Se escuchó como una piedra se estrellaba en un árbol, a la altura de la cabeza de Victor. Como se encontraban en un espacio abierto, rápidamente avisó a su esposa: ¡por aquí!, le dijo, tirando de ella hacia un camino lateral que se internaba en el bosque. Tras huir por esa vereda, comenzaron a escapar, deslizándose entre las múltiples sendas que culebreaban entre los campos y que formaban un laberinto ocre entre la verde espesura.
Mientras corría, Victoria contemplaba con nostalgia aquellos paisajes que le recordaban a su niñez. El color esmeralda de la vegetación, la frescura de los campos, protegida por un perenne manto de bruma. La atmósfera glauca que sólo desaparecía al llegar el sol a lo más alto, cuando los rayos dorados se filtraban entre las hojas de los árboles y arrancaban reflejos irisados del pequeño río que perezosamente atravesaba la frondosidad.
Sabía que aquella sería la última vez, en mucho tiempo, en que contemplase aquel mundo, su mundo. Aquel presente en unos instantes se tornaba pasado; contra su voluntad el futuro se precipitaba hacia ellos, corriendo, veloz, incierto...
Por fin llegaron a una pequeña estrada. Al fondo se veía una casa y se precipitaron hacia ella. En la vera del camino había tendida ropa, ya seca. Victor, sin detenerse, amontonadamente, cogió con ambas manos lo que pudo, -ésto nos hará falta-. Al alcanzar la casa, súbitamente, vieron un coche con las puertas abiertas. Velozmente se precipitaron dentro, Victor atrás con su carga y su esposa delante. Su sorpresa fue inmensa. En su interior se encontraba un mono con una granada en sus manos.
-¡Coge la granada y que conduzca el mono!, dijo Victor.