravesó la puerta giratoria y entró en el vestíbulo del Bertram's. Frunció el entrecejo, preguntándose por qué le parecía que había algo diferente en el hotel. ¿Quizás habían pintado el vestíbulo o habían cambiado la decoración? Meneó la cabeza. No, no era eso, pero sí que había algo. No se le ocurrió pensar que la diferencia era entre un portero de un metro ochenta de estatura, ojos azules y pelo oscuro, y otro de metro sesenta, hombros caídos, pecas y una mata de pelo rubio que le sobresalía de la gorra. Sólo sabía que había algo distinto. Con su habitual expresión despistada, se encaminó hacia la recepción. Miss Gorringe le dio la bienvenida.
— Padre Pennyfather, me alegra mucho volver a verle. ¿Viene usted a recoger el equipaje? Lo tiene preparado, pero podría haberse ahorrado la molestia. No tenía más que llamar y nosotros se lo hubiéramos enviado a su casa.
— Muchas gracias, miss Gorringe, es usted muy amable como siempre. Pero la verdad es que hoy tenía que venir a Londres de todas maneras y pensé que podía venir a recogerlo.
— Estábamos tan preocupados por usted — añadió la recepcionista—. Me refiero a la desaparición, y que nadie fuera capaz de dar con su paradero. Me han dicho que tuvo usted un accidente de carretera o algo así.
— Sí. Hoy en día la gente conduce demasiado rápido. Es muy peligroso. Tampoco es que recuerde gran cosa del accidente. Me afectó la cabeza. El médico habló de conmoción cerebral. Pero ya sabe usted, cuando uno se hace viejo, la memoria...
— Se interrumpió para menear la cabeza, con una expresión de tristeza—. ¿Cómo está usted, miss Gorringe?
— Muy bien, gracias. En aquel momento, el padre Pennyfather cayó en la cuenta de que miss Gorringe también se veía distinta. La observó, en un intento por descubrir dónde estaba la diferencia. ¿El pelo? No, lo llevaba como siempre. Quizás incluso un poco más encrespado. El mismo vestido negro, el mismo collar, el mismo broche. Todo estaba como siempre, pero había una diferencia. ¿Quizás un poco más delgada? ¿O se trataba de...? Se la veía preocupada. Sí, aquí tenía la solución. No era frecuente que el padre se diera cuenta de las preocupaciones ajenas, no era la clase de persona que notara las emociones en los rostros de los demás, pero hoy le llamó la atención, quizá porque miss Gorringe, a lo largo de los años, siempre había presentado el mismo aspecto a los huéspedes del hotel.
— Confío en que no haya usted estado enferma —comentó solícito—. Se la ve un poco más delgada.
— La verdad, padre, es que tuvimos muchas preocupaciones.
— Vaya, vaya. Lo lamento. Espero que no haya sido por culpa de mi desaparición.
— No, no — respondió la mujer —. Estábamos preocupados, desde luego, pero tan pronto como nos enteramos de que se encontraba bien...
— Se interrumpió por un momento y después añadió—: No, no, se trata... bueno, no sé si usted lo habrá leído en el periódico. Gorman, el portero, fue asesinado.
— Ah, sí, es verdad. Ahora lo recuerdo. Leí la noticia en el periódico, eso de que aquí habían tenido un asesinato. Miss Gorringe se estremeció al escuchar la palabra asesinato dicha con tanta crudeza.
— Terrible —exclamó—, terrible. Nunca había ocurrido nada semejante en el Bertram's. Me refiero a que no somos la clase de hotel donde se cometen asesinatos.
— No, por supuesto —se apresuró a decir Pennyfather—. Estoy seguro de eso. Quería decir que nunca se me pasó por la cabeza que algo así hubiese podido pasar aquí. —Claro que no ocurrió dentro del hotel —añadió la recepcionista, un poco más animada al considerar este aspecto —. El asesinato tuvo lugar en la calle.
— O sea que, en realidad, no tuvo nada que ver con esto — señaló el padre con la mejor de las intenciones. Sin embargo, aparentemente no era lo que se esperaba que dijera.
— Pero lo relacionaron con el Bertram's — protestó miss Gorringe —. Estuvo aquí la policía. Interrogaron a los huéspedes, dado que el portero asesinado trabajaba para nosotros.
— Ah, por eso hay un portero nuevo. Ahora me explico por qué tenía la impresión de que las cosas habían cambiado un poco.
— Sí, ya sé que no es del todo satisfactorio. Me refiero a que no es del estilo de personal que estamos acostumbrados a tener aquí. Pero, desde luego, necesitábamos conseguir un portero rápidamente.
— Ahora sí que lo recuerdo todo — afirmó el clérigo, que acababa de unir los vagos retazos de información que había leído en los periódicos hacía una semana atrás—. Pero creía que habían disparado contra una muchacha.
— ¿Usted se refiere a la hija de lady Sedgwick? Supongo que la recordaba usted de haberla visto con su tutor, el coronel Luscombe. Al parecer, alguien la atacó en medio de la niebla. Supongo que pretendían robarle el bolso. La cuestión es que alguien le disparó, y entonces, Gorman, que desde luego había sido un soldado y era un hombre con gran presencia de ánimo, corrió en su ayuda, la escudó con su cuerpo y el pobre recibió el disparo mortal.
— Muy triste, tristísimo —afirmó Pennyfather, meneando la cabeza con desánimo.
— Todo eso complica muchísimo las cosas —se quejó la recepcionista—. Quiero decir que la policía entra y sale continuamente. Supongo que es lo lógico, pero no nos gusta que ocurra aquí, aunque debo reconocer que el inspector jefe Davy y el sargento Wadell son personas con un aspecto muy respetable. Trajes discretos y modales correctos, no como esos tipos de gabardina y zapatones que vemos en las películas. Casi son como nosotros.
— Sí, sí —asintió el padre.
— ¿Tuvo que ir al hospital?
— No. Unas personas muy agradables, unos verdaderos samaritanos, creo que un hortelano, me recogió, y su esposa me cuidó hasta que me recuperé. Les estoy agradecido, muy agradecido. Es alentador descubrir que la bondad humana todavía existe en este mundo. ¿Usted qué opina? Miss Gorringe respondió que lo consideraba muy alentador.
— Después de todo lo que lees sobre el aumento de la criminalidad, todos esos horribles jóvenes y chicas que atracan bancos, asaltan trenes y secuestran personas, te consuela saber que todavía quedan personas de buen corazón.
— La recepcionista desvió la mirada hacia las escaleras—. Veo que el inspector Davy viene hacia aquí. Creo que desea hablar con usted.
— No entiendo por qué quiere hablar conmigo — manifestó el clérigo intrigado—. Ya me vino a visitar, sabe usted, a Chadminster. Creo que se llevó una gran desilusión porque no le pude decir nada que le fuese útil.
— ¿No pudo? El padre meneó la cabeza con una expresión compungida.
— No recuerdo absolutamente nada. El accidente ocurrió en las cercanías de un lugar llamado Bedhampton y, la verdad, no entiendo qué podía estar haciendo allí. El inspector no hizo otra cosa que preguntarme una y otra vez por qué estaba allí y no se lo pude decir. Es muy extraño, ¿no cree usted? Parecía creer que había viajado en un coche desde algún lugar próximo a la estación del ferrocarril hasta la vicaría.
— Eso parece bastante lógico — apuntó la mujer.
— Pues a mí no me lo parece en absoluto. Quiero decir que ¿por qué iba a circular por una parte del país que ni siquiera conozco? El inspector Davy se unió a ellos.
— Me alegro de verle, padre Pennyfather. ¿Se encuentra bien?
— Me siento bastante bien, pero todavía tengo dolores de cabeza. Me han recomendado que no haga demasiados esfuerzos. Sigo sin recordar lo que tendría que recordar y el médico opina que quizá nunca recupere la memoria de aquellos cuatro días.
— Bueno, lo importante es no perder la esperanza — afirmó el Abuelo mientras se llevaba al canónigo de la recepción—. Quiero llevar a cabo un pequeño experimento. Espero que no le importe ayudarme. 3 Miss Marple continuaba sentada en la butaca junto a la ventana cuando el inspector abrió la puerta de la habitación. —Veo que hoy hay mucha gente en la calle — comentó la anciana—. Más de la habitual.
— Es una calle de paso para ir a Berkely Square y Shepherd Market — replicó el Abuelo sin darle mucha importancia.
— No me refiero sólo a los transeúntes. Hay hombres haciendo cosas. Obreros reparando la calzada, una furgoneta de la compañía de teléfonos, un camión de reparto, un par de coches particulares.
— ¿Puedo preguntar qué ha deducido de todo eso?
— No he dicho que dedujera nada. El inspector la miró fijamente.
— Quiero que me ayude.
— Desde luego. Para eso estoy aquí. ¿Qué quiere que haga?
— Quiero que repita exactamente todo lo que hizo la noche del 19 de noviembre. Usted estaba dormida, se despertó, quizá por causa de algún sonido poco habitual. Encendió la luz, miró qué hora era, se levantó de la cama, abrió la puerta y asomó la cabeza. ¿Puede repetir esas acciones?
— Desde luego.
— Miss Marple abandonó la butaca y se dirigió a la cama.
—Espere un momento. El Abuelo fue hasta la pared que daba a la habitación vecina y golpeó con los nudillos.
— Tendrá que hacerlo más fuerte — le advirtió la anciana—. Este edificio está muy bien construido. Davy redobló la fuerza de los golpes.
— Le avisé al padre Pennyfather que contara hasta diez — explicó mientras miraba su reloj—. Muy bien, adelante. Miss Marple encendió la luz, miró un reloj imaginario, se levantó, caminó hasta la puerta, la abrió y asomó la cabeza. A su derecha, vio al padre Pennyfather salir de la habitación, caminar por el pasillo hasta las escaleras y comenzar a bajar. La anciana contuvo el aliento sorprendida. Se volvió.
— ¿Y bien? —preguntó Davy.
— El hombre que vi aquella noche no pudo haber sido el padre Pennyfather —afirmó miss Marple—. No si el hombre que acabo de ver es el auténtico canónigo.
— Me parece recordar que usted había dicho que...
— Lo sé. Se parecía a Pennyfather. El pelo, las prendas y todo lo demás. Pero no caminaba de la misma manera. Creo que debía tratarse de una persona más joven. Lo siento, siento muchísimo haberle confundido, pero ahora estoy muy segura de que no era al padre Pennyfather a quien vi aquella noche.
— ¿Esta vez está bien segura, miss Marple?
— Sí, y repito que lamento haberle inducido a un error.
— La verdad es que casi acertó. El padre regresó al hotel aquella noche. Nadie le vio entrar, pero eso no tiene nada de particular. Llegó aquí pasada la medianoche. Subió las escaleras, abrió la puerta de la habitación y entró. Lo que vio o lo que sucedió después no lo sabemos, porque él no puede o no quiere decírnoslo. Si al menos hubiera una forma de hacerle recordar.
— Hay una palabra alemana para eso —señaló miss Marple, pensativamente.
— ¿Qué palabra alemana?
— Válgame Dios, ahora la he olvidado, pero... Llamaron a la puerta.
— ¿Puedo entrar?
— El padre Pennyfather entró en la habitación—. ¿Ha ido bien el experimento?
— De perlas — manifestó el inspector —. Ahora mismo se lo decía a miss Marple. ¿Conoce usted a miss Marple?
— Sí — respondió el canónigo, aunque con un ligero tono de duda como si no tuviese muy claro si la conocía o no.
— Le explicaba a miss Marple que hemos seguido todos sus movimientos de la noche del 19 de noviembre. Usted regresó al hotel pasada la medianoche. Subió las escaleras, abrió la puerta de la habitación, entró...
— Hizo una pausa. Miss Marple soltó una exclamación.
— Ahora recuerdo cuál era la palabra alemana. ¡Doppelganger! En ese instante el padre lo recordó todo.
— ¡Claro! ¡Por supuesto! ¿Cómo es posible que lo olvidara? Tiene usted toda la razón. Después de ver aquella película, Las murallas de Jericó, regresé aquí, subí las escaleras, entré en mi habitación y vi algo extraordinario. Me vi a mí mismo sentado en una butaca mirándome. Como usted ha dicho, mi querida amiga, un doppelganger. ¡Qué extraordinario! Entonces, un momento, déjeme pensar.
— Frunció el entrecejo, intentando recordar.
— Entonces — dijo el Abuelo —, recuperados del susto de verle de cuerpo presente cuando creían que estaba usted en el congreso de Lucerna, alguien le propinó un golpe en la cabeza.

Capítulo XXVI

Al padre Pennyfather le habían montado en un taxi que le trasladó rápida y cómodamente al Museo Británico. El inspector Davy había dejado a miss Marple instalada en el vestíbulo. ¿Le importaría esperarle diez minutos? A miss Marple no le importaba. Agradeció la oportunidad de sentarse, contemplar el elegante vestíbulo y pensar. El hotel Bertram's. Tantos recuerdos. El pasado se confundía con el presente. Recordó una frase francesa. Plus ça change, plus c'est la mente chose. Invirtió la frase. Plus c'est la méme chose, plus ça change. De las dos maneras seguía siendo verdad. Sintió pena por el hotel Bertram's y de sí misma. Se preguntó qué quería el inspector que hiciera ahora. Había percibido la determinación del policía. Era un hombre cuyos planes estaban a punto de dar sus frutos. Era el día D del inspector Davy. La vida en el Bertram's seguía con la rutina habitual. No, se dijo miss Marple, no era la habitual. Había una diferencia, aunque ella no podía definir dónde estaba el cambio. ¿Quizás una inquietud subyacente?
— ¿Preparada? —preguntó el Abuelo.
— ¿Dónde pretende llevarme ahora?
— Vamos a hacerle una visita social a lady Sedgwick.
— ¿Está aquí?
— Sí. Está con su hija. Miss Marple abandonó el sillón. Echó una ojeada al vestíbulo. —Pobre Bertram's — murmuró.
— ¿Qué ha querido decir con eso de «pobre Bertram's»?
— Creo que usted lo sabe muy bien.
— Bueno, quizá lo entienda mejor si me explica su punto de vista.
— Siempre es triste cuando se trata de destruir una obra de arte — afirmó la anciana.
— ¿Llama a este lugar una obra de arte? —Por supuesto que sí. Usted también.
— Comprendo lo que quiere decir — admitió el Abuelo.
—Es como cuando tienes hiedra venenosa metida entre las flores. No puedes hacer nada que no sea arrancarlo todo de cuajo y dejar la tierra limpia.
— No entiendo mucho de jardinería, pero si cambia la hiedra venenosa por carcoma estoy de acuerdo. Subieron en el ascensor y después recorrieron el pasillo hasta la suite en un extremo del edificio que ocupaba lady Sedgwick y su hija. El inspector llamó a la puerta, una voz dijo «Pase» y Davy entró seguido por miss Marple. Bess Sedgwick se encontraba sentada en una silla de respaldo alto junto a la ventana. Tenía un libro abierto sobre las rodillas que, evidentemente, no leía.
— Ah, es usted otra vez, inspector.
— La mirada de Bess se fijó en la acompañante del policía y pareció un tanto sorprendida.
— Esta es miss Marple — le explicó el Abuelo —. Miss Marple. Lady Sedgwick.
— A usted la he visto antes. El otro día estaba con Selina Hazy, ¿no es así? Por favor, siéntese.
— Volvió su atención una vez más al inspector —. ¿Tiene usted alguna novedad sobre el hombre que atentó contra Elvira?
— No precisamente lo que usted llamaría una novedad.
— Dudo mucho que consiga averiguar nada. En una niebla como aquella, los delincuentes se mueven a sus anchas en busca de mujeres solas.
— Eso es cierto, pero hasta cierto punto. ¿Cómo está su hija?
— Elvira está perfectamente.
— ¿Está aquí con usted?
— Sí. Llamé al coronel Luscombe, su tutor. Se mostró encantado de que estuviera dispuesta a hacerme cargo.
— Se echó a reír—. Mi pobre y querido amigo. Desde hace años no sueña con otra cosa que un encuentro entre madre e hija.
— Quizá tenga razón —opinó el Abuelo.
— No, no la tiene, pero creo que en estos momentos es lo más conveniente para todos.
— Volvió la cabeza para mirar a través de la ventana y añadió con un brusco cambio de tono—: Me han dicho que ha detenido a un amigo mío, Ladislaus Malinowski. ¿Cuál es la acusación?
— No está arrestado —le corrigió el inspector—. Está colaborando con nuestras investigaciones.
— He enviado a mi abogado para que le atienda.
— Algo muy sabio — aprobó el Abuelo —. Todo aquel que tenga la más mínima dificultad con la policía hace muy bien en recurrir a un abogado. De lo contrario, es muy fácil que digan algo equivocado.
— ¿Incluso si es completamente inocente?
— En ese caso, yo diría que es más necesario que nunca.
— Es usted todo un cínico, ¿verdad? Puedo preguntarle cuál es el objeto del interrogatorio, ¿o no puedo?
— En primer lugar queremos saber exactamente cuáles fueron sus movimientos la noche que asesinaron a Michael Gorman. Bess Sedgwick se irguió bruscamente en la silla.
— ¿No se le habrá ocurrido la peregrina idea de que Ladislaus efectuó los disparos contra Elvira? Ni siquiera se conocen.
— Pudo haberlo hecho. Su coche estaba aparcado a la vuelta de la esquina.
— Tonterías —afirmó lady Sedgwick con un tono enérgico.
— ¿Hasta qué punto le afectó a usted el tiroteo de la otra noche, lady Sedgwick? La mujer le miró sorprendida.
— Naturalmente me inquieté mucho cuando mi hija se libró de la muerte por los pelos. ¿Qué esperaba?
— No me refería a su hija. Me refería a cuánto le afectó la muerte de Michael Gorman.
— También lamenté mucho su muerte. Era un hombre valiente.
— ¿Eso es todo?
— ¿Qué más esperaba escuchar?
— Usted le conocía, ¿verdad?
— Desde luego. Trabajaba aquí.
— Creo que usted le conocía bastante mejor. ¿Me equivoco?
— ¿Qué quiere usted decir?
— Vamos, lady Sedgwick. Gorman era su marido, ¿no? La mujer tardó unos segundos en contestar, aunque no demostró ninguna señal de agitación o sorpresa.
— Al parecer sabe usted muchísimas cosas, inspector.
— Exhaló un suspiró y se acomodó en la silla—. No lo veía desde... ya ni me acuerdo, hace muchísimos años. Veinte, o quizá más. Entonces, un día miré por la ventana y, de pronto, reconocí a Micky.
— ¿Él también la reconoció?
— Así es, fue algo sorprendente que nos reconociéramos. Sólo estuvimos juntos una semana. Entonces, mi familia nos encontró, sobornaron a Micky para que desapareciera y a mí me llevaron de regreso a casa, deshonrada para siempre. Hizo una pausa y volvió a suspirar.
— Era muy joven cuando me escapé con Micky. Una chiquilla que no sabía nada de la vida, pero con la cabeza llena de románticas ilusiones. Para mí, era todo un héroe, sobre todo por la manera como montaba a caballo. No sabía lo que era el miedo. Además era guapo, alegre y ¡tenía la lengua de los irlandeses! ¡Supongo que en realidad fui yo quien se fugó con él! ¡Dudo mucho de que a él se le hubiese ocurrido! Pero yo era salvaje, testaruda y estaba locamente enamorada.
— Meneó la cabeza—. No duró mucho. Las primeras veinticuatro horas fueron más que suficientes. Bebía, era grosero y brutal. Finalmente, cuando apareció mi familia para llevarme de vuelta a casa, me sentí agradecida. Nunca más quise volver a verle o tener algún contacto con Micky.
— ¿Su familia sabía que estaban casados?
— No.
— ¿Usted no se lo dijo?
— No creía estar casada.
— ¿Cómo es eso?
— Nos casamos en Ballygowlan, pero cuando aparecieron mis padres, Micky vino y me dijo que el casamiento había sido una farsa. Había sido algo que habían arreglado entre él y sus amigos. En aquel momento me pareció que era algo muy propio por su parte. Si quería el dinero que le ofrecían o si temía haber cometido un delito al casarse con una menor de edad, es algo que nunca averigüé. En cualquier caso, no dudé ni por un instante de que me había dicho la verdad.
— ¿Cuándo lo descubrió? Lady Sedgwick pareció perderse en sus recuerdos.
— No fue hasta unos cuantos años más tarde, cuando ya sabía algo más de la vida y de las cuestiones legales, cuando un día se me ocurrió que, después de todo, probablemente estaba casada con Micky Gorman.
— O sea que de hecho, cuando se casó usted con Lord Coniston, cometió bigamia.
— También cuando me casé con Johnnie Sedgwick, y otra vez más cuando contraje matrimonio con mi esposo norteamericano, Ridgway Becker.
— Miró al inspector y se echó a reír con auténtico regocijo—. Tantos casos de bigamia —añadió—. En realidad, acaba por resultar ridículo.
— ¿Nunca se le ocurrió pedir el divorcio? La mujer se encogió de hombros.
— Todo parecía un sueño ridículo. ¿Para qué remover toda aquella historia? Desde luego, se lo dije a Johnnie.
— Su voz mostró ternura al pronunciar el nombre.
— ¿Qué le respondió?
— A él no le importaba. A ninguno de los dos nos importaban mucho las leyes.
— La bigamia es un delito grave, lady Sedgwick. Bess miró al Abuelo y una vez más se echó a reír.
— ¿Quién iba a preocuparse por algo que había ocurrido en Irlanda hacía una pila de años? Todo aquel asunto estaba muerto y enterrado. Micky cogió su dinero y desapareció para siempre. ¿Es que no lo comprende? No parecía más que un pequeño y ridículo incidente. Un episodio que deseaba olvidar. Lo dejé a un lado con las cosas, con las otras muchas cosas que no tienen importancia en la vida.
— Entonces, un día de noviembre — dijo el inspector, con voz apacible
—, reapareció Michael Gorman y le hizo chantaje.
— ¡Vaya tontería! ¿Quién dice que me chantajeaba? El Abuelo desvió la mirada lentamente hacia la anciana que permanecía sentada muy erguida en la silla, sin pronunciar palabra.
— ¿Usted? — Bess miró a miss Marple atónita —. ¿Cómo puede usted saber nada de este asunto? Su tono era de curiosidad y no de acusación.
— Los sillones de este hotel tienen los respaldos muy altos y son la mar de cómodos. Estaba sentada en uno de ellos delante del fuego en la sala de lectura, descansando antes de salir. Usted entró dispuesta a escribir una carta. Supongo que no advirtió la presencia de alguien más en la habitación. Así fue como escuché su conversación con aquel hombre, Gorman.
— ¿Usted la escuchó?
— Naturalmente. ¿Por qué no? Era una sala pública. Yo no tenía ni la más remota idea de que sería una conversación privada cuando usted abrió la ventana y llamó a voces al hombre que se encontraba en la acera. Bess la miró durante unos segundos más antes de asentir.
— Muy justo. Sí, lo comprendo. Así y todo, usted malinterpretó nuestra conversación. Micky no me chantajeaba. Quizá pensó hacerlo, pero le puse sobre aviso antes de que ni siquiera lo intentara.
— En su rostro apareció una vez más la amplia y generosa sonrisa que la hacía tan atractiva—. Le metí el miedo en el cuerpo.
— Sí, creo que en eso no se equivoca. Usted amenazó con matarle. Usted manejó la situación, si no considera una impertinencia de mi parte que se lo diga, de una manera notable. Bess Sedgwick enarcó las cejas con una expresión divertida.
— Sin embargo, no fui yo la única persona que escuchó la conversación — añadió miss Marple.
— ¡Dios bendito! ¿Es que estaba escuchando todo el hotel?
— El otro sillón también estaba ocupado.
— ¿Por quién? Miss Marple apretó los labios. Miró al inspector Davy, y la súplica se reflejó claramente en sus ojos.
«Si hay que hacerlo, hágalo usted», decía la mirada. «Yo no puedo.»
— Su hija estaba en el otro sillón — respondió el Abuelo.
— ¡Oh, no!
— El grito sonó muy agudo—. ¡Oh, no, Elvira no! Comprendo, sí, lo comprendo. Debió pensar...
— Lo que pensó fue algo tan grave que le obligó a ir a Irlanda en busca de la verdad. No le resultó muy difícil descubrirla. —Oh, no —repitió Bess, esta vez con un tono mucho más suave, y después añadió—: Pobre chica, nunca me preguntó nada. Se lo guardó todo. Ha tenido que ser algo terrible. Si sólo me lo hubiera preguntado, podría haberle dado una explicación, convencerla de que no tenía ninguna importancia.
— Quizás ella no hubiera estado de acuerdo. Es curioso —añadió el Abuelo con un tono plácido, como un viejo granjero que habla de los animales y de la tierra—, pero he aprendido después de muchos errores a desconfiar de las cosas aparentemente sencillas. Casi siempre suelen ser demasiado buenas para ser ciertas. El planteamiento del asesinato de la otra noche es una de esas cosas. La muchacha dice que alguien le disparó, pero que no dio en el blanco. El portero corre a salvarla y recibe la segunda bala que es mortal. Todo eso puede ser cierto. Esa puede ser la manera en que la muchacha lo vio. Pero detrás de las apariencias, las cosas pueden ser un tanto diferentes. «Usted acaba de decir con mucha vehemencia, lady Sedgwick, que no existe ningún motivo por el que Ladislaus Malinowski quisiera atentar contra la vida de su hija.
Bien, estoy de acuerdo con usted. No creo que lo hiciera. Es de esos jóvenes que pueden tener una discusión con una mujer, sacar una navaja y acuchillarla. Pero no le veo capaz de ocultarse en una escalera y esperar para dispararle a sangre fría. Sin embargo, supongamos que sí quería disparar contra algún otro. Gritos y disparos, pero lo que ocurrió realmente fue que Michael Gorman acabó muerto. Supongamos que eso era lo que se pretendía. Malinowski lo planea todo cuidadosamente. Elige una noche de niebla, se esconde y espera hasta que su hija aparece en la calle. Sabe que vendrá porque él mismo se ha encargado de llamarla. Efectúa el primer disparo. De ningún modo pretende herir a la muchacha. Apunta con mucho cuidado para asegurarse de que la bala pase muy lejos, pero ella cree que le han disparado y grita. El portero del hotel oye el disparo y el grito, y echa a correr por la calle en auxilio de la joven, y es en ese momento que Malinowski dispara contra la persona a quien ha venido a matar. Michael Gorman.
— ¡No me creo ni media palabra! ¿Por qué demonios podría Ladislaus querer asesinar a Micky Gorman?
— Quizás un pequeño chantaje — sugirió Davy.
— ¿Quiere usted decir que Micky estaba chantajeando a Ladislaus? ¿Cuál sería el motivo?
—Tal vez le amenazó con descubrir las cosas que pasan en el hotel Bertram's. Michael Gorman bien pudo enterarse de muchas cosas mientras trabajaba aquí.
— ¿Cosas en el hotel Bertram's? ¿Qué quiere usted decir?
— Ha sido un magnífico negocio. Muy bien planeado y todavía mejor ejecutado. Pero nada dura para siempre. El otro día, miss Marple me preguntó qué había de malo en este lugar. Bien, ahora le responderé a su pregunta. El hotel Bertram's es, a todos los efectos, el cuartel general de uno de los mejores y más grandes sindicatos del crimen que se hayan formado en los últimos años.
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Ср ноя 08, 2017 4:22 am

Capítulo XXVII

El silencio se prolongó durante un par de minutos. Miss Marple fue la primera en romperlo.
— Qué interesante —opinó con toda calma. Bess Sedgwick se volvió hacia la anciana.
— No parece usted sorprendida, miss Marple.
— No, en realidad no lo estoy. Había tantas cosas extrañas que no parecían encajar del todo. Resultaba demasiado bueno para ser cierto, no sé si entiende lo que quiero decir. Es lo que en los ambientes teatrales denominan una magnífica representación. Pero sólo se trataba de una representación, no era real. Había un montón de pequeños detalles, personas que creían reconocer a un amigo o a un conocido, y resultaba que se habían equivocado.
— Esas cosas ocurren — intervino el inspector —, pero aquí ocurrían con demasiada frecuencia. ¿No es así, miss Marple?
— Sí, así es, efectivamente. Las personas como Selina Hazy cometían esa clase de errores. Pero también había muchas otras personas a quienes les ocurría lo mismo. Resultaba imposible no darse cuenta.
— Ella no pasa nada por alto — le comentó el Abuelo a Bess Sedgwick como si miss Marple fuese un animal de circo. Bess se volvió hacía Davy como si fuera a increparlo.
— ¿Qué ha querido decir con eso de que este lugar era el cuartel general de un sindicato del crimen? Yo hubiera dicho que el hotel Bertram’s es el lugar más respetable del mundo.
— Naturalmente —replicó el Abuelo —. Tenía que serlo. Se ha invertido mucho dinero, tiempo y planificación para conseguir precisamente lo que es. Lo auténtico y lo falso están combinados con muchísima habilidad. Usted tiene a un actor soberbio como Henry dirigiendo todo este montaje. Tiene a ese tipo, Humfries, que parece de lo más legal. No tiene antecedentes en este país, pero ha estado metido en varios asuntos turbios relacionados con hoteles en el extranjero. Hay unos cuantos actores y actrices de primera fila interpretando diversos papeles. No me importa admitir que no puedo evitar sentir una gran admiración por todo el entramado. Le ha costado al país una pila de dinero, y ha significado un sinfín de quebraderos de cabeza para el C.I.D. y las policías locales. »Cada vez que parecíamos estar llegando a alguna parte y a poner el dedo sobre algún incidente en particular, resultaba ser un episodio que no tenía nada que ver con todo lo demás. Pero continuamos trabajando: una pizca aquí, otra allá. Un garaje donde se guardaban placas de matrícula de todas clases que se podían cambiar en determinados vehículos si era necesario. Una empresa de alquiler de camiones de mudanzas, una furgoneta de carnicero, otra de panadería, incluso un par de furgonetas de correos. Un piloto de carreras con un coche deportivo capaz de recorrer distancias increíbles en un tiempo increíble y, en el otro extremo, un viejo clérigo traqueteando por la carretera en un destartalado Morris Oxford. La casa de un hortelano dispuesto a prestar primeros auxilios si es necesario y que está en contacto con un médico.»
No voy a entrar a detallar todo eso. Las ramificaciones se extienden por doquier. Pero eso es sólo la mitad de todo este montaje. La otra mitad son los visitantes extranjeros que llegan al Bertram's. La mayoría de Estados Unidos o de los dominios. Personas ricas que están por encima de cualquier sospecha, que vienen aquí con montañas de lujosas maletas, y que se marchan con otras montañas de maletas lujosas que parecen idénticas, pero que no lo son. Turistas ricos que llegan a Francia, y a quienes los funcionarios de Aduanas no molestan demasiado porque no quieren molestar a los turistas que traen divisas al país. Tampoco son siempre los mismos turistas. El cántaro no debe ir tantas veces a la fuente. Nada de todo esto resultará fácil de probar o de conectar, pero al final acabaremos por conseguirlo. Ya hemos dado un primer paso con los Cabot.
— ¿Qué pasa con los Cabot? — preguntó lady Sedgwick con un tono imperativo.
— ¿Los recuerda? Unos norteamericanos muy simpáticos, desde luego. Se alojaron aquí el año pasado y este año han repetido. No hubiesen venido una tercera vez. Nadie viene más de dos veces seguidas a este negocio. Sí, les arrestamos cuando desembarcaron en Calais. El baúl que llevaban con ellos resultó ser toda una obra de arte. En el doble fondo encontramos trescientas mil libras muy bien acomodadas. Dinero procedente del asalto al tren en Bedhampton. Desde luego, aquello no fue más que una minucia.»
¡El hotel Bertram's, afirmo, es el cuartel general de todo este asunto! La mitad del personal está implicado. Algunos de los huéspedes también. Hay algunos que son quienes dicen ser, pero otros no. Por ejemplo, los verdaderos Cabot ahora misma se encuentran en Yucatán. También estaba el montaje de las identificaciones. Tomemos el caso del juez Ludgrove. Un rostro conocido, una nariz grande y una verruga. Un personaje muy fácil de interpretar. El padre Pennyfather. Un tranquilo clérigo rural, con una abundante cabellera blanca y extraordinariamente desmemoriado. Los modales, la manera de mirar por encima de las gafas, todo muy sencillo de imitar por un buen actor de carácter.
— ¿Para qué necesitaban hacer todo eso? —preguntó Bess.
— ¿De veras que me lo pregunta? ¿Acaso no es obvio? Ven al juez Ludgrove cerca del lugar donde se ha cometido un atraco a una entidad bancaria. Alguien lo reconoce y lo menciona. Nosotros investigamos la pista. Todo es una equivocación. A aquella hora, él estaba en otra parte. Pero tardamos un tiempo hasta caer en la cuenta de que todas estas falsas identificaciones eran lo que a veces se denominan «errores intencionados».
Nadie se preocupa del hombre que se parecía al otro. Nadie, en realidad, se dedica a buscarlo. Además, tampoco se parece tanto. Se quita el maquillaje y deja de interpretar su papel. Todo el asunto no conducía más que a una gran confusión. Hubo un momento en que teníamos a un juez del Tribunal Supremo, un archidiácono, un almirante, un teniente general, todos vistos cerca de la escena del crimen.
«Después del asalto al tren en la estación de Bedhampton, intervinieron al menos cuatro vehículos antes de que el botín llegara a Londres. Un coche deportivo conducido por Malinowski fue uno, un falso camión blindado, un viejo Daimler con un almirante a bordo y un viejo clérigo con una abundante cabellera blanca, conduciendo un Morris Oxford. Todo el asunto fue una espléndida operación, muy bien planeada.
«Hasta que un día la banda tuvo una racha de mala suerte. Aquel viejo y desmemoriado clérigo, el padre Pennyfather, salió del hotel para ir a coger el avión el día equivocado. En la terminal aérea le sacaron de su error, deambuló por Cromwell Road, se metió en un cine, regresó aquí después de medianoche, subió a su habitación y, como tenía la llave en el bolsillo porque se había olvidado de dejarla en la recepción, abrió la puerta y entró para llevarse la sorpresa de su vida al verse a sí mismo sentado en una silla. Lo último que esperaba la banda era ver entrar al auténtico padre Pennyfather cuando todo el mundo le hacía tan tranquilo en Lucerna. El doble sencillamente esperaba el momento oportuno para interpretar su papel en Bedhampton cuando se encontró cara a cara con el hombre real. Se quedaron atónitos sin saber qué hacer, hasta que uno de los delincuentes, con más rapidez de reflejos, entró en acción. Supongo que debió tratarse de Humfries. Le propinó un golpe en la cabeza y el pobre viejo se desplomó.»
Creo que alguien se enojó mucho al saber lo sucedido. Se puso furioso. Sin embargo, examinaron al viejo, comprobaron que sólo estaba inconsciente y que seguramente acabaría por despertarse sin más consecuencias que un tremendo dolor de cabeza, y decidieron continuar adelante con los planes. El falso padre Pennyfather abandonó la habitación, salió del hotel y fue en su coche hasta el teatro de operaciones donde tenía que participar en la carrera de relevos. Lo que hicieron con el auténtico padre Pennyfather no lo sé. Sólo puedo adivinarlo. Supongo que aquella misma noche lo trasladarían hasta la casa de un hortelano que está no muy lejos del lugar donde detuvieron el tren, y donde había un médico que podía atenderle. Luego, si los informes mencionaban que Pennyfather había sido visto en las inmediaciones, todo encajaría. Tuvieron que pasar sus momentos de angustia hasta que el viejo recuperó el conocimiento y descubrieron que no recordaba absolutamente nada de lo ocurrido en aquellos cuatro días.
— ¿Cree que de no haber sido así le habrían matado? — preguntó miss Marple.
— No — respondió el Abuelo —. No creo que le hubiesen matado. Alguien no lo habría permitido. Está muy claro desde el primer instante, que quien está al mando de toda esta operación no es en absoluto partidario del asesinato.
—Suena como algo fantástico — opinó lady Sedgwick—. Absolutamente fantástico. No creo que tenga usted prueba alguna que relacione a Ladislaus Malinowski con esta patraña.
—Tengo pruebas más que suficientes contra Ladislaus Malinowski —replicó el inspector—. Verá, es un tipo descuidado. Rondaba por aquí cuando no tenía que hacerlo. La primera vez que vino fue para establecer contacto con su hija. Tenían un código.
—Tonterías. Ella misma le dijo que no le conocía.
— Eso me dijo, pero no era verdad. Está enamorada de ese hombre. Quiere casarse con Malinowski.
— ¡No me lo creo!
— No está usted en posición de saberlo — le recordó el Abuelo—. Malinowski no es de esas personas que le van contando sus secretos a todo el mundo, y usted no conoce a su hija en lo más mínimo. Usted misma lo reconoció. Usted se puso furiosa cuando descubrió que Malinowski se había presentado en el Bertram’s, ¿no es así?
— ¿Por qué iba a ponerme furiosa?
— Porque usted es el cerebro de todo este montaje —afirmó Davy sin andarse con rodeos—. Usted y Henry. La parte financiera se la encomendaron a los hermanos Hoffman. Ellos se encargan de las transacciones con los bancos del Continente, las cuentas y todas esas cosas, pero la jefa del sindicato es usted, lady Sedgwick, es usted el cerebro que lo dirige y lo planea todo. Bess miró al inspector y acabó por echarse a reír.
— ¡En mi vida he escuchado algo más ridículo!
— No, no tiene absolutamente nada de ridículo. Usted tiene inteligencia, valor y arrojo. Usted lo ha probado casi todo; creyó que podía hacer un intento en el campo de la delincuencia. Hay mucha emoción, mucho riesgo. Yo diría que no se metió en esto por dinero, sino porque le pareció divertido. Sin embargo, no estaba usted dispuesta a tolerar el asesinato ni la violencia innecesaria. Nunca se producía una muerte, ningún ataque brutal, sólo algún que otro golpe en la cabeza si era absolutamente necesario. Es usted una mujer verdaderamente interesante. Una de las pocas grandes mentes criminales que es interesante. El silencio se prolongó durante unos cuantos minutos. Luego Bess Sedgwick dejó la silla.
— Creo que está usted loco.
— Cogió el teléfono.
— ¿Va a llamar a su abogado? Es la cosa más sensata que puede hacer antes de que hable demasiado. La mujer dejó el teléfono con un golpe brusco. —La verdad es que detesto a los abogados. De acuerdo, como usted quiera. Sí, yo estoy al mando de toda la organización. Tenía toda la razón cuando dijo que era divertido. He disfrutado cada momento. Era divertido llevarse el dinero de los bancos, los trenes, las oficinas postales y los camiones blindados. Era divertido planear y decidir, divertidísimo, y me alegro de haberlo hecho. ¿El cántaro va tantas veces a la fuente? Eso acaba de decir, ¿no? Supongo que es verdad. ¡Bueno, por lo menos me lo he pasado en grande! Pero comete usted un error cuando dice que Ladislaus Malinowski mató a Michael Gorman. Él no lo hizo, fui yo.
— Se echó a reír con una risa aguda—. No tiene ninguna importancia lo que hizo, ni las amenazas. Le dije que le mataría, miss Marple aquí presente me oyó decirlo, y lo maté. Mis movimientos concuerdan más o menos con los que usted le atribuyó a Ladislaus. Me escondí en la escalera de los bajos. Esperé a que pasara Elvira, disparé al aire y, cuando ella gritó y Micky se acercó corriendo, lo tuve donde quería y me lo cargué. Como podrá suponer, tengo todas las llaves de entrada al hotel. Entré por la puerta de los bajos y subí a mi habitación. Nunca se me ocurrió que ustedes seguirían el rastro de la pistola hasta Ladislaus, o que llegarían a considerarle sospechoso. Robé el arma de su coche sin que él lo supiera, pero no, se lo aseguro, con la intención de hacerle parecer sospechoso.
— Se volvió hacia miss Marple—. Recuerde que es testigo de lo que acabo de decir. Yo maté a Gorman.
— Quizá lo dice porque está enamorada de Malinowski —señaló el inspector.
— No lo estoy.
— La réplica fue tajante—. Soy una buena amiga, nada más. Sí, hemos sido amantes de una manera informal, pero no estoy enamorada de Ladislaus. He amado a un solo hombre en toda mi vida: John Sedgwick.
— Su voz cambió y se hizo más suave al pronunciar el nombre.
— Ladislaus es mi amigo. No quiero que lo encierren por algo que no hizo. Yo maté a Michael Gorman. Lo dije antes y miss Marple es mi testigo.
Bien, mi querido inspector Davy, ahora — la voz de Bess se elevó excitada y sonó su risa— atrápeme si puede. Levantó el teléfono y, como quien arroja una pelota, lo lanzó contra el cristal de la ventana que se hizo añicos y, antes de que el Abuelo pudiera intentar levantarse, ella ya se había escabullido por la ventana y se deslizaba por la cornisa. Con una rapidez sorprendente para un hombre de su tamaño, Davy se había acercado a la otra ventana y, después de abrirla, tocó el silbato para dar la alarma. Miss Marple, que tardó un poco más en levantarse de la silla, se unió al inspector. Juntos se asomaron a la ventana para mirar a la mujer que se movía por la fachada del Bertram's.
— Se caerá —exclamó miss Marple —. Está trepando por una cañería de desagüe. ¿Por qué hacia arriba?
— Se dirige a la azotea. Es su única oportunidad y lo sabe. ¡Dios bendito, mírela! Trepa como un gato. Parece una mosca enganchada a la pared. ¡No se amilana ante nada!
— Se caerá —repitió miss Marple, que casi no se atrevía a mirar—. No lo conseguirá. Bess Sedgwick desapareció de la vista. El Abuelo se apartó de la ventana.
— ¿No va usted a seguirla? — preguntó la anciana. El inspector meneó la cabeza.
— ¿Qué podría hacer con lo que peso? Tengo a mis hombres apostados para impedirle la fuga. Ellos saben lo que tienen que hacer. En unos minutos tendremos noticias, aunque no me extrañaría que ella acabara por dejarles con un palmo de narices. Es una mujer entre un millón.
— Exhaló un suspiro—. Una de las indomables. Siempre hay algunas en todas las generaciones. No hay quien pueda dominarlas. Es imposible integrarlas en la comunidad y conseguir que respeten la ley y el orden. Tienen que seguir su propio camino. Si salen santas, atienden a los leprosos o cosas así, o acaban siendo martirizadas en alguna selva. Si salen malas, cometen atrocidades que es preferible no mencionar y, a veces, sencillamente salen indómitas. Supongo que lo suyo hubiera sido haber nacido en otra época, cuando todo el mundo tenía que cuidar de sí mismo y todos luchaban si querían seguir vivos. Emboscadas a cada paso, rodeados de peligros, y ellos representando una amenaza para los demás. Ese mundo hubiese sido el adecuado, se hubiera sentido como en su casa. En éste no.
— ¿Sabía usted lo que iba a hacer?
— En realidad no. Ése era uno de sus dones. Lo inesperado. Sin duda sabía que en algún momento acabarían descubriéndola. Así que sentada mirándonos, manteniendo la pelota en juego, mientras pensaba cómo salir del apuro, supongo que...
— Se interrumpió al oír el rugido de un motor acelerando a fondo y el chirrido de los neumáticos. Volvió a sacar la cabeza por la ventana —. Lo ha conseguido. Ha llegado al coche. Se oyeron más chirridos a medida que el coche daba la vuelta a la esquina sobre dos ruedas. Otro rugido y el coche enfiló la calle como una exhalación.
— Matará a alguien —anunció el Abuelo—. Matará a un montón de gente y acabará matándose ella también. Escucharon el ruido del motor y de la bocina que se alejaban, los gritos de los transeúntes, los chirridos de los frenazos, las bocinas de otros coches y, finalmente, otro tremendo frenazo y un terrible estrépito.
— Se ha estrellado —afirmó el inspector. Permaneció junto a la ventana en silencio, esperando con la paciencia que le era natural. Miss Marple tampoco abrió la boca. Luego, como en una carrera de postas, llegó el mensaje desde la calle. Un hombre en la acera opuesta miró hacia la ventana donde se encontraba el inspector y le transmitió el mensaje por señas.
— ¡Se acabó! —dijo el Abuelo con pesar—. ¡Ha muerto! Se estrelló a ciento cincuenta contra la verja del parque. No hay más heridos. Sólo algunos cuantos coches abollados. Una magnífica conductora. Sí, está muerta.
— Se apartó de la ventana—. Bueno, tuvo tiempo de confesar. Usted la escuchó.
— Sí, la escuché.
— Miss Marple hizo una pausa antes de añadir en voz baja—: Mintió, por supuesto.
— ¿Usted no la creyó?
— ¿Usted sí?
— No. La historia que nos contó no era correcta. Se la inventó de manera que encajara con los hechos, pero no era verdad. Ella no asesinó a Michael Gorman. ¿Sabe usted quién lo hizo?
— Claro que lo sé. La muchacha.
— ¡Ah! ¿Cuándo sospechó de Elvira?
— Desde el principio.
— Yo también. Aquella noche estaba asustadísima y las mentiras que nos contó no se aguantaban. Sin embargo, al principio no se me ocurrió cuál podía ser el motivo.
— A mí también me despistó. Había descubierto que su madre era bígama, pero ¿mataría una muchacha por eso? Imposible en estos tiempos. Supongo que por alguna parte saldrá el tema del dinero.
— Sí, fue por dinero. Su padre le dejó una fortuna inmensa. Cuando descubrió que su madre estaba casada con Michael Gorman se dio cuenta de que el matrimonio con Coniston no tenía ninguna validez legal. Creyó que no recibiría el dinero porque, aunque ella era su hija, no era legítima. Estaba en un error, ¿sabe usted? Una vez tuvimos un caso parecido. Todo depende de los términos del testamento. Coniston se lo dejó todo a ella, la citó por su nombre. Nadie podría arrebatárselo, pero ella no lo sabía. No estaba dispuesta a que la dejaran sin el dinero.
— ¿Por qué lo necesitaba con tanta desesperación?
— Para comprar a Ladislaus Malinowski — respondió el inspector con una expresión grave—. Él estaba dispuesto a casarse por dinero. Ni se le hubiera pasado por la cabeza casarse sin dinero de por medio. Esa muchacha no es ninguna tonta. Lo sabía, pero le daba lo mismo. Estaba locamente enamorada.
— Lo sé — afirmó miss Marple—. Lo vi en su rostro aquella tarde en Battersea Park.
— Tenía muy claro que el dinero tenia que ser suyo; de lo contrario, le perdería. Por lo tanto, planeó un asesinato a sangre fría. No se escondió en las escaleras de los bajos. No había nadie en las escaleras. Sencillamente permaneció junto a la barandilla, disparó un tiro al aire y gritó. En el momento en que Michael Gorman se acercó corriendo desde el hotel, le disparó a quemarropa y después continuó gritando. Es despiadada. No tenía la intención de incriminar al joven Ladislaus. Le robó la pistola porque era el camino más fácil de hacerse con un arma. En ningún momento se le pasó por la cabeza que pudieran sospechar de Malinowski, o que él se encontraría aquella noche por la zona. Creyó que culparían a algún maleante que se hubiera aprovechado de la niebla. Sí, es despiadada. Pero después tuvo miedo y su madre tuvo miedo por ella.
— ¿Qué piensa hacer usted ahora?
— Sé que ella lo hizo —afirmó el Abuelo—, pero no tengo ninguna prueba. Quizás ella tenga la suerte de los principiantes. Incluso las leyes parecen considerar ahora que incluso los perros tienen derecho a un primer mordisco, aplicado a términos humanos. Cualquier abogado con experiencia puede convertir el caso en un auténtico y conmovedor melodrama; una muchacha que apenas es poco más que una adolescente, una infancia desgraciada y, además, es hermosa.
— Sí, los hijos de Satanás a menudo acostumbran a ser hermosos. Y, como usted y yo sabemos, florecen como las setas.
— Pero como le digo, probablemente ni siquiera se llegue a plantear una acusación. No hay ninguna prueba. Fíjese en usted misma. La llamarían como testigo, la testigo de lo que dijo su madre, la confesión de su crimen.
— Lo sé. Insistió mucho para que no lo olvidara. Escogió la muerte a cambio de salvar a su hija. Me hizo depositaria de su última voluntad. Se abrió la puerta que comunicaba con el dormitorio. Elvira Blake entró en la sala. Llevaba un sencillo vestido recto azul claro. El pelo le enmarcaba el rostro. Parecía un ángel de una pintura de los primitivos italianos. Miró a miss Marple y después al inspector.
— Oí algo parecido a un choque y gente que gritaba. ¿Ha ocurrido un accidente?
— Lamento informarle, miss Blake — dijo el inspector con un circunspecto tono oficial —, que su madre ha muerto. Elvira soltó una leve exclamación.
— Oh no.
— No parecía una protesta muy decidida.
— Antes de intentar fugarse — añadió Davy —, porque pretendía fugarse, se confesó autora del asesinato de Michael Gorman.
— ¿Quiere usted decir que... que fue ella?
— Sí. Eso fue lo que declaró. ¿Tiene usted algo que añadir? La muchacha le miró durante un buen rato. Meneó la cabeza con un movimiento apenas perceptible.
—No, no tengo nada que añadir. Dio media vuelta y salió de la habitación.
—Bien —dijo miss Marple—. ¿Permitirá usted que se salga con la suya? La respuesta del inspector fue un violento puñetazo contra la mesa.
—No —rugió—. ¡De ningún modo! Miss Marple asintió lentamente y con expresión grave.
—Que Dios se apiade de su alma.
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс янв 28, 2018 12:33 am

Агата Кристи Смерть в облаках Agatha Christie Muerte en las nubes

PASAJEROS DEL AVIÓN PROMETHEUS

Asientos

N.° 2 Madame Giselle
» 4 James Ryder
» 5 Armand Dupont
» 6 Jean Dupont
» 8 Daniel Clancy
» 9 Hércules Poirot
» 10 Doctor Bryant
» 12 Norman Gale
» 13 Condesa de Horbury
» 16 Jane Grey
» 17 Lady Venetia Kerr


Viajan también en el avión:

Henry Mitchell, camarero
Albert Davis, camarero ayudante
Madeleine, doncella de lady Horbury.

1
DE PARÍS A CROYDON

El sol de septiembre caía a plomo sobre el aeropuerto de Le Bourget, mientras los pasajeros cruzaban la pista para subir al avión Prometheus, que iba a salir de inmediato hacia la ciudad de Croydon.
Jane Grey fue de las últimas en entrar y ocupar su asiento, el número 16. Varios pasajeros ya habían entrado por la puerta posterior y pasado por delante de la cocina y de los dos lavabos, de camino hacia la parte delantera de la cabina. La mayoría de pasajeros ya estaban sentados.
Del otro extremo del pasillo llegaba un murmullo de conversaciones dominado por una voz femenina chillona y penetrante. Jane frunció ligeramente los labios. Aquella voz le era vagamente familiar.
— Querida, es extraordinario. No tenía la menor idea... ¿Dónde dices? ¿Jean les Pins...? ¡Ah! No. Le Pinet... Sí, la gente de siempre... Pues claro que sí, sentémonos juntas... ¡Oh! ¿No es posible? ¿Quién...? ¡Ah!, ya veo...
Luego, oyó la voz de un caballero extranjero y muy cortés:
—... con el mayor placer, madame.
Jane echó una mirada por el rabillo del ojo.
Un hombre menudo y maduro, de grandes bigotes y cabeza ovalada, abandonaba su asiento con sus pertenencias, para trasladarse a una plaza posterior.
Jane giró un poco la cabeza y vio a las dos mujeres cuyo inesperado encuentro había proporcionado al desconocido ocasión de mostrarse tan cortés. El hecho de mencionar Le Pinet despertó la curiosidad de Jane, que también había estado allí.
Recordaba perfectamente a una de las mujeres por haberla visto apretar nerviosamente los puños en la mesa de bacarrá y palidecer de un modo que dio a su maquillada faz la apariencia de una frágil porcelana de Dresde. Se dijo que no tendría que esforzarse mucho para recordar su nombre. Una amiga lo había mencionado, añadiendo que no era aristócrata por nacimiento, sino que era una corista o algo por el estilo.
Su amiga lo había dicho con un profundo desdén. Sin duda había sido Maisie, la que era tan buena masajista.
La otra mujer, en opinión de Jane, era una auténtica dama, de las que poseen caballos en su casa de campo. Pero pronto se despreocupó de las dos mujeres para distraerse con la contemplación del aeropuerto de Le Bourget, que podía observarse desde la ventanilla. Había allí otros aparatos, y le llamó especialmente la atención uno que parecía un ciempiés metálico.
Estaba decidida a no mirar al frente, al joven que se sentaba frente a ella, que llevaba un jersey de un azul intenso. Jane estaba resuelta a no levantar los ojos más arriba del jersey para no tropezar con la mirada del muchacho. ¡Eso nunca!
Los mecánicos gritaron algo en francés, los motores rugieron con un ruido espantoso que luego se mitigó ligeramente. Retiraron los calzos y, finalmente, el avión empezó a moverse.
Jane contuvo el aliento. Solo era su segundo vuelo y aún mantenía despierta su capacidad de emocionarse. Por un instante, pensó que iban a estrellarse contra las vallas de enfrente. Pero no: el avión se estaba elevando, giraba suavemente en el aire y Le Bourget iba quedando tras ellos.
El vuelo del mediodía rumbo a Croydon había comenzado, transportando a veintiún pasajeros: diez en el compartimiento anterior y once en el posterior. Llevaba además dos pilotos y dos camareros. El ronquido de los motores quedaba bastante amortiguado y no era necesario taparse los oídos con algodón. Con todo, el ruido era lo bastante intenso como para perturbar la charla e invitar a la meditación.
Mientras el avión rugía sobre las tierras de Francia rumbo al canal de la Mancha, los viajeros del compartimiento posterior se entregaban a sus pensamientos respectivos.
Jane Grey se decía: No voy a mirarle. No quiero. Es mejor no hacerlo. Fingiré mirar por la ventanilla y me concentraré en mis cosas. Elegiré algo en qué pensar, esa es la mejor manera. Mantendré mi mente entretenida. Empezaré por el principio y continuaré hasta aquí.
Con firme resolución, hizo retroceder su memoria hasta el momento en que adquirió un billete de la lotería irlandesa. Había sido una extravagancia, pero algo ciertamente muy emocionante.
Provocó los comentarios burlones de sus compañeras de la peluquería en la que estaba empleada:
— ¿Qué harías si te tocase, querida?
—Lo tengo muy claro.
Castillos en el aire, un sinfín de proyectos.
Bien, no le tocó el primer premio, pero sí cien libras.
¡Cien libras!
—Gasta solo la mitad, querida, y guarda lo demás para cuando estés en apuros. Nunca se sabe lo que puede suceder.
—Yo me compraría un abrigo de pieles muy chic.
— ¿Y por qué no haces un crucero?
Jane se había estremecido ante la sola idea de hacer un viaje por mar, pero se mantuvo fiel a su primera idea. Una semana en Le Pinet. ¡La de clientas suyas que iban allí! Cuántas veces se lo habían dicho, mientras sus manos acariciaban y arreglaban las ondas y su lengua pronunciaba maquinalmente las frases de rutina: «¿Cuándo se hizo la última permanente, madam?», «Su cabello tiene un color poco común, ¿no?», «¡Qué verano tan magnífico hemos tenido!, ¿no cree?». Cuántas veces había pensado: ¿Por qué diablos no puedo ir yo a Le Pinet? Bien, ahora podía darse ese gusto.
Por la ropa no había que preocuparse. Jane, como la mayoría de muchachas londinenses empleadas en establecimientos de belleza, sabía producir un milagroso efecto de ir a la moda con cuatro trapos. Las uñas, el maquillaje y el peinado no dejarían nada que desear en ella.
Jane fue a Le Pinet.
¿Era posible que ahora, al recordarlo, aquellos diez días pasados en Le Pinet se vieran ensombrecidos por un incidente?
Un incidente que tenía su origen en la ruleta. Jane destinaba cada noche una determinada cantidad al placer del juego, decidida a no excederse ni en un céntimo. Contra la superstición general, aceptada como norma, al principio Jane tuvo mala suerte. Todo sucedió en su cuarta velada y, precisamente, en la última apuesta. Hasta entonces había jugado con prudencia a color o a una de las docenas. Ganó algo, pero perdió aún más. Finalmente, se hallaba indecisa, con unas fichas en la mano.
Nadie había jugado aún a dos números: el cinco y el seis. ¿Y si apostase a uno de aquellos dos números? ¿A cuál de ellos? ¿Al cinco o al seis? ¿Por cuál se inclinaba su instinto?
Por el cinco, iba a salir el cinco. La bolita daba ya sus vueltas y Jane alargó la mano. No, al seis, apostaría al seis.
Lo hizo a tiempo. Ella y otro jugador habían apostado a la vez: ella al seis y él al cinco.
—Rien ne va plus —anunció el crupier.
La bola dio un último saltito y se detuvo.
—Numero cinq, rouge, impar, manque.
A Jane estuvo a punto de escapársele una exclamación de contrariedad. El crupier recogió las apuestas y pagó. El jugador que Jane tenía ante sí preguntó:
— ¿No recoge usted sus ganancias?
— ¿Las mías?
—Sí.
— ¡Si yo he apostado al seis!
—Se equivoca usted. Yo he apostado al seis y usted al cinco.
La obsequió con una sonrisa muy atractiva, mostrando unos dientes cuya blancura destacaba en un rostro moreno de ojos azules y pelo corto y crespo.
Sin acabar de creérselo, Jane recogió sus ganancias. ¿Sería cierto? Se sintió confundida. Quizá en su atolondramiento había apostado al cinco. Dirigió una mirada de duda al desconocido, que le correspondió con otra sonrisa.
—Cuidado —le advirtió él—. Si no recoge pronto sus ganancias, se las llevará cualquier desaprensivo. Es un truco muy viejo.
Luego, tras un saludo amistoso, se fue. Aquello también demostraba su delicadeza. De otro modo, le hubiera dejado suponer que le cedía sus propias ganancias como pretexto para conocerla. Pero no era de esos hombres, sino un chico encantador. Y ahora lo tenía sentado frente a ella.
Pero todo había terminado. Ya no le quedaba dinero. Dos días en París, dos días de desilusión y, ahora, el vuelo de vuelta a casita.
¿Y luego qué?
Alto ahí, le rebatió Jane a su mente. ¿Qué te importa lo que venga después? Pensar en eso no haría más que ponerte nerviosa.
Las dos mujeres se habían cansado de hablar. Miró hacia el otro lado del pasillo. La señora de cara de porcelana lanzó una exclamación petulante, examinándose una uña rota. Tocó el timbre y, al acercarse el camarero con su chaqueta blanca, le ordenó:
—Avise a mi doncella. Está en el otro compartimiento.
—Sí, señora.
El camarero, deferente y solícito, desapareció. Se presentó al poco una francesita de pelo castaño, vestida de negro, llevando un pequeño joyero.
Lady Horbury le habló en francés.
—Tráeme el neceser rojo de piel, Madeleine.
La doncella se dirigió por el pasillo al fondo del avión, donde había un montón de mantas y maletas y volvió con un neceser rojo.
Cicely Horbury lo recogió y despidió a la doncella.
—Está bien, Madeleine. Déjalo aquí.
La doncella desapareció. Lady Horbury abrió el neceser y, del interior, sacó una lima de uñas. Luego se observó detenida y pensativamente en un espejito, se pasó la brocha de empolvar por el rostro y se retocó los labios.
Jane torció los suyos en una mueca despectiva y dirigió su mirada más allá.
Detrás de las dos señoras se sentaba el extranjero que había cedido su asiento a una de ellas. Muy arrebujado en una bufanda innecesaria, parecía dormir profundamente, pero, como si le molestase la mirada de Jane, abrió los ojos, la miró un momento y volvió a cerrarlos.
A su lado, había un tipo de rostro autoritario. Sobre sus piernas tenía abierto el estuche de una flauta que limpiaba con mucho esmero. A Jane le produjo una impresión cómica, pues más que músico parecía abogado o médico.
Detrás de ellos se sentaban dos franceses, barbudo uno de ellos y otro más joven, tal vez su hijo, que hablaban muy excitados y con grandes ademanes.
Ante ella solo estaba el joven del jersey azul, a quien, por motivos inexplicables, había decidido no mirar.
¡Qué ridículos estos nervios! ¡Ni que tuviera diecisiete años!, pensó Jane molesta.
Frente a ella, Norman Gale se decía:
Es hermosa, realmente hermosa. Y se acuerda de mí, seguro. Parecía tan decepcionada cuando recogieron su apuesta, que valía la pena darle el gusto de ganar. Y lo hice bastante bien. Es encantadora cuando sonríe. ¡Qué dientes, qué blancura! ¡Diablos! Estoy demasiado excitado. Calma, chico.
Le dijo al camarero, que se inclinaba sobre él con el menú:
—Tomaré lengua fría.
La condesa de Horbury pensaba:
¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? Estoy hecha una ruina, una ruina, sí. No me queda más que una salida. Si me atreviese... ¿Por qué no? Pero ¿cómo disimular lo que es tan evidente? Tengo los nervios alterados. Esa cocaína. ¿Por qué habré tomado yo cocaína? Mi cara está espantosa, sencillamente horrorosa. Y esa arpía de Venetia Kerr lo empeora todo con su presencia. Siempre me mira por encima del hombro como a una basura. Pretende a Stephen. ¡Bueno, pues no lo conseguirá! Su rostro alargado me descompone. Parece un caballo. Detesto a estas provincianas. ¡Dios mío! ¿Qué podría hacer? He de tomar una decisión. Razón tenía aquella bruja.
Metió la mano en un lujoso bolso en busca de la pitillera e introdujo un cigarrillo en una larga boquilla. Sus manos temblaban levemente.
¡Maldita zorra!, pensaba Lady Venetia Kerr. Tal vez sea técnicamente virtuosa, pero es una zorra de pies a cabeza. Pobre Stephen. Si al menos pudiera librarse de ella.
A su vez, sacó su pitillera y aceptó un fósforo de Cicely Horbury.
El camarero protestó inmediatamente:
—Perdón, señoras: no fumen, por favor.
— ¡Diablos! —exclamó Cicely Horbury.
Es bonita esa jovencita, pensó Hércules Poirot. En su barbilla hay determinación. ¿Por qué estará tan preocupada? ¿Por qué está tan decidida a no mirar al joven que tiene delante de ella. Ambos son muy conscientes de su mutua presencia. (El avión cayó en un ligero bache.) Mon estomac!, se dijo Hércules Poirot cerrando los ojos con determinación.
A su lado, el doctor Bryant, acariciaba amorosamente su flauta:
No puedo decidirme, sencillamente, no puedo, pensaba. Este es el giro más decisivo de mi carrera.
Nerviosamente sacó la flauta del estuche, cuidadosa, cariñosamente. La música... En la música encontraba alivio a todos los contratiempos. Sonriendo, acercó la flauta a sus labios y luego la devolvió al estuche. A su lado, el hombrecillo de los bigotes dormía profundamente. Por un momento, al cruzar el avión unos baches de aire, le había visto palidecer. El doctor Bryant se congratuló de no marearse por tierra, mar o aire.
Monsieur Dupont pére se revolvió agitadamente en su asiento, increpando a monsieur Dupont hijo, que tenía a su lado.
—No cabe la menor duda. ¡Todos están equivocados: los alemanes, los norteamericanos, los ingleses! Se equivocan en la datación de la cerámica prehistórica. Si observamos la de Samara...
Jean Dupont, alto, rubio, con una pose de indolencia, admitió:
—Hay que obtener todas las pruebas posibles. Ahí tienes el Tall el Halaf y el Sakje Geuze...
La discusión prosiguió.
Armand Dupont abrió atropelladamente un maletín muy gastado.
—Observa estas pipas kurdas, fíjate cómo las hacen hoy. Los adornos son casi idénticos a los que se ven en la cerámica de cinco mil años antes de Cristo.
Con un elocuente ademán, estuvo a punto de tirar la bandeja que un camarero dejaba delante suyo.
El señor Clancy, autor de novelas policíacas, se levantó de su asiento, situado detrás de Norman Gale, y se dirigió al fondo del avión. Allí sacó un libro del bolsillo de su gabardina y volvió con él para elaborar, por motivos profesionales, una difícil coartada.
El señor Ryder, detrás de él, pensaba:
Tendré que mantenerme firme hasta el final, pero no será fácil. No sé de dónde voy a sacar el dinero para el próximo dividendo. Si no repartimos dividendos, se va a armar la gorda. ¡Maldita sea!
Norman Gale se levantó para ir al servicio. Apenas hubo desaparecido, Jane sacó un espejito y escrutó con ansia su rostro, al que aplicó polvos y rouge.
Un camarero le sirvió una taza de café.
Jane miró por la ventanilla. A sus pies brillaban las azules aguas del canal de la Mancha.
Una avispa zumbó en torno a la cabeza del señor Clancy, que se hallaba enfrascado en sus pensamientos y la espantó distraído. La avispa se alejó para investigar las tazas de los Dupont. El hijo, al darse cuenta, la mató.
La placidez reinaba en el avión. Cesaron las charlas, aunque los pensamientos de cada cual siguieron su curso.
Al fondo del compartimiento, en el asiento número 2, la cabeza de madame Giselle se inclinó hacia delante. Se diría que acababa de dormirse. Pero no dormía, ni hablaba, ni pensaba.
Madame Giselle había muerto.

2
UN DESCUBRIMIENTO


Henry Mitchell, el más antiguo de los camareros, iba de un pasajero a otro recogiendo las cuentas. En media hora llegarían a Croydon. Recogía las cuentas y el dinero, se inclinaba y decía: «Gracias, señor. Gracias, madam». Con los dos franceses tuvo que esperar un poco, pues estaban muy abstraídos en sus discusiones, y no confiaba en recibir una buena propina. Dos de los viajeros dormían: el hombrecillo de los bigotes y la vieja del fondo. Siempre había recibido de ella buenas propinas en sus frecuentes vuelos y, por lo tanto, se abstuvo de despertarla.
El de los bigotes se despertó por fin y pagó la botellita de soda y las galletitas que había pedido.
Mitchell dejó dormir a la pasajera hasta el último momento. Cinco minutos antes de llegar a Croydon se le acercó y se inclinó sobre ella.
—Pardon, madam, su cuenta.
Le tocó suavemente el hombro. Ella no se despertó. Insistió, sacudiéndola un poco, pero el único resultado que obtuvo fue un inesperado abatimiento del cuerpo hacia delante. Mitchell se inclinó sobre ella, pero se irguió con una palidez cadavérica.
Albert Davis, el segundo camarero, comentó:
—¡No bromees!
—Te digo la verdad.
Mitchell estaba pálido y tembloroso.
—¿Estás seguro, Henry?
—¡Y tan seguro! Por lo menos se trata de un desmayo.
—Dentro de pocos instantes llegaremos a Croydon.
Permanecieron indecisos. Luego, tomaron una decisión. Mitchell volvió al compartimiento de viajeros y, de uno en uno, se dedicó a preguntarles en tono confidencial:
—Perdone, señor, ¿no será usted médico, por casualidad?
Norman Gale contestó:
—Yo soy odontólogo, pero si puedo hacer algo... —y ya se levantaba cuando el doctor Bryant exclamó:
—Soy médico. ¿Qué ocurre?
—Hay una señora allí, al fondo. No me gusta su aspecto.
Bryant acompañó al camarero. El hombrecillo de los bigotes les siguió sin que se fijaran en que lo hacía.
El doctor Bryant se inclinó sobre el encogido cuerpo del asiento número 2. Era una señora corpulenta, de edad madura, vestida de negro.
El examen del doctor fue breve.
—Está muerta.
—¿Qué le parece a usted que ha sucedido? —preguntó Mitchell—. ¿Un síncope?
—No lo puedo decir sin un detenido examen. ¿Cuándo la vio usted por última vez? Viva, quiero decir.
Mitchell reflexionó.
—Estaba perfectamente cuando le serví el café.
—¿Cuándo fue?
—Debe hacer unos tres cuartos de hora aproximadamente. Luego, cuando le presenté la cuenta, pensé que dormía profundamente.
—Pues hará una media hora que ha muerto.
La consulta empezaba a despertar el interés general. Los pasajeros se volvían, observaban al grupo y aguzaban el oído.
—¿No le parece que puede haber sido un síncope? —sugirió Mitchell esperanzado.
Se agarraba a esta posibilidad.
Su cuñada los sufría. Los síncopes para él eran fenómenos domésticos, algo que todo el mundo podía comprender.
El doctor Bryant no quería comprometerse y se limitó a mover la cabeza con gesto ambiguo.
Se volvió al oír que alguien decía a su espalda:
—Tiene una señal en el cuello.
Hablaba con humildad, como debe hablarse a un hombre cuya superioridad se reconoce.
—Cierto —confirmó el médico.
La cabeza de la mujer se inclinaba hacia un lado y, en el cuello, al lado de la garganta, se veía una punzada insignificante.
—Perdón —dijeron los dos Dupont, uniéndose al grupo cuando oyeron las últimas frases de la conversación—. ¿Dicen ustedes que la señora está muerta y que tiene una señal en el cuello?
—¿Me permiten una observación? —agregó el hijo Jean—. Por aquí volaba una avispa. Yo la maté. —Y mostró el insecto que había en el platillo del café—. ¿No es posible que la señora haya muerto de una picada de avispa? Creo que este insecto puede producir la muerte.
—Es posible —convino Bryant—. He visto casos semejantes. Sí, sería una explicación admisible, especialmente si la señora sufría una enfermedad cardíaca.
—¿Puedo hacer alguna cosa, señor? —preguntó el camarero—. Dentro de unos instantes estaremos en Croydon.
—Nada, nada —rechazó el médico, apartándose un poco—. No podemos hacer nada. El cadáver tiene que permanecer donde está.
—Sí, señor. Comprendo perfectamente.
El doctor Bryant, que se disponía a ocupar su asiento, miró sorprendido al hombrecillo abrigado que permanecía inmóvil.
—Amigo mío, lo mejor será que vuelva a su asiento. Llegaremos a Croydon inmediatamente.
—Tiene usted razón, señor —aprobó el camarero. Y levantó la voz—. Hagan el favor de sentarse.
—Pardon —exclamó el hombrecillo—. Aquí hay algo...
—¿Algo?
—Mais oui, algo que ha pasado desapercibido.
Con la punta del zapato, indicó el objeto al que aludía. El camarero y el doctor Bryant miraron hacia donde señalaba y distinguieron un objeto amarillo y negro, cubierto casi por completo por el borde de la negra falda.
—¿Otra avispa? —exclamó el médico sorprendido.
Hércules Poirot se arrodilló, sacó unas pinzas de su bolsillo y las usó con sumo cuidado.
—Sí —informó levantándose con su presa—, es muy parecido a una avispa, ¡pero no lo es!
Movió el objeto de un lado a otro para que el doctor y el camarero pudieran verlo bien: un pequeño copo de seda naranja y negra, sujeto a una púa de forma peculiar y punta descolorida.
—¡Válgame Dios! ¡Válgame Dios! —exclamó el señor Clancy, que había dejado su asiento y asomaba ansiosamente la cabeza por encima del hombro del camarero—. Es curioso, realmente curioso, lo más curioso que he visto en mi vida. ¡Por Dios, nunca lo hubiera creído posible!
—¿No podría explicarse mejor, señor? —preguntó Mitchell—. ¿Sabe usted qué es esto?
—¿Si sé qué es? ¡Pues claro que lo sé! —exclamó el señor Clancy lleno de entusiasmo y de orgullo—. Este objeto, señores, es un dardo que ciertas tribus disparan con sus cerbatanas. No puedo asegurar si este pertenece a las tribus del Amazonas o a los nativos de Borneo, pero no hay duda de que es la clase de dardo que se dispara con cerbatana, y tengo firmes sospechas de que la punta...
—Es el clásico dardo envenenado de los indios amazónicos —acabó Hércules Poirot. Y añadió—: Mais enfin! Est-ce que c'est possible?
—Realmente extraordinario —afirmó el señor Clancy sin salir de su asombrosa excitación—. Es de lo más extraordinario. Yo soy autor de novelas policíacas, pero encontrarme ahora algo así en la vida real...
No encontraba las palabras adecuadas.
El avión descendía suavemente y todos los que se habían levantado se tambalearon un poco. En su descenso, el aparato describía un amplio círculo sobre el aeropuerto de Croydon.

3
EN CROYDON


El camarero y el médico dejaron de estar a cargo de la situación, sustituidos por aquel hombrecillo ridículo envuelto en una bufanda. Hablaba con tanta autoridad y con tal convencimiento de que se le obedecería, que nadie se atrevió a discutírselo.
Dijo algo al oído de Mitchell y este asintió con la cabeza. Abriéndose paso entre los viajeros, fue a situarse ante los lavabos, en el pasillo de acceso a la parte delantera del aparato.
El avión corría ya por la superficie de la pista y, cuando por fin se detuvo, Mitchell exclamó en voz muy alta:
—He de rogarles, señoras y caballeros, que no abandonen el aparato y que permanezcan sentados hasta que las autoridades se hagan cargo de la situación. Confío en que no se les retenga mucho tiempo.
Casi todos aceptaron esta orden, que parecía razonable. Solo protestó airadamente una persona, lady Horbury:
—¡Tonterías! ¿Sabe usted quién soy? Insisto en que se me permita salir al momento.
—Lo siento mucho, señora. No puedo hacer excepciones.
—Pero esto es ridículo, completamente ridículo —protestó Cicely dando pataditas de enojo—. Me quejaré a la compañía. Es una infamia que nos tengan aquí encerrados con un cadáver.
—Realmente, querida —interrumpió Venetia Kerr con el tono de voz propio de una persona educada—, es muy desagradable, pero creo que tendremos que resignarnos. —Se sentó y sacó un cigarrillo, diciendo—: ¿Puedo fumar ahora, caballeros?
El acosado Mitchell respondió:
—No creo que eso importe ya, señorita.
Volvió la cabeza para observar a Davis, que dirigía el desembarco de los viajeros del compartimiento delantero por la puerta de emergencia, y luego fue en busca de instrucciones.
La espera no fue larga, pero a los viajeros les pareció que había durado más de media hora hasta el momento en que un caballero, tras cruzar la pista con paso marcial y acompañado de un policía uniformado, subió al avión por el acceso que Mitchell le franqueó.
—Vamos a ver —empezó el recién llegado en tono autoritario—, ¿qué ha sucedido aquí?
Escuchó a Mitchell y al doctor Bryant y, tras dedicar a la difunta una rápida mirada y de dar una orden al agente, se dirigió a los viajeros:
—¿Harán el favor de seguirme, señoras y caballeros?
Les precedió en la salida del avión y al cruzar la pista hasta las instalaciones centrales, aunque no les llevó a la usual sala de la aduana, sino a un salón privado.
—Confío en no retenerlos por más tiempo que el absolutamente necesario.
—Oiga, inspector —protestó el señor James Ryder—, tengo en Londres una cita de negocios muy urgente.
—Lo siento, señor.
—¡Yo soy lady Horbury y me parece una ofensa imperdonable que se me retenga de esta manera!
—Lo siento en el alma, lady Horbury, pero comprenderá usted que se trata de algo muy serio. Parece un caso de asesinato.
—Un dardo envenenado de los indios amazónicos —murmuró el señor Clancy, delirante de alegría.
El inspector le dirigió una mirada suspicaz.
El arqueólogo francés habló atropelladamente en su lengua, y el inspector le replicó serena y lentamente en el mismo idioma.
—Todo esto resulta realmente fastidioso —comentó Venetia Kerr—, pero supongo que usted ha de cumplir con su obligación, señor inspector.
—Muchas gracias, señora —replicó este agradecido, y prosiguió, dirigiéndose a todos en general—: Tengan ustedes la bondad de aguardar aquí. Quisiera charlar unos instantes con el doctor... ¿el doctor...?
—Bryant, para servirle.
—Gracias. Venga conmigo, doctor.
—¿Puedo asistir a su entrevista? —preguntó el hombrecillo de los bigotes.
El inspector se volvió hacia él con gesto avinagrado, pero su actitud cambió al momento.
—Perdone, monsieur Poirot. Va usted tan abrigado, que no le había reconocido. Venga, no faltaría más.
Abrió la puerta para permitir el paso a los señores Bryant y Poirot, seguidos de las miradas suspicaces de los demás pasajeros.
—¿Por qué permite salir a este tipo y a nosotros nos retienen aquí? —exclamó Cicely Horbury.
Venetia Kerr se sentó resignadamente en un banco.
—Probablemente es de la policía francesa o un agente de aduanas secreto —comentó.
Encendió un cigarrillo.
Norman Gale abordó con cierta timidez a Jane:
—Creo que la vi a usted en Le Pinet.
—Estuve allí.
—Un lugar muy agradable —comentó Norman Gale—. A mí me entusiasman los pinos.
—Sí. ¡Huelen tan bien!
Guardaron silencio largo rato, sin saber qué más añadir. Por fin, Gale se arriesgó:
—Yo... yo la reconocí al momento.
Jane se mostró sorprendida.
—¿De veras?
—¿Cree usted que esa pobre mujer ha sido asesinada?
—Supongo que sí —admitió Jane—. Y aunque resulte emocionante, no deja de ser muy desagradable —añadió estremeciéndose.
Norman Gale se le acercó en actitud protectora.
Los Dupont charlaban en francés. El señor Ryder hacía números en una libreta de bolsillo y, de vez en cuando, consultaba la hora. Cicely Horbury daba pataditas de impaciencia en el suelo y encendió un cigarrillo con mano temblorosa.
Contra la puerta se apoyaba un policía enorme, con un uniforme azul impecable, que observaba a todos con mirada impasible.
Mientras, en el despacho contiguo, el inspector Japp hablaba con el doctor Bryant y Hércules Poirot.
—Tiene usted el don de aparecer en los lugares más inesperados, monsieur Poirot.
—¿No queda el aeropuerto de Croydon un tanto fuera de su competencia, amigo mío?
—¡Ah! Estaba esperando cazar un pájaro de cuidado en un asunto de contrabando. Ha sido una casualidad que me hallara en este lugar. Hace años que no me las veía con un caso tan sorprendente. Vamos a ver si ponemos algo en claro. Ante todo, doctor, le agradecería que me diese su nombre y sus señas.
—Roger James Bryant, especialista en enfermedades de oído y garganta. Mi dirección es el 329 de Harley Street.
Sentado junto a una mesita, un impasible agente anotaba las respuestas.
—Desde luego, el cadáver lo examinará nuestro forense —dijo Japp—, pero le necesitaremos a usted en la encuesta judicial, doctor.
—Perfectamente.
—¿Puede darnos una idea de la hora en que murió?
—La mujer debió morir por lo menos media hora antes de examinarla yo. Lo hice unos cinco minutos antes de llegar a Croydon. No puedo fijar su muerte con más exactitud, pero el camarero dice que había hablado con ella una hora antes.
—Bueno, eso ya estrecha el período a todos los efectos prácticos. ¿Me permite que le pregunte si observó algo sospechoso?
El doctor meneó la cabeza.
—¡Yo estaba durmiendo! —exclamó Poirot con amargura—. Me descompongo casi tanto en el aire como en el mar. Por eso me abrigo bien y procuro dormir.
—¿Tiene alguna idea sobre la causa que produjo la muerte, doctor?
—No me gustaría tener que opinar en este momento. Es un caso de autopsia.
Japp asintió, comprensivo.
—Bien, doctor, no creo que haga falta retenerlo por más tiempo. Temo que más tarde habrá que molestarlo para ciertas formalidades, como a todos los viajeros. No podemos hacer excepciones.
El doctor Bryant sonrió.
—Preferiría que se cerciorase usted de que no llevo cerbatanas u otras armas mortales.
—Rogers se encargará de eso —contestó Japp, haciendo una indicación a su subordinado—. Y a propósito, doctor, ¿tiene alguna idea de lo que podría haber aquí?
E indicó el dardo descolorido, colocado en una cajita sobre la mesa.
El doctor meneó la cabeza.
—Es difícil saberlo sin un previo análisis. El curare es un veneno que suelen emplear los indígenas, según creo.
—¿Cree que puede haber sido utilizado en este caso?
—Es un veneno muy fuerte y de efectos rápidos.
—Pero no es fácil de obtener, ¿verdad?
—No es fácil para un profano.
—Entonces, tendremos que registrarle a usted con sumo cuidado —advirtió Japp, que se complacía siempre con sus salidas—. ¡Rogers!
Médico y agente salieron juntos.
Japp echó hacia atrás la silla para mirar inquisitivamente a Poirot.
—¡Extraño caso! Demasiado sensacional para ser real. Quiero decir que eso de las cerbatanas y las flechas envenenadas en un avión es un insulto a la inteligencia.
—Amigo mío, esa es una observación muy profunda —comentó Poirot.
—Un par de hombres están registrando ahora el avión. He conseguido un fotógrafo y un perito en huellas dactilares. Creo que ahora tendríamos que interrogar a los camareros.
Dirigiéndose a la puerta, dio una orden. Los dos camareros entraron. El más joven había recobrado la normalidad y solo se mostraba algo excitado. El otro todavía se veía pálido y tembloroso.
—Hola, muchachos —los saludó Japp—. Siéntense. ¿Tienen los pasaportes? Bien.
Los examinó rápidamente.
—¡Ah! Aquí lo tenemos. Marie Morisot. Pasaporte francés. ¿Saben algo de ella?
—La había visto antes. Cruzaba el Canal con frecuencia —explicó Mitchell.
—¡Ah! Seguramente por negocios. ¿No sabe usted a qué se dedicaba?
Mitchell meneó la cabeza.
—Yo también la recuerdo —comentó el camarero más joven—. Solía verla en el vuelo que sale a las ocho de París.
—¿Quién de ustedes la vio por última vez viva?
—Él —apuntó el joven, indicando a su compañero.
—Es cierto —admitió Mitchell—. Cuando le serví el café.
—¿Qué aspecto tenía?
—No me fijé. Le tendí el azúcar y le ofrecí leche, pero la rehusó.
—¿Qué hora era?
—No lo sé exactamente. Volábamos entonces sobre el Canal. Sería poco más o menos sobre las dos.
—Más o menos —confirmó Albert Davis, el otro camarero.
—¿Cuándo la volvió a ver?
—Cuando recogí las cuentas.
—¿A qué hora?
—Un cuarto de hora más tarde. Imaginé que dormía. ¡Caramba! ¡Ya debía de estar muerta!
En la voz del camarero vibró el horror.
—¿No vio usted esto? —preguntó Japp, indicando el dardo que podía confundirse con una avispa.
—No, señor, no me fijé.
—¿Qué me dice usted, Davis?
—La última vez que la vi fue cuando serví las galletas para el queso. Estaba muy bien entonces.
—¿Qué sistema siguen para servir las comidas? —preguntó Poirot—. ¿Se cuida cada uno de ustedes de un compartimiento?
—No, señor, lo hacemos los dos juntos. La sopa, luego la carne, la verdura y las ensaladas, después los postres; por este orden. Generalmente servimos primero al compartimiento posterior y luego pasamos con nuevas fuentes al compartimiento delantero.
Poirot asintió.
—En el avión, ¿habló la señora Morisot con alguien, o dio muestras de reconocer a alguien? —preguntó Japp.
—No me fijé, señor.
—¿Y usted, Davis?
—Tampoco, señor.
—¿Dejó ella su asiento durante el viaje?
—No lo creo, señor.
—¿Ninguno de ustedes puede añadir algo que arroje alguna luz sobre este caso?
Los dos hombres, tras meditar unos instantes, lo negaron con sendos movimientos de la cabeza.
—Bien, ya basta por ahora. Luego volveremos a vernos.
Henry Mitchell comentó lacónico:
—Es un caso muy molesto, señor. No me gusta nada, teniendo en cuenta que yo era el responsable.
—Bien, no creo que pueda considerarse culpable en modo alguno —reconoció Japp—, pero admito que es un suceso enojoso.
E hizo un ademán de despedida. Poirot se adelantó.
—Permítame una pregunta.
—Hable usted, monsieur Poirot.
—¿Vieron ustedes volar una avispa por el avión?
Los dos menearon la cabeza.
—Que yo sepa, no había ninguna avispa —señaló Mitchell.
—Había una avispa —aseguró Poirot—. La vimos muerta en uno de los platos de los viajeros.
—Pues yo no la vi, señor —rechazó Mitchell.
—Yo tampoco —corroboró Davis.
—No importa.
Los camareros salieron de la habitación y Japp examinó los pasaportes.
—Veo que viajaba también una condesa. Debe de ser esa señora que se ha mostrado tan impaciente. Será mejor que la entrevistemos la primera, antes de que se salga de sus casillas y presente una interpelación a la Cámara de los Lores por los brutales métodos que usa la policía.
—Supongo que querrá usted registrar cuidadosamente las maletas y el equipaje de mano de los pasajeros del compartimiento posterior del avión.
Japp pestañeó alegremente.
—Pues claro, ¿qué imaginaba, monsieur Poirot? ¡Tenemos que encontrar esa cerbatana, si realmente existe y no estamos soñando! A mí todo esto me parece una pesadilla. ¿No se habrá vuelto loco ese tipo escritor y se le ha ocurrido realizar uno de sus crímenes personalmente, en vez de ponerlo en el papel? Eso del dardo envenenado parece cosa suya.
Poirot meneó la cabeza dubitativamente.
—Sí —continuó Japp—, todo el mundo tendrá que ser registrado, aunque se enfaden. Hemos de revisar todos los maletines y bolsos de mano, desde luego.
—Habría que hacer una relación minuciosa —propuso Poirot—, una relación de los objetos que se hallen en poder de cada uno de los viajeros.
Japp le dirigió una mirada de curiosidad.
—Podemos hacer eso, ya que usted lo sugiere, monsieur Poirot, pero no acabo de ver adonde quiere ir a parar. Ya sabemos lo que buscamos.
—Usted tal vez lo sepa, mon ami, pero yo no estoy tan seguro. Busco algo, pero no sé exactamente el qué.
—¡Otra vez con las mismas, monsieur Poirot! Siempre le ha gustado complicar un poco las cosas, ¿no? Vamos a ver qué dice su señoría antes de que quiera sacarme los ojos.
Pero lady Horbury dio muestras de una calma inesperada. Aceptó una silla y contestó las preguntas de Japp sin la menor vacilación. Se presentó como la esposa del conde de Horbury y dio sus señas en Horbury Chase, Sussex, y en el 315 de Grosvenor Square, Londres. Volvía a Londres desde Le Pinet y París. La difunta le era totalmente desconocida. Durante el viaje no había visto nada notable. En todo caso, iba sentada mirando en dirección opuesta, hacia la parte delantera del aparato, de modo que no podía haber visto nada de lo que ocurría detrás. No había abandonado su asiento en todo el viaje. No recordaba haber visto entrar a nadie en el compartimiento más que a los camareros. No hubiese podido asegurarlo, pero creía recordar que dos caballeros habían utilizado los servicios, aunque no estaba segura. No observó que nadie llevase nada parecido a una cerbatana.
—No —respondiendo a la pregunta de Poirot—, no vi ninguna avispa en el avión.
La declaración de la señorita Kerr fue muy semejante a la de su amiga. Se llamaba Venetia Anne Kerr y vivía en Little Paddocks, Horbury, Sussex. Regresaba del sur de Francia. No recordaba haber visto nunca a la víctima ni había notado nada durante el viaje. Sí, había visto que algunos pasajeros del compartimiento posterior ahuyentaban a una avispa. Creía recordar que uno de ellos la había matado. Esto fue poco después de que hubieran servido el almuerzo.
La señorita Kerr salió.
—Parece que le interesa a usted mucho esa avispa, monsieur Poirot.
—No es tan interesante como sugerente, ¿verdad?
—Si quiere usted saber mi opinión —Japp cambió de tema—, ¡esos dos franceses son los que están complicados en esto! Eran los más próximos a la señora Morisot, justo al otro lado del pasillo. Parecen unos descamisados. Y sus gastadas maletas llevan enganchadas muchísimas etiquetas extranjeras. No me sorprendería que hubiesen estado en Borneo o en América del Sur. No tenemos idea del motivo, claro está, pero nos lo averiguarán en París. Tendremos que pedir la colaboración de la Sûreté. Este asunto es más suyo que nuestro. Pero si quiere saber usted mi opinión, esos dos pájaros son nuestros nombres.
Los ojos de Poirot brillaron ligeramente.
—Eso que usted dice es posible, pero se equivoca en un punto, amigo mío. Esos dos señores no son rufianes ni asesinos, como usted quiere dar a entender. Son, por el contrario, dos arqueólogos muy distinguidos y doctos precisamente.
—¿Me está tomando el pelo?
—En absoluto. Conozco su reputación. Son los Dupont, padre e hijo, que han vuelto hace poco de dirigir unas importantes excavaciones en Irán, no lejos de Susa.
—¡Venga ya!
Japp le arrebató uno de los pasaportes.
—Tiene razón, monsieur Poirot. Pero convendrá usted conmigo en que no parecen gran cosa.
—Los personajes más célebres de este mundo rara vez lo parecen. ¡Si incluso a mí, moi, qui vous parle, me han tomado por un peluquero!
—No me diga —exclamó Japp con una sonrisa—. Bueno, veamos a esos distinguidos arqueólogos.
Monsieur Dupont pére declaró que la difunta le era totalmente desconocida. No se había fijado en nada de lo que pasaba durante el viaje porque estuvo comentando con su hijo un tema apasionante. No se ausentó para nada de su asiento. Efectivamente, después del almuerzo los importunó una avispa. Su hijo la mató.
Jean Dupont confirmó esta declaración. No observó nada de lo que pasó en el avión. Le molestaba la avispa y la mató. ¿Que cuál era el tema que comentaban con su padre? La cerámica prehistórica de Oriente Próximo.
El señor Clancy, que entró a continuación, pasó un rato muy desagradable. Desde el punto de vista del inspector Japp, el novelista sabía demasiado sobre cerbatanas y flechas envenenadas.
—¿Ha tenido usted una cerbatana alguna vez?
—Bien... yo... bueno, pues sí.
El inspector Japp se concentró en aquel punto.
—¡Vaya!
El señor Clancy dio muestras de una leve agitación.
—No vaya a malinterpretarlo. Mis intenciones eran de lo más inocentes. Puedo explicárselo.
—Sí, señor. Tal vez será mejor que me lo explique.
—Pues, mire usted: me hallaba escribiendo una novela en que se cometía un crimen por ese procedimiento.
—¡Vaya!
De nuevo aquel tono amenazador. El señor Clancy añadió precipitadamente:
—Todo era cuestión de huellas dactilares. Supongo que me entiende. Hacía falta una ilustración que pusiera en claro este punto. Quiero decir las huellas y su posición sobre la cerbatana. Tiene que comprenderlo. Vi uno de esos objetos, fue en Charing Cross, hará un par de años. Así que compré la cerbatana y un amigo la dibujó con las huellas dactilares para ilustrar mi punto de vista. Puedo remitirle a mi libro El caso del pétalo escarlata; y también darle las señas de mi amigo.
—¿Guarda usted la cerbatana?
—Sí, sí, creo que la guardé.
—¿Dónde la tiene?
—Bueno, supongo que debo tenerla en alguna parte.
—¿Qué quiere decir usted con eso de «alguna parte»?
—Que no sé concretamente dónde estará. No soy muy ordenado.
—¿No la llevará usted encima por casualidad?
—Nada de eso. Hace más de seis meses que no he visto ese objeto.
El inspector Japp le dirigió una mirada suspicaz antes de seguir con el interrogatorio:
—¿Abandonó su asiento en el avión?
—No, ciertamente que no, al menos... bueno, sí, lo dejé.
—¿Ah, sí? ¿Y para ir adonde?
—A buscar la guía de ferrocarriles Bradshaw que llevaba en el bolsillo de mi gabardina, que se hallaba entre un montón de maletas y mantas, junto a la entrada posterior del avión.
—Así pues, pasaría usted cerca de la difunta.
—No... al menos... bueno, sí, debí de pasar. Pero fue mucho antes de que sucediese. Creo que solo había tomado la sopa.
Al formularle nuevas preguntas, obtuvieron respuestas negativas. El señor Clancy no había notado nada sospechoso, ocupado como estaba en perfeccionar una coartada a través de Europa.
—Una coartada, ¿eh? —observó el inspector siniestramente.
Poirot intervino interesándose por lo de las avispas.
Sí, el señor Clancy había visto una avispa que le atacó. Tenía miedo de las avispas. ¿Cuándo? Poco después de haberle servido el camarero el café. La espantó y el insecto se alejó.
Tras tomarle los datos, se le permitió marchar, cosa que hizo con muestras de gran alivio.
—A mí me parece sospechoso —comentó Japp—. Posee uno de esos objetos, y fíjese en su actitud: parece hecho polvo.
—Eso se debe a la severidad oficial que ha usado usted en el interrogatorio, mi buen Japp.
—Nadie tiene nada que temer si dice la verdad —sentenció el hombre de Scotland Yard lacónico.
Poirot lo contempló con cierta lástima.
—En realidad, me parece que cree usted eso sinceramente.
—¿Por qué no he de creerlo, si es cierto? Pero veamos qué nos dice ese Norman Gale.
Norman Gale dio sus señas de la Shepherd Avenue, número 14, Muswell Hill. Era odontólogo de profesión. Volvía de unas vacaciones pasadas en Le Pinet, en la Costa Azul francesa. Se había detenido un día en París para examinar nuevos modelos de instrumental profesional.
Nunca antes había visto a la difunta, ni notó nada sospechoso durante el viaje. En todo caso, estaba de espaldas a su asiento, de cara hacia la parte delantera del avión. Solo abandonó un momento su asiento para ir al servicio. Volvió enseguida a su sitio y no se acercó para nada a la parte trasera del avión. No vio ninguna avispa.
Después de él declaró James Ryder, un tanto nervioso y brusco. Regresaba de una visita de negocios en París. No conocía a la difunta. Sí, ocupó el asiento inmediato delante de ella, pero no podía verla sin levantarse y asomar la cabeza por encima del respaldo. No había oído nada, ni grito ni exclamación alguna. Nadie se había acercado a aquella parte del aparato más que los camareros. Sí, los dos franceses ocupaban asientos vecinos al suyo, al otro lado del pasillo. Estuvieron charlando durante todo el viaje. El más joven mató una avispa poco después de terminar el almuerzo. No, no se había fijado antes en el insecto. No tenía la menor idea de lo que era una cerbatana. Nunca había visto ese artilugio, por lo que no podía asegurar haberlo visto durante el viaje.
En aquel punto de la declaración, llamaron a la puerta. Un agente entró con un gesto triunfal.
—El sargento acaba de encontrar esto, señor. Ha pensado que le gustaría verlo enseguida.
Depositó el objeto sobre la mesa y lo liberó con mucho cuidado del pañuelo con que estaba envuelto.
—No hay huellas dactilares, señor, según dice el sargento, pero me ha pedido que tuviera usted mucho cuidado.
El objeto destapado resultó ser indudablemente una cerbatana de manufactura indígena.
Japp contuvo el aliento.
—¡Dios mío! ¿Entonces será cierto? ¡A fe mía que no lo creía posible!
El señor Ryder estiró el cuello para ver el objeto.
—¿Esto es lo que usan los nativos de América del Sur? He leído alguna cosa al respecto, pero nunca había visto ninguna. Bueno, ahora puedo contestar a su pregunta. Jamás vi a nadie manejar nada semejante.
—¿Dónde la encontró? —preguntó Japp con vivo interés.
—Oculto debajo de los cojines de un asiento, señor.
—¿Qué asiento?
—El número nueve.
—Muy divertido —comentó Poirot.
Japp se volvió hacia él.
—¿Qué es lo que le parece tan divertido?
—Pues que el número nueve era mi asiento precisamente.
—¡Hombre, qué casualidad que sea el suyo! —comentó el señor Ryder.
Japp frunció el ceño.
—Gracias, señor Ryder, esto es todo.
Cuando Ryder hubo desaparecido, se volvió a Poirot con una sonrisa.
—¿Así que fue usted, viejo buitre?
—Mon ami —contestó Poirot con toda dignidad—, cuando cometa un asesinato, no lo haré con una de esos dardos envenenados de los indios americanos.
—Es algo demasiado elemental —concedió Japp—, aunque parece haber funcionado.
—Eso es lo que me desconcierta.
—Cualquiera que haya sido, ha debido de correr el más increíble de los riesgos. ¡Dios! Sin duda se trata de un loco de atar. ¿A quién nos falta preguntar? Solo queda una muchacha. Oigámosla y acabemos de una vez. Jane Grey. Parece el título de una novela rosa.
—Es una joven muy bonita —admitió Poirot resueltamente.
—¿De veras, viejo zorro? De modo que no ha pasado usted el vuelo durmiendo todo el tiempo, ¿verdad?
—Es muy bonita y estaba algo nerviosa —dijo Poirot.
—Nerviosa, ¿eh? —repitió Japp alerta.
—¡Por Dios, amigo mío! Cuando una muchacha está nerviosa suele significar que anda cerca un muchacho, no un crimen.
—Bueno, bueno, supongo que tiene usted razón. Aquí está.
Jane contestó a las preguntas que se le hicieron con bastante claridad. Se llamaba Jane Grey y estaba empleada en el establecimiento de peluquería para señoras de monsieur Antoine, en Bruton Street. Su domicilio era el 10 de Harrogate Street, N.W.5. Volvía a Londres desde Le Pinet.
—¡Le Pinet, hum!
Nuevas preguntas le llevaron a contar la historia del billete de lotería.
—Esas loterías de Irlanda deberían declararse ilegales —gruñó Japp.
—Yo creo que son maravillosas —afirmó Jane—. ¿No ha apostado usted nunca media corona a un caballo?
Japp enrojeció muy confuso.
Siguió el interrogatorio. Jane negó haber visto durante el vuelo la cerbatana que le mostraban ahora. No conocía a la difunta, pero se había fijado en ella en Le Bourget.
— ¿Por qué se fijó especialmente en ella?
— Porque era muy fea —contestó Jane con toda sinceridad.
Como no le sacaron nada que valiese la pena, dejaron que se fuera. Japp se ensimismó contemplando la cerbatana.
— Esto puede conmigo —profirió—. Este caso es una intrincada novela policíaca llevada a la realidad. Vamos a ver: ¿a quién debemos buscar ahora? ¿A un viajero que proceda del mismo lugar que este chisme? ¿Y de dónde procede esto exactamente? Habría que ser un experto. Lo mismo puede ser malayo que sudamericano o africano.
— Si tuviéramos que deducir su origen, tendría toda la razón —indicó Poirot—. Pero si se fija usted bien, amigo mío, verá un pedacito de papel casi microscópico adherido a la boquilla. A mí me parece que son los restos de una etiqueta. Me figuro que este chisme habrá llegado de las selvas a una tienda de objetos raros. Tal vez este detalle facilite la investigación. Permítame una sola pregunta.
— Adelante.
— ¿Piensa usted mandar hacer esa relación detallada de las pertenencias de cada pasajero?
— Ya no lo considero tan necesario, pero puede hacerse de todos modos. ¿Tiene usted mucho interés en conseguirla?
— Mais oui. Estoy confundido, muy confundido. Si hallase algo que me ayudase...
Japp no escuchaba. Estaba examinando el papel adherido a la cerbatana.
— Clancy confesó que había comprado una cerbatana. Esos autores de novelas policíacas ridiculizan siempre a la policía y sus procedimientos. Si yo dijese a mis superiores lo que ellos ponen en boca de los inspectores, me vería expulsado inmediatamente del cuerpo sin contemplaciones. ¡Esos escritores son unos ignorantes! Y nuestro caso parece uno de esos asesinatos estúpidos que se inventan esos chupatintas creyendo que serán capaces de burlar a la policía.
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

След.

Вернуться в Общий форум / Foro común

Кто сейчас на конференции

Сейчас этот форум просматривают: нет зарегистрированных пользователей и гости: 2



Rambler's Top100