Aquí pongo un fragmento de un libro que leí cuando aprendía el español en mis cursillos.
Es un libro de memorias del jefe de la aviación republicana durante la Guerra Civil, Ignacio Hidalgo de Cisneros. A mi me pareció bastante divertido este fragmento.
A los soviéticos les extrañaba mucho que para los españoles, en general, las horas de la comida eran casi sagradas; no es que suspendiésemos los servicios para comer, pero la hora de la comida era, por costumbre, algo muy serio, y siempre que podíamos la teníamos en cuenta. Para los soviéticos esta hora no contaba, jamás se preocupaban de ella. Hasta en momentos de calma les daba lo mismo comer a cualquier hora o no comer.
Por cierto que, a pesar de un magnífico apetito, propio de gente joven y sana, que no contradice lo que acaba de relatar, los soviéticos no podían con algunos de nuestros platos. Recuerdo que en uno de mis viajes a Bilbao, el presidente del gobierno vasco, Aguirre, que conocía mis debilidades culinarias, me mandó al aeródromo dos cazuelas de angulas y chipirones en su tinta. Cuando volví a Valencia, me enteré que regresaban a su país dos aviadores soviéticos, heridos en la defensa de Madrid. Para despedirme de ellos, les invité a cenar, pensando en la comida típica española que podía ofrecerles, gracias a angulas y calamares, verdadero tesoro en aquellas circunstancias. Pues bien, nunca olvidaré su cara de asombro y repugnancia cuando vieron aquellos bichos nadando en una salsa negra y, al parecer, poca apetitosa para los no iniciados. Miraban a plato y me miraban a mí, sin saber qué hacer y sin decidirse a meterles el diente. Tratamos de explicarles que era una especialidad vasca muy apreciada, pero todo fue inútil, no pudimos conseguir que los probasen. El poco éxito con chipirones se repitió, en mayor proporción, con las angulas. Cuando les pusieron delante las cazuelitas y vieron aquellos bichitos blancos con ojos negros, los miraban alarmados, convencidos de que eran gusanos y, sin esperar nuestras explicaciones, ellos mismos, con una sonrisa bastante forzada, devolvieron las cazuelas a la mujer que servía. Total, que sufrí el fracaso culinario más grande de mi vida, y hubo que hacerles una tortilla sin ningún aditamento.
Para tratar de atenuar la mala impresión que les había producido mi comida, mandé traer una botella de un coñac francés maravilloso que me había regalado Hemingway y que conservaba como una joya. Hicimos varios brindis, agotamos la botella, y la cena terminó bastante animada, a pesar de su comienzo y de mi desesperación al ver que los soviéticos, en vez de saborear aquel exquísito coñac, se bebían las copas de un trago, como si fuese un medicamento desagradable de esos que hay que tomar de golpe para no notar su sabor.
Ignacio Hidalgo de Cisneros “Cambio de rumbo”