A las 7.15 de la mañana del 30 de junio de 1908, una inmensa bola de fuego azulada, tanto o más brillante que el Sol, atravesó como un rayo el cielo de Siberia. Y en cuestión de segundos, estalló en el aire, a seis mil metros de altura por encima del valle del río Tunguska. La explosión fue tan tremenda que arrasó con más de dos mil kilómetros cuadrados de bosque siberiano. Y se escuchó a cientos de kilómetros de distancia. Se desataron terribles incendios y manadas completas de renos murieron quemados casi al instante, al igual que buena parte de la vida salvaje del lugar. Afortunadamente, los testigos humanos más cercanos fueron algunos pastores nómades que acampaban a unas prudentes decenas de kilómetros. Sin dudas, el extraño episodio de Tunguska fue el fenómeno natural más destructivo de los últimos milenios. Y si no se convirtió en un capítulo mayor de la historia de la humanidad fue simplemente porque afectó a una región despoblada del planeta.
Pero, ¿qué fue lo que pasó? ¿Y qué era aquella “bola de fuego” azul? Hoy, después de casi cien años, y cerca de cincuenta expediciones científicas, algunas cosas están un poco más claras. Sin embargo, el “caso Tunguska” aún mantiene intacto parte de su misterio. Y a la vez, nos recuerda que la amenaza del cielo está latente.
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