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Novela policíaca de Agatha Christie.

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Модераторы: Aplatanado, Wladimir

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс янв 28, 2018 12:35 am

4
LA ENCUESTA JUDICIAL


La encuesta judicial sobre la muerte de Marie Morisot se celebró cuatro días después. El método empleado para el asesinato, tan sensacionalista, despertó el interés del público y la sala del tribunal se hallaba atestada.
En primer lugar se llamó a declarar a un francés alto y maduro, de barba gris, monsieur Alexander Thibault. Habló en inglés, lento y preciso, con un ligero acento, aunque dominando los giros idiomáticos.
Después de pedirle su nombre y sus señas, el juez de primera instancia le preguntó:
—Vio el cadáver de la víctima. ¿La reconoció usted?
—Sí, señor. Era una buena clienta mía: Marie Angélique Morisot.
—Ese es el nombre que figura en el pasaporte de la difunta. ¿Se le conocía con algún otro nombre?
—Sí, señor, con el de madame Giselle.
Se produjo en el auditorio un rumor sordo. Los periodistas trabajaban frenéticamente con sus lápices. El juez prosiguió:
—¿Puede usted decirnos con mayor precisión quién era madame Morisot o madame Giselle?
—Madame Giselle, para llamarla con el nombre que usaba en el mundo de los negocios, era una de las más conocidas prestamistas de París.
—¿Desde dónde dirigía su negocio?
—Desde la rue Joliette, número 3, que era también su domicilio.
—Creo que hacía frecuentes viajes a Inglaterra. ¿Extendía hasta este país sus relaciones comerciales?
—Sí, señor. Tenía muchos clientes ingleses. Era muy conocida entre cierto sector de la sociedad inglesa.
—¿Cómo definiría usted con exactitud ese sector de la sociedad inglesa?
—Su clientela estaba compuesta en su mayor parte de aristócratas y profesionales liberales, personas a quienes interesaba mucho que mantuviera sus asuntos en la mayor discreción.
—¿Tenía fama de ser discreta?
—Extremadamente discreta.
—¿Me permite preguntarle si tenía usted un íntimo conocimiento de las transacciones en que consistían sus negocios?
—No. Mi relación con ella era puramente profesional, pero madame Giselle era una mujer de negocios de primera clase, capaz de atender por sí sola a sus asuntos con la mayor competencia. Todo lo dirigía ella personalmente. Si me permite, añadiré que era una mujer con un carácter muy original y un personaje muy conocido por el público.
—¿Sabe usted si era rica cuando ocurrió su muerte?
—Extraordinariamente rica.
—¿Sabe si tenía enemigos?
—Que yo sepa, no.
Monsieur Thibault fue a sentarse y llamaron a Henry Mitchell.
—¿Se llama usted Henry Charles Mitchell y reside en Wandsworth, en el 11 de Shoeblack Lane?
—Sí, señor.
—¿Está usted empleado en la compañía Universal Airlines Ltd.?
—Sí, señor.
—¿Es usted el más antiguo de los dos camareros del avión Prometheus?
—Sí, señor.
—El pasado martes, día dieciocho, estaba usted de servicio en el Prometheus durante el vuelo del mediodía de París a Croydon, el vuelo que tomó también la víctima. ¿Había visto usted antes a la difunta?
—Sí, señor. Seis meses antes yo hacía el vuelo de las ocho cuarenta y cinco, y la vi en él dos o tres veces.
—¿Sabía usted su nombre?
—Debía de figurar en la lista, señor, pero, a decir verdad, no me fijé de un modo especial.
—¿Ha oído usted alguna vez el nombre de madame Giselle?
—No, señor.
—Haga el favor de contarnos a su modo lo que ocurrió el pasado martes.
—Después de servir el almuerzo, repartí las cuentas. Creí que la difunta estaba durmiendo y decidí no despertarla hasta que faltaran cinco minutos para llegar. Pero entonces descubrí que había muerto o que estaba gravemente enferma. Averigüé que llevábamos a bordo un médico y él me dijo...
—El doctor Bryant declarará a continuación. Tenga la bondad de examinar esto.
Mitchell cogió cautelosamente la cerbatana que le alargaba.
—¿Había visto usted eso alguna vez?
—No, señor.
—¿Está seguro de no haberlo visto en manos de algún pasajero?
—Seguro.
—Albert Davis.
El más joven de los camareros se acercó al estrado.
—¿Es usted Albert Davis, con domicilio en Croydon, el 23 de Barcome Street y está empleado en la Universal Airlines, Ltd.?
—Sí, señor.
—¿Estaba usted de servicio en el Prometheus como segundo camarero el pasado martes?
—Sí, señor.
—¿Cómo se enteró usted de la tragedia?
—El señor Mitchell me explicó su temor de que le hubiese ocurrido algo grave a uno de los pasajeros.
—¿Había visto usted esto antes?
La cerbatana pasó a manos de Davis.
—No, señor.
—¿No la vio usted en manos de algún pasajero?
—No, señor.
—¿Observó usted algo que pueda arrojar alguna luz sobre este asunto?
—No, señor.
—Está bien, puede usted retirarse.
—Doctor Roger Bryant.
El doctor Bryant dio su nombre y dirección y se presentó a sí mismo como especialista en enfermedades de garganta y oído.
—¿Puede usted, a su modo, contarnos lo que sucedió exactamente el pasado martes día dieciocho?
—Poco antes de llegar a Croydon, se me acercó el camarero y me preguntó si era médico. Al contestarle afirmativamente, me dijo que una de las viajeras se hallaba indispuesta. Al ir a reconocerla, vi que la mujer en cuestión se hallaba caída en su asiento. Llevaba muerta algún tiempo.
—¿Cuánto tiempo en su opinión, doctor Bryant?
—Diría que más de media hora. Yo pondría entre media hora y una hora.
—¿Hizo usted alguna conjetura sobre la causa de su muerte?
—No. Hubiera sido imposible sin un detenido examen.
—¿Pero vio usted un pequeño pinchazo en el cuello?
—Sí, señor.
—Gracias, puede retirarse. Doctor James Whistler.
El doctor Whistler era un hombre flacucho y menudo.
—¿Es usted el médico forense de este distrito?
—Sí, señor.
—¿Tiene la bondad de declarar lo que crea pertinente?
—El martes, día dieciocho, poco después de las tres, me llamaron del aeropuerto de Croydon, donde me mostraron el cadáver de una mujer de mediana edad postrado en uno de los asientos del avión Prometheus. Su muerte había ocurrido, según mis cálculos, una hora antes aproximadamente. Observé que tenía una punzada a un lado del cuello, precisamente en la yugular. Aquella señal podía haber sido causada por el aguijón de una avispa o por la incisión de un dardo igual al que me mostraron. Ordené el trasladó del cadáver al depósito, donde le hice un detenido examen.
—¿A qué conclusión llegó usted?
—Llegué a la conclusión de que la muerte se debió a la introducción de una violenta toxina en la sangre. La muerte se produjo por una parálisis aguda del corazón y debió de ser prácticamente instantánea.
—¿Puede decirnos qué clase de toxina era?
—Una toxina que hasta entonces me era desconocida.
Los periodistas, que escuchaban atentamente, apuntaron: «Veneno desconocido».
—Gracias, puede retirarse. ¡El señor Winterspoon!
El señor Winterspoon era un hombre alto, de rostro bondadoso. Parecía un buen tipo, aunque algo bobo. Causó inesperada sorpresa conocer que era el director del Laboratorio Oficial de Análisis y una autoridad en venenos raros.
El juez le alargó el dardo fatal y le preguntó si lo reconocía.
—Sí —contestó el señor Winterspoon—. Me lo mandaron para su análisis.
—¿Quiere decirnos el resultado del análisis?
—Con mucho gusto. En mi opinión, la punta fue untada tiempo atrás con una preparación de curare. Y este es el tipo de flecha envenenada que usan algunas tribus.
Los periodistas anotaban todo aquello embelesados.
—¿Cree usted, pues, que la muerte se produjo por el curare?
—¡Oh, no! No quedaban más que vestigios insignificantes del veneno original. Según mi análisis, la punta estaba impregnada con veneno de la Dispholidus typus, una serpiente conocida vulgarmente como boomslang o serpiente de árbol.
—¿Boomslang? ¿Qué es esto?
—Una serpiente del sur de África, una de las más venenosas que existen. Sus efectos en las personas no son conocidos, pero si queremos tener una idea de su intensa virulencia, bastará con decir que se inyectó el veneno a una hiena y esta murió antes de que se pudiera retirar la aguja hipodérmica. Un chacal murió como alcanzado por un disparo. El veneno produce una hemorragia aguda bajo la piel y ataca el corazón, paralizando su funcionamiento.
Los periodistas escribieron: «Crimen sensacional. Veneno de serpiente administrado en pleno vuelo. De efectos más mortíferos que el de la cobra».
—¿Sabe usted si se ha usado ese veneno en otro caso de envenenamiento intencionado?
—Nunca. Eso es lo más interesante.
—Gracias, señor Winterspoon.
El sargento de policía Wilson declaró sobre el hallazgo de la cerbatana debajo de uno de los cojines de un asiento. No había huellas dactilares. Se habían realizado experimentos con la flecha y el artilugio, comprobando que podía ser arrojada con eficacia hasta una distancia de unos diez metros.
—¡Monsieur Hércules Poirot!
Se produjo una ligera agitación, aunque la declaración de monsieur Poirot fue muy comedida. No había observado nada extraordinario. Él fue quien encontró la diminuta flecha en el piso del avión. El lugar en que se halló parecía indicar que pudo desprenderse del cuello de la mujer difunta.
—¡Condesa de Horbury!
Un reportero escribió: «La esposa de un noble de Inglaterra presta declaración en el misterioso crimen aéreo». Otro anotó: «... en el misterio del veneno viperino».
Entre los que escribían para la prensa del corazón, uno relató: «Lady Horbury llevaba uno de esos sombreritos de estudiante que se han puesto de moda». Y otro: «Lady Horbury, que es una de las más elegantes damas de nuestra ciudad, vestía de negro con uno de esos sombreritos de colegiala». Y otro más: «Lady Horbury, de soltera señorita Cicely Brand, vestía de negro, muy elegante, con uno de esos nuevos sombreritos...».
Todos destacaban la elegancia y hermosura de la joven dama, cuya declaración fue de las más breves. No había observado nada y nunca había visto a la difunta.
Venetia Kerr, que declaró después, aportó menos emoción aún. Los infatigables proveedores de las revistas del corazón afirmaron: «La hija de lord Cottesmore llevaba una chaqueta de magnífico corte y una falda a la última moda». Y como título, la frase: «Damas de la buena sociedad prestan declaración».
—¡James Ryder!
—¿Es usted James Bell Ryder y vive en el 17 de Blainberry Avenue, N.W.?
—Sí, señor.
—¿Cuál es su profesión?
—Soy director gerente de Ellis Vale Cement Co.
—¿Tiene la bondad de examinar esta cerbatana? ¿La había visto antes?
—No.
—Durante el vuelo en el Prometheus, ¿no vio usted este objeto en manos de alguna persona?
—No.
—¿Ocupaba el número 4, delante de la víctima?
—¿Y qué pasa si así fuera?
—Haga el favor de no adoptar ese tono conmigo. Ocupaba usted el número 4. Desde su asiento podía usted ver casi todo lo que sucedía en el compartimiento.
—No, señor. No podía ver nada, porque los respaldos son muy altos.
—Pero si alguien se levantara y se colocara en el pasillo en condiciones de poder disparar una cerbatana contra la interfecta, ¿lo habría visto usted?
—Ciertamente.
—¿Y no vio usted tal cosa?
—No.
—¿Vio usted levantarse a alguno de los pasajeros que ocupaban asientos delante de usted?
—Sí, un pasajero que se sentaba dos filas ante mí, que fue a los servicios.
—¿Alejándose de usted y de la difunta?
—Sí.
—¿No se acercó para nada a la cola del avión?
—No, volvió a su asiento directamente.
—¿Llevaba algo en la mano?
—Nada.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—¿No abandonó su asiento nadie más?
—El individuo que estaba delante de mí. Pasó por mi lado y se dirigió a la cola.
—¡Protesto! —terció el señor Clancy, levantándose del asiento que ocupaba—. ¡Eso fue antes, mucho antes, a la una!
—Haga el favor de sentarse —ordenó el juez—. Luego podrá hablar. Siga usted, señor Ryder. ¿Notó usted si ese caballero llevaba algo en la mano?
—Creo que llevaba una estilográfica. Y cuando volvió, sujetaba un libro de color naranja.
—¿Y esa fue la única persona que cruzó el avión hacia la cola? ¿Usted no se levantó?
—Sí. Fui al servicio, pero no llevaba ninguna cerbatana en las manos.
—Adopta usted un tono poco apropiado. Siéntese.
El señor Norman Gale, dentista, prestó declaración en sentido negativo. Luego se acercó al estrado el indignado señor Clancy.
El señor Clancy era para los periodistas un personaje de menor interés, inferior en varios grados a una aristócrata.
«Autor de novelas policíacas presta declaración. Célebre escritor confiesa la compra del arma mortal. Causa sensación en el jurado.»
Pero lo de la sensación quizá era un poco prematuro.
—Sí, señor —declaró el señor Clancy con voz estridente—, compré una cerbatana y, es más, la he traído hoy aquí. Protesto con toda mi alma contra la suposición de que la cerbatana con que se cometió el crimen fuera la mía. Aquí está la que yo compré.
Mostró la cerbatana con aire de triunfo.
Los periodistas anotaron: «Una segunda cerbatana en el tribunal».
El juez se portó severamente con el señor Clancy. Le dijo que estaba allí para ayudar a la justicia y no para rebatir cargos imaginarios contra él. Luego le preguntó sobre lo ocurrido en el Prometheus durante el vuelo, pero con escasos resultados. El señor Clancy, según explicó él, con toda clase de pormenores innecesarios, había estado demasiado enfrascado en un excéntrico horario de trenes extranjeros y las dificultades que le presentaban los horarios en formato de veinticuatro horas, para fijarse en nada de lo que sucedía a su alrededor. Aunque hubiesen atacado con dardos envenenados a todo el pasaje, maldito si se hubiera dado cuenta de lo que sucedía.
La señorita Jane Grey, oficiala de peluquería, no alteró el ritmo de las plumas de los periodistas.
Siguieron los franceses.
Monsieur Armand Dupont declaró que viajaba a Londres para dar una conferencia en la Royal Asiatic Society. Él y su hijo estaban absortos en una discusión técnica y se habían fijado muy poco en lo que sucedía a su alrededor. No había advertido la presencia de la víctima hasta que atrajo su atención el revuelo general que produjo el descubrimiento de su muerte.
—¿Conocía usted a madame Morisot o madame Giselle?
—No, monsieur, nunca la había visto.
—Pero es un personaje muy conocido en París, ¿verdad?
—No lo sé. En cualquier caso, no he estado apenas en París últimamente.
—¿Debo deducir que ha regresado usted de Asia recientemente?
—Exactamente, monsieur; de Irán.
—Han viajado mucho por esos mundos de Dios, usted y su hijo, ¿verdad?
—Pardon?
—¿Han estado en países exóticos?
—Así es, señor.
—¿Ha estado usted en alguna parte del mundo donde los nativos usen dardos envenenados con veneno de serpiente?
Hizo falta que se lo tradujeran y, cuando entendió la pregunta, monsieur Dupont meneó la cabeza enérgicamente.
—Nunca, nunca me he encontrado con nada parecido.
Luego le tocó el turno a su hijo, cuya declaración se ajustó en todo a la de monsieur Armand. No había notado nada. Creyó posible que la muerte de la señora se debiera a la picadura de una avispa, porque él mismo se vio molestado por una, a la que logró matar, por cierto.
Los Dupont eran los últimos testigos.
El juez se aclaró la garganta y se dirigió al jurado.
Dijo que era el caso más sorprendente e increíble que se le había presentado desde que presidía aquel tribunal. Una mujer había muerto (y podía descartarse la idea de suicidio o de accidente) en el aire, en un espacio muy reducido. Era inimaginable que el autor del crimen fuera alguien ajeno al avión. El asesino tenía que ser necesariamente uno de los testigos que acababan de escuchar. No debían perder de vista aquel hecho, por terrible y espantoso que fuese. Una de las personas allí presentes había mentido descaradamente.
Las circunstancias del crimen eran de una audacia incomparable. A la vista de los diez testigos, o doce contando a los camareros, el asesino se había llevado la cerbatana a los labios y lanzado el dardo sin que nadie hubiera observado el hecho. Parecía francamente increíble, pero existía la prueba de la cerbatana, del dardo hallado en el suelo, de la señal dejada en el cuello de la difunta y del dictamen del médico, que demostraba que aquello, increíble o no, había sucedido.
A falta de pruebas para acusar a una persona determinada, solo podía aconsejar al jurado que emitiese un veredicto de «asesinato cometido por una o varias personas desconocidas». Todos los presentes habían negado conocer a la víctima. A la policía le tocaba descubrir las ocultas relaciones entre los testigos y la víctima. Desconociéndose el motivo del crimen, solo podía aconsejar el veredicto indicado.
Uno de los miembros del jurado, de rostro anguloso y ojos suspicaces, se adelantó, respirando fatigosamente.
—¿Se me permite una pregunta, señoría?
—Claro, diga.
—Nos han dicho ustedes que la cerbatana se encontró bajo uno de los cojines de un asiento. ¿Quién se sentaba en él?
El juez consultó sus notas. El sargento Wilson se acercó al miembro del jurado y explicó:
—¡Ah, sí! El asiento de que se trata era el número 9, ocupado por monsieur Hércules Poirot. Monsieur Poirot es un detective privado muy conocido y respetable que ha colaborado muchas veces con Scotland Yard.
El miembro del jurado dirigió su mirada a Hércules Poirot y su rostro mostró la escasa aceptación que los bigotes de este le producían.
¡Extranjeros!, dijeron sus ojos. No hay que fiarse de los extranjeros, aunque sean colaboradores de la policía.
Añadió en voz alta:
—¿No fue ese monsieur Poirot quien encontró el dardo?
—Sí.
El jurado se retiró a deliberar. Al cabo de poco tiempo volvió, y el presidente entregó una papeleta al juez.
—¿Pero qué es esto? —murmuró ceñudo este al leerlo—. ¡Tonterías! No puedo aceptar un veredicto en estos términos.
Al poco rato, el veredicto volvió debidamente enmendado:
«Dictaminamos que la víctima murió envenenada, aunque no haya pruebas que demuestren de forma irrebatible quién administró el veneno».

5
DESPUÉS DE LA ENCUESTA


Al salir del tribunal, una vez emitido el veredicto, Jane encontró a Norman Gale a su lado.
—Me gustaría saber qué decía aquel papel que el juez no quiso aceptar bajo ningún concepto —comentó Gale.
—Creo que puedo satisfacer su deseo —dijo una voz detrás de ellos.
La pareja se volvió para encontrarse con la mirada vivaracha de monsieur Hércules Poirot.
—Era un veredicto de culpabilidad de asesinato contra mí.
—¡Oh! ¿Es posible? —exclamó Jane.
Poirot asintió satisfecho.
—Mais oui. Al salir he oído que un hombre le comentaba a otro: «Ese extranjero, fíjese bien en lo que le digo. ¡Es el autor del crimen!». Los del jurado piensan lo mismo.
Jane no sabía si condolerse o echarse a reír. Se decidió por lo último y Poirot rió también contagiado por su risa.
—Comprenderán que debo ponerme a trabajar sin pérdida de tiempo para probar mi inocencia.
Se despidió con una inclinación y una sonrisa.
Jane y Norman siguieron con la mirada al extraño personaje que se alejaba.
—¡Qué tipo tan estrafalario! —comentó Gale—. Se hace llamar detective. No sé qué puede descubrir un hombre así. Cualquier delincuente lo reconocería a kilómetros de distancia. No comprendo cómo puede disfrazarse.
—¿No tiene usted una idea muy anticuada de los detectives? —preguntó Jane—. Las pelucas y barbas postizas ya no están de moda. Hoy día, los detectives se sientan a una mesa y estudian los casos en su aspecto psicológico.
—Mucho menos cansado.
—Tal vez en su aspecto físico. Pero, de todos modos, necesitan un cerebro frío y calculador.
—Claro. Un atolondrado no daría pie con bola.
Los dos rieron.
—Oiga... —Gale tartamudeaba y se ruborizó ligeramente—... le importaría... quiero decir si sería usted tan amable... es un poco tarde, pero ¿me acompañaría a tomar el té? He pensado que, como compañeros de infortunio, podríamos también...
Conteniéndose, se dijo: ¿Qué te pasa, tontaina? ¿No puedes invitar a una muchacha sin tartamudear, enrojecer y hablar como un patán? ¿Qué pensará de ti la chica?
La confusión de Gale tuvo la virtud de acentuar la serenidad y el dominio de Jane.
—Muchas gracias —contestó—. Me encantará aceptar ese té.
Entraron en un establecimiento y una camarera de modales desdeñosos recibió sus peticiones con aire de duda, como si pensara: Perdonen si salen decepcionados. Dicen que aquí se sirve té, pero yo nunca he visto nada que se le parezca aquí.
El establecimiento estaba casi desierto, pero esta falta de clientela enfatizaba la intimidad de aquel té. Jane se quitó los guantes y dirigió una mirada a su compañero. Era muy atractivo, con aquellos ojos azules y aquella sonrisa. Muy agradable.
—¡Qué caso más raro el de ese asesinato! —comentó Gale, apresurándose a entrar en conversación. Todavía no se había librado por completo del ridículo sentimiento de embarazo.
—Lo sé —corroboró Jane—, y me tiene preocupada desde el punto de vista de mi empleo. No sé cómo se lo tomarán.
—Es cierto. No había pensado en eso.
—Quizá a Antoine no le guste conservar a una empleada complicada en un caso de asesinato y que tiene que prestar declaración y lo que eso supone.
—La gente es muy rara —afirmó Norman Gale pensativamente—. La vida es... es tan injusta. Una cosa como esta en que, además, no tiene culpa alguna —Y frunció el ceño airado—. ¡Es indignante!
—Bueno, aún no ha pasado nada —le recordó Jane—. ¿Por qué inquietarse por algo que no ha sucedido todavía? Después de todo, podría tener un buen fundamento. ¡Podría ser yo quien la hubiera asesinado! Y a un asesino se le supone capaz de matar a otros, y a nadie le gustaría confiar su cabellera a alguien así.
—Basta con mirarla para saber que es usted incapaz de matar a nadie —declaró Norman mirándola con devoción.
—Yo no estaría tan segura sobre eso —advirtió Jane—. A veces, de buena gana mataría a alguna de mis clientas si supiera que no me iban a descubrir. Especialmente, a una que tiene una agria voz de loro y que gruñe por todo. A veces pienso que matarla sería una buena acción y no un crimen. Ya ve pues que mentalmente soy una asesina.
—Quizá, pero no cometió usted ese asesinato. Lo juraría.
—Yo también juraría que no lo cometió usted —aseguró Jane—. Pero de nada le serviría que yo lo jurase, si sus pacientes se lo atribuyesen.
—Mis pacientes, sí... —Gale parecía pensativo—. Supongo que tiene usted razón. No había caído en eso. Un dentista con manías homicidas. Realmente, no es una propaganda muy atractiva. —Como obedeciendo a un súbito impulso, añadió—: ¿No le disgusta saber que soy un dentista?
Jane arqueó las cejas.
—¿Disgustarme? ¿A mí?
—Lo digo porque para la gente los dentistas son algo cómico. No es una profesión romántica, que digamos. A un médico todo el mundo le toma en serio.
—No se preocupe. Un dentista siempre estará a mayor nivel que una auxiliar de peluquería.
Rieron ambos y Gale observó:
—Me parece que vamos a ser buenos amigos, ¿verdad?
—Sí, eso creo.
—¿Querría usted cenar una noche conmigo? Luego podríamos ir al teatro.
—Sí, claro.
Tras una pausa, Gale preguntó:
—¿Lo pasó usted bien en Le Pinet?
—Mucho.
—¿Había estado ya allí?
—No, verá usted...
Sintiéndose de pronto comunicativa, Jane le contó la historia del billete de lotería. Ambos estuvieron de acuerdo en que los sorteos eran románticos y agradables, y deploraron que el gobierno británico fuera, en eso, tan poco comprensivo.
Su charla fue interrumpida por un joven de traje castaño que llevaba un buen rato remoloneando por aquel lugar sin que ellos lo notaran.
Por fin se decidió a acercarse y, descubriéndose, se dirigió a Jane con gran aplomo:
—¿Señorita Jane Grey?
—Sí.
—Represento al Weekly Howl, señorita Grey. ¿Aceptaría usted el encargo de escribirnos un artículo sobre ese asesinato aéreo que han vivido ustedes? Podría exponer el punto de vista de uno de los viajeros...
—Me temo que no, gracias.
—¡Oh! ¡Vamos, señorita Grey! Se lo pagaríamos estupendamente.
—¿Cuánto?
—Cincuenta libras. Oh, bueno, tal vez algo más. Pongamos sesenta.
—No. No creo que me fuera posible. No sabría qué contar.
—Está bien —se apresuró a decir el muchacho—. No es necesario realmente que usted escriba el artículo. Uno de nuestros redactores la visitará para hacerle algunas preguntas y escribirá el texto de acuerdo con sus respuestas. No tendrá usted ni la más mínima molestia.
—Da lo mismo —respondió Jane—. Prefiero no hacerlo.
—¿Qué le parecerían cien libras? Mire, estoy dispuesto a darle esas cien si nos facilita usted una fotografía suya.
—No, no me gusta la idea.
—¡Déjelo ya! —intervino Norman Gale—. La señorita Grey no quiere que se la moleste más.
—No, no me gusta la idea.
El joven se dirigió a él esperanzado.
—¿No es usted el señor Gale? Oiga, por favor: ya que a la señorita Grey no acaba de gustarle la idea, ¿qué le parece a usted? Quinientas palabras y le ofrezco los mismos honorarios que a la señorita Grey. Es un trato excelente, pues el asesinato de una mujer contado por otra mujer tiene más gancho para los lectores. Es una gran oportunidad lo que le ofrezco.
—No la acepto, ya ve usted. No escribiré una palabra para su periódico.
—Dinero aparte, sería una buena propaganda para su consulta. Mejoraría su situación profesional. Todos sus clientes lo leerían.
—Eso es precisamente lo que más temo —afirmó Norman Gale.
—Ya sabe usted que, en estos tiempos, no se puede hacer nada sin la publicidad.
—Es posible, pero todo depende de la clase de publicidad. Solo me queda la esperanza de que algunos de mis pacientes no lean la prensa y, por lo tanto, ignoren que estoy mezclado en un caso de asesinato. Bueno, ya le hemos contestado a usted los dos. ¿Se va usted por las buenas o no?
—No he dicho nada para molestarles —replicó el reportero sin turbarse ante aquel tono violento—. Buenas tardes. Pueden llamarme a la redacción si cambian de parecer. Aquí tienen mi tarjeta.
Salió alegremente del establecimiento, pensando para sí: No me ha ido del todo mal. Será una entrevista bastante decente.
Efectivamente, la siguiente edición del Weekly Howl dedicaba una columna a relatar el punto de vista de dos testigos presenciales del misterioso crimen del aire. La señorita Jane Grey declaraba que se sentía demasiado apenada para hablar del asunto. Había sido un golpe muy duro para ella y detestaba recordarlo. El señor Norman Gale se había extendido en consideraciones sobre el efecto que produciría en la carrera de un profesional verse mezclado en un asunto criminal, a pesar de ser inocente. El señor Gale había expresado la esperanza de que algunos de sus clientes solo leyesen la sección de modas y se sentaran en su silla de dentista sin la menor sospecha.
Cuando el muchacho se hubo ido, Jane preguntó:
—¿Por qué no hará esas proposiciones a personas más importantes?
—Seguramente deja eso para reporteros más cualificados —contestó Gale, ceñudo—. Tal vez lo ha intentado ya y le han mandado a paseo. Jane... ¿Me permites que te tutee? ¿Quién crees tú que mató a esa mujer, a Giselle?
—No tengo ni la más remota idea.
—¿Has pensado en eso? ¿En eso precisamente?
—No, a decir verdad, en eso no había pensado. Solo me preocupaba la idea de estar mezclada. Pero no se me había ocurrido pensar seriamente que alguno de los demás tuvo que hacerlo. Hasta este momento no había caído en la cuenta de que uno de ellos tuvo que ser forzosamente el autor.
—Sí, el juez lo expuso con toda claridad. Sé que no fui yo y sé que no fuiste tú, porque... bueno, porque te estuve contemplando casi todo el tiempo que permanecimos en el aire.
—Sí —admitió Jane—. A mí me consta que no fuiste tú por la misma razón. ¡Y desde luego, sé que tampoco fui yo! De modo que debió ser alguno de los otros, pero no sé quién fue. No tengo la menor idea. ¿Y tú?
—Pues no.
Norman Gale parecía muy pensativo, como si quisiera llegar a una conclusión a toda costa. Jane prosiguió:
—No sé cómo vamos a adivinarlo. Por mi parte, al menos yo no vi nada. ¿Notaste tú alguna cosa?
Gale meneó la cabeza.
—Nada en absoluto.
—Eso es lo más raro del caso. Me atrevería a jurar que no pudiste ver nada porque no estabas de cara a los hechos. Pero yo sí estaba mirando precisamente allí y hubiera debido ver...
Jane se detuvo, ruborizándose. Recordaba que su mirada se había mantenido fija en su jersey y que su mente, lejos de recoger las sensaciones externas, se había cerrado a todo lo que no tuviese relación directa con la persona que llevaba aquel dichoso pullover.
Me gustaría saber por qué se ruboriza así, se decía Norman Gale. Es encantadora. Voy a casarme con ella. Sí, me casaré. Pero no hay que correr demasiado. Tengo que hallar algún pretexto para frecuentarla. Podría aprovechar este asunto del crimen. Funcionará tan bien como cualquier otra cosa. Además, creo realmente que sería bueno hacer algo. Ese maldito reportero con su publicidad...
—Concentrémonos en eso —expuso en voz alta—. ¿Quién la mató? Tengamos en cuenta a todos los que estaban allí. ¿Quizá uno de los camareros?
—No —rechazó Jane.
—Conforme. ¿Las señoras que estaban sentadas al otro lado del pasillo?
—No creo que una dama como lady Horbury haya matado a nadie. Y la otra, la señorita Kerr es demasiado «señora». Jamás mataría a una anciana francesa, estoy segura.
—Me parece que no te equivocas, Jane. Tenemos a ese hombrecillo de los bigotes. Aunque, según el jurado, sea el más sospechoso, tenemos que descartarlo. ¿Y el médico? Tampoco parece muy probable que tenga nada que ver.
—Si la hubiese querido matar, lo hubiese hecho sin dejar huellas y nadie le hubiera descubierto.
—Sí, claro —admitió Norman dubitativo—. Esos venenos inodoros e insípidos que no dejan huellas son más apropiados, aunque dudo de que existan. ¿Qué te parece ese escritor, el que confesó poseer una cerbatana?
—Es bastante sospechoso. Pero me parece buena persona y no necesitaba confesar que poseía uno de esos chismes, de modo que no creo que fuese él.
—Así pues, nos queda Jameson. No, ¿cómo se llama...? ¿Ryder?
—Sí. Pudo ser él.
—¿Y los franceses?
—Son los más probables. Han viajado a extraños lugares y pueden tener motivos que nosotros desconocemos por completo. El más joven me parece una persona desdichada y preocupada.
—También tú estarías inquieta si hubieras cometido un crimen —afirmó Norman lúgubre.
—Parecía muy agradable —insistió Jane—, y su padre un hombre encantador. Confío en que no sean ellos.
—No parece que progresemos mucho.
—No sé cómo vamos a llegar a una conclusión, desconociendo tantas cosas acerca de la mujer asesinada: qué enemigos tenía, quién la va a heredar y todo eso.
Norman Gale terció esperanzado:
—¿Tú crees que esto es especular en vano?
—¿No lo es? —preguntó ella sin sonreír.
—No del todo —contestó Gale, y añadió lentamente, después de vacilar—: Presiento que será provechoso.
Jane le dirigió una mirada interrogadora.
—Un asesinato —puntualizó Normal Gale— no concierne solo a la víctima y al autor. También afecta al inocente. Tú y yo somos inocentes, pero nos envuelve la sombra del crimen y no sabemos cómo afectará esta sombra a nuestras vidas.
Jane era una muchacha muy juiciosa, pero no pudo evitar un estremecimiento.
—No digas eso. Me da miedo.
—Y a mí también —reconoció Gale.

6
UNA CONSULTA


Hércules Poirot visitó a su amigo, el inspector Japp. Este le recibió con una sonrisa burlona.
—¡Hola, viejo amigo! Ha estado usted a punto de dar con sus huesos en la cárcel.
—Me temo que, si llega a ocurrir semejante cosa, hubiera salido perjudicado profesionalmente.
—También los detectives resultan, a veces, criminales en las novelas. —Japp le indicó un caballero con cara melancólica, pero inteligente—. Tengo el gusto de presentarle a monsieur Fournier, de la Sûreté, que ha venido a colaborar con nosotros en este asunto.
—Creo que tuve el placer de conocerle hace años, monsieur Poirot —saludó estrechándole la mano—. También me habló de usted monsieur Giraud.
A Poirot le pareció sorprender en los labios del agente francés una leve sonrisa y se permitió replicar con una sonrisa discreta, imaginándose en qué términos le habría hablado Giraud, de quien él, a su vez, acostumbraba a hablar en términos desdeñosos como el «sabueso humano».
—Propongo —ofreció Poirot— que vengan a cenar conmigo. Ya he invitado a monsieur Thibault. Es decir, si usted y el amigo Japp no tienen inconveniente en aceptar mi colaboración.
—Está bien, amigo mío —aceptó Japp, dándole una palmada en el hombro—. Ya veo que se ha metido usted a fondo en el caso.
—Nos consideraremos muy honrados —murmuró el francés por pura cortesía.
—Como acabo de decir a una señorita encantadora, ansío que resplandezca mi inocencia.
—Al jurado no le gustó su aspecto —observó Japp, sonriendo otra vez—. Fue lo más gracioso que he oído nunca.
De común acuerdo, no se habló del caso durante la excelente comida con que el belga obsequió a sus amigos.
—Después de todo, es posible comer bien en Inglaterra —comentó Fournier, mientras usaba con toda delicadeza el mondadientes.
—Una comida exquisita, monsieur Poirot —reconoció Thibault.
—Un poco a la francesa, pero condenadamente buena —convino Japp.
—La buena comida siempre ha de pesar poco en el estómago —señaló Poirot—. No debe ser tan fuerte que paralice el funcionamiento del cerebro.
—No puedo decir que me haya molestado nunca el estómago —advirtió Japp—, pero no se lo discutiré. Prefiero que pasemos a tratar el asunto que nos ha reunido. Y como monsieur Thibault ha de ausentarse pronto, yo propondría que empezásemos por oír todo lo que pueda decirnos.
—Estoy a sus órdenes, caballeros. Desde luego que aquí puedo hablar más libremente que ante el tribunal. Antes de empezar la encuesta judicial tuve una charla con el inspector Japp, quien me aconsejó mucha reserva, y por eso procuré contestar en términos generales.
—Perfectamente —aceptó Japp—. No hay que gastar las municiones en salvas. Ahora puede decirnos todo lo que sepa de esa Giselle.
—A decir verdad, sé muy poco de ella. La conocía, como todo el mundo, por su fama. De su vida privada sé muy poco. Es probable que monsieur Fournier sepa más que yo. Pero sí les puedo asegurar que madame Giselle era lo que aquí llamamos todo un personaje. De sus antecedentes nada se sabe. Creo que en su juventud fue de muy buen ver y que la viruela acabó con su belleza. Le gustaba mucho, me parece, el poder; y lo tenía. Era una astuta mujer de negocios, de ese tipo de mujer francesa que tiene la cabeza muy bien puesta sobre los hombros y no permite que los sentimientos afecten para nada sus intereses, aunque tenía fama de llevar sus negocios con escrupulosa honestidad.
Se volvió hacia Fournier, como esperando su asentimiento, y este asintió melancólicamente.
—Sí. Era honesta a su manera. Aunque la ley la hubiera llamado al orden si se hubieran presentado ciertas pruebas, pero eso... —se encogió de hombros con desaliento—... eso es mucho pedir, corrompida como está la humanidad.
—¿Qué quiere decir?
—Chantaje.
—¿Practicaba el chantaje? —preguntó Japp extrañado.
—Sí, un chantaje de un tipo muy especial. Madame Giselle tenía la costumbre de prestar dinero mediante un simple pagaré. Era muy discreta en cuanto a la suma prestada y a los métodos de pago, pero puedo asegurarles que tenía su propio y eficaz sistema para hacerse pagar.
Poirot se echó hacia delante con interés.
—Como monsieur Thibault ha dicho, madame Giselle reclutaba su clientela entre la clase elevada y las profesiones liberales. Esta gente es especialmente vulnerable al peso de la opinión pública. Madame Giselle tenía montado su propio servicio de información. Antes de prestar el dinero, si se trataba de una cantidad importante, solía recoger cuantos datos le era posible sobre su cliente, y sus medios de información eran extraordinarios. Estoy de acuerdo con lo que ha dicho nuestro amigo: a su manera, madame Giselle era de una escrupulosa honestidad. Se portaba bien con los que eran leales con ella. Creo sinceramente que no se sirvió de los secretos que sabía para obtener dinero de nadie, a no ser que le debieran dinero.
—Quiere usted decir —observó Poirot— que el conocimiento de esos secretos era una especie de garantía.
—Exacto. Y cuando tenía que servirse de ellos, lo hacía con toda rudeza y sorda a todo sentimiento. Y debo decirles, señores, que su sistema funcionaba. Rara vez se vio obligada a renunciar al cobro de una deuda. Un caballero o una dama de posición elevada removerían cielo y tierra para evitar un escándalo. Como ustedes ven, conocíamos sus actividades, pero de eso a perseguirla judicialmente... —Volvió a encogerse de hombros—. Es un asunto muy difícil. La naturaleza humana... es la naturaleza humana.
—Y en caso de tener que renunciar al cobro de alguna deuda, ya que, como usted ha insinuado, eso sucedió alguna vez, ¿qué hacía entonces? —preguntó Poirot.
—En ese caso —contestó Fournier—, hacía públicos los informes que tenía o se los mandaba a la persona interesada.
Hubo un momento de silencio. Luego Poirot preguntó:
—¿Y eso no la beneficiaba económicamente?
—Económicamente, no —respondió Fournier—, al menos no directamente.
—¿E indirectamente?
—Sí, porque hacía que los demás pagasen, ¿no es eso? —intervino Japp.
—Eso mismo —confirmó Fournier—. Equivalía a lo que podríamos llamar un efecto moral.
—Un efecto inmoral lo llamaría yo —exclamó Japp. Y añadió, restregándose la nariz pensativamente—: Bien, esto nos abre un abanico muy amplio de posibles motivos para el crimen. Ahora convendría saber quién entrará en posesión del dinero. ¿Puede usted ayudarnos en este aspecto? —preguntó, dirigiéndose a Thibault.
—Tenía una hija —contestó el abogado—, pero ésta no vivía con su madre. Casi me atrevería a afirmar que la madre no la veía desde que era muy pequeña. Pero hace muchos años hizo testamento dejándoselo todo a su hija Anne Morisot, a excepción de un pequeño legado en favor de su doncella. Por lo que yo sé, nunca ha hecho otro testamento.
—¿Y es grande su fortuna? —preguntó Poirot.
El abogado se encogió de hombros.
—Aproximadamente unos ocho o nueve millones de francos.
Poirot frunció los labios, como en un silbido.
—¡Caramba! ¡No lo parecía! —exclamó Japp—. Veamos cuánto es al cambio, pues debe ascender a más de cien mil libras.
—¡Toma! Mademoiselle Anne Morisot será una señorita muy rica —comentó Poirot.
—Por fortuna para ella, no se hallaba en el avión —añadió Japp secamente—. En otro caso, hubiera sido sospechosa de haber dado el pasaporte a su madre para heredar el dinero. ¿Qué edad debe tener?
—No lo sé con seguridad. Imagino que unos veinticuatro o veinticinco años.
—Bien, por ahora no parece que tenga la menor relación con el crimen. Tendremos que volver sobre eso de los chantajes. Todos los viajeros niegan haber conocido a madame Giselle. Por lo menos uno de ellos miente. Es cuestión de saber quién. El examen de sus documentos privados quizás arroje alguna luz. ¿No le parece, Fournier?
—Querido amigo —respondió el francés—, apenas nos llegó la noticia y, tras hablar por teléfono con Scotland Yard, fui de inmediato a su casa. Allí había una caja de caudales donde solía guardar sus papeles, pero los habían quemado todos.
— ¿Quemados? Pero ¿por qué? ¿Quién?
— Madame Giselle tenía una doncella de confianza llamada Elise; si le sucedía algo a su señora, tenía instrucciones de abrir la caja, cuya combinación conocía, y quemar los papeles que contenía.
— ¿Cómo? ¡Pero eso es asombroso! —exclamó Japp.
— ¿Lo ve? —señaló Fournier—. Madame Giselle tenía su propio código. Era leal con quienes se portaban lealmente con ella. A sus clientes les prometía juego limpio. Era despiadada, pero mujer de palabra.
Japp asintió. Los cuatro permanecieron un rato en silencio, pensando en el carácter de aquella mujer poco común.
Thibault se levantó.
— Debo dejarles, señores, pues ahora tengo una cita. Si necesitan alguna otra información, ya saben dónde encontrarme.
Y tras estrecharles la mano ceremoniosamente, abandonó la estancia.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс янв 28, 2018 12:36 am

7
PROBABILIDADES


Cuando se quedaron solos los tres, acercaron más las sillas a la mesa.
—Vamos a ver si ahora podemos examinar a fondo el caso —empezó el inspector Japp, sacando el tapón de su estilográfica—. En el avión había once pasajeros, mejor dicho, solo en el compartimiento de la cola. La otra parte no cuenta. Once pasajeros y dos camareros, que suman trece personas. Una de las doce mató a la anciana. Unos eran ingleses y otros franceses. Estos últimos se los confiaré a monsieur Fournier. De los ingleses me encargaré yo. Hay que hacer investigaciones en París y eso queda también de su cuenta, Fournier.
—Y no solo en París —advirtió Fournier—. Durante el verano, Giselle hacía grandes negocios por las playas de Francia: Deauville, Le Pinet, Wimereux... Y también frecuentaba el sur: Antibes, Niza y todos esos lugares.
—Bien observado. Recuerdo que alguno de los viajeros del Prometheus mencionó Le Pinet. Bien, ya es una pista. Veamos si nos es posible ahora localizar al asesino, si hay manera de demostrar, por su situación en el compartimiento, quién estaba en condiciones de utilizar esa cerbatana —Desenrolló un croquis del interior del avión y lo extendió sobre la mesa—. Procedamos por el método de eliminación. Para empezar, examinemos uno a uno a los viajeros y decidamos qué probabilidades y, lo que es todavía más importante, qué posibilidades tenía cada uno de ellos.
—Para empezar, podemos eliminar a monsieur Poirot. Esto reducirá el número a once.
Poirot meneó la cabeza tristemente.
—Es usted muy confiado, amigo mío. No hay que fiarse de nadie, de nadie.
—Bueno, le dejaremos también, si usted quiere —convino Japp de buen humor—. Además, tenemos a los camareros, que me parecen muy poco sospechosos desde el punto de vista de las probabilidades. No es de suponer que hayan tomado prestadas grandes cantidades de dinero; ambos tienen una muy buena hoja de servicios, ambos son personas decentes y sobrias. Me sorprendería mucho que tuvieran algo que ver con esto. Por otra parte, desde el punto de vista de las posibilidades, hemos de incluirlos. Cruzaban el avión de una punta a otra, y podían utilizar la cerbatana. Desde el ángulo adecuado, quiero decir. Pero me niego a creer que en un avión lleno de gente un camarero pudiera disparar flechas con una cerbatana sin que nadie lo viese. Por experiencia sé que las personas suelen ser ciegas como murciélagos, pero no llegarían a tanto. Claro que mi razonamiento se puede aplicar a todos los demás. Sería una locura, habría que estar loco de remate para cometer un crimen así. Apenas hay una probabilidad entre cien de no ser detenido en el acto. Quien hizo esto tuvo una suerte de mil diablos. De todos los procedimientos demenciales para cometer un asesinato...
Poirot, que escuchaba con los ojos entrecerrados y fumaba en silencio, le interrumpió para formular una pregunta:
—¿Cree usted de veras que fue un procedimiento demencial?
—Claro que sí. Fue una locura.
—Pues tuvo éxito. Aquí estamos los tres sentados hablando del crimen, sin saber aún quién lo cometió. ¡El éxito es innegable!
—Pura suerte. El asesino se expuso a que lo vieran muchos ojos.
Poirot meneó la cabeza disgustado.
Fournier se volvió a mirarlo con curiosidad.
—¿Qué piensa usted, monsieur Poirot?
—Mon ami, pienso que un asunto hay que juzgarlo por sus resultados, y este asunto ha sido llevado a cabo con pleno éxito.
—Y no obstante —observó el francés pensativamente—, parece un milagro.
—Milagro o no, aquí está —afirmó Japp—. Tenemos la declaración médica y tenemos el arma. Si semanas atrás alguien me hubiera dicho que iba a investigar un asesinato causado por medio de un dardo envenenado con veneno de serpiente, me hubiera reído ante sus narices. ¡Es insultante! ¡Este asesinato es un verdadero insulto!
Inspiró profundamente. Poirot sonrió.
—Tal vez el autor del crimen sea una persona dotada de un perverso sentido del humor —exclamó Fournier pensativo—. En estos casos, es muy importante tener una idea de la psicología del criminal.
Japp bufó al oír la palabra psicología, que le disgustaba y en la que no creía.
—Eso es lo que le gusta oír a monsieur Poirot.
—Me interesa mucho todo lo que ustedes dicen.
—¿Duda usted de que la matasen de esa manera? —preguntó Japp, que tenía sus sospechas—. Ya conocemos lo tortuosas que son sus ideas.
—No, no, amigo mío. No tengo ninguna duda acerca de eso. El dardo envenenado que recogí fue la que causó la muerte. Eso es seguro. Con todo, hay algunos puntos en este dichoso caso...
Calló, meneando la cabeza perplejo.
—Volviendo a nuestro lío —prosiguió Japp—, no podemos descartar a los camareros en absoluto, pero me parece improbable que tengan nada que ver. ¿Está usted de acuerdo, Poirot?
—Recuerde lo que le he dicho antes. No hay que descartar a nadie, a nadie en absoluto. ¡Ni siquiera a mí!
—Como usted quiera. Ahora, veamos a los pasajeros. Empecemos por la zona más cercana a los lavabos. Asiento número 16 —Señaló el papel con la punta del lápiz—. Aquí se sentaba la chica de la peluquería, Jane Grey. Ganó la lotería irlandesa y se gastó el premio en Le Pinet. Sabemos pues que la joven es una jugadora. Pudo encontrarse en un apuro y pedirle dinero prestado a la vieja. No es probable que pidiera una cantidad importante, ni que Giselle obtuviese «alguna garantía» contra ella. Me parece un pez demasiado pequeño para lo que estamos considerando. Y no creo que una oficiala de peluquería tenga la más remota oportunidad de conseguir veneno de serpiente. Eso no se usa para teñir el pelo, ni como masaje facial. En cierto modo, usar veneno de serpiente fue un error, porque reduce el campo de la investigación. Solo dos personas de cada cien podrían poseer conocimientos sobre ese veneno y estar en condiciones de conseguirlo.
—Lo que nos aclara uno de los puntos de este asunto —observó Poirot.
Fournier le dirigió una mirada interrogadora, pero fue Japp quien prosiguió con la exposición de su idea.
—En mi opinión, el asesino pertenece a una de entre dos categorías: puede tratarse de un hombre que ha viajado por regiones salvajes y ha adquirido conocimientos sobre las especies de serpiente más venenosas y las costumbres de las tribus indígenas que utilizan el veneno para matar a sus enemigos. Esta es la categoría número uno.
—¿Y la otra?
—La científica, la del investigador. El boomslang es una sustancia con la que experimentan los grandes laboratorios. He hablado con Winterspoon acerca de esto. Parece que el veneno de serpiente, el de cobra para ser más preciso, se usa a veces en medicina. Es eficaz en el tratamiento de la epilepsia. La investigación científica ha hecho grandes adelantos en la lucha contra las mordeduras de serpiente.
—Muy interesante y sugestivo —exclamó Fournier.
—Sí, pero continuemos. Esa muchacha, la Grey, no encaja en ninguna de esas dos categorías. Sus motivos son inverosímiles, y las oportunidades para adquirir el veneno son más que dudosas. Y ofrece más dudas aún la posibilidad de que utilizase la cerbatana. Es prácticamente imposible. Observen.
Los tres se inclinaron sobre el plano.
—Aquí tenemos el asiento 16 —señaló Japp—. Y aquí está el 2, en el que se sentaba Giselle. Entre las dos había mucha gente. Si la chica no se movió de su sitio, como declaran todos, no pudo lanzar el dardo de modo que alcanzase a Giselle en ese lado del cuello. Me parece que podemos eliminarla sin reparos. Vamos con el 12, que queda enfrente. Ahí tenemos al dentista, a Norman Gale. De él se puede decir casi lo mismo. Un pez pequeño, aunque con más oportunidades que otros para procurarse el veneno.
—No encaja con las inyecciones que ponen los dentistas —bromeó Poirot—. Con eso, en vez de curar, matarían.
—Los dentistas ya se divierten bastante con sus pacientes —observó Japp con una sonrisa—. Pero es cierto que pueden moverse dentro de círculos que podrían proporcionarles narcóticos. Podría tener un amigo investigador. Pese a que, en cuanto a las posibilidades, está fuera de duda. Dejó su asiento, sí, pero solo para ir al servicio, en la dirección opuesta. Al volver a su asiento, no pudo pasar de este punto del pasillo y, para herir desde aquí a la vieja en la garganta, el dardo tendría que haber hecho un recorrido imposible en ángulo recto. Parece que podemos eliminarlo.
—De acuerdo —aceptó Fournier—. Prosiga.
—Crucemos el pasillo. El número 17.
—Este era mi asiento original —recordó Poirot—. Se lo cedí a una de las señoras que deseaba sentarse junto a su amiga.
—Lady Venetia. Bien, ¿qué podemos decir de ella? Es un pez gordo. Pudo obtener dinero prestado de Giselle. No parece que tenga secretos inconfesables, pero pudo ceder a la tentación de apostar. Tenemos que examinar su caso con un poco de atención. Por su situación, sería posible. Si Giselle hubiese vuelto la cabeza para mirar por la ventana, Venetia habría podido dispararle, aunque el dardo habría tenido que cruzar el pasillo en diagonal. Acertarle en el cuello hubiera sido una hazaña verdaderamente afortunada. Pero creo que no hubiera podido hacerlo sin levantarse. Está acostumbrada a las armas de caza y, aunque no es lo mismo que disparar flechas con cerbatana, todo es cuestión de puntería. Y probablemente tenga amigos que han ido de caza mayor por las selvas de Asia o de África. ¿No podría haber conseguido de ese modo esos raros artilugios de los indígenas? ¿Por qué no? ¡Pero qué disparatado parece todo! No tiene sentido.
—Realmente, no parece muy verosímil —admitió Fournier—. Hoy, en la encuesta, he observado a mademoiselle Kerr y... ¡vaya! me resulta muy difícil relacionarla con el crimen.
—Asiento 13 —enunció Japp—. Lady Horbury. Es una dama que se las trae. Sé de ella algo que les contaré enseguida. No me sorprendería que tuviese algunos pecadillos.
—Me consta —señaló Fournier— que esa señora ha perdido importantes sumas al bacarrá en Le Pinet.
—Hace usted bien en decirlo. Sí, es del tipo de las palomitas que caerían en las garras de Giselle.
—Absolutamente de acuerdo.
—Bien, hasta aquí la cosa marcharía. Pero ¿cómo podría haberlo hecho? Ni siquiera se levantó del asiento y, para poder disparar, hubiese tenido que arrodillarse sobre él y apoyarse en el respaldo, todo eso ante diez personas que la observarían. ¡Diablos! ¡Dejémonos de insensateces!
—Asientos 9 y 10 —marcó Fournier, moviendo el índice sobre el papel.
—Monsieur Hércules Poirot y el doctor Bryant —dijo Japp—. ¿Qué tiene que alegar, monsieur Poirot?
—Mon estomac —pronunció el otro patéticamente—. Es indigno que el cerebro haya de ser esclavo del estómago.
—En los vuelos yo también me siento mal —observó Fournier comprensivo, cerrando los ojos y meneando la cabeza de modo muy expresivo.
—Pasemos pues al doctor Bryant. ¿Qué hay del doctor Bryant? Es un pez gordo de Harley Street. No es muy probable que haya recurrido a una prestamista francesa, pero ¿quién sabe? Y si alguien se cruza en el camino de un médico se expone a pagar con la vida. Pero veamos mi teoría científica: un hombre como Bryant, en la cumbre, se relaciona con investigadores. Podría apoderarse fácilmente de un tubo de ensayo con veneno de víbora.
—Estas sustancias se controlan —observó Poirot—. No es fácil, no es como coser y cantar.
—Aunque así sea, un hombre inteligente siempre halla la manera de dar el cambiazo. Un tipo como el doctor Bryant estaría por encima de toda sospecha.
—Hay bastante fundamento en lo que usted dice —convino Fournier.
—Lo más sorprendente es que él mismo llamase la atención sobre esto, pues habría podido declarar que la mujer murió de una afección cardíaca, de muerte natural.
Poirot tosió. Los otros dos lo miraron con curiosidad.
—Me parece que esta fue la primera impresión que tuvo el doctor. Y después de todo, todo parecía indicar una muerte natural, posiblemente imputable a la picadura de una avispa. Recuerden que había una avispa.
—No es fácil olvidarla —apuntó Japp—. Siempre sale usted con la dichosa avispa.
—Sin embargo —continuó Poirot—, fui yo quien vio el dardo mortal en el suelo y quien lo recogió. Después de eso, todo indicaba un asesinato.
—Ese dardo se hubiera encontrado de todos modos.
Poirot meneó la cabeza.
—Lo más probable es que el asesino lo hubiese recogido sin que nadie lo observase.
—¿Quién, Bryant?
—Bryant o el que sea.
—¡Hum! Muy arriesgado.
Fournier no estuvo de acuerdo.
—Lo dice ahora porque sabe que se trata de un asesinato. Pero si una mujer muere de un colapso cardíaco, y un hombre deja caer su pañuelo y se agacha a recogerlo, ¿quién se fijará en este hecho o lo recordará después?
—Es cierto —convino Japp—. Bueno, pues pongamos a Bryant en la lista de los sospechosos. Pudo disparar la cerbatana desde su asiento, echando el cuello a un lado y enviando el dardo diagonalmente por el compartimiento. Pero ¿cómo es que no lo vio nadie? Yo no seguiría con esto, porque sabemos que nadie vio cómo se cometió el crimen.
—Para eso debe haber alguna razón —comentó Fournier—. Una razón que, por lo que me han dicho, gustará a monsieur Poirot. Me refiero a una razón psicológica.
—Siga usted, amigo mío —rogó Poirot—, es muy interesante eso que dice.
—Supongamos que, durante un viaje en tren, pasáramos ante una casa incendiada. Todos los ojos se volverían hacia la ventanilla para verla, todos los pasajeros centrarían su atención en un punto determinado. En un momento así, uno puede matar a cualquiera de una puñalada sin que nadie lo vea.
—Cierto —asintió Poirot—. Intervine en un caso de envenenamiento que ocurrió en circunstancias parecidas. Se trata del momento psicológico. Si descubriésemos que se dio ese momento en el Prometheus...
—Hay que averiguarlo interrogando a los camareros y a los viajeros —sugirió Japp.
—Cierto. Aunque si en realidad se dio ese momento psicológico, habrá que sacar la conclusión de que lo provocó el propio asesino. Este debió de arreglárselas para producir un efecto especial que motivase ese momento.
—Perfectamente, perfectamente —convino el francés.
—Bueno, tendremos eso en cuenta como punto de partida para nuestras indagaciones —concluyó Japp—. Pasemos al asiento número 8: Daniel Michael Clancy.
Japp pronunció este nombre con cierto retintín.
—En mi opinión, es el más sospechoso de todos. ¿Qué más fácil para un escritor de crímenes misteriosos que fingir un interés especial en materia de venenos de serpientes y convencer a un farmacéutico de buena fe para que le dé un poco de veneno? No olvidemos que fue el único que pasó por detrás de madame Giselle.
—Le aseguro, amigo mío —afirmó Poirot enfáticamente—, que no lo he olvidado.
—Pudo utilizar la cerbatana desde muy cerca —prosiguió Japp—, sin necesidad de esperar un momento psicológico, como usted lo llama. Además, ha tenido la mejor oportunidad de conseguirla. Recuerden que está muy bien enterado de lo concerniente a estos instrumentos, según confesó él mismo.
—Eso es lo que quizá debería hacernos reflexionar.
—Es una astucia —afirmó Japp—. ¿Quién nos asegura que la cerbatana que nos mostró hoy es la misma que adquirió hace dos años? Todo esto da que pensar. A un hombre que está siempre urdiendo tramas policíacas y que tiene acceso a los casos más raros, podría metérsele alguna idea rara en la cabeza.
—Realmente es necesario que un escritor tenga ideas en la cabeza —convino Poirot.
Japp continuó examinando el croquis del avión.
—El número 4 corresponde a Ryder. Su asiento se hallaba delante de la víctima. No creo que sea el autor, pero no podemos descartarlo. Fue al lavabo y, al volver, pudo disparar de muy cerca, con el inconveniente de que tendría que hacerlo ante las narices de los arqueólogos. Y estos hubieran tenido que verlo.
Poirot meneó la cabeza pensativo.
—¿Conoce usted a algún arqueólogo? Pues bien, amigo mío, si ambos se hallaban enfrascados en una discusión, nadie estaría más ciego que ellos. A lo mejor estaban viviendo en el siglo V antes de Jesucristo. Y el año 1.935 no existiría para ellos.
La expresión de Japp era escéptica.
—Bueno, examinemos su caso. ¿Qué puede decirnos usted de los Dupont, Fournier?
—Monsieur Armand Dupont es uno de los más famosos arqueólogos de Francia.
—Eso no nos lleva a ninguna parte. Su situación en el compartimiento es inmejorable desde mi punto de vista, al otro lado del pasillo y algo delante de Giselle. Supongo que habrán recorrido el mundo coleccionando los más raros objetos y pueden haberse procurado un poco de veneno de serpiente.
—Es posible, sí —aceptó Fournier.
—¿Pero no lo cree probable?
Fournier manifestó su duda con un gesto.
—Monsieur Dupont vive para su profesión. Es un entusiasta. En sus tiempos fue tratante de antigüedades. Y para poder dedicarse a las excavaciones abandonó un magnífico negocio. Tanto él como su hijo se consagran en cuerpo y alma a su profesión. Me parece muy poco probable, pero no digo imposible, porque después de ver las ramificaciones del asunto Stavisky ya no me sorprendería ni que ellos también estuviesen complicados en esto.
—Muy bien —asintió Japp.
Cogió la hoja de papel que había llenado de notas y se aclaró la garganta.
—Veamos dónde nos hallamos. Jane Grey: probabilidad, poca; posibilidad, prácticamente nula. Gale: probabilidad, poca; posibilidad, prácticamente nula. La señorita Kerr: muy improbable; posibilidad, dudosa. Lady Horbury: probabilidad, buena; posibilidad, prácticamente nula. Monsieur Poirot: casi con certeza el criminal; el único capaz de crear el momento psicológico adecuado.
Japp profirió una risotada ante su propia gracia, que Poirot acogió benévolo y Fournier sonriendo con timidez. Luego, el inspector prosiguió:
—Bryant: probabilidad y posibilidad, ambas buenas. Clancy: motivo dudoso; probabilidad y posibilidad, muy buenas sin duda. Ryder: probabilidad, incierta; posibilidad, muy buena. Los dos Dupont: probabilidad, poca en cuanto al motivo; buena, en cuanto a la obtención del veneno, posibilidad, buena. Me parece que es un buen resumen esquemático de todo lo que hemos podido deducir. Habrá que efectuar mucha investigaciones rutinarias. Yo empezaría por Clancy y Bryant, indagando su pasado, si se han hallado en algún apuro de algún tiempo acá, si se les ha visto preocupados; dónde han estado durante el último año y todo eso. Haré lo mismo con Ryder, sin descuidar a los demás. Encargaré a Wilson que los vigile estrechamente. Monsieur Fournier se encargará de los Dupont.
El inspector de la Sûreté asintió.
—Dé por hecho que se atenderá su solicitud. Esta noche vuelvo a París. Quizá podamos sonsacar algo a Elise, la criada de Giselle, ahora que conocemos mejor el asunto. Me enteraré de todas las idas y venidas de Giselle, pues es muy conveniente que sepamos dónde ha estado este verano. Se la vio en Le Pinet, según creo, una o dos veces. Podemos averiguar si tuvo contactos con algún inglés. ¡Oh! Pues no hay poco que hacer.
Los dos miraron a Poirot, que hilaba sus reflexiones.
—¿Va usted a echarnos una mano en eso, monsieur Poirot? —le preguntó Japp.
—Sí, me gustaría acompañar a monsieur Fournier a París.
—Enchanté —contestó el francés.
—¿En qué piensa usted? —preguntó Japp, observando a Poirot con curiosidad—. Veo que está muy silencioso. ¿No tendrá usted alguna teoría?
—Una o dos, pero la cosa está muy difícil.
—¿Podemos conocerlas?
—Una de las cosas que más me preocupa es el lugar en que se encontró la cerbatana —respondió lentamente.
—Claro, como que por esa circunstancia estuvo a punto de ir usted a la cárcel.
—No, no es eso. No me preocupa que la escondiesen precisamente en el asiento que yo ocupaba, sino que la escondiesen en cualquier asiento.
—No veo nada extraordinario en eso —observó Japp—. En alguna parte debía esconderla el asesino para no arriesgarse a que se la encontrasen encima.
—Évidemment. Pero se habrá fijado usted, amigo mío, en que, pese al hecho de que las ventanillas del avión no pueden abrirse, hay en ellas un círculo de agujeros de ventilación y un disco de cristal que permite abrirlos y cerrarlos a voluntad, y por esos agujeros pasaría fácilmente la cerbatana. ¿Hay algo más sencillo que desprenderse del arma arrojándola por allí? Sería poco probable que fuese encontrada luego.
—Le contestaré a eso: el asesino debió de temer que le descubriesen al hacerlo. Si hubiera arrojado la cerbatana por los huecos de la ventilación, podría haberle visto alguien.
—Ya veo —aceptó Poirot—. ¡No temió que le descubriesen al llevarse ese chisme a los labios y lanzar el dardo envenenado, pero sí que le vieran arrojando un tubo por la ventanilla!
—Admito que parece ridículo —convino Japp—, pero el caso es innegable. Escondió la cerbatana en un asiento. No podemos soslayar eso.
Poirot no replicó y Fournier preguntó curioso:
—¿Le sugiere eso alguna idea?
Poirot asintió.
—Me sugiere una especulación.
Sus dedos, ausentes, estrechaban el tintero no usado, que la impaciente mano de Japp había ladeado ligeramente. Luego, levantando la cabeza, preguntó:
—Á propos, ¿tiene usted esa relación minuciosa de los objetos que llevaba cada pasajero y que le pedí con tanto interés?

8
LA LISTA


—Soy hombre de palabra —confirmó Japp.
Sonriendo, extrajo de su bolsillo un fajo de hojas de papel escritas a máquina.
—Aquí tiene usted. Lo tiene ahí todo apuntado minuciosamente. Y admito que hay algo muy curioso en todo esto. Ya hablaremos cuando haya usted leído esa lista.
Poirot esparció las hojas sobre la mesa y empezó a leerlas. Fournier se levantó para ojear por encima del hombro del belga.

James Ryder
Bolsillos: pañuelo de hilo marcado con una «J». Billetera de piel de cerdo, siete billetes de una libra esterlina, tres tarjetas de visita. Carta de su socio, George Ebermann, en que confía en que «el préstamo se haya negociado con éxito. De otro modo estamos en la ruina». Carta firmada por Maudie citándole en el Trocadero para la noche siguiente (papel barato y mala letra). Pitillera de plata. Librillo de cerillas. Estilográfica. Manojo de llaves. Moneda fraccionaria francesa e inglesa.
Maletín: un fajo de papeles referentes a negocios de cementos. Un ejemplar de Bootless Cup (prohibido aquí). Un botiquín de urgencia.

Doctor Bryant
Bolsillos: dos pañuelos de hilo. Billetera con 20 libras y 500 francos. Moneda fraccionaria francesa y inglesa. Agenda. Pitillera. Encendedor. Estilográfica. Manojo de llaves.
Flauta en estuche.
En mano: Memorias de Benvenuto Cellini y Las enfermedades del oído.

Norman Gale
Bolsillos: pañuelo de seda. Monedero con una libra y 600 francos. Moneda fraccionaria. Tarjetas de visita de dos industriales franceses fabricantes de instrumentos para dentistas. Caja de cerillas Bryan & May vacía. Encendedor de plata. Pipa de escaramujo. Tabaquera de plástico. Llave.
Maletín: chaqueta de hilo blanco. Dos espejitos de dentista. Rollos de algodón. La Vie Parisienne. The Strand Magazine. The Autocar.

Armand Dupont
Bolsillos: billetera con 1.000 francos y 10 libras esterlinas. Gafas con estuche. Moneda fraccionaria francesa. Pañuelo de algodón. Paquete de cigarrillos. Librillo de cerillas. Tarjetas de visita en una cajita. Mondadientes.
Maletín: manuscrito del informe dirigido a la Royal Asiatic Society. Dos publicaciones alemanas de arqueología. Dos hojas de papel con toscos dibujos de cerámica. Tubos largos ornamentales (calificados de pipas kurdas). Cestita de paja. Nueve fotografías, todas de piezas de cerámica.

Jean Dupont
Bolsillos: billetera con 5 libras esterlinas y 300 francos. Pitillera. Boquilla (marfil). Encendedor. Estilográfica. Dos lápices. Libreta llena de notas. Carta en inglés de L. Marriner invitándole a comer en un restaurante, junto a Tottenham Court Road. Moneda fraccionaria francesa.

Daniel Clancy
Bolsillos: pañuelo (manchado de tinta). Estilográfica (rota). Billetera con 4 libras y 100 francos. Tres recortes de periódico con relatos de delitos recientes (un envenenamiento con arsénico y dos desfalcos). Dos cartas de corredores de fincas con pormenores sobre casas de campo. Agenda. Cuatro lápices. Cortaplumas. Tres recibos y cuatro facturas no pagadas. Carta de Gordon con membrete del barco S.S. Minotaur. Crucigrama a medio descifrar recortado del Times.
Cuaderno con notas de intrigas. Moneda fraccionaria italiana, francesa, suiza e inglesa. Cuenta del hotel de Nápoles, pagada. Manojo de llaves.
Bolsillo del abrigo: notas manuscritas de Asesinato en el Vesubio. Guía de ferrocarriles continentales. Pelota de golf. Un par de calcetines. Cepillo de dientes. Cuenta de hotel de París, pagada.

Señorita Kerr
Bolso de mano: lápiz de labios. Dos boquillas, una de marfil y otra de jade. Polvera. Pitillera. Librillo de cerillas. Pañuelo. Dos libras esterlinas. Moneda fraccionaria. Una carta de crédito. Llaves.
Maletín: botellitas, cepillos, peines, etc. Bártulos de manicura. Neceser con cepillo para los dientes, esponja, polvos dentífricos, jabón. Dos tijeras. Cinco cartas de la familia y de amigos de Inglaterra. Dos novelas. Fotografías de dos perros de aguas.
En mano: Revistas Vogue y Good Housekeeping.

Señorita Grey
Bolso de mano: lápiz de labios, polvera. Llave y llavero. Lápiz. Pitillera. Boquilla. Librillo de cerillas. Dos pañuelos. Cuenta del hotel de Le Pinet, pagada. Calderilla francesa e inglesa caducada. Libro de frases francesas. Billetera: 100 francos y 10 céntimos. Una ficha del casino por valor de 5 francos.
En el bolsillo de la gabardina: seis postales de París, dos pañuelos y una bufanda de seda. Una carta firmada «Gladys». Un tubo de aspirinas.

Lady Horbury
Bolso de mano: dos lápices de labios, polvera. Pañuelo. Tres billetes de 1.000 francos. Seis libras esterlinas. Moneda fraccionaria francesa. Un anillo con un solitario. Cinco postales francesas. Dos boquillas. Un encendedor con su estuche.
Maletín: equipo completo de cosméticos y de manicura (en oro). Botellita etiquetada en tinta, con perborato bórico en polvo.

Cuando Poirot dio por terminada la lectura, Japp señaló con el dedo el último párrafo.
—El agente que dictó la relación demostró ser muy listo. Le pareció que aquello no armonizaba con los demás objetos. ¡Perborato bórico, válgame Dios! ¡El polvo blanco de la botellita era cocaína!
Poirot entreabrió los ojos y asintió lentamente.
—Quizá eso no tenga mucha importancia para este caso —señaló Japp—. Pero no me negarán ustedes que una cocainómana no es precisamente un modelo de virtud. Me parece a mí que esa dama no repararía en nada para satisfacer sus deseos. Con todo, dudo de que tuviera el valor necesario para llevar a cabo un acto como el que comentamos y, francamente, no veo cómo hubiera podido realizarlo. Eso parece un rompecabezas.
Poirot reunió las hojas dispersas y las leyó de nuevo. Luego las dejó con un suspiro.
—A la vista de esta relación, se señala claramente el autor del crimen. Y no obstante, no veo el por qué ni el cómo.
Japp se le quedó mirando.
—¿Pretende decirnos que con solo leer esta lista se ha formado ya una idea de quién cometió el crimen?
—Eso creo.
Japp le arrebató las cuartillas para leerlas de cabo a rabo, pasándoselas a Fournier en cuanto las hubo leído. Luego las dejó sobre la mesa para observar a Poirot.
—¿Pretende usted burlarse de mí, monsieur Poirot?
—No, no. Quelle idee!
—¿Qué le parece eso a usted, Fournier?
El francés se encogió de hombros.
—Tal vez parezca tonto, pero no veo que esa lista nos permita adelantar.
—Por sí sola, no —reconoció Poirot—. Pero ¿y si la relacionamos con ciertas circunstancias del caso? En fin, tal vez me halle en un error, un gran error.
—Bueno, exponga su idea —pidió Japp—. Tengo mucho interés en oírla.
Poirot meneó la cabeza.
—No. Como usted dice, no es más que una idea, una simple idea. Esperaba encontrar una cosa determinada en esa lista. Eh bien, la he encontrado. Ahí está, pero parece señalar en la dirección errónea. La pista correcta, pero en la persona equivocada. Esto quiere decir que tenemos mucho trabajo por delante, y la verdad es que lo veo todo muy oscuro. No veo bien mi camino. Solo ciertos hechos permanecen en pie y armonizan entre sí. ¿No les parece a ustedes? No, ya veo que no son de mi opinión. Vamos, pues, y sigamos cada cual con nuestras respectivas ideas. No es que yo esté seguro de la mía, pero tengo mis sospechas.
—Creo que está usted hablando para sí mismo —comentó Japp levantándose—. En fin, otro día será. Yo trabajaré en Londres. Usted, Fournier, vuelva a París. Y usted, monsieur Poirot, ¿qué piensa hacer?
—Yo aún deseo acompañar a monsieur Fournier a París, ahora más que nunca, precisamente.
—¿Más que nunca? Me gustaría saber qué antojo se le ha metido en la cabeza.
—¿Antojo? Ce n'est pas joli, ça!
Fournier le estrechó la mano ceremoniosamente.
—Buenas noches y muy agradecido por su deliciosa hospitalidad. ¿Nos veremos mañana por la mañana en Croydon pues?
—Eso es. Á demain.
—Y espero que no nos maten en route.
Los dos inspectores salieron juntos.
Poirot permaneció un rato inmóvil como si soñara. Luego se levantó, arregló todo lo que estaba en desorden, vació los ceniceros, colocó las sillas en su lugar y, acercándose a una mesa arrinconada, cogió un ejemplar de la revista Sketch, cuyas hojas pasó hasta encontrar lo que buscaba.
«Dos adoradores del sol». Este era el título. «La condesa de Horbury y el señor Raymond Barraclough en Le Pinet». Contempló aquellas dos sonrientes figuras en traje de baño, cogidas del brazo, y pensó:
«Me pregunto si podría conseguir algo con esas líneas. Quizá sí.»

9
ELISE GRANDIER


Al día siguiente el tiempo fue tan bueno, que Poirot se vio obligado a confesarse que su estómago gozaba de una excelente tranquilidad. Volaban a París en el vuelo de las ocho cuarenta y cinco.
En el compartimiento iban siete u ocho personas, además de Poirot y Fournier, y el francés aprovechó el viaje para hacer algunos experimentos. Sacó de su bolsillo un pedazo de bambú y tres veces se lo llevó a los labios apuntando en determinada dirección. Una de las veces lo hizo revolviéndose en su asiento; otra, volviendo el rostro ligeramente a un lado y, otra, al salir del lavabo. Y en todas las ocasiones se topó con la mirada de asombro de algún que otro viajero. La última vez, todos los ojos parecían estar fijos en él.
Fournier se dejó caer en su asiento, desalentado, y la burlona mueca de Poirot no contribuyó a animarlo.
—Puede usted reírse, amigo mío, pero convendrá que teníamos que realizar el experimento.
—Evidemment! Admiro su impasibilidad. No hay nada como una demostración ocular. Ha representado usted el papel del asesino con la cerbatana y el resultado está bien claro. ¡Todos le han visto!
—No todos.
—En cierto modo, no. Cada vez ha dejado de verle alguien, pero eso no basta para que un asesinato sea un éxito. Uno tiene que estar muy seguro de que nadie le vea.
—Y eso es imposible en circunstancias normales —convino Fournier—. Me aferró a la idea de que debió producirse el momento psicológico cuando la atención de todos estaba fija en alguna otra parte.
—Nuestro amigo, el inspector Japp, va a practicar minuciosas indagaciones respecto a ese particular.
—¿No es usted de mi opinión, monsieur Poirot?
Poirot vaciló antes de contestar con calma:
—Convengo en que hubo... en que debió haber una razón psicológica para que nadie viera al asesino. Pero mis conjeturas corren por cauces distintos de los suyos. En este caso, los hechos meramente oculares pueden engañarnos. Cierre los ojos, amigo mío, en vez de abrirlos tanto. Utilice los ojos de la mente y no los del cuerpo. Son las pequeñas células grises las que han de funcionar. Déjeles hacer su trabajo para que puedan mostrarle lo que pasó de verdad.
Fournier lo miró con curiosidad.
—No le sigo, monsieur Poirot.
—Porque deduce usted de lo que ha visto. Nada desorienta tanto como la observación directa.
Fournier meneó la cabeza y agitó las manos.
—Dejémoslo. No acabo de comprenderlo.
—Nuestro amigo Giraud le aconsejaría que no hiciese caso de mis fantasías. «Usted, muévase», le diría. «Sentarse en una butaca a pensar es cosa de hombres anticuados y escépticos.» Pero yo le digo que un joven sabueso se arroja con tal ímpetu sobre lo que huele, que a veces pasa de largo. Deje para él que siga las pistas falsas. Vamos, es un buen consejo el que le estoy dando.
Recostándose en su asiento, Poirot cerró los ojos, y cualquiera hubiese dicho que estaba pensando, pero lo cierto es que cinco minutos más tarde dormía como un tronco.
Al llegar a París, se dirigieron sin pérdida de tiempo al número 3 de la rue Joliette.
La rue Joliette está en el lado sur del Sena. En nada se diferenciaba el número 3 de las demás casas. Un portero viejo salió a recibirles y saludó a Fournier de mal talante.
—¡Ya volvemos a tener aquí a la policía! No hacen más que molestar. Acabarán por dar mala fama a la casa.
Se metió en la portería refunfuñando.
—Subamos al despacho de Giselle —propuso Fournier—. Está en el primer piso.
Sacó una llave de su bolsillo mientras contaba que la policía tuvo la precaución de sellar la puerta en tanto no se conociesen los resultados de la encuesta judicial de Londres.
—Aunque no creo que encontremos nada que pueda ayudarnos.
Arrancó los sellos, abrió la puerta y entraron en la estancia. El despacho de madame Giselle era una habitación reducida y mal ventilada. En un rincón había una caja de caudales vieja. El mobiliario se reducía a una mesa de escritorio y algunas sillas de raída tapicería. La única ventana estaba tan llena de polvo que probablemente nunca había sido abierta.
Fournier paseó su mirada en derredor, encogiéndose de hombros.
—¿Ve usted? Nada. Absolutamente nada.
Poirot fue a situarse detrás de la mesa, se sentó en la silla y observó a Fournier. Pasó la mano suavemente por la superficie de la mesa y luego por debajo.
—Aquí hay un timbre.
—Sí, para llamar al portero.
—¡Ah! Una sabia precaución. Los clientes de madame debían ser conflictivos en ciertas ocasiones.
Abrió varios cajones. Contenían únicamente material de oficina: un calendario, plumas, lápices, pero ni un papel ni nada que fuese muy personal.
Poirot se limitó a examinar su interior con curiosidad.
—No quiero ofenderlo, amigo mío, haciendo un registro minucioso. Si hubiera algo de importancia, estoy seguro de que lo hubiese encontrado usted. —Miró la caja de caudales y añadió—: No parece un modelo muy eficaz.
—Es muy antigua —convino Fournier.
—¿Estaba vacía?
—Sí. Esa maldita criada lo destruyó todo.
—¡Ah, sí, la criada! La criada de confianza. Habrá que verla. Esta habitación, como me ha advertido usted, no nos dice mucho. Eso es muy significativo, ¿no le parece?
—¿Qué quiere decir con eso, monsieur Poirot?
—Que no se ve en este despacho ningún toque personal. Me parece interesante.
—Era una señora muy poco sentimental —contestó Fournier secamente.
Poirot se levantó.
—Vamos a ver a esa criada, a esa criada tan digna de confianza.
Elise Grandier era una mujer bajita y fornida, de mediana edad, rostro sonrosado y ojos pequeños que saltaban del rostro de Fournier al de su acompañante.
—Siéntese, mademoiselle Grandier —ofreció Fournier.
—Gracias, monsieur.
Se sentó muy recatada.
—Monsieur Poirot y yo acabamos de llegar de Londres. Ayer se celebró la encuesta judicial, es decir, se inició el sumario relativo a la muerte de su señora. Ya no existe la menor duda. La señora murió envenenada.
La francesa se mostró boquiabierta.
—Es horrible lo que me dice, monsieur. ¿Mi señora envenenada? ¡Quién hubiera podido imaginar tal cosa!
—Usted puede ayudarnos a poner las cosas en claro, mademoiselle.
—Desde luego, monsieur, que haré cuanto esté en mi mano para ayudar a la policía. Pero no sé nada, absolutamente nada.
—¿Sabía que madame tenía enemigos? —preguntó Fournier secamente.
—Eso no es cierto. ¿Por qué debería tener enemigos madame?
—¡Vamos, vamos, mademoiselle Grandier! El negocio de prestamista conlleva ciertos aspectos desagradables.
—Cierto que a veces los clientes de madame no eran muy razonables —convino Elise.
—Escandalizaban, ¿verdad? ¿La amenazaban?
La criada meneó la cabeza.
—No, no, está usted en un error. No eran ellos los que amenazaban. Lloraban, se quejaban, protestaban que no podían pagar, eso sí que lo hacían —admitió con desprecio.
—Y algunas veces, mademoiselle —advirtió Poirot—, tal vez no pudieran pagar de verdad.
Elise Grandier se encogió de hombros.
—Tal vez. ¡Allá ellos! Pero al final pagaban.
En sus palabras había un tono de satisfacción.
—Madame Giselle era una mujer muy dura —señaló Fournier.
—Madame tenía sus razones.
—¿No siente usted lástima de las víctimas?
—Víctimas, víctimas —respondió Elise con impaciencia—. Ustedes no comprenden. ¿Qué necesidad hay de contraer deudas, de vivir por encima de los ingresos de cada uno, de pedir dinero prestado y luego quedarse con él como si se tratara de un obsequio? Eso no está bien. Mi señora era siempre buena y justa. Prestaba y esperaba que le pagasen. Eso no está mal. Ella nunca contraía deudas. Pagaba religiosamente lo que debía. Nunca dejó de pagar una factura. Cuando dice usted que era dura, se equivoca. Mi señora era buena. Nunca se fueron las hermanitas de los pobres sin una limosna. Daba dinero a las instituciones de caridad. Cuando la mujer de Georges, el portero, se puso enferma, mi señora le pagó la estancia en una clínica del campo.
Se detuvo, encendida de cólera. Y repitió:
—Ustedes no comprenden. No comprenden a madame.
Fournier esperó un momento a que se fuera calmando.
—Ha comentado usted que los clientes de madame acababan pagando. ¿Sabe de qué medios se valía su señora para obligarlos a hacerlo?
Ella se encogió de hombros.
—Yo no sé nada, monsieur, absolutamente nada.
—Algo tenía que saber para quemar todos los papeles de madame.
—No hice más que obedecer las órdenes que me había dado. Siempre me decía que, si le ocurriese algún accidente o se ponía enferma y moría lejos de casa, yo debía destruir todos los papeles de sus negocios.
—¿Los papeles que guardaba en la caja de caudales? —preguntó Poirot.
—Eso mismo, los papeles de negocios.
—¿Y los guardaba en la caja?
Aquella insistencia hizo que se agolpase la sangre en las mejillas de Elise.
—Yo obedecí las instrucciones de madame.
—Ya lo sé —admitió Poirot sonriendo—. Pero los papeles no estaban en la caja. ¿No es cierto lo que digo? La caja es demasiado vieja y cualquiera hubiese podido abrirla. Los papeles estaban guardados en otra parte. ¿Tal vez en el dormitorio de madame?
Ella reflexionó un momento antes de contestar.
—Sí, es cierto. Madame siempre intentaba hacer creer a sus clientes que guardaba los papeles en la caja de caudales, pero en realidad el arca estaba vacía. Todo lo guardaba en su dormitorio.
—¿Quiere enseñarnos dónde está?
Elise se levantó y los dos hombres la siguieron. El dormitorio era una sala espaciosa, aunque tan llena de muebles que apenas podía uno moverse libremente. En un rincón había un cofre muy antiguo, cuya tapa levantó Elise para sacar un vestido de alpaca pasado de moda y unas enaguas de seda. En el interior del vestido había un bolsillo.
—Aquí estaban los papeles, monsieur. Los guardaba en un sobre cerrado.
—No me habló usted de eso cuando le pregunté hace tres días —observó Fournier con acritud.
—Perdone usted, monsieur. Usted me preguntó dónde estaban los papeles que se guardaban en la caja. Le contesté que los había quemado. Y es cierto. Parecía que no tenía importancia el lugar donde se guardaban los papeles.
—Cierto —admitió Fournier—. Comprenderá usted, mademoiselle, que esos papeles no debían haberse quemado.
—Obedecí las órdenes de madame —replicó Elise obstinadamente.
—Ya sé que obró usted con buena intención —reconoció Fournier, suavizando el tono—. Ahora ponga atención a lo que le digo, mademoiselle: su señora fue asesinada. Es posible que fuese asesinada por personas de quienes poseyera algún secreto que pudiera perjudicarlas. Ese secreto estaba en los papeles que usted quemó. Voy a preguntarle una cosa, pero no quiero que conteste sin reflexionar. Es posible, a mi modo de ver es probable y comprensible, que usted examinase esos papeles antes de arrojarlos a las llamas. En este caso, nadie la culpará por ello. Y en cambio, su información puede ser de gran provecho para la policía y para descubrir al autor del crimen. Por tanto, mademoiselle, no tema contestar con toda sinceridad. ¿Leyó usted los papeles antes de quemarlos?
—No, monsieur. No leí nada en absoluto. Quemé el sobre sin abrirlo.

10
LA LIBRETA NEGRA


Fournier fijó la mirada por unos instantes en ella y, convencido de que había dicho la verdad, se volvió con una expresión de desaliento.
—Es una lástima. Obró usted honradamente, mademoiselle, pero es una lástima.
—No pude evitarlo, monsieur. Lo siento.
Fournier se sentó y sacó una libreta de su bolsillo.
—Cuando la interrogué la última vez, mademoiselle, me dijo usted que no sabía los nombres de los clientes de su señora. Y ahora habla de ellos diciendo que se quejaban y pedían misericordia. Así pues, algo sabía usted de los clientes de madame Giselle.
—Déjeme explicar, monsieur. Mi señora jamás nombraba a nadie. Nunca hablaba de sus asuntos. Pero, de todos modos, era humana. Siempre se le escapaba algún comentario. Me hablaba a veces como si pensara en voz alta.
Poirot se inclinó hacia delante.
—¿No podría usted darnos algún ejemplo, mademoiselle?
—Déjeme pensar. ¡Ah, sí! Llegaba, por ejemplo, una carta. La abría. Se echaba a reír con una risa breve, seca. Y decía: «Puedes llorar y lamentarte, señora mía. Pero de cualquier modo me pagarás». O bien: «¡Qué estúpidos! ¡Mira que creer que les iba a dejar sumas importantes sin asegurarme antes! Saber es la garantía, Elise. El conocimiento es el poder». Decía cosas por el estilo.
—¿Veía usted a los clientes que venían a visitarla?
—No, monsieur. Al menos, raras veces. Subían al primer piso y casi siempre venían por la noche.
—¿Había estado su señora en París antes de salir de viaje para Inglaterra?
—Regresó a París la tarde anterior.
—¿Dónde había estado?
—Había pasado quince días en Deauville, Le Pinet, París-Plage y Wimereux; era su acostumbrada ruta de septiembre.
—Y ahora piénselo bien, mademoiselle: ¿no dijo nada ella, absolutamente nada que pueda arrojar alguna luz sobre el caso?
—No, monsieur. No recuerdo nada. Madame estaba alegre. Dijo que los negocios marchaban bien. Su viaje había sido provechoso. Luego me hizo telefonear a Universal Airlines y encargar un pasaje para Inglaterra, para el día siguiente. El primer vuelo de la mañana estaba completo, pero encontró un asiento para el vuelo de las doce.
—¿Dijo a qué iba a Inglaterra? ¿Tenía allí algún asunto urgente?
—¡Oh, no, monsieur! La señora iba a Inglaterra con frecuencia. Solía avisarme la víspera.
—¿Vino a visitar a madame algún cliente aquella noche?
—Creo que vino alguien, monsieur, pero no estoy segura. Tal vez Georges lo sepa. Madame no me dijo nada.
Fournier sacó del bolsillo varias fotografías de algunos testigos al salir de la encuesta.
—¿Reconocería usted a alguno de ellos, mademoiselle?
—No, monsieur.
—Probaremos con Georges.
—Sí, monsieur. Por desgracia, Georges está muy mal de la vista. Es una lástima.
Fournier se levantó.
—Bien, mademoiselle, nos despedimos ya, si usted está segura de no haber omitido nada, nada en absoluto...
—¿Yo? ¿Qué... qué podría haber omitido yo?
Elise se mostró apenada.
—Comprendido. Vamos, monsieur Poirot. Perdone, ¿está usted buscando algo?
Poirot se movía por la sala curioseándolo todo.
—Sí, es cierto. Buscaba una cosa que no veo aquí, por cierto.
—¿Qué busca?
—Fotografías. Retratos de amistades o parientes de madame Giselle.
Elise meneó la cabeza.
—Madame no tenía familia. Estaba sola en el mundo.
—Tenía una hija —observó Poirot con presteza.
—Sí, es cierto. Sí, tenía una hija.
Elise suspiró.
—¿Y no hay un retrato de su hija? —insistió Poirot.
—¡Oh, monsieur no lo comprende! Es cierto que madame tuvo una hija, pero de eso hace mucho tiempo, ¿comprende usted? Creo que madame no había vuelto a verla desde que era una niña.
—¿Cómo es eso? —preguntó Fournier.
Ella dejó caer los brazos en actitud muy expresiva.
—No lo sé. Fue cuando madame era joven. Me han dicho que entonces era muy guapa. No sé si estaba casada o era soltera. Yo creo que no se casó. Sin duda se organizó algo respecto a la niña. En cuanto a madame, sé que tuvo la viruela, que estuvo muy enferma, en peligro de muerte. Cuando se restableció, su belleza había desaparecido. Ya no hizo más locuras, se acabaron los romances. Madame se convirtió en una mujer de negocios.
—Pero le ha dejado el dinero a su hija.
—Pues claro —contestó Elise—. ¿A quién iba a dejar su dinero sino a la carne de su carne? La sangre tiene más fuerza que el agua, y madame no tenía amigos. Siempre estaba sola. Su pasión era el dinero, ganar dinero, mucho dinero. Gastaba muy poco. No le gustaban los lujos.
—Le dejó a usted un legado, ¿lo sabía?
—Sí, ya me lo han comunicado. Madame siempre fue generosa. Todos los años me daba una importante suma, además de mi sueldo. Le estoy muy agradecida.
—Bien —intervino Fournier—, nos vamos. Al salir hablaré un momento con Georges.
—¿No le importa que baje dentro de un minuto, amigo mío? —pidió Hércules Poirot.
—Como guste.
Fournier salió.
Poirot dio una vuelta por la estancia. Luego tomó asiento y se quedó mirando a Elise.
Ante la mirada de aquel hombre, la francesa mostró síntomas de impaciencia.
—¿Hay algo más que desee usted saber, monsieur?
—Mademoiselle Grandier, ¿sabe usted quién mató a su señora? —preguntó Poirot.
—No, monsieur. Lo juro por Dios.
Hablaba con la mayor seriedad. Poirot la miró como si quisiera atravesarla con la mirada. Luego ladeó la cabeza.
—Bien. La creo. Pero una cosa es saberlo con certeza y otra tener sospechas. ¿No tiene una idea, por ligera que sea, de quién pudo hacerlo?
—No tengo la menor idea, monsieur. Ya se lo dije al agente de policía.
—¿No podría decirle a él una cosa y a mí otra?
—¿Por qué dice usted eso, monsieur? ¿Cómo quiere que haga tal cosa?
—Porque una cosa es informar a la policía y otra informar en privado a un particular.
—Sí. Tiene usted razón.
En su rostro se dibujó una mueca de indecisión. Parecía meditar alguna cosa, y Poirot, sin dejar de observarla, se inclinó hacia ella para decirle:
—¿Me permite una observación, mademoiselle Grandier? En mi profesión tengo por norma no creer nada de lo que me cuentan mientras no me lo demuestren. No sospecho de tal o cual persona: sospecho de todo el mundo. A cuantos se relacionan de cerca o de lejos con un crimen los considero culpables mientras no me demuestren su inocencia.
Elise Grandier le replicó indignada:
—¿Quiere usted decir que sospecha de mí... de mí, que me cree capaz de haber matado a madame? ¡Eso es el colmo! El solo hecho de pensarlo es de una maldad increíble.
Su pecho se agitaba violentamente.
—No, Elise. Yo no Sospecho que haya matado a su señora —reconoció Poirot—. La mató un pasajero del avión. Usted no intervino para nada en el crimen propiamente dicho. Pero pudiera ser cómplice con anterioridad al hecho. Pudo haber informado a alguien sobre las circunstancias del viaje de madame.
—A nadie. Le juro que no.
Poirot la miró en silencio. Luego asintió.
—La creo. Y no obstante, usted oculta algo. ¡Ah, sí, eso sí! Escuche lo que le digo. En todos los casos de índole criminal se presenta el mismo fenómeno cuando se interroga a los testigos. Todos se reservan algo. A veces, con bastante frecuencia, es algo completamente inofensivo, algo que acaso no tenga la menor relación con el crimen, pero siempre hay algo. Eso mismo le pasa a usted. No me lo niegue. Soy Hércules Poirot y lo sé. Cuando mi amigo, monsieur Fournier, le preguntó si estaba segura de no haber omitido nada, usted se turbó y contestó con evasivas. Y ahora, cuando le he dicho que podía informarme de algo que no le gustase comunicar a la policía, se ha puesto usted a reflexionar. Señal de que hay algo. Deseo saber qué es ese algo.
—Nada de importancia.
—Es posible que no la tenga. Pero, de todos modos, ¿no querrá decirme qué es? Recuerde que yo no pertenezco a la policía.
—Es cierto —admitió Elise Grandier vacilante—. Monsieur, estoy en un apuro. No sé qué desearía mi señora que hiciese en este caso.
—Por algo se dice que cuatro ojos ven más que dos. ¿Quiere usted mi consejo? Examinemos juntos el asunto.
La mujer lo miró, expresando sus dudas. Poirot le dijo sonriendo:
—Es usted un buen perro guardián, Elise. Ya veo que es una cuestión de lealtad para con su señora.
—Es la pura verdad, monsieur. Madame confiaba en mí. Desde que entré a su servicio, siempre cumplí sus instrucciones fielmente.
—¿Estaba usted agradecida por algún favor especial que le había prestado?
—Monsieur es muy listo. Sí, es cierto. No me importa confesarlo. Me dejé engañar, monsieur, me robaron mis ahorros, y había una hija de por medio. Madame se portó muy bien conmigo. Ella logró que una buena familia criase a la niña en una granja. Muy buena gente, monsieur, y una granja magnífica. Entonces me contó que ella era madre también.
—¿Le dijo la edad que tenía su hija o dónde se hallaba?
—No, monsieur. Habló de ella como de una época de su vida que estaba ya olvidada. Su hija estaba bien atendida y recibiría una educación que la haría apta para una profesión o para los negocios. Además, a su muerte, heredaría su dinero.
—¿Le dijo algo más acerca de su hija o acerca del padre de esta?
—No, monsieur, pero tengo una idea.
—Hable, mademoiselle Elise.
—No es más que una idea, no se vaya a figurar.
—Perfectamente, perfectamente.
—Tengo la idea de que el padre de la niña era un inglés.
—¿Cómo sacó usted esa conclusión?
—Por nada concreto. Únicamente se le notaba una amargura especial cuando hablaba de los británicos. Creo además que se alegraba más de lo corriente cuando caía en sus garras algún inglés. No es más que una impresión.
—Sí, pero puede sernos de gran valor. Abre la puerta a otras posibilidades. ¿Y usted, mademoiselle Elise, dice que tuvo un niño o una niña?
—Una niña. Pero murió, murió hace cinco años.
—Ah. Mis condolencias.
Hubo una pausa.
—Y ahora, mademoiselle Elise —insistió Poirot—, ¿qué es lo que hasta ahora se ha abstenido usted de decirme?
Elise se levantó y desapareció en la habitación contigua.
Al cabo de unos minutos, regresó con un librito negro muy usado.
—Este librito era de madame. Siempre lo llevaba encima. Al partir para Inglaterra no pudo encontrarlo. Lo había perdido. Tras su partida, lo encontré yo. Se le había caído detrás de la cabecera de la cama. Lo guardé para cuando regresara. Quemé los papeles en cuanto me enteré de la muerte de madame, pero no quemé el librito porque no tenía la orden de hacerlo.
— ¿Cuándo se enteró de la muerte de madame?
Elise vaciló un momento.
— Se enteró usted por la policía, ¿verdad? —preguntó Poirot—. Vinieron aquí a examinar sus papeles. Se encontraron con la caja vacía y les dijo usted que había quemado los papeles, pero no los quemó usted hasta que la policía se fue.
— Es cierto, monsieur —concedió Elise—. Mientras ellos miraban en la caja, saqué los papeles del cofre. Les dije que los había quemado, sí. En cualquier caso, se acercaba bastante a la verdad. Los quemé a la primera oportunidad. Tenía que cumplir las órdenes de madame. ¿Se hace usted cargo de mi situación, monsieur? ¿No informará usted a la policía? Podría costarme caro.
— Creo, mademoiselle Elise, que obró usted con la mejor intención. De todos modos, ya comprenderá usted que es una lástima, una gran lástima. Pero ¿para qué lamentar lo que ya no tiene remedio? No creo necesario informar a la policía sobre la hora exacta en que quemó usted los papeles. Permítame ver si hay algo en la libreta que pueda ayudarnos.
— No creo que haya nada, monsieur —señaló Elise meneando la cabeza—. Son anotaciones privadas de la señora, sí, pero no hay más que números. Sin los documentos y las cuentas, estos anotaciones no tienen ningún significado.
A regañadientes, entregó el librito a Poirot. Este lo cogió y empezó a pasar las hojas. Eran apuntes a lápiz en una escritura inclinada y extranjera. Todos eran de la misma mano y seguían un mismo orden: un número seguido de algunas palabras significativas. Por ejemplo: CX 256 Mujer del coronel. De servicio en Siria. Fondos del regimiento.
GF 342 Diputado francés. Relacionado con Stavisky.
Todos los apuntes parecían de la misma índole. Había unos veinte. Al final de la libreta figuraba una relación a lápiz de fechas y señas, como por ejemplo:
Le Pinet, lunes. Casino, 10.30, hotel Savoy, a las 5. ABC. Fleet Street, a las 11.
Ninguna de estas anotaciones estaba completa y, más que anotaciones, parecían datos para refrescar la memoria de Giselle.
Elise contemplaba a Poirot con ansiedad.
—Eso no significa nada, monsieur, o así me lo parece a mí. Eran comprensibles para madame, pero no para otro lector.
Poirot cerró la libreta y se la guardó en el bolsillo.
— Esto puede ser de gran valor, mademoiselle. Ha obrado usted muy bien al dármelo. Y puede estar tranquila. ¿Nunca le mandó quemar esta libreta la señora?
— Así es — contestó Elise con el semblante ya más animado.
— Por lo tanto, no habiéndoselo ordenado, tiene usted el deber de entregarlo a la policía. Yo arreglaré las cosas con monsieur Fournier para que no la culpen por no haberlo hecho en su momento.
— Monsieur es muy bondadoso.
Poirot se levantó.
— Voy a reunirme con mi colega, pero permítame una última pregunta. Cuando reservó usted un billete para madame Giselle, ¿telefoneó al aeropuerto de Le Bourget o a la oficina de la compañía?
— Telefoneé a la oficina de Universal Airlines, monsieur.
— ¿La que está, si no me equivoco, en el boulevard des Capucines?
— Eso mismo, monsieur, en el 254 del boulevard des Capucines.
Poirot se apuntó el número en su libreta y, saludando con una amistosa inclinación, abandonó el lugar.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс янв 28, 2018 12:38 am

11
EL NORTEAMERICANO


Fournier estaba enfrascado en una animada conversación con el viejo Georges. El inspector estaba acalorado y colérico.
—Como los otros policías —gruñía el viejo con su voz áspera—. ¡La misma pregunta una y otra vez! ¿Qué se proponen? ¿Que antes o después nos cansemos de repetir la verdad y empecemos a soltar mentiras? Mentiras agradables, claro, mentiras que sigan el guión de les messieurs.
—No quiero mentiras, sino la verdad.
—Pues la verdad es lo que le he dicho. Sí, una señora vino a ver a madame la noche anterior al viaje. Me enseña usted esas fotografías preguntándome si reconozco a la señora entre ellas. Le repito lo mismo que siempre le he dicho: que mi vista no es buena, que oscurecía cuando llegó, que no la vi de cerca, que no reconocí a la dama. Si me presentase usted a esa señora, no la reconocería. Ya es la cuarta o quinta vez que le digo lo mismo.
—¿Y no puede recordar si era alta o baja, morena o rubia, vieja o joven? ¡Parece increíble!
Fournier hablaba con punzante ironía.
—Pues no se lo crea. ¿Qué me importa? ¡Vaya placer, verse complicado con la policía! Estoy avergonzado. Si madame no hubiera muerto en el avión, probablemente sospecharía usted que yo, Georges, la había envenenado. Así es la policía.
Poirot impidió una réplica enfurecida de Fournier, cogiendo del brazo a su amigo.
—Vamos, mon vieux. Que el estómago empieza a protestarle. Le prescribo un ágape sencillo, pero bueno. Bastará con omelette aux champignons, solé a la Normande y un queso de Port Salut con un vino tinto. ¿Qué vino, por cierto?
Fournier miró el reloj.
—¡Caramba! La una. Hablando con ese tipo... —comentó mirando a Georges.
Poirot dirigió al portero una mirada de ánimo.
—Tenemos, pues, que la señora no era alta ni baja, ni morena ni rubia, ni vieja ni joven, ni delgada ni gorda. Pero usted puede decirnos una cosa: ¿era elegante?
—¿Elegante? —contestó el portero como si le sorprendiera la pregunta.
—Ya me ha contestado —señaló Poirot—. Era elegante. Y creo, amigo mío, que estaría muy atractiva en traje de baño.
Georges lo miró estupefacto.
—¿En traje de baño? ¿Qué es eso del traje de baño?
—Una idea que se me ha ocurrido. ¿Está usted de acuerdo? Mire esto.
Le alargó al viejo una hoja arrancada de la revista Sketch.
Hubo una pausa. El portero miró la página por encima.
—Está usted de acuerdo, ¿verdad? —insistió Poirot.
—No está mal esa pareja —comentó, devolviendo el papel—. Si no llevasen nada sería casi lo mismo.
—¡Ah! —comentó Poirot—. Eso es porque ahora hemos descubierto la acción benéfica del sol en la piel. Es muy conveniente.
Georges condescendió a dedicarle una risita ronca y se alejó, mientras Poirot y Fournier salían a plena luz del día.
Durante la comida, el belga sacó la libreta negra con las anotaciones. Fournier se impresionó al ver aquello en posesión de su amigo y manifestó su disgusto con Elise. Poirot procuró amansarlo.
—Es natural, muy natural. Solamente nombrar la policía asusta a esta pobre gente. Les mete en embrollos que no comprenden. En todos los países sucede lo mismo.
—Esa es la ventaja de ustedes —comentó Fournier—. El investigador privado obtiene de los testigos más de lo que se les puede arrancar por los procedimientos oficiales. No obstante, tenemos sobre ustedes otras ventajas, como los registros oficiales y una perfecta organización a nuestro mando.
—Trabajemos, pues, de mutuo acuerdo, como buenos amigos —propuso Poirot—. Esta tortilla es deliciosa.
Entre plato y plato, Fournier pasó las hojas del librito. Luego tomó unas notas en su libreta.
—¿Ha leído usted esto, verdad? —preguntó mirando a Poirot.
—No, solo lo he hojeado. ¿Me permite?
Tomó la libreta de manos de Fournier.
Cuando le sirvieron el queso, el belga dejó la libreta sobre la mesa y las miradas de los amigos se encontraron.
—Hay algunas anotaciones —comentó Fournier.
—Cinco —puntualizó Poirot.
—De acuerdo, cinco.
Leyó lo que acababa de apuntar en su cuaderno:
CI 52. Noble inglesa. Marido. RT 362. Doctor. Harley Street. MR 24. Antigüedades falsificadas. XVB 724. Inglés. Estafa. GF 45. Asesinato frustrado. Inglés.
—Magnífico, amigo mío —comentó Poirot—. Nuestros pensamientos marchan admirablemente de acuerdo. De todas las anotaciones de esa libreta, esas cinco me parecen las únicas que se relacionan con personas que viajaban en el avión. Vamos a examinarlos uno por uno.
—«Noble inglesa. Marido» —señaló Fournier—. Esto puede muy bien aplicarse a lady Horbury. Tengo entendido que es una jugadora empedernida. Nada más probable que haya tenido que pedir un préstamo a Giselle. Los clientes de Giselle pertenecen generalmente a esta clase de gente. La palabra «marido» indica una de estas dos cosas: o esperaba Giselle que el marido pagase las deudas de su mujer o poseía algún secreto de esta que amenazaba con revelar al marido.
—Exacto —convino Poirot—. Una de las dos alternativas puede aplicarse. Por mi parte, me inclino por la segunda, con tanta más razón por cuanto apostaría a que la mujer que visitó a Giselle la víspera del viaje era lady Horbury.
—¡Ah! ¿Piensa usted eso?
—Sí, y creo que usted piensa lo mismo. Me parece que, en la actitud del portero, hay algo muy caballeroso. Su persistencia en no recordar detalles de la visita es significativa. Lady Horbury es una dama muy atractiva. Además, observé que se sobresaltaba ligeramente cuando le enseñé la foto de la dama en traje de baño de la revista Sketch. Sí, fue lady Horbury la dama que visitó a Giselle aquella noche.
—La siguió a París desde Le Pinet —añadió Fournier lentamente—. Según esto, debía hallarse en una situación desesperada.
—Sí, eso me figuro yo.
Fournier le dirigió una mirada curiosa.
—Pero esto no concuerda con sus sospechas, ¿verdad?
—Amigo mío, ya le dije que la pista de cuya seguridad estoy convencido no lleva a la persona deseada. Estoy en la oscuridad. Mi pista no puede ser errónea, pero...
—¿No quiere decirme en qué consiste?
—No, porque puedo equivocarme, equivocarme de todas todas y, en ese caso, podría inducirle a error. Trabajemos cada uno según nuestra inspiración. Continuemos examinando esos apuntes.
—«RT 362. Doctor. Harley Street» —leyó Fournier.
—Una posible pista que nos llevaría al doctor Bryant. No nos revela gran cosa, pero tampoco hemos de abandonar esta línea de investigación.
—Esta tarea corresponde, desde luego, al inspector Japp.
—Y a mí —intervino Poirot—. Yo también tengo una vela en ese entierro.
—«MR 24. Antigüedades falsificadas» —leyó Fournier—. Aunque remotamente, esto bien podría relacionarse con los Dupont, aunque no acabo de creerlo. Monsieur Dupont es un arqueólogo de prestigio mundial. Goza de inmejorable fama.
—Eso no haría más que allanarles el camino —observó Poirot—. Piense, mi querido Fournier, la gran fama de que han gozado, los buenos sentimientos que han puesto de manifiesto durante toda su vida casi todos los estafadores famosos, antes de ser descubiertos.
—Cierto, muy cierto —asintió Fournier con un suspiro.
—Una buena reputación —señaló Poirot— es lo primero que necesita un estafador que se precie. El tema es interesante, pero volvamos a nuestra lista.
—XVB 724. Es muy ambiguo. «Inglés. Estafa.»
—De poco nos servirá —convino Poirot—. ¿Qué estafa? ¿Un administrador? ¿Un empleado de banco? Cualquier hombre de confianza en una empresa comercial, pero raramente un escritor, un dentista o un médico. El señor James Ryder es nuestro único representante comercial. Él puede haber malversado fondos, él puede haber recibido dinero prestado de Giselle para que no se descubriese el robo. En cuanto al último apunte: «GF 45. Asesinato frustrado. Inglés», nos ofrece un amplio campo de acción. El escritor, el dentista, el médico, el comerciante, el camarero, la peluquera, la dama de linaje o la joven provinciana, todos pueden ser GF 45. Solo quedan excluidos los Dupont a causa de su nacionalidad.
Con un ademán, llamó al mozo y le pidió la cuenta.
—¿Y ahora, amigo mío? —preguntó Poirot.
—A la Sûreté. Tal vez tengan alguna noticia para mí.
—Bueno, le acompañaré. Después tengo que hacer una pequeña investigación en la que tal vez pueda usted ayudarme.
En la Sûreté, Poirot renovó sus relaciones con el jefe de detectives, a quien había conocido muchos años antes a causa de uno de sus casos. Monsieur Gilles era afable y cortés.
—Encantado de saber que se interesa usted por este asunto, monsieur Poirot.
—¿Cómo no he de interesarme, monsieur Gilles, si sucedió todo delante de mis narices? ¡Es una vergüenza, ¿no le parece?, que Hércules Poirot duerma a pierna suelta mientras a su lado se comete un crimen!
Monsieur Gilles meneó la cabeza en tono conciliador.
—¡Esos aviones! Si el tiempo es malo, el aparato no hace más que tambalearse. Yo también me he sentido indispuesto alguna vez.
—Parece que todo un ejército le patee a uno el estómago —se lamentó Poirot—. ¿Por qué tendrá que haber esa relación tan estrecha entre las sacudidas del aparato volador y el aparato digestivo? Cuando me acomete el mal de mer, Hércules Poirot es un hombre sin células grises, sin orden ni método. ¡No es más que un individuo vulgar de la raza humana, y por debajo del nivel medio! Y hablando de esto último, ¿cómo está mi excelente amigo Giraud?
Fingiendo no haber oídos las palabras «hablando de esto último», monsieur Gilles replicó que Giraud seguía progresando en su carrera.
—Es muy entusiasta. Infatigable.
—Siempre ha sido así —señaló Poirot—. Siempre está corriendo de un lado para otro. Está al lado de uno y de pronto se halla Dios sabe dónde. No hay modo de que se detenga a reflexionar.
—¡Ah, monsieur Poirot! Ese es su punto flaco. Los hombres con el carácter de Fournier se avienen mejor con usted. Él pertenece a la nueva escuela que todo lo basa en la psicología. Ese debería gustarle.
—Me gusta, me gusta.
—Habla muy bien el inglés. Por eso lo mandamos a Croydon, a colaborar en ese asunto. Es un caso interesantísimo, monsieur Poirot. Madame Giselle era muy conocida en París. ¡Y las circunstancias de su muerte son extraordinarias! Un dardo de cerbatana envenenado y en pleno vuelo. ¡Figúrese! ¿Cómo es posible que sucedan tales cosas?
—Eso, eso. Ha puesto usted el dedo en la llaga. ¡Ah! Aquí está nuestro buen amigo Fournier. Ya veo que trae usted noticias.
El normalmente melancólico Fournier daba muestras de agitación.
—Sí, las traigo. Un comerciante de antigüedades griego, Zeropoulos, ha informado de la venta de una cerbatana con sus dardos tres días antes del asesinato. Propongo monsieur —se inclinó respetuosamente ante su jefe—, interrogar a ese hombre.
—¡No faltaba más! —exclamó Gilles—. ¿Quiere acompañarle, monsieur Poirot?
—Si no tiene inconveniente —aceptó Poirot—. Es interesante, muy interesante.
La tienda del señor Zeropoulos estaba en la rue Saint Honoré. Se le consideraba un anticuario de categoría. Había en ella muchas piezas antiguas de cerámica persa, dos o tres bronces de Louristan, abundancia de joyas indias, anaqueles llenos de seda y bordados de muy diversos países, y un surtido abundante de abalorios y objetos baratos de Egipto. Era uno de esos establecimientos en que se puede comprar por un millón un objeto que no vale más que medio, o por diez francos lo que apenas vale cincuenta céntimos. Era muy frecuentada por los turistas norteamericanos y por los entendidos en la materia.
El señor Zeropoulos era un hombre bajito y robusto, de ojos negros. Hablaba mucho y con soltura.
¿Los caballeros pertenecían a la policía? Estaba encantado de conocerlos. ¿Tendrían la bondad de pasar a su despacho? Sí, había vendido una cerbatana con sus dardos, una curiosidad de América del Sur...
—... porque, como ustedes comprenderán, caballeros, yo vendo un poco de todo. Tengo mis especialidades. Me especializo en cosas persas. Monsieur Dupont, el querido monsieur Dupont, se lo confirmará. Siempre viene a ver mi colección, por si he adquirido algo nuevo, para juzgar la autenticidad de ciertas piezas dudosas. ¡Qué hombre! ¡Qué cerebro! ¡Qué ojo! ¡Qué buen juicio! Pero me desvío del asunto. Tengo mi colección, que todos los entendidos conocen, y también tengo... bueno, señores, francamente, llamémosles chismes, chismes exóticos, claro, un poco de todo: de Oceanía, de la India, del Japón, de Borneo... ¡De todas partes! Generalmente no pongo precio fijo a estas cosas. Si veo que le interesan a alguien, hago mis cálculos y pido un precio. Claro que no me dan lo que pido y al fin la cedo por la mitad. Y aun así, he de convenir que la ganancia es buena. Esos objetos los compro casi siempre a los marineros a precios muy bajos.
El señor Zeropoulos tomó aliento y prosiguió, satisfecho de sí mismo y de la importancia y fluidez de su relato.
—Hacía mucho tiempo que tenía esa cerbatana y los dardos, tal vez un par de años. Los tenía en esa bandeja, con un collar de conchas y un penacho de pielroja, unas figuras de madera tallada y algunos abalorios de cuentas de jade. Nadie lo vio, a nadie le llamó la atención hasta que entró un norteamericano y me preguntó qué era.
—¿Un norteamericano? —interrumpió Fournier vivamente.
—Sí, sí, un norteamericano sin la menor duda. No era uno de esos tipos norteamericanos entendidos, sino uno de esos que no saben nada y solo pretenden llevarse algún objeto curioso para la familia. Uno de esos que se dejan engañar en los bazares de Egipto y adquieren los más ridículos escarabajos sagrados que se fabrican en Checoslovaquia. Bien, lo cogí como quien dice al vuelo, le conté las costumbres de ciertas tribus, le hablé de los venenos que usan. Le expliqué que era muy raro que objetos como aquellos aparecieran en el mercado. Me preguntó el precio, y se lo dije, mi precio norteamericano, uno no tan alto como antes (han pasado por la Depresión). Esperaba que regatease, pero me pagó sin chistar. Quedé estupefacto. ¡Lástima! Hubiera podido pedirle más. Le entregué la cerbatana y los dardos en un paquete, y se fue. Pero luego, cuando leí en la prensa lo de ese espantoso asesinato, empecé a pensar. Sí, me dio mucho que pensar, y decidí contárselo a la policía.
—Le estamos muy agradecidos, señor Zeropoulos —reconoció Fournier cortésmente—. ¿Usted cree que podría identificar la cerbatana y los dardos? Ahora están en Londres, pero ya buscaríamos el modo de que los viese.
—La cerbatana era así de larga —mostró el griego, señalando un espacio en el borde de la mesa— y así de gruesa. Miren, como el mango de esta pluma. Era de un color claro. Había cuatro dardos, todos ellos con puntas muy agudas y descoloridas, y con una pelusilla de seda roja cada uno.
—¿Seda roja? —preguntó Poirot.
—Sí, monsieur. De un rojo un tanto descolorido.
—Es curioso —admitió Fournier—. ¿Está seguro de que uno de ellos no tenía un copo de seda con manchas amarillas y negras?
—¿Amarillas y negras? No, monsieur.
Fournier miró a Poirot y en el rostro de este había una sonrisa de satisfacción.
¿Por qué se alegraba el belga? ¿Porque el griego estaba mintiendo o por otra razón? Y dijo en tono de duda:
—Es posible que la cerbatana y los dardos de este señor no hayan tenido nada que ver en el asunto. Es solo una probabilidad entre cincuenta. De todos modos, me gustaría tener una descripción completa de ese norteamericano.
—Era un norteamericano como otro cualquiera. Voz nasal. No sabía hablar francés. Mascaba chicle. Llevaba gafas de concha de carey. Era alto y flaco y creo que no muy viejo.
—¿Moreno o rubio?
—No sabría decirlo. Llevaba sombrero.
—¿Lo reconocería usted si volviera a verlo?
Zeropoulos parecía dudar.
—No estoy seguro. Entran y salen tantos norteamericanos. No tenía nada de particular.
Fournier le mostró la colección de fotografías, pero sin resultado. El griego no creía que ninguno de aquellos fuese el norteamericano en cuestión.
—Me parece una cacería muy difícil —comentó Fournier al salir de la tienda.
—Es posible —le contestó Poirot—, pero no lo creo. Las etiquetas de los precios eran del mismo tipo y hay coincidencias entre el hecho y las observaciones de Zeropoulos. Y si esa cacería va a ser difícil, amigo mío, vamos a iniciar otra.
—¿Dónde?
—En el boulevard des Capucines.
—Deje que piense. Allí está...
—La oficina de Universal Airlines.
—¡Ah, sí! Pero ya hemos estado allí y no nos han dicho nada de interés.
Poirot le dio unos golpecitos en la espalda.
—Sí, bueno, pero las respuestas dependen de las preguntas. Usted no sabía lo que tenía que preguntar.
—¿Y usted lo sabe?
—Pues tengo una ligera idea, sí.
No quiso decir más, y llegaron al boulevard des Capucines.
La oficina era muy pequeña. Un chico moreno y muy elegante se hallaba detrás de un reluciente mostrador de madera, y un muchacho de unos quince años se peleaba con una máquina de escribir.
Fournier mostró su credencial y el empleado, llamado Jules Perrot, declaró que estaba enteramente a su disposición. A instancias de Poirot, el mozalbete recibió la orden de alejarse.
—Lo que hemos de tratar es muy confidencial —explicó.
Jules Perrot se mostró agradablemente emocionado.
—Ustedes dirán, messieurs.
—Se trata del asesinato de madame Giselle.
—¡Ah, sí! Me parece que ya nos hicieron algunas preguntas sobre el asunto.
—Cierto, cierto. Pero hay que establecer los hechos con toda exactitud. Madame Giselle reservó su billete... ¿cuándo?
—Creo que esto se puso ya en claro. Reservó su billete por teléfono el día diecisiete.
—¿Para el vuelo de las doce del día siguiente?
—Sí, señor.
—Pero me parece haber oído de labios de la doncella de madame que el encargo lo hizo para el vuelo de las ocho cuarenta y cinco.
—No, no... bueno, lo que pasó fue lo siguiente: la doncella de madame lo pidió para las ocho cuarenta y cinco, pero como ya estaba todo ocupado, le dimos billete para el vuelo del mediodía.
—¡Ah! Ya comprendo.
—Sí, señor.
—Comprendo, pero no deja de ser curioso, ciertamente muy curioso.
El empleado le miró con atención.
—Porque un amigo mío, que decidió viajar a Inglaterra de una manera urgente, tomó el avión de las ocho cuarenta y cinco ese día e iba medio vacío.
El señor Perrot se volvió a mirar unos papeles y se sonó la nariz.
—Su amigo se habrá confundido de día, quizá fuese un día antes o un día después.
—No. Fue el día del asesinato, puesto que me contó que, si hubiese perdido aquel avión, como estuvo a punto de suceder, hubiera sido uno de los pasajeros del Prometheus.
—¡Ah! Sin duda. Muy curioso. Claro que siempre puede haber anulaciones en el último minuto y, entonces, claro está, hay plazas disponibles. Y puede haber errores, claro. Tendré que hablar con Le Bourget, pues no siempre son muy cuidadosos.
La inocente mirada de Poirot pareció que turbaba a Jules Perrot, porque de pronto enmudeció. Sus ojos se desviaron y en su frente aparecieron unas gotitas de sudor.
—Dos explicaciones verosímiles —observó Poirot—, aunque me temo que ninguna es la verdadera. ¿No le parece que sería mucho mejor aclararlo bien todo?
—¿Qué hay que aclarar? No le comprendo bien.
—Vamos, vamos. Me comprende usted perfectamente. Es un caso de asesinato. De asesinato, monsieur Perrot. Haga el favor de recordarlo. Si usted se reserva información, la cosa puede ser muy seria para usted, muy seria. La policía puede tomar graves medidas. Pone usted obstáculos a la justicia.
Jules Perrot se le quedó mirando boquiabierto y con manos temblorosas.
—Vamos —insistió Poirot con voz autoritaria y dura—. Queremos una información exacta. Haga el favor. ¿Cuánto le pagaron y quién le pagó?
—Yo no quise perjudicar a nadie... no tenía la menor idea... ¿Cómo iba a sospechar...?
—¿Cuánto y quién?
—Cinco mil francos. Nunca había visto a aquel individuo. Esto será mi perdición.
—Lo que le perderá será no hablar. Vamos, ya sabemos lo más importante. Haga el favor de decirnos cómo sucedió exactamente.
Sudando a mares, Jules Perrot habló precipitadamente y a borbotones:
—No quise hacerle daño a nadie. Juro por mi honor que no quise hacerle daño a nadie. Vino a verme un tipo. Dijo que iba a ir a Inglaterra al día siguiente. Quería negociar un préstamo con madame Giselle, pero deseaba que su entrevista fuese casual. Se figuraba que así tendría más posibilidades. Dijo que sabía que ella iba a volar a Inglaterra al día siguiente. Yo solo tenía que decirle que no había billetes para el primer vuelo y reservarle el asiento número 2 en el Prometheus. Les juro, señores, que no sospeché nada malo. Pensé que sería igual una hora que otra. Los norteamericanos son así, hacen negocios de la manera más extraña.
—¿Los norteamericanos? —preguntó Fournier.
—Sí, aquel tipo era norteamericano.
—Descríbanoslo.
—Era alto, encorvado, de cabello gris, gafas con montura de concha y perilla.
—¿Reservó también él un asiento?
—Sí, señor, el número uno, al lado del que había de reservar para madame Giselle.
—¿Con qué nombre?
—El de Silas... Silas Harper.
—No había ningún viajero con ese nombre y nadie ocupó el asiento número uno.
Poirot meneó la cabeza lentamente.
—Ya vi en los periódicos que faltaba ese nombre. Por eso pensé que ya no hacía falta explicar el hecho, puesto que aquel hombre no tomó ese avión.
Fournier le lanzó una mirada fría.
—Retuvo usted una información de gran valor para la policía. Eso es muy serio.
Él y Poirot salieron de la oficina, dejando a Jules Perrot mirándoles con cara de espanto.
Ya fuera, Fournier se quitó el sombrero y se inclinó ante su amigo.
—Le felicito, monsieur Poirot. ¿Cómo se le ha ocurrido esa idea?
—Dos frases sueltas. Esta mañana he oído decir a uno de los pasajeros que el primer vuelo de aquel día iba casi vacío. La otra frase fue la de Elise, al decir que encargó una reserva para el primer vuelo y le contestaron que no había plazas. Estos dos puntos no concordaban. Recordé haberle oído decir al camarero del Prometheus que había visto algunas veces a madame Giselle en el primer vuelo, de lo que deduje que la prestamista solía viajar en el avión de las ocho cuarenta y cinco. Pero alguien tenía interés en que hiciera el viaje a mediodía, alguien que también viajaba en el Prometheus. ¿Por qué dijo el empleado que el primer vuelo estaba completo? ¿Fue una equivocación o una mentira deliberada? Sospeché lo segundo y no me equivoqué.
—Este caso se va haciendo por momentos más interesante —comentó Fournier—. Al principio, parecía que seguíamos la pista de una mujer. Ahora resulta que es un hombre. Un norteamericano.
Calló para mirar a Poirot. Éste asintió lentamente.
—Sí, amigo mío, ¡es fácil hacerse pasar por norteamericano aquí, en París! Basta tener un acento nasal y mascar chicle. Y si uno lleva gafas con montura de concha y una perilla, ya es el prototipo del turista norteamericano.
Sacó del bolsillo la página arrancada del Sketch.
—¿Qué mira usted? —preguntó Fournier.
—Una condesa en traje de baño.
—¿Usted cree que...? Pero no, es pequeña, encantadora, frágil, no puede presentarse como un norteamericano alto y encorvado. Ha sido actriz, sí, pero no podría representar semejante papel. No, amigo mío. La idea no encaja.
—Nunca he dicho que encajase —replicó Hércules Poirot.
Siguió examinando muy serio la fotografía.

12
EN HORBURY CHASE


Junto al bufet, lord Horbury se servía distraído un plato de riñones. Stephen Horbury era un joven de veintisiete años, cabeza estrecha y barbilla prominente. Parecía exactamente lo que era: un joven deportista con nada que destacar en cuanto a cerebro, pero de buen corazón, algo mojigato, muy leal y obstinado como el que más.
Cuando hubo llenado el plato, volvió a la mesa y empezó a comer. Abrió un periódico, pero enseguida frunció el entrecejo y lo apartó a un lado. También apartó el plato inacabado, tomó unos sorbos de café y se levantó. Permaneció un momento indeciso y luego, asintiendo ligeramente, salió del comedor, cruzó el espacioso vestíbulo y subió al piso superior. Llamó a una puerta y esperó. Del interior le llegó una voz atiplada invitándole a entrar:
—Adelante.
Lord Horbury entró. Era un bello dormitorio espacioso que daba al sur. Cicely Horbury estaba en la cama, un mueble isabelino de roble tallado. Envuelta en gasas rosadas y con los dorados rizos de su rubio cabello, producía un efecto encantador. En una mesita había una bandeja con los restos del desayuno. En aquel momento, abría su correspondencia, mientras su doncella se movía de un lado a otro.
A cualquier hombre se le hubiera acelerado la respiración ante tanta hermosura, pero la imagen de su encantadora mujer no afectó para nada a lord Horbury.
Hubo un tiempo, tres años atrás, en que la impresionante belleza de su Cicely le hacía perder la cabeza. La amaba apasionadamente, con verdadera locura. Todo aquello había acabado. Había perdido el juicio, pero lo había recobrado.
Fingiéndose sorprendida, lady Horbury preguntó:
—¿Qué hay, Stephen?
—Quiero hablarte a solas —señaló él con aspereza.
—Madeleine —pidió lady Horbury, dirigiéndose a su doncella—. Deja todo eso y retírate.
—Tres bien, milady —respondió la muchacha. Y tras una mirada de reojo a lord Horbury, salió del dormitorio.
Lord Horbury aguardó a que hubiese cerrado la puerta.
—Me gustaría saber, Cicely, qué significa la idea de presentarte aquí.
Lady Horbury encogió sus hermosos hombros.
—¿Y por qué no?
—¿Por qué no? Me parece a mí que hay muy buenas razones.
—¡Oh! Razones... —murmuró su mujer.
—Sí, razones. Recordarás que, tal como se habían puesto las cosas entre nosotros, convinimos en no seguir con la farsa de vivir juntos. Tú debías quedarte en la casa de la ciudad y tendrías una espléndida pensión, exageradamente espléndida. Y podrías llevar tu propia vida, dentro de ciertos límites. ¿Por qué este repentino regreso?
De nuevo Cicely se encogió de hombros.
—Me pareció conveniente.
—Supongo que será por una cuestión de dinero, ¿no es así?
—¡Dios mío! —exclamó su mujer—. ¡Qué odioso eres! ¡No hay hombre más mezquino que tú!
—¿Mezquino? ¿Mezquino dices, cuando por tus insensatas extravagancias pesa una hipoteca sobre Horbury?
—¡Horbury, Horbury! ¡Esto es cuanto te interesa! Los caballos, la caza, las cosechas y esos fastidiosos granjeros. ¡Vaya vida para una mujer!
—Algunas estarían muy satisfechas con ella.
—Sí, mujeres como Venetia Kerr, que parece una yegua. Tenías que haberte casado con una mujer así.
Lord Horbury se acercó a la ventana.
—Es demasiado tarde para eso. Me casé contigo.
—Y no puedes divorciarte —señaló Cicely. Y su risa sonó maliciosa y triunfante—. Te gustaría librarte de mí, pero no puedes.
—¿Para qué hablar de eso?
—Te lo prohíbe Dios y estás chapado a la antigua. ¡Lo que se ríen mis amigos cuando les cuento las cosas que dices!
—Que se rían cuanto quieran. ¿Podemos volver al origen de nuestra conversación? Discutíamos la razón por la que has venido.
Pero su mujer no se dejó llevar hacia donde él quería.
—Anunciaste en la prensa que no te harías responsable de mis deudas. ¿Te parece eso propio de un caballero?
—Siento haber tenido que dar ese paso. Recordarás que te lo advertí hace tiempo. Pagué por ti dos veces. Pero todo tiene un límite. Tu insensata pasión por el juego... bueno, ¿para qué discutir? Pero quiero saber por qué, de pronto, vienes a Horbury. Siempre odiaste esta casa, te aburría a morir.
—Pues ahora me siento mejor aquí —afirmó ella con expresión hosca.
—¿Mejor justo ahora? —repitió él pensativamente. Y le espetó esta pregunta—: ¿Habías pedido dinero a esa vieja prestamista francesa, Cicely?
—¿Quién? No sé qué quieres decir.
—Sabes perfectamente a quién me refiero. Hablo de la mujer asesinada en el avión procedente de París en el que volviste.
—No, claro que no. ¡Qué ocurrencia!
—No bromees con eso, Cicely. Si esa mujer te prestó dinero, mejor será que lo digas. Ten presente que ese asunto aún no ha terminado. El jurado emitió veredicto de asesinato cometido por personas desconocidas, y la policía de los dos países está trabajando en ello. Que descubran la verdad solo es cuestión de tiempo. Esa mujer debió de dejar anotados los préstamos que concedía. Si se descubre que tuviste alguna relación con ella, sería mejor que estuviésemos preparados, que nos aconsejásemos con Foulkes que nos ha asesorado desde hace generaciones.
—¿Es que no declaré ya ante aquel maldito tribunal? ¿No juré que no sabía nada de aquella mujer?
—No creo que eso pruebe nada —replicó su marido secamente—. Si tuviste tratos con Giselle, puedes estar segura de que la policía lo descubrirá.
Cicely se sentó apesadumbrada en el lecho.
—¿Serías capaz de creer que la maté yo? ¿Que me levanté del asiento del avión y le arrojé un dardo con una cerbatana? ¡Qué locura!
—Sí, parece cosa de locos —convino él pensativamente—. Pero hazte cargo de tu situación.
—¿Qué situación? No hay situación que valga. No crees una palabra de cuanto te digo. ¿Por qué de pronto tienes que mostrarte tan intranquilo con respecto a mí? Como si te importase mucho lo que pueda sucederme. Me odias y te alegrarías de mi muerte. ¿A qué viene esa comedia?
—¿No exageras un poco? Aunque me creas muy anticuado, aún me preocupa el buen nombre de mi familia, un sentimiento que tú seguramente desprecias. Pero ahí está.
Girando sobre sus talones, salió del dormitorio.
Las sienes le latían con violencia. Los pensamientos se atropellaban en su mente.
¿Antipatía? ¿Odio? Sí, es cierto. ¿Me alegraría su muerte? ¡Dios mío! Sí. Me sentiría como un recién salido de la cárcel. ¡Qué fastidiosa es la vida! ¡Cuando la conocí en el Do It Now, qué muchacha tan adorable me pareció! ¡Tan guapa, tan encantadora! ¡Locuras de juventud! Me volví loco, me sorbió el seso. Me parecía ver en ella reunidas todas las prendas que adornan a una mujer y, no obstante, ya era lo que es ahora: rencorosa, vulgar, viciosa, tonta... ni guapa me parece ya.
Silbó a un spaniel, el cual levantó la cabeza para mirarle con adoración.
—Mi buena Betsy —exclamó Horbury, frotándole las orejas. Y pensó: No es justo llamar perra a una mujer. Una perrita como tú, Betsy, vale más que todas las mujeres que he conocido.
Embutiéndose en la cabeza un viejo sombrero de pescador, salió de la casa en compañía de su perra Betsy.
Un paseo por su vasta propiedad le calmó poco a poco los nervios. Cariñosamente, palmeó a su caballo preferido en el cuello, cruzó unas palabras con un mozo de cuadra, llegó a la granja y estuvo un rato charlando con la mujer del granjero. Caminaba por un sendero estrecho con Betsy tras sus talones, cuando se topó con Venetia Kerr a caballo de su yegua baya.
Montando, Venetia parecía aún más atractiva. Lord Horbury la contempló con admiración y afecto y con un vivo sentimiento de familiaridad.
—¡Hola, Venetia!
—¡Hola, Stephen!
—¿De dónde sales? ¿Paseando a la yegua?
—Sí, ¿no te parece que se está poniendo muy hermosa?
—De primera. ¿Has visto la potranca que compré en la feria de Chattisley? —Estuvieron hablando un buen rato de caballos y luego, él comentó—: Cicely está aquí.
—¿Aquí, en Horbury?
Aunque Venetia se esforzó en no mostrarse sorprendida, no logró esconder cierta turbación que se reveló en su tono.
—Sí. Llegó anoche.
Se produjo un silencio embarazoso. Luego Stephen comentó:
—Oye, tú estuviste también en la encuesta judicial, ¿no? ¿Cómo... cómo fue?
Tras un momento de reflexión, Venetia contestó:
—Bueno, nadie dijo gran cosa.
—¿No sacó nada en limpio la policía?
—No.
—Debió de ser un asunto bastante desagradable para ti.
—No puedo decir que me gustase, pero tampoco tengo motivos para quejarme. El juez se portó con mucha amabilidad.
Stephen pasó distraídamente la mano por el seto, al añadir:
—Oye, Venetia: tú no sabrás... ¿no tendrás alguna idea de quién fue el autor?
Venetia Kerr meneó la cabeza dulcemente.
—No —Enmudeció, buscando la mejor manera de exponer sus pensamientos. Acabó soltando una risita—. De todos modos, sé que no fuimos ni Cicely ni yo. Ella me hubiera visto o yo a ella.
Stephen también se echó a reír.
—Eso me tranquiliza —exclamó alegremente.
Lo dijo bromeando, pero ella notó el alivio en su voz. De modo que él estaba preocupado.
Se abstuvo de expresar su pensamiento.
—Venetia —observó Stephen—, hace mucho tiempo que nos conocemos, ¿verdad?
—Sí, mucho. ¿Recuerdas cuando íbamos a aquellas clases de baile cuando éramos niños?
—¿Cómo no iba a acordarme? Por eso creo que puedo hablarte sinceramente.
—Claro que puedes. —reconoció ella. Y después de una ligera vacilación, añadió fingiendo indiferencia—: ¿Quieres hablarme de Cicely?
—Sí. Mira, Venetia: ¿estaba Cicely complicada con esa Giselle de algún modo?
Venetia contestó lentamente:
—No lo sé. Recuerda que he estado en el sur de Francia. No sé lo que se rumoreaba en Le Pinet.
—¿Pero tú qué crees?
—Bueno, sinceramente, no me sorprendería.
Stephen meneó la cabeza pensativo. Venetia comentó, conciliadora:
—¿Por qué tendría que inquietarte? ¿No vivís prácticamente separados? Ese asunto sería exclusivamente cosa suya, no tuya.
—Mientras sea mi mujer, también a mí me concierne.
—¿Y no podrías pedir el divorcio?
—¿Dar un escándalo? No sé si ella aceptaría.
—¿Te divorciarías si se te presentase una oportunidad?
—Si tuviera motivo, sin duda alguna —aseguró él ceñudo.
—Supongo —planteó Venetia pensativa— que ella lo sabe.
—Sí.
Guardaron silencio.
¡Esa mujer tiene menos moral que un gato!, pensó Venetia. La conozco muy bien. Pero se anda con mucho cuidado. Ella las mata callando.
—¿De modo que no hay nada que hacer? —añadió en voz alta.
Él meneó la cabeza.
—Si estuviera libre, Venetia, ¿te casarías conmigo?
Mirando fijamente ante sí por entre las orejas de la yegua, Venetia contestó con acento de fingida indiferencia:
—Supongo que sí.
¡Stephen! Siempre había amado a Stephen, desde que iban juntos a las clases de danza infantiles y a buscar nidos. Y Stephen siempre la había querido, pero no lo bastante como para impedirle enamorarse perdidamente, locamente, salvajemente de aquella gata calculadora, de aquella corista.
—¡Qué maravilloso sería vivir juntos tú y yo! —insinuó Stephen.
Por su imaginación pasó un cuadro maravilloso: té con pastas, cacerías, olor a heno y a tierra mojada, hijos. Todo lo que Cicely no le daría jamás, que evitaría siempre compartir con él. Se le humedecieron los ojos de ternura. Luego oyó que Venetia le decía con aquella voz exenta de emoción:
—Si tú quieres, Stephen, ¿qué importa lo demás? Si nos fugáramos tú y yo, Cicely tendría que divorciarse.
La interrumpió enojado.
—¡Dios mío! ¿Crees que sería capaz de semejante cosa?
—A mí no me importaría.
—A mí, sí.
Él habló con tal resolución, que Venetia pensó:
«Es así. Es una lástima, realmente. Está lleno de prejuicios, pero es un sol. No me gustaría tanto si fuera distinto.»
—Bueno, Stephen. Hasta la vista —se despidió en voz alta.
Espoleó ligeramente a su cabalgadura y, al volverse a saludar a Stephen para despedirse, se cruzaron sus miradas, y en la de ella podía leerse el sentimiento que había disimulado.
Al volver un recodo del camino, a Venetia se le cayó la fusta de la mano. Un caballero que pasaba por allí se la recogió, devolviéndosela con una reverencia exagerada.
Un forastero, se dijo ella al darle las gracias. Me parece que conozco esa cara.
Repasó sus recuerdos de aquel verano pasado en Jean les Pins, aunque parte de su mente seguía pensando en Stephen.
Solo al llegar a su casa le asaltó de pronto el recuerdo, una escena algo ridícula que le arrancó una exclamación ahogada:
—El hombrecillo que me cedió su asiento en el avión. Y en el tribunal dijeron que era un detective. ¿Qué se le habrá perdido por aquí?

13
EN LA PELUQUERÍA DE ANTOINE


A la mañana siguiente de la encuesta, Jane se presentó en la peluquería con los nervios un poco alterados.
El dueño del establecimiento, que se daba el nombre de Antoine, aunque en realidad se llamaba Andrew Leech y cuyas pretensiones de ser extranjero se basaban en tener una madre judía, la recibió de mal talante.
En un lenguaje que se diferenciaba poco del usado en los barrios bajos de Londres, trató a Jane de estúpida. ¿Por qué había tenido que volver en avión? ¡Qué ocurrencia! Aquella salida al extranjero haría mucho daño a su establecimiento.
Cuando hubo desahogado su malhumor, permitió que Jane se retirara, y ésta vio que su amiga Gladys le dirigía un guiño muy significativo.
Gladys era una rubia exuberante de porte altivo, que atendía con una voz desmayada y lejana. En privado, su voz era ronca y alegre.
—No te preocupes, querida —le advirtió a Jane—. Ese viejo bruto está al acecho, esperando ver de qué lado caerá la balanza. Y me parece que no caerá del lado que él espera. Vaya, mira, querida: ya está aquí otra vez esa maldita arpía. ¡Qué pesada! ¡Supongo que se molestará por todo, como siempre! Espero que no haya traído a su condenado perro faldero.
Poco después, se oía la voz desmayada de Gladys:
—Buenos días, señora. ¿No trae a su lindo pequinés? Vamos a lavarle la cabeza y enseguida podremos solicitar la intervención de monsieur Henri.
Jane acababa de entrar en el compartimiento contiguo, donde esperaba una señora de cabello castaño que se miraba al espejo y le decía a una amiga:
—Querida, tengo una cara verdaderamente espantosa esta mañana. Esto es...
La amiga, hojeando aburridamente un ejemplar del Sketch de tres semanas antes, replicó sin ningún interés:
—¿Eso crees? Yo no te noto el menor cambio.
Al entrar Jane, la amiga aburrida dejó de leer la revista para fijarse con curiosidad en la empleada.
Luego exclamó:
—Es ella. Estoy segura.
—Buenos días, madam —saludó Jane con aquel aire desenvuelto que le era propio y que no le costaba ya el menor esfuerzo—. Hace tiempo que no la veíamos por aquí. Supongo que ha estado en el extranjero.
—En Antibes —señaló la del cabello castaño, mirando a su vez con el más franco interés.
—¡Qué suerte! —exclamó Jane con fingido entusiasmo—. Dígame, ¿quiere lavar y secar, o desea teñirse antes?
La aludida se distrajo un momento de la contemplación de la chica para examinar su pelo.
—Creo que podría pasar otra semana. ¡Dios mío! ¡Parezco un esperpento!
—Y bien, querida —comentó la amiga—, ¿qué quieres parecer a estas horas de la mañana?
—¡Ah! Espere a que monsieur Georges acabe con usted —la animó Jane.
—Dígame —preguntó la señora, volviendo a observarla con interés—: ¿no es usted la muchacha que prestó declaración ayer en la encuesta judicial, la que iba de pasajera en ese avión?
—Sí, madam.
—¡Qué emocionante!, ¿verdad? Cuéntemelo todo.
Jane hizo cuanto pudo por complacerla.
—¡Ah! Señora, aquello fue realmente espantoso.
Interrumpía su relato para contestar las preguntas que se le hacían. ¿Cómo era la víctima? ¿Era cierto que viajaban en el avión dos policías franceses y aquel caso era una ramificación del escándalo del gobierno francés? ¿Iba también lady Horbury? ¿Era tan bella como todo el mundo decía? ¿Quién creía Jane que había cometido el asesinato? ¿Era verdad que el gobierno echaba tierra sobre el asunto?
Este interrogatorio no fue más que el prólogo de muchos otros del mismo estilo. Todas las señoras querían los servicios de la muchacha que estuvo en el avión, todas querían decirle a sus amigas: «Querida, es extraordinario. La empleada de mi peluquero es la muchacha... Sí, yo que tú iría, pues te peinan admirablemente.... Jane, como se llama esa chica, es lindísima, con unos ojos muy grandes... Te lo contará encantada, si se lo pides».
Pero al cabo de una semana, Jane no podía ya con sus nervios. Llegó a pensar que, si tuviera que volver a contar lo que pasó, no podría contenerse y se echaría a gritar o a golpear a la impertinente de turno con el secador.
No obstante, prefirió calmarse de otro modo. Y finalmente se presentó a monsieur Antoine a quien, con todo descaro, le pidió un aumento de sueldo.
—¿Esas tenemos? ¿Cómo se atreve a pedirme un aumento cuando solo por mi buen corazón tolero que siga en mi casa pese a haberse visto complicada en un asesinato? Muchos, menos bondadosos, la hubieran echado inmediatamente.
—No me venga con esas —replicó Jane—. Bien sabe usted que atraigo nueva clientela. Si quiere que me vaya, dígamelo. Será muy fácil que me den en Richet, o en cualquier otra casa, lo que le pido a usted.
—¿Y quién sabrá que está usted allí? ¿Qué importancia tiene usted?
—En la encuesta judicial conocí a unos periodistas. Cualquiera de ellos publicará mi cambio de establecimiento y me proporcionará toda la publicidad necesaria.
Sabiendo que esto era muy posible, monsieur Antoine accedió, aunque a regañadientes, a la petición de Jane. Gladys elogió la decisión de su amiga.
—Bien hecho, querida. Ese judío no ha podido contigo en esta ocasión. Si las muchachas no enseñásemos los dientes de vez en cuando, no sé adonde iríamos a parar. Has demostrado tener valor, querida, y por eso te admiro.
—Sé defenderme —aseguró Jane, levantando la barbilla en actitud de reto—. Durante toda mi vida he tenido que luchar.
—Muy valiente —reconoció Gladys—, pero cumple con ese judío de Andrew, que él te respetará más adelante. Las delicadezas no sirven para nada en la vida.
Desde aquel día, Jane repetía la misma historia con ligeras variantes, como una actriz repite cada día su papel en el escenario.
La cena y teatro concertados con Norman Gale tuvieron efecto a su debido tiempo. Fue una de esas noches encantadoras en que cada palabra y cada confidencia eran la revelación de una mutua simpatía y de gustos comunes.
Los dos amaban a los perros y detestaban a los gatos, odiaban las ostras y se entusiasmaban con el salmón ahumado; admiraban a Greta Garbo y criticaban a Katharine Hepburn; odiaban a las mujeres gordas y preferían las morenas; sentían desprecio por las uñas demasiado rojas, les molestaban los que alzaban la voz al hablar, los restaurantes ruidosos y la música de jazz. Y preferían los autobuses al metro.
Parecía un milagro que dos personas tuviesen tantos gustos comunes.
Un día, al abrir Jane el bolso en la peluquería de Antoine, dejó caer una carta de Norman. Al recogerla un poco ruborizada, oyó que Gladys decía a su lado:
—¿Quién es tu novio, querida?
—No sé qué quieres decir —replicó Jane, poniéndose aún más colorada.
—¡No me digas! Bien se ve que esa carta no es del tío de tu madre. No nací ayer, Jane. ¿Quién es él?
—Un... un chico que conocí en Le Pinet. Es dentista.
—¡Un dentista! —exclamó Gladys con un ligero tono de disgusto—. Supongo que lucirá unos dientes blanquísimos y que sabrá sonreír.
Jane se vio obligada a admitir que así era.
—Es un chico bronceado, de ojos azules.
—Cualquiera puede adquirir un buen bronceado —comentó Gladys—. Basta una temporada en la playa o un frasco de tinte adquirido en la farmacia. Los ojos están bien si son azules. ¡Pero dentista! Cuando vaya a besarte, creerás que te pide: «Haga el favor de abrir un poco más la boca».
—No seas idiota, Gladys.
—No te lo tomes tan a pecho, querida. Ya veo que te has molestado. Sí, señor Henri, voy al instante. ¡Qué hombre tan antipático! Nos manda a todas como si fuese su señoría el almirante.
La carta era una invitación a cenar la noche del sábado. Cuando, aquel mediodía, Jane recibió su aumento de sueldo, sintió que la embargaba la alegría.
¡Y pensar lo muy preocupada que estaba yo cuando volvía aquel día en el avión! Todo me ha salido estupendamente. Digan lo que digan, la vida es una maravilla.
Tan alegre estaba que, para celebrarlo, decidió comer en el Corner House para gozar de un poco de música durante el almuerzo.
Se sentó a una mesa para cuatro, ocupada ya por una señora de mediana edad y un muchacho. La señora estaba acabando su almuerzo y, al sentarse Jane, pidió la cuenta, recogió un sinnúmero de paquetes y se fue.
Jane, siguiendo su costumbre, leía una novela mientras comía. Al levantar la mirada mientras pasaba una página, vio que el chico que se sentaba frente a ella la observaba fijamente y, al momento, notó que aquel rostro no le era desconocido.
En aquel mismo instante, el joven saludó con una inclinación de cabeza.
—Perdone, mademoiselle, ¿no me reconoce usted?
Jane observó su rostro con más atención. Parecía un buen chico, más atractivo por la viveza de sus rasgos que por la armonía de sus facciones.
—Es cierto que no nos han presentado —prosiguió el muchacho—, a no ser que equivalga a una presentación el hecho de coincidir en el lugar en que se comete un crimen, o después, al declarar ambos ante el mismo tribunal.
—Claro que sí—reconoció Jane—. ¡Qué torpe soy! Ya me parecía a mí que le conocía. Es usted...
—Jean Dupont —aclaró él haciendo una pequeña reverencia algo cómica.
Recordó una frase que Gladys solía repetir acaso con indebida delicadeza:
«Si te pretende un hombre, seguro que aparece otro más. Es una ley natural. A veces hasta tres o cuatro».
Jane había llevado siempre una austera vida de trabajo (igual a la descripción que se hace siempre de las chicas desaparecidas). Jane había sido una muchacha lista y divertida, pero sin amigos conocidos. Ahora parecía que los hombres acudían a ella como las moscas a la miel. No había duda de que la cara de Jean Dupont mostraba algo más que un interés meramente cortés. Se le veía encantado de hallarse sentado delante de Jane. Más que encantado, entusiasmado.
Pero es francés, pensó Jane con cierto recelo. Hay que estar muy alerta con los franceses. Todos van a lo mismo.
—¿De modo que está usted todavía en Inglaterra? —preguntó luego, maldiciendo en silencio la estupidez de su pregunta.
—Sí. Mi padre ha ido a Edimburgo a dar allí una conferencia y hemos visitado a algunos amigos. Pero mañana volvemos a Francia.
—Ya comprendo.
—¿Aún no ha detenido a nadie la policía?
—No, ni siquiera lo mencionan los periódicos estos días. Tal vez han abandonado el asunto.
Jean Dupont meneó la cabeza.
—No lo crea. No lo han abandonado. Trabajan en silencio, en secreto.
—No me diga eso —rogó Jane intranquila—, que se me hiela la sangre en las venas.
—Es cierto, no es muy agradable recordar que se ha estado muy cerca de donde se ha cometido un crimen. Yo aún estaba más cerca que usted. A veces, me estremezco al pensarlo.
—¿Quién cree usted que cometió el crimen? —preguntó Jane—. Yo he pensado mucho en eso.
Dupont se encogió de hombros.
—Yo no fui. ¡Era demasiado fea!
—Bueno, me parece que antes mataría usted a una fea que a una guapa.
—De ningún modo. De una mujer hermosa, puede enamorarse uno y, si ve que no le corresponde o le asaltan los celos, quizá pierda la cabeza y piense: La mataré. Será una satisfacción.
—¿Y es una satisfacción?
—Eso, mademoiselle, no lo sé, porque no lo he probado aún —Se echó a reír y luego meneó la cabeza—. Pero ¿quién se iba a molestar en matar a una mujer como Giselle?
—Es un modo de verlo —admitió Jane frunciendo el entrecejo—. Es terrible pensar que, a lo mejor, fue joven y hermosa en su juventud.
—De acuerdo, de acuerdo —aceptó él ya más serio—. La gran tragedia de la vida es que las mujeres envejezcan.
—Parece usted muy preocupado por las mujeres bien parecidas.
—Claro. Eso es lo más interesante que depara la vida. A usted le sorprende porque es inglesa. Un inglés piensa ante todo en su trabajo o en sus negocios, luego en sus deportes y, después, mucho después, en su esposa. Sí, sí, es tal como le digo. Figúrese que en un humilde hotel de Siria había un inglés cuya mujer enfermó de pronto. Él tenía que hallarse en un determinado día en no sé qué parte de Irak. Eh bien, ¿querrá usted creer que dejó sola a su mujer para acudir a su cita a tiempo? Y tanto a él como a su mujer aquello les pareció lo más natural, que era lo más noble, lo más abnegado. Pero una mujer, un ser humano, debe ser lo primero. Cumplir con el trabajo es menos importante.
—No lo sé —admitió Jane—. Supongo que el trabajo es lo primero para cualquiera.
—Pero ¿por qué? ¡Vaya, usted tiene el mismo punto de vista! Trabajando gana uno dinero. Descansando y atendiendo a una mujer, lo gasta. De modo que el último es un ideal más noble que el primero.
Jane se echó a reír.
—Bien, en cuanto a mí, preferiría que me considerasen como un objeto de lujo y de recreo a que me tuvieran por un deber prioritario. Prefiero que un hombre lo pase bien a mi lado a que me vea como un deber que hay que cumplir.
—Nadie, mademoiselle, sería capaz de sentir eso con usted.
Jane se ruborizó ante la seriedad del tono del joven, que se apresuró a añadir:
—Solo había estado una vez en Inglaterra. El otro día, durante la encuesta, fue muy interesante para mí poder examinar detenidamente a tres mujeres tan jóvenes como encantadoras, pero tan distintas entre sí.
—¿Qué pensó usted de nosotras? —preguntó Jane con interés.
—¿De lady Horbury? ¡Bah! Conozco muy bien a ese tipo de mujer. Es muy exótica, una mujer cara. Es de esas señoras que se ven en la mesa de bacarrá, de cara flácida y expresión dura, que da una idea de lo que será al cabo de diez o quince años. No viven más que para darse la gran vida o tal vez para tomar drogas. Au fond, ¡no tiene el menor interés!
—¿Y la señorita Kerr?
—¡Ah! Es muy inglesa. Es de esas a quien los tenderos de la Riviera concederían un crédito ilimitado. Son muy perspicaces nuestros tenderos. Sus ropas son de un corte irreprochable, pero parecen de hombre. Camina como si el mundo le perteneciera. No es consciente de esto: sencillamente es inglesa. Sabe de qué parte del país es todo el mundo. Es cierto. A una mujer así le oí decir en Egipto: «¡Cómo! ¿Aquí están también los Fulánez? ¿Los Fulánez de Yorkshire? ¡Oh, los Fulánez de Shropshire!».
Imitaba bien el acento. Jane se echó a reír.
—Y luego yo —señaló Jane.
—Y luego usted. Y yo me dije: ¡Pero qué bien, qué requetebién si volviese a toparme con ella algún día! Y heme aquí, delante de usted. A veces los dioses disponen muy bien las cosas.
—Es usted arqueólogo, ¿verdad? ¿Hace excavaciones?
Jane escuchó con gran atención el relato que Jean Dupont le hizo de su trabajo y, finalmente, le interrumpió lanzando un suspiro:
—Ha estado usted en tantos países. ¡Cuántas cosas habrá visto! ¡Me parece tan fascinante! ¡Yo nunca he estado en ningún sitio, ni he visto nada!
—¿Le gustaría ir a países remotos y exóticos? No podría ondularse el pelo: recuérdelo.
—Se me ondula solo —aclaró Jane riendo satisfecha.
Tras echar una ojeada al reloj de pared se apresuró a pedir la cuenta.
Jean Dupont, un tanto embarazado, se decidió:
—Mademoiselle, no sé si hago bien en atreverme... Como ya le he dicho, vuelvo a Francia mañana. Si quisiera usted cenar conmigo esta noche...
—¡Qué lástima! No puedo. Esta noche tengo un compromiso.
—¡Ah! Lo siento mucho, muchísimo. ¿Volverá usted pronto a París?
—No, no lo creo.
—¡Tampoco sé yo cuándo regresaré a Londres! ¡Qué pena!
Retuvo un buen rato la mano de Jane en la suya.
—Deseo con toda mi alma volver a verla —le aseguró en un tono de absoluta sinceridad.

14
EN MUSWELL HILL


Aproximadamente cuando Jane salía de la peluquería de Antoine, Norman Gale estaba diciendo en un tono amable y profesional:
—Temo que esté demasiado sensible. Avíseme si le hago daño.
Sus manos expertas manejaban la fresa eléctrica con suma pericia.
—Bueno. Ya lo tenemos. ¿Señorita Ross?
La señorita Ross se le acercó inmediatamente batiendo una mezcla blancuzca en un bol.
Norman Gale acabó el empaste.
—Déjeme ver: ¿puede venir el martes?
La paciente se enjuagó la boca apresuradamente para meterse en una prolija explicación. Lo sentía mucho, tenía que salir de Londres y tenía que cancelar su próxima cita. Ya le avisaría a su regreso.
Salió disparada del consultorio.
—Bueno —exclamó Gale—, hemos terminado por hoy.
—Lady Higginson ha telefoneado diciendo que no le será posible venir el día que le asigné para la semana próxima —le informó la señorita Ross—. ¡Ah! Y el coronel Blunt tampoco puede venir el jueves.
Norman Gale asintió. Sus facciones se endurecieron.
Cada día se repetía la misma historia. La gente llamaba para anular la cita que tenía señalada, aduciendo toda clase de excusas: que si iban a ausentarse, que si se habían resfriado, que si no estarían en Londres...
Poco importaban los pretextos. La única razón que todos ocultaban Norman acababa de verla reflejada claramente en la expresión de espanto de su última cliente cuando él empuñó la fresa.
Hubiera podido describir los pensamientos de aquella mujer, tan claramente se leía en su rostro el pánico.
«¡Oh, querida! Pues claro que estaba él en el avión cuando mataron a aquella mujer. Me pregunto si... Dicen que hay tipos que pierden la cabeza y les da por cometer los crímenes más horrendos. Realmente no me sentía segura. ¿Quién me asegura que ese hombre no sea un maníaco homicida? He oído decir que apenas se distinguen de los demás. Siempre me pareció que había algo raro en su mirada.»
—Bien, me parece que vamos a tener una semana muy tranquila, señorita Ross.
—Sí, muchos pacientes han anulado sus citas. ¡Oh! Bueno, quizá debería tomarse un descanso, pues bastante ha trabajado este verano.
—No creo que se me presenten muchas ocasiones de cansarme este otoño. Las cosas se presentan mal.
La señorita Ross no supo qué replicar. Le salvó una llamada de teléfono, que salió a contestar a la estancia contigua.
Norman dejó el instrumental en el esterilizador, con la cabeza absorta en su situación.
Vamos a ver qué sucede. No nos andemos por las ramas. Parece que el negocio, el de mi profesión, ha terminado para mí. Lo chocante es que, mientras a Jane le va tan bien y las señoras la escuchan con la boca abierta, aquí no les gusta abrirla. ¡Qué rara coincidencia! No sé qué tontos sentimientos se apoderan de la gente al verse en el sillón del dentista. Como si el dentista fuera a volverse loco.
¡Qué asunto tan raro es un asesinato! Creí que sería una fuente de ingresos, y no. Afecta a las cosas más raras, algunas que uno nunca hubiera imaginado. No hay más que examinar los hechos. Como profesional, por lo visto, estoy acabado.
¿Qué sucedería si detuviesen a la mujer de Horbury? ¿Volverían mis clientes en tropel? Es difícil decirlo. Cuando las cosas empiezan a ir mal... bueno, no me importa y, si me importase, sería por Jane. Jane es adorable. La quiero. Y no podré tenerla hasta... Es una verdadera lata.
Sonrió.
Pero creo que todo saldrá bien. Ella se interesa por mí. Esperará. ¡Diablos! Me largaré al Canadá. Sí, eso es. Y el dinero lo ganaré allí.
Volvió a reír.
Entró la señorita Ross.
—Era la señora Lorrie. Lo siente mucho...
—... pero tendrá que ir a Tombuctú —acabó Norman por ella—. Vive les rats! Ya puede usted buscarse otro empleo, señorita Ross. Esto parece un barco que se hunde.
—¡Oh! ¡Señor Gale! No pienso abandonarle.
—Buena muchacha. Después de todo, no es usted una rata. Pero hablo en serio. Si no sucede un milagro que venga a remediar esta catástrofe, estoy perdido, no hay duda.
—Tendríamos que hacer algo para salvar la situación —propuso la señorita Ross con energía—. La policía es una vergüenza. No descubren nada, ni lo intentan siquiera.
—Confío en que lo intenten, y con acierto.
—Alguien tiene que hacer algo.
—Perfectamente. Casi estoy por ponerme a trabajar yo como detective, aunque no sabría por dónde empezar, la verdad.
—¡Oh, señor Gale! Usted es muy inteligente.
Heme aquí convertido en héroe para esta muchacha, pensó Norman Gale. De buena gana me ayudaría en las pesquisas que tuviera que realizar, pero tengo otra ayudante en perspectiva.
Aquella misma noche cenó con Jane. No le costó mucho mostrarse más alegre y animado de lo que realmente estaba, pero Jane era demasiado astuta para dejarse engañar. Sorprendió todos sus momentos de distracción, el fruncimiento del entrecejo y la tensión de sus labios. Y por fin, no pudo por menos que preguntarle:
—¿No marchan bien las cosas, Norman?
Él le lanzó una extraña mirada, que desvió al instante.
—Francamente, no van muy bien, pero se debe a que esta es una de las peores épocas del año.
—No digas tonterías —le reprendió Jane vivamente.
— ¡Pero Jane!
— ¿Crees tú que no veo lo preocupado que estás?
— No estoy preocupado, sino enfadado.
— ¿Al ver que la gente evita...?
— Abrir la boca ante un posible asesino. Por eso.
— ¡Qué asunto más cruel!
— Eso es cierto, Jane. Porque yo soy un buen profesional, no un asesino.
— ¡Es terrible! Habría que hacer algo.
— Eso es lo que decía esta mañana mi secretaria, la señorita Ross.
— ¿Cómo es ella?
— ¿La señorita Ross?
— Sí.
— ¡Ah! No sé. Alta, huesuda, con una nariz que parece el morro de un caballo. Muy competente.
— Parece simpática —concluyó Jane con generosidad.
Norman aceptó aquello como un tributo a su diplomacia. La señorita Ross no era tan huesuda como indicaban sus palabras. Era una rubia muy agraciada, pero le pareció, con razón, que no estaría bien resaltar ante Jane los atractivos físicos de su empleada.
— Me gustaría hacer algo —expuso Norman—. Si fuese un detective de novela, buscaría alguna pista o me pondría a seguir a alguien.
Jane le tiró de la manga.
— Mira, ahí está el señor Clancy, el novelista, sentado allí, junto a la pared. Podríamos seguirle.
— Pero ¿no íbamos al cine?
— Olvida el cine. ¿No dices que te gustaría seguir a algún sospechoso? Pues ahí lo tienes. ¿Quién sabe? Tal vez descubramos alguna pista.
El entusiasmo de Jane era contagioso. Norman se mostró conforme con seguir este plan.
— Como bien dices, ¿quién sabe? ¿Por que plato va? No puedo saberlo sin volver la cabeza y no quiero mirarle.
—Poco más o menos como nosotros —respondió Jane—. No perdamos tiempo y tomémosle la delantera. Paguemos la cuenta y, de este modo, estaremos dispuestos a salir en cuanto él lo haga.
Así lo hicieron. Poco después, cuando el señor Clancy salió y se alejó por Dean Street, Norman y Jane le pisaban los talones.
—Si toma un taxi... —advirtió Jane.
Pero el señor Clancy no tomó un taxi. Con un abrigo al brazo que a veces arrastraba distraído, anduvo largo rato por las calles de Londres de un modo algo errático. Tan pronto apretaba el paso, como lo reducía hasta el punto que parecía que iba a detenerse. En una ocasión, como si dudara si cruzar la calzada, se detuvo un momento con una pierna en el aire sobre el borde de la acera, como en una película a cámara lenta.
Iba sin rumbo. Torcía por tantas esquinas que acabó cruzando una misma calle varias veces.
Jane se sentía alborozada.
— ¿Lo ves? —comentó animada—. Teme que le sigan y trata de despistarnos.
— ¿Tú crees?
— ¿Qué duda cabe? Nadie daría tantas vueltas sin algún motivo.
— ¡Oh!
Doblaron una esquina con tanta rapidez que poco faltó para que tropezaran con su presa. Se había detenido a contemplar una carnicería. La tienda estaba cerrada, pero a la altura del primer piso algo había llamado la atención del novelista.
— Magnífico. Lo que yo buscaba. ¡Qué suerte! —le oyeron decir.
Sacó una libreta y apuntó cuidadosamente alguna observación. Luego reanudó la marcha a buen paso, canturreando una tonadilla.
Se dirigió finalmente hacia Bloomsbury y, al volver la cabeza, sus seguidores le vieron mover los labios.
— Algo debe de pasarle —advirtió Jane—. Está como preocupado y habla sin darse cuenta.
Mientras esperaba para cruzar un semáforo con la luz roja, Norman y Jane pudieron comprobarlo.
Era cierto, el señor Clancy hablaba a solas con el rostro demudado. Y Norman y Jane pillaron algunas de sus palabras:
— ¿Por qué no habla ella? ¿Qué le ocurre? Tiene que haber alguna razón.
Luz verde. Cuando llegaron casi juntos a la acera de enfrente, el señor Clancy decía:
—Ahora ya lo veo. ¡Claro! ¡Por eso tiene que ser silenciada!
Jane asió el brazo de Norman con todas sus fuerzas. El señor Clancy avanzaba ahora a grandes zancadas, arrastrando lastimosamente su abrigo, totalmente ajeno a que alguien pudiera seguirle.
Por fin, con desconcertante brusquedad, se detuvo ante un portal, lo abrió con su llave y desapareció en su interior.
Norman y Jane se miraron sorprendidos.
— Es su casa — explicó Norman —. El 47 de Cardington Square. Son las señas que declaró en la encuesta.
— ¡Oh, bueno! — exclamó Jane —. Tal vez vuelva a salir. Y en cualquier caso, le hemos oído decir algo interesante. Ahora sabemos que habría que silenciar a una mujer, y que otra no hablará. ¡Oh, querido! Esto parece una terrible novela policíaca.
De la sombra salió una voz:
— Buenas noches.
Quien así hablaba se les acercó. Y un magnífico bigote se iluminó a la luz de una farola.
— Eh bien. Magnífica noche para salir de caza, ¿verdad? —exclamó Hércules Poirot.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс янв 28, 2018 12:39 am

15
EN BLOOMSBURY


Los dos jóvenes se llevaron un susto tremendo, pero Norman Gale fue el primero en sobreponerse.
—Pero vaya, si es monsieur... monsieur Poirot. ¿Todavía trata usted de justificar su inocencia, monsieur Poirot?
— ¡Ah! ¿Recuerda usted nuestra conversación? ¿Y sospecha usted del pobre señor Clancy?
—Usted también —dijo Jane—. Si no, no estaría aquí.
El belga se volvió a mirarla pensativo.
— ¿Se ha detenido usted a pensar alguna vez en el asesinato, mademoiselle? Quiero decir si ha pensado en él de una manera abstracta, a sangre fría, sin apasionamiento.
—No creo que me haya puesto a pensar en eso hasta hace poco —contestó Jane.
—Claro —asintió Poirot—, lo ha hecho ahora porque le ha afectado personalmente. Pero yo hace ya muchos años que estudio el crimen. Tengo mi propia forma de ver las cosas. ¿Qué diría usted que es lo más importante a tener en cuenta cuando se trata de resolver un asesinato?
—Descubrir al asesino —apuntó Jane.
—La justicia —opinó Norman.
Poirot meneó la cabeza.
—Hay cosas más importantes que encontrar al asesino. Justicia es una palabra muy bonita, pero a veces es difícil adivinar qué se quiere expresar con ella. En mi opinión, lo más importante es absolver al inocente.
—¡Oh, naturalmente! —concedió Jane—. Eso no hay ni que decirlo. Si alguien es acusado falsamente...
—Ni siquiera eso. Aunque no medie acusación. Mientras no se pruebe sin ningún género de duda la culpabilidad de una persona, todos cuantos se relacionan con ese crimen están expuestos a sufrir de un modo u otro.
—¡Qué cierto es esto! —exclamó Norman Gale con énfasis.
—¡Si lo sabremos nosotros! —remachó Jane.
Poirot les observó en silencio.
—Comprendo. Ya lo han descubierto por ustedes mismos.
De pronto, mostró cierta impaciencia.
—Vamos, que tengo mucho que hacer. Ya que los tres nos proponemos lo mismo, podríamos combinar nuestras fuerzas. Ahora iba a visitar a nuestro ilustre amigo, el señor Clancy, y quisiera proponer a mademoiselle que me acompañe en calidad de secretaria. Aquí tiene, mademoiselle, un cuaderno y un lápiz para la taquigrafía.
—Yo no sé taquigrafía —contestó Jane.
—Me lo figuro. Pero tiene usted lo más importante: es lista y puede fingir que sabe, garabateando cualquier cosa en su cuaderno, ¿no? Bueno. En cuanto al señor Gale, propongo que se reúna con nosotros dentro de una hora. ¿Dónde quedamos? ¿En el Monseigneur, arriba? Bon! Allí compararemos nuestras notas.
Adelantándose sin más, tocó el timbre.
Un tanto perpleja, Jane le siguió, sujetando el cuaderno bajo el brazo.
Gale abrió la boca para protestar, pero enseguida cambió de idea.
—De acuerdo. Dentro de una hora en el Monseigneur.
Y se marchó.
Vestida de riguroso luto, una señora de mediana edad, de aspecto vulgar, les abrió la puerta.
—¿El señor Clancy? —preguntó Poirot.
La mujer dio un paso atrás y Poirot y Jane entraron.
—¿A quién anuncio, señor?
—El señor Hércules Poirot.
La severa mujer los condujo escaleras arriba hasta una salita del primer piso.
—El señor Erkule Prott —anunció.
Poirot comprendió enseguida que estaba justificada la declaración prestada por el señor Clancy en Croydon, de que no era un hombre muy organizado. La sala, muy espaciosa, con tres ventanas en una de las paredes y anaqueles y librerías en las demás, era un caos. Había papeles esparcidos por todas partes, carpetas, plátanos, botellas de cerveza, libros abiertos, cojines, un trombón, varias porcelanas, litografías y un verdadero arsenal de estilográficas.
En medio de esta confusión, el señor Clancy se afanaba en manipular una cámara y un carrete de película.
—¡Caramba! —exclamó, levantando la cabeza cuando le anunciaron la visita. Al dejar la cámara a un lado, la película rodó por los suelos desenrollándose por completo, mientras el dueño se adelantaba con la mano extendida—. Encantado de verles. Entren ustedes.
—Supongo que me recuerda —comenzó Poirot—. Le presento a mi secretaria, señorita Grey.
—¿Cómo está usted, señorita Grey? —estrechó la mano de la muchacha y luego se volvió a mirar a Poirot—. Vaya, pues claro que le recuerdo. ¿Dónde nos vimos la ultima vez? ¿En el Club de la Calavera?
—Fuimos compañeros de viaje en un vuelo de París a Londres, en cierta ocasión fatal.
—¡Pues claro! ¡Y la señorita Grey también! Pero no sabía yo que fuese su secretaria. Es decir, que me parecía haber oído que estaba empleada en un salón de belleza o algo por el estilo.
Jane miró con aprensión a Poirot.
Este último se mostró a la altura de las circunstancias.
—Y está en lo cierto. Como eficiente secretaria que es, la señorita Grey ha de dedicarse de vez en cuando a trabajos de otra índole, ¿comprende usted?
—Claro —respondió el señor Clancy—. Se me olvidaba. Es usted un detective, y de los buenos. No como los de Scotland Yard. Investigador privado. Siéntese, señorita Grey. No, ahí, no. Creo haber visto rastros de zumo de naranja en esa silla. Si quito esta carpeta... ¡Vaya! Todo se cae en esta casa. No importa. Siéntese usted aquí, monsieur Poirot. ¿No me equivoco? ¿Poirot? El respaldo no está roto. Solo cruje un poco cuando uno se apoya en él. Bien, acaso sea prudente no forzarlo mucho. Sí, un investigador privado como mi Wilbraham Rice. El público está entusiasmado con Wilbraham Rice, un tipo que se muerde las uñas y come un montón de plátanos. No sé por qué hice que se mordiera las uñas al principio, es de bastante mal gusto, pero ya está. Empezó por morderse las uñas y ahora ha de continuar así en todos mis libros. Siempre lo mismo. Los plátanos no están mal, se prestan a escribir algunas bromas divertidas: criminales que resbalan con las pieles. Yo también como plátanos, por eso los tengo en la cabeza. Pero no me muerdo las uñas. ¿Un poco de cerveza?
—No, gracias.
El señor Clancy suspiró, tomó asiento a su vez y se quedó mirando con seriedad a Poirot.
—Supongo que debo su visita al asesinato de Giselle. Ese caso me ha hecho reflexionar mucho. Diga usted lo que quiera, pero para mí es asombroso. Dardos envenenados lanzados con cerbatana en un avión. Una idea que yo había explotado, como le dije, para un libro y para un cuento. Fue una coincidencia muy chocante, pero he de confesarle, monsieur Poirot, que me dejó impresionado, hondamente impresionado.
—No es extraño que el crimen le intrigase a usted desde el punto de vista profesional, señor Clancy.
Los ojos del señor Clancy fulguraron.
—Exacto. Cualquiera diría que hasta la policía tendría que comprenderlo. Pues nada de eso. No he cosechado más que sospechas, tanto del inspector como en la encuesta. Hago cuanto puedo para ayudar a la justicia y, por todo agradecimiento por las molestias, se obstinan en sospechar de mí.
—De todos modos —observó Poirot sonriendo—, no parece que eso le afecte mucho.
—¡Ah! —exclamó el señor Clancy—. Pero ha de saber usted que tengo mis métodos, Watson. Perdóneme si le llamo Watson. No lo hago con ánimo de ofenderlo. Es muy interesante ver cómo ha resistido la técnica del amigo bobo. Personalmente, pienso que las novelas de Sherlock Holmes han sido enormemente sobrevaloradas. Hay que ver las falacias... las asombrosas falacias que hay en esas historias. Pero ¿qué estaba diciendo?
—Decía que tiene usted sus métodos.
—¡Ah, sí! Voy a poner a ese inspector... ¿cómo se llama. .. ? ¿Japp? Sí, voy a ponerlo en mi próximo libro. Ya verá cómo lo trata Wilbraham Rice.
—Entre plátano y plátano, como quien dice.
—Entre plátano y plátano. Eso está muy bien —confirmó el señor Clancy riendo entre dientes.
—Tiene usted una gran ventaja como escritor, monsieur —observó Poirot—. Puede desahogar sus sentimientos con la palabra escrita. Tiene usted la fuerza de su pluma contra sus adversarios.
El señor Clancy se acomodó suavemente en su silla.
—¿Sabe usted que empiezo a creer que este asesinato va a ser una suerte para mí? Estoy escribiendo todo exactamente como pasó, aunque en forma de novela, claro está, y lo titularé El caso del avión de pasajeros. Con retratos perfectos de todos ellos. Se venderá como churros, si consigo sacarlo a tiempo.
—¿No será perseguido por calumnias o algo así? —preguntó Jane.
El señor Clancy le dirigió una mirada sonriente.
—No, no, mi querida señorita. Claro que si atribuyese el asesinato a uno de los pasajeros, podría verme perseguido por daños y perjuicios. Pero eso será precisamente la parte más interesante: la más inesperada solución se dará en el último capítulo.
Poirot se inclinó hacia delante, muy interesado.
—¿Y qué solución piensa usted dar?
El señor Clancy volvió a reír entre dientes.
—Ingeniosa. Ingeniosa y sensacional. Disfrazada de piloto, entra en el avión una muchacha en Le Bourget y logra ocultarse, sin que nadie la vea, bajo el asiento de madame Giselle. Lleva consigo una botella de un nuevo gas. Lo deja escapar y todo el mundo pierde el conocimiento durante tres minutos. Ella sale del escondite, arroja la flecha envenenada y se lanza al espacio con paracaídas por la puerta trasera del avión.
Jane y Poirot pestañearon.
—¿Cómo es que a ella no le hace perder también el conocimiento ese gas? —preguntó Jane.
—Usa careta antigás —explicó el señor Clancy.
—¿Y se tira sobre el canal de la Mancha?
—No es preciso que sea el Canal. La haré descender sobre la costa de Francia.
—Pero, de todos modos, es imposible que nadie se esconda bajo un asiento. No hay bastante espacio.
—En mi avión, lo habrá —aseguró el señor Clancy con firmeza.
—Épatant! —exclamó Poirot—. ¿Y el motivo que movió a esa dama?
—Aún no lo tengo bien decidido —explicó Clancy reflexivamente—. Probablemente, la muchacha quiso vengarse de Giselle por haber causado la ruina de su amante, que se suicidó.
—¿Y de dónde sacó el veneno?
—Este punto es el más ingenioso —explicó Clancy—. La muchacha es una encantadora de serpientes y extrae el veneno de su pitón favorita.
—Mon Dieu!—exclamó Hércules Poirot—. ¿No cree usted que eso resulta un poco demasiado sensacionalista?
—No puedo escribir nada que sea demasiado sensacionalista —contestó con firmeza el señor Clancy—, y menos después de haberme tropezado con dardos envenenados de los indios sudamericanos. Ya sé que en realidad se utilizó veneno de serpiente, pero en el fondo es lo mismo. Además, no pretenderá usted que en una novela policíaca pasen las cosas exactamente igual que en la vida real. No hay más que leer los periódicos, insípidos hasta que se te caen de las manos.
—Vamos, monsieur, ¿le parece a usted que nuestro asunto se cae de las manos?
—No —convino el señor Clancy—. A veces, hasta pienso que no ha sucedido realmente.
Poirot acercó su crujiente asiento a su anfitrión y le dijo en tono confidencial:
—Monsieur Clancy, es usted un hombre de talento y de imaginación. La policía, como usted dice, le mira con recelo, no ha solicitado su opinión y su consejo. Pero yo, Hércules Poirot, deseo consultarle.
El señor Clancy se ruborizó de satisfacción.
—Es usted muy amable.
—Ha estudiado usted criminología y su opinión será valiosa. Tengo sumo interés en saber quién, en opinión de usted, cometió el crimen.
—Bien. —el señor Clancy vaciló, cogió maquinalmente un plátano y empezó a comérselo. Cuando hubo acabado, meneó la cabeza pensativamente y respondió—: Usted comprenderá, monsieur Poirot, que eso es una cosa completamente distinta. El que escribe puede elegir como autor del crimen a la persona que le convenga, pero en la realidad es una persona determinada y uno no puede barajar los hechos a su capricho. Temo que en la vida real yo sería un pésimo detective.
Meneó la cabeza con tristeza y echó la piel de plátano al fuego.
—¿No le parece que sería entretenido estudiar el caso juntos?
—¡Oh! Eso sí.
—Para empezar, suponiendo que tuviera usted que adivinar el autor del crimen, ¿a quién elegiría?
—¡Ah! Bien, yo creo que a uno de los dos franceses.
—¿Por qué?
—Porque ella era francesa. Y es lo que me parecía más probable. Además, se sentaban al otro lado, muy cerca de la víctima. Pero realmente no lo sé.
—Eso, en gran parte —advirtió con suficiencia Poirot—, depende del motivo.
—Claro, claro. Supongo que habrá usted clasificado científicamente todos los motivos.
—Soy muy anticuado en mis métodos. Me atengo al antiguo adagio: busca a quién beneficia el crimen.
—Eso está muy bien —asintió el señor Clancy—, pero opino que es algo difícil en este caso. Hay una hija que hereda, según tengo entendido. Pero son muchas las personas que iban en el avión que pueden salir beneficiadas con el crimen, todas las que le debiesen un dinero que ya no tendrían que devolver.
—Cierto —aceptó Poirot—. Y aún puedo imaginar otras soluciones. Supongamos que madame Giselle conociera algún secreto, un asesinato frustrado, por ejemplo, cometido por una de esas personas.
—¿Un asesinato frustrado? ¿Por qué eso precisamente? ¡Qué idea tan curiosa!
—En casos tan extraños como este, hay que suponerlo todo.
—¡Ah! Pero no basta suponerlo. Hay que saberlo.
—Tiene usted razón, tiene usted razón. Una advertencia muy justa.
Luego Poirot insinuó a bocajarro:
—Le ruego me disculpe, pero esta cerbatana que usted compró...
—¡Maldita cerbatana! —exclamó el señor Clancy—. ¡Ojalá nunca la hubiera mencionado!
—¿Dijo usted que la compró en una tienda de Charing Cross? ¿Recuerda por casualidad el nombre de la tienda?
—¡Ah! Tal vez sea Absolom o Mitchell & Smith. No me acuerdo. Pero ya le he dicho todo esto a ese inspector latoso. A estas horas, ya debe de haberlo comprobado.
—Bien, pero yo lo pregunto por otra razón. Deseo adquirir un chisme de esos para hacer un experimento.
—¡Ah! Ya comprendo. Pero no creo que encuentre usted lo que busca. Esos objetos no se fabrican en serie, ya sabe usted.
—De todos modos, puedo intentarlo. ¿Será usted tan amable, señorita Grey, de tomar nota de esos dos nombres?
Jane abrió su cuaderno y trazó, con una soltura profesional, unos cuantos signos. Luego, como si se entretuviese con el lápiz, escribió los nombres en el reverso de la hoja, por si le hacía falta recordarlos en caso de que las instrucciones de Poirot fueran sinceras.
—Y ahora —concluyó Poirot—, ya le he robado demasiado tiempo. No tengo más que despedirme, dándole mil gracias por su amabilidad.
—No hay de qué, no hay de qué. Me gustaría que comiesen ustedes un plátano.
—Es usted muy amable.
—Nada de eso. Debo confesarles que estoy muy contento esta noche. Me había atascado en un relato corto que estoy escribiendo. La cosa no marchaba, no encontraba un nombre apropiado para el delincuente. Buscaba algo que tuviera cierto sabor. Pues bien, es cuestión de un poco de suerte, y esta noche encontré lo que buscaba sobre la puerta de una carnicería: Pargiter. Ese es el nombre que me hacía falta. Suena bien al oído y sugiere algo. Además, al cabo de cinco minutos, solucioné otro problema. Siempre hay nudos que desatar en una historia: ¿por qué no habla la muchacha? El chico quiere que hable y ella asegura que tiene los labios sellados. Nunca se encuentra una razón aceptable, claro está, para que una muchacha no lo cuente todo de sopetón, pero uno está obligado a idear algo mejor que una solemne idiotez. ¡Por desgracia, cada vez tiene que ser algo diferente!
Sonrió mirando a Jane.
—¡Las pruebas por las que ha de pasar un escritor!
Se apartó para acercarse a una librería.
—Me permitirán, al menos, que les dé una cosa.
Volvió con un libro en la mano.
—El caso del pétalo escarlata. Creo que ya conté en Croydon que este libro trata de flechas indígenas envenenadas.
—Muchas gracias. Es usted muy amable.
—Nada de eso. Ya veo —advirtió de pronto, dirigiéndose a Jane—, que no usa usted el sistema taquigráfico de Pitman.
Jane se ruborizó hasta las orejas. Poirot corrió en su ayuda.
—La señorita Grey es muy moderna. Usa un sistema más reciente inventado por un checoslovaco.
—¿Qué le parece? Ha de ser un país sorprendente, Checoslovaquia. Todo parece venir de allí, zapatos, cristalería, guantes, y solo faltaba un sistema de taquigrafía. ¡Es sorprendente!
Estrechó la mano a los dos.
—Me gustaría haberle podido ser más útil.
Lo dejaron en mitad de la desordenada sala, sonriendo pensativamente tras ellos.

16
PLAN DE CAMPAÑA


Frente a la puerta del señor Clancy, subieron a un taxi que los llevó al Monseigneur, donde se reunieron con Norman Gale.
Poirot encargó un consommé y un chaud-froid de pollo.
—¿Y bien? —preguntó Norman—, ¿cómo les ha ido?
—La señorita Grey ha representado a la perfecta secretaria.
—No creo haberlo hecho muy bien —protestó Jane—. Se fijó en mis garabatos cuando pasó por detrás de mí. Ese hombre debe ser muy observador.
—¡Ah! ¿Lo ha notado usted? Nuestro buen amigo el señor Clancy no es tan distraído como podría uno imaginarse.
—¿Deseaba usted realmente tener estas señas? —preguntó ella.
—Creo que pueden ser útiles, sí.
—Pero si la policía...
—¡Oh! ¡La policía! Yo no preguntaré lo que la policía habrá preguntado. Y tengo mis dudas de que haya hecho alguna pregunta. Ya saben que la cerbatana hallada en el avión fue adquirida en París por un norteamericano.
—¿En París? ¿Por un norteamericano? ¡Pero si no había ningún norteamericano en el avión!
Poirot le sonrió con benevolencia.
—Precisamente. Ahora aparece un norteamericano para complicar las cosas. Voila tout.
—Pero ¿la compró un hombre? —preguntó Norman.
Poirot lo miró con extraña expresión.
—Sí —contestó—, la compró un hombre.
Norman se mostró sorprendido.
—De todos modos —señaló Jane—, no fue el señor Clancy. Este ya tenía una y no necesitaba otra para nada.
Poirot asintió.
—Así es como hay que proceder. Se sospecha de todos por turno y luego se tacha su nombre de la lista.
—¿Cuántos nombres ha tachado usted? —preguntó Jane.
—No tantos como podría figurarse, mademoiselle —contestó Poirot guiñando un ojo—. Eso depende del motivo, ¿sabe usted?
—¿Se han encontrado...? —Norman Gale se contuvo, y añadió a modo de excusa—: No quiero inmiscuirme en secretos oficiales, pero ¿no hay datos de los negocios de esa mujer?
Poirot meneó la cabeza.
—Todos los documentos han sido quemados.
—Es una lástima.
—Evidemment! Pero parece que madame Giselle mezclaba un poco de chantaje con su profesión de prestamista, y esto amplía el campo de las conjeturas. Supongamos, por ejemplo, que madame Giselle tuviese pruebas de cierto acto criminal, pongamos por ejemplo, de un intento de asesinato.
—¿Hay algún motivo para suponer semejante cosa?
—Ya lo creo —contestó Poirot con calma—. Es una de las pocas pruebas documentales que tenemos en este caso.
Tras observar detenidamente la expresión de interés de la pareja, lanzó un suspiro.
—Bueno, eso es todo. Hablemos de otra cosa, por ejemplo, del efecto que ha producido en la vida de ustedes dos esta tragedia.
—Es horrible decirlo, pero yo he salido muy beneficiada —contestó Jane. Contó su aumento de sueldo.
—Como usted dice, mademoiselle, ha salido beneficiada, pero probablemente ese beneficio será transitorio. Esa admiración que despierta su relato no durará más que una semana. Téngalo presente.
—Es cierto —exclamó Jane riendo.
—Me temo que, en mi caso, el efecto durará más de una semana —observó Norman.
Explicó su situación. Poirot le escuchaba compasivo.
—Como usted dice —advirtió pensativo—, eso durará más de siete días. Puede durar semanas y meses. Los golpes de efecto duran poco, pero el miedo persiste durante largo tiempo.
—¿Le parece a usted que debo abandonar mi consultorio?
—¿Tiene usted otro plan?
—Sí, liquidarlo todo. Largarme al Canadá o a cualquier parte y empezar de nuevo.
—Eso sería una lástima —señaló Jane con firmeza.
Norman la miró. Con sumo tacto, Poirot se enfrascó con el pollo.
—No es que yo desee hacerlo —protestó Norman.
—Si yo descubro quién mató a Madame Giselle, usted no tendrá que irse —le aseguró Poirot, animándole.
—¿Cree usted que lo conseguirá? —preguntó Jane.
Poirot le dirigió una mirada de reproche.
—Si se estudia un problema con orden y método, no debe haber dificultad alguna para resolverlo, ninguna en absoluto —afirmó Poirot severamente.
—Ya comprendo —aseguró Jane sin comprender nada.
—Pero yo llegaré a la solución de este problema con más rapidez si me ayudan —aseguró Poirot.
—¿Qué clase de ayuda?
Poirot guardó silencio unos instantes.
—La ayuda del señor Gale. Y, tal vez después, la ayuda de usted.
—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Norman.
—No le gustará —le advirtió.
—¿De qué se trata? —insistió el muchacho, impaciente.
Delicadamente, para no ofender la sensibilidad de un inglés, Poirot se entretuvo con un mondadientes.
—Francamente, lo que necesito es un chantajista.
—¡Un chantajista! —exclamó Norman, mirando a Poirot como quien no da crédito a sus oídos.
Poirot asintió.
—Eso precisamente: un chantajista.
—¿Y para qué?
—Parbleu! Para chantajear a alguien.
—Sí, pero quiero decir ¿a quién? ¿Por qué?
—¿Por qué? Eso es cosa mía. En cuanto a quién... —hizo una pausa y luego prosiguió hablando como quien propone un negocio normal—: Le explicaré en pocas palabras cuál es mi plan. Escribirá usted una carta a la condesa de Horbury. Es decir, la escribiré yo, y usted la copiará. Debe hacer constar que es «personal». En la carta le pedirá una entrevista. Le recordará usted el viaje que hizo a Inglaterra en cierta ocasión. Se referirá también a ciertos negocios realizados con madame Giselle, negocios que han pasado a sus manos.
—Y luego, ¿qué?
—Luego le concederá a usted una entrevista. Irá usted a verla y le dirá ciertas cosas. Ya le daré las debidas instrucciones. Le exigirá... déjeme pensar... diez mil libras.
—¡Está usted loco!
—En absoluto —rechazó Poirot—. Seré todo lo raro que usted quiera, pero no loco.
—Y, si lady Horbury avisa a la policía, me meterán en la cárcel.
—No llamará a la policía.
—Usted no lo sabe.
—Mon cher, hablando en plata, yo lo sé todo.
—No obstante, no me gusta.
—No hace falta que se quede usted con las diez mil libras, si es que eso lo que ha de pesar en su conciencia —señaló Poirot con un guiño.
—Sí, pero usted comprenderá, monsieur Poirot, que es una misión que puede arruinar mi vida.
—Ta... ta... ta... la dama no avisará a la policía, se lo aseguro yo.
—Puede decírselo a su marido.
—No se lo dirá.
—Esto no me gusta.
—¿Le gusta perder su clientela y estropear su carrera?
—No, pero...
Poirot le sonrió amablemente.
—Siente usted una repugnancia natural, ¿verdad? Era de esperar. Usted es todo un caballero, pero le aseguro que lady Horbury no merece ser objeto de tan delicados sentimientos. Para decirlo más claramente, es una buena arpía.
—De todos modos, no puede ser una asesina.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Porque nosotros la habríamos visto. Jane y yo estábamos justo al otro lado del pasillo.
—Es usted un hombre lleno de prejuicios. Pero yo deseo resolver el asunto y, para eso, tengo que saber.
—No me gusta la idea de chantajear a una mujer.
—¡Ah, mon Dieu, hay que ver lo que conllevan ciertas palabras! No habrá chantaje. Solo tendrá usted que producir un determinado efecto. Luego, cuando usted haya preparado el terreno, me presentaré yo.
—Si por su culpa me meten en la cárcel...
—Que no, que no. Me conocen muy bien en Scotland Yard. Si sucediera algo, yo me haría responsable. Pero no pasará nada, sino lo que le he dicho.
Norman se rindió lanzando un suspiro de resignación.
—Está bien. Lo haré, pero no me gusta ni pizca.
—Bueno. Le diré lo que tiene que escribir. Coja un lápiz.
Le dictó la carta despacio.
—Voila. Luego le daré instrucciones sobre lo que debe decir. Dígame, mademoiselle, ¿va usted alguna vez al teatro?
—Sí, con frecuencia —contestó Jane.
—Bien. ¿Ha visto, por ejemplo, una comedia titulada En lo más profundo?
—Sí, la vi hace cosa de un mes. Está bastante bien.
—Es una comedia norteamericana, ¿verdad?
—Sí.
—¿Recuerda usted el papel de Harry, representado por el señor Raymond Barraclough?
—Sí. Lo hacía muy bien.
—Le es simpático ese actor, ¿no es cierto?
—Es arrebatador.
—¡Ah! Il est sex appeal?
—Por completo —confirmó Jane riendo.
—¿No es más que eso, o es también un buen actor de teatro?
—¡Oh! Me gusta mucho su manera de trabajar.
—Tendré que ir a verle —señaló Poirot.
Jane le miró sorprendida. ¡Qué hombrecillo tan raro era aquel belga, saltando de un asunto a otro como un pajarito de rama en rama!
Tal vez él leía sus pensamientos, porque le sonrió, diciendo:
—¿No está de acuerdo conmigo, mademoiselle? ¿No aprueba mis métodos?
—Da usted muchos saltos.
—No es eso. Sigo mi camino con orden y método, paso a paso. No hay que lanzarse nunca de un salto a una conclusión. Hay que ir eliminando.
—¿Eliminando? ¿Eso es lo que usted hace? —preguntó Jane. Pensativa, prosiguió—: Ya veo. Ha eliminado usted al señor Clancy.
—Tal vez —respondió Poirot.
—Y nos ha eliminado a nosotros, y ahora acaso se propone eliminar a lady Horbury. ¡Oh!
Calló, como si se le ocurriera una idea terrible.
—¿Qué le pasa, mademoiselle?
—Eso que ha dicho usted de un intento de asesinato. ¿Es una prueba?
—Es usted muy perspicaz, mademoiselle. Sí, forma parte de la pista que persigo. Hablo del intento de asesinato y observo al señor Clancy, la observo a usted, observo al señor Gale, y en ninguno de los tres descubro el menor cambio, ni un leve pestañeo. Y permita que le diga que no se me puede engañar en eso. Un asesino puede estar preparado para afrontar cualquier ataque previsto. Pero esta anotación en un librito no podía ser conocida por ninguno de ustedes. De modo que, ya ve usted, estoy satisfecho.
—Pero es usted una persona horrible, monsieur Poirot
—exclamó Jane—. No comprendo por qué tiene que decir estas cosas.
—Muy sencillo. Porque necesito averiguar cosas.
—Supongo que tendrá usted unos medios muy ingeniosos para averiguarlas.
—No hay más que una manera.
—¿Y cuál es?
—Dejar que la gente se las diga a uno.
Jane se echó a reír..
—¿Y si se las quieren callar?
—A todo el mundo le gusta hablar de sí mismo.
—Supongo que sí —convino Jane.
—Así es como ha hecho fortuna más de un curandero. Invitan al paciente a que se siente y les cuente cosas. Que si se cayó del cochecito a los dos años, que si su madre, comiendo fruta, se manchó el vestido un día, que si al año y medio tiraba a su padre de las barbas. Y luego el curandero le dice que ya no sufrirá más de insomnio y pide dos guineas, y el paciente se va muy contento, contentísimo, y quizá duerma bien aquella noche.
—¡Qué ridículo!
—No, no es tan ridículo como usted se figura. Se basa en una necesidad fundamental de la naturaleza humana, en la necesidad de hablar, de revelarse uno a los demás. A usted misma, mademoiselle, ¿no le gusta recordar su infancia, recordar a sus padres?
—Eso no tiene el menor sentido en mi caso. Crecí en un orfanato.
—¡Ah! Eso es diferente. No es agradable.
—¡Oh! No era uno de esos orfanatos tétricos que sacan a los niños a pasear con ropitas del mismo color y hechura. Era uno muy alegre y divertido.
—¿Era en Inglaterra?
—No, en Irlanda, cerca de Dublín.
—Así pues, es usted irlandesa. Por eso tiene ese pelo rojo y esos ojos gris azulado, con esa mirada...
—Como si se los hubieran pintado con los dedos tiznados —acabó Norman alegremente.
—Comment? ¿Qué ha dicho usted?
—Es un dicho sobre los ojos irlandeses. Dicen que se los han pintado con los dedos tiznados.
—¿De veras? No es muy elegante, pero lo expresa muy bien —Se inclinó hacia Jane—. El efecto es muy hermoso, mademoiselle.
Jane se rió al levantarse.
—Usted me lleva de cabeza, monsieur Poirot. Buenas noches y gracias por la cena. Y tendrá que invitarme otra vez, si Norman va a la cárcel por chantajista.
El rostro de Norman se ensombreció al oír aquello.
El detective se despidió de los dos jóvenes, deseándoles buenas noches.
Al llegar a casa, abrió un cajón y de él sacó una lista que contenía once nombres.
Trazó una cruz ante cuatro de aquellos nombres. Luego meneó la cabeza titubeando.
—Me parece que ya lo sé —murmuró para sí—. Pero quiero estar muy seguro. Il faut continuer.

17
EN WANDSWORTH


El señor Mitchell estaba dando cuenta de un plato de salchichas cuando le anunciaron que un caballero deseaba verle.
El camarero se sorprendió al enterarse de que la visita era nada menos que el señor bigotudo, que era uno de los pasajeros del avión en aquel viaje fatal.
Monsieur Poirot se mostró muy afable y cortés, insistiendo en que el señor Mitchell siguiera con su cena y deshaciéndose en cumplidos con la señora Mitchell, que lo contemplaba boquiabierta.
Aceptó una silla, comentó que hacía mucho calor para lo avanzado del año y, poco a poco, entró en el tema de su visita.
—Me parece que Scotland Yard progresa muy poco en las indagaciones del caso.
Mitchell meneó la cabeza.
—Es un asunto asombroso, señor. No sé qué van a descubrir. Si ninguno de los que estábamos en el avión vimos nada, va a ser muy difícil para los que no estaban allí.
—Muy cierto lo que dice.
—Henry está muy preocupado por lo sucedido —apuntó la mujer—. No puede dormir por las noches.
El camarero se explicó:
—Es terrible, pero no me lo puedo quitar de la cabeza. La compañía se ha portado muy bien conmigo, porque le confieso que, al principio, temí que podría perder el puesto.
—No podían despedirte, Henry. Eso no hubiera estado bien.
La mujer hablaba con resuelto convencimiento. Era una señora alta y robusta, de ojos saltones y negros.
—No siempre salen tan bien las cosas, Ruth. Incluso han salido mejor de lo que esperaba. No me han echado las culpas, pero me sentía culpable. Ya me comprende. Después de todo, yo era el encargado.
—Me doy cuenta de sus sentimientos —observó Poirot en tono comprensivo—. Pero le aseguro que es usted muy puntilloso con su conciencia. Nada de lo sucedido es culpa suya.
—Eso le digo yo, señor—medió la señora Mitchell.
Mitchell meneó de nuevo la cabeza.
—Pero yo debía haber advertido que la señora estaba muerta mucho antes. Si hubiera procurado despertarla la primera vez que le presenté la cuenta...
—No hubiera habido diferencia. Según los médicos, la muerte fue instantánea.
—No hace más que darle vueltas al caso —intervino la mujer—. Yo le digo que no piense más en eso. Cualquiera adivina las razones que tienen los extranjeros para matarse unos a otros y ¡qué quiere que le diga!, haber hecho eso a bordo de un avión británico es de mala ley.
Acabó la frase con un indignado bufido patriótico. Mitchell meneó la cabeza perplejo.
—El crimen pesa sobre mí, por decirlo así. Cuando estoy de servicio, estoy con unos nervios.... Y esos señores de Scotland Yard no paran de preguntarme si noté algo anormal durante el viaje o si ocurrió algo insólito. Temo haberme olvidado de algo, aunque estoy seguro de que no. Fue aquel el viaje más normal hasta... hasta que ocurrió aquello.
—Cerbatanas y flechas paganas, como yo les llamo —señaló la señora Mitchell.
—Tiene usted razón —aceptó Poirot, dirigiéndose a ella con un aire de sorpresa ante la observación—. Un asesinato británico no se comete así.
—Tiene razón, señor.
—Me parece, señora Mitchell, que adivinaría de qué parte de Inglaterra es usted.
—De Dorset, señor. No muy lejos de Bridport. De allí soy.
—Exacto. Un adorable rincón del mundo.
—Sí que lo es. Londres no se puede comparar con Dorset. Mi familia hace casi doscientos años que se estableció en Dorset, y yo llevo Dorset en la sangre, como se diría.
—Sí, no hay duda —y Poirot se volvió de nuevo hacia el camarero—. Me gustaría preguntarle una cosa, Mitchell.
Las cejas del camarero se contrajeron.
—Ya he dicho todo lo que sabía, señor. ¿Qué más puedo decir?
—Sí, sí, no se trata más que de una tontería. Me gustaría saber si vio algo fuera de lugar en la bandeja de madame Giselle.
—¿Quiere decir cuando... cuando descubrí...?
—Sí, cualquier cosa... cucharas y tenedores, el salero... cualquier cosa.
El camarero meneó la cabeza.
—No había nada de eso. Todo fue retirado para servir el café. Yo no noté nada, y debería haberlo hecho. Estaba demasiado aturdido. Pero la policía lo sabrá, porque examinó minuciosamente todo el avión.
—Está bien —aceptó Poirot—. No importa. De todos modos tengo que hablar con Davis, su compañero.
—Ahora hace el vuelo de las ocho cuarenta y cinco, señor.
—¿Le ha impresionado mucho el asunto?
—¡Oh! Verá usted, hay que tener en cuenta que es muy joven. Si le he de decir la verdad, casi le ha divertido. Está emocionado y todo el mundo le invita a tomar copas para oírle contar el caso.
—¿Sabe usted si tiene novia? —preguntó Poirot—. Sin duda le impresionaría mucho saber que estaba relacionado con un crimen.
—Corteja a la hija del viejo Johnson, el de Crown and Feathers —señaló la señora Mitchell—. Pero es una muchacha muy juiciosa y tiene la cabeza muy bien sentada. Le disgusta verse mezclada en un asesinato.
—Es un punto de vista muy respetable —concedió Poirot levantándose—. Bueno, gracias, señor Mitchell, créame, no piense más en eso.
Cuando se hubo ido, Mitchell le dijo a su mujer:
—¡Y pensar que aquellos bobos del jurado creyeron que lo había hecho él! Si quieres que diga lo que pienso, creo que pertenece a la policía secreta.
—Si quieres que lo diga yo —replicó la mujer—, detrás de todo eso andan los bolcheviques.
Poirot había dicho que hablaría con el otro camarero, con Davis. Y he aquí que no transcurrirían muchas horas sin que satisficiera sus deseos en el bar del Crown and Feathers.
Le preguntó lo mismo que a Mitchell.
—Nada en desorden, no, señor. ¿Quiere usted decir si cada cosa estaba en su sitio?
—Quiero decir... bueno, si faltaba algo de su bandeja, por ejemplo, o si había en ella algo que no debiera estar.
—Algo de eso había. Me fijé cuando estaba recogiendo el servicio, después que la policía hiciese su trabajo, pero supongo que no se refiere usted a eso. Solo que la difunta tenía dos cucharillas de café en su platillo. Esto pasa a veces cuando servimos con prisas. Me fijé porque hay una superstición al respecto. Dicen que dos cucharillas en un mismo plato significan boda.
—¿Faltaba la cucharilla en algún otro plato?
—No, señor, al menos no lo noté. Mitchell y yo debimos ponerla inadvertidamente, como sucede a veces. Yo mismo puse dos servicios de pescado hace cosa de una semana. Más vale eso que dejar la mesa incompleta, porque luego hay que correr a buscar otro cuchillo o lo que te hayas olvidado.
Poirot hizo aún otra pregunta, muy atrevida por cierto:
—¿Qué le parecen las muchachas francesas, Davis?
—Las inglesas son suficientemente buenas para mí, señor.
Dirigió una abierta sonrisa a una rubia y rolliza muchacha apostada tras la barra.

18
EN QUEEN VICTORIA STREET


El señor James Ryder se mostró sorprendido cuando le entregaron la tarjeta en que se leía el nombre de monsieur Hércules Poirot.
Aquel nombre le era familiar, aunque en aquel instante no podía recordar por qué. Y enseguida se dijo:
— ¡Oh, aquel tipo! —y mandó al empleado que lo dejase pasar.
Monsieur Hércules Poirot apareció muy alegre, con un bastón en la mano y una flor en la solapa.
—Espero que me perdonará usted la molestia. Vengo por ese enojoso asunto del asesinato de madame Giselle.
— ¿Sí? Bueno, ¿y qué pasa con eso? Siéntese, haga el favor. ¿Quiere un puro?
—No, gracias. No fumo más que mis cigarrillos. ¿Le apetece a usted uno?
Ryder miró los delgados cigarrillos de Poirot con aire de duda.
—Prefiero fumar de los míos, si no le importa. Temo que, a la menor distracción, me tragaría una cosa tan delgada —y rió de buena gana—. El inspector estuvo aquí hace unos días —prosiguió el señor Ryder cuando logró, por fin, encender su mechero—. ¡Qué gente tan molesta! ¡Valdría más que se ocuparan de sus asuntos!
—Es que necesitan informarse —puntualizó Poirot melosamente.
—Pero no veo por qué tienen que ofender a nadie para eso —replicó el señor Ryder con amargura—. Uno tiene sus sentimientos y ha de pensar en la reputación de su negocio.
—Quizá es usted algo quisquilloso.
—Me encuentro en una situación delicada —afirmó el señor Ryder—. Figúrese que yo estaba justo frente a ella. Esto es sospechoso, supongo, pero no tengo yo la culpa de que me dieran ese asiento. Si hubiera sabido que iban a matar a esa mujer, no hubiera hecho el viaje en ese avión. Aunque no sé, tal vez sí.
Se quedó un momento pensativo.
— ¿Acaso puede usted decir que no hay mal que por bien no venga? —le preguntó Poirot.
—Es curioso que me haga usted esa pregunta. Sí o no, según como se mire. Quiero decirle que me han molestado mucho, que me han colgado el sambenito y que se han insinuado ciertas cosas. ¿Y por qué yo, digo? ¿Por qué no van a molestar a ese doctor Hubbard o Bryant? Los médicos son los que entienden de venenos virulentos que no dejan huellas. ¿De dónde iba a sacar yo ese veneno de serpiente? ¿Me lo quiere decir?
—Decía usted que al lado de los inconvenientes...
— ¡Ah, sí! Hay un lado bueno en todo esto. No me avergüenza confesarle que he ganado una bonita suma con la prensa. Declaraciones de un testigo presencial. Aunque podía más la imaginación del periodista que lo que yo declaraba, y al final no fue ni una cosa ni otra.
—Es interesante —comentó Poirot— cómo afecta un crimen a gente que nada tiene que ver con él. Usted mismo se gana de un modo inesperado una bonita suma, que a lo mejor le habrá venido bien en estos momentos.
—El dinero nunca molesta —afirmó el señor Ryder, dirigiendo a Poirot una intensa mirada.
—A veces lo necesitamos de un modo imperioso. Por el dinero los hombres estafan y roban —Agitó las manos—. Y luego se complican las cosas.
—Bueno, no nos amarguemos la vida —añadió el señor Ryder.
—Cierto, ¿para qué contemplar las cosas en su aspecto más sombrío? Ese dinero le habrá venido muy bien, ya que en París no pudo obtener el préstamo.
— ¿Cómo diablos sabe usted eso? —preguntó el señor Ryder molesto.
Hércules Poirot sonrió.
—Fuera como fuese, es cierto.
—Muy cierto, pero tengo mucho interés en que no se difunda.
—Le aseguro que soy la discreción en persona.
—Es curioso —masculló el señor Ryder— que una suma tan insignificante pueda salvar una empresa de la bancarrota. Una pequeña cantidad para ponerse de momento a cubierto de la crisis y, si uno no puede obtener esa pequeña cantidad, al diablo su crédito. Vaya, ¡es condenadamente raro! ¡El dinero es raro! ¡El crédito es raro! Convenga usted en que la vida es muy rara.
—Es una gran verdad.
—Y a propósito: ¿de qué quería usted hablarme?
—Es algo delicado. En el cometido de mi trabajo, me han llegado noticias de que, a pesar de sus negativas, tuvo usted tratos con esa Giselle.
— ¿Quién se lo ha dicho? ¡Eso es mentira! Nunca había visto a esa mujer!
— ¡Caramba! ¡Pues es curioso!
— ¿Curioso? Es una infamia.
— ¡Ah! Tendré que ponerlo en claro.
— ¿Qué quiere decir? ¿Qué se propone?
—No se enfade, no se enfade. Debe de ser un error.
— ¡Pues claro que lo es! ¡Confundirme a mí con esa gentuza de la alta sociedad que vive de los prestamistas! Esas damas que se endeudan en las mesas de juego, ellas eran sus presas.
Poirot se levantó.
—Perdóneme si me he informado mal —Se detuvo en la puerta—. Y a propósito, por mera curiosidad: ¿por qué ha llamado doctor Hubbard al doctor Bryant?
—Que me cuelguen si lo sé. ¡Ah, sí! Creo que debe de haber sido por la flauta. «El perro de la tía Hubbard», esa canción de cuna: «Pero cuando llegó a casa, tocaba el perro la flauta». Es curioso como he confundido los nombres.
— ¡Ah, sí! La flauta. Estas cosas me interesan psicológicamente, ¿comprende?
El señor Ryder hizo una mueca al oír la palabra psicología y todo aquel maldito galimatías del psicoanálisis.
Miró a Poirot con cara de sospecha.

19
LA VISITA DEL SEÑOR ROBINSON


La condesa de Horbury estaba en el dormitorio de su casa de Grosvenor Square, sentada ante su tocador repleto de cepillos con mango dorado, tarros de crema para la cara, polveras y demás artículos de belleza. Pero, en medio de todo aquel esplendor, la señora tenía los labios secos, y el enrojecimiento de sus mejillas no se debía solo al colorete. Releyó la carta por cuarta vez.

Condesa de Horbury.
Ref: muerte de madame Giselle.

Apreciada señora:
Obran en mi poder ciertos documentos que conservaba la difunta. Si a usted o al señor Raymond Barraclough les interesa el tema, tendré el honor de hacerles una visita para llegar a un acuerdo.
Dígame si prefiere que arregle este asunto con su marido.
Su affmo.
John Robinson

Era estúpido leer aquello tantas veces.
¡Como si las palabras pudieran cambiar de significado!
Cogió el sobre, dos sobres. El primero con la palabra «Personal», y el segundo, con la advertencia «Reservado y muy confidencial».
«Reservado y muy confidencial.»
¡La muy zorra!
¡Y pensar que la bruja embustera juraba haber tomado todas las precauciones para proteger a los clientes de cualquier contingencia!
Maldita francesa. La vida era un infierno.
¡Dios mío, estos nervios!, se dijo Cicely. ¡No es justo, no es justo!
Con mano temblorosa abrió un frasquito con tapón de oro. Esto me calmará, me pondrá en forma.
Aspiró los polvos que contenía el frasquito.
¡Mucho mejor! Por fin podía pensar. ¿Qué hacer? Recibir a aquel tipo, desde luego. Pero ¿dónde encontraría dinero prestado? Tal vez, con un poco de suerte, en aquel lugar de Carlos Street.
Tiempo habría para pensar en eso. Ante todo, hablar con aquel tipo, averiguar lo que sabía.
E inclinándose sobre el escritorio escribió con aquella mala letra suya:

La condesa de Horbury saluda al señor John Robinson y le comunica que le recibirá mañana, si puede visitarle usted a las once.

— ¿Estoy bien? —preguntó Norman.
Enrojeció ligeramente al ver la sorprendida mirada de Poirot.
—Nom d'un chien! —exclamó este—. ¿Qué comedia cree que va a representar?
Norman Gale enrojeció aún más.
—Me dijo usted que cierto disfraz sería adecuado.
Poirot suspiró y, cogiendo a Norman de un brazo, lo llevó frente al espejo.
—¡Mírese! Es todo lo que le pido: ¡mírese! ¿Quién se figura usted que es? ¿Un Santa Claus disfrazado para divertir a los niños? Ya sé que no lleva barba blanca, no. La barba es negra, como la del traidor de un melodrama. ¡Pero qué barba, una barba que clama al cielo! Es una barba barata, amigo mío, y puesta con tan poca gracia que avergonzaría a un aficionado! ¡Y además, las cejas! ¿Es que tiene usted la manía del pelo postizo? Se huele a goma a varios metros y, si cree usted que no se nota ese algodón que se ha metido en los carrillos, se equivoca. Amigo mío, este no es su oficio. Decididamente, representar este delicado papel no es su oficio.
—Tiempo atrás trabajé en un teatro de aficionados —aseguró Norman Gale muy tieso.
—Cuesta creerlo. En todo caso, me parece que no le permitirían caracterizarse a su modo. Ni a la luz de las candilejas convencería usted a nadie. Imagine en Grosvenor Square y a la luz del día.
Poirot se encogió elocuentemente de hombros para acabar la frase.
—No, mon ami, debe usted ser un chantajista y no un cómico. Deseo que atemorice usted a esa dama, no que se muera de risa. Ya sé que le molesta que le diga esto. Lo siento, pero estamos en unas circunstancias en que solo nos sirve la verdad. Quítese esto y eso. Vaya al cuarto de baño y acabemos con esta comedia.
Norman Gale obedeció y, cuando volvió a salir un cuarto de hora después, con la cara del color del ladrillo rojo, Poirot lo acogió con un ademán de aprobación.
—Tres bien. Se acabó la farsa y empieza el negocio en serio. Le dejaré llevar un bigotillo, pero me va a permitir que se lo ponga yo... Así. Y ahora peinado de otro modo... Así. Con esto basta. Veamos ahora si recuerda su papel.
Escuchó atentamente lo que Norman decía y aprobó:
—Está bien. En avant y buena suerte.
—No deseo otra cosa. Probablemente me encontraré con un marido furioso y una pareja de guardias.
Poirot lo tranquilizó.
—No tema. Todo saldrá a pedir de boca.
—Eso dice usted —protestó Norman.
Con gran desaliento, se lanzó a la desagradable aventura.
En Grosvenor Square, le condujeron a un saloncito del primer piso y, a los pocos minutos, se presentó lady Horbury.
Norman dominó sus nervios. Bajo ningún concepto debía revelar que era un novato en aquellas lides.
— ¿El señor Robinson? —preguntó Cicely.
—Servidor de usted —contestó Norman inclinándose.
¡Diablos! Como un viajante de comercio, pensó con disgusto. ¡Es terrible!
—Recibí su carta —aceptó Cicely.
Norman se dominó. ¡Y pensar que aquel viejo tontaina creía que no sabría actuar!, se dijo, sonriendo para sus adentros.
En voz alta y casi insolente, contestó:
—Exacto. ¿Y qué me responde usted entonces, lady Horbury?
—No sé qué pretende usted.
—Vamos, vamos, ¿para qué entrar en detalles? Todos sabemos lo agradable que es pasarse aunque solo sea un fin de semana en la playa. Pero los maridos casi nunca están de acuerdo. Creo que ya sabe usted, lady Horbury, en qué consisten las pruebas. Admirable mujer, la vieja Giselle. Siempre se procuraba los comprobantes: el registro en el hotel, etcétera. Son de primera clase. Ahora se trata de saber quién los desea más: si usted o lord Horbury. Esa es la cuestión.
Ella se echó a temblar.
—Yo vendo —insistió Norman con una voz que se hacía más firme a medida que le iba tomando gusto al papel del señor Robinson—. ¿Compra usted? De eso se trata.
— ¿Cómo ha conseguido usted esa prueba?
—Poco importa cómo. El caso es que la tengo, lady Horbury.
—No me inspira confianza. Muéstremela.
— ¡Ah, no! —rechazó Norman, meneando la cabeza y mirando a su interlocutora de soslayo—. No llevo nunca nada encima. No soy tan cándido como para eso. Si cerramos el negocio, eso es otra cosa. Entonces le enseñaré el documento antes de que me entregue el dinero. Juego limpio y sin trampas.
— ¿Cuan... cuánto?
—Diez mil de las mejores libras, no dólares.
— ¡Imposible! ¡Nunca podré conseguir esa cantidad!
—Puede usted hacer milagros si quiere. No es oro todo lo que reluce en nuestros días, pero las perlas son siempre perlas. Mire, para hacerle un favor a una dama, se lo dejaré en ocho mil. Es mi última palabra. Y le concederé dos días para pensarlo.
—No podré conseguir el dinero, se lo aseguro.
Norman suspiró y meneó la cabeza.
—Bueno, acaso lo mejor será que lord Horbury se entere de lo que ha pasado. No sé si me equivoco al pensar que una mujer divorciada por su culpa no tiene derecho a compensación, y el señor Barraclough es muy buen actor, pero aún no gana lo suficiente. Ni una palabra más. Le daré tiempo para pensarlo, pero tenga por seguro que cumpliré lo que digo. —Tras una pausa, añadió—: Y lo haré como Giselle lo hubiera hecho.
Y sin dar tiempo a que la afligida señora le replicara, salió precipitadamente.
— ¡Uff! — respiró cuando se vio en la calle—. ¡Gracias a Dios que ha terminado!
Apenas había transcurrido una hora, cuando lady Horbury leyó la tarjeta que le entregaron.

MONSIEUR HERCULES POIROT

— ¿Quién es? —preguntó, volviéndose rápidamente—. No puedo recibirle.
—Dice, milady, que viene de parte del señor Raymond Barraclough.
— ¡Ah! Muy bien, hágalo pasar.
El mayordomo desapareció para anunciar al poco rato:
—Monsieur Hércules Poirot.
Vestido con la elegancia de un dandy, monsieur Poirot entró y se inclinó reverente.
El mayordomo cerró la puerta. Cicely avanzó un paso.
— ¿Le manda a usted el señor Barraclough?
—Siéntese, señora —ordenó él, afable pero autoritario.
Ella se sentó maquinalmente. Él ocupó una silla a su lado, mostrando una conducta paternal y tranquilizadora.
—Señora, le ruego que vea en mí a un amigo. Vengo a aconsejarla. Sé que se encuentra usted en un grave apuro.
—No —murmuró ella débilmente.
—Écoutez, madame, yo no vengo a que me descubra usted ningún secreto. No hace falta, porque yo ya lo sé todo. En esto precisamente consiste ser un buen detective.
— ¿Un detective? — repitió ella, abriendo mucho los ojos—. Ya recuerdo, estaba usted en el avión. Era usted.
—Exacto, era yo. Ahora, señora, vayamos al asunto. Como le he dicho, no pretendo que se me confíe. No quiero que empiece a contarme cosas. Ya se las contaré yo. Esta mañana, aún no hace una hora, ha recibido usted una visita. ¿El caballero que la ha visitado no era Brown por casualidad?
—Robinson —señaló Cicely con voz desfallecida.
—Es el mismo: Brown, Smith, Robinson, según convenga. Ha venido a hacerle chantaje, señora. Posee ciertas pruebas de lo que podríamos llamar... una indiscreción. Estas pruebas estuvieron antes en poder de madame Giselle. Ahora las tiene ese tipo. Se las ofrece a usted quizá por siete mil libras.
—Ocho mil.
—Ocho mil pues. ¿Y usted no podrá reunir ese dinero fácilmente, señora?
—Imposible, del todo imposible. Ya estoy endeudada. No sé qué hacer.
—Tranquilícese, señora. He venido a ayudarla.
Ella le miró, sorprendida.
— ¿Cómo sabe todo eso?
—Es muy sencillo, señora, porque soy Hércules Poirot. Eh bien, no tenga reparos, deje usted el asunto en mis manos. Ya me las arreglaré yo con el señor Robinson.
—Claro —corroboró Cicely con intención—. ¿Y cuánto quiere usted?
Hércules Poirot hizo una reverencia.
—Solo quiero una fotografía dedicada por una dama muy hermosa.
— ¡Dios mío! —exclamó ella—. No sé qué hacer. Mis nervios. Me estoy volviendo loca.
—No, no, todo va bien. Confíe en Hércules Poirot. Pero, señora, necesito saber la verdad, toda la verdad. No me oculte ningún detalle o me veré atado de pies y manos.
— ¿Y me sacará usted de este apuro?
—Le juro solemnemente que nunca más oirá usted hablar del señor Robinson.
—Está bien. Se lo contaré todo.
—Bueno, veamos. Usted recibió dinero prestado de esa mujer, de Giselle.
Lady Horbury asintió.
— ¿Cuándo fue eso? Quiero decir cuándo empezó.
—Hace año y medio. Me encontraba en un callejón sin salida.
— ¿Debido al juego?
—Sí. Tuve una racha espantosa.
— ¿Y le dejó todo lo que usted necesitaba?
—Al principio, no. Solo una pequeña cantidad al principio.
— ¿Quién se la recomendó?
—Raymond... el señor Barraclough me dijo que aquella mujer prestaba a las señoras de la buena sociedad.
— ¿Y luego le prestó más?
—Sí, todo cuanto necesitaba. Entonces me pareció un milagro.
—Esos eran los milagros que hacía madame Giselle —observó Poirot secamente—. Antes de eso, ¿usted y el señor Barraclough ya se habían hecho amigos?
—Sí.
—Pero ¿le aterraba la posibilidad de que su marido se enterase?
—Stephen es un cerdo —gritó Cicely rabiosa—. Se ha cansado de mí y desea casarse con otra. Daría saltos de alegría ante la posibilidad de un divorcio.
— ¿Y usted no quiere divorciarse?
—No. Yo... yo...
—Usted está satisfecha de su posición y disfruta de una renta importante. Perfectamente. Les femmes, claro está, deben pensar en ellas ante todo. Pero, volviendo al préstamo, ¿surgieron dificultades para su devolución?
—Sí, no pude devolverle lo que le debía. Y luego la vieja bruja lo lió todo. Ella estaba enterada de mis relaciones con Raymond. Se informó, no sé cómo, de nuestros lugares de reunión, de las fechas, de todo.
—Tenía sus métodos —explicó Poirot secamente—. ¿Y la amenazó con mostrar las pruebas a lord Horbury?
—Sí, a no ser que le pagase.
— ¿Y no podía pagarle?
—No.
—De modo que su muerte fue para usted providencial.
— ¡Me pareció una coincidencia maravillosa! —exclamó Cicely muy seria.
—Realmente fue demasiado maravillosa. ¿Y no le alteró aquello los nervios?
— ¿Nervios?
—Después de todo, señora, era usted la única persona del avión que tenía algún motivo para desear su muerte.
Ella respiró profundamente.
— ¡Ah, sí! Fue horrible. Su muerte me dejó aturdida.
—En especial después de haberla visto en París la noche anterior y de haber tenido una escena con ella.
— ¡La vieja bruja! No quiso rebajarme ni un céntimo. ¡Creo que gozaba viéndome sufrir, suplicar! ¡Era una arpía! Me trató como a un trapo.
—Pero usted en el sumario declaró que no había visto nunca a aquella mujer.
— ¡Claro! ¿Qué otra cosa podía decir?
Poirot la observó pensativo.
—Usted, señora, no podía decir otra cosa.
— ¡Es espantoso no poder decir más que mentiras, mentiras y más mentiras! Ese terrible inspector ha estado aquí dos o tres veces, aturdiéndome a preguntas. Aunque me sentí a salvo. Observé que no sabía nada, que solo trataba de sonsacarme.
—Para adivinar las cosas hay que estar muy seguro.
—Y además —exclamó siguiendo el hilo de sus pensamientos—, me dije que si hubiesen podido descubrir algo, ya lo hubiesen hecho. Me sentía a salvo hasta que recibí ayer esa maldita carta.
— ¿Y no estaba usted atemorizada durante todo este tiempo?
—Claro que lo estaba.
—Pero ¿de qué? ¿De verse descubierta o de que la detuviesen por asesinato?
Las mejillas de Cicely perdieron su color.
— ¿Por asesinato? Yo no fui. ¡No me diga que piensa usted eso! Yo no la maté. ¡No fui yo!
—Usted deseaba su muerte.
—Sí, pero no la maté. ¡Oh! ¡Tiene usted que creerme! Yo no me moví de mi asiento. Yo...
Enmudeció, fijando en él su mirada implorante.
—La creo a usted, señora, por dos razones. Primera: porque es una mujer. Segunda, porque había una avispa.
Ella abrió más los ojos, sorprendida.
— ¿Una avispa?
—Exacto. Ya veo que no tiene ningún sentido para usted. Bueno, volvamos al objeto de mi visita. Yo me las arreglaré con el señor Robinson. Le doy mi palabra de que no volverá usted a verle, ni a oír hablar de él. Pondré a raya a ese sinvergüenza. Y a cambio de mis servicios, tendrá que permitirme usted un par de preguntas. ¿Estaba el señor Barraclough en París la víspera del crimen?
—Sí, almorzamos juntos, pero le pareció preferible que fuese yo sola a ver a la prestamista.
— ¡Ah! ¿De veras? Permítame otra pregunta, milady: en el teatro, antes de casarse, a usted se la conocía con el nombre de Cicely Brand. ¿Era este su verdadero nombre?
—No, mi verdadero nombre es Martha Jebb. Pero el otro...
—Quedaba mejor en los carteles. ¿Y dónde nació usted?
—En Doncaster. Pero ¿por qué?
—Mera curiosidad. Perdone. Y ahora, si me permite darle un consejo: ¿por qué no arregla un divorcio discreto con su marido?
— ¿Para qué se case con esa mujer?
—Para que se case con esa mujer. Tiene usted buen corazón, señora. Por otra parte, se verá usted a salvo, vivirá tranquila y su marido le pasará una renta.
—No suficientemente buena.
—Eh bien, una vez libre, puede casarse con un millonario.
—Ya no hay millonarios en nuestros días.
— ¡Ah! No lo crea, señora. Los que antes poseían tres millones, ahora tienen dos. Eh bien, con eso basta.
Cicely se echó a reír.
—Es usted muy persuasivo, monsieur Poirot. ¿Está usted seguro de que ese hombre no volverá a molestarme?
—Palabra de Hércules Poirot —aseguró solemnemente.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс янв 28, 2018 12:39 am

20
EN HARLEY STREET


El inspector de policía Japp, que caminaba a buen paso por Harley Street, se detuvo ante un portal. Preguntó por el doctor Bryant.
— ¿Tiene usted cita, señor?
—No, le escribiré una nota.
En una tarjeta oficial, escribió:

Le agradecería que me concediese unos minutos. No le entretendré.

Metió la tarjeta en un sobre, lo cerró y se lo dio al mayordomo, quien le condujo a la sala de espera, donde aguardaban dos señoras y un caballero. Japp tomó asiento, tras coger una revista atrasada con la que matar el tiempo.
El mayordomo cruzó la sala y le dijo en un tono discreto:
—Si tiene usted la bondad de esperar un poco, señor, el doctor le recibirá, aunque está muy ocupado esta mañana.
Japp asintió. Lejos de molestarle, la espera le satisfacía. Las dos señoras empezaron a conversar. Indudablemente, tenían la mejor opinión de las dotes profesionales del doctor Bryant. Llegaron más pacientes. No podía negarse que el doctor Bryant era un médico en alza.
Debe de ganar mucho dinero, se dijo el inspector. A juzgar por lo que veo, no parece que necesite pedir dinero prestado, aunque eso pudo ocurrir tiempo atrás. En todo caso, es obvio que trabaja mucho. Un escándalo bastaría para estropearlo todo. Es lo peor que le podría pasar a un médico.
Un cuarto de hora después, se le acercó el mayordomo para decirle:
—El doctor le recibirá ahora.
Japp entró en el despacho del doctor Bryant, una sala al fondo del piso, con una gran ventana. El médico se levantó para recibirle, estrechándole la mano. Ofrecía un aspecto fatigado, pero no manifestó la menor sorpresa por la visita del inspector.
— ¿En qué puedo servirle, señor inspector? —preguntó, volviendo a sentarse detrás de su mesa e indicándole al otro una butaca.
—Ante todo, he de rogarle que me perdone si he venido a molestarle en horas de consulta, pero no le entretendré mucho tiempo.
—Perfectamente. Supongo que viene por lo de la muerte en el avión.
—Ni más ni menos, señor. Aún estamos trabajando en el caso.
— ¿Algún resultado?
—No avanzamos tanto como sería de desear. He venido a hacerle algunas preguntas sobre el método empleado. Es el asunto ese del veneno de serpiente lo que no llego a descifrar, por más que lo intento.
—Ya sabe usted que yo no soy toxicólogo —puntualizó el doctor Bryant, sonriendo—. No entiendo de esas cosas. Consulte a Winterspoon.
— ¡Ah! Pero vea usted, doctor, lo que ocurre. Winterspoon es un técnico, y ya sabe usted lo que son los técnicos. Hablan de un modo que los profanos no pueden entender. Pero, según tengo entendido, hay una rama de la medicina dedicada a estas materias. ¿Es cierto que a veces a los epilépticos se les inyecta veneno de serpiente?
—Tampoco soy especialista en epilepsia, pero sé que en el tratamiento de esa enfermedad se ha inyectado a los pacientes veneno de cobra con excelentes resultados. Aunque ya le he dicho que no es este mi campo.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero el caso es que usted se ha interesado mucho en el asunto por encontrarse en el avión y he pensado que, a lo mejor, podría sugerirme alguna idea aprovechable. ¿De qué sirve ir a un técnico si no sabe uno lo que debe preguntarle?
El doctor Bryant sonrió.
—Algo hay de cierto en lo que usted dice, inspector. Probablemente, no hay nadie capaz de permanecer indiferente después de haberse visto involucrado en un asesinato. Confieso que me interesa todo este asunto y que le he dedicado largas reflexiones.
— ¿Y qué piensa usted, señor?
—Me parece una cosa tan inverosímil, si me permite decirlo así, que me hallo confuso y trastornado. ¡Vaya procedimiento más asombroso para un crimen! No había ni una probabilidad entre cien de que el criminal pasara inadvertido. Debe ser una persona que desconoce la sensación de peligro.
—Muy cierto, señor.
—Y el uso del veneno es igual de sorprendente. ¿Cómo pudo conseguir el asesino algo así?
—Lo sé, parece increíble. No puedo imaginar que ni siquiera el uno por mil de los hombres haya oído hablar de una cosa tan rara como el boomslang, y mucho menos de la manera de utilizar el veneno. Ni creo que usted, que es médico, haya manipulado nunca esa sustancia.
—No hay muchas ocasiones de hacerlo. Tengo un amigo que se dedica al estudio de enfermedades tropicales. En su laboratorio tiene varias clases de venenos mortales, el de cobra, por ejemplo, pero no recuerdo que tenga el boomslang.
—Tal vez pueda usted ayudarme —sugirió Japp, entregando al médico un pedazo de papel—. Winterspoon escribió esos tres nombres y me dijo que ellos podrían informarme. ¿Los conoce usted?
—Conozco al profesor Kennedy superficialmente. A Heidler lo conozco mucho. Basta que pronuncie mi nombre y estoy seguro de que hará por usted cuanto pueda. Carmichael es de Edimburgo. No le conozco personalmente, pero he oído decir que está haciendo un buen trabajo allí.
—Gracias, doctor, y perdone las molestias. No le entretengo más.
Japp salió a la calle sonriendo satisfecho.
«No hay nada como la diplomacia, se dijo. Con ella se consigue todo. Juraría que no se enteró del objeto de mi visita. Bueno, algo es algo.»

21
LAS TRES PISTAS


Cuando el inspector Japp volvió a Scotland Yard, le dijeron que Poirot le esperaba.
Japp saludó a su amigo efusivamente.
—Hola, Poirot. ¿Qué le trae a usted por aquí? ¿Tiene alguna novedad?
—He venido a ver qué novedades tenía usted, mi buen Japp.
— ¡Eso es nuevo en usted! Bueno, la verdad es que no hay gran cosa. Nuestro colega de París ha identificado la cerbatana. ¿Sabe usted que Fournier me está amargando la vida desde París con su dichoso moment psychologique? He interrogado a los camareros hasta perder el aliento y no he podido arrancarles una palabra que nos proporcione ni un solo indicio sobre ese moment psychologique. Durante el viaje no sucedió nada anormal.
—Pudo ocurrir cuando los dos estaban en el compartimiento delantero del avión.
—También he interrogado a los viajeros. No pueden haberse puesto todos de acuerdo para mentir.
—En uno de mis casos, todo el mundo mentía.
— ¡Usted y sus casos! A decir verdad, Poirot, no estoy satisfecho. Cuanto más examino las cosas, más oscuras las veo. El jefe empieza a tratarme con frialdad. Pero ¿qué puedo hacer? Menos mal que es un asunto medio extranjero. Siempre podremos cargárselo a los franceses que tomaron parte en el vuelo; y en París se excusan diciendo que el asesino debe de ser inglés y que es asunto nuestro.
— ¿Cree usted realmente que lo hicieron los franceses?
—Hablando con franqueza, no lo creo. Bien mirado, los arqueólogos son gente inofensiva: no piensan más que en remover tierra y en discurrir acerca de lo que sucedió hace miles de años. Y me gustaría saber cómo lo saben. ¡Pero cualquiera les contradice! Si se empeñan en que una sarta de abalorios tiene cinco mil trescientos veintidós años, ¿quién va a decirles lo contrario? ¡Bah! Tal vez sean unos embusteros, aunque parecen creer en sus mentiras, las cuales, después de todo, son inofensivas. El otro día tuve aquí a un tipo a quien habían robado un escarabajo sagrado. Estaba destrozado, pobre chico, pero desesperado como un niño de pecho. Entre nosotros, ni por un momento he creído que esos dos tengan nada que ver en el asunto.
— ¿Quién cree usted que lo hizo?
—Podría ser Clancy. Se comporta de un modo muy raro. Habla consigo mismo por la calle. Algo lleva en la cabeza.
—La trama de otra novela, quizá.
—Tal vez sea por eso, pero también puede ser otra cosa. Aunque, por más que pienso, no consigo encontrar un motivo. Aún sigo creyendo que el CL 52 del librito negro se refiere a lady Horbury, pero no he podido sacarle nada en limpio. Una mujer dura, se lo aseguro.
Poirot sonrió para sus adentros.
—Sobre los camareros —prosiguió Japp—, no encuentro en ellos nada que los relacione con Giselle.
—¿El doctor Bryant?
—Creo que ahí puede haber algo. Corren ciertos rumores sobre él y una paciente: una hermosa mujer, casada con un hombre de dudosa reputación, que toma drogas o algo por el estilo. Si no va con cuidado, le expulsarán del Colegio de Médicos. Todo eso encaja con el RT 362 muy bien, y no le ocultaré que tengo una buena idea de dónde pudo conseguir el veneno de serpiente. He ido a verle y se ha ido de la lengua. Después de todo, no son más que conjeturas que no se basan en hechos. No es fácil llegar a establecer hechos en este caso. Ryder parece un hombre honrado. Dice que fue a París a por un préstamo que no consiguió. Ha dado nombres y direcciones: todo comprobado. He averiguado que hace un par de semanas su empresa se hallaba al borde de la quiebra, pero parece haber salido bien del trance. Ya ve usted, nada es satisfactorio. Todo es un embrollo.
—No hay tal embrollo. El caso se presenta poco claro, pero la confusión solo existe en las mentes desordenadas.
—Diga lo que quiera, el resultado es el mismo. Fournier también está atascado. Supongo que usted lo ha desentrañado prácticamente todo, pero considera inoportuno hablar.
—No se burle. Aún no lo he descubierto todo. Voy paso a paso, con orden y método, pero aún me falta mucho camino.
—Pues crea que me alegro muchísimo, pero veamos qué pasos ha dado.
Poirot sonrió.
—He confeccionado también un pequeño cuadro —comentó, sacando un papel del bolsillo—. He aquí mi idea: el asesinato es una acción realizada para obtener un resultado determinado.
—Repita eso despacio.
—No es difícil de entender.
—Es posible que no, pero tal como lo dice usted, lo parece.
—No, no, es muy sencillo. Por ejemplo: usted necesita dinero y sabe que lo tendrá cuando muera una tía suya. Bien: realiza una acción, es decir, mata a su tía, y obtiene el resultado: hereda el dinero.
—Me gustaría tener alguna tía de esas —suspiró Japp—. Siga, ya comprendo su idea. Quiere decir que tiene que haber un motivo.
—Prefiero explicarlo a mi manera. Se ha llevado a cabo una acción consistente en asesinar a una persona. ¿Cuáles son los resultados? Examinando los diversos efectos que hemos observado podemos contestar al acertijo. Los resultados pueden ser muy distintos, ya que la acción en cuestión afecta a diferentes personas. Eh bien, yo estudio hoy, tres semanas después del crimen, los resultados obtenidos en once casos diferentes.
Desdobló el papel.
Japp se inclinó con cierto interés y leyó por encima del hombro de Poirot:

Señorita Grey. Resultado: mejora económica transitoria. Aumento de sueldo.
Señor Gale. Resultado: malo. Pérdida de clientela.
Lady Horbury. Resultado: bueno, si es CL 52.
Señorita Kerr. Resultado: malo, ya que la muerte de Giselle resta posibilidades a la obtención del divorcio de lord Horbury.

— ¡Hum! — gruñó Japp, interrumpiendo el escrutinio—. ¿Así que piensa usted que está loca por milord? No sabía que tuviese usted tanto olfato para husmear esos líos amorosos.
Poirot sonrió. Japp continuó leyendo:

Señor Clancy. Resultado: bueno. Espera ganar dinero con el libro inspirado en el crimen.
Doctor Bryant. Resultado: bueno, si es RT 362.
Señor Ryder. Resultado: bueno, dado que el dinero que le han dado por los artículos sobre el crimen, le ha permitido superar una delicada situación económica. También bueno si Ryder es XVB 724.
Monsieur Dupont. Resultado: nulo.
Monsieur Jean Dupont. Resultado: idéntico.
Mitchell. Resultado: nulo.
Davis. Resultado: nulo.

— ¿Y cree que esto va a servirle de mucho? — preguntó Japp, escéptico—. No veo que poner tras cada nombre «No sé, no sé y no sé», lo haga mucho más fácil.
—Nos da una clasificación muy clara —explicó Poirot—. En cuatro casos, el señor Clancy, la señorita Grey, el señor Ryder, y creo que también lady Horbury, tenemos un resultado en el haber. En los casos del señor Gale y del señor Kerr, tenemos un resultado en el debe. En cuatro casos no hay ningún resultado, que sepamos, y en el del doctor Bryant, o bien no hay resultado o hay una gran ganancia.
—Entonces, ¿qué? —preguntó Japp.
—Entonces, hay que seguir investigando.
—Con bien pocos elementos contamos para eso —afirmó Japp, enfurruñado—. Me parece que poco lograremos mientras no nos manden de París lo que precisamos. Es por la parte de Giselle en donde hay que encontrar la solución. Me parece que yo hubiera obtenido de su doncella más que Fournier.
—Lo dudo, amigo mío. Lo más interesante del caso es la personalidad de la víctima. Una mujer sin amigos, una mujer que en su tiempo fue joven, amó y sufrió, y para quien luego todo se acabó: ni una fotografía, ni un recuerdo, ni una baratija. Marie Morisot se convirtió exclusivamente en madame Giselle: una prestamista.
— ¿Cree usted que hay una pista en su pasado?
—Es posible.
—Bien, deberíamos aprovecharla, porque del presente no tenemos ninguna.
— ¡Oh! Sí, amigo mío, las hay.
—La cerbatana, desde luego.
—No, la cerbatana no.
—Pues sepamos qué pistas hay en este caso.
—Se las daré como títulos, como los que llevan los libros del señor Clancy: «La pista de la avispa». «La pista de las pertenencias de los viajeros». «La pista de las dos cucharillas de café».
— ¿Qué es eso de las cucharillas de café?
—Madame Giselle tenía dos cucharillas en su plato.
—Eso significa boda, según dicen.
—En este caso —afirmó Poirot—, significó entierro.

22
JANE ACEPTA UN NUEVO EMPLEO


Cuando Norman Gale, Jane y Poirot se reunieron para cenar la noche del chantaje, Norman se sintió aliviado al confirmarle que ya no se necesitarían más sus servicios como «el señor Robinson».
—El bueno del señor Robinson ha muerto —le aseguró Poirot, levantando la copa—. Brindemos a su memoria.
—Requiescat in pace —exclamó Norman, riendo.
— ¿Qué ha pasado? —le preguntó Jane a Poirot.
El detective le dirigió una sonrisa.
—Pues que ya sé lo que quería saber.
— ¿Estaba relacionado con Giselle?
—Sí.
—Eso se dedujo claramente de mi entrevista con ella.
—No lo niego —reconoció Poirot—, pero yo quería un relato más minucioso.
— ¿Y lo obtuvo?
—Lo obtuve.
Los dos le dirigieron una mirada interrogadora, pero Poirot se puso a charlar de una manera provocativa de la relación que existe entre la carrera profesional y la vida.
—No hay tantos tipos que se sientan como peces fuera del agua, como podría creerse. Son muchos los que, a pesar de lo que os digan, eligen la ocupación que les dicta su secreto deseo. Oiréis decir a un oficinista: «Me gustaría ser explorador, vivir emociones en tierras lejanas». Pero descubriréis que lo que le gusta más es leer novelas de aventuras, y que realmente prefiere la seguridad y la comodidad de la silla de su oficina.
—Según su modo de pensar —dedujo Jane—, mi deseo de viajar por el extranjero no es sincero y mi verdadera vocación es peinar a las señoras. Pues bien, eso no es cierto.
Poirot sonrió.
—Usted aún es joven. Claro que uno intenta esto y lo otro y lo de más allá, pero llega el momento en que acomoda su vida a lo que prefiere.
—Supongo que prefiero ser rica.
— ¡Ah! Eso ya es más difícil.
—No estoy de acuerdo con usted —objetó Gale—. Yo soy dentista por casualidad, no por vocación. Mi tío era dentista, deseaba que yo trabajara con él, pero yo no pensaba más que en aventuras y en ver mundo. Me burlé de los dentistas y me fui a Sudáfrica, a una granja. Pero, como me faltaba experiencia, aquello no me fue muy bien, y me vi obligado a aceptar el ofrecimiento de mi tío y ponerme a trabajar con él.
—Y ahora piensa usted en despreciar otra vez a los dentistas y largarse a Canadá. Tiene usted temperamento de pionero.
—Esta vez me veo obligado a hacerlo.
—Pero parece increíble que con tanta frecuencia nos obliguen las circunstancias a hacer lo que nos gusta.
—Nada me obliga a mí a viajar —señaló Jane—. ¡Ojalá!
—Eh bien, ahora mismo le voy a proponer una cosa. La semana que viene voy a París. Si quiere, puede ser mi secretaría. Le pagaré un buen sueldo.
Jane meneó la cabeza.
—No puedo dejar la peluquería de Antoine. Es un buen empleo.
—También lo es el que le ofrezco.
—Sí, pero no es más que eventual.
—Le buscaré un empleo del mismo tipo.
—Gracias, pero no me atrevo a arriesgarme.
Poirot la miró, sonriendo enigmático.
Tres días después, le llamaron por teléfono.
—Monsieur Poirot —dijo Jane—, ¿todavía mantiene usted su oferta?
—Sí. Salgo hacia París el lunes.
— ¿Hablaba usted en serio? ¿Puedo acompañarle?
—Sí. Pero, ¿qué le ha pasado para que cambie de idea?
—Me he peleado con Antoine. Francamente, he perdido la paciencia con una parroquiana. Era una perfecta... bueno, no puedo decirle lo que era por teléfono. Pero lo malo es que me puse nerviosa y, en vez de tragar saliva como era mi obligación, esta vez le he dicho a ella exactamente lo que pensaba.
— ¡Ah! Haber dejado volar la imaginación por tierras de aventuras...
— ¿Qué dice usted?
—Digo que dejó volar su mente.
—No fue mi mente, sino mi lengua la que se me soltó. Y disfruté mucho en decirle que sus ojos eran tan saltones como los de su asqueroso pequinés, como si fueran a caérsele. Supongo que tendré que buscarme otro empleo, aunque me gustaría ir con usted a París primero.
—Bien, de acuerdo. Durante el viaje le daré instrucciones.
Poirot y su nueva secretaria no viajaron en avión, por lo que Jane le estuvo secretamente agradecida, ya que la experiencia del último viaje le había desquiciado los nervios y no quería volver a recordar aquel cuerpo encogido y vestido de negro.
En el trayecto en tren de Calais a París tuvieron un compartimiento para ellos solos, y Poirot le dio a Jane alguna idea.
—En París tengo que visitar a mucha gente: al abogado Thibault, a monsieur Fournier, de la Sûreté, un señor melancólico e inteligente. A monsieur Dupont pére y monsieur Dupont hijo. Escuche, mademoiselle, mientras yo hable con el padre, usted se encargará del hijo. Es usted muy hermosa, muy atractiva. Creo que monsieur Dupont la recordará de haberla visto durante la encuesta judicial.
—Volví a verle después —comentó Jane, ruborizándose ligeramente.
— ¿De veras? ¿Cómo fue eso?
Jane, más colorada aún, le explicó su encuentro en la Corner House.
— ¡Magnífico! Tanto mejor. ¡Caramba! Ha sido una idea excelente traerla conmigo a París. Ahora escúcheme atentamente, mademoiselle Jane. En la medida en que le sea posible no hable del caso de Giselle, pero no rehuya la conversación si Jean Dupont lo trae a colación. Será preferible que dé usted la impresión, sin que con esto quiera yo decir nada, de que lady Horbury es la principal sospechosa del crimen. Puede usted decir que mi vuelta a París se debe a la conveniencia de hablar con Fournier y de indagar sobre las relaciones y negocios que lady Horbury pudo tener con la difunta.
— ¡Pobre lady Horbury! ¡Hace usted que sirva de tapadera!
—No es el tipo de mujer que yo admiro. Eh bien, deje que, una vez al menos, sirva para algo.
Tras titubear un instante, Jane preguntó:
— ¿Supongo que no sospechará usted de monsieur Dupont?
—No, no, no. Solo deseo información. —Le dirigió una mirada penetrante y añadió—: Le gusta ese joven, ¿verdad? Il est sex appeal.
La frase hizo reír a Jane.
—No es eso lo que yo diría. Es un muchacho muy sencillo, pero encantador.
— ¿Es así como lo describiría? ¿Un tipo muy sencillo?
—Me parece que su sencillez se debe a que ha llevado una vida muy poco mundana.
—Cierto —aceptó Poirot—. No ha tenido tratos con dentaduras. Ni ha sufrido la desilusión del héroe que ve temblar a quienes se sientan en el sillón del dentista.
Jane se rió.
—No creo que Norman espere hallar héroes entre sus pacientes.
—Hubiese sido una lástima que se fuera al Canadá.
—Ahora habla de ir a Nueva Zelanda. Dice que le gustaría más aquel clima.
—Por encima de todo es patriota. No sale de los dominios británicos.
—Confío en que no necesite irse —dijo ella, interrogando a Poirot con la mirada.
— ¿Quiere decir que confía usted en papá Poirot? ¡Ah! Bien, haré cuanto pueda, se lo prometo. Pero tengo el firme convencimiento, mademoiselle, de que hay un personaje que todavía no ha salido a escena que tiene un papel importante en esta comedia.
Meneó la cabeza con el entrecejo fruncido.
—Hay, mademoiselle, un factor desconocido en este caso. Todo converge hacia un mismo punto.
Dos días después de su llegada a París, monsieur Poirot y su secretaria cenaron en un pequeño restaurante, y los arqueólogos Dupont, padre e hijo, fueron sus invitados.
Jane encontró al viejo Dupont tan encantador como a su hijo, pero no pudo hablar mucho con él ya que Poirot lo acaparó desde el principio. Jean estuvo con ella tan simpático como en Londres y los dos se enfrascaron en una agradable charla. Su atractiva y sencilla personalidad le gustaron tanto como entonces. ¡Qué hombre tan amable y tan franco!
Pero, mientras hablaba y reía con él, aguzaba su oído para captar cuanto pudiese de la conversación que mantenían los dos hombres, deseando enterarse de qué clase de información buscaba Poirot. Por lo oído hasta entonces, en la charla no había salido aún el asesinato. Poirot estaba llevando hábilmente a su compañero hacia temas del pasado. Su interés por la investigación arqueológica en Irán parecía a la vez profundo y sincero. Monsieur Dupont gozaba enormemente de la velada. Rara vez disponía de un auditorio tan comprensivo e inteligente.
No quedó muy claro de quién partió la iniciativa de que los dos jóvenes fuesen al cine, pero cuando se hubieron ido, Poirot acercó su silla a la mesa, dispuesto a redoblar su interés por las investigaciones arqueológicas.
—Comprendo la dificultad que debe de haber en estos días de crisis económica para conseguir fondos suficientes. ¿Aceptan ustedes donativos de particulares?
Monsieur Dupont se echó a reír.
— ¡Mi querido amigo, no solo los aceptamos cuando se nos ofrecen, sino que los pedimos de rodillas! Pero el tipo de excavaciones que nosotros realizamos no interesa a la gran masa. La gente busca resultados espectaculares. Quiere oro, especialmente, ¡grandes cantidades de oro! Es sorprendente que sean tan pocos los que se interesen por la cerámica, cuando se encierra en ella toda la historia de la humanidad. Diseños, materiales...
Monsieur Dupont se extendió en otras consideraciones. Advirtió a Poirot que no se dejase embaucar por las plausibles afirmaciones de B, por los criminales errores de L y por las estratificaciones anticientíficas de G.
Poirot prometió no dejarse embaucar por ninguna de las publicaciones de estos sabios personajes.
— ¿Qué le parece un donativo de, por ejemplo, quinientas libras? —le ofreció Poirot.
A Monsieur Dupont le faltó poco para caerse de la silla, de pura alegría.
— ¿Me ofrece usted eso? ¿A mí? ¿Para contribuir a nuestras excavaciones? ¡Eso es magnífico, estupendo! El donativo más importante que nunca me han ofrecido.
Poirot carraspeó.
—Desde luego, espero de usted un favor.
— ¡Ah, sí! ¿Algún souvenir, alguna pieza de cerámica?
—No, no adivina usted mi pensamiento —interrumpió Poirot, sin dar tiempo a que el arqueólogo se entusiasmase demasiado—. Se trata de mi secretaria, esa joven encantadora que ha visto usted esta noche. Si ella pudiera acompañarles en su expedición...
Monsieur Dupont pareció decepcionado.
—Bueno —consideró retorciéndose el bigote—, tal vez podamos arreglarlo. Tengo que consultarlo con mi hijo. Van a acompañarnos mi sobrino y su mujer. Será una expedición familiar. De todos modos, hablaré con Jean.
—Mademoiselle Grey siente una verdadera pasión por la cerámica. La prehistoria le fascina. Las excavaciones son la gran ilusión de su vida. Remienda calcetines y cose botones de una manera admirable.
—Es un conocimiento utilísimo.
— ¿Verdad? ¿Y que me estaba usted diciendo de la cerámica de Susa?
Monsieur Dupont reanudó su animado monólogo, exponiendo sus teorías personales sobre Susa I y Susa II.
Al volver Poirot a su hotel, vio en el vestíbulo a Jane, que estaba despidiéndose de Jean Dupont.
Mientras se dirigían al ascensor, Poirot comentó:
—Le he encontrado un empleo muy interesante. Acompañará usted a los Dupont a Irán esta primavera.
Jane se detuvo a mirarle.
— ¿Está usted loco?
—Cuando se lo propongan, aceptará usted con grandes manifestaciones de alegría.
—No pienso ir a Irán. Para entonces estaré en Muswell Hill o en Nueva Zelanda, con Norman.
Poirot la miró, guiñándole un ojo amablemente.
—Mi querida niña, aún faltan algunos meses hasta marzo. Mostrarse alegre no es igual que comprar el pasaje. Del mismo modo he hablado yo de un donativo, ¡pero no he firmado el cheque! Y a propósito, mañana comprará usted un libro que trate de la cerámica prehistórica oriental. He dicho que usted siente una verdadera pasión por estas materias.
Jane suspiró.
— ¡Ser secretaria suya no es ningún chollo! ¿Algo más?
—Sí, he dicho que remienda usted calcetines y cose botones a la perfección.
— ¿Y también de eso debo hacer mañana una demostración?
—No estaría mal, si se lo han tomado en serio.

23
ANNE MORISOT


A las diez y media del día siguiente, el melancólico monsieur Fournier entró en el salón y estrechó la mano del belga con calor.
Se le veía más animado que de costumbre.
—Monsieur Poirot, tengo algo que comunicarle. Por fin he comprendido el punto de vista que usted expuso en Londres acerca del hallazgo de la cerbatana.
— ¡Ah! —exclamó Poirot con alegría.
—Sí —continuó Fournier, cogiendo una silla—. He pensado mucho en lo que usted comentó. No cesaba de repetirme: es imposible que el crimen se haya cometido como nosotros creemos. Y por fin, tuve una asociación de ideas entre lo que yo me repetía y lo que usted había dicho del hallazgo de la cerbatana.
Poirot permaneció muy atento, sin decir palabra.
—Aquel día, en Londres, razonaba usted así: ¿por qué se encontró la cerbatana, cuando hubiera sido muy fácil librarse de ella por los huecos de la ventilación? Y creo tener la respuesta a esto: se encontró la cerbatana porque el asesino quería que se encontrase.
— ¡Bravo! —exclamó Poirot.
— ¿Está usted de acuerdo? Ya me lo figuraba. Y aún he dado otro paso. Me preguntaba: ¿por qué deseaba el asesino que se encontrase? Y a esto tuve que contestarme: porque nadie utilizó la cerbatana.
— ¡Bravo! ¡Bravo! Razona usted igual que yo.
—Así que me dije: el dardo envenenado sí, pero no la cerbatana. Por lo tanto, para lanzar la flecha se utilizó alguna otra cosa, algo que tanto un hombre como una mujer podía llevarse a los labios de la manera más natural y sin llamar la atención. Y me acordé de lo mucho que insistió usted en tener una lista completa de los objetos que se hallaran en los equipajes y los que llevasen encima los viajeros. Lady Horbury llevaba dos boquillas, y sobre la mesa de los Dupont había una serie de pipas kurdas.
Monsieur Fournier hizo una pausa para mirar a Poirot. Este guardó silencio.
—Estas cosas podían llevarse a los labios sin que nadie se fijase. ¿Tengo o no razón?
Poirot dudó un momento antes de hablar:
—Está usted en la verdadera pista, pero va demasiado lejos. Y no hay que olvidarse de la avispa.
— ¿La avispa? —repitió Fournier, haciendo una pausa—. No, no le sigo a usted por ahí. No veo que la avispa tenga nada que ver con esto.
— ¿No lo ve? Pues es por ahí que...
Le interrumpió el timbre del teléfono. Cogió el receptor.
—Diga, diga. ¡Ah! Buenos días. Sí, yo mismo, Hércules Poirot —y en un aparte dijo—: Es Thibault. Sí, sí, no faltaba más. Muy bien. ¿Y usted? ¿Monsieur Fournier? De primera. Sí. Ya ha llegado. Aquí está en estos instantes.
Apartando el aparato, le explicó a Fournier:
—Ha ido a verle a usted a la Sûreté y le han dicho que había venido a verme aquí. Será mejor que hable con él. Parece muy excitado.
Fournier cogió el auricular.
—Diga, diga... Sí, Fournier al habla... ¿Qué...? ¿Qué...? ¿Habla usted en serio... ? Sí, ya lo creo... Sí... Sí, estoy seguro que querrá. Vamos al instante.
Dejó el aparato y miró a Poirot.
—Es la hija. La hija de madame Giselle.
— ¡Cómo!
—Sí, ha aparecido para reclamar su herencia.
— ¿De dónde ha salido?
—De América, creo. Thibault le ha rogado que volviese a las once y media. Y propone que vayamos a verle.
— ¡No faltaba más! Vamos enseguida. Dejaré una nota para mademoiselle Grey.
Escribió:

Un acontecimiento inesperado me obliga a salir. Si Jean Dupont viene o llama por teléfono, sea usted amable con él. Háblele de calcetines y de botones, pero aún no de prehistoria. ¡La admira a usted, pero es inteligente!
Au revoir,
Hércules Poirot

—Ahora no perdamos tiempo, amigo mío —comentó levantándose—. Esto es lo que estaba esperando, que entrase en escena un personaje misterioso cuya presencia presentía. Pronto... pronto quedará todo muy claro.
Monsieur Thibault recibió a Poirot y a Fournier con gran afabilidad. Tras un cambio de frases cortesas y después de contestar algunas preguntas, el abogado pasó a tratar el asunto referente a la heredera de madame Giselle.
—Ayer recibí una carta suya y esta mañana ha venido ella a visitarme.
— ¿Qué edad tiene mademoiselle Morisot?
—Mademoiselle Morisot, o mejor dicho, la señora Richards, pues está casada, tiene exactamente veinticuatro años.
— ¿Trae documentos que demuestren su identidad? —preguntó Fournier.
—Sí, ciertamente.
Cogió una carpeta y la abrió.
—Aquí está esto, para empezar.
Era una copia del certificado de matrimonio entre George Leman, soltero, y Marie Morisot, ambos de Quebec, con fecha de 1910. También había un certificado de nacimiento correspondiente a Anne Leman Morisot y otros varios documentos.
—Esto arroja cierta luz sobre el pasado de madame Giselle —señaló Fournier.
Thibault asintió.
—Según lo que he podido deducir, Marie Morisot era niñera o costurera cuando conoció a Leman.
—Imagino que debió ser un buen tunante que la dejaría poco después de casarse con ella, y por eso volvió a usar el nombre de soltera.
—La niña fue admitida en el Institut de Marie en Quebec y allí se educó. Marie Morisot o Leman abandonó luego Quebec, supongo que con un hombre, y se vino a Francia. De vez en cuando enviaba allí algunas sumas de dinero y, finalmente, mandó una cantidad importante para que se la entregasen a su hija cuando cumpliera los veintiún años. Por aquel tiempo, Marie Morisot, o Marie Leman, llevaba una vida irregular, y le pareció preferible cortar toda relación personal.
— ¿Cómo supo la muchacha que era heredera de una fortuna?
—Hemos publicado discretos anuncios en varios periódicos y parece ser que uno de ellos llegó a conocimiento de la directora del Institut de Marie, que escribió o telegrafió a la señora Richards, que estaba en Europa, pero a punto de regresar a Estados Unidos.
— ¿Quién es Richards?
—Creo que un yanqui de Detroit o un canadiense. Es un fabricante de instrumentos quirúrgicos.
— ¿No acompaña a su mujer?
—No, aún está en América.
— ¿Podrá la señora Richards arrojar alguna luz sobre los posibles móviles del asesinato de su madre?
—No sabe nada de ella —el abogado rechazó la idea—. Aunque la directora le habló alguna vez de su madre, ignoraba hasta su nombre de soltera.
—Parece —comentó Fournier— que su aparición en escena va a sernos de poca ayuda para resolver el problema del asesinato. Aunque admito que no me había hecho ilusiones al respecto. Mis investigaciones, que van por otro camino, se reducen a tres personas.
—Cuatro —puntualizó Poirot.
— ¿Cree usted que son cuatro?
—Yo no digo que sean cuatro, pero teniendo en cuenta la idea que usted me expuso, no puede limitarse a tres personas. Tenemos dos boquillas, las pipas kurdas y una flauta. No olvide usted la flauta, amigo mío.
Fournier lanzó una exclamación, pero en aquel momento se abrió la puerta y un viejo empleado anunció:
—La dama ha vuelto.
— ¡Ah! —exclamó Thibault—. Ahora conocerán ustedes a la heredera. Adelante, madame. Permita que le presente a monsieur Fournier de la Sûreté, encargado aquí de las investigaciones encaminadas a esclarecer la muerte de su madre. Monsieur Poirot, a quien quizá conozca usted de nombre y que ha tenido la amabilidad de prestarnos su colaboración. Madame Richards.
La hija de Giselle era una agraciada morena que vestía con elegante sencillez.
Saludó a cada uno de los hombres, alargándoles la mano y pronunciando unas palabras de saludo.
—Me temo, messieurs, que apenas siento los sentimientos de una hija. A todos los efectos, no he sido más que una huérfana.
En respuesta a las preguntas de Fournier, habló con caluroso agradecimiento de la madre Angélique, la directora del Institut de Marie.
—Ella sí fue siempre muy buena conmigo.
— ¿Cuándo dejó usted el orfanato, madame?
—A los dieciocho años, monsieur. Entonces empecé a ganarme la vida. Trabajaba como manicura. Estuve también en un establecimiento como modista. En Niza conocí a mi marido, que regresaba a Estados Unidos. Volvió en viaje de negocios a Holanda y nos casamos en Rotterdam hace un mes. Desgraciadamente, tuvo que volver a Canadá. Yo tuve que quedarme, pero ahora voy por fin a reunirme con él.
Anne Richards hablaba un francés correcto y fácil. Se comprendía, al oírla, que era más francesa que inglesa.
— ¿Cómo se enteró usted de la tragedia?
—Lo leí en los periódicos, pero no sabía... es decir, no podía imaginar que la víctima fuese mi madre. Luego recibí en París un telegrama de la madre Angélique, dándome las señas del abogado Thibault y recordándome el nombre de soltera de mi madre.
Fournier meneó la cabeza pensativo.
Siguieron conversando un buen rato, pero se hizo evidente que la señora Richards podría ser de poca utilidad para sus indagaciones. Nada sabía de la vida de su madre ni de lo relativo a sus negocios.
Después de apuntarse el nombre del hotel en que se alojaba, Poirot y Fournier se despidieron de ella.
—Está usted desencantado, mon vieux —comentó Fournier—. ¿Había usted concebido alguna idea acerca de esa muchacha? ¿Sospechó que podría ser una impostora, o acaso sigue usted sospechando que lo es?
Poirot meneó la cabeza con desaliento.
—No, no creo que sea una impostora. No plantean ninguna duda sus documentos. Pero es raro que me parezca haberla visto en alguna parte, o que me recuerde a alguien.
— ¿Se parece a la difunta? —insinuó Fournier en tono de duda—. Seguramente es eso.
—No, no es eso. Me gustaría recordarlo. Estoy seguro de haber visto un rostro parecido al suyo.
Fournier se le quedó mirando lleno de curiosidad.
—Siempre le ha interesado a usted la hija abandonada.
—Claro está —contestó Poirot, enarcando las cejas—. De todas las personas a quienes puede beneficiar la muerte de Giselle, esta chica es la que sale más beneficiada, y de una manera muy concreta: con una enorme fortuna.
—Cierto, pero ¿adonde nos lleva todo esto?
Poirot permaneció en silencio durante unos instantes, siguiendo el hilo de sus pensamientos.
—Amigo mío, esa muchacha hereda una gran fortuna. No le sorprenda si he pensado desde el principio que podría estar implicada. Tres mujeres viajaban en aquel avión. Una de ellas, Venetia Kerr, es hija de una familia tan conocida como respetable. Pero, ¿y las otras dos? Desde que Elise Grandier nos indujo a creer que el padre de la hija de madame Giselle fue inglés, se me metió en la cabeza que una de las dos mujeres podía ser la hija. Las dos eran aproximadamente de la misma edad. Lady Horbury era una corista de antecedentes bastante oscuros y que actuó en los escenarios bajo un seudónimo. La señorita Jane Grey, como me dijo una vez, se educó en un orfanato.
— ¡Ah, ah! —exclamó el francés—. ¿Todo eso es lo que ha estado pensando? Nuestro amigo Japp diría que se pasa usted de listo.
—Lo cierto es que siempre me acusa de complicar las cosas.
— ¿Ve usted?
—Pero, de hecho, eso no es cierto. Siempre procedo de la manera más sencilla que pueda imaginarse. Y nunca me niego a aceptar los hechos.
—Pero ¿está usted decepcionado? ¿Esperaba algo más de esa Anne Morisot?
Habían llegado al hotel de Poirot. Un objeto que reposaba sobre el mostrador de la recepción le recordó a Fournier algo que aquel había dicho aquella misma mañana.
—No le he dado las gracias por haberme apartado del error en que estaba. Tenía en cuenta las dos boquillas de lady Horbury y las pipas kurdas de los Dupont, y es algo imperdonable en mí que hubiera olvidado la flauta del doctor Bryant, aunque no sospechaba de él seriamente.
— ¿No sospechaba usted?
—No. Nunca pensé que fuera el tipo de hombre capaz...
Se interrumpió. El hombre que estaba hablando con el conserje se volvió con el estuche de la flauta en la mano y, viendo a Poirot, se le alumbró el rostro en una sonrisa de reconocimiento.
Poirot se adelantó, mientras Fournier se retiraba discretamente a un lado para que el doctor Bryant no le viera.
—Doctor Bryant —saludó Poirot con una inclinación.
Se estrecharon la mano. Una dama que había estado junto a Bryant se alejó en dirección al ascensor. Poirot se limitó a echarle una breve mirada.
—Bien, monsieur le docteur, ¿se han resignado sus pacientes a quedarse sin sus cuidados por unos días?
El doctor Bryant sonrió con aquella atractiva sonrisa que el otro recordaba tan bien.
—Ya no tengo pacientes. — aclaró y acercándose a una mesita vecina, le ofreció—: ¿Un vaso de jerez, monsieur Poirot, o algún otro apéritif?
—Gracias.
Se sentaron y el doctor encargó las bebidas. Luego confirmó lentamente:
—No, ya no tengo enfermos. Me he retirado.
— ¿Una decisión repentina?
Calló mientras les servían. Luego, levantando la copa, explicó:
—Una decisión necesaria. Abandono la carrera por mi propia voluntad, antes de que me echen del Colegio de Médicos. Todos llegamos a un punto decisivo de nuestra vida, monsieur Poirot, en que debemos tomar una decisión, al llegar a una encrucijada. Mi carrera me interesa enormemente y siento una pena, una gran pena al abandonarla. Pero me reclaman otras cosas. Se trata, monsieur Poirot, de la felicidad de un ser humano.
Poirot esperó en silencio que continuase.
—Es por una dama, una paciente mía, la quiero con toda mi alma. Tiene un marido que la hace desgraciada, que toma drogas. Si fuera usted médico sabría lo que esto significa. Como ella no tiene dinero, no puede abandonarle. He estado dudando mucho tiempo, pero por fin he tomado una determinación. Me la llevo a Kenia, donde empezaremos una vida nueva. Espero que al fin consiga un poco de felicidad. Ha sufrido tanto.
Se interrumpió de nuevo, para continuar apresuradamente:
—Le cuento esto, monsieur Poirot, porque pronto será del dominio público y, cuanto antes lo sepa usted, mejor.
—Comprendo —confirmó Poirot. Y, tras una breve pausa, añadió—: Veo que se lleva usted la flauta.
El señor Bryant sonrió.
—La flauta, monsieur Poirot, es mi mejor compañera. Cuando falla todo lo demás, siempre queda la música.
Pasó sus manos cariñosamente por el estuche. Luego, haciendo una inclinación, se levantó.
Poirot le imitó.
—Mis más sinceros deseos de felicidad, monsieur le docteur, en compañía de madame —se despidió Poirot.
Cuando Fournier se acercó a su amigo, Poirot se encontraba en el mostrador pidiendo una conferencia telefónica con Quebec.

24
UNA UÑA ROTA


—Y ahora, ¿qué? — exclamó Fournier—. ¿Acaso está intrigado con la herencia? Es una verdadera idea fija en usted.
—De ningún modo. Pero en todo tiene que haber orden y método. Hay que acabar una cosa antes de empezar otra.
Se volvió para mirar a su alrededor.
—Aquí está mademoiselle Jane. ¿Y si empezasen ustedes le déjeuner? Enseguida me reuniré con ustedes.
Fournier accedió y entró con Jane en el comedor.
— ¿Y qué? —preguntó Jane con curiosidad—. ¿Cómo es ella?
—Es de estatura algo más que regular, morena, de tez mate, barbilla saliente.
—Habla usted como un pasaporte. Las señas personales de mi pasaporte parecen un insulto. Se componen todas de tamaños medios y regulares. Nariz: media; boca: regular... ¡Vaya un modo de describir una nariz! Frente: regular; barbilla: regular...
—Pero los ojos no son regulares —observó Fournier.
—Son grises, que no es por cierto un color muy atractivo.
— ¿Y quién le ha dicho que no es un color muy atractivo? —protestó Fournier, inclinándose sobre la mesa.
Jane se rió.
—Domina usted el inglés. Dígame algo más de Anne Morisot. ¿Es bonita?
—Assez bien —confirmó Fournier con cautela—. Y además, ¡no es Anne Morisot, es Anne Richards! Está casada.
— ¿Han visto también al marido?
—No.
— ¿Por qué no?
—Porque está en Canadá o en Estados Unidos.
Le explicó algunas circunstancias de la vida de Anne. Cuando ya estaba agotado el tema, se les unió Poirot, que parecía un poco desalentado.
— ¿Qué hay, mon cher? —le preguntó Fournier.
—He hablado con la directora, con la madre Angélique. Es algo maravilloso el teléfono transatlántico. ¡Eso de poder hablar con alguien que está casi al otro lado del mundo!
—También es admirable el facsímil telegráfico. La ciencia es lo más maravilloso del mundo. Pero ¿qué iba usted a decir?
—Hablé con la madre Angélique. Me confirmó exactamente lo que la señora Richards nos ha dicho de las circunstancias de su educación en el Institut de Marie. Me habló francamente de la madre, que se fue de Quebec con un francés comerciante en vinos. Se sintió muy aliviada al saber que la chica no caería bajo la influencia de su madre. En su opinión, Giselle iba por mal camino. Enviaba regularmente el dinero, pero nunca manifestó deseos de ver a su hija.
—En fin, que la conversación no ha sido más que una repetición de lo que hemos oído esta mañana.
—Prácticamente igual, pero con más pormenores. Anne Morisot dejó el Institut de Marie hace seis años para trabajar de manicura, después de lo cual se colocó como doncella de compañía y, en calidad de tal, salió de Quebec hacia Europa. No escribía con frecuencia, pero la madre Angélique tenía noticias de ella un par de veces al año. Cuando leyó en los periódicos la noticia sobre la encuesta judicial, sospechó que aquella Marie Morisot era con toda probabilidad la Marie Morisot que había vivido en Quebec.
—Y el marido ¿qué? — preguntó Fournier—. Ahora que sabemos que Giselle se casó, el marido podría ser un gran elemento.
—Ya he pensado en eso. Ha sido una de las razones de mi llamada. George Leman, el marido de Giselle, murió en los primeros días de la guerra.
Hizo una pausa y, de pronto, preguntó:
— ¿Qué acabo de decir? No, mi última observación, la de antes. Me parece que, sin darme cuenta, he dicho algo de importancia.
Fournier repitió lo mejor que supo cuanto había dicho Poirot, pero el belga meneó la cabeza con disgusto.
—No, eso no. Bueno, no importa.
Volviéndose hacia Jane, entabló una animada conversación con ella.
Terminado el almuerzo, Poirot propuso tomar el café en el salón.
Jane se mostró de acuerdo enseguida y alargó la mano para coger sus guantes y su bolso. Pero, al hacerlo, dio un ligero respingo.
— ¿Qué sucede, mademoiselle?
— ¡Oh! Nada —rió Jane—. Que se me ha roto una uña. Tengo que limármela.
Poirot volvió a sentarse pausadamente, exclamando por lo bajo:
—Nom d'un nom d'un nom !
Sus compañeros lo miraron con sorpresa.
—Monsieur Poirot —exclamó Jane—. ¿Qué sucede ?
—Es que de pronto he recordado por qué me resultaba familiar Anne Morisot —señaló Poirot—. ¡Como que la había visto antes... en el avión... el día del asesinato! Lady Horbury mandó a buscarla para pedirle una lima para las uñas. Anne Morisot era la doncella de lady Horbury.

25
«TENGO MIEDO»


Tan inesperada revelación produjo una honda impresión en los tres comensales. Abría una nueva perspectiva para el caso.
Lejos de ser una persona ajena por completo a la tragedia, Anne Morisot estuvo presente en la escena del crimen. Los tres tardaron unos instantes en reponerse del efecto que aquello les causó.
Poirot agitaba frenéticamente las manos, con los ojos cerrados, como para ahuyentar una visión horrible.
— Un momento, un momento —rogó—. Necesito reflexionar, necesito ver cómo afecta esto a las ideas que tenía. Tengo que repasarlo. Debo recordar. ¡Maldito mil veces mi desgraciado estómago! ¡Solo me preocupaban las sensaciones internas!
— ¿De modo que ella estaba en el avión? —preguntó Fournier —. Por fin, por fin empiezo a comprender.
—Recuerdo —señaló Jane— a una muchacha alta y morena. —Y cerró los ojos en un esfuerzo para refrescar su memoria—. Madeleine, la llamó lady Horbury.
—Eso es, Madeleine —confirmó Poirot—. Lady Horbury la mandó al fondo del avión a buscar un maletín, un neceser rojo.
— ¿Quiere usted decir que esa muchacha pasó por detrás del asiento de su madre? —preguntó Fournier con vivo interés.
—Así fue.
—Ya tenemos el móvil y la ocasión —afirmó el inspector con un gran suspiro—. Sí, lo tenemos todo.
Luego, con una vehemencia que contrastaba con su carácter comedido y melancólico, descargó un puñetazo sobre la mesa, y exclamó:
—Parbleu! ¿Por qué nadie mencionó eso antes? ¿Por qué no se la incluyó entre los sospechosos?
—Ya se lo he dicho, amigo mío, ya se lo he dicho. Mi desgraciado estómago es el culpable.
—Sí, sí, eso se comprende, pero es que hay otros estómagos sanos: los camareros, los demás pasajeros...
—Tal vez se debiera —observó Jane— a que eso sucedió al principio, cuando apenas habíamos salido de Le Bourget, y Giselle se hallaba viva casi una hora después. Todo hace suponer que la mataron mucho después.
—Es curioso —comentó Fournier pensativo—. ¿No puede haber un efecto retardado del veneno? A veces esas cosas pasan.
Poirot dejó caer la cabeza entre sus manos.
—Tengo que pensar, debo pensar —gruñó—. ¿Es posible que todo lo que he imaginado hasta ahora sea un completo error?
—Mon vieux —le compadeció Fournier—, esas cosas suelen suceder. Me han pasado a mí. También es posible que le pasen a usted. A veces no hay más remedio que tragarse el propio orgullo y rectificar las ideas.
—Es cierto —aceptó Poirot—. Tal vez le haya dado demasiada importancia a algo que no la tenía. Esperaba hallar cierta pista y, al hallarla, lo articulé todo alrededor de ella. Pero si he estado equivocado desde el principio, si aquello estaba donde estaba solo por mero accidente, en ese caso, sí, tendré que admitir que estaba enteramente equivocado.
—No podemos cerrar los ojos al nuevo giro que toman ahora las cosas —observó Fournier—.Tenemos el móvil y la ocasión. ¿Qué más quiere?
—Nada. Debe de ser como usted dice. La acción retardada del veneno es sin duda algo tan extraordinario que, en la práctica, podríamos calificarla de imposible. Pero en cuestión de venenos, hasta lo imposible puede suceder. Hay que tener en cuenta la idiosincrasia de cada uno.
Su voz se apagó.
—Tenemos que trazar un plan de acción —propuso Fournier—. Por ahora, creo que sería imprudente despertar las sospechas de Anne Morisot. Ignora por completo que usted la ha reconocido. Hemos aceptado su buena fe. Sabemos en qué hotel se hospeda y podemos ponernos en contacto con ella por mediación de Thibault. Las formalidades legales pueden diferirse. Tenemos dos puntos bien establecidos: ocasión y móvil. Aún hay que probar que Anne Morisot dispusiese de veneno de serpiente. Está además la cuestión del norteamericano que compró la cerbatana y sobornó a Jules Perrot. Podría muy bien ser el marido, Richards. Solo sabemos que está en Canadá porque ella así lo afirma.
—Como usted dice, el marido, sí, el marido. ¡Ah! ¡Espere, espere!
Poirot se oprimió las sienes con las manos.
—Todo está mal. No empleo adecuadamente mis células grises —murmuró—. No hago más que dar saltos hacia conclusiones. Acabo por creer, quizá, en lo que me gustaría creer. Y me vuelvo a equivocar. Si mi idea original era buena, no debo dejarme influir.
Se interrumpió.
— ¿Cómo dice? —preguntó Jane.
Poirot no respondió durante unos instantes. Luego, apartó las manos de sus sienes, se irguió en su asiento y cambió de lugar dos tenedores y un salero que molestaban su sentido de la simetría.
—Razonemos —dijo por fin—: Anne Morisot es culpable del crimen o es inocente. Si es inocente, ¿por qué ha mentido? ¿Por qué ha ocultado el hecho de que era la doncella de lady Horbury?
—Sí, ¿por qué? —preguntó Fournier.
—De modo que diremos que Anne Morisot es culpable porque ha mentido. Pero espere. Supongamos que mi primera suposición fuese correcta. ¿Cuadraría eso con la culpabilidad de Anne Morisot, con el hecho de que mintiera? Sí, podría cuadrar, si damos por sentada una premisa. Pero en este caso y si la premisa es correcta, Anne Morisot no debería haberse hallado en el avión bajo ningún concepto.
Sus compañeros de mesa lo contemplaban cortésmente, pero con un interés más bien superficial.
Ahora comprendo lo que afirma el inglés Japp, pensaba Fournier. Este viejo lo complica todo. Está tratando de complicar un asunto que se presenta muy sencillo. Se resiste a aceptar una solución clara, cuando se contradice con sus ideas preconcebidas.
No comprendo nada de lo que dice, pensaba Jane. ¿Por qué no debía estar esa chica en el avión? Tenía que ir a donde lady Horbury la mandase. Realmente, me parece que es un charlatán.
De pronto, Poirot inspiró a pleno pulmón.
— Pues claro —exclamó—. Es una posibilidad, y debería ser muy sencillo comprobarlo.
Se levantó.
— ¿Y ahora qué, amigo mío? —le preguntó Fournier.
— Otra vez al teléfono —explicó Poirot.
— ¿Una llamada transatlántica a Quebec?
— Esta vez es una mera llamada a Londres.
— ¿A Scotland Yard?
—No, a casa de lord Horbury, en Grosvenor Square. Ojalá tenga la suerte de que lady Horbury se encuentre en casa.
—Cuidado, amigo mío, que si Anne Morisot sospecha que es el blanco de nuestras investigaciones, se nos va a estropear el negocio. Sobre todo no la pongamos en guardia.
—No tema. Seré discreto. Solo pienso hacer una pregunta sin importancia, la pregunta más inofensiva. ¿Quiere usted venir conmigo?
—No, no.
—Insisto.
Los dos hombres salieron, dejando a Jane sola.
Tardaron en ponerlos en comunicación, pero Poirot estuvo de suerte. Lady Horbury se hallaba almorzando en casa.
—Bueno. Dígale usted a lady Horbury que monsieur Hércules Poirot desea hablarle desde París —Hubo una pausa—. ¿Es usted, lady Horbury...? No, no, todo va bien. Le aseguro a usted que todo va bien... No se trata de eso. Deseo que me conteste a una pregunta. ¿Cuando usted vuela de París a Inglaterra, siempre suele acompañarla su doncella o ella va en tren...? En tren. De modo que en aquella ocasión... Comprendo... ¿Está segura? ¡Ah! ¿Se ha despedido? ¿La dejó de repente al recibir una noticia...? Mais oui, qué ingratitud... Es cierto. ¡Son un atajo de ingratas...! Sí, sí, exacto... No, no es preciso que se moleste. Au revoir. Gracias.
Dejó el aparato y se volvió hacia Fournier con ojos brillantes.
—Escuche esto, amigo mío: la doncella de lady Horbury acostumbraba a viajar en tren y en barco. El día que mataron a Giselle, lady Horbury decidió a última hora que Madeleine hiciese el viaje también en avión.
Cogió al francés del brazo.
—Pronto, amigo mío. Hemos de ir corriendo a su hotel. Si no me equivoco, y mucho me temo que no, no hay tiempo que perder.
Fournier se quedó sorprendido, pero no tuvo tiempo de formular ni una pregunta, porque Poirot ya había cruzado la puerta giratoria que daba a la calle.
Fournier corrió tras él.
—Pero no acabo de comprenderlo. ¿Qué pasa?
El inspector abrió la portezuela de un taxi. Tras subirse, a él, Poirot le dio al chófer las señas del hotel de Anne Morisot.
—Y a toda velocidad, pero que a toda velocidad.
Fournier se apresuró a entrar tras él.
— ¿Qué mosca le ha picado? ¿Por qué estas prisas?
—Porque, amigo mío, si no me equivoco, Anne Morisot está en inminente peligro.
— ¿Usted cree?
Fournier no pudo disimular un tono de escepticismo.
—Tengo miedo —exclamó Hércules Poirot—. Miedo. Bon Dieu, ¡qué despacio va este coche!
El taxi en aquel momento corría a más de 60 por hora zigzagueando entre el tráfico, saliendo milagrosamente indemne gracias a la excelente pericia del conductor.
—Va tan despacio que, en cualquier instante, podemos sufrir un accidente —comentó secamente Fournier—. Y hemos dejado plantada a mademoiselle Grey, que estará esperando a que regresemos del teléfono, y sin una palabra de excusa. Eso no es muy cortés.
— ¿Qué importa la cortesía o descortesía en una cuestión de vida o muerte?
— ¿Vida o muerte? —murmuró Fournier encogiéndose de hombros y pensó: Bueno, este loco lo echará todo a perder. En cuanto la muchacha huela que le seguimos el rastro...
Entonces intentó un tono más persuasivo:
—Sea usted razonable, monsieur Poirot. Tenemos que proceder con cautela.
—Usted no comprende. Tengo miedo... miedo...
El taxi se detuvo chirriando ante el hotel en que se hospedaba Anne Morisot.
Poirot saltó a la acera y casi se tropezó con un hombre joven que salía del hotel.
Poirot se quedó de piedra al verlo.
—Otra cara conocida. Pero ¿dónde le he visto yo... ? ¡Ah! Ya recuerdo, ese es el actor Raymond Barraclough.
Al ir a entrar en el hotel, Fournier le detuvo, sujetándole por un brazo.
—Monsieur Poirot, siento un gran respeto, una honda admiración por sus métodos, pero creo firmemente que no hemos de precipitarnos. En Francia soy yo el responsable de la dirección de este caso.
Poirot le interrumpió.
—Me hago cargo de su ansiedad, pero no hay ninguna precipitación por mi parte. Preguntaremos al conserje. Si madame Richards está aquí y todo va bien, nada habremos perdido y podremos discutir con calma nuestro futuro plan de conducta. ¿Tiene usted algo que objetar a esto?
—No, no, claro que no.
—Está bien.
Poirot empujó la puerta giratoria y se encaminó hacia el encargado de recepción, seguido de Fournier.
— Creo que se hospeda aquí una tal señora Richards.
— No, monsieur. Estaba aquí, pero se ha ido hoy.
— ¿Se ha ido? —preguntó Fournier.
— Sí, monsieur.
— ¿Cuándo?
— Hará una media hora.
— ¿Ha sido una marcha improvisada? ¿Adónde ha ido?
El empleado se irguió ante esta pregunta y parecía poco dispuesto a contestar, pero cuando Fournier le mostró sus credenciales, cambió de actitud y prometió prestar cuanta ayuda estuviese a su alcance.
No, la señora no había dejado señas. Pensó que su marcha se debía a un súbito cambio de planes. Al llegar dijo que se proponía pasar una semana.
Más preguntas. Se interrogó al portero, a los mozos de los equipajes, a los encargados del ascensor.
Según el portero, un caballero había preguntado por ella durante su ausencia, la esperó y almorzó con ella. ¿Qué tipo de caballero? Un norteamericano... muy norteamericano. Ella pareció sorprendida al verle. Después del almuerzo, la señora pidió que le bajasen el equipaje y se fue en un taxi.
¿Qué adonde se había dirigido? A la Gare du Nord, al menos esa fue la orden que dio al taxista. ¿Y se fue con ella el norteamericano?
— No, se fue sola.
— La Gare du Nord —observó Fournier—. Es la ruta hacia Inglaterra. El expreso de las dos. Pero también puede haber querido despistar. Hay que telefonear a Boulogne e intentar que detengan el ferry.
Se diría que el miedo de Poirot se había contagiado a Fournier.
El rostro del francés reflejaba una viva ansiedad.
Con gran rapidez y eficacia puso en movimiento la maquinaria policial.
Eran las cinco cuando Jane, que esperaba en el salón con un libro abierto en sus manos, levantó la cabeza y vio entrar a Poirot.
Quiso protestar, pero las palabras se le helaron en la boca al ver la cara que ponía su jefe.
— ¿Qué ha sucedido? —preguntó—. ¿Ha pasado algo?
Poirot le cogió las manos.
—La vida es algo terrible, mademoiselle.
El tono con que pronunció estas palabras hizo estremecer a Jane.
—Pero ¿qué pasa? —volvió a preguntar.
Poirot habló lentamente.
—Cuando el tren llegó a Boulogne, se encontró a una mujer en un compartimiento de primera... muerta.
Jane palideció.
— ¿Anne Morisot?
—Anne Morisot. Tenía en la mano un frasco azul que contenía cianuro.
— ¡Oh! —exclamó Jane—. ¿Un suicidio?
Poirot tardó en contestar. Luego, como quien escoge con prudencia las palabras, contestó:
—Sí, la policía cree que se trata de un suicidio.
— ¿Y usted?
Poirot extendió los brazos en actitud muy expresiva.
— ¿Qué otra cosa se puede creer?
— ¿Por qué se suicidaría? ¿Por remordimiento o por miedo a ser detenida?
Poirot meneó la cabeza pensativo:
— ¡Qué cosas más horribles tiene la vida! Se necesita mucho valor.
— ¿Para matarse? Sí, supongo que sí.
— Y para vivir —remachó Poirot—, también para vivir se necesita valor.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс янв 28, 2018 12:40 am

26
CHARLA DE SOBREMESA


Al día siguiente, Poirot dejó París. Jane se quedó allí con una lista de encargos que cumplir, la mayor parte de los cuales no tenían para ella el menor sentido, aunque procuró hacerlos lo mejor que pudo. Vio a Jean Dupont dos veces. Él le habló de la expedición en que ella debía tomar parte y Jane no osó desengañarle sin hablar antes con Poirot, de modo que siguió la charla lo mejor que supo, hasta poder cambiar de tema. Cinco días después, un telegrama la reclamó a Inglaterra.
Norman fue a esperarla a la estación Victoria y hablaron de los recientes sucesos.
Se había dado escasa importancia al suicidio. En los periódicos apareció una breve noticia dando cuenta del suicidio de una tal señora Richards, canadiense, en el expreso París-Boulogne. Y nada más. No se había mencionado ninguna relación con el asesinato en el avión.
Tanto Norman como Jane tenían el ánimo predispuesto al optimismo. Confiaban ciegamente en que todas sus inquietudes habrían terminado muy pronto. Aunque Norman no era tan entusiasta como Jane.
— Si sospechan que ella mató a su madre, ahora, tras el suicidio, probablemente no se molestarán en proseguir con el caso, y si no se cierra oficialmente, no sé qué va a ser de unos pobres diablos como nosotros. Para la opinión pública, seguiremos envueltos en sospechas como hasta ahora.
Y eso mismo le dijo a Poirot cuando lo encontró en Piccadilly unos días después.
Poirot sonrió.
— Es usted como todos. Me toman por un viejo chocho, incapaz de realizar nada de provecho. Oiga: ¿Por qué no viene a cenar esta noche conmigo? Vendrá Japp y también nuestro amigo el señor Clancy. Voy a hablar de cosas que pueden interesarle.
La cena transcurrió agradablemente. Japp estaba de buen humor y adoptó un aire protector. Norman se mostraba interesado. El señor Clancy estaba tan excitado como cuando identificó el dardo fatal.
Nadie hubiera dicho que Poirot trataba abiertamente de impresionar al escritor.
Después de la cena, tomado el café, Poirot se aclaró la garganta con cierto embarazo, aunque tampoco restase importancia al momento.
— Amigos míos —empezó diciendo—, el señor Clancy me ha expresado su interés por conocer lo que él llamaría mis métodos, Watson. C'est ça, n'est-ce-pas? Propongo, si no tiene que resultarles pesado... —hizo una pausa significativa, pero Norman y Japp se apresuraron a decir que no, que sería muy interesante—, darles un resumen de los métodos que he seguido en mis investigaciones en este caso.
Guardó silencio para consultar sus notas. Japp murmuró al oído de Norman:
— Se traga sus propias fantasías, ¿verdad? Pues no es vanidoso ni nada, este hombrecillo.
Poirot le dirigió una mirada de reproche al tiempo que se aclaraba la garganta:
— ¡Ejem!
Tres rostros se volvieron cortésmente hacia él.
— Empezaré por el principio, amigos míos. Me situaré en el avión Prometheus el día del fatídico viaje París-Croydon. Les expondré las impresiones que recibí aquel día y las ideas que me sugirieron, pasando luego a explicarles si se confirmaron o no en virtud de futuras observaciones.
»Poco antes de llegar a Croydon, el camarero se acercó al doctor Bryant, y este le siguió para examinar el cadáver. Yo les acompañé, presintiendo que tal vez aquello pudiera interesarme personalmente. Quizá tenga yo un punto de vista excesivamente profesional, cuando se trata de asesinatos. Esos casos los divido en dos clases: los que me interesan y los que no. Y aunque estos últimos son infinitamente más numerosos, siempre que me hallo ante la víctima de un crimen me siento como un perro olfateando el aire.»
El doctor Bryant confirmó el temor del camarero respecto a la defunción de la viajera. Claro que, respecto a la causa de la muerte, no podía emitir su juicio sin examinar atentamente el cadáver. Y entonces fue cuando monsieur Jean Dupont sugirió que la muerte pudo producirse por un shock causado por la picadura de una avispa y, en apoyo de su hipótesis, nos mostró el insecto que acababa de matar.»
Era una conjetura que, por no carecer de fundamento, parecía muy aceptable. Podía verse la señal en el cuello de la difunta, señal muy semejante a la que deja el aguijón de una avispa y, además, estaba el hecho innegable de la presencia del insecto en el avión.»
Pero yo tuve la fortuna de descubrir en el suelo lo que a primera vista hubiera podido tomarse por otra avispa muerta, pero que en realidad era un dardo con un copito de seda amarilla y negra.»
Fue entonces cuando se acercó el señor Clancy y afirmó que aquello era un dardo como los que algunas tribus lanzan con cerbatana. Luego, como ustedes ya saben, se descubrió este artilugio.»
Cuando llegamos a Croydon, las ideas bullían en mi cerebro. Una vez que me vi en tierra, mi cerebro empezó a funcionar con su acostumbrada claridad.
— Siga, monsieur Poirot —sonrió Japp—. Prescinda de cualquier falsa modestia.
Poirot reanudó su discurso tras dirigirle una mirada.
— Una idea predominaba en mi cabeza (como a todos los demás), y era la audacia de un crimen cometido de aquel modo, y el hecho sorprendente de que nadie lo hubiera advertido.»
Otros dos puntos me interesaban además. Uno era la oportuna presencia de la avispa. El otro, el hallazgo de la cerbatana. Como tuve ocasión de hacer observar a mi amigo Japp, ¿por qué diablos no se desprendió de ella el asesino arrojándola por el hueco de la ventilación? El dardo por sí solo hubiera sido difícil de identificar, pero una cerbatana, que además conservaba aún vestigios de su etiqueta, ya era otra cosa.»
¿Cuál era la explicación? Obviamente que el asesino deseaba que se encontrase la cerbatana.»
Pero ¿por qué? Solo hay una respuesta lógica. Si se encontraba un dardo envenenado y una cerbatana, se supondría que el asesinato había sido cometido con un dardo disparado con ese chisme. Por consiguiente, el crimen no se había cometido de aquel modo.»
Por otra parte, como había de demostrar el análisis, la muerte la causó el veneno del dardo. Esto abrió mis ojos y me dio que pensar. ¿Cuál era la manera más segura de clavar un dardo en la yugular? Y la respuesta no ofrece dudas: con la mano.»
Inmediatamente se vio la necesidad de que se encontrara la cerbatana. Ésta sugería inevitablemente la idea de distancia. Si mis deducciones no eran erróneas, la persona que mató a Giselle se le acercó muy decidida y se inclinó sobre ella para matarla.»
¿Alguien pudo hacer algo así? Sí, dos personas. Los dos camareros pudieron acercarse a madame Giselle e inclinarse sobre ella sin que nadie notara nada anormal.»
¿Pudo hacer eso alguien más?
»Les diré que pudo hacerlo el señor Clancy. Era el único viajero que había pasado por detrás del asiento de madame Giselle, y recuerdo que fue el primero en llamar la atención sobre lo de la cerbatana y el dardo envenenado.
El señor Clancy se levantó de un brinco.
— ¡Protesto! —exclamó—. ¡Protesto! ¡Esto es una infamia!
— Siéntese —le ordenó Poirot—. Aún no he terminado. Quiero exponerles paso a paso cómo llegué a mis conclusiones.
»Yo tenía ya tres presuntos autores del crimen: Mitchell, Davis y el señor Clancy. Ninguno de los tres me parecía un asesino, pero quedaba mucho camino por delante.»
Recapacité luego sobre las posibilidades que ofrecía la avispa. ¡Qué interesante era esa avispa! En primer lugar, nadie se había fijado en ella hasta que se sirvió el café. Esta circunstancia era ya muy curiosa. En mi opinión, el asesino se propuso dar al mundo dos soluciones distintas de la tragedia. Según la primera y más sencilla, madame Giselle sufrió una picadura de avispa y sucumbió a un infarto. El éxito de esta solución dependía de que el asesino pudiera recoger el dardo. Japp convino conmigo en que esto podía hacerse fácilmente, en tanto nadie sospechara que sucedía algo irregular. Además, yo no tenía la menor duda de que habían cambiado el color original de la seda para simular la apariencia de una avispa.»
El asesino, pues, se acercó a su víctima, le clavó el dardo ¡y dejó en libertad la avispa! El veneno es tan activo que produce la muerte al instante. Si Giselle gritara, con el ruido del motor nadie la oiría. Pero, para el caso de que alguien la oyese, ya estaba zumbando la avispa por el avión para justificar el grito. El insecto, se diría, había picado a la pobre mujer.»
Ese era, como digo, el plan número uno. Pero suponiendo, como realmente ocurrió, que se descubriera el dardo envenenado antes de que el criminal pudiera recogerlo, la situación del asesino sería muy comprometida. La muerte natural sería inaceptable. En vez de arrojar la cerbatana por el hueco de la ventilación, habría que esconderla donde se la pudiera encontrar cuando se registrase el avión y, enseguida, surgiría la idea de que aquella era el arma del crimen. La atmósfera adecuada para un disparo a distancia estaba creada y, cuando se encontrara la cerbatana, se encaminarían las sospechas en una determinada dirección.»
Ya tengo, pues, mi teoría del crimen, y mis sospechas contra tres personas, que pueden extenderse a una cuarta:»
Monsieur Jean Dupont, que atribuyó la muerte a una picadura de avispa, era quien se sentaba más cerca de Giselle y podía levantarse sin que nadie se fijase. Pero, por otra parte, no me atrevía a admitir que se hubiera arriesgado tanto. Concentré mis pensamientos en el problema de la avispa. Si el asesino llevaba encima una avispa para soltarla en el momento psicológico, debió traerla encerrada en una cajita o algo por el estilo.»
De aquí mi interés por saber lo que llevaban los pasajeros en sus bolsillos y en su equipaje.»
Y he aquí que llegué a un resultado totalmente inesperado. Encontré lo que buscaba, pero no en la persona que esperaba. En el bolsillo del señor Norman Gale había una cajita de cerillas vacía. Pero, según todos declaraban, el señor Gale no se había acercado a la cola del avión. Solo fue al servicio y volvió luego a su sitio.»
Y, a pesar de todo, aunque parezca imposible, había una manera por la que el señor Gale hubiera podido cometer el crimen, como mostraba el contenido de su maletín.
— ¿Mi maletín? —preguntó Norman Gale entre alegre y sorprendido—. Ni yo mismo recuerdo las cosas que llevaba.
Poirot le dirigió una amable sonrisa.
— Espere un poco. Ya hablaremos de eso. Ahora estoy exponiendo mis primeras impresiones. Como iba diciendo, cuatro eran las personas que podían haber cometido el crimen desde el punto de vista de las posibilidades: los dos camareros, Clancy y Gale. Luego estudié el caso desde otro ángulo: el del motivo. Si el motivo coincidía con la posibilidad, tendría al asesino. ¡Pero, ay, no llegué a un resultado satisfactorio! Mi amigo Japp me acusó de complicar las cosas, pero les confieso que en la investigación del motivo procedí de la manera más sencilla del mundo. ¿A quién aprovecharía la desaparición de madame Giselle? Desde luego a su hija, ya que ella heredaría una fortuna. Había otras personas que estaban en poder de madame Giselle, o así lo parecía, por lo que sabíamos. Fue un trabajo de eliminación. Solo uno de los pasajeros del avión se hallaba complicado en los negocios de Giselle, y ese pasajero era lady Horbury.
»Lady Horbury tenía evidentes motivos para desear la muerte de Giselle. La noche anterior la había visitado en París. Se hallaba en una situación apurada y tenía un amigo, un joven actor, que podía muy bien ser el norteamericano que compró una cerbatana y sobornó al empleado de la compañía aérea para obligar a Giselle a tomar el vuelo de las doce.
»El problema se desdoblaba en dos. No veía yo la posibilidad de que lady Horbury hubiese cometido el crimen, ni el motivo que pudieran tener los camareros, ni el señor Clancy y el señor Gale para cometerlo.
»Pero siempre, en el fondo de mi mente, bullía el problema que me ofrecía la hija y heredera, aún desconocida, de Giselle. ¿Estaba casado alguno de mis cuatro sospechosos y, en ese caso, podía ser su esposa Anne Morisot? Si su padre era inglés, ella debió criarse en Inglaterra. Pronto descarté a la mujer de Mitchell, que era un tipo clásico de Dorset. Davis tenía relaciones con una muchacha cuyos padres viven. El señor Clancy era soltero. El señor Gale estaba evidentemente enamorado de la señorita Jane Grey.»
Debo decir que examiné cuidadosamente los antecedentes de la señorita Grey, sabiendo por ella, por lo que dijo en el transcurso de unas charlas, que se crió en un orfanato cerca de Dublín. Pero pronto me convencí de que la señorita Grey no era la hija de Giselle.
»Confeccioné un cuadro con los resultados obtenidos. Los camareros ni ganaban ni perdían con la muerte de madame Giselle, dejando aparte el evidente shock que sufrió Mitchell. El señor Clancy planeaba una novela inspirada en ese asunto, y esperaba ganar algún dinero con ella. El señor Gale perdía la clientela. Poco adelantaba con esto en mis investigaciones.»
Y, no obstante, estaba convencido de que el señor Gale era el asesino, por la caja de cerillas vacía y por el contenido de su maletín. Aparentemente, en vez de ganar algo con la muerte de Giselle, había salido perdiendo, pero las apariencias pueden engañar.»
Decidí cultivar su amistad. Sé por experiencia que cualquiera que hable mucho tiende a delatarse antes o después. Todos acaban por hablar de sí mismos.»
Procuré ganarme la confianza del señor Gale. Fingí fiarme de él y hasta solicité su ayuda para hacer un falso chantaje a lady Horbury. Y entonces fue cuando cometió su primera equivocación.»
Le propuse que se caracterizase un poco y se dispuso a representar su papel como un ridículo mamarracho. Aquello fue una farsa. Nadie, estoy seguro, hubiera representado el papel tan mal como él se proponía hacerlo. ¿Qué razón tenía para aquello? Pues que, sabiéndose culpable, temía manifestarse como un buen actor. Pero cuando yo enmendé su exagerado disfraz, quedó de manifiesto su habilidad artística. Representó su papel a las mil maravillas y lady Horbury no le reconoció. Entonces me convencí de que podía haberse presentado en París como un norteamericano y de que en el Prometheus podía haber representado también su papel.»
Y empezó a preocuparme seriamente mademoiselle Grey. O estaba complicada en el asunto o era inocente y, en este caso, se convertiría en víctima, ya que un buen día podía despertar como esposa de un asesino. Para impedir un matrimonio lamentable, me llevé a mademoiselle conmigo a París en calidad de secretaria.»
Y, mientras estábamos allí, se presentó la desconocida heredera a reclamar la fortuna. Me intrigó en ella una semejanza que no podía concretar. Hasta que al fin la identifiqué, aunque demasiado tarde.»
El hecho de que se encontrara en el avión y de que hubiera mentido al respecto, desbarataba todas mis teorías. Ella era, sin ningún género de dudas, la culpable que buscábamos.»
Pero si era culpable, tenía un cómplice en el hombre que compró la cerbatana y sobornó a Jules Perrot.»
¿Quién era ese hombre? ¿Su marido?»
Y, de pronto, se me ofreció la verdadera solución, es decir, la verdadera si se podía comprobar un punto.
»Para que mis deducciones fuesen correctas, Anne Morisot no debía haber volado en aquel avión. Telefoneé a lady Horbury y me contestó satisfactoriamente. Su doncella, Madeleine, viajó en el avión por un capricho de última hora de su señora.
Poirot hizo una pausa. El señor Clancy observó:
— ¡Hum! Veo que aún no queda muy probada mi inocencia.
— ¿Cuándo dejó de sospechar de mí? —preguntó Norman.
—Nunca. Usted es el asesino. Espere y se lo explicaré todo. Japp y yo hemos trabajado mucho esta semana. Es cierto que usted se hizo dentista para complacer a su tío, John Gale. Adoptó usted su nombre cuando se estableció como socio de él, pero era usted hijo de su hermana, no de su hermano. Su nombre verdadero es Richards. Como Richards conoció usted a Anne Morisot el invierno pasado en Niza, cuando estaba allí con su señora. Lo que ella nos contó de su infancia es cierto, pero la segunda parte de la historia la inventó usted. No es cierto que ella ignorase el nombre de soltera de su madre. Giselle estuvo en Montecarlo y allí alguien mencionó su nombre auténtico. Usted pensó que allí podía haber una gran fortuna a ganar, y eso atrajo a su temperamento de jugador. Por Anne Morisot supo la relación que existía entre lady Horbury y Giselle.»
Usted concibió enseguida el plan del crimen. Giselle tenía que morir de modo que todas las sospechas recayesen en lady Horbury. Maduró su plan y este fructificó. Sobornó al empleado de la compañía aérea para que Giselle viajase en el mismo avión que lady Horbury. Anne Morisot le había dicho a usted que ella haría el viaje en tren y no esperaba verla en el avión. Esto trastornó seriamente sus planes. Si se descubría que la hija y heredera de Giselle había volado en aquel avión, las sospechas recaerían en ella. Su idea original era que reclamase la herencia protegida por una coartada perfecta, ya que no se hallaría en el avión cuando se cometiese el crimen, y entonces usted podría casarse con ella. La muchacha estaba loca por usted, pero a usted lo que le interesaba era el dinero.»
Una nueva complicación vino a sumarse a sus planes. En Le Pinet vio usted a Jane Grey y se enamoró apasionadamente de ella, y su gran pasión le llevó a un juego aún más peligroso.»
Quería usted el dinero y a la mujer que amaba. Cometiendo un asesinato por dinero no renunciaba usted a recoger el fruto de su crimen. Atemorizó a Anne Morisot, diciéndole que si se presentaba enseguida a revelar su identidad se haría sospechosa. Así pues, le aconsejó que pidiese unos días de permiso y se la llevó a Rotterdam, donde se casaron.»
A su debido tiempo la instruyó minuciosamente sobre la manera de reclamar la herencia. No había que mencionar su empleo de doncella de lady Horbury y debía dejar muy claro que ella y su marido no se hallaban presentes en el lugar del crimen. Desgraciadamente para usted, la fecha señalada para que Anne Morisot fuese a París a reclamar su herencia coincidió con mi llegada a aquella ciudad, adonde me acompañó la señorita Grey. Eso no encajaba con su guión. La señorita Grey y yo podíamos reconocer en Anne Morisot a la doncella de lady Horbury.»
Procuró usted verla a tiempo, pero fracasó y, cuando llegó usted a París, ella ya había hablado con el abogado. Al reunirse con usted en el hotel, ella le dijo que acababa de encontrarse conmigo. Las cosas se ponían sombrías y resolvió usted actuar sin tardanza.»
Era su intención que su flamante esposa no sobreviviera mucho tiempo a su condición de rica. Después de la ceremonia del matrimonio, firmaron sendos testamentos dejándose mutuamente cuanto tenían. Negocio redondo para usted.
«Supongo que intentaba usted llevar a cabo sus planes sin prisas. Se hubiera ido al Canadá, con el pretexto de haber perdido a su clientela. Allí habría vuelto a llevar el nombre de Richards y su señora se hubiera reunido con usted. De todos modos, no creo que la señora Richards hubiera tardado en morir, dejando una fortuna a un desconsolado viudo. ¡Entonces hubiera regresado usted a Inglaterra como Norman Gale, tras haberse enriquecido especulando con mucha suerte en el Canadá! Pero, en vista de las circunstancias, creyó usted que no había tiempo que perder.
Poirot se detuvo para tomar aliento y Norman Gale, echando atrás la cabeza, prorrumpió en un carcajada.
— ¡Es usted muy listo imaginando lo que se proponen hacer los demás! ¿Por qué no se pone a escribir como el señor Clancy?
— Y cambiando de tono, exclamó indignado—: Nunca había oído tal sarta de disparates. ¡No es demostrable, monsieur Poirot, todo eso que ha imaginado!
Poirot se mantuvo inalterable.
—Tal vez no. Pero tengo algunas pruebas.
— ¿De veras? — repitió Norman, en tono de mofa—. ¿Acaso puede probar que fui yo quien mató a la vieja Giselle, siendo así que todos los que iban en el avión saben bien que nunca me acerqué a ella?
—Le diré exactamente cómo cometió usted el crimen —le contestó Poirot—. ¿Qué me dice usted de lo que contenía su maletín? ¿No estaba de viaje de recreo? ¿Para qué quería la chaqueta blanca de dentista? Eso es lo que me pregunté. Y he aquí la respuesta: por lo mucho que se parecía a una chaqueta de camarero.
»Verá usted lo que hizo. Cuando el café fue servido y los dos camareros pasaron al otro compartimiento, entró usted en el lavabo, se puso la chaqueta blanca, se hinchó los carrillos con algodón, salió, cogió una cucharilla de café del armario, que quedaba al otro lado, corrió a lo largo del pasillo como corren los camareros, cuchara en mano, hasta la mesa de Giselle. Le clavó el dardo en el cuello, abrió la fosforera y soltó la avispa. Inmediatamente volvió al lavabo, se cambió la chaqueta y volvió tranquilamente a ocupar su asiento. Todo en un par de minutos.
»Nadie se fija en un camarero. La única persona que hubiera podido reconocerlo era Jane Grey. Pero ya conoce usted a las mujeres. En cuanto una mujer se ve sola, especialmente cuando viaja en compañía de un hombre agradable, aprovecha la ocasión para mirarse al espejo y empolvarse un poco.
—Realmente —se burló Gale— sería una reconstrucción admirable si fuese cierta. ¿Y nada más?
—Bastante más —afirmó Poirot—. Como he dicho, en las charlas uno tiende a hablar de sí mismo. Usted fue lo bastante imprudente para comunicarme que, durante algún tiempo, estuvo en una granja de Sudáfrica. Lo que no dijo usted entonces, pero que yo he averiguado, es que se trataba de una granja de reptiles.
Por primera vez se reflejó el miedo en la cara de Norman Gale. Intentó hablar, pero no encontró palabras.
—Estuvo usted allí bajo el nombre de Richards —continuó Poirot—. Y allí han reconocido un retrato suyo transmitido por telefacsímil. Esa misma fotografía ha sido identificada en Rotterdam como la del Richards que se casó con Anne Morisot.
De nuevo intentó hablar Norman inútilmente. Se produjo en él un cambio completo. El joven guapo y vigoroso parecía una rata que busca un agujero por donde escapar y no lo encuentra.
—Sus planes se venían abajo rápidamente. La superiora del Institut de Marie precipitó las cosas telegrafiando a Anne Morisot. Ocultar este telegrama hubiera infundido sospechas. Advirtió usted a su mujer que, si no suprimía ciertos hechos, uno de los dos se haría sospechoso de asesinato, ya que, desgraciadamente, ambos estuvieron en el avión al ocurrir el crimen. Cuando, al verla después, se enteró usted de que yo había asistido a la entrevista, apresuró usted las cosas. Temía usted que yo arrancase a Anne la verdad. Tal vez ella misma sospechaba de usted. Le hizo abandonar precipitadamente el hotel. Le administró a la fuerza cianuro en el tren y le dejó el frasco en la mano.
— ¡Qué condenada sarta de mentiras...!
— ¡Ah, no! Había una contusión en su cuello.
—Repito que todo es mentira.
—Hasta dejó sus huellas dactilares en el frasquito.
—Miente. Llevaba...
— ¡Ah! ¿Llevaba guantes? Creo, monsieur, que esta confesión nos basta.
— ¡Es usted un maldito charlatán!
Lívido de rabia, con el rostro desencajado, Gale se lanzó contra Poirot. Pero Japp fue más rápido que él e, incorporándose de un brinco, lo sujetó con sus manos de hierro mientras decía:
—James Richards, alias Norman Gale, tengo una orden judicial para detenerle bajo la acusación de asesinato. Es mi deber advertirle que cuanto diga servirá de prueba en su contra.
El detenido se echó a temblar con violentas sacudidas y parecía a punto de desmoronarse. Una pareja de policías de paisano aguardaba junto a la puerta. A una orden, se llevaron a Norman Gale.
Cuando se vio solo con Poirot, el señor Clancy lanzó un profundo suspiro de felicidad.
— ¡Monsieur Poirot! —exclamó—. Acabo de pasar por la emoción más grande que he experimentado en mi vida. Ha estado usted maravilloso.
Poirot sonrió con aire de modestia.
—No, no. Japp es más digno de admiración que yo. Él ha obrado milagros para identificar a Gale como Richards. La policía de Canadá le busca. Una muchacha con la que estaba liado allí, murió. Al parecer, suicidio; pero luego se han descubierto hechos que parecen indicar que fue asesinada.
— ¡Es terrible! —exclamó el señor Clancy.
—Es un asesino —confirmó Poirot—. Y como muchos criminales, atractivo para las mujeres.
El señor Clancy carraspeó.
—Esa pobre muchachita, Jane Grey...
Poirot asintió con tristeza.
—Sí, la vida puede ser muy dura. Aunque es una muchacha valiente y se sobrepondrá al golpe.
Maquinalmente se puso a ordenar una pila de revistas que Norman Gale había derribado con su brinco. Algo llamó su atención: la imagen de Venetia Kerr en una carrera de caballos, charlando con lord Horbury y un amigo.
Alargó la revista al señor Clancy.
— ¿Ve usted esto? Antes de un año leeremos una noticia: «Se ha concertado la boda, que tendrá lugar en breve plazo, entre lord Horbury y lady Venetia Kerr». ¿Y sabe quién la habrá logrado? ¡Hércules Poirot! Y aún conseguiré otra.
— ¿Entre lady Horbury y el señor Barraclough?
— ¡Ah, no! Ese par no me interesa en absoluto. No, me refiero a la de monsieur Jean Dupont y la señorita Jane Grey. Ya lo verá usted.
Un mes después, Jane fue a ver a Poirot.
—Debería odiarle, monsieur Poirot.
—Ódieme un poco, si quiere. Pero estoy persuadido de que es usted de las personas que prefieren saber la verdad, por cruel que sea, a vivir en un falso paraíso, aunque tampoco hubiera vivido en él mucho tiempo. Librarse de las mujeres es un vicio que va en aumento.
— ¡Con lo atractivo que era! — exclamó Jane, y añadió—: Jamás volveré a enamorarme.
—Claro —aceptó Poirot—. El amor ya ha muerto para usted.
Jane asintió.
—Pero lo que ahora debo hacer es trabajar, ocuparme en algo interesante que absorba mi pensamiento.
—Le aconsejaría que se fuese a Irán con los Dupont. Tendría una ocupación interesante, si quiere.
—Pero... pero yo creía que eso era solo una broma.
—Al contrario. Se me ha despertado tal interés por la arqueología y la cerámica prehistórica que les he mandado el donativo prometido. Y esta mañana he tenido noticias de que confiaban en que usted se uniera a la expedición. ¿Tiene usted nociones de dibujo?
—Sí, en la escuela dibujaba bastante bien.
—Magnífico. Se divertirá usted de lo lindo.
—Pero ¿de veras desean que vaya yo?
—Cuentan con usted.
—Sería maravilloso poderse alejar una temporada —Los colores afluyeron de pronto a su rostro—. Monsieur Poirot... —lo miró con cierto recelo—... ¿no dirá eso solo para mostrarse amable?
— ¿Amable? —repitió Poirot, fingiendo horrorizarse ante la idea—. Puedo asegurarle, mademoiselle, que, cuando se trata de dinero, solo soy un hombre de negocios.
Parecía tan ofendido que Jane rápidamente se apresuró a disculparse.
—Quizá —aceptó ella— no sería mala idea que visitase algún museo, para familiarizarme con la cerámica prehistórica.
—Muy buena idea.
Ya en la puerta, decidió volver junto a Poirot para decirle:
—Tal vez no haya sido amable con todos en este caso, pero ha sido usted muy bueno conmigo.
Y tras darle un beso en la frente, se alejó.
—Ça, c'est tres gentil! —exclamó Hércules Poirot.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 25, 2018 4:10 pm

UN PUÑADO DE CENTENO. КАРМАН ПОЛНЫЙ РЖИ.

Capítulo I

Le tocaba hacer el té a la señorita Somers. La señorita Somers era la mecanógrafa que llevaba menos tiempo en la casa y la menos eficiente. Ya no era joven y su rostro preocupado parecía el de una oveja. Todavía no hervía el agua cuando la señorita Somers la echó en la tetera, pues la pobre nunca estaba completamente segura de cuando hervía el agua. Esa era una de las múltiples preocupaciones que la afligían. Una vez hecho el té, preparó las tazas, poniendo un par de bizcochos en cada platito. La señorita Griffith, la primera mecanógrafa, una solterona de cabellos grises que llevaba dieciséis años en el Trust de Inversiones Unidas, exclamó irritada:
— ¡Somers, tampoco hervía el agua esta vez! Y el rostro preocupado de la señorita Somers se puso como la grana al contestar:
—Dios mío, yo creí que esta vez sí. La señorita Griffith pensaba para sus adentros:
—Tal vez la conserve otro mes, mientras haya tanto trabajo... pero la verdad: El lío que armó con la parta de Explotaciones Este... un trabajo tan sencillo... y siempre tan torpe al hacer el té. Si no fuera por lo que cuesta encontrar mecanógrafas inteligentes... Y la tapa de lata de los bizcochos otra vez la dejó mal ajustada... La verdad... Y como tantas otras quejas de la señorita Griffith, la frase quedó sin terminar. En aquel momento entraba la señorita Grosvenor para hacer el té sagrado del señor Fortescue. El señor Fortescue tomaba el té distinto, con bizcochos especiales y servido en porcelana de China. Sólo la tetera y el agua eran las mismas que las de las empleadas. Mas en esta ocasión, por ser para el señor Fortescue, el agua estuvo en su justo punto de ebullición. La señorita Grosvenor cuidó de ello. La señorita Grosvenor era una rubia muy atractiva Vestía un traje negro de muy buen corte y sus piernas perfectamente moldeadas iban enfundadas en las medias de nylon más caras que se encontraban en el mercado negro. Cruzó la sala de las mecanógrafas sin dignarse ni siquiera dirigirles una mirada. La señorita Grosvenor era la secretaria particular del señor Fortescue; ciertos rumores poco caritativos aseguraban que era algo más, pero no era cierto. El señor Fortescue acababa de contraer Segundas nupcias con una mujer encantadora y capaz de absorber toda su atención. La señorita Grosvenor era para su jefe sólo una parte necesaria de la decoración... que resultaba muy lujosa y llamativa. La señorita Grosvenor, llevando la bandeja como si fuera a realizar una ofrenda ritual, atravesó la oficina principal, la sala de espera, donde se permitía aguardar a los clientes más importantes, y su propia antesala. Al fin, tras dar unos ligeros golpecitos en la puerta, penetró en el lugar sagrado... el despacho del señor Fortescue. Era una habitación amplia, con un parquet deslumbrante cubierto a trechos por gruesas alfombras orientales. Los paneles de las paredes eran de madera clara y había varios butacones enormes tapizados de cuero del mismo tono. Tras una colosal mesa escritorio de madera de sicómoro, situada en el centro de la estancia, se hallaba el propio señor Fortescue. Su apariencia no era tan imponente como debiera haber sido para hacer juego con su despacho. Era un hombre alto y fofo, con una calva reluciente, que tenía la afectación de vestir americana sport en su oficina de la ciudad. Estaba estudiando varios papeles, con el ceño, fruncido, cuando la señorita Grosvenor se acercó a él con su andar felino y dejando la bandeja junto a su codo murmuró en voz baja e inexpresiva:
—El té, señor Fortescue — y se retiró.
La respuesta del señor Fortescue fue un gruñido. Sentada de nuevo ante su mesa, la señorita Grosvenor se dispuso a atender los asuntos del día. Hizo un par de llamadas telefónicas, corrigió algunas cartas que estaban dispuestas para la firma y contestó otra llamada telefónica.
— Ahora me temo que no va a ser posible —dijo con voz afectada—. El señor Fortescue tiene junta. Al colgar el auricular miró el reloj. Eran las once y diez. Fue entonces cuando un sonido desacostumbrado se dejó oír a través de la puerta, casi a prueba de ruidos, del despacho del señor Fortescue. Ahogado, pero no obstante reconocible, se oyó un grito agónico. Al mismo tiempo el timbre del dictáfono comenzó a sonar frenéticamente. La señorita Grosvenor, muy sorprendida, permaneció unos instantes completamente inmóvil, hasta que al fin consiguió ponerse en pie. Ante lo inesperado, olvidó su pose. No obstante dirigióse al despacho del señor Fortescue con su andar felino, dio unos golpecitos en la puerta con los nudillos y entró. Lo que vieron sus ojos todavía la alteraron más. El señor Fortescue, tras su mesa de escritorio, parecía presa de un ataque cardiaco. Sus convulsiones constituían un espectáculo alarmante.
— ¡Oh! Dios santo, señor Fortescue, ¿está usted enfermo? — exclamó la señorita Grosvenor dándose cuenta al instante de lo tonto de su pregunta. No había la menor duda de que se encontraba gravemente enfermo. Incluso cuando se acercó a d, no cesaba de retorcerse presa de dolorosas convulsiones. Su respuesta brotó entrecortada:
—El té... ¿qué diablos... ha puesto en el té?...
Vaya e buscar ayuda... Traiga en seguida un médico... La señorita Grosvenor salió corriendo de la estancia. Ya no era la secretaria rubia y arrogante... sino una mujer asustada que había perdido la cabeza y que entró corriendo en la sala de mecanógrafas gritando:
—Al señor Fortescue le ha dado un ataque... se está muriendo... debemos llamar a un médico... tiene un aspecto horrible... Estoy segura de que se está muriendo. Las reacciones fueron inmediatas y variadas. La señorita Bell, la mecanógrafa más joven, dijo:
—Si es un ataque epiléptico debemos ponerle un tenedor en la boca. ¿Quién tiene un tenedor? Nadie tenía un tenedor. La señorita Somers comentó: —A su edad es posible que se trate de un ataque de apoplejía. La señorita Griffith intervino:
—Hay que traer un médico... en seguida. Mas no supo poner en juego su acostumbrada eficiencia, puesto que durante sus dieciséis años de servicio nunca hubo necesidad de llamar a un médico en la oficina de la ciudad. Tenía su doctor particular, pero estaba en Streatham Hill. ¿Dónde habría un médico por allí cerca? Nadie lo sabía. La señorita Bell cogió una guía telefónica y comenzó a buscar doctores en la letra D. Mas los doctores no estaban clasificados como si fueran taxis. Alguien sugirió llamar a un hospital... ¿pero cuál?
—Tiene que ser uno adecuado — insistió la señorita Somers—, de no ser así, no vendrán... Tiene que estar dentro del área. Alguien quiso llamar al 999, pero la señorita Griffith dijo que llamar a la policía no serviría de nada. Para ser ciudadanas de un país que disfruta de los beneficios de un Servicio Médico, y además mujeres razonablemente inteligentes, demostraban una ignorancia asombrosa en cuanto al procedimiento más adecuado a seguir. La señorita Bell comenzó a buscar Ambulancias en la letra A. La señorita Griffith dijo:
—Tiene su médico particular... debe de tenerlo. Alguien corrió en busca de la agenda de direcciones particulares, y la señorita Griffith ordenó al botones que trajera a un médico... como fuera y de donde fuera. En la agenda encontraron el nombre de sir Edwin Sandeman, con domicilio en la calle Harvey. La señorita Grosvenor, desplomada sobre una silla, gemía con voz menos estudiada que de costumbre.
—Yo hice el té como siempre... de veras... no podía haber nada malo en él.
— ¿Nada malo en el té? — la señorita Griffith hizo una pausa mientras marcaba un número de teléfono—. ¿Por qué lo dice?
—Él lo dijo... el señor Fortescue... dijo que había sido el té... La señorita Griffith vacilaba entre Welbeck y 999. La señorita Bell, con su joven optimismo, dijo: —Hay que darle un poco de mostaza con agua... ahora. ¿Hay mostaza en la oficina? No había mostaza. Poco tiempo después, el doctor Isaac de Bethnal Green y sir Edwin Sandeman se encontraron en el ascensor en el preciso momento en que dos ambulancias se detenían ante el edificio. El teléfono y el botones habían realizado su cometido.

Capítulo II

El inspector Neele se hallaba sentado en el despacho del señor Fortescue, tras su enorme escritorio de madera de sicómoro. Uno de sus subalternos ocupaba una silla cerca de la puerta, con una libreta en ristre. El inspector Neele tenía un aspecto elegante y marcial y sus cabellos castaños y espesos estaban peinados hacia atrás sobre su frente bastante estrecha. Cuando pronunciaba la frase: «Sólo es cuestión de realizar los trámites de costumbre», sus interlocutores podían pensar: «Es de lo único que eres capaz.» Pero se hubieran equivocado. Tras su apariencia poco imaginativa, el inspector Neele era un gran pensador, y uno de sus métodos de investigación consistía en plantearse a sí mismo fantásticas teorías de culpabilidad que aplicaba a cada una de las personas sometidas a su interrogatorio. La señorita Griffith, a quien había escogido con ojo clínico como persona más apropiada para hacerle un resumen sucinto de los acontecimientos que le habían hecho sentarse donde estaba, acababa de salir de la estancia tras ponerle al corriente de los sucesos de la mañana. El inspector Neele se había propuesto tres razones distintas por las que la fiel mecanógrafa pudo haber envenenado a su jefe, rechazándolas como poco probables. Clasificó a la señorita Griffith como: a) No perteneciente al tipo de envenenadoras. b) No enamora a su jefe. c) No desequilibrada mental. d) E incapaz de guardar rencor a nadie. Por todo lo cual sólo iba a necesitarla como informadora. El inspector Neele echó una ojeada al teléfono. Aguardaba una llamada del Hospital de San Judas, de un momento a otro. Naturalmente, era posible que la repentina indisposición del señor Fortescue fuera debida a causas naturales, mas el doctor Isaac de Bethanal Green no fue de esta opinión, como tampoco sir Edwin Sandeman. El inspector Neele pidió por el dictáfono que se presentara la secretaria particular del señor Fortescue. La señorita Grosvenor había recobrado algo de su aplomo, aunque no todo. Entró un tanto recelosa, sin acordarse para nada de su andar felino, y diciendo en tono defensivo:
— ¡Yo no he sido!
— ¿No? —repuso el inspector en tono sosegado. Le indicó la silla donde solía sentarse block en mano, cuando el señor Fortescue le dictaba las cartas. Ahora la ocupó de mala gana y mirando al inspector Neele con temor, mientras en la imaginación de éste aparecían los temas: ¿Seducción ¿Chantaje? ¿Rubia platino comparece ante el jurado? etc., y todas le parecieron posibles y al mismo tiempo estúpidas.
—En el té no había nada —dijo la señorita Grosvenor—. No podía haberlo.
—Ya —repuso el inspector Neele — ¿Su nombre y dirección, si me hace el favor?
—Grosvenor. Irene Grosvenor.
— ¿Cómo se escribe?
— ¡Oh! Igual que la plaza: Grosvenor.
— ¿Su dirección?
—Rushmoor Road, 14, Muswell Hill. El inspector asintió satisfecho.
—Ni seducción —dijo para sus adentros—. Ni un nidito de amor. Sino una casa respetable donde vive con su familia. Ni chantaje. Oirá buena serie de teorías que quedan descartadas.
— ¿De modo que fue usted quien hizo el té? — dijo complacido.
— Bueno. Tenía que hacerlo. Quiero decir que siempre lo hago yo. Sin prisas, el inspector Neele hizo que le explicara el proceso de la preparación del té del señor Fortescue que realizaba cada mañana. La taza, el plato y la tetera habían sido enviados al departamento apropiado para su análisis. Ahora supo que únicamente Irene Grosvenor había tocado aquellos utensilios. La marmita donde calentó el agua era la misma que se utilizaba para hacer el té de las oficinistas, y la propia señorita Grosvenor la llenó en el grifo.
— ¿Y el té?
—Era el que toma siempre el señor Fortescue, té chino especial. Se guarda en un estante de mi habitación; es la de al lado. El inspector asintió. Acto seguido le preguntó por el azúcar, pero el señor Fortescue no tomaba azúcar con el té. Sonó el teléfono, y el inspector Neele atendió la llamada. Su expresión cambió un tanto.
— ¿El Hospital de San Judas? Hizo una inclinación de cabeza a modo de despedida.
—Eso es todo, de momento, señorita Grosvenor. Muchas gracias. La señorita Grosvenor apresuróse a abandonar la estantía. El policía escuchó atentamente la voz inexpresiva que le hablaba desde el hospital, mientras dibujaba unos signos secretos en una esquina del secante que tenía ante él.
— ¿Y dice usted que ha muerto hace cinco minutos?
—Miró su reloj de pulsera, y luego escribió en el secante: Las doce cuarenta y tres. La voz inexpresiva dijo que el propio doctor Bernsdorff quería hablar con él.
—Está bien. Póngame. Se oyeron varios zumbidos y murmullos lejanos. El inspector Neele aguardó pacientemente. Luego, sin previo aviso llegó hasta él una voz fuerte que le obligó a apartar el teléfono de su oído.
—Hola, Neele, viejo buitre. ¿Ya vuelve a rondar los cadáveres? El inspector Neele y el profesor Bernsdorff del Hospital de San Judas habían trabajado juntos en un caso de envenenamiento hacía sólo cosa de un año, y desde entonces eran muy buenos amigos.
—He oído decir que nuestro hombre ha muerto. —Sí. Cuando llegó aquí ya no pudimos hacer nada.
— ¿La causa de su muerte?
—Desde luego hay que hacerle la autopsia. Es un caso muy interesante. Vaya si lo es. Celebro haberle atendido. El tono del profesor Bernsdorff le hizo comprender una cosa.
—Me figuro que no se trata de muerte natural —dijo secamente. —Ni por asomo —replicó el doctor Bernsdorff—. Hablo extraoficialmente, ¿comprende? —agregó con cierta precaución.
—Claro. Claro. Se comprende. ¿Le envenenaron? —Sin duda alguna. Y lo que es más... esto no es oficial, amigo... sólo entre usted y yo... estoy dispuesto a apostar de qué veneno se trata.
— ¿De... veras?
—Taxina, amigo mío. Taxina.
— ¿Taxina? No lo había oído nunca.
— Lo imagino. Es muy poco corriente. Confieso que ni yo mismo lo hubiera adivinado de no haber tenido un caso hace sólo tres o cuatro semanas. Un par de niñas jugando a tomar el té con sus muñecas... arrancaron unos frutos de un tejo y los emplearon para hacer la infusión.
— ¿Y se trata de eso? ¿Del fruto del tejo?
—Del fruto o de las hojas. Son muy venenosas. Naturalmente, la taxina es el alcaloide. No creo haber sabido de ningún caso en que fuera empleado intencionadamente La verdad es que resulta interesantísimo y poco común... No tiene usted idea de lo que se cansa uno de los asesinos vulgares. La taxina es algo exquisito. Claro que puedo equivocarme... por amor de Dios, no lo tome como cosa oficial, pero no lo creo. Me parece que para usted también resulta interesante. ¡Se sale de la rutina!
—Vamos a divertimos con todo esto, ¿no es eso lo que piensa? Todos, menos la víctima. —Sí, sí, pobre hombre. Ha tenido muy mala suerte.
— ¿Dijo algo antes de morir?
—Pues uno de sus agentes estaba sentado a su lado con mía libreta. Él le dará los detalles exactos. Murmuró algo acerca del té... que le habían dado algo con el té en la oficina... pero claro, eso es una tontería.
— ¿Por qué?
—El inspector Neele, que había imaginado a la encantadora señorita Grosvenor agregando el fruto del tejo a una infusión de té, cosa que consideró incongruente, habló extrañado.
—Porque el veneno no pudo actuar con tanta rapidez. Tengo entendido que los síntomas se presentaron en cuanto bebió el té.
—Eso es lo que han dicho.
—Bien. Hay muy pocos venenos que actúen tan rápidamente, aparte de los cianuros, claro... y posiblemente la nicotina pura...
— ¿Y está seguro de que no se trata ni de cianuro ni de nicotina?
—Mi querido amigo. Se hubiera muerto antes de que lo trajeran a la ambulancia. ¡Oh, no!, no se trata de nada de eso. Primero sospeché que pudiera ser estricnina, pero las convulsiones no son corrientes. Claro que todavía no es oficial, pero me juego mi reputación a que es taxina.
— ¿Cuánto tiempo tardará en averiguarlo?
—Depende. Una hora, dos, tres... El muerto parece un tipo tragón. Si había desayunado bien, tardaremos más.
—El desayuno —repitió Neele pensativo—. Sí; parece que debió ser en el desayuno.
—Desayuno con los Borgias — bromeó el doctor Bernsdorff—. Bien, buena caza, muchacho.
—Gracias, doctor. Quisiera hablar con mi sargento. Volvieron a oírse los zumbidos y voces ahogadas. Y al fin una respiración agitada, que era el inevitable preludio de las conversaciones del sargento Hay.
—Señor —dijo a toda prisa—. Señor. Neele al habla. ¿El difunto dijo algo que yo deba saber?
—Dijo que fue el té. El té que tomó en la oficina, pero el forense dice que no...
—Sí, ya lo sé. ¿Nada más?
—No, señor. Pero hay otra cosa que me choca. Registré sus bolsillos. Lo de siempre... pañuelos, llaves, calderilla, la cartera... pero encontré algo muy particular en el bolsillo derecho de su americana: Grano.
— ¿Grano?
—Sí, señor.
— ¿Qué quiere decir? ¿Se refiere a algún alimento de esos que se toman para desayunar, o a maíz o cebada?
—Eso es, señor. Grano. A mí me pareció centeno. Hay bastante cantidad.
—Ya... Es extraño... Pero puede tratarse de una muestra... algo relacionado con algún trato comercial.
—Desde luego, señor, pero pensé que debía decírselo.
—Ha hecho bien. Hay. El inspector Neele, tras colgar el teléfono, permaneció unos instantes mirando al vacío. Su mente ordenada iba de la Fase I a la Fase II de sus averiguaciones... de la sospecha de envenenamiento, a la certeza. Las palabras del profesor Bernsdorff no fueron oficiales, pero no era hombre que se equivocara en sus juicios. Rex Fortescue había sido envenenado, y el veneno le fue administrado probablemente de una a tres horas antes de la aparición de los primeros síntomas, Por lo cual pudiera ser que el personal de la oficina quedara libre de sospechas. Neele fue a la sala de las mecanógrafas. Se trabajaba algo, pero sin prisas. — ¿Señorita Griffith? ¿Puedo hablar con usted?
—Desde luego, señor Neele. ¿Pueden irse a comer algunas de las chicas? Ya pasa de la hora. ¿O prefiere que envíe a buscar algo?
—No. Pueden marcharse, aunque deben volver después.
—Naturalmente. La señorita Griffith siguió a Neele hasta el despacho particular, donde se sentó con aire digno y eficiente. Sin preámbulos, el inspector Neele le dijo: —Me han telefoneado del Hospital de San Judas. El señor Fortescue ha muerto a las, doce cuarenta y tres. La señorita Griffith recibió la noticia sin la menor sorpresa, limitándose a menear la cabeza. —Ya me pareció que estaba gravísimo. Neele observó que no demostraba pesar alguno.
— ¿Quisiera darme algunos detalles de la casa y la familia de su principal?
—Desde luego. Ya he intentado ponerme en contacto con la señora Fortescue, pero está jugando al golf, y no la esperan a comer. No saben en qué campo juega.
—Y agregó a modo de explicación—: Viven en Baydon Heath, que es el centro de tres campos de golf muy conocidos. El inspector Neele asintió con la cabeza. Baydon Heath estaba casi únicamente habitado por ricos ciudadanos. Se hallaba sólo a veinte millas de Londres, con excelente servicio de trenes y en automóvil se llegaba con gran facilidad incluso durante las horas de mayor tráfico.
— ¿La dirección exacta, y el número del teléfono?
—Baydon Heath 3400. El nombre de la casa es Villa del Tejo.
— ¿Qué?
—La exclamación brotó de labios del inspector antes de que pudiera contenerla—. ¿Ha dicho usted Villa del Tejo?
—Sí. La señorita Griffith parecía intrigada, mas el inspector Neele volvía a ser dueño de sí.
— ¿Puede darme algunos detalles sobre la familia?
—La señora Fortescue era su segunda esposa. Es mucho más joven que él. Se casaron hará unos dos años. La primera señora Fortescue había muerto mucho tiempo atrás, y de ese matrimonio tiene dos hijos y una hija. Esta última vive en la casa, lo mismo que el hijo mayor, que es socio en la firma Por desgracia hoy está en el norte de Inglaterra, por cuestión de negocios. Esperan que regrese mañana.
— ¿Cuándo se marchó?
—Anteayer.
— ¿Ha intentado ponerse en comunicación con él?
—Sí. Después que se llevaron al señor Fortescue al hospital, telefoneé al Hotel Midland de Manchester, donde pensé que se alojaba, pero se había marchado a primera hora de la mañana. Creo que también iba a Sheffield y Leicester, pero no estoy segura. Puedo darle los nombres de algunas razones sociales que puede haber visitado en esas ciudades. Desde luego era una mujer muy eficiente, pensó el inspector, y en caso de asesinar a un hombre también lo haría con suma destreza. Mas esforzóse por desechar estos pensamientos y concentrarse una vez más en la familia del señor Fortescue.
— ¿Dice que tiene otro hijo?
— Sí. Pero debido a discrepancias con su padre vive en el extranjero.
— ¿Los dos hijos están casados?
— Sí. El señorito Percival se casó hace tres años. El y su esposa ocupan varias habitaciones en Villa del Tejo aunque van a trasladarse a su propia casa en Baydon Heath dentro de muy poco.
— ¿No pudo usted hablar con la esposa de Percival Fortescue cuando telefoneó esta mañana?
—Había ido a Londres a pasar el día. El señorito Lancelot se casó hace casi un año con la viuda de lord Frederick Anstice. Supongo que habrá visto fotografías suyas en el Taller... con caballos, ya sabe. La señorita Griffith hablaba con entusiasmo y sus mejillas se habían coloreado ligeramente. Neele, que captaba con facilidad las reacciones de los seres humanos, comprendió que aquel matrimonio había emocionado a la romántica señorita Griffith. La aristocracia es la aristocracia, y el hecho de que el difunto lord Frederick Anstice gozara de dudosa reputación en los círculos deportivos, con seguridad le era desconocido. Freddie Anstice se había levantado la tapa de los sesos antes de que se hicieran averiguaciones acerca de uno de sus caballos de carreras. Neele recordaba vagamente a la esposa del lord. Era hija de un Par irlandés y estuvo anteriormente casada con un aviador que fue muerto en la batalla de Bretaña. Y ahora, por lo visto, estaba casada con la oveja negra de la familia Fortescue, pues Neele supuso que el desacuerdo existente entre padre e hijo a que se refirió la señorita Griffith, fue debido a algún desagradable incidente de la carrera del joven Lancelot Fortescue. ¡Lancelot Fortescue! ¡Vaya nombre! ¿Y cómo se llamaba el otro hijo... Percival? Preguntábase cómo debió haber sido la primera señora Fortescue. Tuvo un gusto muy particular en cuando a los nombres... Descolgó el teléfono y marcó las letras TOL. Luego preguntó por Baydon Heath 3400. Al cabo de unos momentos una voz masculina dijo: —Baydon Heath 3400.

—Quisiera hablar con la señora Fortescue, o la señorita...
—Lo lamento. No están en casa ninguna de ellas. Aquella voz le pareció ligeramente alcohólica.
— ¿Es usted el mayordomo?
—Sí.
—El señor Fortescue se encuentra gravemente enfermo. —Lo sé. Telefonearon avisando, pero yo no puedo hacer nada. El señorito Val está en el norte y la señora Fortescue ha ido a jugar al golf. La esposa del señorito Val ha ido a Londres, pero volverá a la hora de comer, y la señorita Elaine ha salido con su pandilla.
— ¿No hay nadie en la casa con quien pueda hablar de la enfermedad del señor Fortescue? Es importante.
—Pues... no lo sé.
—El hombre dudaba—. Está la señorita Ramsbatton... pero no habla ni siquiera por teléfono. Y la señorita Dove... es lo que pudiera llamarse el ama de llaves.
—Hablaré con la señorita Dove.
—Iré a buscarla. A través del teléfono oyó sus pasos que se alejaban, y aunque no pudo percibir otros que se acercaran, al cabo de un par de minutos oyó la voz de una mujer.
—Soy la señorita Dove. Era una voz grave y bien modulada, de pronunciación clara y cortante. El inspector Neele se formó un favorable concepto de la señorita Dove.
—Siento tener que comunicarle que el señor Fortescue ha muerto en el Hospital de San Judas, hace poco. Se sintió repentinamente enfermo en su despacho. Tengo interés en poder comunicarme con Sus familiares...
— Es natural. No tenía idea...
—Se interrumpió. Su voz no demostraba agitación, pero estaba sorprendida. Al fin pudo continuar—. ¡Qué desgracia! Debe usted ponerse en contacto con el señor Percival Fortescue. Él es quien ha de disponer lo que ha de hacerse. Puede encontrarle en el Hotel Midland de Manchester o tal vez en el Grand de Leicester, o en la razón social Shearer y Bonds, de Leicester. No sé cuál es su número, de teléfono, pero sé que tenía que visitar a otra firma que puede informarle de dónde puede encontrarse hoy. La señora Fortescue vendrá a cenar, aunque es posible que llegue a la hora del té. Será un gran golpe para ella. Debe haber sido muy repentino, ¿verdad? El señor Fortescue se encontraba perfectamente bien cuando salió de aquí esta mañana.
— ¿Le vio usted antes de salir?
— ¡Oh, sí! ¿Qué ha sido? ¿El corazón?
— ¿Es que sufría del corazón?
— No... no. No lo creo... Pero como ha ocurrido tan de repente...
—Se detuvo—. ¿Habla usted desde el Hospital? ¿Es usted el médico?
— No, señorita Dove, no soy el médico. Le hablo desde el despacho del señor Fortescue. Soy el detectiveinspector Neele e iré a verla tan pronto como pueda llegar hasta aquí.
— ¿Detective-inspector? ¿Qué quiere decir... qué es lo que significa?
— Se trata de un caso de muerte repentina, señorita Dove; y hemos de hacer acto de presencia cuando ocurre uno de esos casos, especialmente si el difunto no ha sido visitado por un doctor desde hace tiempo y como me figuro habrá ocurrido ahora. Era sólo una ligera suposición, pero la señorita Dove respondió rápidamente.
— Lo sé. El señorito Percival le procuró hora para el doctor un par de veces, pero no quiso ir. Fue muy poco razonable... y todos estuvieron muy preocupados. Interrumpiéndose, volvió a adquirir su tono firme.
—Si la señora Fortescue llegara aquí antes que usted, ¿quiere que se lo comunique?
—Dígale sólo que en casos de muerte repentina debemos hacer algunas averiguaciones. Meros trámites rutinarios.

Capítulo III

Neele colgó el teléfono y miró de hito en hito a la señorita Griffith.
—De modo que han estado preocupados por él últimamente, y querían que viera a un médico, usted no me lo dijo.
—No he pensado en ello —repuso la señorita Griffith—. A mí nunca me pareció enfermo precisamente...
— ¿Pues qué?
—Sólo extraño. Distinto. Se comportaba de un modo especial.
— ¿Cómo preocupado por algo?
— ¡Oh, no! Éramos nosotros los que estábamos preocupados... El inspector Neele aguardó pacientemente.
—La verdad, es difícil de explicar, ¿sabe usted? Alborotaba sin ton ni son. Con franqueza, un par de veces, pensé que había bebido... Gritaba contando las historias más extraordinarias, que estoy segura no eran ciertas... Durante la mayor parte del tiempo que llevo aquí siempre estuvo pendiente de sus negocios... sin dejar perder nada; pero últimamente estaba muy cambiado, expansivo, y... bueno... tirando el dinero. Cosa muy contraria a su natural modo de ser. Cuando el señorito Percival tuvo que ir al funeral de su abuela, el señor Fortescue le llamó y dándole un billete de cinco libras le dijo que lo apostara al segundo favorito y luego echóse a reír a carcajadas. Eso... bueno... eso no era propio de él. Eso es todo lo que puedo decirle.
—Tal vez sufriera alguna perturbación mental.
—No. Era como si aguardara algo desagradable y... excitante...
—Conque eso le preocupaba, ¿no es así? La señorita Griffith asintió con algo más de convicción.
—Sí, sí; pero yo quiero decir mucho más que eso. Como si ya nada le importara. Estaba excitado, y venían a verle gentes muy extrañas para asuntos de negocios. Personas que no habían venido nunca por aquí. Eso preocupaba mucho al señorito Percival.
—Conque eso le preocupaba, ¿eh?
—Sí. El señorito Percival siempre había gozado de la confianza de su padre, ¿sabe? Pero últimamente...
—Últimamente no se llevaban tan bien.
—Bueno, el señor Fortescue hacía un montón de cosas que el señorito Percival consideraba poco acertadas. El señorito Percival siempre fue cuidadoso y prudente, pero de pronto su padre no quiso escucharle más y por eso estaba preocupado.
— ¿Y tuvieron una fuerte disputa por todo eso? El inspector Neele seguía tanteando.
— No creo que discutieran... Claro que ahora me doy cuenta de que el señor Fortescue debía estar fuera de sí... para gritar de aquel modo.
— ¿Gritó? ¿Qué es lo que dijo?
—Vino a la sala de las mecanógrafas...
— ¿De modo que todas lo oyeron?
—Pues... sí.
— ¿Y se puso á insultar a Percival... soltando juramentos...? ¿Qué es lo que había hecho Percival?
—Pues al parecer era por lo que no había hecho... le llamó empleadillo miserable. Dijo que carecía de visión amplia, que no sabía realizar negocios en gran escala. Y le gritó: «Voy a traer a Lance a casa otra vez. Vale diez veces más que tú... y se ha casado bien. Lance tiene entrañas, aunque una vez se arriesgara a ser perseguido por la justicia... ¡Oh, Dios mío, no debiera haber dicho eso!
—La señorita Griffith, bajo la dirección experta del señor Neele, había ido demasiado lejos, como tantos otros, y sentíase presa de confusión.
—No se preocupe —dijo el inspector para consolarla.
—Lo pasado, pasado.
— ¡Oh, sí!, eso fue hace mucho tiempo.
—El señorito Lance era muy joven y alegre y no se daba cuenta de lo que hacía. El inspector Neele había oído palabras parecidas en otras ocasiones y no estaba de acuerdo, pero se dispuso a hacer nuevas preguntas.
— Cuénteme algo más de los empleados. La señorita Griffith apresuróse a disimular su indiscreción dándole toda clase de informaciones acerca de las distintas personalidades de la sociedad. El inspector Neele le dio las gracias y pidió volver a hablar con la señorita Grosvenor. El agente detective Waite afiló su lápiz, haciendo observar a Neele lo elegante del lugar. Su mirada apreció los enormes butacones, el inmenso escritorio y la iluminación indirecta.
— Y todas estas personas tienen asimismo nombres altisonantes —dijo —. Grosvenor... eso tiene algo que ver con un duque. Y Fortescue... también es un nombre de primera. El inspector Neele sonrió.
— Su padre no se llamaba Fortescue... sino Fortescu... y procedía del Centro de Europa. Supongo que este hombre pensó que Fortescue sonaba mejor. El agente detective Waite miró a su superior con respeto.
— ¿De modo que sabe todo lo concerniente a su persona?
— Sólo he echado un vistazo a algunas cosas, antes de venir.
— No tendrán su ficha, ¿verdad?
— ¡Oh, no! El señor Fortescue era demasiado listo. Tuvo ciertas relaciones con el mercado negro, y verificó un par de transacciones que tendrían mucho que discutir, pero siempre ha estado dentro de la Ley.
—Ya — dijo Waite —. No era un hombre escrupuloso.
— Retorcido —aclaró Neele—. Pero no tenemos nada contra él. Los inspectores de impuestos le han estado siguiendo durante mucho tiempo, pero siempre fue más listo que ellos. Era un verdadero genio financiero.
— ¿De la clase de hombres que puede tener enemigos? —preguntó Waite.
— ¡Oh, sí! Enemigos acérrimos, pero recuerde que le envenenaron en su propia casa. O por lo menos eso parece, ¿sabe Waite? He imaginado una especie de diseño... como uno de esos viejos retratos familiares. Percival, el niño bueno. Lance... el malo... con atractivo para el sexo femenino La esposa más joven que el marido y que no se sabe exactamente a qué campo de golf ha ido a jugar. Todo resulta muy corriente. Pero hay una cosa que choca mucho. El agente detective Waite iba a. preguntar: «¿El qué»?, cuando se abrió la puerta dando paso a la señorita Grosvenor, dueña otra vez de su pose y segura de su atractivo, que preguntaba con altivez:
—¿Deseaba usted verme?
—Quisiera hacerle algunas preguntas acerca de su jefe... tal vez será mejor que diga su antiguo jefe.
— Pobre hombre —dijo la señorita Grosvenor en tono poco convincente.
—Quisiera saber si últimamente ha notado alguna cosa extraña en el señor Fortescue.
— Pues, sí. A decir verdad, la he notado.
—Por ejemplo...
—Pues no puedo decirlo exactamente... Decía muchas cosas que carecían de sentido. La verdad es que no podría creer ni la mitad de lo que dijo. Y además perdía el control de sus nervios con gran facilidad... sobre todo con el señorito Percival. Conmigo no, porque desde luego, yo nunca discuto. Sólo digo «Sí, señor Fortescue», por extrañas que sean sus palabras... quiero decir.
— ¿Se... bueno... se propasó alguna vez con usted?
—Pues no, no puedo decir que se propasara.
—Otra cosa, señorita Grosvenor. ¿Tenía costumbre de llevar grano en el bolsillo? La señorita Grosvenor demostró viva sorpresa.
— ¿Grano? ¿En el bolsillo? ¿Quiere decir para dar de comer a las palomas o algo así?
— Pudo haber sido para eso.
— ¡Oh, no!, estoy segura. ¿El señor Fortescue dando de comer a las palomitas? ¡Oh, no!
— ¿Podría haber llevado hoy cebada... o centeno por alguna razón especial? ¿Tal vez una muestra? ¿Algún negocio?
— ¡Oh, no! Esta tarde esperaba a los de la Compañía Asiática de Aceites, y al presidente de la Sociedad Constructora Atticus... A nadie más. Neele despidió a la señorita Grosvenor con un gesto.
—Tiene unas piernas preciosas — dijo el agente detective Waite, con un suspiro—. Y qué medias de nylon...
—Sus piernas no me interesan — replicó el inspector Neele—. Me he quedado con lo que ya tenía. Un puñado de centeno... y sin poder explicarme la razón de su presencia.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 25, 2018 4:11 pm

Capítulo IV

Mary Dove se detuvo, mientras bajaba la escalera, para mirar a través del gran ventanal. Acababa de detenerse un automóvil del cual se apearon dos hombres. El más alto permaneció unos momentos de espaldas a la casa contemplando los alrededores. Mary Dove les observó pensativa. Debía ser el inspector Neele con uno de sus subalternos. Apartándose de la ventana fue a contemplarse en el gran espejo colocado en el rellano... viendo una figura menuda vestida de gris, con el cuello y puños de un blanco inmaculado. Sus cabellos oscuros partidos sobre la frente y cubriendo sus sienes con ondas suaves se recogían en un moño sobre la nuca... Usaba un lápiz de labios color rosa pálido. En conjunto, Mary Dove estaba satisfecha de su aspecto, y con una ligera sonrisa en los labios continuó descendiendo por la escalera. El inspector Neele, mientras inspeccionaba la casa, decíase:
— ¡Mira que llamarla Villa! ¡Villa del Tejo! ¡Qué afectados son los ricos! Una casa que, según él, era una verdadera mansión. Sabía perfectamente lo que era una villa. ¡Había crecido en una! Una casita junto a la verja de Hartington Park, aquella vasta mansión palaciega con sus veintinueve dormitorios, que ahora pertenecía al Trust Nacional. La villa era pequeña y atrayente desde el exterior, pero húmeda, incómoda y falta del más rudimentario sistema sanitario. Por fortuna estos factores habían sido aceptados de buen grado por los padres del inspector Neele. No tenían que pagar alquiler y todo el trabajo consistía en abrir y cerrar las verjas cuando era necesario y había muchos conejos y faisanes que llevar a la olla. La señora Neele nunca llegó a conocer los placeres de la cocina eléctrica, las estufas, alacenas ventiladas, agua caliente y fría saliendo del grifo, y el que se encendiese la luz con sólo hacer girar el interruptor. En invierno los Neele tenían una lámpara de aceite y en verano se acostaban antes de que oscureciera. Eran una familia saludable y feliz, y continuaron siéndolo a través de los tiempos. De modo que cuando el inspector oía la palabra villa, recordaba los días de su infancia. Mas aquel lugar llamado pomposamente Villa del Tejo era la clase de mansión que los ricos se construyen y luego hablan de «su casita de campo». Tampoco aquello era el campo, según la idea que el inspector Neele tenía del mismo. La casa era grande y sólida, construida con ladrillos rojos; más ancha que alta, con demasiados faldones y un gran número de ventanas cuadradas. Los jardines eran completamente artificiales... a base de parterres con rosales, pérgolas y laguitos, y daban nombre a la casa gran número de setos formados con tejos recortados. Había gran cantidad de tejos para cualquiera que deseara materia prima para obtener taxina. En la parte derecha, tras la pérgola de los rosales, había un gran árbol que conservaba su forma natural... de esos que uno asocia con los claustros de un convento, con sus ramas sujetas por estacas, como un Moisés del mundo vegetal. Aquel árbol debía estar allí desde mucho antes de que las nuevas construcciones de ladrillos rojos se extendieran por aquellos alrededores... y antes que los campos de golf y los arquitectos de moda señalaran a sus ricos clientes las ventajas de los solares. Y puesto que era una antigüedad valiosa, aquel árbol había sido incorporado al nuevo escenario, y tal vez para dar nombre a la nueva residencia; Villa del Tejo. Y posiblemente los frutos de aquel mismo árbol...
El inspector Neele cortó sus meditaciones. Debía continuar su trabajo. Hizo sonar el timbre. Le abrió la puerta un hombre de mediana edad que coincidía con la imagen que el inspector Neele había formado al hablar con él por teléfono. Un hombre con un falso aire de elegancia, mirada esquiva y pulso bastante inseguro. El inspector Neele dio a conocer su identidad y la de su acompañante, y tuvo el placer de ver un relámpago de alarma en los ojos del mayordomo... Neele no le atribuyó gran importancia. Era muy posible que no tuviera nada que ver con la muerte de Rex Fortescue, y se tratase sólo de una reacción automática.
— ¿Ha regresado la señora Fortescue?
— No, señor.
— ¿Y el señorito Percival, o la señorita Fortescue?
— No, señor.
— Entonces quisiera ver a la señorita Dove. El mayordomo volvió ligeramente la cabeza.
— Ahora baja. El inspector Neele contempló a la señorita Dove mientras ésta bajaba la escalera. Esta vez su retrato mental no coincidía con la realidad. Inconscientemente la palabra «ama de llaves» le hizo formarse la vaga idea de una mujer alta y autoritaria, vestida de negro y. acompañada del tintineo de las llaves. El inspector no estaba preparado para enfrentarse con aquella figura menuda que se acercaba a él... los tonos suaves de su vestido, el cuello y los puños blancos, sus cabellos cuidadosamente peinados, la sonrisa de Mona Lisa... todo ello le parecía, en cierto modo, un tanto irreal, como si aquella mujer que no llegaba a los treinta, estuviera representando una comedia; no el papel de ama de llaves, sino el de Mary Dove. Toda su apariencia estaba encaminada a encajar con ese nombre. Le saludó con toda compostura.
— ¿El inspector Neele?
— Sí. Este es el sargento Hay. El señor Fortescue, como ya le dije por teléfono, murió en el Hospital de San Judas, a las doce cuarenta y tres. Parece ser— que debido a algo que comió esta mañana en el desayuno. Por lo tanto, le agradeceré que permita al sargento Hay ir a la cocina para que averigüe lo que le sirvieron. Sus ojos se encontraron un instante con los del inspector, y al cabo asintió pensativa.
—Desde luego —dijo volviéndose al inquieto mayordomo—. Crump, ¿quiere acompañar al sargento y enseñarle todo lo que desee ver? Los dos hombres marcharon juntos, y Mary Dove dijo a Neele:
— ¿Quiere pasar aquí? Abrió la puerta de una habitación sin personalidad, que parecía ostentar el rótulo de «Salón de fumar». Las paredes estaban forradas de rica tapicería, así como los butacones, y veíanse varias pinturas deportivas muy adecuadas.
—Siéntese, por favor. Obedeció el policía y Mary Dove tomó asiento ante él, de cara a la luz. Era una extraña preferencia tratándose de una mujer... todavía más si ésta tenía algo que ocultar. Tal vez Mary Dove no tuviera nada que ocultar.
—Es una lástima que no haya en casa nadie de la familia. La señora Fortescue puede volver— de un momento a otro. Y lo mismo la esposa del señorito Val. He telegrafiado a varios sitios donde pudiera encontrarse el señorito Percival.
— Gracias, señorita Dove.
— ¿Dice usted que la muerte del señor Fortescue fue debida a — algo que comió a la hora del desayuno? ¿Se refiere a que le sentó mal?
—Posiblemente. —Neele la observa.
—No me parece muy factible. Esta mañana hubo huevos revueltos con jamón, café, tostadas y mermelada. Había también jamón frío en el aparador, cortado de ayer, pero a nadie le ha sentado mal. No se sirvió pescado, ni salsas...
— Veo que sabe exactamente lo que se comió.
— Es natural. Yo dispongo las comidas. Para la cena de anoche...
— No.
— El inspector la interrumpió —. No pudo ser nada que tomara ayer noche. —Yo creí que algunos tóxicos tardaban en producir efecto incluso hasta veinticuatro horas. —Pero en este caso... ¿Quiere decirme con toda exactitud lo que el señor Fortescue comió y bebió esta mañana antes de salir de casa?
—Le llevaron una taza de té a su habitación, a las ocho. El desayuno se sirve a las ocho y cuarto. El señor Fortescue, como ya le he dicho, tomó huevos revueltos, jamón, café, tostadas y mermelada.
— ¿Algún cereal?
—No, no le gustaban.
— El azúcar que utilizan, ¿es molido o en terrón?
—En terrones. Pero el señor Fortescue tomaba el café sin azúcar.
— ¿Tenía la costumbre de tomar alguna medicina por la mañana? ¿Sal de frutas? ¿Algún tónico? ¿Algún medicamento para el aparato digestivo?
— No, nada de eso.
— ¿Desayunó usted con él?
— No. Yo no como con la familia.
— ¿Quiénes desayunaron con el señor Fortescue?
—La señora Fortescue, la señorita y la esposa del señorito Val. El señorito Percival estaba ausente.
— ¿Y la señora y la señorita Fortescue, tomaron las mismas cosas?
— La señora sólo tomó café, zumo de naranja y tostadas. La esposa del señorito Val y la señorita, siempre desayunan bien. Además de los huevos revueltos y el jamón, es posible que también tomaran algún cereal. La esposa del señorito Val toma té, en vez de café. El inspector Neele reflexionó unos instantes. Por lo menos las oportunidades se iban reduciendo. Sólo tres personas habían desayunado con el difunto: su esposa, su hija y su nuera. Cualquiera de ellas pudo tener ocasión de poner taxina en su taza de café. Su sabor amargo debió disimular el de la taxina. Claro que tomó una taza de té a primera hora, pero Bernsdorff dijo que en el té se hubiera notado. Mas tal vez, siendo lo primero que tomaba a aquellas horas, antes de que se despertara del todo el sentido del gusto... Alzó los ojos encontrándose con la mirada escrutadora de Mary Dove.
—Su pregunta acerca de si tomaba algún tónico o medicina me ha parecido bastante extraña, inspector. Parece implicar que, o bien alguno de los remedios no estaba en condiciones, o que en ellos echaron alguna cosa. Sin duda en ninguno de esos casos puede considerarse una intoxicación. Neele la miraba de hito en hito.
—Yo no he dicho... exactamente... que el señor Fortescue muriera intoxicado. Pero sí debido a cierto envenenamiento. En resumen... envenenado. Ella repitió lentamente: —Envenenado... No parecía ni sobresaltada ni abatida, sólo interesada. Su actitud era la de quien vive una nueva experiencia.
—Hasta ahora nunca me vi mezclada en un caso de envenenamiento.
—No es muy agradable —le informó Neele con sequedad.
—No... me figuro que no. Permaneció pensativa unos momentos y luego alzó la vista, sonriendo. —Yo no he sido —exclamó—. Pero supongo que todo el mundo le dirá lo mismo.
— ¿Tiene alguna idea de quién puede haber sido, señorita Dove? Se encogió de hombros.
— Con franqueza, era un hombre odioso. Cualquiera pudo hacerlo.
—Pero a la gente no se la envenena por el simple hecho de que resulte «odiosa», señorita Dove. Por lo general tiene que haber un motivo bastante sólido.
—Sí, claro.
— ¿Le importaría contarme algo acerca de su cometido en esta casa? Ella alzó los ojos, y Neele sorprendióse al ver su mirada fría y regocijada.
— No es una declaración lo que me pide, ¿verdad? No, no debe serlo, puesto que su sargento está muy atareado asustando al servicio. No me gustaría que lo que yo diga, se lea luego ante un juez...; pero de todas formas me gustaría decírselo... extraoficialmente.
—Adelante entonces, señorita Dove. No tengo testigos, como ya ha observado usted. La joven inclinóse hacia delante entrecerrando los ojos.
— Comenzaré por decirle que no siento la menor lealtad hacia mis amos. Trabajo para ellos porque me pagan bien.
— Me sorprendió bastante que hiciera esta clase de trabajo... con su inteligencia y educación...
— ¿Debiera estar recluida en una oficina? ¿O llenando fichas en un Ministerio? Mi querido inspector Neele, este es el empleo ideal. La gente paga cualquier cosa... lo que sea... para verse libre de preocupaciones domésticas. Encontrar servicio es una tarea pesada. Escribir a las agencias, poner anuncios, entrevistarse con los aspirantes, pedir informes, y por último conseguir que todo marche bien... precisa cierta capacidad de la que carecen la mayoría de personas.
—Supongamos que una vez conseguido el servicio necesario, éste se despide. He oído decir que ha ocurrido alguna vez. Mary sonrió.
—Si es preciso, puedo hacer las camas, limpiar el polvo, preparar la comida y servirla sin que nadie note la diferencia. Claro que yo no lo digo. Eso podría sugerir ideas, pero siempre tengo la certeza de poder cubrir cualquier bache. Pero no hay muchos. Trabajo sólo para gente muy rica que paga lo que sea por sentirse cómoda. Yo a mi vez pago bien a los demás, y por eso consigo lo mejorcito que corre hoy en día.
— ¿El mayordomo, por ejemplo? Le dirigió una mirada divertida.
—Siempre pasa eso cuando se trata de una pareja. Crump sigue en la casa porque su mujer, la señora Crump, es una de las mejores cocineras que he conocido. Es una joya y hay que pasar por alto algunas cosas, para poder conservarla. Al señor Fortescue le gusta... le gustaba, quiero decir, como guisa. En esta casa nadie tiene escrúpulos y los amos mucho dinero. Mantequilla, huevos, crema, la señora Crump puede manejar todo lo que quiere. Y en cuanto a Crump, se limita a cumplir su cometido. Limpia bien la plata, y no sirve del todo mal a la mesa. Yo guardo la llave de la bodega, vigilo el whisky y la ginebra, y reviso su trabajo. Yo creo que una debe saberlo hacer todo, y entonces... no precisa hacerlo nunca. Pero usted quería que le hablara de la familia...
—Si no le importa...
— La verdad es que todos son aborrecibles. El difunto señor Fortescue era de esos hombres poco escrupulosos que no obstante siempre procuran estar dentro de la Ley, Alardeaba de sus mañas. Era rudo y cargante... un verdadero rufián. La señora Fortescue, Adela... su segunda esposa, tiene unos treinta años menos que él. La conoció en Brighton. Era manicura, de esas que andan a la caza de dinero. Es muy atractiva... un verdadero ejemplar en su especie... ya me comprende. El inspector Neele estaba sorprendido, pero procuró no demostrarlo. Una chica como Mary Dove no debía decir cosas semejantes. La joven proseguía tranquilamente:
—Adela, desde luego, se casó con él por su dinero y naturalmente, su hijo Percival y su hija Elaine están furiosos con ella. Se muestran lo más desagradables posible, pero ella, muy sabiamente, hace como si no le importara o no se diese cuenta Sabe que puede hacer del viejo lo que quiere. Oh, ya he vuelto a equivocarme. Todavía no puedo hacerme cargo de que ha muerto...
—Hable del hijo.
— ¿Del querido Percival? Val, como le llama su esposa. Percival es falso e hipócrita... muy estirado y astuto. Su padre le tiene aterrorizado, y siempre le ha dejado fanfarronear, pero es lo bastante listo para salirse con la suya. Al revés que su padre, es muy tacaño. La economía es una de sus pasiones. Por eso ha tardado tanto en encontrar casa. El estar aquí le ha ahorrado mucho dinero.
— ¿Y su esposa? —Jennifer es dócil, y parece muy estúpida. Pero no estoy muy segura. Antes de casarse era enfermera de un hospital... cuidó a Percival durante una pulmonía y se enamoraron. El viejo no aprobó el matrimonio. Era un snob y quería que Percival hiciera lo que él llamaba «una buena boda». Despreciaba a la pobre Jennifer. Creo que ella no le tiene... tenía simpatía. Sus principales aficiones son ir de compras y el cipe; y su mayor contrariedad el que su esposo le dé poco dinero.
— ¿Y qué hay de la hija?
— ¿Elaine? Me da bastante lástima. No es mala. Una de esas colegialas que no crecen nunca. Practica varios deportes bastante bien. No hace mucho tuvo un pretendiente, un joven maestro, pero su padre descubrió que tenía ideas comunistas y acabó con el idilio.
— ¿No tuvo valor para hacerle frente?
—Ella sí. Fue el joven quien se retiró. Me figuro que por cuestión de dinero. Elaine, la pobre, no es precisamente atractiva.
— ¿Y el otro hijo?
—No le he visto nunca. Es atractivo, por todos conceptos, y un bala perdida. Hubo cierto asunto de un cheque falsificado, hace muchos años. Ahora vive en África.
— ¿Su padre le echó de casa?
—Sí. El señor Fortescue no pudo dejarle sin un chelín, porque ya le había hecho socio de la firma, pero estuvo muchos años sin comunicarse para nada con él, y si alguna vez se le mencionaba solía decir: «No me habléis de ese pícaro. No es hijo mío.» De todas maneras...
— ¿Qué, señorita Dove?
—De todas maneras —dijo Mary, despacio— no me sorprendería que el viejo Fortescue tuviera el propósito de hacerle volver.
— ¿Qué es lo que le hace pensar eso?
— Porque hará cosa de un mes el viejo Fortescue tuvo una fuerte discusión con Percival... descubrió algo que Percival había estado haciendo a sus espaldas... ignoro lo que fue... y estaba furioso, y de pronto Percival dejó de ser un niño mimado. Ha estado muy extraño últimamente.
— ¿El señor Fortescue había cambiado mucho?
— No. Me refería a Percival. Estaba terriblemente preocupado.
—Ahora, los criados. Ya me ha descrito a los Crump. ¿Quién más hay?
— Gladys Martin es la doncella o camarera, como las llaman ahora. Limpia las habitaciones de la planta baja pone la mesa, luego la recoge y ayuda a Crump a servir. Es una chica muy decente pero de pocas luces. Neele asintió en silencio.
—La otra doncella es Ellen Curtís. Ya mayor, y de muy mal carácter, pero trabaja bien y es una doncella de primera clase. El resto no vive en casa... algunas mujeres que vienen a ayudar.
— ¿Y esas son las únicas personas que viven aquí?
—Y la anciana señorita Ramsbatton.
— ¿Quién es?
—La cuñada del señor Fortescue... hermana de su primera esposa. Esta era mayor que él y su hermana mucho mayor todavía... así que ahora debe andar por los setenta. Tiene su habitación en el segundo piso... allí se prepara la comida ella misma, y sólo entra una mujer a limpiar. Es bastante excéntrica y nunca quiso a su cuñado, pero vino aquí en vida de su hermana, y aquí se quedó a su muerte. El señor Fortescue nunca se preocupó gran cosa de ella. No obstante, tía Effie es todo un carácter.
— Conque eso es todo.
— Todo.
—De modo que ahora le toca a usted, señorita Dove.
— ¿Quiere conocer detalles de mi vida? Soy huérfana. Estudié un curso para secretaria en el Colegio de San Alfredo. Me puse a trabajar como taquimecanógrafa, lo dejé para entrar en otro empleo, me di cuenta de que andaba equivocada y emprendí mi carrera actual.
— He estado en tres casas distintas. Al cabo de un año o cosa así, me canso y me, cambio de casa. Llevo en Villa del Tejo casi un año. Le daré al sargento... Hay, ¿no es así?, los nombres y direcciones de esas familias, con una copia de sus informes. ¿Le parece bien?
— Perfecto, señorita Dove.
— Neele guardó silencio unos instantes, mientras imaginaba a la señorita Dove echando veneno en el desayuno del señor Fortescue. Su mente fue todavía más allá, y la vio recogiendo los frutos del tejo en una cestita. Con un suspiro volvió a la realidad—. Ahora quisiera ver a esa joven... er... Gladys... y luego a la doncella tillen.
— Y agregó, poniéndose en pie —: A propósito, señorita Dove, ¿tiene usted alguna idea de por qué llevaba grano suelto en el bolsillo el señor Fortescue?
— ¿Grano?
—Le miró al parecer con auténtica sorpresa.
—Sí... grano. ¿Le sugiere algo, señorita Dove?
— Nada en absoluto.
— ¿Quién cuidaba de sus ropas?
— Crump.
— Ya... ¿El señor y la señora Fortescue ocupaban la misma habitación?
—Sí. Él tenía su vestidor y cuarto de baño, claro, lo mismo que ella...
—Mary miró su reloj de pulsera—. Creo que volverá pronto. Ahora ya no puede tardar. El inspector sonrió y dijo con voz agradable:
— ¿Sabe una cosa, señorita Dove? Me resulta bastante extraño que a pesar de que haya tres clubs de golf en la vecindad, todavía no hayan podido dar con la señora Fortescue en ninguno de ellos.
—No sería tan extraño, inspector, si diera la casualidad de que no hubiese ido a jugar al golf.
—Se marchó con los palos y dijo que pensaba ir a jugar. Naturalmente, iba en su automóvil. La miró fijamente, dándose cuenta de su insinuación.
— ¿Con quién fue a jugar? ¿Lo sabe usted?
— Creo que es posible que fuera con el señor Vivian Dubois. Neele contentóse con responder.
—Ya.
—Le enviaré a Gladys. Probablemente estará muy asustada.
— Se detuvo un momento, ya en la puerta, para decir—: Le aconsejo que no haga mucho caso de lo que le he dicho. Soy muy maliciosa. Y se marchó. El inspector Neele contempló la puerta cerrada pensando que, con malicia o sin ella, lo que acababa de decirle era bastante sugestivo. Si Rex Fortescue había sido envenenado deliberadamente, y ello era casi seguro, los habitantes de Villa del Tejo le parecieron muy prometedores. Y todos tenían motivos de sobra para haberlo hecho.

Capítulo V

La muchacha que entró en la habitación con evidente desagrado, era alta, atractiva y parecía muy asustada, dando una impresión de desaliño a pesar de ir elegantemente vestida de uniforme. En el acto dijo clavando sus ojos suplicantes en el inspector: —Yo no he hecho nada; de verdad que no sé nada de esto.
— Está bien —repuso Neele amablemente y cambiando el tono de su voz, pues quería que Gladys perdiera el miedo—. Siéntese aquí —añadió—. Sólo quiero preguntarle algunas cosas sobre el desayuno de esta mañana.
—Yo no hice nada.
—Bueno, usted preparó la mesa, ¿verdad?
—Sí.
—Incluso esta confesión la hizo de mala gana, y daba la impresión de sentirse culpable y estar amedrentada, mas el inspector Neele estaba acostumbrado a ver testigos con ese aspecto, y prosiguió con mucha animación su interrogatorio—: ¿Quién había bajado primero? ¿Y luego? Elaine Fortescue había sido la primera en bajar a desayunar. Llegó en el preciso momento en que Crump entraba con la cafetera. Luego bajó la señora Fortescue seguida de la esposa de Val, y por último el cabeza de familia. Ellos mismos se sirvieron. El té, el café y los platos calientes estaban sobre el aparador. Le dijo muy poco que no supiera ya. Los alimentos y las bebidas fueron los mismos ya descritos por Mary Dove. El señor y la señora Fortescue, y la señorita tomaron café, y la esposa de Val, té. Todo transcurrió como de costumbre. Neele la interrogó acerca de su vida privada. Primero estuvo sirviendo en casas particulares y luego en varios cafés. Al fin decidió volver al servicio doméstico y llegó a Villa del Tejo en septiembre. Llevaba allí dos meses.
— ¿Y le agrada?
—Pues, supongo que no está mal del todo. No hay que estar tanto de pie..., pero se tiene menos libertad...
—Hábleme de los trajes del señor Fortescue... ¿Quién los cepillaba y demás? Gladys le miró sorprendida.
—Supongo que debía hacerlo el señor Crump, pero la mitad de las veces me obligaba a hacerlo a mí.
— ¿Quién cepilló y planchó el vestido que llevaba hoy el señor Fortescue? —No recuerdo cuál llevaba. Tiene muchos.
— ¿Encontró alguna vez grano en los bolsillos de sus trajes?
— ¿Grano? —parecía no entender.
— Centeno, para ser exacto.
— ¿Centeno? Eso sirve para hacer pan, ¿no? Una especie de pan negro... que tiene muy mal gusto...
—Pan de centeno, sí. El centeno es un grano. Y encontramos un puñado en el bolsillo de su amo. —¿En el bolsillo?
—Sí. ¿Sabe usted cómo fue a parar allí?
—Lo ignoro en absoluto. No consiguió sacarle más. Durante unos segundos se estuvo preguntando si no sabría algo más sobre aquel asunto de lo que se mostraba dispuesta a admitir. Desde luego parecía molesta y a la defensiva... pero lo atribuyó al natural temor que inspira la policía... Antes de retirarse, la muchacha le preguntó al inspector: — ¿Es verdad que ha muerto?
—Sí.
—Fue muy de repente, ¿verdad? Dicen que había telefoneado de la oficina y que le dio una especie de ataque.
—Sí... fue una especie de ataque. —A una chica que conocí, también le daban ataques. Y siempre me asustaba. El inspector Neele dirigióse a la cocina. Una mujer de enormes proporciones, de rostro arrebolado y armada con un rodillo de amasar, avanzó hacia él con aire amenazador.
—Policía —dijo—. ¡Mira que venir aquí diciendo esas cosas! Todo lo que he enviado al comedor estaba como es debido. ¡Venir aquí diciendo que yo he envenenado al señor! Haré que la justicia caiga sobre ustedes, policías, o no policías. En esta casa no se ha servido nada que no estuviera en buenas condiciones. El inspector necesitó algún tiempo para calmar a la airada mujer. El sargento Hay le miraba sonriendo burlonamente desde la despensa y Neele comprendió que ya había sufrido las iras de la señora Crump. El timbre del teléfono puso fin a la escena. Neele salió al vestíbulo, donde encontró a la señorita Dove atendiendo a la llamada al tiempo que escribía en una libreta. Volviendo la cabeza le dijo por, encima del hombro: —Es un telegrama. Luego entregó el block al inspector. El lugar de origen era París y el texto decía lo siguiente: Fortescue, Villa del Tejo, Baydon Heath Surrey. Siento que la carta se haya retrasado. Llegaré mañana a la hora del té. Espero carnero asado para comer. Lance. El inspector Neele alzó las cejas.
—De modo que el hijo pródigo vuelve a su hogar —comentó en alta voz.

Capítulo VI

En los momentos en que Rex Fortescue había estado bebiendo su última taza de té, Lance Fortescue y su esposa, sentados bajo los árboles de los Campos Elíseos contemplaban a los transeúntes. —Es muy fácil decir «descríbelo», Pat. Siempre he sido un desastre para las descripciones. ¿Qué es lo que quieres saber? Es un viejo trapisondista. Pero, ¿va a importarte eso? Ya debes estar más o menos acostumbrada.
—Oh, sí —dijo Pat—. Sí..., como tú dices..., estoy acostumbrada.
—Procuró disimular su amargura. Tal vez, reflexionó, todo el mundo fuese así ahora... ¿O era sólo que no había sido afortunada? Era una joven alta, de piernas largas, no precisamente bonita, mas con un atractivo debido en gran parte a su vitalidad y a una personalidad arrolladora. Sabía moverse, y sus cabellos castaños estaban siempre brillantes y sedosos. Tal vez debido a su larga convivencia con caballos había adquirido en cierto modo el aspecto de una yegua pura sangre. Trapisondas en el mundo de las carreras, que conocía a fondo... y ahora, por lo visto, iba a enfrentarse con un mundo financiero muy semejante. Porque a pesar de todo, su padre político, al que todavía no conocía, no era en cuanto a la ley se refiere, un dechado de rectitud. Todas esas personas que van por ahí alardeando del «mundo elegante» son iguales... técnicamente siempre procuran mantenerse dentro de la ley. No obstante, Lance, a quien amaba, y quien confesó haberse salido de la buena senda en otros tiempos, era de una honradez intachable, de la que carecían todos aquéllos.
—No quiero decir que sea un estafador —dijo Lance—, nada de eso. Pero sabe cómo escurrir el bulto.
—Algunas veces —replicó Pat— me parece que odio a esa clase de personas.
—Y agregó—: Tú le quieres.
—Era una afirmación, no una pregunta. Lance meditó unos instantes y luego dijo con cierto aire sorprendido: —Creo que sí, querida. Pat echóse a reír. Lance volvió la cabeza para mirarla y sus ojos se entrecerraron. ¡Qué adorable era! La quería con locura. Por ella seria capaz de cualquier cosa.
— ¿Sabes? En cierto modo desearía no tener que regresar —le dijo—. La vida de ciudad... Regresar cada día a casa en el tren de las cinco y dieciocho. No es la clase de vida que me gusta. Se pasa el tiempo yendo y viniendo. Pero supongo que hay que sentar la cabeza alguna vez, y contigo para guiarme puede que incluso me parezca un placer. Y puesto que el viejo se ha vuelto atrás, hay que sacar la mejor ventaja posible. Debo confesar que me sorprendió recibir su carta... Percival con el secante dispuesto a secar sus firmas. Percival, el niño bueno. Percy siempre ha sido un ladino. Sí, siempre lo ha sido. —No creo que me guste tu hermano Percival — dijo Patricia Fortescue.
—No quiero predisponerte en contra suya. Percy y yo nunca nos llevamos bien..., eso es todo lo que hay. Yo malgastaba mi dinero, y él lo ahorraba. Yo tenía mala fama por divertirme con mis amigos, y Percy llevaba una vida muy «digna». Éramos polos opuestos, Siempre le he considerado un infeliz... y algunas veces he creído que casi me odiaba. No sé exactamente por qué...
— Me parece que yo sí lo sé.
— ¿De veras, querida? Eres tan inteligente. Siempre me he preguntado, es algo fantástico, pero...
—Bueno, dilo.
— Me he preguntado si no sería Percival el que falsificó el cheque... cuando 1 viejo me echó de casa... y se puso tan furioso por haberme dado parte en la firma y no poder desheredarme Porque lo más extraño de todo es que yo no fui... a pesar de que nadie quiso creerme, puesto que una vez saqué fondos de la caja y los aposté a un caballo. Estaba seguro de que podría devolverlos, y en cierto modo era mi propio dinero. Pero ese asunto del cheque... no. Ignoro por qué tengo la ridícula idea de que fue Percival; pero el caso es que la tengo.
— Pero a él no iba a servirle de nada. Debía pagarse a tu nombre.
—Lo sé. Por eso no tiene sentido, ¿no te parece? Pat volvióse bruscamente hacia él.
— ¿Quieres decir... que lo hizo para quitarte de en medio? —Me lo he estado preguntando... Oh, bueno..., ¡no debo decir una cosa así! Olvídalo. Quisiera saber lo que Percy dirá cuando vea que regresa el hijo pródigo. ¡Esos ojos de besugo hervido que tiene, se le van a salir de las órbitas!
— ¿Sabe que vuelves?
— ¡No me sorprendería lo más mínimo que no supiera ni una palabra! El viejo tiene un extraño sentido del humor.
— ¿Pero qué es lo que ha hecho tu hermano para disgustar a tu padre hasta ese extremo?
—Eso es lo que quisiera yo saber. Debe haber algo muy gordo, para que me escribiera del modo que lo hizo.
— ¿Cuándo recibiste su primera carta?
— Debe de hacer cuatro... no, cinco meses. Una misiva concisa, pero mostrando la rama de olivo. «Tu hermano mayor se ha portado de un modo muy poco satisfactorio en varios aspectos, y parece ser que tú has enterrado tus malos vicios y sentado la cabeza». «Te prometo que ganarás mucho financieramente». «Sed bienvenidos tú y tu esposa». ¿Sabes, cariño? Creo que el haberme casado contigo tiene mucho que ver en esto. Al viejo le impresionó que me hubiera casado con alguien de una esfera superior a la mía.
— ¿Qué? — rió Pat—. ¿Con una aristócrata?
— Eso es. Debieras ver a la esposa de Percival. Es de esas que dicen: «Lárgame la confitura», y a los sellos les llama «estampitas». Pat no se rió. Estaba pensando en la única mujer de la familia de que había entrado a formar parte. Era un punto que Lance no tuvo en cuenta.
— ¿Y tu hermana? —le preguntó.
— ¿Elaine? Oh, era bastante joven cuando me fui de casa... una niña muy formal..., pero es probable que ahora ya no lo sea tanto... Lo tomaba todo muy a pecho. El retrato resultaba muy tranquilizador.
— ¿Y no te escribió nunca... cuando te marchaste?
— No dejé ninguna dirección; pero, de todas maneras, no me hubiera escrito. No somos una familia muy afectuosa.
— No. La miró a los ojos.
— ¿Estás preocupada? ¿Por mi familia? No hagas caso. No vamos a vivir con ellos. Tendremos nuestra casita, y caballos, perros... lo que quieras.
—Pero seguirá existiendo el tren de las cinco dieciocho.
—Para mí; sí. Ir y venir de la ciudad, en esta lata de sardinas; pero tranquilízate, cariño..., hay casas de campo incluso en los alrededores de Londres. Y últimamente he sentido arder en mi sangre la fiebre de los negocios. Al fin y al cabo... la llevo en ella por ambas ramas familiares...
—Apenas recuerdas a tu madre, ¿verdad?
—Siempre me pareció muy vieja. Casi tenía cincuenta años cuando nació Elaine. Llevaba montones de cosas que tintineaban, y tumbada en un sofá solía leerme historias de damas y caballeros, que me aburrían sobremanera. Los «Idilios del Rey», de Tennyson. Supongo que la quería... Era muy... inexpresiva, ¿sabes? Ahora me doy cuenta.
— No pareces haber querido demasiado a nadie —dijo Pat en tono de desaprobación. Lance le acarició el brazo.
—Te quiero a ti —replicó.

Capítulo VII

El inspector Neele seguía sosteniendo en su mano el mensaje telegráfico cuando oyó detenerse un automóvil con un fuerte frenazo. Mary Dove dijo: —Debe ser el coche de la señora Fortescue. El inspector Neele dirigióse a la puerta principal. Con el rabillo del ojo observó como Mary Dove se retiraba cautelosamente. Sin duda evitaba el tomar parte en la escena que iba a desarrollarse. Una notable demostración de tacto y discreción... y también una gran falta de curiosidad. La mayoría de mujeres se hubieran quedado..., pensó el inspector. Al llegar a la puerta principal vio a Crump, el mayordomo, que se dirigía hacia el vestíbulo. De modo que había oído el coche... Era un Rolls coupé. Dos personas se apearon y al llegar ante la puerta, y antes de que pudiesen llamar, ésta se abrió de par en par. Sorprendida, Adela Fortescue, se quedó mirando al inspector Neele. El policía se dio cuenta en el acto de lo hermosa que era, y comprendió la fuerza del comentario de Mary Dove que tanto le chocaba. Adela Fortescue era todo un ejemplar de la especie. Por Su figura y tipo recordaba a la rubia señorita Grosvenor, pero mientras esta última era todo atractivo exterior, sin la menor respetabilidad, Adela Fortescue era atractiva por dentro y por fuera... con un encanto que decía simplemente a cada hombre: «Aquí estoy. Soy una mujer.» Respiraba femineidad por todos sus poros... y no obstante, por encima de esto, en sus ojos se leía una mente calculadora. A Adela Fortescue —pensó Neele—, la gustaban los hombres..., pero siempre prefería el dinero. Sus ojos pasaron a contemplar al hombre cargado con los palos de golf que aparecía tras Adela, Era el tipo que se especializa en esposas jóvenes y ricas. El señor Vivian Dubois, era uno de esos señores maduros que «comprenden» a las mujeres.
— ¿La señora Fortescue?
— Sí.
—Tenía los ojos grandes y azules—. Pero no comprendo...
—Soy el inspector Neele. Lamento tener que darle malas noticias.
— ¿Se refiere a... algún robo... o cosa así?
—No. Nada de eso. Se trata de su esposo. Esta mañana se ha sentido repentinamente enfermo de gravedad.
— ¿Rex? ¿Enfermo?
—Hemos estado intentando comunicar con usted desde las once y media de la mañana.
— ¿Dónde está? ¿Aquí o en el hospital?
— Le trasladaron al Hospital de San Judas. Debe prepararse para recibir un fuerte golpe.
— ¿Quiere decir que... ha... muerto? Dio unos pasos vacilantes y se agarró a su brazo. El inspector, como quien representa una comedia, la acompañó por el vestíbulo. Crump mostróse preocupado.
— Necesita tomar un poco de coñac —dijo. La voz profunda del señor Dubois repuso: —Tiene razón, Crump. Traiga el coñac.
—Y dirigiéndose al inspector agregó—; Entremos aquí. Y por la puerta, a la izquierda, entraron en procesión: El inspector Neele con Adela, Vivian Dubois y Crump con una botella y dos copas. Adela Fortescue acomodóse en una butaca cubriéndose el rostro con las manos. Aceptó el vaso que le ofrecía el inspector, pero luego de tomar un pequeño sorbo lo rechazó.
—No quiero más —dijo—. Estoy bien. Pero, dígame, ¿cómo ha sido? Un colapso, supongo. ¡Pobre Rex!
— No fue un colapso, señora Fortescue.
— ¿Dijo usted que era un inspector? —fue Dubois quien formuló la pregunta. Neele volvióse hacia él.
—Eso dije —replicó satisfecho—. El inspector Neele, de la C. I. D. Vio que una sombra de alarma aparecía en sus ojos oscuros. Por lo visto, al señor Dubois no le agradaba la presencia de un inspector de policía.
— ¿Qué ocurre entonces? —dijo—. ¿Es que hay algo extraño? Inconscientemente retrocedió en dirección a la puerta. El inspector Neele observó su movimiento.
—Me temo —dijo dirigiéndose a la señora Fortescue, —que tendrá que haber una investigación.
— ¿Una investigación? ¿Quiere decir...? ¿Qué es lo que quiere decir?
— Supongo que va a ser muy molesto para usted, señora Fortescue. Pero hay que averiguar lo más pronto posible lo que el señor Fortescue comió o bebió esta mañana, antes de salir para su oficina.
— ¿Quiere decir que puede haber sido envenenado?
—Pues, sí, eso parece.
—No puedo creerlo. ¿Se refiere a una intoxicación producida por algún alimento? Su voz bajó más de una octava al finalizar la frase. Con rostro imperturbable y voz tranquila el inspector Neele le replicó: —Señora, ¿qué cree usted que quiero decir? Sin hacer caso de su pregunta agregó a toda prisa: —Pero si todos nosotros estamos bien...
— ¿Puede usted hablar por todos los miembros de la familia?
—Pues... no... claro... no puedo. Dubois, mirando su reloj, exclamó: —Tendré que marcharme, Adela. Lo siento muchísimo. ¿No te importa, verdad?
—Oh, Vivian, no te marches. Era una súplica y a Dubois le sentó como un tiro. Continuó preparando su retirada.
— Lo siento. Tengo una cita importante. A propósito, inspector, me hospedo en Dormy House. Si... er... me necesita para algo... El inspector Neele asintió con un gesto. No tenía intención de retener al señor Dubois, pues comprendió el motivo de su espantada. El señor Dubois huía de las contrariedades como de la peste. Adela Fortescue dijo en un intento de salvar la situación: —Ha sido una sorpresa tan grande volver a casa y encontrar a la policía.
—Me hago perfecto cargo. Pero comprenda que resultaba necesario actuar rápidamente para obtener las muestras necesarias de los alimentos, café, té, etc...
— ¿Té y café? ¡Pero si eso no intoxica! Supongo que debió ser ese tocino tan malo que tomamos. Algunas veces está incomible.
—Ya lo averiguaremos, señora Fortescue. No se preocupe. Le sorprendería saber las cosas que pueden ocurrir. Una vez tuvimos un caso de envenenamiento por el tacto. Se habían equivocado, y cogieron dedaleras en vez de rábanos picantes.
— ¿Y usted cree que aquí ha podido suceder algo parecido?
—Lo sabremos con certeza cuando se haya practicado la autopsia.
— La autop... oh, ya comprendo.
— Se estremeció.
—Tienen ustedes muchos tejos por aquí —prosiguió el inspector—. Supongo que no existe posibilidad alguna de que sus hojas o frutos se hayan mezclado con algún alimento. No dejaba de observarla y ella alzó los ojos.
— ¿Los tejos? ¿Es que son venenosos? Su asombro parecía demasiado inocente.
—Se sabe que algunos niños comieron hojas o frutos de tejo con funestos resultados. Adela se llevó las manos a la cabeza.
— No puedo soportar más. Quiero acostarme. ¿Puedo hacerlo? No puedo seguir hablando de esto. El señor Percival Fortescue lo arreglará todo... Yo no puedo... no puedo... no es justo que me pregunte a mí.
—Esperamos ponernos en contacto con él lo más pronto posible. Por desgracia, se encuentra en el Norte de Inglaterra.
—Oh, sí. Lo había olvidado.
—Sólo una cosa más, señora Fortescue. Encontramos una pequeña cantidad de grano en un bolsillo del traje de su esposo. ¿Podría explicarme la razón de ello? Meneó la cabeza, al parecer muy extrañada.
— ¿No podría tratarse de alguna broma?
—No le veo la gracia.
—De momento no voy a molestarla más, señora Fortescue. ¿Quiere que mande llamar a una de las camareras? ¿O a la señorita Dove?
— ¿Qué?
—Estaba distraída. Se preguntó qué estaría pensando. Revolvió en su bolso hasta sacar un pañuelo.
—Es terrible —dijo con voz temblorosa—. Todavía no acabo de darme cuenta. Hasta ahora he estado como paralizada. Pobre Rex. ¡Mi querido Rex! Sollozó de un modo casi convincente. El inspector Neele la observó — respetuosamente durante unos instantes.
—Le enviaré a alguien —dijo. Y dirigiéndose a la puerta, la abrió. Antes de salir volvióse para mirar a la señora Fortescue. Todavía conservaba el pañuelito ante los ojos, pero sus extremos no lograban ocultar del todo su boca. En sus labios había aparecido una ligera sonrisa.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 25, 2018 4:12 pm

Capítulo VIII

1

—Recogí lo que pude —le informó el sargento Hay—. La mermelada, un poco de jamón... muestras del té, café y azúcar por lo que pueda ser. Sobró bastante café y lo tienen en la despensa... yo diría que eso es importante.
—Sí que lo es. Pues el veneno debieron echarlo en éste.
—Alguno de los de la casa. Exacto. He hecho algunas averiguaciones, discretas, acerca de esos tejos... de las hojas o de los frutos..., pero nadie los ha visto en la casa. Tampoco saben nada del cereal encontrado en el bolsillo... No lo comprenden y yo tampoco. No parece tratarse de un hombre de esos que comen cualquier cosa con tal de que esté cruda. A mi cuñado le gusta eso. Siempre anda royendo guisantes, nabos y zanahorias crudas. A mí me parece que deben sentar mal. Sonó el teléfono, y a una señal del inspector el sargento Hay apresuróse a descolgarlo. Llamaban desde Jefatura. Habían logrado comunicar con Percival Fortescue, quien regresaba a Londres inmediatamente. Cuando el inspector volvía a dejar el teléfono, oyó detenerse un coche ante la puerta. Crump fue a abrir. La mujer recién llegada traía las manos cargadas de paquetes, que el mayordomo se apresuró a coger. —Gracias, Crump. Pague el taxi, ¿quiere? Tomaré el té en seguida. ¿Está en casa la señora Fortescue, o la señorita Elaine? El mayordomo vaciló mirando al inspector.
—Tengo malas noticias, señora — dijo—. Se trata del señor.
— ¿Del señor Fortescue? Neele se adelantó mientras Crump le presentaba.
—La esposa del señorito Percival, señor.
— ¿Qué es eso? ¿Qué ha ocurrido? ¿Un accidente? El inspector Neele la fue estudiando mientras respondía. La esposa de Percival Fortescue era una mujer rolliza, de unos treinta años. Sus preguntas fueron como disparos. Debía sentirse muy preocupada.
—Siento tener que comunicarle que el señor Fortescue ha sido llevado esta mañana al Hospital de San Judas gravemente enfermo, y que más tarde ha fallecido.
— ¿Muerto? ¿Quiere decir que ha muerto?
—Las noticias eran todavía más asombrosas de lo que pudo esperar—. Dios mío... mi esposo no está aquí. Tendrá que comunicárselo. Está en el Norte... Supongo que en la oficina sabrán exactamente dónde. Tendrá que cuidarse de todo. Las cosas siempre van a ocurrir en el momento en que menos se espera, ¿no es cierto? Hizo una pausa, dando vueltas en su mente a varias cosas.
—Supongo que todo depende de dónde vayan a enterrarle. Me figuro que aquí. ¿O en Londres?
—Eso debe decidirlo la familia.
—Naturalmente.
—Por primera vez pareció darse cuenta de con quién estaba hablando.
— ¿Es usted de la oficina? — preguntó—. Usted no es médico, ¿verdad?
—Soy un agente de policía. La muerte del señor Fortescue fue muy repentina y... Ella le interrumpió: — ¿Quiere decir que ha sido asesinado? Era la primera vez que pronunciaba aquella palabra. Neele soslayó la respuesta con sumo cuidado.
— ¿Por qué piensa eso, señora?
—Bueno, algunas personas mueren así. Usted dijo muerte repentina... y es policía. ¿La ha visto ya? ¿Qué le ha dicho?
—No comprendo a quién se está refiriendo.
— A Adela, desde luego. Siempre le dije a Val que su padre estaba loco al casarse con una mujer mucho más joven que él. No hay mayor tonto que un viejo tonto. Estaba como loco por esa terrible criatura. Y ahora vea lo que ha resultado... Un bonito lío en el que todos nos vemos envueltos. Fotografías en los periódicos y periodistas que se meten por todas partes. Se detuvo imaginando sin duda un futuro ron crudo realismo. Neele pensó que no debía resultarle del todo desagradable. Se volvió para preguntarle: — ¿Qué fue? ¿Arsénico?
—La causa de la muerte todavía no ha sido comprobada. Tienen que hacerle la autopsia y luego vendrá la vista de la causa —repuso el inspector. —Pero usted ya lo sabe, ¿no es así? O de otro modo no hubiera venido. En su rostro había aparecido una expresión astuta.
—Deben haber estado investigando lo que comió y bebió ayer noche y esta mañana. Y desde luego, todas las bebidas, ¿no es cierto? Podía leer claramente cómo calculaba todas las posibilidades, por eso repuso con precaución: —Parece posible que la repentina indisposición del señor Fortescue fue debida a algo que comió a la hora del desayuno.
— ¿Esta mañana? —pareció sorprendida—. Es difícil... No veo cómo... No sé cómo pudo hacerlo entonces... a menos que echara algo en el café... cuando Elaine y yo no miráramos... Una voz reposada dijo a sus espaldas: —Tiene servido el té en la biblioteca, señora Fortescue.
—Oh, gracias señorita Dove — exclamó dando un respingo—. Sí, me irá muy bien tomar una taza de té. Me siento muy deprimida. ¿Y usted, inspector... no quiere acompañarme?
—Gracias, pero ahora no. La figura rolliza vaciló antes de alejarse lentamente. Cuando desaparecía por la puerta, Mary Dove murmuró en voz baja: —No creo que haya sentido siquiera la palabra calumnia. El inspector Neele no replicó.
— ¿Puedo ayudarle en algo? — continuó diciendo Mary Dove.
— ¿Dónde puedo encontrar a la doncella Ellen?
—Le acompañaré a usted. Está arriba.

2

Ellen resultó ser bastante arisca, pero valiente. Con rostro amargado miró triunfante al inspector. —Es un asunto muy desagradable, señor. Y nunca pensé que llegaría a vivir en una casa donde iba a suceder una cosa semejante. Pero en cierto modo no puedo decir que me sorprenda. A decir verdad hace tiempo que debí despedirme No me agrada el lenguaje que se emplea en esta casa, ni la cantidad de bebida que se toma y no apruebo las cosas que ocurren. No tengo nada contra la señora Crump, pero Crump y esa chica, Gladys, no saben lo que es servir. Pero lo que más me preocupa es lo que ocurre aquí.
— ¿A qué se refiere exactamente?
—Pronto se enterará, si es que todavía no lo sabe. No se habla de otra cosa en estos alrededores. Les han visto aquí, allí... o al tenis... Yo he visto cosas... con mis propios ojos... y en esta casa. La puerta de la biblioteca estaba abierta, y allí estaban los dos besándose y arrullándose. El veneno de aquella solterona era mortal. Neele consideró innecesario preguntar: «¿A quién se refiere?», pero de todas maneras lo preguntó.
— ¿A quién iba a referirme? A la señora... y a ese hombre. No tienen vergüenza. ¿Quiere que le diga una cosa? El señor lo sabía, y les puso alguien que les vigilaba. Hubieran llegado al divorcio... y en vez de esto... se ha llegado a lo otro...
—Al decir lo otro, quiere usted decir...
— Usted ha estado haciendo preguntas acerca de lo que comió y bebió, y quién se lo dio. Han sido los dos señor, esta es mi opinión. Él conseguiría el veneno en cualquier parte y ella se lo dio al señor. No tengo la menor duda de que ocurrió así.
— ¿Ha visto usted en la casa frutos de los tejos... o tirados por algún lugar de los alrededores?
— ¿De los tejos? — sus diminutos ojillos parpadearon con curiosidad—. No los toques nunca, me decía mi madre cuando yo era pequeña. ¿Fue eso lo que le dieron, señor?
—Todavía no lo sabemos.
—Nunca la vi cogerlos.
—Ellen parecía decepcionada—. No, no puedo decir que haya visto nada de eso. Neele la interrogó sobre el centeno encontrado en el bolsillo del señor Fortescue, pero tampoco sacó nada en limpio.
—No, señor. No sé nada. Siguió haciéndole preguntas, pero sin resultado. Por fin quiso saber si podría ver a la señorita Ramsbatton. Ellen vaciló.
—Se lo preguntaré, porque no recibe a todo el mundo. Es una señora muy vieja, y un poco extraña. El inspector asintió en su demanda, y ella le condujo de mala gana por un largo pasillo y un pequeño tramo de escaleras hasta lo que pudo haber sido la habitación destinada a los niños. Mientras la seguía miró por una de las ventanas del pasillo y vio al sargento Hay de pie juntó al tejo y hablando con un hombre, sin duda el jardinero. Ellen golpeó con los nudillos en una de las puertas, y una vez obtenido el permiso de entrar, la abrió, diciendo: —Aquí está un policía que quiere hablar con usted, señorita. La respuesta debió de ser afirmativa, porque se hizo a un lado para dejar pasar a Neele. Aquella habitación estaba absurdamente atiborrada de muebles. El inspector tuvo la sensación de haber vuelto a la época victoriana. Sentada ante una mesita bajo una luz de gas, una anciana se entretenía haciendo solitarios. Llevaba un vestido color castaño y sus escasos cabellos grises pendían lacios a ambos lados de su cara. Sin alzar la vista ni interrumpir su juego dijo en tono impaciente: —Bueno pase, pase. Siéntese si es su gusto. No era fácil aceptar la invitación, puesto que todas las sillas estaban cubiertas da folletos o publicaciones de carácter religioso. Mientras retiraba las que tapizaban un sofá, la señorita Ramsbatton le preguntó con acritud: — ¿Le interesan las misiones?
—Pues, me temo que no mucho, señora. —Pues debieran interesarle Así es cómo está hoy en día el espíritu cristiano. La pasada semana vino a verme un sacerdote muy joven y tan negro como su sombrero, pero un verdadero cristiano. El inspector Neele no supo qué responder. La anciana le desconcertó todavía más al decir: —No tengo aparato de radio.
— ¿Cómo dice?
— ¡Oh! Creí que habría venido para comprobar si había sacado la licencia. O alguna de esas tonterías. Bueno, joven, ¿de qué se trata?
—Lamento tener que comunicarle que su hermano político, el señor Fortescue, sintióse enfermo repentinamente esta mañana y ha fallecido. La señorita Ramsbatton continuó con su solitario sin dar señales de preocupación, y limitándose a comentar tranquilamente: —Al fin han sido abatidos su arrogancia y su necio orgullo. Bueno, algún día tenía que ocurrir.
—Espero que no haya sido un gran golpe para usted. Resultaba evidente que no lo era, mas el inspector quiso ver lo que contestaba.
—Si se refiere a que no lo siento, está usted en lo cierto.
—La señorita Ramsbatton le miraba por encima de sus gafas—. Rex Fortescue siempre fue un hombre pecador y nunca me agradó.
—Su muerte ha sido muy repentina...
—Como propia de un impío — repuso la dama con satisfacción.
—Es posible que fuera envenenado... El inspector Neele hizo una pausa para observar el efecto causado. Pero la señorita Ramsbatton ni parpadeó, y limitóse a murmurar: —Siete rojo sobre ocho negro. Ahora puedo mover el rey. Sorprendida al parecer por el silencio del inspector, se detuvo con la carta en la mano para preguntarle: —Bueno, ¿qué esperaba que le dijera? Yo no le he envenenado, si es eso lo que quiere saber.
— ¿Tiene alguna idea de quién pudo hacerlo? —Esa pregunta es muy inconveniente —replicó la anciana—. En esta casa viven dos hijos de mi difunta hermana. No quiero creer que nadie de la sangre Ramsbatton pueda ser culpable de un crimen. Porque usted habla de un asesinato, ¿verdad?
—Yo no he dicho eso, señora.
— ¡Pues claro que es un crimen! Muchas personas hubieran querido asesinar a Rex a su debido tiempo. Era un hombre sin escrúpulos. Y las culpas pasadas dejan su huella, como dice el refrán.
— ¿Sospecha dé alguien en particular? La señorita Ramsbatton dejó las cartas y se puso en pie. Era una mujer de elevada estatura.
—Creo que será mejor que se marche usted —le dijo. Habló sin enfado pero con resolución.
—Si quiere conocer mi opinión — continuó—, debe haber sido uno de los criados. Ese mayordomo me parece un perillán, y esta doncella es completamente anormal. Buenas noches. El inspector salió obedientemente de la estancia. Desde luego era una anciana muy particular. No le había sacado nada. Al llegar al vestíbulo de la planta baja encontróse frente a frente con una joven morena y esbelta. Llevaba puesto un impermeable húmedo y le miraba con franca curiosidad...
—Acabo de llegar —le dijo—. Y me han dicho... que papá ha muerto.
—Lamento que sea cierto. Ella buscó apoyo con la mano a sus espaldas, como un ciego sin lazarillo, y al tocar un arcén de roble se sentó despacio sobre él.
— ¡Oh, no! —dijo—. No... Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.
—Es horrible... —exclamó—. Creí que no le quería... Casi pensé odiarle... Pero no puede ser así, ya que no me importaría... y me importa. Permaneció sentada mirando al vacío mientras las lágrimas iban humedeciendo su rostro. De pronto volvió a hablar casi sin aliento.
—Lo peor es que ahora todo se arregla. Quiero decir, que Gerald y yo podremos casarnos. Podré hacer todo lo que quiera. Pero aborrezco que haya tenido que ser así. No quería que papá muriese... Oh, no... Oh, papaíto... papaíto... Por primera vez desde que había ido a Villa del Tejo, el inspector Neele sorprendióse de ver a alguien que sintiera verdadero pesar por la muerte de Fortescue.

Capítulo IX

— A mí me parece que ha sido la esposa —decía el subordinado, tras escuchar atentamente el informe del inspector Neele sobre el caso. Le hizo un relato admirable y preciso. Breve, pero sin omitir detalle de importancia.
—Sí —repitió el subcomisario—. Me parece que fue la esposa. ¿Y cuál es su opinión, Neele? El aludido repuso que a él también se lo parecía; que por lo general siempre es la esposa... o el marido... según los casos.
— Ella tuvo oportunidad. ¿Y motivos? —el subcomisario hizo una pausa—. ¿Tenía motivos?
— ¡Oh, creo que sí, señor! Ya sabe, ese señor Dubois.
— ¿Cree que también está mezclado en esto?
— No, yo no diría eso, señor.
—El inspector Neele rechazó la idea—. Está un poquitín demasiado pegado a su pellejo para eso. Pudo haber adivinado lo que ella tramaba, pero no creo que él la haya instigado.
—No, demasiado prudente.
— Sí, demasiado. —Bueno, no podemos llegar a una conclusión, pero parece una hipótesis bastante buena. ¿Y qué hay de las otras dos que tuvieron oportunidad?
—Son la hija y la nuera. La hija estuvo prometida a un joven, y su padre no la dejó casarse con él. Y por lo visto no pensaba casarse con ella al menos que tuviera dinero. Eso le proporciona un móvil. Y en cuanto a la nuera, todavía no sé bastante de ella. Pero cualquiera de las tres podría haberlo envenenado, y no veo que nadie más pudiera hacerlo. La doncella, el mayordomo, la cocinera... todos prepararon el desayuno, o lo llevaron al comedor, pero no veo que pudieran asegurarse de que sólo Fortescue tomara el veneno y los demás no. Es decir, si es que era taxina.
—Desde luego, lo era. Acabo de recibir el informe del forense.
— Entonces, eso queda sentado — dijo el inspector Neele—. Y podemos pasar adelante.
— ¿Y los criados?
— El mayordomo y la doncella parecen muy nerviosos. Eso no tiene nada de particular. Sucede a menudo. La cocinera está furiosa y la otra doncella muy complacida. En resumen, todo perfectamente natural y lógico.
— ¿No hay nadie más a quien considerar sospechoso en algún aspecto?
—No, no creo, señor. — Involuntariamente, el inspector Neele pensó en Mary Dove y su sonrisa enigmática, y en voz alta dijo—: Ahora que ya sabemos que se trata de taxina, debe haber alguna pista de cómo fue obtenida o preparada.
—Bien. Bueno, adelante Neele. A propósito, el señor Percival Fortescue —está aquí ahora. He cambiado un par de palabras con él y espera para verle. También hemos localizado al otro hijo. Está en París, en el «Bristol», y hoy sale para aquí. Supongo que irá a esperarle al aeropuerto.
—Sí, señor; eso pensaba...
— Bien, será mejor que ahora vea a Percival Fortescue...
— El subcomisario rió—. Percy el Atildado, eso es lo que es. Percival Fortescue era un hombre rubio y aseado, de unos treinta años, de cabellos y pestañas muy claros, que empleaba un tono ligeramente pedante al hablar.
—Esto ha sido un golpe terrible para mí, inspector Neele, como puede usted figurarse.
—Debe haberlo sido, señor Fortescue —repuso el inspector.
—Sólo puedo decirle que mi padre se encontraba perfectamente bien anteayer cuando me marché de casa. Esta intoxicación, o lo que haya sido, debe haber sido muy repentina.
—Sí, fue muy repentina; pero no se trata de una intoxicación, señor Fortescue. Percival le miraba con el ceño fruncido.
— ¿No? De modo que por eso... —se interrumpió.
—Su padre —le dijo el inspector Neele —murió envenenado por habérsele administrado taxina.
— ¿Taxina? Nunca había oído esta palabra.
—Me lo imagino. La conocen muy pocas personas. Es un veneno de efectos rápidos y drásticos. Su ceño se acentuó todavía más.
— ¿Me está usted diciendo que mi padre fue deliberadamente envenenado, inspector?
—Eso parece; sí señor.
— ¡Es terrible! —Sí, desde luego, señor Fortescue.
—Ahora comprendo la actitud de los del hospital —murmuró Percival—, y el recibimiento que me han dispensado aquí.
—Se interrumpió y tras una pausa prosiguió—: ¿Y el entierro?
—La vista de la causa está fijada para mañana después de la autopsia. Sólo se llevarán a cabo las formalidades puramente de rigor y el juicio se aplazará.
—Ya comprendo. ¿Es lo que se acostumbra a hacer?
—Sí, señor. Ahora sí.
— ¿Puedo preguntarle si tiene formada alguna idea de quién pudo...? La verdad, yo... —se interrumpió de nuevo.
—Es demasiado pronto para eso, señor Fortescue —murmuró Neele.
—Sí, lo supongo. —De todas formas, nos seria de gran ayuda el que usted nos diera alguna idea de las disposiciones testamentarias de su padre. O tal vez pueda ponerme en contacto con su abogado.
—Sus abogados son Billingsby, Horsethorpe y Walters, de la Plaza Bedford. Y en cuanto a su testamento, creo que más o menos puedo decirles cuáles son sus principales disposiciones.
—Si fuera usted tan amable, señor Fortescue. Es una formalidad que no puede eludir.
— Mi padre hizo un nuevo testamento hace un par de años con ocasión de su matrimonio —explicó Percival—. Deja la suma de cien mil libras a su esposa y cincuenta mil a mi hermana Elaine. Yo soy el heredero del resto. Y yo soy, naturalmente, socio de la firma.
— ¿Y no lega nada a su hermano, Lancelot Fortescue?
— No, hace mucho tiempo que mi padre y mi hermano se disgustaron. Neele le dirigió una mirada inquisitiva... pero Percival parecía muy seguro de sus palabras.
—De modo que, según el testamento —dijo Neele—, las tres personas que ganan con su muerte son la señora Fortescue, la señorita Elaine Fortescue y usted.
—Yo no creo que deba considerarme ganancioso.
—Percival suspiró—. Ya sabe, inspector, hay que pagar los derechos de Estado. Y últimamente mi padre ha sido... bueno, algo imprudente en sus transacciones financieras.
— ¿Su padre y usted no han estado de acuerdo últimamente sobre el modo de llevar el negocio?
—El inspector Neele lanzó su pregunta con genialidad habitual.
—Yo le expuse mis puntos de vista, pero...
—Percival encogióse de hombros. —Se mostró usted bastante firme, ¿verdad? — inquirió Neele—: En resumen, por no ponerse de acuerdo tuvieron una disputa, ¿no es cierto?
—Yo no diría eso, inspector.
—Una sombra de preocupación nubló los ojos de Percival.
—Entonces tal vez la discusión fue debida a otro asunto; señor Fortescue.
— No hubo tal disputa, inspector.
— ¿Está bien seguro, señor Fortescue? Bien, no importa. ¿Debo entender que su padre y su hermano seguían enfadados?
— Eso es. —Entonces tal vez pueda decirme lo que significa esto. Neele le tendió el mensaje telefónico anotado por Mary Dove. Percival, al leerlo, lanzó una exclamación de sorpresa y disgusto, pareciendo al mismo tiempo furioso e incrédulo.
— No lo puedo comprender, — apenas puedo creerlo.
— A pesar de ello, parece ser cierto, señor Fortescue. Su hermano llega hoy de París.
— ¡Pero es extraordinario! No, la verdad, no puedo comprenderlo.
— ¿Su padre no le dijo nada de todo eso?
— Desde luego que no. ¡Qué vergüenza! ¡Mandar llamar a Lance a mis espaldas!
— ¿No tiene usted idea de por qué hizo semejante cosa?
— ¡Claro que no! Eso corre parejas con su comportamiento durante estos últimos tiempos... ¡Una locura! Es inexplicable. Hay que impedirle... yo... Percival se detuvo bruscamente. El color desapareció de su rostro. —Había olvidado... —dijo—. Por un momento me olvidé de que mi padre ha muerto... El inspector Neele hizo un gesto de asentimiento. Percival Fortescue se preparaba para marcharse... puesto que recogiendo su sombrero, dijo: —Si me necesitan ustedes para algo, avísenme. Pero supongo... que irán a Villa del Tejo.
— Sí, señor Fortescue. He dejado allí a uno de mis hombres. Percival encogióse de hombros.
— Será muy agradable. ¡Pensar que ha ido a sucederme una cosa así!... Suspirando se dirigió hacia la puerta.
— Estaré en la oficina la mayor parte del día. Hay que ver un montón de cosas. Pero por la noche iré a Villa del Tejo.
— Muy bien, señor. Percival Fortescue abandonó la estancia.
— Percy el Atildado —murmuró Neele. El sargento Hay, que se hallaba sentado junto a la pared, alzó la vista y dijo, interrogadoramente: — ¿Sí?
Y al ver que no obtenía respuesta, preguntó: — ¿Qué deduce de todo esto, señor?
— No lo sé —respondió Neele. Y repitió en voz baja—: Son todos muy desagradables. El sargento Hay pareció algo intrigado.
— Alicia en el país de las maravillas —dijo Neele—. ¿No conoce a Alicia, Hay?
—Es un clásico, ¿verdad, señor? — aventuró Hay—. Esas cosas que dan por la radio. Yo no escucho esos programas.

Capítulo X

1

Cinco minutos después de haber dejado Le Bourget, Lance Fortescue desdobló su ejemplar del periódico Daily Mail. Un minuto más tarde lanzaba una exclamación de asombro. Pat, sentada a su lado, volvió la cabeza interrogadoramente.
—Es el viejo —dijo Lance—. Ha muerto.
— ¿Tu padre ha muerto?
— Sí, parece ser que se encontró repentinamente enfermo en su despacho y le llevaron al Hospital de San Judas, donde murió poco después de su ingreso.
—Querido, ¡cuánto lo siento! ¿De qué fue, de un colapso?
—Supongo. Eso parece.
— ¿Había tenido antes algún ataque?
— No; que yo sepa, no. —Creo que nunca se muere del primero.
— ¡Pobrecillo! —suspiró Lance—. Nunca pensé tenerle gran afecto, pero de todas formas, ahora que está muerto...
— ¡Pues claro que le querías!
—Todos no tenemos tu buen carácter; Pat. Oh, bueno, parece que la suerte ha vuelto a abandonarme.
— Sí. Es extraño que haya ido a ocurrir precisamente ahora. Cuando estabas dispuesto a volver a tu casa. Lance volvióse, sorprendido.
— ¿Extraño? ¿Qué quieres decir?
— Pues que es mucha coincidencia.
— ¿Quieres decir que todo lo que emprendo me sale mal?
— No, cariño, no quise decir eso. Pero arrastras una racha de mala suerte.
— Sí. Tienes razón.
— Lo siento mucho —volvió a decir Pat. Cuando llegaron a Heath Row y se disponían a bajar del avión, un oficial de la Compañía aérea gritó con voz clara: — ¿Se encuentra a bordo el señor Lancelot Fortescue?
— Aquí estoy —advirtió Lance.
— ¿Quiere pasar por aquí señor Fortescue? Lance y Pat le siguieron, precediendo a los demás pasajeros. Al pasar ante una pareja sentada en el último asiento oyeron que el hombre susurraba al oído de su esposa: —Deben de ser contrabandistas muy conocidos. Les cogieron con las manos en la masa.

2

— Es fantástico —dijo Lance—. De lo más fantástico.
— Al otro lado de la mesa se hallaba el inspector detective Neele. El inspector hizo un gesto de asentimiento.
—Taxina... Tejos... parecen cosas de folletín. Me atrevo a asegurar que a usted le resultan bastante corrientes, inspector. Cosas de su trabajo cotidiano; pero un envenenamiento en nuestra familia resulta algo absurdo.
—Entonces, ¿no tiene la menor idea de quién pudo envenenar a su padre? — preguntó el inspector Neele.
— ¡Claro que no! Me figuro que tendría bastantes enemigos en el negocio, montones de personas que hubieran querido despellejarla vivo, hundirle financieramente... ya sabe, pero ¿envenenarle? De todas formas yo no puedo saberlo. He pasado muchos años en el extranjero y sé muy poco de lo que ha estado ocurriendo en mi casa.
—Eso es precisamente lo que quería preguntarle, señor Fortescue. He sabido por su hermano que había cierta tirantez entre usted y su padre que ha durado muchos años. ¿Quisiera decirme cuáles han sido los motivos de su regreso al hogar?
— Desde luego, inspector. Tuve noticias de mi padre, hará unos... déjeme pensar... sí, unos seis meses... poco después de mi boda. Mi padre me escribió dándome a entender que estaba dispuesto a olvidar lo pasado, y sugiriéndome que volviera a casa para trabajar en el negocio. Era bastante vago en sus términos y yo no estaba muy seguro de querer atender a su petición. De todas formas la decisión final la tomé cuando vine a Inglaterra... sí, en el mes de agosto pasado, hace sólo tres meses. Fui a verle a Villa del Tejo, y debo confesar que me hizo una oferta muy ventajosa. Le dije que tenía que pensarlo y consultar con mi esposa. Se hizo cargo. Volví en avión a África Oriental y lo hablé con Pat. Decidí aceptar su oferta. Tuve que liquidar todos los asuntos que tenía allí, pero me avine a hacerlo antes del día treinta del mes pasado. Le dije que le cablegrafiaría la fecha de mi llegada a Inglaterra. El inspector Neele carraspeó.
— Su llegada parece haber causado gran asombro a su hermano. Lance sonrió. Su rostro atractivo pareció iluminarse de puro regocijo.
—No creo que Percy lo supiera — aclaró—. Cuando vine a ver a mi padre él estaba en Norway de vacaciones. Si quiere usted saber mi opinión, me parece que el viejo escogió expresamente esa ocasión para llamarme. Obraba a espaldas de Percy. En resumen, tengo la firme sospecha de que la oferta de mi padre tuvo que ver con la disputa que tuvo con mi hermano Percy... o Val, como prefiere que le llamen. Val ha estado intentando gobernar al pobre viejo, pero oí nunca hubiese consentido semejante cosa. No sé las causas que motivaron su discusión, pero estaba furioso. Y creo que consideró una buena idea hacerme volver y de este modo desarmar a Val. En primer lugar nunca le agradó la esposa de Percy, y le satisfizo en gran manera mi matrimonio. Por lo visto consideró una idea muy divertida el hacerme volver a casa y enfrentar a Percy con el hecho consumado.
— ¿Cuánto tiempo estuvo usted en Villa del Tejo en aquella ocasión?
— ¡Oh, no más de un par de horas! No me invitó a pasar la noche. Estoy seguro de que era una ofensiva secreta a espaldas de Percy. Creo que ni siquiera quiso que lo supieran los criados. Como le dije ya, quedamos en que lo pensaría, lo hablaría con Pat y luego le comunicaría mi decisión por escrito, cosa que hice. Le escribí anunciándole la fecha aproximada de mi llegada, y por último ayer le puse un telegrama desde París. El inspector Neele asintió.
—Un telegrama que sorprendió mucho a su hermano.
— Me lo figuro. Sin embargo, como de costumbre, Percy es el que gana. Yo he llegado demasiado tarde.
—Sí —repitió Neele, pensativo—, ha llegado demasiado tarde.
—Y prosiguió en tono más animado—. En ocasión de su visita del pasado agosto, ¿se encontró con algún otro miembro de la familia?
— Mi madrastra estuvo a tomar el té.
— ¿No la había visto anteriormente?
—No —sonrió—. Desde luego, el viejo sabía escoger. Debe tener treinta años menos que él.
— Perdonará que le haga esta pregunta, pero ¿le molestó la boda de su padre, o tal vez a su hermano? Lance pareció sorprendido.
— A mí, desde luego, no; y tampoco creo que Percy lo sintiera. Después de todo, nuestra madre murió cuando tendríamos... ¡Oh!, diez y doce años Lo que me sorprende es que no hubiera vuelta a casarse antes. El inspector Neele murmuró: —Puede considerarse un gran riesgo el casarse con una mujer mucho más joven que uno.
— ¿Sé lo ha dicho mi querido hermano? Parece cosa de él. Percy es un gran maestro en el arte de la insinuación. ¿Es eso lo que ocurre, inspector? ¿Es que sospechan que mi madrastra haya podido envenenar a mi padre?
— Es demasiado pronto para formar una idea definitiva, señor Fortescue — replicó complacido el inspector—. Ahora, ¿puedo preguntarle cuáles son sus planes?
— ¿Planes?
— Lance meditó unos instantes—. Supongo que tendré que hacerlos de nuevo. ¿Dónde está la familia? ¿Todos en Villa del Tejo?
— Sí.
— Será mejor que vaya yo primero.
— Volvióse a su esposa—. Será preferible que tú vayas a un hotel, Pat.
— No, no, Lance. Iré contigo.
—No, querida.
— Pero yo quiero ir.
—La verdad, prefiero que no lo hagas. Vete al... ¡Oh!, hace tanto tiempo que no he estado en Londres... Barnes. El hotel Barnes solía ser un lugar tranquilo y agradable. Supongo que todavía existe.
— ¡Oh, sí, señor Fortescue!
—Bien, Pat. Te dejaré allí si es que tienen habitación, y yo iré a Villa del Tejo.
— ¿Pero por qué no puedo ir contigo, Lance? El rostro de Lance adquirió una expresión preocupada.
— Con franqueza, Pat. No estoy seguro de ser bien recibido. Fue mi padre quien me invitó a venir, pero mi padre ha muerto. Ignoro a quién pertenece ahora la casa. A Percy, supongo, o tal vez a Adela, De todas maneras, prefiero ver cómo se me recibe antes de llevarte allí. Además...
—Además, ¿qué?
—No quiero llevarte a una casa donde árida suelto un asesino.
— ¡Oh!, pero eso es una tontería.
—En lo que a ti respecta, Pat, no voy a correr el menor riesgo.

Capítulo XI

1

El señor Dubois estaba preocupado. Hizo pedazos la carta de Adela Fortescue arrojándola a la papelera con gran enojo. Luego, con repentina precaución, los fue recogiendo, uno por uno, y encendiendo una cerilla les prendió fuego hasta verlos convertidos en cenizas.
— ¿Por qué tendrán que ser tan estúpidas las mujeres? — musitó entre dientes—. Porque el sentido común...
— Pero el señor Dubois reflexionó amargamente que las mujeres nunca tuvieron sentido común. A pesar de que él se había aprovechado de ello muchas veces, ahora le contrariaba. Él había tomado toda precaución posible. Si la señora Fortescue llamaba por teléfono tenían orden de decir que había salido. Ya le había telefoneado tres veces, y ahora le acababa de escribir. Y eso todavía era peor. Tras reflexionar unos instantes dirigióse al teléfono.
— ¿Podría hablar con la señora Fortescue, por favor? Sí, el señor Dubois. Al cabo de un par de minutos oyó su voz.
— ¡Vivian, por fin! —Sí, sí, Adela, pero ten cuidado. ¿Desde dónde me hablas?
—Desde la biblioteca.
— ¿Estás segura de que en el vestíbulo no hay nadie escuchando?
— ¿Por qué iban a escuchar?
—Pues nunca se sabe. ¿Sigue ahí la policía? —No; de momento se han marchado. ¡Oh, Vivian, querido, ha sido horrible!
—Sí, sí, me lo figuro, Pero escucha, Adela, tenemos que andar con mucho cuidado.
— ¡Oh, claro, querido! —No me llames querido por teléfono. No es seguro.
— ¿No crees que exageras un poco, Vivian? Al fin y al cabo hoy en día todo el mundo se llama querido. —Sí, sí. Pero escucha. No me telefonees ni me escribas. —Pero, Vivian... —Comprende, es sólo de momento. Hay que tener cuidado.
— ¡Oh, está bien!
—Su voz sonaba algo ofendida.
—Escucha, Adela. Mis cartas. Las quemaste, ¿verdad? Hubo un instante de vacilación antes de que Adela Fortescue respondiera: —Claro. Te dije que iba a hacerlo.
—Bien entonces. Voy a cortar. No telefonees ni escribas. Ya sabrás de mí a su debido tiempo. Colgó y se rascó la mejilla pensativo. No le había agradado su vacilación. ¿Habría quemado sus cartas? Las mujeres son todas iguales. Prometen quemar las cosas y luego no lo hacen. Cartas, pensaba el señor Dubois. A las mujeres les gusta que les escriban. Siempre procuraba tener cuidado, pero algunas veces era imposible. ¿Qué es lo que le decía exactamente en sus cartas? «Lo corriente», pensó amargado. Pero, ¿habría alguna palabra... alguna frase especial... que la policía pudiera interpretar de modo que dijera lo que ellos deseaban? Recordaba el caso de Edith Thompson. Sus cartas fueron bastante inocentes, pero no podía estar seguro. Su inquietud creció. Incluso si Adela no hubiera quemado sus cartas, ¿tendría el suficiente sentido para quemarlas ahora? ¿O las habría recogido ya la policía? ¿Dónde debía guardarlas? Probablemente en su salita del piso de arriba... en aquel secreter pequeñito estilo Luis XIV. Una vez le habló de cierto cajón secreto. ¡Un cajón secreto! Con eso no conseguiría engañar mucho tiempo a la policía, pero ahora los policías no estaban en la casa. Eso le dijo Adela. Estuvieron allí aquella mañana, pero ahora se habían marchado. Debieron haber estado ocupados buscando posibles pistas y rastros de venenos en los alimentos Esperaba que no hubieran registrado las habitaciones. Tal vez necesitaran una orden de registro para hacerlo. Imaginó la casa. Era hacia el anochecer. El té sería servido en la biblioteca o bien en el salón. Todo el mundo estaría reunido en la planta baja y los criados merendando en sus dependencias. No habría nadie en la parte de arriba. Sería sencillo atravesar el jardín y avanzar junto a los setos de tejos que proporcionaban tan buen cobijo. Junto a la terraza había una puertecita que nunca se cerraba hasta la hora de acostarse. Cualquiera podía deslizarse por allí y, escogiendo un momento propicio, subir al piso de arriba. Vivian Dubois consideró con todo cuidado lo que le convenía hacer. Si la muerte de Fortescue hubiera sido debida a un colapso o enfermedad repentina, su posición sería bien distinta. Pero de momento, y tal como estaban las cosas, era mejor «asegurarse que lamentarse luego».

2

Mary Dove, bajaba lentamente la gran escalera. Se detuvo un momento junto a la ventana del rellano, desde donde viera llegar al inspector Neele el día anterior. Ahora, a pesar de la escasa claridad, pudo ver la figura de un hombre que desaparecía tras el seto de tejos, preguntándose si sería Lancelot Fortescue, el hijo pródigo. Tal vez hubiera despedido el taxi ante la verja y recorría el jardín a pie recordando los tiempos que viviera allí antes de tropezar con la hostilidad familiar. Mary Dove sentía simpatía por Lance. Con una ligera sonrisa en los labios, continuó descendiendo por la escalera. En el vestíbulo encontróse con Gladys, que pegó un respingo al verla.
— ¿Era el timbre del teléfono lo que sonaba hace un momento? —preguntó Mary—. ¿Quién era?
— ¡Oh!, se equivocaron de número. Preguntaban por una lavandería, — Gladys parecía muy nerviosa—. Y antes llamó el señor Dubois. Quería hablar con la señora.
—Ya. Mary echó a andar por el vestíbulo y volviendo la cabeza, preguntó: —Creo que es la hora del té. ¿No lo han servido aún?
— No creo que sean todavía las cuatro y media, ¿lo son ya, señorita?
— Las cinco menos veinte. Tráigalo ahora, ¿quiere? Mary Dove entró en la biblioteca, donde Adela Fortescue, sentada en el sofá, contemplaba el fuego de la chimenea, mientras retorcía entre, sus manos un diminuto pañolito de encaje. Al verla le dijo de mal talante: — ¿Dónde está el té?
— Ahora lo traen —repuso Mary Dove. Un tronco había rodado fuera del fogón y Mary Dove se arrodilló para volverlo a colocar con las tenazas, agregando al mismo tiempo otro tronco y un poco de carbón. Gladys fue a la cocina. La señora Crump alzó un rostro arrebolado y furioso de la mesa de la cocina donde revolvía la pasta en un gran perol.
— El timbre de la biblioteca no para de sonar. Ya es hora de que lleves el té, pequeña.
—Está bien, está bien, señora Crump. Gladys entró en la despensa. No había preparado bocadillos. Bueno, pues no iba a entretenerse en hacerlos. Ya tenían bastante con los dos pasteles, los bizcochos, bollitos y la miel. Pan blanco recién hecho y mantequilla de la mejor. Demasiado para que encima tuviera que preocuparse preparando bocadillos de tomate o foie gras. Tenía otras cosas en qué pensar. ¡Qué mal humor tenía la señora Crump! Y todo porque su esposo había salido aquella tarde. Bueno, era su día libre, ¿verdad? Pues hizo bien, pensó Gladys. La señora Crump le gritó desde la cocina: —El agua está hirviendo hace rato. ¿Es que no vas a hacer nunca ese té?
— Ya voy. Echó cierta cantidad de té, sin medirlo, en la gran tetera de plata, la llevó a la cocina y vertió en ella el agua hirviendo. Puso la tetera y la jarra en la enorme bandeja de plata y lo llevó todo a la biblioteca, donde lo depositó encuna de una mesita, cerca del sofá. Volvió corriendo a por la otra bandeja con los comestibles. Había llegado con ella hasta el vestíbulo cuando el sonido del viejo reloj al dar las campanadas le hizo pegar un brinco. En la biblioteca, Adela Fortescue decía a Mary Dove: — ¿Dónde está todo el mundo esta tarde?
—No lo sé, la verdad, señora Fortescue. La señorita ha venido hace bastante rato. Y creo que la señora Percival está escribiendo unas cartas en su habitación. Adela repitió con enojo: —Escribiendo cartas, escribiendo cartas. Esa mujer siempre está escribiendo cartas. Es como todos los de su clase. Toma la muerte y la desgracia con absoluta tranquilidad. Morbosa... eso es lo que es. Absolutamente morbosa. Mary murmuró con mucho tacto: —Iré a decirle que el té está servido. Cuando llegó a la puerta tuvo que hacerse a un lado para dejar paso a Elaine Fortescue, que llegaba diciendo: —Hace frío.
— Y se acercó a la chimenea extendiendo las manos ante las llamas. Mary permaneció unos momentos de pie en el vestíbulo. Una gran bandeja con pasteles estaba sobre uno de los arcones. Puesto que estaba oscureciendo, Mary encendió la luz, y al hacerle creyó oír a Jennifer Fortescue que andaba por el pasillo de arriba. Sin embargo, nadie bajó la escalera y Mary subió a avisar a la esposa de Percival. Percival Fortescue y su esposa ocupaban una serie de habitaciones en una de las alas de la casa. Mary golpeó con los nudillos la puerta de la salita. La señora Percival siempre exigía que llamaran antes de entrar, cosa que siempre había enfurecido a Crump. Su voz dijo prontamente: —Adelante. Mary abrió la puerta y murmuró: —Acaban de servir el té, señora Percival. Le sorprendió bastante encontrarla con el abrigo puesto. Era una prenda magnífica de pelo de camello y comenzó a quitárselo en aquel momento.
—No sabía que hubiera usted salido —dijo Mary. La señora Percival parecía algo falta de aliento.
— ¡Oh!, sólo he bajado al jardín a tomar un poco de aire. Aunque, la verdad, hacía frío. Será agradable sentarse ante el fuego. La calefacción central no es tan buena como debiera. Alguien tendrá que hablar de ello con los jardineros, señorita Dove.
—Yo lo haré —le prometió Mary. Jennifer Fortescue dejó su abrigo sobre una silla, siguió a Mary y bajó la escalera precediéndola, puesto que la joven se retiró para dejarle preferencia. Una vez en el vestíbulo Mary observó con gran sorpresa que todavía seguía allí la bandeja con los pasteles. Estaba a punto de ir a la cocina a llamar a Gladys, cundo Adela Fortescue apareció en la puerta de la biblioteca diciendo con voz irritada: — ¿Es que no van a traer nada para acompañar el té? Rápidamente, Mary recogió la bandeja y penetró en la biblioteca colocando las cosas ante las mesitas situadas cerca de la chimenea. Volvió a salir al vestíbulo con la bandeja vacía cuando sonó el timbre de la puerta principal. Dejando la bandeja, apresuróse a abrir. Si era el hijo pródigo quien llegaba, sentía curiosidad por conocerle.
—Qué distinto del resto de los Fortescue —pensaba Mary mientras abría la puerta y contemplaba el rostro moreno y delgado, y la sonrisa irónica que entreabría sus labios.
— ¿El señor Lancelot Fortescue?
—El mismo. Mary miró hacia fuera.
— ¿Y su equipaje?
—He despedido al taxi. Esto es todo lo que traigo. Y alzó una maleta de tamaño mediano. Con cierta sorpresa Mary exclamó: — ¡Oh!, ha venido en un taxi. Pensé que tal vez había venido andando, ¿y su esposa? Su rostro adquirió una expresión grave.
—Mi esposa no viene —dijo Lance, y agregó—: Por lo menos, de momento.
—Ya. Venga por aquí, señor Fortescue. Todos están en la biblioteca, tomando el té. Le acompañó hasta la biblioteca. Lancelot Fortescue le pareció una persona muy atractiva. Y a este pensamiento siguió otro: Posiblemente muchas mujeres pensaban lo mismo.

3

— ¡Lance! Elaine se lanzó corriendo a su encuentro y echándole los brazos al cuello le abrazó con un abandono que Lance encontró altamente inesperado.
— ¡Hola! Aquí me tenéis. La apartó con suavidad.
— ¿Esta es Jennifer? Jennifer Fortescue le miró con evidente curiosidad.
—Siento que Val se haya entretenido en la ciudad —dijo—. Ahora tiene tanto que hacer. Hay que disponerlo y arreglarlo todo. Y, naturalmente, todo cae sobre Val. Tiene que cuidarse de todo. Tú no puedes tener idea de lo que estamos pasando.
—Debe ser terrible para ti —dijo Lance muy serio. Volvióse a Adela que, sentada en el sofá, con un pedazo de bocadillo untado con miel en la mano, le contemplaba tranquilamente.
—Claro —exclamó Jennifer—. Tú no conoces a Adela, ¿verdad? Lance murmuró: « ¡Oh, sí!», tomando la mano de Adela entre las suyas. Al inclinarse ante ella la vio parpadear y dejar el bollo sobre la mesita para arreglarse el pelo con gesto muy femenino, que denotaba que en aquella habitación había entrado un hombre. Adela dijo con su voz suave y aterciopelada: —Siéntate en el sofá, Lance, a mi lado.
—Le sirvió una taza de té—. Celebro que hayas venido. Hacía falta otro hombre en esta casa.
—Debéis dejar que haga todo lo que me sea posible por ayudaros —repuso Lance. —Ya sabes... o tal vez no lo sepas que hemos tenido aquí a la policía. Ellos creen... ellos creen...
—Se interrumpió exclamando apasionadamente—: ¡Oh, es horrible! ¡Horrible!
—Lo sé. —Lance se mostró grave y compasivo—. A decir verdad me recibieron en el aeropuerto de Londres.
— ¿La policía fue a esperarte?
—Sí.
— ¿Qué te dijeron?
—Pues me contaron lo que había ocurrido —explicó Lance.
—Que le envenenaron —dijo Adela —. Eso es lo que ellos piensan, lo que dicen. No se trata de una intoxicación, sino de un asesinato deliberado. Estoy segura de que creen que hemos sido uno de nosotros. Lance le dirigió una rápida sonrisa.
—Eso es cosa suya —dijo consolándola—. No vale la pena de que nos preocupemos. ¡Qué té tan exquisito! Hacía mucho tiempo que no tomaba buen té inglés. Todos se contagiaron de su buen humor. Adela dijo de pronto: —Pero, ¿y tu esposa?... ¿No te habías casado, Lance?
—Sí, me he casado. Está en Londres.
—Pero es que... ¿No hubiera sido mejor traerla aquí?
—Hay mucho tiempo por delante para hacer planes —dijo Lance—. Pat... ¡oh!, Pat está muy bien donde está. Elaine comentó enojada: — ¿No querrás decir...? ¿No pensarás...? Lance apresuróse a decir: — ¡Qué pastel de chocolate...! Tiene un aspecto magnífico. Voy a tomar un poco. Y cortándose él mismo un pedazo, preguntó:
— ¿Vive todavía tía Effie?
— ¡Oh, sí, Lance! No baja nunca, ni come con nosotros, pero está muy bien. Sólo que se está volviendo algo rara.
—Siempre lo fue —dijo Lance—. Subiré a verla después de tomar el té.
—A su edad uno piensa que debiera estar en una de esas casas —musitó Jennifer Fortescue—. Quiero decir, en algún sitio donde la cuidaran convenientemente.
—Dios ayude a las casas de ancianos que tengan a alguna tía Effie entre sus filas —dijo Lance. Y agregó —; ¿Quién es ese dechado de formalidad que me ha abierto la puerta? Adela se sorprendió.
— ¿Es que no te ha abierto Crump, el mayordomo? ¡Oh, no!, me olvidaba. Hoy es su día libre. Pues seguramente Gladys... Lance la describió.
—Ojos azules, peinada con raya en medio» voz suave...
—Esa —dijo Jennifer— tiene que ser Mary Dove.
—Es quien lleva la casa —explicó Elaine.
— ¿Ahora también?
—Es muy útil —comentó Adela.
—Sí —dijo Lance pensativo—. Imagino que debe serlo.
—Pero lo mejor que tiene es que sabe mantenerse en su sitio —prosiguió Adela—. Nunca presume. No sé si me entiendes.
—Mary Dove es muy inteligente — replicó Lance sirviéndose otro pedazo de pastel de chocolate.

Capítulo XII

1

—De modo que has vuelto, como las monedas falsas —dijo la señorita Ramsbatton. Lance sonrió. —Como tú dices, tía Effie.
— ¡Hum!—gruñó la señorita Ramsbatton—. Has escogido, buena ocasión. Ayer asesinaron a tu padre, y la casa está llena de policías que meten las narices por todas partes, incluso en el cubo de la basura. Les he visto por la ventana. —Hizo una pausa, volvió a gruñir y preguntó: ¿Has venido con tu esposa?
—No. La dejé en Londres.
—En eso has demostrado tener algo de sentido. Yo de ti no la traería a esta casa. Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
— ¿A quién? ¿A Pat? —A cualquiera —repuso la anciana. Lance Fortescue la contemplaba pensativo.
— ¿Tienes alguna idea, tía Effie? — le preguntó. La señorita Ramsbatton no contestó directamente.
—Ayer vino un inspector a interrogarme —dijo—. No consiguió sacarme gran cosa, pero no era tan tonto como parecía, ni muchísimo menos.
—Y agregó con indignación—: Si tu padre supiera qué su casa está llena de policías... sería capaz de salir de su tumba. Aún me acuerdo del alboroto que armó cuando supo que yo había asistido a varias funciones de la Iglesia Anglicana. Y estoy segura que aquello no era nada comparado con todo esto. En otras circunstancias, Lance sé hubiera reído, mas su rostro alargado y moreno permaneció grave.
— ¿Sabes? Estoy bastante a oscuras, después de haber estado fuera tanto tiempo. ¿Qué ha ocurrido por aquí últimamente? La señorita Ramsbatton alzó los ojos al cielo.
—Impiedades —dijo con firmeza.
—Sí, sí, tía Effie, sabía que dirías eso, pero ¿por qué cree la policía que papá haya sido asesinado aquí, en esta casa?
—El adulterio es una cosa y un crimen otra muy distinta —repuso la anciana—. No quisiera pensar eso de ella, no quisiera. Lance preguntó muy intrigado:
— ¿Adela? —Mis labios están sellados — replico la señorita Ramsbatton.
—Vamos, tía —dijo Lance—. Es una bonita frase, pero no significa nada. ¿Adela tenía algún amigo? ¿Es que imaginan que Adela y su amiguito le pusieron beleño a mi padre en el té del desayuno?
—Te aconsejo que no bromees.
— No estoy bromeando.
—Te diré una cosa —dijo de pronto la anciana—. Creo que esa chica sabe algo de esto.
— ¿Qué chica? — Lance estaba sorprendido.
— Esa que siempre está sorbiendo. La que tenía que haberme subido el té esta tarde, —pero no lo hizo. Dicen que se ha marchado sin permiso de nadie. No me extrañaría que hubiese ido a hablar con la policía. ¿Quién te ha abierto la puerta?
— Creo que una señorita llamada Mary Dove. Muy suave y humilde... en apariencia. ¿Es esa la que ha ido a ver a la policía?
—Ella no iría a hablar con la policía —replicó la señorita Ramsbatton—. No; me refiero a esa tonta de la doncella. Se ha pasado todo el día brincando y moviéndose como un conejo. « ¿Qué es lo que te pasa?», le pregunté. « ¿Es que tienes remordimientos?» Y me respondió: «Yo no hice nada... yo nunca haría una cosa así.» «Espero que no», le dije. «Pero hay algo que te preocupa, ¿no es así?» Entonces empezó a sorber y a decir que ella no quería complicar a nadie, y que estaba segura de que todo debía ser un error. Yo entonces le dije: «Ahora, pequeña, di la verdad y desahógate.» Eso es lo que le dije. «Ve a hablar con la policía y cuéntales todo lo que sepas, porque ningún bien puedes hacer ocultando la verdad, por desagradable que ésta sea.» Luego estuvo diciendo una serie de tonterías... que no podía acudir a la policía porque nunca la creerían y qué podía decirles. Terminó asegurando que no sabía nada de nada.
—Tal vez sólo haya querido darse importancia —insinuó Lance.
—No. Estaba realmente asustada. Supongo que vio u oyó algo que le dio alguna idea. Puede que sea importante, o tal vez no tenga la menor trascendencia.
— ¿No crees que pudiera guardarle rencor a papá y...?
—Lance vacilaba.
—No es una de esas chicas en las que tu padre hubiera reparado. Ningún hombre se fija mucho en ella, pobrecilla. ¡Ah!, es mucho mejor así para una mujer. Casi me atrevo a asegurarlo. Esta cuestión no era del interés de Lance, que se apresuró a preguntar: — ¿Crees que haya ido al puesto de policía?
—Sí. Y no habrá querido decir nada a nadie, por temor a que alguien la oyera.
— ¿Crees que puede haber visto a alguien manipulando en los alimentos? Tía Effie le dirigió una rápida mirada.
—Es posible, ¿no te parece?
—Sí, supongo que sí.
—Y agregó a modo de disculpa—: Todo esto me resulta tan inverosímil. Como una historia detectivesca.
—La mujer de Percival es enfermera —dijo la señorita Ramsbatton. El comentario parecía tener cierta relación con sus anteriores insinuaciones y Lance la miró con expresión intrigada.
—Las enfermeras de los hospitales están acostumbradas a manejar drogas —explicó.
—Pero ese veneno... taxina..., ¿se emplea en Medicina?
—Creo que lo sacan de los tejos. Algunas veces los niños comen esos frutos por descuido y se ponen gravísimos. Recuerdo un caso cuando era pequeña. Me causó gran impresión. No lo he olvidado. Las cosas que se recuerdan a veces resultan útiles. Lance alzó las cejas.
—El afecto natural es una cosa — continuó la señorita Ramsbatton—, y supongo que yo siento tanto como los demás, pero no voy a transigir con la perfidia. La maldad debe ser aniquilada.

2

—Se ha marchado sin decirme palabra —decía la señora Crump, alzando su rostro acalorado de la masa que extendía sobre el mármol—. Marcharse sin decir una palabra a nadie. ¡La muy ladina! Tuvo miedo de que no la dejaran irse y vaya si se lo hubiera impedido si la pesco. ¡Vaya una ocurrencia! Con la muerte del señor, y el señorito Lance viniendo a esta casa de la que falta desde hace tantos años, voy yo y le digo a Crump: «Tenga o no el día libre, yo sé cuál es mi obligación.» Hoy no vamos a dar una cena fría como todos los jueves, sino como es debido. Un caballero que llega del extranjero con su esposa, que pertenece a la aristocracia... tiene que encontrar las cosas bien hechas. Usted ya me conoce, señorita, sabe que tengo mi orgullo. Mary Dove, que escuchaba aquellas confidencias, asintió con la cabeza.
— ¿Y qué es lo que me contestó Crump?
—La cocinera alzó la voz—. «Es mi día libre y voy a salir», eso es lo que dijo. «Y al cuerno la aristocracia.» No tiene el menor orgullo profesional. De modo que se marchó y yo le dije a Gladys qué tendría que arreglárselas sola. Lo único que respondió fue; «Está bien, señora Crump», y en cuanto doy media vuelta, se larga. Al fin y al cabo, no era su día de salida. Ella sale los viernes. ¿Cómo vamos a componérnoslas ahora? ¡No lo sé! Gracias a Dios, el señorito Lance no ha traído a su esposa.
—Ya lo arreglaremos, señora Crump, si simplifica un poco el menú.
—La voz de Mary Dove era a la vez consoladora y autoritaria. Y le hizo algunas sugerencias. La señora Crump asentía de mala gana—. Creo que podré atender a la mesa con toda facilidad — concluyó Mary.
— ¿Quiere decir que usted servirá, señorita?
—La señora Crump no parecía muy convencida.
—Lo haré, si Gladys no regresa a tiempo.
—No volverá —dijo la señora Crump—. Estará callejeando, y gastándose el dinero en las tiendas. Ahora tiene novio, aunque cueste creerlo. Se llama Alberto. Me dijo que piensan casarse para la primavera. Esas chicas no saben lo que es el matrimonio. ¡Lo que yo he tenido que pasar con Crump!
—Suspiró y luego dijo en tono normal—: ¿Y qué hay del té, señorita? ¿Quién lo retirará y lavará las tazas?
—Yo —repuso Mary—, Iré ahora mismo. Todavía no se habían encendido las luces de la sala, a pesar de que Adela Fortescue seguía sentada en el sofá tras la mesita del té.
— ¿Quiere que encienda la luz, señora Fortescue? —preguntó Mary, sin obtener respuesta. Mary hizo girar el interruptor y luego dirigióse a la ventana para cerrar las cortinas. Y sólo entonces, cuando volvió la cabeza, vio el rostro de la mujer caída sobre los almohadones. A su lado había un bollito untado de miel a medio comer y su taza de té estaba medio llena. La muerte había sorprendido a Adela Fortescue repentinamente.

3

— ¿Y bien? —preguntó el inspector Neele impaciente. El doctor repuso con toda prontitud: —Cianuro... cianuro potásico, lo más probable... en el té.
—Cianuro —murmuró Neele. El doctor le miraba con cierta curiosidad.
—Lo está tomando muy a pecho... ¿hay alguna razón especial?
—La creíamos una asesina — replicó Neele.
—Y ha resultado ser la víctima. ¡Hum! Ahora tendrá que empezar de nuevo, ¿verdad? Neele asintió con rostro grave y las mandíbulas apretadas. ¡Envenenada! Y ante sus mismas narices. Taxina en el desayuno de Rex Fortescue, y cianuro en el té de Adela Fortescue. Seguía siendo un asunto familiar. O por lo menos lo parecía. Adela Fortescue, Jennifer Fortescue, Elaine Fortescue y el recién llegado Lance Fortescue, habían tomado el té en la biblioteca. Lance había subido a ver a la señorita Ramsbatton, Jennifer a su habitación a escribir unas cartas. Elaine fue la última en abandonar la biblioteca. Según ella, Adela parecía encontrarse en perfecto estado de salud y acababa de servirse la última taza de té. ¡La ultima taza de té! Sí, desde luego había sido la última. Y después de esto, un espacio en blanco de veinte minutos, Hasta que Mary Lo ve había entrado en la estancia y descubierto al cadáver. Y durante esos veinte minutos... El inspector Neele agitó la cabeza y se encaminó a la cocina. La gruesa figura de la señora Crump, que ya no se mostraba beligerante, apenas se movió al verle entrar.
— ¿Dónde está esa chica? ¿No ha vuelto todavía?
— ¿Gladys? No... no ha vuelto... Ni volverá, supongo, hasta las once.
— ¿Dice usted qué preparó el té y lo sirvió? —Yo no lo toqué. Dios lo sabe. Y lo que es más, no creo que Gladys hiciera nada que no debiera. Nunca haría una cosa así... Gladys es una buena chica, señor... un poco tonta... eso es todo... pero mala no. No, Neele no pensaba que Gladys fuera una mala chica; ni podía imaginarla envenenando a nadie. Y de todos modos no se encontró cianuro en la tetera.
— ¿Pero por qué se marchó tan de repente? Usted dijo que hoy no le tocaba salir.
—No, señor. Mañana es su día libre.
— ¿Y Crump...? La agresividad de la cocinera volvió a resurgir, y su voz se elevó notablemente.
—No meta a Crump en esto. Crump no tiene nada que ver. Se marchó a las tres... y ahora me alegro de que lo hiciera. Estaba tan lejos de aquí como el propio señorito Percival. Percival Fortescue acababa de regresar de Londres... siendo recibido por las sorprendentes noticias de esta segunda tragedia.
—Yo no iba a acusar a Crump — repuso Neele de buen talante—. Sólo me preguntaba si sabría algo de los planes de Gladys.
—Se había puesto sus mejores medias —dijo la señora Crump—. Debía tramar algo. ¡No me diga! Si ni siquiera se entretuvo en preparar bocadillos para el té. ¡Oh, sí!, debía llevar algo entre manos. Ya me oirá cuando vuelva...
—Cuando vuelva... Una ligera inquietud apoderóse de Neele, y para librarse de ella subió al dormitorio de Adela Fortescue. Era una habitación muy lujosa... cortinas de brocado rosa, y una gran cama dorada, una de las puertas daba a un cuarto de baño de grandes espejos cuya bañera era de porcelana color orquídea. Más allá del cuarto de baño y por una puerta de comunicación, se llegaba al vestidor de Rex Fortescue. Neele volvió al dormitorio de Adela, y por la puerta del lado opuesto penetró en su saloncito. Aquella habitación estaba amueblada al estilo Imperio, y la mullida alfombra era de color rosa, Neele sólo le echó una ojeada, puesto que ya le había dedicado toda su atención el día anterior... y especialmente al elegante escritorio. No obstante, algo llamó su atención. En el centro de la alfombra había una partícula de barro. Neele inclinóse para recogerlo. Todavía estaba húmedo. Miró a su alrededor... no se veía huella alguna... sólo aquel diminuto fragmento de barro.

4

El inspector Neele contempló el dormitorio que ocupaba Gladys Martin. Eran más de las once... Crump había regresado hacia media hora... pero Gladys seguía sin dar señales de vida. El inspector Neele miró a su alrededor. Sea cual fuera la educación recibida, era evidente que su instinto natural era el desorden. La cama estaba a medio hacer, y las ventanas entreabiertas... Sin embargo, los hábitos personales de Gladys no le interesaban de momento. Y comenzó a inspeccionar sus pertenencias. Estas consistían en su mayor parte en ropas baratas y bastante usadas. Había muy poca cosa aprovechable o de buena calidad. Ellen, la doncella mayor, que había subido para ayudarle, no pudo decir qué vestido faltaba, ya que no sabía los que tenía Gladys. Luego pasaron revista al contenido de los cajones donde la joven guardaba sus tesoros. Había postales y recortes de periódicos sobre el modo de confeccionar un jersey, consejos de belleza, modistería y orientaciones sobre la moda. El inspector Neele los fue clasificando en varias categorías. Las postales, consistían en su mayor parte en vistas de varios lugares donde seguramente debió pasar sus vacaciones. Entre ellas había tres firmadas «Bert», Bert debía ser el «joven» a quien se refirió la señora Crump. La primera decía: «Todo va bien. Te echo mucho de menos. Siempre tuyo, Bert.» La segunda: «Por aquí hay muchas chicas bonitas, pero ninguna que pueda compararse contigo. Te veré pronto. No olvides nuestra cita. Y recuerda que después de esto... viviremos siempre felices.» Y la tercera simplemente: «No lo olvides. Confío en ti. Te quiere, B.» Luego, Neele fue revisando los recortes de periódicos y ordenándolos en tres montones. En uno fue poniendo los que hablaban de modas y belleza, en otros los de cine, cuyo tema era la vida de las estrellas y a los que Gladys parecía muy aficionada, como también se sentía atraída por las maravillas de la ciencia. Encontró recortes acerca de los platillos volantes, armas secretas, drogas empleadas por los rusos para obligar a confesar, y otras descubiertas por doctores americanos. Toda la fascinación de nuestro siglo veinte. Pero en aquella habitación no había nada que pudiera darle una pista para conocer el motivo de su desesperación. No escribía su diario, ni esperaba que así fuese, pero era una remota posibilidad. Ni encontró ninguna carta a medio escribir donde explicara algo que viera en la casa y que pudiese tener relación con la muerte de Rex Fortescue. Sea lo que fuere lo que había visto u oído, no había el menor rastro para averiguarlo. Aún quedaba por descifrar por qué la segunda bandeja se había quedado en el vestíbulo, y por qué Gladys desapareció tan de repente. Con un suspiro, Neele abandonó la estancia, cerrando la puerta tras sí. Al disponerse a descender la pequeña escalera de caracol oyó un ruido de pasos precipitados procedentes del piso inferior. El rostro agitado del sargento Hay le miró desde el pie de la escalera, y jadeando le dijo: —Señor. ¡Señor! La hemos encontrado...
— ¿Encontrado? —Ha sido la doncella, señor... Ellen... recordó que no había recogido la ropa que estaba tendida... delante de la puerta posterior. De modo que salió con una linterna para cogerla y casi se cae encima de ella... estaba estrangulada... con una media alrededor del cuello... Lleva muerta unas cuatro horas. Y, señor..., es una broma malvada... tenía una pinza de la ropa en la nariz...
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 25, 2018 4:14 pm

Capítulo XIII

Una anciana que viajaba en un tren había comprado tres periódicos de la mañana, y cada uno de ellos, cuando los hubo leído y vuelto a doblar dejándolos sobre el asiento, mostraron los mismos titulares. Ya no se trataba de un párrafo pequeño escondido en algún rincón del periódico. La triple tragedia de Villa del Tejo aparecía en letras mayúsculas y en primera página. La anciana señora, sentada muy erguida, miraba por la ventanilla con los labios apretados y una expresión de disgusto en su rostro blanco y sonrosado, surcado da arrugas. La señorita Marple había salido de Saint Mary Mead en el primer tren, haciendo transbordo en el empalme para dirigirse a Londres, y allí tomó otro tren para dirigirse a Baydon Heath. Una vez en la estación, llamó a un taxi dando orden al chofer de que la llevara a Villa del Tejo. La señorita Marple era una viejecita tan encantadora, inocente, blanca y sonrosada, que consiguió entrar en aquella casa, ahora convertida en una fortaleza en estado de sitio, con mucha más facilidad de lo que nadie hubiera creído. A pesar de que un ejército de periodistas y fotógrafos quedó detenido en la verja por la policía, la señorita Marple pudo llegar a la puerta principal sin que le hicieran la menor pregunta, pues nadie consideró que pudiera ser otra cosa que una anciana pariente de la familia. La señorita Marple pagó el taxi contando cuidadosamente cada moneda, y —luego hizo sonar el timbre. Crump abrióle la puerta y la señorita Marple le dirigió una mirada experta. «Ojos esquivos —díjose—. Y está asustadísimo.» Crump vio a una anciana alta y delgada, con un traje sastre anticuado, un par de chalinas y un sombrero de fieltro con un ala de pájaro, cargada con un enorme bolso y una maleta pasada de moda, pero de buena calidad, que depositó en el suelo. Crump, que sabía distinguir a una señora en cuanto la veía, dijo con su tono más respetuoso: — ¿Diga, señora?
— ¿Podría ver a la señora, por favor? —dijo la señorita Marple. Crump se retiró para dejarla pasar, y cogiendo su maleta la depositó en el recibidor.
—Bien, señora —dijo el mayordomo vacilando—, pero no sé exactamente... La señorita Marple le ayudó. —He venido para hablar de esa pobre chica que ha sido asesinada, Gladys Martin.
— ¡Oh!, ya comprendo, señora. Bien, en ese caso... —se interrumpió mirando hacia la puerta de la biblioteca, donde acababa de aparecer una mujer alta—. Es la esposa del señor Lance Fortescue, señora —dijo. Pat acercóse a la señorita Marple; ésta no esperaba encontrar en aquella casa a nadie como Patricia Fortescue. El interior era como lo había imaginado, pero Pat no cuadraba en aquel marco. —Se trata de Gladys, señora —dijo Crump a modo de explicación.
— ¿Quiere pasar aquí?
—Pat habló con cierta vacilación—. Estaremos solas. Volvió a entrar en la biblioteca y la señorita Marple la siguió.
— ¿Quería hablar con alguien en especial? —dijo Pat—. Porque tal vez yo no le sirva de mucho. Mi esposo y yo acabamos de llegar de África hace muy pocos días, y apenas sabemos nada del manejo de la casa. Puedo ir a buscar a mi cuñada o a la esposa de mi cuñado. A la señorita Marple le agradó aquella joven... tan seria y sencilla. Por alguna extraña razón la compadecía. Se daba cuenta de que estaría más a sus anchas entre caballos y perros, que no en aquella casa tan ricamente amueblada. En las gymkamas y concursos hípicos de los alrededores de Saint Mary Mead, la señorita Marple había conocido a muchas País y sabía como eran. Sentíase a sus anchas en compañía de aquella joven de aspecto desgraciado.
—La verdad; es bien sencillo —dijo la señorita Marple quitándose los guantes y alisándolos—. Leí en los periódicos que Gladys Martin había sido asesinada. Y, naturalmente, yo conozco toda su vida. Ella era del mismo pueblecito. Yo misma la enseñé a servir. Y puesto que le ha ocurrido algo tan terrible, sentí... bueno, que debía venir y ver si hay algo que yo pueda hacer.
—Sí —dijo Pat—. Claro, ya comprendo. La señorita Marple la miró con renovada simpatía.
—Creo que ha hecho muy bien en venir —continuó diciendo Pat—. Al parecer nadie la conocía mucho. Quiero decir que no sabemos si tiene parientes...
—No —repuso la señorita Marple —, claro que no. No tiene a nadie. Me la enviaron del orfanato de Santa Fe. Es un establecimiento muy bueno, aunque muy falto de fondos. Allí hacemos todo lo posible por dar educación a las chicas. Me la, enviaron cuando tenía diecisiete años y yo le enseñé a servir la mesa, limpiar la plata y todas esas cositas. Claro que no estuvo mucho tiempo conmigo. En cuanto tuvo un poco de experiencia, se colocó en un café. Casi todas las chicas persiguen eso. Creen que así tendrán más libertad y una vida más alegre. Tal vez tengan razón. La verdad, yo no lo sé.
—No llegué a conocerla —dijo Pat —. ¿Era bonita?
— ¡Oh, no!, en absoluto, y con muchas pecas. Además era bastante estúpida. No creo que ni siquiera hiciese muchas amistades en ninguna parte. A la pobre le gustaban mucho los hombres, pero ellos no se fijaban en ella, y las otras chicas tampoco la hacían mucho caso.
—Eso me parece un poco cruel — dijo Pat.
—Sí, querida —repuso la señorita Marple—. La vida es cruel. La verdad es que uno nunca sabe qué hacer con las chicas como Gladys. Les gusta ir al cine y demás, pero siempre están pensando en cosas imposibles que nunca les van a ocurrir. Tal vez eso constituya una cierta clase de felicidad, pero luego sufren decepciones. Yo creo que Gladys se desengañó de la vida de los cafés y restaurantes. No le sucedió nada interesante ni novelesco, y es probable que por eso volviera a servir. ¿Sabe usted cuánto tiempo llevaba aquí?
—No mucho. Sólo un mes o dos.
— Pat hizo una pausa antes de proseguir—. Parece tan horrible e inútil el que haya muerto mezclada en todo esto. Supongo que debió haber visto u oído alguna cosa.
—Lo que realmente me ha preocupado es lo de la pinza de la ropa —dijo la señorita Marple con su gentil vocecita.
— ¿La pinza de la ropa?
—Sí. Lo leí en el periódico. Supongo que es cierto. Dicen que la encontraron con una pinza de la ropa en la nariz. Pat asintió en silencio y las mejillas de la señorita Marple se colorearon.
—Eso —es lo que me ha puesto furiosa, no sé si me comprende, querida. Ha sido un pesio cruel y desdeñoso. Y me da una especie de retrato del asesino. ¡Hacer una cosa semejante! Es una perversidad ultrajar la dignidad humana. Particularmente tratándose de un muerto.
—Creo que sé lo que quiere usted decir —dijo Pat despacio. Se puso en pie—. Será mejor que vea al inspector Neele. Es el encargado de este caso y ahora está aquí. Creo que le agradará. Es muy humano.
—Se estremeció—. Todo esto es una pesadilla terrible. Insubstancial. Una locura.
—Yo no diría eso —replicó la señorita Marple—. No, no lo diría. El inspector Neele parecía cansado y ojeroso Tres muertes y la Prensa de todo el país husmeando el rastro. Un caso que parecía ir adquiriendo buena forma y de pronto todo a paseo. Adela Fortescue, la principal sospechosa, era ahora la segunda víctima de un incomprensible caso de asesinato. A última hora de aquel día fatal, el subcomisario de policía había enviado a buscar a Neele, y los dos hombres estuvieron charlando hasta bien entrada la noche. A pesar de su disgusto, o por encuna de él, el inspector Neele sentía cierta satisfacción. Aquel esquema de la esposa y el amante era demasiado claro, demasiado sencillo, y nunca confió plenamente en ello. Ahora su desconfianza estaba justificada.
—Este caso ha adquirido un aspecto completamente distinto —decía el subcomisario paseando de un lado a otro de la estancia, con el ceño fruncido—. Neele, a mí me parece que tenemos que habérnoslas con algún perturbado mental. Primero el marido, luego la mujer. Pero las mismas circunstancias del caso parecen demostrar que se trata de un hecho familiar... tiene que ser alguien que vive en la casa... que se sentó a desayunar con Fortescue y le puso taxina en el café o en los alimentos... Alguien que aquel día tomó el té con la familia y echó cianuro en la taza de Adela Fortescue. Una persona en quien todos confían, que no llama la atención... en fin, uno de la familia, ¿Cuál de ellos, Neele?
—Percival no estaba allí, de modo que vuelve a quedar eliminado —dijo Neele. El subcomisario le miraba fijamente.
— ¿Cuál es su idea, Neele? Suéltela, hombre.
—Nada, señor. Ni siquiera llega a eso. Todo lo que digo es que resulta muy conveniente para él.
—Tal vez demasiado, ¿verdad? —El subcomisario reflexionó, meneando la cabeza—. ¿Usted piensa que pudo arreglárselas de algún modo? No veo cómo, Neele. No. No lo veo. Además, es un tipo prudente. —Pero muy inteligente, señor. —Usted no sospecha de las mujeres. ¿No es eso? No obstante, son las más sospechosas. Elaine Fortescue y la esposa de Percival. Estuvieron desayunando con él y luego tomando el té con Adela. Pudo haber sido cualquiera de las dos. ¿No hay algún signo de anormalidad? Bien, no siempre se saben esas cosas. Puede que haya algo en su informe médico y que pertenezca al pasado. El inspector Neele no respondió. Pensaba en Mary Dove. No tenía razón alguna para sospechar de ella, pero ese fue el derrotero que tomaron sus pensamientos. En ella había algo de inexplicable y poco satisfactorio, un ligero antagonismo... como si se estuviera divirtiendo. Esa fue su actitud ante la muerte de Rex Fortescue. ¿Cuál era la de ahora? Su comportamiento y maneras fueron siempre ejemplares. Ya no demostraba el menor regocijo, ni hostilidad, pero una o dos veces le pareció haber visto en sus ojos una sombra de temor. Claro que se equivocó con respecto a Gladys Martin atribuyendo su confusión a un natural nerviosismo ante la presencia de la policía. Pero en aquel caso se trataba de mucho más. Gladys había visto u oído algo que levantó sus sospechas. Probablemente algo tan vago e indefinido que apenas se atrevía a hablar de ello Y ahora, la pobrecilla, ya no volvería a hablar. El inspector Neele miró con cierto interés el rostro serio y amable de la anciana sentada ante él en Villa del Tejo. Al principio no supo cómo tratarla, pero se resolvió rápidamente. La señorita Marple podía resultarle útil. Era una persona de rectitud impecable y tenía, como otras damas de su edad, mucho tiempo y un oído especial para pescar fragmentos de conversaciones. Tal vez ella lograra sonsacar algunas cosas a los criados y a las mujeres de la familia Fortescue, que nunca conseguirían ni él ni sus policías. Conversaciones, conjeturas, recuerdos, repetición de hechos y de dichos, y de todo ello recoger lo más saliente. De modo que el inspector Neele estuvo de lo más amable.
—Ha sido un acierto extraordinario el que haya venido aquí señorita Marple —le dijo.
—Era mi deber, inspector Neele. Esa muchacha había vivido en mi casa. Y en cierto modo me siento responsable de ella. Ya sabe, ¡era tan tonta la pobre! El inspector Neele la contemplaba apreciativamente.
—Sí —dijo—, exacto. Se daba cuenta de que había dado de lleno en la cuestión.
—Nunca sabía lo que debía hacer — dijo la señorita Marple—. Quiero decir cuando se le presentaba algo. ¡Oh, Dios mío, qué mal me explico! El inspector Neele quiso darle— a entender que la había comprendido.
—Carecía de la menor capacidad para decidir lo que era o no importante, ¿no es eso lo que quiere decir?
— ¡Oh, sí, exactamente, inspector!
—Al decir que era tonta... —el inspector se interrumpió. La señorita Marple cogió en seguida el hilo. —Era de esas chicas crédulas... que darían sus ahorros a cualquier desaprensivo... si los tuviera claro. Ella nunca ahorraba un céntimo, porque se los gastaba todos en trapos.
— ¿Y qué tal era con los hombres?
—Estaba muy enamorada de un joven —replicó la anciana—. Creo que por eso dejó Saint Mary Mead. Allí hay mucha competencia. Los hombres escasean. Se hizo algunas ilusiones con el chico que reparte el pencado. Fred siempre tiene una palabra amable para todas las chicas, pero claro, eso no significa nada. Eso contrariaba mucho a la pobre Gladys. No obstante, creo que al fin consiguió un novio, ¿verdad?
—Eso parece —repuso el inspector —. Alberto Evans creo que se llama. Al parecer lo conoció en un pueble —cito de veraneo. No le había regalado anillo ni nada por el estilo, de modo que muy bien pudieran ser imaginaciones de la pobre chica. Dijo a la cocinera que era ingeniero de minas.
—Eso parece poco probable, pero me atrevo a asegurar que es lo que él le diría. Como le digo, creía cualquier cosa. ¿Le relaciona lo ocurrido?
—No. No creo que existan complicaciones de esa clase. Por lo visto nunca la había visitado. Le enviaba alguna postal de vez en cuando, por lo general desde algún puerto... a lo mejor era el cuarto maquinista de un barco de esos que van al Báltico.
—Bueno —dijo la señorita Marple — Celebro que tuviera un pequeño episodio amoroso. Puesto que ha tenido que morir así...
—Apretó los labios—. ¿Sabe, inspector? Eso me pone furiosa, muy furiosa.
—Y agregó lo que ya dijera a Pat Fortescue—. Sobre todo lo de la pinza de la ropa. Eso, inspector... fue un detalle malvado. El detective la miraba con interés.
—La comprendo perfectamente, señorita Marple.
—Quisiera saber... supongo que debe ser una gran pretensión por mi parte... pero si pudiera ayudarle a mi modo... sencillo y muy femenino. Este asesino es un ser perverso, inspector Neele, y la maldad debe encontrar su castigo.
—Señorita Marple, hoy en día esa creencia resulta pasada de moda, y no es que yo no opine como usted.
—Hay un hotel cerca de la estación, el Hotel Golf, ¿verdad? —dijo la señorita Marple tanteando—, y creo que en esta casa vive una tal señorita Ramsbatton, que se interesa por las Misiones extranjeras. El policía miró a la señorita Marple con respeto.
—Sí —replicó—. Es posible que por ahí consiga averiguar algo. Yo no puedo decir que haya tenido mucho éxito con esa dama.
—Es usted muy amable, inspector Neele. Celebro mucho que no me considere simplemente una cazadora de emociones. El detective tuvo que sonreír, pensando que la señorita Marple no correspondía a la idea popular de una furia vengativa. Y no obstante, tal vez fuese eso exactamente.
—Los periódicos son muy sensacionalistas en sus relatos —dijo la señorita Marple—, pero me temo que no tan exactos como sería de desear. Si uno pudiera estar seguro de conocer bien los hechos.
—Son como creo que ya los conoce usted —dijo Neele—. Dejando aparte las frases sensacionalistas, son esto: El señor Fortescue murió en su despacho por haber ingerido taxina. La taxina se obtiene de las hojas y frutos de los tejos.
—Muy a propósito —comentó la señorita Marple.
—Sí, pero no tenemos pruebas, es decir, hasta ahora.
—Lo recalcó porque pensaba que en eso podía serle útil la señorita Marple. De haberse hecho alguna cocción o brebaje con los frutos u hojas de los tejos era la más adecuada para dar con el rastro. Era de esas viejas solteronas que saben hacer licores caseros, cordiales e infusiones de hierbas, y por lo tanto conocen los métodos de preparación y elaboración. ¿Y la señora Fortescue?
—La señora Fortescue había tomado el té con la familia en la biblioteca. La última persona que abandonó la estancia fue la señorita Elaine Fortescue, su hijastra, quien declara que al marcharse ella la señora Fortescue se estaba sirviendo otra taza de té. Unos veinte minutos después, la señorita Dove, el ama de llaves, entró para retirar el servicio. La señora Fortescue seguía sentada en el sofá, pero estaba muerta. Junto a ella había una taza de té mediada y entre los posos encontraron cianuro potásico.
—Cuya acción es casi instantánea, según tengo entendido —concluyó la señorita Marple.
—Exacto.
—Esas son cosas tan peligrosas — murmuró la señorita Marple— como el manejar avisperos; pero yo siempre tengo mucho, mucho cuidado.
—Tiene usted razón —repuso Neele —, encontramos un paquete en el cobertizo del jardinero.
—También muy a propósito —dijo la señorita Marple, agregando—: ¿La señora Fortescue estaba comiendo algo?
— ¡Oh, Sí! Tomaron un té completo.
— ¿Pasteles, supongo? ¿Pan y mantequilla? ¿Tal vez bollitos? ¿Mermelada? ¿Miel?
—Sí, hubo miel, bollitos, pastel de chocolate, brazo de gitano, y varias cosas más —La miró con curiosidad— El cianuro potásico estaba en el té señorita Marple.
— ¡Oh, sí, sí! Ya lo sé. Sólo estaba tratando de reproducir la escena, por así decir. Bastante significativo, ¿no le parece? Neele la miraba intrigado. Tenía las mejillas arreboladas y le brillaban los ojos.
— ¿Y el tercer crimen, inspector? Bien, los hechos están asimismo bastante claros. Gladys entró la bandeja, luego llegó con la otra hasta el vestíbulo, pero la dejó allí. Al parecer, aquel día estaba bastante distraída. Después no volvió a verla nadie. La cocinera saca la conclusión de que salió sin pedir permiso a nadie. Creo que basa esta opinión en el hecho de que Gladys se había puesto sus mejores medias de nylon y zapatos. Sin embargo, parece que se equivoca. La chica debió recordar de pronto que no había recogido la ropa que estaba tendida en la parte de atrás del jardín, y corrió a hacerlo. Por lo visto llevaba recogida la mitad cuando alguien, sorprendiéndola, le arrojó una media al cuello y... bueno, eso es todo.
— ¿Alguien que venía del exterior? —preguntó la señorita Marple.
—Tal vez. Pero también pudo salir de la casa... si estuvo aguardando la oportunidad de encontrarla sola. La muchacha estaba intranquila y nerviosa la primera vez que la interrogué, pero me temo que no supimos darle importancia.
— ¡Oh!, pero ¿cómo iban a imaginárselo? — exclamó la señorita Marple—. Muchas personas se muestran nerviosas y parecen culpables cuando las interroga la policía.
—Eso es. Pero esta vez, señorita Marple, fue más que eso Creo que Gladys había sorprendido a alguien realizando una acción que según ella necesitaba explicarse. Creo que no pudo ser nada definitivo, de otro modo, lo hubiese dicho. Pero me parece que debió traicionarse ante la persona en cuestión, y ésta dióse cuenta de que Gladys constituía un peligro.
—Y por eso la estrangularon y pusieron una pinza en su nariz — murmuró la señorita Marple casi para su coleto.
—Sí, fue un detalle desagradable. Un gesto grotesco y morboso. Una bravata cruel e innecesaria. La señorita Marple meneó la cabeza.
—No tan innecesaria. De este modo todo concuerda, ¿no es así? El inspector la miraba extrañado.
—No la entiendo, señorita Marple. ¿Qué quiere usted decir? La anciana enrojeció.
—Bueno, quiero decir que eso parece... no sé si me comprende... bien, uno no puede apartarse de los hechos, ¿verdad?
—Creo que no la comprendo. —Bueno, quiero decir... primero tenemos al señor Fortescue. Rex Fortescue es asesinado en su despacho de la ciudad. Y luego a la señora Fortescue, sentada en la biblioteca tomando té... con bollitos de miel Y por último a la pobre Gladys con la pinza en la nariz. Todo indica lo mismo. La encantadora esposa de Lance Fortescue me dijo que no tenía la menor ilación, pero yo no puedo estar de acuerdo con ella, porque me acuerdo de la canción.
—No creo... —dijo el inspector, despacio. La señorita Marple continuó a toda prisa.
—Supongo que debe tener usted unos treinta y cinco o treinta seis años, ¿verdad, inspector Neele? Creo que hubo una reacción por esa época contra las canciones infantiles Pero cuando una ha sido educada a la antigua... quiero decir que resulta altamente significativo, ¿verdad? Lo que yo querría saber...
— La señorita Marple hizo una pausa luego pareció armarse de valor y prosiguió valientemente—: Ya sé que es una impertinencia por mi parte decirle una cosa así...
—Por favor, diga lo que sea, señorita Marple.
—Bueno, es usted muy amable. Lo diré. A pesar de que como le digo lo hago con todos mis respetos, porque sé que soy muy vieja y bastante tonta, y mis ideas no valen mucho, pero lo que quiero decirle es esto. ¿Ha investigado usted el asunto de los mirlos?

Capítulo XIV

1

Durante tres segundos el inspector Neele contempló a la señorita Marple presa del mayor asombro. Lo primero que se le ocurrió fue que la pobre señora había perdido la razón.
— ¿Mirlos? —repitió. —Sí —respondió la anciana, recitando a continuación: Canta el canto de dos reales, del puñado de centeno, De los veinticuatro mirlos dentro de un pastel relleno. Se abrió el pastel, y los mirlos se pusieron a cantar. ¿No era un plato delicioso, para el rey desayunar? Recontando su tesoro, se hallaba en palacio el rey. La reina estaba en la sala, comiendo empanada y miel. Y andaba colgando ropa, la doncella en el jardín. Cuando un pájaro volando, fue y le arrancó la nariz.
— ¡Cielo santo! —exclamó el inspector.
—Quiero decir que todo concuerda —dijo la señorita Marple—. Tenía centeno en el bolsillo, ¿no es así? Lo decía uno de los periódicos. Los otros sólo decían grano, que no significa nada... pudo ser maíz o trigo... incluso cebada... pero era centeno. El inspector asintió.
—Pues ahí lo tiene —continuó la señorita Marple triunfante—. Rex Fortescue. Rex significa rey. En su palacio. Y la señora Fortescue es la reina que estaba en la sala comiendo empanada y miel. Y por eso, naturalmente, el asesino tuvo que poner la pinza en la nariz de la pobre Gladys.
— ¿Quiere usted decir que todo fue realizado según la canción?
—Bueno, no debemos llegar a ninguna conclusión... pero desde luego es muy extraño. Y usted debe hacer averiguaciones acerca de los mirlos. ¡Porque debe haberlos! En aquel preciso momento entró el sargento Hay diciendo con toda urgencia: —Señor... Interrumpióse al ver a la señorita Marple. El inspector, recobrándose, dijo: —Gracias, señorita Marple. Ya me ocuparé de ello. Y puesto que se interesa por esa muchacha tal vez le guste echar un vistazo a las cosas que había en su habitación. El sargento Hay la acompañará. La solterona salió de la estancia.
— ¡Mirlos! —masculló el inspector. El sargento Hay le miraba extrañado.
—Sí, Hay. ¿Qué es ello?
—Señor —dijo el sargento, nervioso—. Mire esto. Y le entregó un objeto envuelto en un pañuelo algo sucio. —Lo encontramos entre los arbustos —explicó el sargento—. Debieron arrojarlo desde una de las ventanas posteriores. Desenvolvió el objeto sobre el escritorio, y el inspector inclinándose hacia delante lo inspeccionó con creciente interés. Se trataba de un tarro casi lleno de mermelada. Neele lo miraba sin pronunciar palabra. Su rostro había adquirido una expresión bobalicona y ausente. Aquello significaba que su mente husmeaba el rastro de una pista imaginaria... Vería un tarro de mermelada sin estrenar, al que unas manos quitaban la tapa, y sacando una pequeña cantidad del dulce la mezclaba con taxina y volvía a colocarla en el tarro alisándola convenientemente antes de volverlo a tapar. Interrumpió sus meditaciones para preguntar a Hay: — ¿No sacaban la mermelada del tarro para colocarla en una compotera?
—No, señor. Durante la guerra, cuando escaseaban los alimentos, adquirieron la costumbre de servirla en el mismo tarro y así vienen haciéndolo desde entonces. —Naturalmente, eso facilita las cosas —murmuró Neele.
—Sí, señor. Aún hay más. El señor Fortescue era el único que tomaba mermelada para desayunar y también el señorito Percival, cuando estaba en casa. Los demás tomaban mantequilla o miel.
—Sí —dijo el inspector—. Así queda todo mucho más simplificado, ¿verdad? Y su imaginación volvió a ponerse en movimiento. Ahora veía la mesa del desayuno. Rex Fortescue alargando la mano para servirse mermelada y luego extenderla con la cuchara sobre una tostada. Desde luego, era mucho más sencillo que arriesgarse a echar el veneno en su taza de café. ¡Un método a prueba de tontos! ¿Y después? Otro infundio y una nueva imagen todavía algo confusa. El cambio del tarro de mermelada por otro nuevo al que le faltaba exactamente la misma cantidad. Y luego una ventana abierta. Un brazo que arrojaba el tarro entre las plantas. ¿De quién era aquel brazo? El inspector dijo en tono confidencial: —Bueno, tendrán que analizarlo, desde luego. Vea si hay rastro de taxina. No podemos llegar a ninguna conclusión.
—No, señor. Además puede haber huellas dactilares.
—Pero no las que queremos nosotros —repuso el inspector Neele—. Las de Gladys, desde luego, Crump y las de Fortescue. Es probable que además aparezcan las de la cocinera, el chico del colmado y algunas más. Si hubo alguien que colocó la taxina en este tarro ya tendría buen cuidado de no dejar las suyas. De todas maneras, como ya le dije, no podemos sacar ninguna conclusión. ¿Cómo adquieren la mermelada y dónde se guarda? El diligente sargento Hay había preparado la respuesta para todas estas preguntas.
—Los tarros de conservas y mermeladas los compran por medias docenas. Y cada vez que se termina un tarro es reemplazado por otro nuevo que se guarda en la despensa.
—Eso significa —dijo Neele— que pudo haber sido envenenado varios días antes de que fuera servido a la hora del desayuno Y cualquiera que viviera en la casa, o tuviese acceso a ella hubiese podido hacerlo. El término «acceso a la casa» intrigó al sargento Hay, que no podía seguir las divagaciones de su superior. Mas Neele estalla llegando a lo que le parecía una conclusión lógica. Si la mermelada fue envenenada de antemano... entonces sin la menor duda quedaban eliminadas las personas que estuvieron desayunando con Rex la mañana fatal. Lo cual ofrecía nuevas posibilidades. Mentalmente preparó algunas entrevistas con varias personas... esta vez enfocando el interrogatorio desde otro ángulo distinto. Había que pensar en todo. Incluso consideró seriamente las sugerencias de la señorita Como Se Llamara, acerca de la canción infantil... Ya que no existía la menor duda de que concordaba en todo de una manera alarmante. Incluso con lo que tanto le intrigara desde el principio: el puñado de centeno.
— ¿Mirlos? —murmuró Neele para sí. El sargento Hay creyó haber entendido mal.
— No, señor —le dijo—. Es mermelada. 2 El inspector Neele fue en busca de Mary Dove... y la encontró en uno de los dormitorios del primer piso, ayudando, a Ellen a quitar las sábanas de una cama. En una de las sillas había un montón de toallas limpias.
— ¿Es que viene algún huésped? — preguntó el inspector Neele. Mary Dove le dirigió una sonrisa. En contraste con Ellen, siempre ceñuda y de mal talante, Mary conservaba su imperturbable calma.
— Exactamente lo contrario — le contestó. Neele la miró en busca de una explicación.
—Es una habitación que hablamos preparado para el señor Gerald Wright.
— ¿Gerald Wright? ¿Quién es?
— Un amigo de la señorita Elaine.
— Mary procuró no mostrarse insinuante.
— Iba a venir aquí... ¿cuándo?
—Creo que llegó al Golf Hotel al día siguiente de la muerte del señor Fortescue.
— ¿Al día siguiente?
— Eso dijo la señorita Fortescue.
— El tono de Mary seguía siendo inexpresivo—. Me dijo que quería que viniera a hospedarse aquí... de modo que preparé la habitación. Ahora... después de estas otras dos tragedias... parece más lógico que siga en el hotel.
— ¿El Golf Hotel?
—Sí.
—Ya —dijo Neele. Ellen recogió las sábanas y toallas y salió de la estancia. Mary Dove miró interrogadoramente al inspector.
— ¿Quería usted algo?
— Es muy importante conocer con exactitud la hora en que ocurrieron los hechos. La familia parece no estar muy segura... tal vez ser comprensible. Usted, por el contrario, señorita Dove, no ha demostrado la menor vacilación en sus declaraciones.
— ¡Y también es comprensible!
—Sí... tal vez... Desde luego debo felicitarla por el modo que lleva la casa a pesar de... bueno... del pánico... que pueden haberle producido esas dos muertes.
—Hizo una pausa y agregó con curiosidad—. ¿Cómo se las arregla? Con gran astucia había comprendido que el único punto vulnerable de la armadura de Mary Dove era el saberse eficiente.
—Desde luego, los Crump querían marcharse en seguida.
—No podíamos permitírselo —dijo Neele.
—Lo sé. Pero también le dije que el señor Percival Fortescue se mostraría más... bueno... más generoso... con aquellos que le hubieran evitado molestias.
— ¿Y Ellen? —Ellen no desea marcharse.
—Ellen no quiere marcharse — repitió el inspector— tiene buenos nervios.
—Le divierten los desastres —dijo Mary Dove—. Como la esposa del señorito Percival, encuentra en las tragedias una especie de malsano placer.
—Es interesante, ¿Usted cree que la esposa del señorito Percival ha disfrutado... con esas desgracias?
—No... claro que no. Eso es ir demasiado lejos. Sólo diría que ello le ha permitido... bueno... soportarlas.
— ¿Y de qué modo le han afectado a usted, señorita Dove?
—No ha sido una experiencia agradable —repuso secamente. Y una vez más el inspector sintió deseos de romper la frialdad de aquella mujer... y averiguar lo que escondía realmente tras su actitud distante y calculadora.
—Ahora... vamos a recordar horas y lugares: la última vez que vio usted a Gladys Martin fue en el vestíbulo, antes de servir el té, y eso fue a las cinco menos veinte.
—Sí... Le dije que trajera el té.
— ¿Y usted de dónde venía?
—De arriba... Creí haber oído el teléfono pocos minutos antes.
—Supongo que Gladys habría atendido la llamada.
—Sí. Se equivocaron de número. Alguien que pedía por una lavandería.
— ¿Y esa fue la última vez que vio usted a Gladys?
—Unos diez minutos más tarde trajo a la biblioteca la bandeja con el servicio de té..
— ¿Y después entró la señorita Elaine?
—Sí. Unos tres o cuatro minutos más tarde.. Luego yo subí a decir a la esposa del señorito Percival que el té estaba servido.
— ¿Solía hacerlo otras veces?
— ¡Oh, no!... Acostumbran a bajar cuando les place... pero la señora Fortescue me preguntó dónde he habían metido todos. Me pareció oír bajar a la señora de Percival Fortescue... pero estaba equivocada.. Neele la interrumpió Aquello era algo nuevo.
— ¿Quiere decir que oyó andar a alguien por arriba?
—Sí... creí que era en lo alto de la escalera. Pero no bajaba nadie cuando yo subí. La esposa del señorito Percival estaba en su habitación. Acababa de llegar. Había salido a dar un paseo...
—A dar un paseo... ya. Y entonces serían...
— ¡Oh!... Casi las cinco, me parece...
— ¿Y cuándo llegó el señor Lancelot Fortescue?
—Pocos minutos después de que yo bajara... Pensé que había llegado antes... pero...
— ¿Por qué pensó que había llegado antes? —la interrumpió el inspector.
—Porque creía haberlo visto desde la ventana del rellano.
— ¿En el jardín?
—Sí... Vi a alguien junto al seto de tejos... y creí que sería él.
— ¿Eso fue cuando bajaba después de anunciar a la esposa del señorito Percival que el té estaba servido?
—No, no, entonces no... sino antes... cuando bajaba por primera vez —le corrigió Mary.
— ¿Está usted bien segura de esto, señorita Dove?
—Sí, completamente segura. Por ello me sorprendió verle... cuando llamó a la puerta. El inspector Neele meneó la cabeza procurando disimular su excitación.
—De ningún modo podía ser Lancelot Fortescue la persona que vio usted en el jardín. Su tren... que debía llegar a las cuatro veintiocho, llevaba nueve minutos de retraso... y arribó a la estación de Bayton Heat a las cuatro treinta y siete.. Luego tendría que esperar unos minutos hasta encontrar un taxi... ese tren viene siempre muy lleno. Y eran casi las cinco menos cuarto, o sea, cinco minutos después de que usted viera un hombre en el jardín, cuando salió de la estación, y desde allí se tarda diez minutos en coche. Despidió el taxi en la entrada de la finca, a las cinco menos cinco, lo más pronto. No... no era Lancelot Fortescue el hombre que usted vio.
—Pues estoy segura de haber visto a alguien.
—Sí, desde luego, usted vio a— alguien. Estaba oscureciendo. ¿Pudo distinguir con claridad?
— ¡Oh, no!... No pude verle la cara... pero era alto y delgado. Y como estábamos esperando a Lancelot Fortescue... llegué a la conclusión de que debía ser él.
— ¿En qué dirección iba?
— Caminaba junto al seto de tejos, en dirección al lado este de la casa.
—Allí hay una puerta. ¿Suele estar cerrada?
—Está abierta hasta última hora de la tarde.
— ¿Y pudo entrar alguien por esta puerta sin ser visto por los criados? Mary Dove meditó unos instantes.
—Creo que sí. Sí —agregó con presteza—. ¿Quiere decir... que la persona que oí andar más tarde por arriba pudo haber entrado por esta puerta... y haberse escondido... arriba?
—Algo por el estilo.
— ¿Pero quién...?
— Eso todavía está por ver. Gracias, señorita Dove. Al volverse para marchar, el inspector Neele dijo en tono casual: —A propósito, supongo que usted no podrá decirme nada de los mirlos. Por primera vez pareció haberla cogido desprevenida.
—Yo... ¿qué ha dicho usted?
—Sólo le preguntaba por los mirlos.
— ¿Qué quiere decir...?
— Mirlos —repitió el inspector con rostro inexpresivo.
— ¿Se refiere a la tontería de este verano? Pero seguramente no puede... — se interrumpió. El inspector Neele dijo complacido: —Se ha hablado de ello, pero estaba seguro de que usted me haría un relato detallado. Mary Dove volvía a ser la misma de siempre, práctica, reposada y segura de sí misma.
—Creo que debió tratarse de una broma tonta y malvada —dijo—. Aparecieron cuatro mirlos muertos sobre el escritorio del señor Fortescue, en su despacho de esta casa. Era verano y las ventanas estaban abiertas. Pensamos que debía haber sido el hijo del jardinero, a pesar de que él insistió en negarlo. La verdad era que el jardinero los había matado dejándolos colgados en unos arbustos.
— ¿Y alguien los cogió y los colocó sobre la mesa de despacho del señor Fortescue?
—Sí.
— ¿Y existía alguna razón... algo que tuviera que ver con los mirlos?
— No lo creo —repuso Mary meneando la cabeza.
— ¿Cómo lo tomó el señor Fortescue? ¿Estaba preocupado?
—Naturalmente.
— ¿Pero no se disgustó?
— Apenas lo recuerdo.
—Ya. Y el inspector no dijo más. Mary Dove se dispuso a marcharse, pero esta vez de mala gana, como si hubiese querido saber algo más de lo que pensaba Neele. Este, poco agradecido, sólo sentía resentimiento contra la señorita Marple, que le había sugerido que debía haber mirlos en aquel caso... y ¡los había! No veinticuatro, precisamente, pero sí una muestra. Había ocurrido, el verano anterior y no podía imaginarse la relación que pudiera tener con aquel caso. No iba a consentir que aquellos pajarracos negros le apartaran de las investigaciones lógicas y sensatas de un crimen cometido por un asesino fin su sano juicio, y por un motivo natural; pero de ahora en adelante se vería obligado a recordar y tener en cuenta hasta las posibilidades más remotas y absurdas.

Capítulo XV

1

—Señorita Fortescue, siento volver a molestarla, pero quiero estar seguro, completamente seguro, de una cosa. Por lo que sabemos, fue usted la ultima persona... o, mejor dicho, la penúltima... que vio con vida al señor Fortescue. ¿Eran las cinco y veinte cuando usted salió de la biblioteca?
— Más o menos —dijo Elaine—; No puedo decírselo exactamente. Uno no va mirando el reloj a cada momento. —No, claro que no. Durante el tiempo que estuvo sola con el señor Fortescue, una vez se marcharon los demás, ¿de qué hablaron?
— ¿Es que acaso importa? —Probablemente, no —replicó el inspector Neele—; pero pudiera darme alguna pista acerca del estado de ánimo de la señora Fortescue.
— ¿Quiere decir... cree usted que pudo haberse matado? El inspector observó cómo se le iluminaba el rostro. Esa sería sin duda la solución más conveniente para la familia. Pero el inspector no lo creyó ni por un momento. Adela Fortescue no pertenecía al tipo de los suicidas. Incluso aunque hubiera matado a su esposo y estuviera convencida de que iban a acusarla de este crimen, no hubiese pensado en matarse. Sino que hubiera confiado con todo optimismo, que aunque la juzgaran por asesina, habría de salir absuelta. Sin embargo, estaba seguro de que a Elaine Fortescue le divertía la idea, y por ello le dijo sin faltar del todo a la verdad: —Por lo menos existe una posibilidad, señorita Fortescue. Ahora tal vez quiera decirme sobre qué versó su conversación.
— Bueno, la verdad es que hablamos de mis cosas... — Elaine vacilaba.
— ¿Qué cosas...? —hizo una pausa, animándola a confiarse.
—Yo... un amigo mío acababa de llegar, y yo le preguntaba a Adela si tendría inconveniente en que... en que se hospedara en casa.
— ¡Ah! ¿Y quién es su amigo? —El señor Gerald Wright. Es profesor. Se... se hospeda en el Golf Hotel.
— ¿Un amigo muy intimo, quizá? El inspector Neele sonrió de un modo que por lo menos le hacía representar quince años más.
— ¿Tal vez podemos esperar una noticia interesante para en breve?
— Casi sintióse arrepentido de haber dicho aquello al ver el gesto de asombro de la muchacha y su rubor. Era evidente que estaba enamorada de aquel sujeto.
—Nosotros... todavía no estamos prometidos y, naturalmente, ahora no es momento; pero... bueno, sí, creo que... quiero decir que vamos a casarnos.
—Enhorabuena —dijo Neele—. Dice usted que el señor Wright se hospeda en el Golf Hotel. ¿Cuándo tiempo lleva allí? Le telegrafié al morir papá.
—Y vino en seguida. Ya —replicó Neele—: ¿Y qué dijo la señora Fortescue cuando usted le preguntó si podía traerle aquí?
— ¡Oh!, dijo que muy bien, que podía traer a quien quisiera.
— ¿Se mostró, pues, complaciente?
—No del todo. Quiero decir, que dijo...
—Sí. ¿Qué dijo? De nuevo volvió a sonrojarse.
— ¡Oh!, una estupidez. Dijo que ahora podía hacer muchas cosas que antes me estaban vedadas. Algo muy propio de Adela.
— ¡Ah, ya! —dijo el inspector—. Los parientes suelen decir esas cosas.
—Sí, sí, es cierto. Pero es que la gente no suele apreciar a Gerald en lo que vale. Es un intelectual, y tiene unas ideas muy propias y avanzadas que la gente no comprende...
— ¿Por eso no se llevaba bien con su padre de usted? Elaine se sonrojó intensamente.
—Papá estaba lleno de prejuicios y era injusto. Hirió los sentimientos de Gerald. La verdad es que le dolió tanto la actitud de mi padre que se marchó y no supe nada de él durante vanas semanas. «Y es probable que hubiera continuado sin saber de él si su padre no hubiera muerto dejándola un montón de dinero», pensó Neele, y en voz alta prosiguió: — ¿Hablaron alguna otra cosa, usted y la señora Fortescue?
—No, creo que no.
—Eran las cinco y veinticinco y la señora Fortescue fue encontrada muerta a las seis menos cinco. ¿Usted no volvió a la biblioteca durante esa media hora?
—No.
— ¿Qué estuvo usted haciendo?
—Fui... fui a dar un paseo.
— ¿Hasta el Golf Hotel? —Yo... bueno, sí, pero Gerald no estaba. El inspector Neele volvió a decir «Ya», pero esta vez con otra entonación. Elaine Fortescue se puso en pie preguntando:
— ¿Nada más?
—Nada más, señorita Fortescue. Gracias. —Y añadió en tono casual—: ¿Puede decirme algo acerca de los mirlos?
— ¿Mirlos?
—Le miró extrañada—. ¿Se refiere a los del pastel? «Debieran estar en el pastel», pensó el inspector, pero se limitó a decir: — ¿Cuándo fue eso?
— ¡Oh! Hará tres o cuatro meses... y también encontramos otros sobre la mesa de papá. Estaba furioso.
— ¿Furioso? ¿Hizo muchas preguntas?
—Sí... desde luego... pero no pudo averiguar quién los puso allí.
— ¿Tiene usted idea de por qué se enfadó tanto? —Pues... fue una cosa bastante desagradable... ¿no le parece? Neele la miraba con fijeza, pero ella no intentó apartar la vista.
— ¡Oh!, sólo una cosa más, señorita Fortescue. ¿Sabe usted si su madrastra había hecho testamento alguna vez? Elaine meneó la cabeza.
—No tengo la menor idea... supongo que sí. La gente suele hacer testamento, ¿verdad?
—Debieran de hacerlo... pero no siempre ocurre así. ¿Ha hecho usted testamento, señorita Fortescue?
—No... no... hasta ahora no tenía nada que dejar... pero ahora.. claro... Pudo ver cómo su expresión variaba al darse cuenta del cambio de su posición.
—Sí —le dijo el inspector—. Cincuenta mil libras es toda una responsabilidad... y cambia muchas cosas, señorita Fortescue.

2

Durante los minutos siguientes a la marcha de Elaine Fortescue, el inspector Neele permaneció pensativo mirando al vacío. Desde luego se le habían abierto vastos horizontes para la meditación. El que Mary Dove hubiese declarado haber visto a. un hombre en el jardín a las cuatro treinta y cinco aproximadamente, ofrecía nuevas posibilidades. Eso, naturalmente, en el caso en que Mary Dove hubiese dicho la verdad. El inspector Neele tenía la costumbre de no confiar nunca en nadie. Pero pensándolo bien, no veía ninguna razón para que hubiese mentido... Sentíase inclinado a pensar que no faltó a la verdad al decirle que había visto un hombre en el jardín. Era evidente que aquel hombre no pudo ser Lancelot Fortescue, a pesar que el suponer que fuese él resultaba lógico debido a las circunstancias. No había sido Lancelot Fortescue, pero sí un hombre de su corpulencia y estatura aproximada, y si había habido un hombre en el jardín a aquella hora moviéndose furtivamente, como debió hacerlo a juzgar por él modo como buscaba el amparo de los setos, ello se prestaba a formular una nueva serie de conjeturas. A esto tenía que añadir lo que dijo de haber oído andar a alguien en el piso superior, lo cual coincidía con otra cosa. La pequeña partícula de barro que había encontrado en el suelo del boudoir de Adela Fortescue. A la mente del inspector Neele acudió el recuerdo del pequeño escritorio. Una bonita antigüedad con un cajoncito secreto bastante a la vista. En dicho cajón había tres cartas; carta; escritas por Vivian Dubois a Adela Fortescue. Por las manos del inspector habían pasado muchas clases de cartas de amor durante el curso de la guerra. Estaba familiarizado con las misivas apasionadas, tontas, sentimentales, quisquillosas, y también con las prudentes, y por eso sintióse inclinado a clasificar aquellas tres entre estas últimas. Incluso siendo leídas en una causa de divorcio, podrían pasar como inspiradas sólo por una amistad platónica. Aunque en este caso: ¡Valiente amistad platónica!, pensó Neele. Cuando el detective encontró las cartas las envió en seguida al Yard, puesto que en aquel entonces la cuestión más importante era ver si la Oficina Fiscal consideraba que había pruebas suficientes para acusar a Adela Fortescue, o a Adela Fortescue y Vivian Dubois juntos. Todo indicaba que Rex Fortescue había sido envenenado por su esposa, con o sin complicidad de su amante. Aquellas cartas, aunque prudentes, demostraban bien a las claras que Vivian Dubois era su amante, pero en sus palabras no había la menor prueba de que la incitara al crimen. Pudo haberlo hecho de palabra, pero Vivian Dubois era demasiado prudente para dejar escrito nada semejante. El inspector Neele supuso acertadamente que Vivian Dubois habría pedido a Adela Fortescue que destruyera sus cartas, y ella le diría que ya lo había hecho. Bien, ahora tenían dos crímenes más entre manos. Y eso significaba que Adela Fortescue no había asesinado a su esposo. A menos que... El inspector Neele consideró una nueva hipótesis... Adela Fortescue hubiera querido casarse con Vivian Dubois, y éste hubiese querido, no a Adela, sino los miles de libras que habrían de ir a parar a sus manos a la muerte del esposo. Tal vez debió suponer que la muerte de Rex Fortescue pudiera atribuirse a causas naturales... algún colapso o ataque. Al fin y al cabo, al parecer todos estuvieron preocupados por su salud durante los últimos años. (Entre paréntesis, el inspector Neele, díjose que debía ahondar este punto. Tenía el presentimiento de que pudiera resultar importante en algún sentido). La muerte de Rex Fortescue no se había producido de acuerdo con este plan, sino que fue diagnosticada inmediatamente como producida por envenenamiento, y averiguado el nombre exacto del veneno. Suponiendo que Adela Fortescue y Vivian Dubois fueran culpables,, ¿cuáles hubiesen sido sus reacciones? Vivian Dubois se hubiera asustado y Adela Fortescue perdió la cabeza... Diciendo o haciendo tonterías... tal vez llamara por teléfono a Dubois, hablando indiscretamente y de un modo que pudo ser oído en Villa del Tejo. ¿Qué hubiera hecho entonces Vivian Dubois? Era todavía pronto para intentar responder a esa pregunta, pero el inspector Neele se propuso hacer averiguaciones en el Golf Hotel en breve plazo, paró saber si Dubois estuvo ausente entre las cuatro y cuarto y las seis. Vivian Dubois era alto y moreno, como Lance Fortescue. Pudo deslizarse por el jardín hasta la puerta lateral, subir la escalera, ¿y luego qué? ¿Buscar las cartas descubriendo que habían desaparecido? ¿Aguardar allí, hasta que no hubiera moros en la costa y luego bajar a la biblioteca donde Adela Fortescue se había quedado sola terminando su última taza de té? Pero todo esto era ir demasiado aprisa... Neele había interrogado a Mary Dove y a Elaine Fortescue; ahora quedaba por ver lo que la esposa de Percival tenía que decir.

Capítulo XVI

1

El inspector Neele encontró a la esposa de Percival escribiendo unas cartas en su salita del piso de arriba. Al verle entrar se puso en pie apresuradamente, dando muestras de gran nerviosismo.
— ¿Hay algo qué... hay...? —Siéntese por favor, señora Fortescue. Sólo quisiera hacerle unas cuantas preguntas más.
— ¡Oh, sí! Desde luego inspector. Todo esto es tan horrible... Sentóse muy nerviosa en una butaca, y el inspector ocupó una silla pequeña y de respaldo recto a su lado, estudiándola con más detenimiento que anteriormente. En ciertos aspectos era un tipo vulgar de mujer, pensó... y tampoco muy dichosa. Inquieta, insatisfecha, y de gran imaginación, y no obstante debió haber sido muy hábil y eficiente en su profesión de enfermera. A pesar de que pudo entregarse a la holganza gracias a su matrimonio con un hombre de posición, no estaba satisfecha. Compraba vestidos, leía novelas y comía bombones, pero al recordar su excitación en la noche de la muerte de Rex Fortescue, veía en ella no una morbosa satisfacción, sino más bien la revelación del inmenso aburrimiento que acompañaba su vida. Sus párpados se abatieron bajo el influjo de su escrutadora mirada, dándole a la vez un aspecto culpable e inquieto, pero no podía estar bien seguro de cuál de los dos era el verdadero.
—Lamento tener que molestar a la gente interrogándola una y otra vez. De resultarles muy pesado, lo comprendo, pero tiene mucha importancia conocer el desarrollo exacto de los hechos. Tengo entendido que usted bajó a tomar el té bastante tarde. A decir verdad, la señorita Dove subió a buscarla.
—Sí, si, es cierto. Vino a decirme que el té estaba servido. No creía que fuera tan tarde. Había estado escribiendo unas cartas. El inspector Neele dirigió una mirada al escritorio.
—Ya —dijo—. No sé por qué, creía que había salido a dar un paseo.
— ¿Se lo dijo ella? Sí... creo que tiene razón. Había estado escribiendo... hacía mucho calor y me dolía la cabeza, de modo que salí... er... a dar una vuelta. Sólo por el jardín.
—Ya. ¿Encontró a alguien?
— ¿Que si encontré a alguien? —le miró extrañada—. ¿Qué quiere decir?
—Sólo que si vio a alguien, o alguien pudo verla a usted durante su paseo.
—Vi al jardinero, de lejos, eso es todo, —Le miraba con recelo.
—Cuando volvió a entrar, ¿subió a su habitación, y se estaba quitando el abrigo cuando la señorita Dove fue a decirle que el té estaba servido?
—Sí, por eso bajé.
— ¿Quiénes estaban en la biblioteca?
—Adela y Elaine, y un par de minutos después llegó Lance. Ya sabe, mi cuñado El que acaba de llegar de Kenya.
— ¿Y entonces tomaron el té?
—Sí. Luego Lance subió a ver a tía Effie y yo vine aquí para terminar de escribir las cartas... y dejé a Elaine con Adela.
—Sí. La señorita Fortescue parece ser que permaneció con su madrastra unos cinco o diez minutos después que usted se marchó. ¿Su esposo no había vuelto aún a casa?
— ¡Oh, no! Percy... Val... no volvió hasta las seis y media o las siete. Se entretuvo en la ciudad.
— ¿Vino en el tren?
—Sí. En la estación tomó un taxi.
— ¿Suele regresar en tren?
—Algunas veces. No muy a menudo. Creo que tuvo que ir a algunos lugares de la ciudad donde es difícil aparcar el coche. Le fue más sencillo volver en tren desde la calle Cannon.
—Ya —replicó el inspector Neele antes de proseguir—: Le pregunté a su esposo si la señora Fortescue había hecho testamento antes de morir. Dijo que lo ignoraba. Supongo que usted no lo sabrá... Mas ante su sorpresa Jennifer Fortescue asintió enérgicamente.
— ¡Oh, sí! —repuso—. Adela hizo testamento. Ella misma me lo dijo.
— ¿De veras? ¿Cómo fue eso? — ¡Oh!, no hace mucho. Creo que hará cosa de un mes.
—Eso es muy interesante —dijo Neele. La señora Fortescue inclinóse hacia delante con el rostro muy animado. Era evidente que disfrutaba pudiendo exhibir sus conocimientos.
—Val no sabe nada —le dijo—. Ni nadie. Dio la casualidad de que yo lo descubrí. Iba por la calle, acababa de salir de una papelería cuando vi a Adela que salía de casa del abogado. Ya sabe, Ansell y Worrall, de la Calle Alta.
— ¡Ah! —exclamó Neele—. ¿Los abogados locales?
—Sí. Y yo le dije: «¿Qué es lo que estabas haciendo ahí?» Adela se echó a reír y me contestó: «¿Te gustaría saberlo?» Y cuando echamos a andar juntas me explicó; «Voy a decírtelo, Jennifer. He estado haciendo testamento». «Vaya —contesté yo—. ¿Por qué, Adela? No estarás enferma o algo parecido, ¿verdad?» Y ella me dijo que desde luego no lo estaba. Nunca se había sentido mejor, pero que todo el mundo debiera hacer testamento... que no quiso ir a ver al abogado de la familia el señor Billingsley de Londres, porque estaba segura que les iría con el cuento.
«No —me dijo—. Mi testamento es asunto mío, Jennifer, y lo haré a mi gusto y sin que nadie lo sepa.» «Bueno, Adela —contesté yo—. Yo no se lo diré a nadie. No me importa que lo hagas o no —replicó—. Tú no sabes lo que he dispuesto.» Pero no lo dije a nadie. No, ni siquiera a Percy, Yo creo que las mujeres debemos ayudarnos, ¿no le parece, inspector?
—Es una opinión muy acertada, señora Fortescue.
—Estoy segura de que nunca obraré mal en este sentido —continuó Jennifer —. No sentía ningún afecto especial por Adela, no sé si, me comprende usted. Siempre la consideré de esas mujeres que no se detendrían ante nada con tal de lograr sus propósitos. Ahora que ha muerto, pienso qué tal vez la juzgaba mal, pobrecilla.
—Bien, le doy las gracias por su ayuda, señora Fortescue, y perdone la molestia. —Le aseguro que no me ha molestado. Celebro poderle ayudar en lo que me sea posible. Todo esto es terrible, ¿no cree? ¿Quién es esa anciana que ha llegado esta mañana?
—Una tal señorita Marple que muy amablemente ha venido a damos información acerca de Gladys. Al parecer la tuvo a su servicio.
— ¿De veras? ¡Qué interesante!
— Otra cosa, señora Fortescue. ¿Sabe usted algo de los mirlos? Jennifer sobresaltóse. Se le cayó el bolso al suelo y tuvo que agacharse a recogerlo.
— ¿Mirlos, inspector? ¿Mirlos? ¿Qué clase de mirlos, inspector? Sonriendo, el inspector Neele dijo: —Simplemente mirlos. Vivos, muertos, o tal vez, digamos simbólicos.
—Ignoro a qué se refiere. No sé de qué me está hablando.
—Entonces, ¿no sabe nada de los mirlos, señora Fortescue?
— Supongo que se refiere a los que aparecieron en el pastel el verano pasado... —dijo despacio. —También dejaron algunos en la mesa de la biblioteca, ¿verdad?
—Fue una broma tonta. No sé quién puede haberle hablado de ello. El señor Fortescue, mi padre político, se molestó mucho. — ¿Sólo se molestó? ¿Nada más?
— ¡Oh! Ya comprendo lo que insinúa. Sí, supongo que es cierto. Preguntó si había algún extranjero por los alrededores.
— ¿Extranjero?
—El inspector alzó las cejas.
—Bueno, eso es lo qué dijo — repuso la esposa de Percival, poniéndose a la defensiva.
— Extranjero —repitió el inspector, pensativo—. ¿Parecía asustado?
— ¿Asustado?
—Nervioso... como si le preocupara la presencia de ese extranjero.
—Sí. Pues sí, bastante. Claro que no lo recuerdo muy bien. Ya sabe, hace varios meses de eso. No creí que se tratara de otra cosa que una estúpida broma Tal vez fuera Crump. La verdad es que a éste le considero un hombre poco equilibrado, y estoy segura de que bebe. Algunas veces es bastante insolente y me he preguntado a menudo si guardaría rencor al señor Fortescue. ¿Pero usted cree que es posible, inspector?
— No hay nada imposible —afirmó el inspector antes de retirarse.

2

Percival Fortescue se hallaba en Londres, mas el inspector Neele encontró a Lancelot y a su esposa en la biblioteca, jugando al ajedrez.
—No quisiera interrumpirles —dijo Neele, disculpándose.
— Sólo estamos matando el tiempo, inspector. ¿No es cierto, Pat? Pat hizo un gesto de asentimiento.
— Supongo que la pregunta que voy a hacerles les parecerá bastante tonta — dijo Neele—. ¿Sabe usted algo de los mirlos, señor Fortescue?
— ¿Mirlos? —Lance parecía divertido—. ¿Qué clase de mirlos? ¿Se refiere a pájaros auténticos?
—No estoy muy seguro, señor Fortescue —dijo Neele con una sonrisa —. Pero en este asunto se les ha mencionado.
— ¡No me diga! —Lancelot pareció asombrarse—. Supongo qué no se referirá a la vieja mina del Mirlo.
— ¿La mina del Mirlo? ¿Qué es eso? —preguntó Neele. Lance frunció el entrecejo.
— Lo malo es que apenas recuerdo nada, inspector. Sólo tengo una vaga idea de cierta oscura transacción que realizó mi padre en el pasado, tina mina que estaba en la costa del oeste de África. Creo que tía Effie se lo reprochó algunas veces, pero no recuerdo nada con exactitud.
— ¿Tía Effie? Esa debe ser la señorita Ramsbatton, ¿verdad?
—Exactamente.
—Iré a preguntárselo —dijo el inspector Neele, agregando con resentimiento— Es una señora bastante imponente, señor Fortescue. A veces me siento muy violento. Lance se echó a reír.
—Sí. Tía Effie es todo un carácter, pero puede servirle de ayuda, inspector, si consigue dar con su lado bueno... cosa fácil tratándose del pasado. Tiene una memoria excelente, y le encanta recordar cualquier cosa que resulte perjudicial en cualquier sentido.
—Y agregó en otro tono—: Hay algo más. Fui a verla al poco rato de haber llegado. Inmediatamente después de tomar el té Y hablamos de Gladys. La doncella que asesinaron. Claro que entonces no lo sabíamos. Pero tía Effie me estuvo diciendo que estaba segura de que Gladys sabía algo que no había dicho a la policía.
—Eso parece bastante cierto — replicó el inspector Neele—. Y ahora ya no puede decirlo la pobrecilla.
—No. Parece ser que tía Effie le aconsejó que dijera todo lo que sabía. Es una lástima que no lo hiciese. El inspector Neele asintió. Luego, asiéndose a la barandilla subió hasta la fortaleza de la señorita Ramsbatton, encontrando a la señorita Marple discutiendo con ella sobre las Misiones extranjeras.
—Ya me marcho, inspector —dijo la señorita Marple poniéndose en pie a toda prisa.
—No es necesario, señora —dijo Neele.
— He pedido a la señorita Marple que venga a instalarse aquí. Es absurdo gastar el dinero en ese Golf Hotel. Es un nido de indocumentados. Se pasan toda la noche bebiendo y jugando a las cartas. Será mejor que venga a hospedarse a una casa cristiana y decente. Hay una habitación al lado de la mía. La doctora Mary Peters, una misionera, fue la última en ocuparla.
—Es usted muy amable —repuso la señorita Marple—; pero creo que no debo molestarles llevando un luto tan reciente.
— ¿Luto? ¡Tonterías! —dijo la señorita Ramsbatton—. ¿Quién llorará por Rex en esta casa? ¿Y por Adela? ¿O es la Policía la que la preocupa? ¿Hay algún inconveniente, inspector?
— Por mi parte, ninguno, señora.
— Ya lo oye usted —dijo la señorita Ramsbatton.
— Es usted muy amable —respondió la señorita Marple agradecida—. Voy a telefonear al hotel para decir que pueden disponer de mi habitación. Salió de la estancia, y la señorita Ramsbatton volvióse hacia el inspector. —Bueno, ¿qué es lo que quiere?
— Me interesa saber todo lo que pueda decirme acerca de la mina del Mirlo, señora. La señorita Ramsbatton soltó una carcajada estridente.
— ¡Ja, ja! ¡También ha averiguado eso! Cogió el cable que le arrojé el otro día. Bien, ¿qué es lo que quiere saber?
—Todo lo que pueda usted decirme.
— No es gran cosa. Ha pasado tanto tiempo... ¡Oh, puede que veinte o veinticinco años! Unas inversiones que hizo mi cuñado en el África Oriental. Se asoció con un hombre llamado Mackenzie. Fueron juntos para ver la mina, y Mackenzie murió allí víctima de la fiebre. Rex regresó diciendo que los derechos, la cesión o como se llame, no valía nada. Eso es todo lo que sé.
— Creo que sabe un poquitín más, señora —dijo Neele en tono persuasivo.
—Lo demás son cosas que oí decir. Y tengo entendido que la Ley no hace caso de las habladurías.
—Aún no estamos en el Juzgado, señora.
— Bueno. No puedo decirle nada. Los Mackenzie armaron mucho alboroto. Es todo lo que recuerdo. Se empeñaron en que Rex había estafado a Mackenzie. Yo me atrevo a decir que tenían razón. Era un individuo listo y sin escrúpulos, pero estoy segura de que todo lo que hiciera sería dentro de la Ley. No consiguieron probar nada. La señora Mackenzie era una mujer medio loca. Vino aquí amenazando con vengarse, y dijo que Rex había asesinado a su esposo. ¡Un melodrama de lo más tonto! Creo que estaba algo perturbada... En resumen, creo que poco después ingresó en un sanatorio. Vino acompañada de dos niños que parecían muy asustados, y dijo que ellos la vengarían... o algo así. Idioteces. Bueno, eso es todo lo que puedo decirle. Y permítame que le diga; que la mina del Mirlo no es la única estafa que Rex tuvo en su haber. Encontrará otras muchas si busca bien. ¿Cómo averiguó lo de la mina del Mirlo? ¿Ha encontrado alguna pista que tenga relación con los Mackenzie?
— ¿Usted no sabe lo que fue de esa familia?
—No tengo la menor idea —replicó la señorita Ramsbatton—. Permítame decirle que no creo que Rex asesinara a Mackenzie, pero muy bien pudo dejarle morir; Es lo mismo ante Dios, pero no ante la Ley» Si lo hizo, ya debe estar purgando su culpa. Los molinos de Dios muelen despacio, pero muy fino... Será mejor que se marche ahora, pues no sé nada más, así que no se moleste en preguntarme.
— Muchísimas gracias por todo — dijo el inspector, dirigiéndose hacia la puerta.
—Envíeme a esa señorita Marple — le gritó la señorita Ramsbatton a sus espaldas—. Es frívola, como toda esa gente de la Iglesia anglicana, pero sabe cómo hacer caridad de un modo sensato. El inspector Neele hizo un par de llamadas telefónicas. La primera a Ansell y Worrall y la segunda al Golf Hotel. Luego mandó llamar al sargento Hay y le dijo que abandonaba la casa por unas horas.
—Tengo que hacer una visita a un abogado... después podrá encontrarme en el Golf Hotel, si me necesitara con urgencia.
— Sí, señor.
— Y averigüe todo lo que pueda acerca de los mirlos —le gritó por encima del hombro.
— ¿Mirlos, señor? —repitió el sargento Hay completamente despistado.
— Eso es lo que dije... no mermelada... sino mirlos.
— Muy bien, señor —dijo el sargento Hay completamente desconcertado.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 25, 2018 4:16 pm

Capítulo XVII

1

El inspector Neele encontró en el señor Ansell el tipo de hombre que se deja intimidar fácilmente. Era abogado de una firma poco importante, y se mostró deseoso de ayudar a la Policía en cuanto le fuera posible. Sí, confesó haber preparado el testamento de la finada señora Fortescue. Esta había ido a verle a su despacho unas cinco semanas atrás. A él le pareció aquello algo extraño, pero, desde luego, nada dijo. En el despacho de un abogado ocurren las cosas más sorprendentes, y desde luego el inspector comprendería que la discreción... etc... etc... El inspector asintió con un gesto. Ya había descubierto que el señor Ansell no se ocupó de ningún asunto legal por encargo de la señora Fortescue, ni de ningún miembro de la familia.
— Naturalmente —dijo el señor Ansell—, no quiso acudir a los abogados de su esposo. Los hechos eran bien sencillos. Adela Fortescue había hecho testamento dejando todo cuanto poseía a Vivian Dubois.
—Pero me figuro —dijo el señor Ansell mirando a Neele interrogadoramente— que entonces no tenía gran cosa que dejar. El inspector Neele asintió. Eso era bien cierto. Pero desde que Rex Fortescue había muerto dejándola heredera de cien mil libras... esas cien mil libras, descontando los derechos del Estado, pertenecían a Vivian Edward Dubois.

2

En el Golf Hotel, el inspector Neele encontró a Vivian Dubois muy nervioso aguardando su llegada. Dubois estaba a punto de marcharse cuando recibió por teléfono la orden de que no se moviese de allí. El inspector Neele le pidió disculpas por ello, pero tras sus palabras convencionales, su requerimiento había sido una orden. Vivian Dubois puso algunas dificultades, pero concluyó accediendo.
—Espero comprenda usted, inspector Neele, que me resulta muy molesto tener que quedarme. Tengo asuntos muy urgentes.
—Ignoraba que tuviera negocios aquí, señor Dubois —replicó el inspector Neele con su sagacidad habitual.
—Hoy en día nadie puede permanecer tan ocioso como quisiera.
—La muerte de la señora Fortescue debe haber sido un gran golpe para usted, señor Dubois. Eran ustedes grandes amigos, ¿no es cierto?
—Sí —repuso Dubois—. Era una mujer encantadora. Jugábamos al golf muy a menudo.
—Supongo que le achara mucho de menos.
—Sí, desde luego. —Dubois suspiró —. Ha sido terrible... terrible.
—Creo que le telefoneó usted la tarde de su muerte.
— ¿Sí? No lo recuerdo, la verdad. —Tengo entendido que a eso de las cuatro.
—Sí, creo que sí.
— ¿No recuerda de qué hablaron, señor Dubois?
—De cosas sin importancia. Le preguntó cómo se encontraba y si se había averiguado algo sobre el fallecimiento de su esposo... más o menos, una llamada de cortesía.
—Ya —replicó el inspector—. ¿Y luego salió usted a dar un paseo?
— Er... sí... sí, creo que sí. No fui precisamente a pasear, sino a jugar un rato al golf.
—Me parece que no, señor Dubois —dijo el inspector con toda amabilidad —. Ese día precisamente no.. El portero del hotel le vio andando por la carretera en dirección a Villa del Tejo. Los ojos de Dubois se encontraron con los suyos, y volvió a apartarlos muy nervioso.
—Siento no recordarlo, inspector.
— ¿Tal vez fue a visitar a la señora Fortescue?
—No. No... no fui a verla —replicó Dubois, tajante—. Ni siquiera me acerqué a la casa.
— ¿Dónde fue entonces?
—Oh... fui... por la carretera hasta las Tres Palomas y luego di un rodeo y volví por el golf.
— ¿Está seguro de no haber ido a Villa del Tejo?
—Completamente seguro, inspector.
—Vamos, señor Dubois, es mucho mejor que sea franco con nosotros. Podía tener alguna razón inocente para ir allí.
—Le digo que aquel día no fui a ver a la señora Fortescue. El inspector se puso en pie.
—Lo siento, señor Dubois —dijo con calma—. Creo que tendremos que llamarle a declarar, y hará usted bien en aconsejarse de un abogado; está en su pleno derecho. El sano color desapareció del rostro del señor Dubois.
—Me está amenazando —le dijo—. Me está usted amenazando.
—No, no, nada de eso.
—El inspector empleó un tono de sorpresa— No podemos hacer una cosa así. Muy al contrario. Le estoy indicando que tiene usted ciertos derechos.
—Yo no tengo nada que ver en esto. ¡Se lo aseguro!
—Vamos, señor Dubois. Usted estuvo en Villa del Tejo aquel día, a eso de las cuatro y media. Alguien que miraba por una ventana le vio.
—Sólo estuve en el jardín. No entré en la casa.
— ¿No? —replicó el inspector—. ¿Está usted seguro? ¿No entrarla por la puerta lateral, subiendo la escalera para llegar a la salita de la señora Fortescue en el primer piso? Estuvo buscando algo, ¿verdad?, en el escritorio que hay allí...
—Supongo que las tiene usted — dijo Dubois de pronto—. Esa tonta de Adela las guardó... me juró que las quemaría. Pero no significa lo que usted supone.
—No negará usted, señor Dubois, que era un amigo muy íntimo de la señora Fortescue.
—No, claro que no. ¿Cómo voy a negarlo si usted tiene las cartas? Lo que digo es que no hay necesidad de buscarles un significado siniestro. No supondría ni por un momento que nosotros... que ella... hubiera pensado en librarse de Rex Fortescue. ¡Dios mío, yo no soy de esa clase de hombres!
—Pero tal vez ella fuese de esa clase de mujeres.
— ¡Tonterías! —exclamó Vivian Dubois—. ¿Acaso no la asesinaron también?
— ¡Oh, sí, sí!
—Pues es lógico imaginar que la misma persona que asesinó a su esposo la mató a ella.
—Puede ser. Desde luego. Pero existen otras soluciones Por ejemplo... y esto es una simple hipótesis, señor Dubois, es posible que la señora Fortescue se deshiciera de su esposo, y que después se convirtiera en un peligro para otra persona. Alguien que tal vez no la hubiera ayudado en su crimen, pero por lo menos la alentara y le... digamos proporcionase... el motivo. En ese caso podría ser un peligro para esa persona. Dubois tartamudeó.
—Us... us... usted... no pue... puede inventar eso contra mí. No puede.
—Hizo testamento, ¿sabe? —le informó el inspector—. Le deja a usted todo su dinero... Todo cuanto poseía.
—No quiero ese dinero. Ni un solo penique.
—Claro que no es mucho, la verdad. Hay algunas joyas y pieles, pero me imagino que muy poco dinero en efectivo.
—Pero yo creí que su esposo... Se detuvo en seco.
— ¿De veras, señor Dubois? —dijo el inspector Neele, esta vez en tono duro —. Eso es muy interesante Me pregunto si conocía usted los términos del testamento de Rex Fortescue...

3

La segunda entrevista que tuvo el inspector Neele en el Golf Hotel fue con el señor Gerald Wright... un hombre delgado, inteligente y soberbio. El inspector pudo observar que su constitución no era muy distinta a la de Vivian Dubois...
— ¿En qué puedo servirle, inspector Neele? —le preguntó.
—Pensé que tal vez pueda darnos alguna información, señor Wright.
— ¿Información? ¿De veras? Es poco probable.
—Se trata de los recientes sucesos de Villa del Tejo. Naturalmente, ya debe usted haber oído algo. El inspector hizo este último comentario con ironía.
—Oído no es la palabra adecuada —replicó Gerald—. Los periódicos no traen otra cosa. ¡Qué lectores tan sedientos de sangre tiene nuestra prensa! ¡Vaya unos tiempos estos! ¡Por un lado la fabricación de bombas atómicas, y por el otro nuestros periódicos complaciéndose en publicar crímenes brutales! Pero usted ha dicho que tenía que hacerme unas preguntas. La verdad, no imagino lo que pueda ser. No sé nada de este asunto. Me encontraba en la Isla de Man cuando Rex Fortescue fue asesinado.
—Llegó usted aquí poco después, ¿no es cierto, señor Wright? Creo que recibió un telegrama de la señorita Elaine Fortescue.
—Nuestra policía lo sabe todo, ¿verdad? Sí, Elaine me avisó, y naturalmente, vine en seguida.
—Tengo entendido que van ustedes a casarse pronto.
—Es cierto, inspector Neele. Espero que no tendrá usted inconveniente en ello.
—Eso es cosa de la señorita Fortescue exclusivamente. Creo que su compromiso data de algún tiempo atrás. Unos seis o siete meses... ¿verdad? —Exacto. —Usted y la señorita Fortescue se prometieron para casarse. El señor Fortescue rehusó dar su consentimiento, comunicándole que si su hija se casaba contra su voluntad no le dejaría ni un céntimo. Por lo cual, según tengo entendido, usted rompió el compromiso y se marchó. Gerald sonrió.
—Es un modo muy crudo de exponer las cosas, inspector Neele. La verdad es que fui víctima de mis opiniones políticas. Rex Fortescue pertenecía al peor tipo de capitalista. Naturalmente, no iba a sacrificar por dinero mis ideales políticos y convicciones.
—Pero ahora no tiene inconveniente en casarse con una mujer que acaba de heredar cincuenta mil libras. Gerald amplió su sonrisa.
—En absoluto, inspector Neele. Ese dinero podré emplearlo en beneficio de la comunidad. Pero me figuro que no habrá venido aquí para discutir mi posición económica... o mis ideas políticas.
—No, señor Wright. Quería hablarle de una simple cuestión. Como usted ya sabe, la señora Adela Fortescue murió la tarde del cinco de noviembre de resultas de haber ingerido cianuro potásico, y puesto que aquella tarde usted se encontraba en las cercanías de Villa del Tejo, creí posible que hubiera visto u oído algo que nos ayudara a aclarar este caso.
—Y ¿qué es lo que le hace creer que yo estuve en las cercanías, como usted dice, de Villa del Tejo aquella tarde precisamente?
—Usted salió del hotel a las cuatro y cuarto, señor Wright, y anduvo por la carretera en dirección a Villa del Tejo. Era natural suponer que era allí a donde se dirigía.
—Lo pensé —dijo Gerald Wright—, pero luego me di cuenta de que no tenía motivo para ir allí. Ya había quedado citado con la señorita Fortescue... Elaine... a las seis en el hotel. Fui a dar un paseo por un camino que parte de la carretera principal y regresé al Golf Hotel antes de las seis. Elaine no acudió a la cita. Lo cual es muy natural, dadas las circunstancias.
— ¿Vio a alguien durante su paseo, señor Wright?
—Creo que pasaron varios coches por la carretera. No vi a nadie, si es eso lo que le interesa saber. El camino estaba demasiado enlodado y era muy malo para los automóviles. —De modo que desde las cuatro y cuarto, hora en que usted salió del hotel, hasta las seis, en que regresó, sólo tengo su palabra para saber en dónde estuvo. Gerald Wright continuó sonriendo con aire de superioridad. Muy molesto para los dos, inspector, pero así es.
—Entonces, si alguien dijera que se asomó a una ventana y le vio en el jardín de Villa del Tejo a eso de las cuatro treinta y cinco...
—Hizo una pausa dejando la frase incompleta.
—Apenas se veía ya —dijo Gerald alzando las cejas—. Creo que sería muy difícil poder asegurarlo.
— ¿Conoce usted al señor Vivian Dubois, que también se hospeda en este hotel?
—Dubois... ¿Dubois? No, no creo. ¿Es ese joven moreno que tiene tan buen gusto para los zapatos?
—Sí. También salió a dar un paseo aquella tarde, y también abandonó el hotel pasando ante Villa del Tejo. ¿No se lo encontró por casualidad en la carretera?
—No, no. No puedo decir que le haya visto. Gerald Wright, por primera vez, pareció algo preocupado.
—La verdad, no era una tarde muy a propósito para paseos —dijo el inspector—, sobre todo después de oscurecer y por un camino convertido en un barrizal. Es curioso lo animados que estaban todos.

4

Cuando el inspector Neele regresó a la rasa fue recibido por el sargento Hay con aire de satisfacción.
—He averiguado lo de los mirlos, señor —le dijo.
— ¿Ah, sí? ¿De veras?
—Sí, señor. Estaban en un pastel. Un pastel frío que dejaron para la cena del domingo. Alguien fue a buscarlo a la despensa o donde estuviera, le quitaron la corteza y luego sacaron el relleno, carne picada y jamón, ¿y qué dirá usted que pusieron en cambio? Unos mirlos hediondos que cogieron del cobertizo del jardinero. Una broma bastante desagradable, ¿no cree?
— ¿No era un plato delicioso para el rey desayunar? —recitó el inspector Neele. Y dejó al sargento Hay de una pieza.

Capítulo XVIII

1

—Aguarda un momento —dijo la señorita Ramsbatton—. Este solitario me va a salir. Trasladó un rey seguido de su acompañamiento a un espacio libre; puso un siete rojo sobre un ocho negro, agregó el cuatro, cinco y seis de trébol en la columna correspondiente; hizo algunas otras rápidas modificaciones, y al fin se echó hacia atrás con un suspiro de satisfacción.
— Es el Doble Jota —dijo—. No suele salir a menudo. Y tras contemplarlo con orgullo alzó los ojos hasta la joven que se hallaba de pie junto a la chimenea.
— ¿De modo que tú eres la esposa de Lance? —le dijo. Pat, que había recibido aviso de acudir a las habitaciones de la señorita Ramsbatton, asintió con un movimiento de cabeza: —Sí.
—Eres alta —dijo la anciana—, y pareces sana.
—Tengo muy buena salud.
—La mujer de Percival está muy fofa —replicó la señorita Ramsbatton —. Come demasiados dulces y no hace suficiente ejercicio. Bueno, siéntate, pequeña; siéntate. ¿Dónde conociste a mi sobrino?
—Le conocí en Kenya cuando estuve allí pasando una temporada con unos amigos.
—Tengo entendido que ya estuviste casada.
—Sí, dos veces. La señorita Ramsbatton hizo un gesto de asombro.
—Divorcio, supongo.
—No —repuso Pat con voz un tanto insegura—. Murieron... los dos. Mi primer marido era piloto de guerra. Le mataron durante la conflagración.
— ¿Y el segundo? Deja que piense... alguien me lo explicó... Sé pegó un tiro, ¿no es cierto? Pat asintió en silencio.
— ¿Por tu culpa? —No —replicó Pat—. No fue culpa mía.
—Se dedicaba a las carreras de caballos, ¿verdad?
—Sí.
—En mi vida estuve en las carreras —dijo la señorita Ramsbatton—. Apuestas y juegos de cartas... son vicios del demonio. Pat no chistó.
—Yo no me metería ni en broma en un teatro o cine —dijo la señorita Ramsbatton—. ¡Ah, vivimos en un mundo pervertido! En esta casa se vivía mal, pero Dios les ha castigado. Pat seguía sin saber qué decir. Se preguntaba si la tía de Lance no estaría algo perturbada. Sin embargo, le desconcertaba su mirada astuta.
— ¿Qué es lo que sabes de la familia en la que acabas de ingresar? —le preguntó la anciana.
—Supongo que lo que se sabe siempre en estos casos —dijo Pat.
— ¡Hum...! Tienes algo de razón. Bueno, voy a contarte algo. Mi hermana era una tonta, mí cuñado un bribón. Percival rastrero y solapado y tu Lance fue siempre la oveja negra de la familia.
—Creo que eso es una tontería — dijo Pat con firmeza.
—Puede que tengas razón —replicó inesperadamente la anciana—. No es posible colgarle una etiqueta a cada persona. Pero no desprecies a Percival. Existe cierta tendencia a creer que aquellos que ostentan la etiqueta de «buenos» son también estúpidos. Percival no lo es ni un ápice. Es muy listo, pero lo disimula con su mojigatería. Nunca me he preocupado de él. Permíteme que te diga que no confío en Lance ni le apruebo, pero no puedo evitar el tenerle cariño... Es muy atolondrado... siempre lo ha sido. Tendrás que vigilarle para que no vaya demasiado lejos. Dile que no crea todo lo que él le diga. En esta casa son todos mentirosos. —Tía Effie concluyó, satisfecha—: Fuego y azufre serán su merecido.

2

El inspector Neele terminaba una conversación telefónica con Scotland Yard. El subcomisario le decía desde el otro extremo del hilo: —Podremos obtener esa información que nos pide... recorriendo los sanatorios particulares. Claro que puede haber muerto.
—Es probable. Ha pasado mucho tiempo. Viejas culpas dejan larga huella. Había dicho la señorita Ramsbatton... con tono insinuante, como si quisiera indicarle una pista.
—Es una teoría fantástica —dijo el subcomisario.
—No, lo sé, señor, pero no creo que debamos pasarla por alto. Demasiadas cosas concuerdan con...
—Sí... sí... centeno... mirlos... el nombre de pila...
—También me estoy concentrando en las otras pistas —explico Neele—. Dubois es una posibilidad.. Wright otra... esa chica Gladys pudo haber visto cualquiera de los dos cerca de la puerta lateral... y dejar la bandeja en el recibidor para salir a ver quien era y que estaba haciendo.. quienquiera que fuese pudo estrangularla entonces y llevar el cuerpo hasta el lugar donde se hallan los alambres de tender la ropa y ponerle la pinza en la nariz...
— ¡Una locura! Y además desagradable.
—Sí, señor. Eso es lo que preocupó a esa anciana... me refiero a la señorita Marple. Es una señora muy agradable... y muy lista. Se ha trasladado a la casa... para estar cerca de la señorita Ramsbatton... y no tengo la menor duda de que se enterará de todo lo que ocurre.
— ¿Qué va a hacer ahora, Neele?
—Tengo una cita con los abogados de Londres. Quiero averiguar alguna cosilla más sobre los asuntos de Rex Fortescue Y a pesar de que es una vieja historia, quisiera oír algo más acerca de la mina del Mirlo. 3 El señor Billingsley, de Billingsley. Horsethorpe y Walters, era un hombre cortés y de maneras amables. Era la segunda entrevista que el inspector Neele celebraba con él, y en esta ocasión la discreción del señor Billingsley fue menos notable que la primera. La triple tragedia ocurrida en Villa del Tejo había sacado al abogado de su reserva habitual y mostróse dispuesto a exponer todos los hechos ante la Policía.
—Todo esto es extraordinario — dijo—. Muy extraordinario. No recuerdo nada semejante en toda mi carrera.
—Con franqueza, señor Billingsley —repuso el inspector Neele—, necesitamos ayuda.
—Puede contar conmigo, inspector. Les ayudaré muy gustoso en todo lo que me sea posible.
—Primero permítame que le pregunte si conocía bien al finado señor Fortescue, y si tiene conocimiento de los negocios de su firma.
—Le conocía bastante bien Es decir, le he tratado durante unos... digamos, dieciséis años. Permítame decirle que no somos los únicos abogados que trabajamos para él, ni mucho menos. El inspector asintió. Ya lo sabía. Billingsley, Horsethorpe y Walters, eran lo que pudiera llamarse los abogados intachables de Rex Fortescue. Para sus transacciones menos honradas había recurrido a otros muchos, distintos siempre y menos escrupulosos.
— ¿Qué más quiere saber? — continuó el señor Billingsley—. Ya le he explicado las condiciones de su testamento.. Percival Fortescue es su heredero universal.
—Ahora me interesa conocer el testamento de su viuda —dijo Neele—. Tengo entendido que a la muerte del señor Fortescue entró en posesión de la suma de cien mil libras. Billingsley asintió.
—Una considerable cantidad, y puedo decirle, en confianza, que la sociedad apenas hubiera podido pagarla, inspector.
—Entonces, ¿no prospera la firma?
—Con franqueza y estrictamente entre nosotros —dijo el abogado—. Va a la deriva desde hace cosa de un año y medio.
— ¿Por algún motivo especial?
—Pues sí. Yo diría que el motivo era el propio Rex Fortescue. Durante este último año estuvo actuando como un loco. Vendiendo buen género aquí, comprando material especulativo allá, y hablando mucho de todo ello del modo más extraordinario. No quería escuchar consejos de nadie. Percival... su hijo, ya sabe... vino aquí rogándome que empleara mi influencia con su padre. Al parecer él ya lo había intentado, pero su padre se lo quitó de en medio. Bueno, hice cuanto pude, pero Fortescue no atendía a razones. La verdad, parecía otro hombre.
—Pero me figuro que no se mostraría abatido —dijo el inspector Neele.
—No, no. Muy al contrario. Extravagante y haciendo locuras. El inspector asintió en silencio. La idea que se había forjado en su mente se iba fortaleciendo. Empezaba a comprender algunas de las causas que motivaron los rozamientos entre Percival y su padre. El señor Billingsley continuaba: —Es inútil que me pregunte por el testamento de su esposa. Yo no lo hice.
—No. Ya lo sé —repuso Neele—. Sólo estoy comprobando lo que tenía que dejar. En resumen, cien mil libras. El señor Billingsley meneaba la cabeza enérgicamente.
—No, no, mi querido amigo. Se equivoca usted.
— ¿Quiere decir que esas cien mil libras sólo podía disfrutarlas mientras viviera?
—No... no...; se las dejó para siempre. Pero existía una cláusula en el contrato poniendo cierta condición... Es decir, la esposa de Fortescue no heredaría esa suma a menos que le sobreviviera durante un mes. Lo cual, puedo decir, es una cláusula bastante corriente hoy en día. Suele hacerse debido a la poca seguridad de los viajes aéreos. Si dos personas mueren en un accidente de aviación, se hace difícil decir cuál es el superviviente y surgen una serie de problemas de lo más curioso. El inspector Neele le miraba con fijeza.
—Entonces, Adela Fortescue no tenía cien mil libras que dejar. ¿Qué ha sido de ese dinero?
—Ha vuelto a quedar en la firma comercial. O más bien, ha vuelto a manos de su heredero universal.
—Y ese heredero universal es Percival Fortescue.
—Exacto —dijo Billingsley—. A manos de Percival Fortescue. Y en el estado en que se encontraban los asuntos de la razón social... ¡yo diría que le hacían mucha falta!

4

— Los policías queréis saberlo todo — decía el doctor amigo del inspector Neele.
—Vamos, Bob, suéltalo. —Bueno, como estamos los dos solos, afortunadamente, no podrás comprometerme. Pero, ¿sabes?, creo que tienes razón La familia lo sospechaba y quiso que le viera un médico. Él no lo consintió. Actuaba del modo que has descrito. Pérdida de la razón, megalomanía, ataques violentos de furor... delirio de grandeza... creyéndose un genio de las finanzas. Cualquiera en sus condiciones hubiera llevado a la ruina un negocio solvente... a menos que alguien le contuviera... y eso no es cosa fácil... sobre todo cuando el interesado sabe lo que se persigue. Sí... yo diría que tus amigos han tenido la suerte de que muriera.
—No son amigos míos —replicó Neele, y repitió lo que dijera en otra ocasión.
—Son una gente muy desagradable...

Capítulo XIX

En Villa del Tejo la familia Fortescue se hallaba reunida en la biblioteca. Percival Fortescue, apoyada la espalda contra la chimenea, se dirigía a todos los presentes.
—Todo está muy bien —decía—. Pero esta situación es insostenible. La Policía entra y sale y no nos dice nada. Se supone que tiene alguna pista. Entretanto, todo sigue estacionado. Uno no puede hacer planes, ni disponer las cosas para el porvenir.
— ¡Son tan poco considerados! — dijo Jennifer—. ¡Y tan estúpidos! —Siguen sin dejarnos salir de casa —continuó Percival—. No obstante, creo que entre nosotros podríamos trazar y discutir nuestros proyectos para el futuro. ¿Qué vas a hacer tú, Elaine? Supongo que vas a casarte con.. ¿cuál es su nombre?...
— ¿Gerald Wright? ¿Tienes idea de cuándo será la boda?
—Lo más pronto posible —replicó Elaine. Percival frunció el ceño.
—Quieres decir... ¿dentro de seis meses?
—No, no. ¿Por qué hemos de esperar seis meses?
—Creo que sería lo más correcto — dijo Percival.
— ¡Cállate, calamidad! —dijo Elaine—. Un mes es lo más que esperaremos. —Bueno, eres tú quien debe decidir. ¿Y cuáles son tus planes una vez casada, si es que los tienes? —Pensamos instalar una escuela. Percival meneó la cabeza.
—Es muy arriesgado, en estos tiempos. Con la falta de servicio doméstico, y la dificultad de encontrar profesores adecuados... la verdad, Elaine, me parece muy bien, pero yo de ti lo pensaría dos veces.
—Lo hemos pensado. Gerald opina que todo el futuro del país depende de que la juventud reciba la debida educación.
—Pasado mañana iré a ver al señor Billingsley —dijo Percival—. Tenemos que tratar de varios asuntos económicos. Me sugirió que tal vez te gustara emplear el dinero que te dejó papá en un seguro vitalicio para ti y tus hijos. Hoy en día es una inversión sensata.
—No quiero —dijo Elaine—. Necesitaremos el dinero para montar la escuela. Hay una casa muy a propósito y nos han dicho que se halla en venta. Está en Cornwall. Tiene unos alrededores muy bonitos y es un edificio bastante bueno. Tendremos que añadirle algunas alas...
— ¿Quieres decir... quieres decir que vas a emplear todo tu dinero en ese negocio? La verdad, Elaine, no creo que obres con sensatez.
—Es mucho más sensato sacarlo de la firma que dejarlo, me parece —dijo Elaine—. Tú mismo dijiste, Val, antes de que muriera papá, que las cosas iban bastante mal.
—Siempre se dicen esas cosas — dijo Percival con vaguedad—, pero eso de sacar todo tu capital para enterrarle en la compra, montaje y mantenimiento de una escuela, es una locura, Elaine. Te quedarás sin un céntimo.
—Será un éxito —repuso Elaine, testaruda.
—Opino como tú —dijo Lance, repantigado en su butaca—. Tengo una corazonada, Elaine. En mi opinión será un colegio muy extraño, pero es lo que queréis... tú y Gerald. Si perdieras el dinero siempre tendrías la satisfacción —de haber hecho tu gusto.
—Era de esperar que dijeras eso precisamente, Lance —dijo Percival con acritud.
—Lo sé, lo sé —repuso Lance—. Soy el hijo pródigo. Pero todavía sigo pensando que he disfrutado mucho más de la vida que tú, Percival.
—Eso depende de a lo que llames disfrutar —replicó Percival con frialdad —. Cuéntanos tus planes, Lance. Supongo que regresarás a Kenya... o al Canadá... escalarás el Everest, o proyectarás algo fantástico...
— ¿Porqué piensas eso? —dijo Lance.
—Pues porque, nunca te has mostrado inclinado a disfrutar de una vida hogareña en Inglaterra.
—Uno cambia cuando se hace mayor —contestó Lance—. Se sienta la cabeza. ¿Sabes, Percy? Tengo el proyecto de convertirme en un sobrio hombre de negocios.
— ¿Quieres decir...?
—Quiero decir que voy a trabajar contigo en el negocio.
—Lance sonrió mostrando su dentadura—. ¡Oh, claro, tú eres el socio principal! Tú tienes la parte del león. Yo soy sólo el hermano menor. Pero tengo mi parte y ella me da derecho a intervenir ¿no es así?
—Pues... si... claro, si lo miras por ese lado. Pero puedo asegurarte, querido hermanito, que vas a aburrirte mucho, muchísimo.
— ¿Tú crees? No pienso aburrirme.
— ¿Es que piensas seriamente entrar en el negocio, Lance?
— ¿Tener mi parte en el pastel? Sí, eso es lo que voy a hacer.
—Las cosas están bastante —mal ahora —dijo Percival—. Ya lo verás. Voy a hacer todo lo que pueda por pagar a Elaine su parte, si es que insiste en tenerla.
— ¿Ves, Elaine? Has sido muy lista al reclamar tu dinero mientras todavía existe —comentó Lance.
—La verdad, Lance, tus bromas son de muy mal gusto
— Percival habló con acritud.
— Creo, Lance, que debieras tener más cuidado con lo que dices — intervino Jennifer. Sentada cerca de la ventana, Pat les iba estudiando uno por uno. Si fue esto lo que quiso decir Lance al hablarle de que iba a retorcerle el rabo a Percival, podía comprobar que cumplía sus propósitos. La impasibilidad dé Percival era completamente fingida. En aquel momento exclamaba, indignado: — ¿Hablas en serio, Lance?
— Y tan en serio.
— Sabes que no durarás mucho. Te cansarás en seguida.
— ¿Yo? ¡Qué va! Creo que un cambio me hará mucho bien. Un despacho en la ciudad... mecanógrafas que entran y salen. Tendré una secretaria rubia como la señorita Grosvenor... ¿se llama Grosvenor? Supongo que tú la habrás despedido. Pero yo buscaré una como ella. «Sí, señor Lancelot; no, señor Lancelot.» «Su té, señor Lancelot.»
— ¡Oh, no digas tonterías! —estalló Percival.
— ¿Por qué estás tan enfadado, mi querido hermano? ¿No me imaginas compartiendo contigo las preocupaciones del negocio?
— No tienes la menor idea de lo revuelto que anda todo.
—No, es verdad. Tendrás que ponerme al corriente del negocio.
—Primero tendrás que comprender que durante los últimos seis meses papá no era el mismo de antes. Estuvo cometiendo las tonterías más grandes... Vendiendo buenos géneros, y adquiriendo materiales sin valor. Algunas veces arrojó el dinero a manos llenas. Se diría que sólo por el placer de gastarlo.
—En resumen —dijo Lance—, que para la familia ha sido un bien que encontrara taxina en su té.
—Esa es una fea manera de exponer las cosas, pero hay que reconocer que ello nos ha salvado de la bancarrota. Ahora tendremos que ser extremadamente prudentes algún tiempo. Lance movió la cabeza: —No estoy de acuerdo contigo. Las precauciones nunca conducen a nada. Hay que correr algunos riesgos. Ir en busca de algo grande.
—No estoy de acuerdo —replicó Percy—, Prudencia y economía. Esa es nuestra consigna.
—Pero no la mía —dijo Lance.
—Recuerda que tú eres el socio más joven —repuso Percival.
—Está bien. Está bien, pero tengo derecho a opinar. Percival paseó de un lado a otro de la habitación muy agitado.
—No servirá de nada. Yo te aprecio mucho...
— ¿De veras? —le atajó Lance, pero Percival pareció no haberle oído. —... pero la verdad, no creo que nos llevemos bien estando juntos. Nuestros puntos de vista son totalmente opuestos.
—Eso puede ser una ventaja —hizo observar Lance.
—Lo único sensato —dijo Percival —, es disolver la sociedad.
—Quieres comprarme mi parte para que me marche... ¿es esa tu idea?
—Querido hermano, es lo único sensato que cabe hacer, puesto que nuestros pareceres son tan distintos.
—Si encuentras dificultad en pagar a Elaine su herencia, ¿cómo te las vas a arreglar para darme mi parte?
—Bueno, no me refería a liquidarla en efectivo —dijo Percival—. Podríamos... er... repartirnos los géneros.
—Quedándote tú lo mejor y dándome a mí lo peor y más difícil de vender, supongo.
—Eso parece ser lo que tú prefieres —dijo Percival. Lance sonrió de pronto.
—En cierto modo tienes razón, Percy. Pero no puedo hacer enteramente mi gusto. Tengo a Pat. Los dos hombres dirigieron sus ojos hacia ella. Pat abrió la boca volviéndola a cerrar sin decir nada. Fuera cual fuese el juego que Lance se traía entre manos, era mejor no intervenir. Estaba segura de que su esposo perseguía un fin especial, aunque ignoraba cuál era.
—Ves enumerándolas, Percy —dijo Lance, riendo—. Las minas de diamantes rubíes inaccesibles, concesiones de explotación de petróleo donde no lo hay. ¿Crees que soy tan tonto como parezco?
—Claro que algunas de estas pertenencias son altamente especulativas, pero recuerda que pueden llegar a tener un valor inmenso.
—Ya has cambiado de táctica, ¿verdad? —dijo Lance, riendo—. Vas a ofrecerme las últimas adquisiciones absurdas de papá, como la vieja mina del Mirlo y otras cosas por el estilo. A propósito, ¿te ha preguntado el inspector por esa mina del Mirlo? Percival frunció el ceño.
—Sí. No puedo imaginar qué es lo que quería saber. No pude decirle mucho. Tú y yo éramos unos niños entonces Sólo recuerdo vagamente que papá fue allí y volvió diciendo que río valía nada.
— ¿Qué era... una mina de oro?
—Creo que sí. Papá volvió bastante seguro de que allí no había oro. Y permíteme que te diga que no era un hombre capaz de equivocarse en eso.
— ¿Quién le metió en aquel asunto? Un hombre llamado Mackenzie, ¿verdad?
—Sí. Ese Mackenzie murió allí.
—Mackenzie murió allí —repitió Lance, pensativo—. ¿No hubo una escena terrible? Creo recordar... La señora Mackenzie, ¿no era ella?, vino aquí. Gritando contra papá. Le llenó de maldiciones. Y le acusó, si no recuerdo mal, de haber asesinado a su esposo.
—No me acuerdo de nada —dijo Percival en tono de reproche.
—Pues yo sí —replicó Lance—. A pesar de que era bastante más pequeño que tú. Tal vez por eso me chocó más. Me pareció una escena muy dramática. ¿Dónde estaba esa mina del Mirlo? En el África occidental, ¿no es eso?
—Sí, creo que sí.
—Debo repasar esos papeles cualquier rato —dijo Lance—, cuando vaya al despacho.
—Puedes estar bien seguro de que papá no se equivocó. Si él volvió diciendo que no había oro, es que no lo había.
—Es probable que en eso tengas razón —le contestó Lance—. ¡Pobre señora Mackenzie! Me pregunto qué habrá sido de ella y de esos dos pequeños que trajo consigo. Es curioso... ahora ya deben ser mayores.

Capítulo XX

El inspector Neele se hallaba en la sala de visitas del sanatorio particular «Los Pinos», sentado ante una anciana de cabellos grises. Helen Mackenzie tenía sesenta y tres años, a pesar de que no los representaba. Sus ojos eran azules y de mirar ausente, y su barbilla desdibujada y débil. De vez en cuando fruncía el labio superior. Sobre su regazo había un gran libro que no dejaba de mirar mientras el inspector Neele la interrogaba. Neele conservaba en su mente los términos de su entrevista con el doctor Crosbie, director del establecimiento.
—Es una paciente voluntaria —le había dicho el médico—. Sin certificado.
—Entonces, ¿no es peligrosa?
— ¡Oh, no! La mayor parte del tiempo se halla tan cuerda como usted o como yo. Y ahora está pasando una buena temporada, así que podrá usted sostener una conversación normal con ella. Y con este recuerdo, el inspector Neele comenzó su interrogatorio.
—Ha sido muy amable al recibirme, señora —le dijo —Mi nombre es Neele. He venido a verla a causa del señor Fortescue, que ha fallecido recientemente. Rex Fortescue. Espero que recuerde ese nombre. Los ojos de la señora Mackenzie seguían fijos en el libro, y contestó: —No sé de quién me está hablando.
—Del señor Fortescue, señora. Rex Fortescue.
—No —replicó ella—. No. Desde luego que no. El inspector Neele se quedó algo desconcertado. Se preguntaba si era aquello lo que el doctor Crosbie consideraba un estado normal.
—Creo, señora Mackenzie, que usted le conoció hace muchos años.
—No, la verdad —replicó la anciana—. Fue ayer.
—Ya —dijo el inspector, sin saber qué —pensar—. Creo que fue usted a visitarle hace muchos años, a su residencia de Villa del Tejo.
—Una casa muy ostentosa — comentó la señora Mackenzie.
—Sí, sí, tiene razón. Tengo entendido que tuvo negocios con su esposo de usted acerca de cierta mina de África. La mina del Mirlo, creo que se llamaba. —Tengo que leer mi libro —dijo la señora Mackenzie—. No hay mucho tiempo y tengo que leer mi libro.
—Sí, señora, sí; lo comprendo perfectamente.
—Hizo una pausa antes de continuar—. El señor Mackenzie y el señor Fortescue fueron juntos a África para inspeccionar la mina.
—Esa mina era de mi esposo —dijo la anciana—. Él la encontró y pidió la concesión. Quería dinero para poder explotarla. Y fue a ver a Rex Fortescue. Si yo hubiera sido más inteligente, si hubiera sabido más, no le hubiera dejado hacerlo.
—No, ya comprendo. Y entonces fue cuando marcharon juntos a África, y allí murió su esposo, víctima de la fiebre.
—Tengo que leer mi libro —repitió la señora Mackenzie.
— ¿Usted cree que el señor Fortescue estafó a su esposo, Señora Mackenzie? Sin alzar los ojos del libro, la anciana dijo: — ¡Qué estúpido es usted!
—Sí, sí... pero comprenda; ha pasado tanto tiempo que resulta bastante difícil hacer averiguaciones acerca de una cosa que terminó tantos años atrás.
— ¿Quién dijo que ha terminado?
—Yo. ¿Usted no cree que haya terminado?
—Ningún asunto está terminado hasta que termina bien. Kipling lo dijo. Nadie lee a Kipling hoy en día, pero fue un gran hombre.
— ¿Y usted cree que este asunto terminará bien uno de estos días?
—Rex Fortescue ha muerto, ¿no es cierto? Usted lo ha dicho.
—Fue envenenado —repuso Neele. La señora Mackenzie echóse a reír.
— ¡Qué tontería! —dijo—. Murió de la fiebre.
—Estoy hablando de Rex Fortescue.
—Y yo también.
—Alzó de pronto la vista y sus ojos azules se encontraron con los del inspector—. Vamos — continuó—, murió en su cama, ¿no es cierto? ¿Murió en su cama?
—Murió en el Hospital de San Judas.
—Nadie sabe dónde murió mi esposo —dijo la señora Mackenzie—. Nadie sabe dónde murió ni dónde le enterraron... Lo único que se sabe es lo que dijo Rex Fortescue. ¡Y Rex Fortescue —era un mentiroso!
— ¿Cree usted que pudo haber algún fraude?
—Fraude, fraude... Las gallinas ponen huevos, ¿no?
— ¿Usted cree que Rex Fortescue fue responsable de la muerte de su esposo?
—Esta mañana tomé un huevo para desayunar —dijo la anciana—. Y también muy fresco. Es sorprendente, ¿no le parece? ¡Cuando uno piensa que han pasado cerca de treinta años! Neele aspiró el aire con fuerza. A aquel paso no iba a llegar a ninguna parte, pero perseveró.
—Alguien puso unos mirlos muertos sobre el escritorio de Rex Fortescue un mes o dos antes de su muerte.
—Eso es interesante... muy, muy interesante.
— ¿Tiene alguna idea de quién pudo hacerlo, señora?
—Las ideas no ayudan a nadie. Hay que actuar. Yo les eduqué para eso, ¿sabe?, para actuar.
— ¿Se refiere a sus hijos?
—Sí. Donald y Rudy. Tenían nueve y siete años cuando se quedaron huérfanos. Yo se lo dije. Se lo he estado diciendo cada día. Se lo hice jurar cada noche. El inspector Neele inclinóse hacia delante.
— ¿Qué es lo que les hizo jurar?
—Que le matarían, naturalmente.
—Ya. Y acto seguido el inspector preguntó, como si fuera lo más lógico del mundo: — ¿Y lo hicieron?
—Donald fue a Dunkerque. No regresó. Me enviaron un telegrama diciendo que había muerto. «Sentimos comunicarle que fue muerto en plena acción.» Acción, ya ve usted, en una acción equivocada. —Lo siento, señora. ¿Y qué fue de su hija?
—No tengo ninguna hija —repuso la señora Mackenzie.
—Acaba de hablarme de ella ahora mismo —dijo Neele—. Su hija, Rudy.
—Rudy. Sí, Rudy —inclinóse hacia delante—. ¿Usted sabe lo que le he hecho a Rudy?
—No, señora. ¿Qué le ha hecho?
—Mire aquí en el libro —musitó de pronto. Entonces vio que lo que tenía en su regazo era una Biblia. Era muy antigua y al abrirla por la primera página, Neele vio varios nombres escritos en ella. Era a todas luces una Biblia familiar, en la que se había seguido la antigua costumbre de inscribir a. cada recién nacido. La señora Mackenzie señaló con el índice los dos últimos nombres: «Donald Mackenzie» con la fecha de su nacimiento, y «Rudy Mackenzie» con la del suyo. Mas sobre este nombre habían trazado una gruesa línea.
— ¿Lo ve? —dijo la anciana—. La borré del libro. ¡La borre para siempre! El Ángel del Registro no podrá encontrar aquí su nombre.
— ¿Borró su nombre del libro? ¿Por qué, señora? La señora Mackenzie le miró de hito en hito.
—Usted sabe por qué.
— ¡Pero si no lo sé! De veras que no lo sé.
—No tenía fe. Usted sabe que perdió la fe.
— ¿Dónde está su hija ahora, señora?
—Ya se lo he dicho. No tengo hija. Ya no existe Rudy Mackenzie.
— ¿Quiere decir que ha muerto?
— ¿Muerto? —La mujer echóse a reír—. Sería mucho mejor para ella haber muerto. Mucho mejor. Mucho, muchísimo mejor. —Suspiró removiéndose inquieta en su silla. Luego, recobrando sus modales corteses, agregó—: Lo siento mucho, pero me temo no poder seguir hablando con usted. Se está acortando el tiempo y debo leer mi libro. La señora Mackenzie ya no contestó a las preguntas de Neele. Limitóse a hacer un ligero gesto de desagrado y continuó leyendo su Biblia resiguiendo cada línea con el dedo índice. El inspector Neele dejó a la señora Mackenzie y volvió a entrevistarse con el director.
— ¿Vienen a verla algunos parientes? —quiso saber—. ¿Una hija, por ejemplo? —Creo que en tiempos de mi antecesor vino a verla una hija suya, pero su visita la agitó tanto que le aconsejamos que no volviera. Desde entonces siempre hemos tratado con sus abogados.
— ¿Y no tiene idea de dónde puede encontrarse ahora Rudy Mackenzie?
—No.
—El director movió la cabeza.
— ¿No sabe si se ha casado, tal vez? —No sé nada, todo lo que puedo hacer es darle la dirección de los abogados que se entienden con nosotros. El inspector Neele ya había tratado con ellos. Y no fueron capaces, o por lo menos eso dijeron, de informarle. Les había sido confiada una cantidad por la señora Mackenzie, que ellos administraban. Estos arreglos fueron hechos años atrás y desde entonces no volvieron a ver a la señora Mackenzie. El inspector procuró obtener la descripción de Rudy Mackenzie, pero los resultados no fueron muy alentadores, Iba tal número de personas a visitar a los pacientes que al cabo les era imposible recordar a una sin confundirla con otra. La matrona, que llevaba varios años en el sanatorio, creía recordar que la señorita Mackenzie era menuda y morena. La única enfermera que estuvo allí por aquel tiempo decía en cambio que era rubia y muy corpulenta.
— De modo que ahí tiene —decía Neele al informar al subcomisario—. Esto es una locura y todo concuerda. Debe significar algo. El subcomisario asintió, pensativo.
— Los mirlos del pastel ligan con la mina del Mirlo; centeno en el bolsillo del muerto, pan y miel con el té de Adela Fortescue. Claro que eso no es concluyente. Al fin y al cabo, cualquiera puede tomar pan y miel con el té. El tercer crimen, esa chica estrangulada y con una pinza prendida en la nariz. Sí, una locura, pero desde luego no hay que pasarla por alto.
— Aguarde un minuto, señor —dijo el inspector Neele.
— ¿Qué ocurre? Neele tenía el entrecejo fruncido.
— ¿Sabe? Lo que acaba de decir no suena bien. Hay un error.
— Movió la cabeza, suspirando—. No. No doy con ello.

Capítulo XXI

1

Lance y Pat paseaban por los bien cuidados jardines que rodeaban Villa del Tejo.
—Espero que no te molestarás, Lance —musitó Pat—, si te digo que este es el jardín más horrible que he visto.
— No me enfado —replicó Lance—. ¿Lo es? La verdad es que no lo sé. Creo que hay tres jardineros trabajando continuamente.
—Tal vez sea ese el error —dijo Pat —. No se ha reparado en gastos, pero carece de gusto personal. Los rododendros apropiados... que se abonan a su debido tiempo...
—Bien; ¿qué plantarías tú en un jardín inglés, Pat, si lo tuvieras?
—En mi jardín pondría malvas, espuela de caballero, y campanillas, ningún parterre ni esos horribles tejos. Y dirigió una mirada de disgusto a los oscuros setos.
— Asociación de ideas —dijo Lance.
— Hay algo espeluznante en un asesino —dijo la joven—. Quiero decir que debe tener una mentalidad en la que sólo cabe la venganza.
— ¿Es esa tu opinión? ¡Es curioso! Yo le imagino práctico y con mucha sangre fría.
—Supongo que también puede ser así.
—Y resumió con un estremecimiento—: De todas maneras, cometer tres crímenes... Tiene que estar loco.
— Sí —repuso Lance en voz baja—. Eso me temo.
— Y alzando la voz exclamó—: Por amor de Dios, Pat, vete lejos de aquí. Regresa a Londres. Vete a Devonshire o a los Lagos... A Stratfordon Avon o a contemplar los Norfolk Broads. La Policía no pondrá inconveniente... tú no tienes nada que ver en todo esto. Tú estabas en París cuando asesinaron al viejo y en Londres cuando murieron las otras dos. Te digo que me preocupa verte aquí. Pat hizo una pausa antes de preguntar con voz queda: —Tú sabes quién es, ¿verdad?
—No, no lo sé. —Pero te parece que lo sabes... Por eso temes por mí... Me gustaría que me lo dijeses.
—No puedo decírtelo. No sé nada. Pero quisiera verte lejos de aquí.
—No voy a marcharme, querido. Me quedo... sea para bien o para mal. Ese es mi deber.
—Y agregó con un súbito estremecimiento—: Solo que conmigo siempre sucede lo peor.
— ¿Qué quieres, decir, Pat?
—Que traigo mala suerte. Eso es lo que quiero decir. Traigo mala suerte a todos los que tienen contacto conmigo.
—Mi querida y adorable tontuela. A mí no me has traído mala suerte. Fíjate, después que me casé contigo el viejo me pidió que volviera a casa e hiciéramos las paces.
—Sí, ¿y qué sucedió al llegar a tu casa? Ya te lo he dicho, traigo la negra.
—Escucha, cariño, no tienes razón. Eso es simple y pura superstición.
—No puedo evitarlo. Algunas personas traen mala suerte. Yo soy una de ellas. Lance rodeó sus hombros con su brazo y la sacudió violentamente.
—Tú eres mi Pat y el estar casado contigo es la mayor suerte del mundo. De modo que métete esto en tu estúpida cabecita.
—Luego calmándose, dijo con voz más grave—: Pero, en serio, Pat; ten cuidado. Si hay algún perturbado que anda suelto por aquí, no quiero que seas tú quien pare la bala o beba el brebaje.
—O beba el brebaje, como dices tú.
—Cuando yo no esté, no te separes de esa anciana. ¿Cómo se llama...? Marple. ¿Por qué crees que tía Effie la ha invitado a quedarse aquí?
—Sólo Dios sabe por qué hace las cosas tía Effie. Lance, ¿cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí? Lance alzó los hombros.
—Es difícil precisarlo.
—No creo —dijo Pat— que hayamos sido sinceramente bien venidos. Supongo que ahora la casa pertenece a tu hermano. Y él no quiere que nos quedemos. ¿No es así? Lance echóse a reír.
—El no, pero de todos modos nos soportará de momento.
— ¿Y después? ¿Qué es lo que vamos a hacer, Lance? ¿Regresaremos a África o qué?
— ¿Es eso lo que te gustaría, Pat? Ella movió la cabeza afirmativamente.
—Pues es una suerte —repuso Lance —, porque a mí también. No me gusta mucho este país. El rostro de Pat se iluminó.
— ¡Qué bien! Por lo que dijiste el otro día, tuve miedo de que pensaras quedarte. Un brillo maléfico apareció en los ojos de Lance.
—Tendrás que guardar en secreto nuestros planes, Pat —le dijo—. Tengo intención de retorcerle un poquito el rabo a mi hermano Percival.
— ¡Oh, Lance, ten cuidado!
—Lo tendré, cariño; pero no veo por qué el viejo Percy tiene que salirse siempre con la suya.

2

La señorita Marple, sentada en la gran sala, escuchaba atentamente a la esposa de Percival Fortescue, con la cabeza ligeramente ladeada, como una graciosa cacatúa. La señorita Marple desentonaba en aquella estancia. Su figura ligera desaparecía entre el brocado del sofá y los numerosos almohadones que la rodeaban. La anciana se sentaba muy erguida, pues de niña la enseñaron a usar un corselete para sujetar la espalda y evitar que se encorvara. En un gran butacón junto a ella, y vestida de negro, hallábase la esposa de Percival, charlando volublemente.
—Exacto —pensó la señorita Marple—. Igual que la pobre señora Emmett, la esposa del banquero. Recordaba cierta ocasión en que la señora Emmett fue a visitarla para hablarle de una tómbola y una vez arreglado aquel asunto comenzó a charlar y charlar. La señora Emmett ocupaba una posición difícil en Saint Mary Mead No pertenecía a la vieja guardia de señoras de medios reducidos que vivían en lindas casitas alrededor de la iglesia, y que conocían íntimamente todas las ramificaciones de las familias del condado, incluso las que no eran de allí. El señor Emmett, el director del Banco, se había casado por encima de él y el resultado fue que su esposa se vio muy sola, puesto que, claro, no podía alternar con las esposas de los comerciantes. El snobismo alzó su orgullosa cabeza condenando a la señora Emmett a un aislamiento permanente. La necesidad de hablar fue haciéndose cada día mayor para ella y en aquella ocasión rompió los diques de contención y fue la señorita Marple quien recibió aquel torrente. Aquel día sintióse compadecida de la señora Emmett y ahora compadecía a la esposa de Percival Fortescue. La esposa de Percival había tenido muchas penas que soportar y su alivio al poder descargarlas en una persona casi desconocida era enorme.
—Claro que no me gusta quejarme —decía la señora de Percival—. No soy de esa clase de personas. Lo que siempre he dicho es que hay que saber soportar las cosas. «Lo que no tiene remedio debe aguantarse», y estoy segura de no haber dicho nunca una palabra a nadie. La verdad es que resulta difícil saber a quién iba a poder decírselo. En ciertos aspectos una se siente muy sola aquí... muy sola. Claro que nos resulta muy conveniente, y representa un gran ahorro el tener nuestras habitaciones en esta casa, pero desde luego no es como vivir en casa propia. Estoy segura de que usted opina lo mismo. La señorita Marple asintió.
—Por suerte, nuestra nueva casa está casi dispuesta para que nos traslademos. Sólo es cuestión de echar a los pintores y decoradores. ¡Son tan lentos! Claro que mi esposo está muy satisfecho viviendo aquí, pero para un hombre es distinto. Es lo que siempre he dicho... para un hombre es distinto. ¿No le parece? La señorita Marple dijo que estaba de acuerdo. Lo podía decir sin el menor escrúpulo de conciencia, porque esa era su auténtica opinión. Los caballeros, según la señorita Marple, pertenecían a una categoría completamente distinta a la de su propio sexo. Necesitaban dos huevos con jamón para desayunar, tres comidas substanciosas al día y que no les contradijeran nunca antes de cenar. La esposa de Percival continuaba: —Mi esposo, sabe usted, se pasa el día en la ciudad. Cuando vuelve a casa está cansado y sólo quiere sentarse a leer. Y yo, en cambio, me paso todo el día sola y sin nadie con quien hablar. Me encuentro cómoda y la comida es excelente, pero lo verdaderamente necesario es tener un círculo social. La gente de estos alrededores no es de mi clase. La mayoría son lo que yo llamo una pandilla de jugadores de bridge, pero no de un bridge agradable. A mí me gusta el bridge tanto como a cualquiera, pero esa gente es muy rica. Juegan grandes cantidades y beben muchísimo. En resumen, la clase de vida que yo llamo «sociedad parásita». Luego hay un grupito de... bueno, sólo puede llamárseles viejas solteronas, a quienes le encanta plantar flores en tiestecitos con una pala y cuidar del jardín. La señorita Marple sintióse algo molesta, puesto que era una gran aficionada a la jardinería.
—No quiero decir nada contra la difunta —resumió la esposa de Percival —, pero no cabe la menor duda de que el señor Fortescue» quiero decir, mi padre político, cometió una tontería al casarse por segunda vez. Mi... bueno no puedo llamarla, mi madrastra, tenía mi misma edad. La verdad es que estaba loca por los hombres. Completamente loca. ¡Y cómo gastaba el dinero! Mi suegro estaba loco por ella. No le importaba pagar cuantas cuentas le presentaran. Eso irritaba mucho a Percy... muchísimo. Percy es siempre muy cuidadoso en los asuntos de dinero. Odia el despilfarro, Y luego, con lo raro y malhumorado que se volvió el señor Fortescue, con esos arranques de furor que le daban, y gastando el dinero a manos llenas. Bueno... no fue muy agradable. La señorita Marple se atrevió a hacer un comentario.
—Eso debió de preocupar a su esposo.
— ¡Oh, si, ya lo creo! Durante este último año. Percy estuvo preocupadísimo. Y cambió mucho. Sus modales eran distintos, incluso conmigo. Algunas veces le hablaba y no me respondía.
—La señora Fortescue suspiró antes de continuar—. Luego, Elaine, ya sabe, mi cuñada, es tan extraña. Siempre fuera de casa... No es precisamente que sea esquiva, pero no es simpática, ¿sabe? Nunca quiso acompañarme a Londres de compras, o al cine, ni nada de eso. Ni siquiera le interesan los vestidos.
—La esposa de Percival volvió a suspirar y murmuró—: Pero, claro, no es que yo me queje... Debe parecerle raro que le hable de este modo siendo relativamente una extraña, pero la verdad, con esta tensión y sobresaltos... yo creo que lo peor son los sobresaltos... me siento tan nerviosa que, la verdad... bueno tenía que hablar con alguien. Y usted me recuerda tanto a una persona muy querida, la señorita Trefusis James... Se fracturó el fémur cuando tenía setenta y cinco años. Costó mucho que se curara, y como yo fui su enfermera nos hicimos grandes amigas. Me regaló una capa de zorro cuando me marché y yo creo que fue muy amable.
— Sé lo que siente usted —dijo la señorita Marple. Y era cierto. Resultaba evidente que su esposo le dedicaba muy poca atención, y la pobre mujer había procurado no hacer amistades entre el vecindario. El ir a Londres, de compras, y al cine, y el vivir en una casa lujosa no la compensaban de la falta de afecto entre ella y la familia de su esposo.
— Espero que no me juzgue mal por decirlo —dijo la señorita Marple con amable voz—. Pero, la verdad, creo que el finado señor Fortescue no debió ser un hombre muy agradable. —No lo era —afirmó Jennifer—. Con toda franqueza, y entre usted y yo, era detestable. No me extraña... la verdad... que le quitaran de en medio.
— ¿No tiene usted idea de quién...? —comenzó a decir la señorita Marple, pero se detuvo—. ¡Oh, Dios mío!, tal vez no debiera preguntárselo... ¿no tiene siquiera una ligera idea de quien... quien... bueno, quién imagina que pudo haber sido?
— ¡Oh!, yo creo que fue ese hombre horrible... Crump. Nunca me ha gustado nada. ¡Tiene unos modales! No es que sea descortés, pero resulta grosero. Mejor dicho, impertinente. —Sin embargo, tendría que haber un motivo, supongo.
— La verdad, no creo que esa clase de personas necesiten grandes motivos. Yo diría que el señor Fortescue le pillaría en algo. Pero lo que verdaderamente pienso es que está algo perturbado, ¿sabe? Como aquel lacayo, o mayordomo, que fue por la casa disparando contra todo el mundo. Claro que para ser sincera con usted, primero sospeché de Adela, pero ahora, claro, no podemos sospechar de ella, puesto que también ha sido envenenada. Pudo haber acusado a Crump, y éste perder la cabeza y poner alguna cosa en los bocadillos. Gladys le vería y por eso la mató también... creo que es muy peligroso tenerlo en casa. ¡Oh, Dios mío!, ojalá pudiera marcharme, pero me imagino que estos horribles policías no me dejarían.
— Inclinándose hacia delante puso una de sus manos gordezuelas sobre el brazo de la señorita Marple.
— Algunas veces siento que debo marcharme... que si esto no termina pronto yo... yo... me escaparé. Echóse hacia atrás, estudiando el rostro de la señorita Marple.
— Pero tal vez... no fuese prudente...
— No... no creo que lo fuese... la policía no tardaría en encontrarla.
— ¿Podrían? ¿De veras? ¿Usted cree que son lo bastante listos para eso?
— Es absurdo despreciar a la policía. El inspector Neele me parece un hombre muy inteligente.
— ¡Oh! A mí me pareció bastante estúpido. La señorita Marple meneó la cabeza.
— No puedo dejar de pensar...
— Jennifer Fortescue vacilaba— que es peligroso permanecer aquí.
— ¿Peligroso para usted, quiere decir?
— Pues... bueno... sssí...
— ¿Por algo que usted sabe? La señora Fortescue pareció tomar aliento.
— ¡Oh, no!... Claro que no sé nada. ¿Qué iba yo a saber? Es sólo... que estoy nerviosa. ¡Ese Crump! Pero según opinión de la señorita Marple, no era en Crump en quien pensaba... mientras se retorcía las manos. Por alguna oculta razón, Jennifer se hallaba verdaderamente asustada.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 25, 2018 4:16 pm

Capítulo XXII

Estaba oscureciendo. La señorita Marple se había acercado a la ventana de la biblioteca con su labor de punto. Mirando a través de los cristales vio a Pat Fortescue paseando de un lado a otro de la terraza exterior. La señorita Marple abrió la ventana para gritarle: —Entre, querida. Entre. Hace mucho frío y humedad para estar ahí fuera sin abrigo. Pat obedeció. Cerró la puerta tras ella y luego fue a encender las luces. —Sí —le dijo—, hace una tarde desapacible.
—Tomó asiento en el sofá junto a la señora Marple—. ¿Qué está usted haciendo?
— ¡Oh, sólo una mañanita, querida! Para un bebé ¿sabe? Siempre he dicho que las madres jóvenes nunca tienen bastantes chaquetitas para sus pequeños. Esta es la segunda talla. Siempre las hago a esta medida. Los bebés pasan tan de prisa la primera talla... Pat estiró sus largas piernas ante el fuego.
—Hoy se está bien aquí —dijo—. Con la chimenea encendida, las luces y usted tejiendo prendas de niño... todo resulta cómodo y hogareño... como debiera ser Inglaterra.
— Inglaterra es así —repuso la señorita Marple—. No hay muchas Villa del Tejo, querida.
—Mejor que así sea —continuó Pat —, Pero no creo que ésta haya sido nunca una casa feliz; ni que nadie fuese dichoso en ella a pesar de todo el dinero que gastan y las cosas que tienen.
— No —convino la señorita Marple —. Yo no diría que haya sido un hogar feliz.
— Supongo que Adela pudo serlo — dijo la muchacha—. Claro que no la he conocido, de modo que no puedo saberlo, pero Jennifer es bastante desgraciada y Elaine se ha estado destrozando el corazón por un hombre, cuando en lo más profundo de su alma, sabe que no la quiere. ¡Oh, cómo deseo salir de aquí! Miró a la señorita Marple y sonrió.
— ¿No sabe? —le dijo—. Lancé me ha dicho que me pegue a usted como una lapa. Le parece que así estaré más segura.
—Su esposo no es tonto —replicó la anciana.
— No. Lance no es tonto. Por lo menos en algunos aspectos. Pero ojalá me hubiera dicho exactamente lo que teme. En esta casa debe haber algún loco, y la locura siempre asusta, porque no se sabe nunca lo que puede maquinar la mente de un perturbado ni lo que puede hacer.
—Mi pobre pequeña —dijo la señorita Marple.
— ¡Oh!, la verdad, yo estoy muy bien. Ya debía estar acostumbrada.
—Ha tenido muy mala suerte. ¿No es cierto, querida? —dijo la solterona con suavidad.
— ¡Oh!, también he tenido buenas temporadas. Tuve una infancia feliz en Irlanda, montando a caballo, cazando, y una casa enorme, muy ventilada y con muchísimo sol. Cuando se ha tenido una niñez dichosa, nadie puede quitárnoslo, ¿no le parece? Fue después... cuando conocí... que las cosas fueron saliendo siempre mal. Supongo, que al principio tuvo la culpa la guerra.
— Su esposo era aviador, ¿verdad?
—Sí. Sólo llevábamos un mes de casados cuando mataron a Don.
— Miró fijamente al fuego—. Al principio deseé haber muerto también. Me pareció injusto y cruel. Y sin embargo... al final... casi comencé a comprender que había sido mejor. Don era maravilloso como militar. Valiente, arrojado y alegre. Poseía todas las cualidades necesarias para la guerra. Pero no creo que hubiera sido feliz en tiempos de paz. Tenía una especie de... ¡Oh! ¿Cómo diría yo?... arrogancia... rebeldía... insubordinación... No se hubiera amoldado a un trabajo fijo. Hubiera luchado contra todo Era... bueno, antisociable, en cierto modo. No, no hubiera sido feliz.
— Es usted muy inteligente, querida.
— La señorita Marple continuó tejiendo mientras contaba por lo bajo—: Tres derecho, dos revés, deslizar uno, coger dos juntos —y en voz alta continuó—: ¿Y su segundo esposo?
— ¿Freddy? Freddy se suicidó.
— ¡Oh, Dios mío! Que triste... qué desgracia...
— Éramos muy felices —dijo Pat—. Al cabo de dos años de matrimonio empecé a darme cuenta de que Freddy no iba siempre... bueno, por el camino honrado. Empecé a descubrir lo que estaba ocurriendo. Pero entre nosotros, aquello parecía no tener importancia. Porque Freddy me amaba y yo le quería. Intenté no pensar en lo que estaba ocurriendo. Supongo que eso fue una cobardía por mi parte, pero yo no iba a cambiarle. No es posible cambiar a una persona.
— No —dijo la señorita Marple—, no se puede hacer cambiar a las personas.
— Yo le había aceptado tal como era, y le amaba, y me di cuenta de que sólo me restaba... hacerme fuerte. Luego las cosas fueron mal y no supo hacerles frente... por eso se mató. Después de su muerte fui a Kenya con unos amigos que tengo allí. No pude soportar el quedarme en Inglaterra encontrándome con todos los antiguos conocidos que sabían... todo lo ocurrido. Y allí conocí a Lance.
— Su rostro se dulcificó, pero continuaba mirando las llamas de modo que la señorita Marple pudo observarla. De pronto, Volviendo la cabeza, dijo—: Dígame, señorita Marple, ¿qué es lo que piensa realmente de Percival? Pues lo he visto muy poco. Sólo a la hora del desayuno. Eso es todo. No creo que le agrade mucho mi presencia. Pat echóse a reír de pronto.
— Es mezquino, ¿sabe? Terriblemente tacaño por lo que respecta al dinero. Lance dice que siempre lo ha sido. Jennifer también se lamenta de eso. Le pasa las cuentas a la señorita Dove. Quejándose de todo. Pero la señorita Dove se las arregla para salirse con la suya. Es una mujer extraordinaria. ¿No le parece?
— Sí, desde luego. Me recuerda a una señora de mi pueblo, que se llama Latimer. Era la directora de la Sociedad Femenina y la Guía de las Jóvenes, y desde luego, de casi todo lo de allí. No fue hasta el cabo de cinco años que descubrimos que... ¡oh!, pero no debo murmurar. No hay nada más molesto que la gente le hable a uno de personas y lugares que no conoce ni ha visto nunca. Debe perdonarme, querida.
— ¿Saint Mary Mead es un pueblo bonito?
— Pues no sé a lo que usted llamará un pueblo bonito, querida. Es bastante bonito. Hay algunas personas muy simpáticas y también otras muy desagradables. Ocurren cosas muy curiosas, como en cualquier otro sitio. La naturaleza humana es la misma en todas partes, ¿no cree?
—Usted sube bastante a menudo a ver a la señorita Ramsbatton, ¿no es cierto? —dijo Pat—. La verdad es que me da miedo.
— ¿Miedo? ¿Por qué?
—Porque creo que está loca. ¿Usted cree que podría estar... realmente... loca?
— ¿Loca? ¿En qué sentido?
— ¡Oh!, usted sabe muy bien lo que quiero decir, señorita Marple. Siempre sentada en su habitación sin salir para nada y meditando sobre el pecado. Bueno... puede que al fin se haya convencido de que su misión en esta vida es administrar justicia.
— ¿Es esa la opinión de su esposo?
—No sé lo que Lance pensará. No me lo ha dicho. Pero estoy completamente segura de una cosa... de que cree que hay alguien perturbado, y ese alguien pertenece a la familia. Pues bien, yo diría que Percival está bien cuerdo. Jennifer sólo es una tonta bastante trágica... algo nerviosa, pero nada más; Elaine, una de esas muchachas extrañas, tempestuosas y violentas. Está locamente enamorada de ese hombre y no admite nunca que se casa con ella por su dinero.
— ¿Usted cree que la quiere sólo por su dinero?
— Sí. ¿Usted no?
— Es casi seguro —replicó la señorita Marple—. Como el joven Ellis, que se casó con Marión Bates, la hija de un ferretero muy rico. Ella era muy fea y estaba loca por él. No obstante, se llevaron muy bien. Los hombres como el joven Ellis y este Gerald— Wright, sólo resultan desagradables cuando se casan por amor y con una muchacha pobre. Les contraría tanto lo que han hecho, que se lo cargan a la pobre chica. Pero si se casan con una rica, continúan respetándola.
— No veo que pueda ser alguien de fuera —continuó Pat frunciendo el ceño —. Y por eso... por eso hay esta atmósfera aquí dentro. Todos se observan mutuamente. No tardará en suceder algo...
— No habrá más muertes —dijo la señorita Marple—. Por lo menos no lo creo.
— No puede usted tener plena seguridad de ello.
— Pues a decir verdad estoy bastante segura. El criminal ya ha cumplido su propósito.
— ¿Él?
— O ella. Se dice él, porque resulta más sencillo.
— Usted dice que el criminal cumplió su propósito. ¿Qué propósito? La señorita Marple meneó la cabeza... Todavía no estaba muy segura.

Capítulo XXIII

1

Una vez más, la señorita Somers acababa de hacer el té en la sala de las mecanógrafas y, como de costumbre, el agua aún no hervía cuando echó el té. La historia se repite. La señorita Griffith, al tomar su taza, pensó para sí: —La verdad, debo hablar con el señor Percival acerca de Somers. Creo que será lo mejor. Pero con lo que acaba de ocurrir, es preferible no molestarle con detalles de la oficina. Y como tantas otras veces, dijo con acritud: —Tampoco hoy hervía el agua, Somers —y la aludida, poniéndose como la grana, replicó con su frase de ritual: — ¡Oh, Dios mío! Estaba segura de que esta vez hervía. Los siguientes comentarios sobre este mismo tema fueron interrumpidos por la entrada de Lance Fortescue. Miró a su alrededor algo indeciso, y la señorita Griffith se puso en pie de un salto, adelantándose a recibirle.
— ¡Señorito Lance! —exclamó. Él giró en redondo y su rostro se iluminó con una sonrisa.
— ¡Hola! Vaya, si es la señorita Griffith. La señorita Griffith estaba encantada. Al cabo de once años todavía recordaba su nombre. Le dijo aturdida: —No creí que me recordara. Y Lance repuso con facilidad y poniendo en juego todo su atractivo: —Pues claro que me acuerdo. Un murmullo de excitación fue recorriendo la sala de las mecanógrafas, y los apuros de la señorita Somers y el té fueron relegados al olvido. La señorita Bell le contemplaba ansiosamente por encima de su máquina de escribir, y la señorita Chase sacó su polvera para empolvarse la nariz. Lance Fortescue miró a su alrededor.
—De modo que aquí continúa todo igual —dijo.
— No ha habido muchos cambios, señor Lance. ¡Qué buen aspecto tiene usted y qué moreno está! Supongo que debe haber tenido una vida muy interesante por el extranjero.
— Puede llamarse así —replicó Lance—, pero es posible que ahora busque una vida interesante... pero en Londres.
— ¿Va a volver a la oficina?
—Tal vez sí.
— ¡Oh, es magnífico!
—Voy a estar muy torpe —dijo Lance—. Tendrá que ponerme al corriente de todo, señorita Griffith. La señorita Griffith rió satisfecha.
—Será muy agradable volver a tenerlo aquí, señorito Lance. Muy agradable.
—Es usted muy amable —dijo—, muy amable.
—Nosotras nunca pensamos... ninguna pensó...
—La señorita Griffith interrumpióse muy sonrojada. Lance le dio unas palmaditas en la mano.
—Ustedes no creyeron que el León fuera tan fiero como lo pintaban. Bueno tal vez no lo fuera. Pero esa es una vieja historia. ¿Para qué recordarlo? El futuro es lo que importa.
—Y agregó—: ¿Está aquí mi hermano?
—Creo que está en el despacho principal. Lance asintió con un gesto y pasó adelante. En la antesala del santuario, una mujer de rostro duro y entrada en años salió de detrás de un escritorio y dijo en tono altanero: — ¿Su nombre, por favor? Lance la miró extrañado.
— ¿Es usted, la señorita Grosvenor? —preguntó. A él se la describieron como una rubia despampanante. Y eso le pareció en las fotografías de los periódicos que ilustraban las informaciones sobre el caso Rex Fortescue. Aquella mujer no podía ser la señorita Grosvenor.
— La señorita Grosvenor se marchó la semana pasada. Yo soy la señora Hardcastle. La secretaria particular del señor Percival Fortescue. «Es muy propio del viejo Percy — pensó Lance—. Librarse de una rubia estupenda y tomar este esperpento. ¿Por qué? ¿Porque es más seguro, o porque resulta más barato?» —Y en voz alta anunció—: Soy Lancelot Fortescue. Usted todavía no me conoce.
— ¡Oh, cuánto lo siento, señorito Lancelot! — se disculpó la secretaria—. Creo que ésta es la primera vez que viene usted a la oficina.
— La primera, pero no la última — replicó Lance con una sonrisa. Y atravesando la antesala abrió la puerta de lo que había sido el despacho particular de su padre. Pero no era Percy quien se sentaba tras la mesa de escritorio sino el inspector Neele, que alzando los ojos de unos papeles que estaba examinando, le dedicó una inclinación de cabeza. —Buenos días, señor Fortescue, supongo que habrá venido a hacerse cargo de sus obligaciones.
— ¿De modo que ya se ha enterado que he resuelto trabajar en la firma?
— Me lo dijo su hermano.
— ¿De veras? ¿Con entusiasmo? El inspector Neele consiguió disimular una sonrisa.
—Su entusiasmo no era muy evidente —dijo muy serio.
—Pobre Percy —comentó Neele.
— ¿De verdad piensa convertirse en hombre de negocios?
— ¿No lo cree probable?
— No me parece propio para su carácter, señor Fortescue.
— ¿Por qué no? Soy hijo de mi padre.
—Y de su madre.
— ¿Y eso qué tiene que ver, inspector? Mi madre era una romántica. Su lectura preferida eran los Idilios del Rey, como es posible que haya deducido usted por nuestros nombres de pila. Era una inválida y siempre vivió fuera de la realidad. Yo no soy así. Carezco de sentimentalismo, y soy un realista de pies a cabeza.
— Las personas no son nunca como se imaginan —le hizo observar el inspector Neele.
— No, supongo que tiene razón — dijo Lance. Y sentándose en una butaca estiró sus largas piernas, y sonriendo dijo inesperadamente: —Usted es más listo que mi hermano, inspector.
— ¿En qué sentido, señor Fortescue?
—Ya he conseguido poner nervioso a Percy. Cree que estoy dispuesto a convertirme en un hombre de ciudad, y que voy a meter los dedos en el pastel. Piensa que voy a lanzarme a derrochar el dinero de la sociedad y a tratar de embarcarle en empresas descabelladas. ¡Casi valdría la pena de hacerlo, por lo divertido que iba a resultar! Casi, pero no del todo. Yo no puedo soportar la vida de oficina, inspector. Me gusta el aire libre y la posibilidad de aventuras. Me ahogaría en un lugar como este.
— Y agregó a toda prisa—: Esto se lo digo en confianza. No se lo diga a Percy, por favor.
— No creo que haya ocasión, señor Fortescue.
—Deseo divertirme un poquito a costa de Percy — dijo Lance—. Quiero hacerle sudar un poquitín. Que trague un poco de lo que tuve que tragar yo.
— Esa es una frase bastante curiosa, señor Fortescue —dijo Neele—. ¿De lo que usted tuvo que tragar... por qué? Lance encogióse de hombros.
— ¡Oh!, es una vieja historia. No vale la pena de recordarla.
—Tengo entendido que hubo un pequeño asunto con cierto cheque... ¿Se refería usted a eso?
— ¡Cuántas cosas sabe, inspector!
— Creo que no acudió a la policía —dijo Neele—. Su padre no hubiera hecho una cosa así.
— No, Se limitó a echarme. El inspector Neele le miraba inquisitivamente, pero no era en Lance Fortescue en quien pensaba, sino en Percival. En el honrado, trabajador y parsimonioso Percival. Todo lo que aparecía en aquel caso iba siempre a desembocar en el enigma de Percival Fortescue; un hombre al que todos conocían por su aspecto exterior, pero cuya verdadera personalidad era muy difícil de adivinar. Podría decirse al observarle que era un carácter insignificante e inexpresivo, un hombre acostumbrado a obedecer en todo a su padre. Percy el Atildado, como dijera el subcomisario en cierta ocasión. Ahora, Neele estaba procurando conseguir conocerle más a fondo a través de Lance. Y murmuró para intentarlo: —Su hermano parece haber estado siempre muy... bueno, ¿cómo diría yo?... muy sujeto a su padre.
— ¿Quiere decir? —Lance parecía meditar aquel punto—. ¿Quiere decir? Sí, esa debía ser la impresión que daba. Pero no estoy seguro de que fuera así en realidad. Es asombroso observar, mirando hacia atrás, el modo con que Percy se ha salido siempre con la suya, sin causar nunca esa impresión. Sí, pensó Neele. Revolvió entre los papeles que tenía delante y cogiendo una carta se la tendió a Lance. —Esta es la carta que usted escribió en agosto pasado, ¿verdad, señor Fortescue? Lance la miró antes de devolvérsela.
—Sí. La escribí después que regresé a Kenya el verano pasado. ¿La guardó papá? ¿Dónde estaba... aquí en la oficina?
—No, señor Fortescue. En Villa del Tejo, entre los papeles de su padre. El inspector la estuvo observando calculadoramente mientras la depositaba sobre el escritorio. Era una misiva breve: Querido papá: He hablado de todo con Pat, y acepto tu proposición. Tardaré algún tiempo en arreglar las cosas aquí, digamos hasta finales de octubre o primeros de noviembre. Ya te avisaré cuando sepa la fecha exacta. Espero que nos llevemos mejor que antes. De todas formas haré lo que pueda. No puedo decirte más. Cuídate mucho. Tuyo, Lance.
— ¿A dónde dirigió esta carta, señor Fortescue? ¿A la oficina o a la Villa del Tejo? Lance frunció el ceño en su esfuerzo por concentrarse.
—Es difícil de precisar. No lo recuerdo. Compréndalo, hace casi tres meses. Creo que a la oficina. Sí, estoy casi seguro. Aquí, a su despacho. — Hizo una pausa antes de preguntar con franca curiosidad—: ¿Por qué?
— Me gustaría saber... —dijo el inspector Neele—. Su padre no la archivó aquí con sus papeles, sino que la llevó consigo a Villa de Tejo, y yo la encontré en su escritorio. Quisiera saber por qué lo haría... Lance rió. —Supongo que para que no la viera Percival.
—Sí —repuso Neele—, eso parece. Entonces, ¿su hermano podía andar en sus papeles cuando quería?
— Pues — Lance vacilaba, con el ceño fruncido—, exactamente no. Quiero decir que pudo haberlos mirado en cualquier momento, pero era de suponer que... El inspector Neele le ayudó a terminar la frase: —... era de suponer que no lo haría. Lance sonrió ampliamente.
—Exacto. Con franqueza, se hubiera considerado una indiscreción. Pero me imagino que Percy siempre habrá metido las narices en todas partes. El inspector Neele asintió. También él le consideraba capaz de una cosa así. Y esta opinión fue a unirse a lo que el inspector iba conociendo de su carácter.
—Y hablando del diablo... — murmuró Lance al abrirse la puerta en aquel momento dando paso a Percival Fortescue. Y el inspector, que estaba a punto de decir algo, se contuvo frunciendo el ceño.
—Hola —saludó Percival—. ¿Tú aquí? No me habías dicho que pensabas venir hoy.
—Me he sentido invadido por la fiebre del trabajo —dijo Lance—, de modo que estoy dispuesto a mostrarme útil en lo que sea. ¿Qué es lo que quieres que haga?
—Nada, de momento —dijo Percival—. Nada, en absoluto. Tendremos que llegar a una especie de acuerdo para ver de qué aspecto del negocio vas a ocuparte. Tendremos que prepararte un despacho. Lance le preguntó sonriente: —A propósito, ¿por qué has despedido a la hermosa Grosvenor y la has reemplazado por esa cara de caballo que está ahí fuera?
—La verdad. Lance... —protestó Percival.
—Definitivamente has salido perdiendo en el cambio —dijo Lance—. Yo esperaba conocer a esa preciosidad. ¿Por qué la despediste? ¿Pensaste que sabía demasiado?
—Claro que no. ¡Vaya una ocurrencia! —Percy habló irritado y un ligero rubor coloreó su pálido rostro. Se volvió al inspector—. No haga caso a mi hermano —dijo con frialdad—. Tiene un extraño sentido del humor. —Y agregó—: Nunca tuve muy buena opinión de la inteligencia de la señorita Grosvenor. La señora Hardcastle tiene informes inmejorables, es muy servicial y además muy moderada en sus términos. —Muy moderada en sus términos — murmuró Lance, alzando los ojos al techo—. Percy, la verdad, no apruebo tu modo de tratar al personal de la oficina. A propósito, considerando la lealtad que han demostrado permaneciendo junto a nosotros durante estas tres semanas trágicas, ¿no te parece que debieras aumentarles el sueldo?
—Desde luego que no —exclamó Percival—. Me parece innecesario. El inspector Neele observó el brillo malicioso de los ojos de Lance. Percival, sin embargo, estaba demasiado nervioso para notarlo.
— A ti siempre te se ocurren las ideas más extravagantes —gritó—. En el estado en que se halla la firma, nuestra única esperanza es la economía. El inspector Neele carraspeó recordándole su presencia.
— Esa es una de las cosas de que quería hablar con usted, señor Fortescue —dijo a Percival.
— ¿De veras, inspector? —Percival dirigió su atención a Neele.
— Quisiera exponerle algunas sugerencias, señor Fortescue. Tengo entendido que durante estos últimos seis meses o quizá más tiempo, tal vez un año, el comportamiento y conducta de su padre en general, fueron causa de intranquilidad para usted.
— No estaba bien —dijo Percival—. Desde luego, no estaba nada bien.
— Usted quiso inducirle a que viera a un doctor, pero fracasó. ¿Se negó categóricamente?
— Eso es.
— ¿Puedo preguntarle si sospechaba que su padre sufría lo que se llama familiarmente neurastenia... con síntomas de megalomanía e irritabilidad que termina más pronto o más tarde en locura irremisible? Percival demostró sorpresa.
— Es usted muy astuto, inspector. Eso es precisamente lo que yo temía. Por eso tenía tanto interés en que mi padre se sometiera a tratamiento médico. Neele continuó: —Entre tanto, hasta que usted lograra convencerle para que lo hiciera, ¿era capaz de causar graves perjuicios en el negocio?
— Desde luego —convino Percival.
— Un desgraciado estado de cosas —dijo el inspector.
—Terrible. Nadie sabe los días de ansiedad que he vivido.
— Desde el punto de vista de los negocios, el que su padre haya muerto ha sido una circunstancia afortunada —dijo Neele en tono amable.
— No esperará que yo considere la muerte de mi padre bajo ese punto de vista, inspector —dijo Percival irritado.
— No se trata de como usted lo considere, señor Fortescue. Estoy simplemente exponiendo un hecho. Su padre murió antes de que sus negocios sufrieran la completa bancarrota. Percival dijo impaciente: —Sí, sí. Como hecho cierto, sí, tiene usted razón.
— Fue una circunstancia afortunada para toda su familia, puesto que todos ustedes dependen de este negocio.
—Sí, pero la verdad, inspector, no sé a dónde quiere usted ir a parar.
— ¡Oh!, no quiero llegar a ninguna parte, señor Fortescue. Sólo ordeno los hechos. Ahora, otra cosa más. Tengo entendido que usted dijo que no había tenido comunicación de ninguna clase con su hermano desde que éste abandonó Inglaterra hace muchos años.
—Cierto —dijo Percival.
— Sí, pero no es del todo exacto, ¿verdad, señor Fortescue? Quiero decir que la primavera pasada, cuando se encontraba tan preocupado por la salud de su padre, usted escribió a su hermano, que se encontraba en África, para comunicarle su inquietud por el comportamiento de su padre. Creo que su deseo era que Lance colaborara para conseguir que su padre fuera examinado por un médico y, de ser necesario, internado en un sanatorio.
—Yo... yo... la verdad... no comprendo...
— Percival había sido cogido por sorpresa.
— ¿Es así o no, señor Fortescue?
— Pues, la verdad, creí que debía hacerlo. Al fin y al cabo. Lancelot era socio de la firma. El inspector Neele dirigió su mirada a Lance, que sonreía.
— ¿Recibió usted esa carta? —le preguntó. Lance Fortescue asintió con la cabeza.
— ¿Y qué contestó? Lance amplió su sonrisa.
—Le dije a Percy que se fuera a freír espárragos y que dejase tranquilo al viejo, que probablemente sabía muy bien lo que estaba haciendo. El inspector Neele volvió a mirar a Percival.
— ¿Fueron esos los términos de su respuesta?
—Yo... yo... bueno, supongo que su significado era ese, poco más o menos, aunque más groseramente redactado.
—Pensé que el inspector prefería una versión algo más pulcra —dijo Lance—, francamente, inspector Neele, esa es una de las razones por las cuales, cuando recibí la carta de mi padre, fui a casa para comprobar lo que imaginaba. Durante la breve entrevista que tuve con mi padre, no pude ver en el nada anormal. Estaba ligeramente irritable, nada más. Me pareció perfectamente capaz de dirigir sus propios asuntos. De todas formas, después que regresé a África y discutí este asunto con Pat, decidí volver a casa y... como digo yo... ver el juego limpio. Al decir esto sus ojos se posaron en Percival.
—Protesto —dijo Percival Fortescue—. Protesto enérgicamente de lo que estas insinuando. Yo no pretendía estafar a mi padre, solamente estaba preocupado por... —se detuvo. Lance apresuróse a terminar la frase.
—Estabas preocupado por tu bolsillo, ¿no es eso? Por el dinerito del pobre Percy.
—Se puso en pie y de pronto sus modales cambiaron—. Esta bien, Percy, me doy por vencido. Estaba dispuesto a hacerte sufrir un poco haciéndote creer que iba a trabajar aquí. No quería dejar que hicieras tu gusto, como de costumbre; pero que me ahorquen si voy a seguir la farsa. Con franqueza, me enferma permanecer en la misma habitación que tú. Siempre has sido un cerdo, y un vulgar rata. Espiando, mintiendo y buscando complicaciones. Voy a decirte otra cosa. No puedo probarlo, pero siempre he creído que fuiste tú quien falsificó aquel cheque causante de todo, y que me arrojó de aquí. En primer lugar fue una falsificación pésima. Pero mis antecedentes eran demasiado malos para que pudiera protestar y que se me escuchara. A menudo, no obstante, me he preguntado cómo el viejo no se dio cuenta de que si yo hubiera falsificado su firma lo hubiese hecho mucho mejor. Lance siguió hablando, cada vez en tono más alto.
—Bien, Percy. No voy a continuar este juego tonto. Estoy harto de este país y de la ciudad. Estoy harto de los hombrecillos como tú, con sus pantalones a rayas, sus chaquetas negras, sus voces afectadas y sus transacciones financieras mezquinas y engañosas. Nos separaremos, como tú deseas, y yo volveré con Pat a un país distinto... un país donde haya espacio para respirar y moverse. Puedes hacer el reparto de los valores. Guárdate los cantos dorados, y el dos, el tres y el tres y medio por ciento seguro, y déjame a mí las últimas especulaciones inverosímiles de papá, como tú las llamas. La mayoría de ellas probablemente serán granadas que todavía no han hecho— explosión. Pero apuesto a que algunas se pagarán mejor al final que todos sus seguros tres por ciento Papá era un viejo muy astuto. Se aventuró muchas veces, muchísimas, pero algunas le llegaron a dar hasta el cinco, seis y siete por ciento. Yo respaldaré su juicio y su suerte. Y en cuanto a ti, gusanillo...
—Lance avanzó en dirección a su hermano, que fue retrocediendo hasta situarse tras el escritorio, junto al inspector Neele—. Está bien —dijo Lance—. No voy a tocarte. Tú querías echarme de aquí, y ya me voy. Debieras estar satisfecho.
— Agregó al dirigirse hacia la puerta—: Puedes incluir la concesión de la vieja mina del Mirlo, si te place. Si es que los Mackenzies nos han de perseguir, yo les llevaré hasta África. —Y ya en la puerta se volvió a decir —: Venganza... al cabo de tantos años... parece increíble. Pero el inspector Neele parece haberlo tomado en serio, ¿no es verdad, inspector?
—Tonterías —replicó Percival—. ¡Eso es imposible!
—Pregúntale a él —dijo Lance—. Pregúntale por qué anda haciendo todas esas averiguaciones acerca de los mirlos y el centeno que encontraron en el bolsillo de papá.
— ¿Recuerda usted los mirlos del pasado verano, señor Fortescue? Es una buena fuente para investigar— dijo el inspector en tono amable.
—Tonterías —repitió Percival—. Nadie ha oído hablar de los Mackenzie desde hace años.
—Y no obstante —dijo Lance—, casi me atrevería a jurar que hay un Mackenzie entre nosotros. Y casi aseguraría que el inspector piensa lo mismo.

2

El inspector Neele alcanzó a Lancelot Fortescue cuando éste llegaba a la calle. Al verle, el joven sonrió algo avergonzado.
— No tenía intención de hacerlo —le dijo—, pero de pronto perdí los estribos. ¡Oh!, bueno... hubiera hecho lo mismo más pronto o más tarde. Voy a reunirme con Pat, en el Savoy... ¿Es ese su camino, inspector?
— No, yo vuelvo a Baydon Heath. Pero hay una cosa que quisiera preguntarle, señor Fortescue.
— Diga usted.
— Cuando entró usted en el despacho principal y me encontró allí, se sorprendió ¿Por qué? —Porque no esperaba verle, me imagino Creí encontrar a Percy.
— ¿No le dijeron que había salido? Lance le miraba con curiosidad.
— No. Dijeron que estaba en su despacho.
—Ya comprendo. . Nadie sabía que había salido. En el despacho no hay más que una entrada... pero en la antesala hay una puerta que da directamente al pasillo. Supongo que su hermano saldría por ahí... pero me extraña que la señora Hardcastle no se lo dijera. Lance se rió.
— Habría ido a recoger su taza de té, probablemente. —Sí... sí... desde luego. Lance le miraba.
— ¿Qué es lo que piensa, inspector?
— Sólo en algunas cosillas. Nada más, señor Fortescue...

Capítulo XXIV

1

Durante el viaje de regreso en tren a Bayton Heath, el inspector Neele tuvo muy poco éxito al tratar de resolver el crucigrama del Times, ya que su mente estaba distraída en otras cosas. Del mismo modo sólo leyó a medias las noticias... Un terremoto en Japón, el descubrimiento de uranio en Tanganika, la aparición del cadáver de un marino mercante cerca de Southampton, y la inminente huelga portuaria... y una nueva droga con la que se obtenían maravillas en casos de tuberculosis muy avanzada. Todos aquellos temas formaron un extraño conjunto en su subconsciente. Volvió a su crucigrama y pudo agregar tres palabras con bastante rapidez. Cuando llegó a Villa del Tejo había tomado una decisión y le dijo al sargento Hay: — ¿Dónde está esa anciana? ¿Sigue aquí?
— ¿La señorita Marple? ¡Oh, sí!, todavía sigue aquí. Se ha hecho muy amiga de la vieja de arriba.
—Ya. —Neele hizo una pausa antes de agregar—: ¿Dónde está ahora? Quisiera verla. La señorita Marple llegó a los pocos minutes, bastante sonrojada y respirando agriadamente.
— ¿Deseaba usted verme, inspector Neele? Siento haberle hecho esperar. El sargento Hay ha tardado en encontrarme. Estaba en la cocina hablando con la señora Crump. Fui a felicitarla por los pasteles y el delicioso souf lé de ayer noche. Tiene muy buenas manos. Sabe, siempre he pensado que es mejor llegar a la cuestión que interesa dando un pequeño rodeo, ¿no le parece? Ya comprendo que eso no reza con usted, porque más o menos tiene que ir directamente al grano para hacer las preguntas que desea. Pero una anciana como yo, que tiene todo el tiempo que quiere, es de esperar que charle mucho y sin necesidad. Y la mejor manera de llegar al corazón de una cocinera, yo diría que es alabando su repostería.
— ¿De modo que en realidad quería hablarle de Gladys Martin? —dijo el inspector Neele.
—Sí. De Gladys. La señora Crump pudo contarme muchas cosas de la muchacha. No relacionadas con el crimen. No me refiero a eso, sino a su estado de ánimo en estos últimos tiempos, y las cosas curiosas que dijera. Al decir curiosas no me refiero a «extrañas», sino a fragmentos de conversaciones.
— ¿Le han servido de ayuda? — quiso saber Neele.
—Sí —replicó la señorita Marple —. Mucho. La verdad, creo que las cosas se están aclarando bastante, ¿no le parece?
—Sí, y no —dijo el inspector. Observó que el sargento Hay había abandonado la estancia, cosa que le alegraba porque lo que iba a hacer ahora no era muy correcto.
— Escuche, señorita Marple —le dijo—. Quisiera hablar seriamente con usted.
—Diga, inspector Neele. —En cierto modo, usted y yo representamos dos puntos de vista opuestos, señorita Marple. Confieso que he oído hablar de usted en el Yard.
— Neele sonrió—. Parece que usted es muy conocida por allí.
— No sé como ocurre, pero el caso es que muy a menudo me veo mezclada en cosas que verdaderamente no me atañen —repuso la señorita Marple sonrojándose—. Me refiero a crímenes y sucesos extraños.
— Goza usted de cierta fama —dijo Neele.
— Claro que sir Henry Clithering es un viejo amigo mío.
—Como ya le dije antes —prosiguió Neele—, usted y yo representamos distintos puntos de vista. Al uno pudiéramos llamarle sensato y al otro absurdo. La señorita Marple ladeó ligeramente la cabeza.
— ¿Qué es lo que quiere decir con eso, inspector?
—Bien, señorita Marple, existe un modo cuerdo de ver las cosas. Este asesinato beneficia a ciertas personas. Digamos, a una en particular. El segundo crimen beneficia a la misma persona, y el tercero podemos calificarlo de crimen necesario para conservar la seguridad.
— ¿Pero a cuál llama usted el tercero? —preguntó la señorita Marple. Sus ojos de un azul porcelana muy intenso, miraron astutamente al inspector, que asintió.
—Sí. Ahí puede que encontremos algo. El otro día, cuando el subcomisario me hablaba de estos asesinatos, me pareció ver algo raro en una de las cosas que dijo. Fue lo siguiente: Claro, yo estaba pensando en la canción infantil. El rey en su palacio, la reina en su sala y la doncella tendiendo ropa.
—Exacto —dijo la señorita Marple —. Siguen ese orden, pero Gladys debió ser asesinada antes que la señora Fortescue, ¿no es cierto?
—Creo que sí —dijo Neele—. Casi lo aseguraría. El cadáver no fue descubierto hasta muy avanzada la noche, y naturalmente, resultó difícil precisar el tiempo que llevaba muerta. Pero yo también creo que fue asesinada a eso de las cinco, porque de otro modo... La señorita Marple intervino. —... Porque de otro modo hubiera llevado la segunda bandeja a la biblioteca.
—Exacto. Entró la bandeja con el té, fue hasta el vestíbulo con la segunda, pero entonces algo ocurrió. Ella vio u oyó algo. La cuestión es saber qué sería. Pudo ser Dubois bajando la escalera al salir de la habitación de la señora Fortescue. Pudo haber sido el novio — de Elaine, Gerald Wright, entrando por la puerta lateral. Fuera quien fuese, le hizo dejar la bandeja y salir al jardín. Y entonces no veo posibilidad alguna de que tardaran en matarla. Hacía frío fuera y sólo llevaba puesto el uniforme.
—Claro que tiene razón —dijo la señorita Marple—. Quiero decir que no se trata de que «la doncella estuviera tendiendo la ropa en el jardín». No pedía estar tendiendo ropa a esas horas de la noche y no hubiera salido a recogerla sin ponerse un abrigo. Todo fue un enmascaramiento como lo de la pinza de la ropa, para hacer que coincidiera con la tonadilla.
—Exacto —repuso el inspector Neele—. Una locura. Ahí es donde no puedo ver las cosas desde su mismo punto de vista. No puedo... me es imposible tragarme eso de la cancioncilla.
—Pero concuerda, inspector. Tiene que aceptar que concuerda.
—Encaja, conformes, pero de todos modos el orden está alterado. La canción indica que la doncella fue el tercer cadáver, y nosotros sabemos que fue la reina la tercera que murió. Adela Fortescue fue asesinada entre las cinco y veinticinco y las seis menos cinco. Y a esa hora Gladys ya debía estar muerta.
—Y eso lo altera todo, ¿verdad? — dijo la señorita Marple—. Todo con respecto a la tonadilla infantil... eso es muy significativo, ¿no es cierto? El inspector Neele encogióse de hombros.
—Es como querer partir un cabello. Los crímenes cumplen las condiciones de la tonadilla, y supongo que es todo lo que se pretendía. Pero eso es desde su punto de vista. Y ahora quiero exponerle el caso, el mío señorita Marple. Voy a tachar lo de los mirlos, el centeno y todo lo demás. Voy a guiarme por los hechos concretos, el sentido común y los motivos por los que las personas que están en su sano juicio cometen un asesinato. Primero, la muerte de Rex Fortescue, y quienes se benefician de su fallecimiento. Bien, se benefician muchas personas, pero su hijo Percival el que más. Percival no estaba en Villa del Tejo aquella mañana. No pudo haber envenenado el café de su padre, ni nada de lo que tomara para desayunar. O por lo menos, eso es lo que pensamos primero.
— ¡Ah! —dijo la señorita Marple—. De modo que hubo un método, ¿verdad? He estado pensando mucho sobre ello, y se me ocurrieron varias ideas. Pero, claro, no tengo la menor prueba. —No hay ningún mal en decírselo, ahora —dijo el inspector Neele—. Pusieron taxina en un tarro nuevo de mermelada... lo sirvieron para desayunar y la parte de encima fue ingerida por el señor Fortescue. Luego ese tarro fue arrojado entre los arbustos y en su lugar era la despensa colocaron otro al que le faltaba una cantidad aproximada. El que encontraron entre los arbustos fue analizado y acabo de recibir el resultado. Contenía taxina.
—De modo que fue así —murmuró la anciana—. Tan simple y fácil.
— Inversiones Unidas — continuó Neele— se encontraba en un mal paso. Si la sociedad hubiera tenido que pagar a Adela Fortescue las cien mil libras que heredaba de su esposo, sin duda hubiera quebrado. Y si la señora Fortescue hubiese sobrevivido un mes a su esposo, ese dinero habrían tenido que pagárselo. A ella no le hubiesen preocupado las dificultades del negocio, pero no le sobrevivió tanto tiempo. Murió, y de resultas de su muerte quien se beneficiaba era el heredero universal de Rex Fortescue. En otras palabras, otra vez Percival Fortescue. Siempre Percival Fortescue. Y a pesar de que podría haber preparado la mermelada, no pudo envenenar a su madrastra ni estrangular Gladys. Según su secretaria, estuvo en su despacho de la ciudad a las cinco de la tarde y no regresó aquí haya las siete.
— Eso lo hace bastante difícil, ¿verdad? —dijo la señorita Marple. —Imposible —replicó el inspector Neele contrariado—. En otras palabras, Percival queda descartado.
—Y dejando a un lado su reserva y prudencia habló ahora con cierta amargura, casi olvidándose de su interlocutora—. Me vuelva hacia donde me vuelva, siempre me encuentro la misma persona. ¡Percival Fortescue! Y sin embargo, no puede ser Percival Fortescue.
— Calmándose un poco agregó—: ¡Oh!, quedan otras posibilidades, otras personas que tuvieron motivos suficientes.
—El señor Dubois, naturalmente — dijo la señorita Marple—. Y ese joven, Gerald Wright. Estoy de acuerdo con usted, inspector. Donde quiera que exista cuestión de ganancias, hay que desconfiar. Lo que hay que evitar principalmente es el tener una mente confiada. El inspector sonrió a pesar suyo.
—Siempre hay que pensar lo peor, ¿no es eso? —le preguntó. Le parecía una curiosa doctrina procediendo de aquella anciana frágil y encantadora.
— ¡Oh, sí! —exclamó la señorita Marple con fervor—. Yo siempre pienso lo peor. Y es muy triste comprobar que casi siempre se acierta.
—Está bien —dijo Neele—, pensemos lo peor. Dubois pudo haberlo hecho, Gerald Wright pudo hacerlo (es decir, si actuaba en combinación con Elaine Fortescue y ella envenenó la mermelada), y supongo que la esposa de Percival también podía haber sido. Estaba aquí. Pero ninguna de las personas que he mencionado liga con los mirlos y el centeno. Esa es su teoría y puede que tenga razón. De ser así, todo señala a una sola persona, ¿no es cierto? La señora Mackenzie está en una clínica mental desde hace muchos años. No ha podido tocar el tarro de mermelada ni echar cianuro en el té de la tarde Su hijo Donald fue muerto en Dunkerque. Queda su hija, Rudy Mackenzie. Y si su teoría es cierta, si toda esta suerte de crímenes fueron debidos al asunto de la mina del Mirlo, entonces, Rudy Mackenzie debe estar en esta casa, y sólo podría ser una persona.
—Me parece que se muestra usted demasiado categórico —dijo la señorita Marple.
— Sólo una persona —repitió Neele sin prestarle atención. Y poniéndose en pie se dispuso a salir de la habitación.

2

Mary Dove hallábase en su salita. Era una pequeña habitación austeramente amueblada pero cómoda. Es decir, la propia señorita Dove había hecho que resultara cómoda. Cuando el inspector Neele llamó con los nudillos a la puerta, Mary Dove alzó la cabeza que tenía inclinada sobre un montón de facturas de diversos tenderos, y dijo con voz clara: —Adelante. El inspector penetró en la estancia.
—Siéntese inspector.
—La señorita Dove le indicó la silla—. ¿Podría aguardar un momentito? El total de la cuenta del pescadero no me parece exacto y debo comprobarlo. El inspector Neele permaneció en silencio viendo cómo iba cotejando la columna de números. Qué aplomo y seguridad tenía aquella muchacha, pensó. Sentíase intrigado, como tantas otras veces, por la personalidad que encubrían sus ademanes seguros. Intentó descubrir en sus facciones alguna semejanza con la de la mujer que habló con él en el Sanatorio de Los Pinos. El color de su tez no era muy distinto pero no pudo encontrar parecido alguno. De pronto Mary Dove alzó la cabeza y le dijo: —Bueno, inspector. ¿En qué puedo servirle?
—Usted sabe, señorita Dove — comenzó el inspector con voz reposada —, que hay ciertos factores muy particulares en este caso.
— ¿Sí?
—Para empezar, existe la extraña circunstancia del centeno encontrado en uno de los bolsillos del traje que llevaba el señor Fortescue.
—Eso fue muy extraordinario — convino Mary Dove—. La verdad es que no puedo encontrarle ninguna explicación.
—Luego los mirlos. Aquellos cuatro que aparecieron sobre el escritorio del señor Fortescue el verano pasado, y también los que pusieron como relleno en un pastel. Creo que usted ya estaba aquí cuando ocurrieron ambas cosas.
—Sí. Ahora recuerdo. Fue muy desagradable; Me pareció una cosa de muy mal gusto, y sin la menor explicación.
—Tal vez la tenga. ¿Qué sabe usted de la mina del Mirlo?
—No creo haber oído hablar nunca de esa mina.
—Usted me dijo que se llamaba Mary Dove. ¿Es ese su verdadero nombre? La joven alzó las cejas. El inspector Neele estaba seguro de ver en sus ojos azules una expresión de alarma.
—Qué pregunta más extraordinaria, inspector. ¿Insinúa acaso que mi nombre no es Mary Dove? —Eso es precisamente lo que insinúo. Sugiero —dijo Neele satisfecho —, que su verdadero nombre es Rudy Mackenzie. Ella le miró fijamente. En su rostro no apareció la menor señal de protesta o Sorpresa. Al cabo de unos instantes dijo con voz tranquila e inexpresiva: — ¿Que espera usted que le diga?
—Por favor, contésteme. ¿Se llama usted Rudy Mackenzie?
— Ya le he dicho que mi nombre es Mary Dove.
— Sí, pero, ¿tiene usted pruebas de ello, señorita Dove?
— ¿Qué quiere ver? ¿Mi partida de nacimiento?
—Eso pudiera ayudarnos o no. Quiero decir que usted podría estar en posesión de la partida de nacimiento de una Mary Dove. Que pudiera ser amiga suya o bien alguien que hubiera muerto.
— Sí, existen muchas posibilidades, ¿no le parece?
— En la voz de Mary Dove vibraba el regocijo—. Es todo un dilema para usted, ¿verdad, inspector?
—Tal vez sean capaces de reconocerla en el Sanatorio de Los Pinos —dijo Neele.
— ¡El Sanatorio de Los Pinos!
— Mary enarcó las cejas—. ¿Qué es y dónde está eso?
—Creo que lo sabe usted muy bien, señorita Dove.
—Le aseguro que ignoro de qué me habla.
— ¿Y niega rotundamente ser Rudy Mackenzie?
—La verdad es qué no quiero negar nada. Creo, inspector, que es usted quien debe probar que yo soy esa Rudy Mackenzie, sea quien fuere.
—Sus ojos azules le miraban divertidos y retadores, y sin apartarlos de los suyos le dijo: Si, eso es cosa suya, inspector. Pruebe que soy Rudy Mackenzie, si puede.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 25, 2018 4:19 pm

Capítulo XXV

1

— Esa anciana le anda buscando señor —dijo el sargento Hay en tono de misterio mientras Neele bajaba la escalera—. Parece ser que tiene muchas cosas que decirle.
—Rayos y centellas —exclamó el inspector Neele.
—Sí, señor —repuso Hay sin mover un solo músculo de su rostro. Se disponía a marcharse cuando Neele le llamó: —Hay, coja las notas que nos ha dado la señorita Dove con los nombres y direcciones de sus anteriores empleos y compruébelos... Existen una o dos cosas que quisiera saber. Déjeme el resultado a mano, ¿quiere? Escribió unas líneas en una hoja de papel y se la tendió al sargento Hay, que dijo:
—Lo haré en seguida, señor. Al pasar ante la biblioteca, el inspector oyó un rumor de voces, y miró al interior. La señorita Marple, la hubiera estado buscando o no, se encontraba ahora charlando animadamente con la esposa de Percival Fortescue mientras las agujas de su labor de punto tintineaban incansables. La frase que captó el inspector Neele fue: —... Siempre he pensado que se necesita vocación para ser enfermera. Desde luego, es un trabajo muy noble. El inspector Neele desapareció sin hacer ruido. Pensó que la señorita Marple le había visto, pero no pareció hacer caso de su presencia, ya que prosiguió con su voz suave y dulce: —Tuve una enfermera encantadora cuando me rompí la muñeca. Luego estuvo cuidando al hijo de la señora Sparrow, un oficial de la marina, joven y apuesto. Fue todo un romance, porque se hicieron novios. Me pareció tan romántico. Se casaron, fueron muy felices y tuvieron dos niños monísimos.
—La señorita Marple suspiró—. Él tuvo una pulmonía. Y depende tanto de cómo se cuide..., ¿no es cierto?
—Oh, sí —dijo Jennifer Fortescue —. El trabajo de una enfermera lo es todo en un caso de pulmonía, aunque, claro, hoy en día la M y B obra maravillas, y ya no es la batalla larga y prolongada de antes. —Estoy segura de que usted debe haber sido una enfermera excelente, querida —dijo la señorita Marple—. Ese fue el principio de su romance, ¿no es cierto? Quiero decir que vino aquí para cuidar al señor Percival Fortescue, ¿verdad?
—Sí —replicó Jennifer—.
Sí, sí... así es como ocurrió. Su voz no resultaba muy alentadora, pero la señorita Marple no se desanimó: —Comprendo; No hay que hacer caso de lo que digan los criados, naturalmente, pero una vieja como yo siempre gusta de conocer cosas de los demás. ¿Qué estaba diciendo? Oh, sí. Primero hubo otra enfermera, y la despidieron... o algo así. Creo que por su falta de cuidado.
—Yo no creo que fuera por falta de cuidado —dijo Jennifer—. Tengo entendido que su padre, o algún otro pariente estaba muy enfermo, y por eso vine a sustituirla.
—Ya —contestó la señorita Marple —. Y se enamoró y demás. Sí, muy bonito, mucho.
—No estoy muy segura de ello — replicó Jennifer—. A menudo desearla... —su voz tembló—. A menudo desearía volver a estar en las salas del hospital.
—Sí, sí, lo comprendo. Era usted muy hábil en su profesión.
—Entonces no lo era mucho, pero ahora, cuando lo pienso... la vida es tan monótona, ¿sabe? Día tras día sin nada qué hacer y Val tan absorto en sus negocios.
—Los hombres tienen que trabajar tanto hoy en día —dijo la señorita Marple—. No se conceden el menor descanso, por más dinero que ganen.
—Sí, eso hace que la vida resulte aburrida. Muchas veces preferiría no haber venido nunca a esta casa —dijo Jennifer—. Me está bien empleado. No debía haberlo hecho nunca.
— ¿Qué es lo que no debiera haber hecho, querida?
—Casarme con Val. Oh, bueno... — suspiró violentamente—. No hablemos más de eso. Y, obediente, la señorita Marple comenzó a hablar de las nuevas faldas que se llevaban en París.

2

— Ha sido muy amable al no interrumpirme antes —dijo la señorita Marple, cuando tras llamar a la puerta del despacho, recibió autorización del inspector Neele para pasar—. Quedaban sólo una o dos cosillas que quería comprobar —y agregó—; La verdad es que todavía no hemos acabado del todo nuestra conversación.
—Lo siento mucho, señorita Marple.
—El inspector le dirigió una cautivadora sonrisa—. Temo haber sido poco cortés. La llamé para un intercambio de opiniones, y sólo hablé yo.
—Oh, eso no tiene importancia — dijo la señorita Marple a toda prisa—, porque entonces yo no estaba preparada para poner mis cartas sobre el tapete. Quiero decir que no hubiera querido acusar a nadie sin estar completamente segura. Segura... quiero decir, en mí interior. Y ahora, lo estoy.
— ¿De qué está segura, señorita Marple?
—Pues, estoy segura de saber quién asesinó al señor Fortescue. Lo que usted me dijo de la mermelada, concuerda... demostrando cómo... y quién lo hizo, dentro de una lógica. El inspector parpadeó vivamente.
— Lo siento —exclamó la señorita Marple viendo su reacción—. Comprendo que a veces me resulta difícil hacerme entender.
—Todavía no estoy muy seguro de lo que me está diciendo, señorita Marple.
— Bueno, tal vez será mejor que vuelva a empezar. Es decir, si no tiene usted prisa. Quisiera exponerle mi punto de vista. He hablado con bastante gente, con la anciana señorita Ramsbatton, con la señora Crump, y su esposo. Él, desde luego, es un mentiroso, pero eso no tiene importancia, porque si uno sabe lo que es, viene a resultar lo mismo. Pero yo quería aclarar lo de las llamadas telefónicas y las medias de nylon, y todo lo demás. El inspector Neele volvió a parpadear, preguntándose por qué la había dejado entrar y por qué pensó alguna vez que pudiera resultar un colega de ideas claras. No obstante se dijo para sus adentros que por muy espesa que fuera, pudiera ser que hubiese averiguado algunas informaciones útiles. Todos los éxitos obtenidos en el ejercicio de su profesión fueron el fruto de saber escuchar. Y ahora se dispuso a hacerlo.
—Cuénteme, por favor, señorita Marple —le dijo—. Pero empiece por el principio, ¿quiere?
—Sí, desde luego —aceptó la anciana—. Y el principio es Gladys. Quiero decir, que vine aquí por ella. Y usted, muy amablemente, me permitió repasar todas sus cosas. Y con eso, las medias de nylon, las llamadas telefónicas y unas cosas y otras, todo está clarísimo. Quiero decir, lo del señor Fortescue y la taxina.
— ¿Tiene usted, pues, una idea sobre quién puso taxina en la mermelada del señor Fortescue? — preguntó Neele.
—No es una idea —dijo la señorita Marple—. Es una certidumbre. Neele parpadeó como deslumbrado por tercera vez.
— Fue Gladys —declaró sencillamente la anciana.

Capítulo XXVI

El inspector Neele contempló a la señorita Marple y meneó la cabeza.
— ¿Dice usted que Gladys Martin asesinó deliberadamente a Rex Fortescue? — dijo sin darle crédito—. Lo siento, señorita Marple, pero no puedo creerlo.
— No. Claro, ella no quiso asesinarle —replicó la solterona—, pero lo hizo, de todos modos. Usted dijo que estaba nerviosa y preocupada cuando la interrogó, y que parecía culpable.
— Sí, pero culpable de un crimen.
— Oh, no. En eso estoy de acuerdo con usted. Como le digo, no tuvo intención de matar a nadie, pero fue ella quien puso taxina en la mermelada. Naturalmente, no creía que fuera un veneno.
— ¿Y qué pensó que era?
— La voz de Neele tenía un matiz burlón. —Pues imagino que lo tomó por una droga de esas que obligan a decir la verdad —dijo la señorita Marple—. Es muy interesante y muy instructivo... ver las cosas que esas chicas recortan de los periódicos. Siempre ha ocurrido igual... en todas las épocas. Recetas de belleza y para atraer al hombre de sus sueños... hechicerías, bebedizos y encantamientos. Hoy en día, la mayoría se refugian bajo el nombre de la Ciencia. Ya nadie cree en la magia, ni que con sólo un gesto de una mano puedan transformarnos en rana. Pero si uno lee en el periódico que inyectándonos el jugo de ciertas glándulas pueda alterarse los tejidos vitales hasta conferirnos las características de una rana, se acepta ello a pies juntillas. Y habiendo leído varios artículos acerca de las drogas que obligan a decir la verdad, Gladys no tuvo el menor reparo en creerlo cuando él le dijo que aquello era ni más ni menos que dicha droga.
— ¿Quién se lo dijo? —quiso saber el inspector Neele.
— Alberto Evans —repuso la señorita Marple—. Claro que ese no era su verdadero nombre, pero de todas formas la conoció el verano pasado en un lugar de veraneo, y le hizo el amor. Yo imagino que le contaría alguna historia de injusticia, persecución, o algo por el estilo. De todas maneras, el caso es que Rex Fortescue tendría que confesar lo que le había hecho e indemnizarle. Claro que no lo sé de ciencia cierta, inspector Neele, pero estoy bastante segura de que fue así. Él le dijo que buscara empleo en la casa, y es bastante fácil hoy en día, debido a la escasez de servicio, conseguir entrar en donde uno se lo propone, puesto que se cambia continuamente de criados. Luego se citaron. En su última postal le decía: «Recuerda nuestra cita». Debía tener lugar el gran día para el que se estaban preparando. Gladys pondría la droga en la mermelada de modo que el señor Fortescue se la tomara a la hora del desayuno, y el centeno en su bolsillo. Ignoro qué historia le contaría acerca del centeno, pero ya le digo desde el principio, inspector Neele, que Gladys Martin era una chica muy crédula. En resumen, hubiera creído cualquier cosa que le dijera un joven bien parecido.
— Continúe —dijo el inspector, aturdido.
— Probablemente su idea era que Alberto fuera a verle a su oficina aquel mismo día — prosiguió la señorita Marple—, y a una hora en que la droga hubiera surtido su efecto, de modo que el señor Fortescue lo confesase todo y demás. Puede usted imaginarse lo que debió sentir la pobre chica al saber que el señor Fortescue había muerto.
— Pero sin duda —objetó Neele—, ella lo habría dicho todo.
— ¿Qué fue lo primero que le dijo cuando usted la interrogó?
— Pues dijo: ¡Yo no he sido! — recordó Neele.
— Exacto —exclamó la señorita Marple triunfante—. ¿No comprende que es eso precisamente lo que hubiera dicho? Cuando rompía algún objeto, Gladys siempre decía: Yo no quise hacerlo, señorita Marple. No sé cómo ocurrió. Ellos no pudieron evitarlo, los pobres. Sentíanse muy preocupados por lo que habían hecho y su principal intención era evitar que los culparan. No creerá usted que una joven nerviosa que acaba de asesinar a alguien sin tener intención de hacerlo, vaya a admitirlo, ¿verdad? Eso sería fuera de razón.
—Sí —dijo Neele—. Supongo que está en lo cierto. Y Volvió a su memoria su entrevista con Gladys. Nerviosa, intranquila, culpable, ojos esquivos. Todo aquello podía tener un gran significado o ninguno. No podía culparse por haber fallado.
— Como le digo —continuó la señorita Marple—, su primera idea hubiera sido negarlo todo. Luego, de un modo confuso intentaría explicárselo mentalmente. Tal vez Alberto no supiera lo fuerte que era aquella droga, o quizá por error le hubiera entregado demasiada cantidad. Pensaría disculpas y aclaraciones. Esperaría que él se pusiera en contacto con ella, cosa que, naturalmente, hizo... por teléfono.
— ¿Cómo lo supo? —preguntó Neele con acritud. La señorita Marple meneó la cabeza.
— No. Confieso que lo supongo. Pero aquel día hubo varias llamadas que no tienen explicación. Es decir, llamaban, y cuando Crump o su esposa contestaban, cortaban la comunicación. ¿Sabe?, era él. Fue llamando hasta lograr que Gladys contestara en persona al teléfono, y entonces quedó de acuerdo con ella para verse.
—Ya —dijo Neele—. Quiere decir que Gladys tenía una cita con él el día de su muerte. La señorita Marple asintió enérgicamente.
—Sí, eso es evidente. La señora Crump tuvo razón en una cosa. La chica llevaba — puesto su mejor par de medias de nylon y zapatos nuevos. Iba a encontrarse con alguien. Sólo que no pensaba salir. Él sería quien acudiese a Villa del Tejo. Por eso aquel día estaba tan nerviosa, y se retrasó en servir el té. Luego, al pasar por el vestíbulo con la segunda bandeja, creo que debió verle en la puerta lateral haciéndole señas. Dejó la bandeja y salió a reunirse con él.
—Y entonces la estranguló —dijo Neele. La señorita Marple frunció los labios: —Debió ser cosa de un minuto — explicó—, y no podía correr el riesgo de que hablara. La pobre y crédula Gladys tenía que morir. Y después... ¡le puso una pinza en la nariz!
—La indignación hacía vibrar la voz de la anciana—. Para que fuera todo como en la canción. El centeno, los mirlos, el palacio donde el rey contaba su dinero, el pan y la miel, y la pinza de la ropa... lo más a propósito que pudo encontrar para simular un pajarito que le arrancara la nariz...
—Y supongo que después de todo esto le llevarán a Broadmoor y no podrán ahorcarle porque está loco — dijo Neele, despacio.
—Creo que le colgarán —dijo la señorita Marple—. No está loco, inspector, ¡ni por asomo! El inspector la miraba de hito en hito.
—Ahora escúcheme, señorita Marple. Usted me ha expuesto su teoría. Sí... sí, a pesar de que usted dice que lo sabe, es sólo una teoría. Usted asegura que un hombre es responsable de estos crímenes, que se hace llamar Alberto Evans, que conoció a Gladys en un lugar de veraneo y la utilizó para sus propios fines. Ese Alberto Evans era alguien que deseaba vengarse por el asunto de la vieja mina del Mirlo. Usted sugiere, ¿no es así?, que Don Mackenzie, el hijo de la señora Mackenzie, no murió en Dunkerque... sino que aún vive y es el responsable de todo esto. Pero ante su sorpresa, Neele vio que la señorita Marple movió la cabeza negando.
— ¡Oh, no! —dijo—. ¡Oh, no! Yo no digo eso. ¿No comprende que todo ese asunto de los mirlos es en realidad una filfa? Únicamente fue utilizado por alguien que había oído hablar de los mirlos... los de la biblioteca y los del pastel. Esos sí que fueron auténticos. Fueron colocados allí por alguien que conocía la vieja historia y deseaba vengarse, pero sólo amedrentar al señor Fortescue y ponerle nervioso. Inspector Neele, yo no creo que los niños puedan ser educados enseñándoles a esperar la ocasión de llevar a cabo una venganza. Los niños, al fin y al cabo, tienen mucho sentido. Pero cualquiera que sepa que su padre fue estafado y que tal vez le dejaron morir, puede estar deseando darle un susto a la persona que supone culpable de ello. Creo que eso es lo que ocurrió y que fue aprovechado por el asesino.
—El asesino —repitió Neele—. Vamos, señorita. ¿Quién es?
—No le sorprenderá, en absoluto, porque, en cuanto le diga quién es, o más bien dicho, quién creo que es, porque hay que hablar con exactitud, ¿verdad?... verá que es precisamente el tipo de persona adecuada para cometer estos crímenes. Cuerdo, inteligente y sin escrúpulos. Y lo hizo por dinero, desde luego, seguramente por una buena suma de dinero.
— ¿Percival Fortescue? —preguntó el inspector Neele, sabiendo que se equivocaba. El retrato que la señorita Marple hiciera del asesino no tenía el menor parecido con Percival Fortescue.
— ¡Oh, no! —repuso la señorita Marple—. Percival, no. Lance.

Capítulo XXVII

1

— ¡Es imposible! —exclamó el inspector Neele. Echándose hacia atrás en su butaca observó a la señorita Marple como fascinado. Como bien dijera la solterona, no estaba sorprendido. Sus palabras eran una negativa, no de probabilidad, sino de posibilidad. Lance Fortescue cuadraba con su descripción: la señorita Marple le había definido perfectamente. Pero el inspector Neele no conseguiría, ver cómo Lance pudo haberlo hecho. La señorita Marple, inclinándose hacia delante y con la misma persuasión como se explican las reglas aritméticas a un niño, fue exponiendo su teoría.
—Siempre ha sido así. Quiero decir, que siempre fue malo. Malo dé pies a cabeza, a pesar de que siempre resultó atractivo. Sobre todo para las mujeres. Tenía una inteligencia despierta y no temía arriesgarse... y a causa de su atractivo la gente siempre pensaba de él lo mejor y no lo peor. Durante el verano vino a ver a su padre. No creo ni por un momento que su padre le escribiera o enviara a buscar... a menos, naturalmente, que usted tuviera prueba de ello. —Hizo una pausa a modo de interrogante.
—No —dijo Neele—. No tengo pruebas de que su padre le pidiera que viniera. Tengo una carta que Lance le escribió después de haber estado aquí, pero Lance pudo fácilmente haberla deslizado entre los papeles de su padre el día de su llegada.
—Es muy listo —dijo la señorita Marple asintiendo con la cabeza—. Bueno, como le digo, probablemente vino aquí para intentar reconciliarse con su padre, pero el señor Fortescue no quiso saber nada. Lance hacía poco que se había casado y la pequeña pitanza de la que iba viviendo y que sin duda fue aumentando de diversas maneras, todas deshonrosas, se había agotado. Estaba muy enamorado de Pat, que es una muchacha dulce y encantadora, y quería para ella una vida tranquila, respetable... y segura. Y para ello, desde su punto de vista, se necesitaba mucho dinero. Cuando estuvo en Villa del Tejo debió haber oído hablar de esos mirlos. Tal vez su padre o Adela los mencionara, y llegó a la conclusión de que la hija de Mackenzie estaba instalada en la casa y se le ocurrió que elfo sería una buena escapatoria para su crimen. Porque cuando comprendió que no conseguiría que su padre accediera a sus deseos, debió decidir asesinarle a sangre fría. Puede que al ver que su padre no estaba... er... muy bien... tuviera miedo de que a su muerte la firma se hubiese arruinado del todo.
—Conocía perfectamente el estado de salud de su padre —dijo el inspector.
— ¡Ah..., eso explica muchas cosas! Tal vez la coincidencia de su nombre; Rex, unido al incidente de los mirlos, le sugirió la idea de la tonadilla infantil. Convertirlo todo en una locura... y mezclarlo con la venganza de los Mackenzie. Luego podría matar a Adela también y esas cien mil libras volverían a quedar en la sociedad. Pero debía haber un tercer personaje, «la doncella tendiendo la ropa en el jardín»... y supongo que eso le inspiró el plan más diabólico. Un cómplice inocente a quien poder silenciar antes de que hablara. Y eso le proporcionaría lo que deseaba... una coartada auténtica para su primer crimen. El resto fue sencillo. Llegó aquí desde la estación poco antes de las cinco, que era cuando Gladys llevaba la segunda bandeja a la biblioteca. Se acercó a la puerta lateral, la vio en el vestíbulo y le hizo señas. Luego la estranguló y arrastrando el cadáver fue a dejarlo en la parte de atrás de la casa, donde estaban las cuerdas de tender la ropa, cosa que sólo debió emplearle tres o cuatro minutos. Luego tocó el timbre, y entró en la casa por la puerta principal, reuniéndose con la familia, para tomar el té. Después subió a ver a la señorita Ramsbatton. Al bajar, se deslizó hasta la biblioteca, y encontrando a Adela sola bebiendo su última taza de té, sentóse a su lado en el sofá y mientras le hablaba, se las arregló para echar cianuro en su taza. No le sería difícil. Un pedacito de una substancia blanca, parecida al azúcar. Pudo servirle un terrón de azúcar y dejarlo caer con él en la taza. Riéndose diría: «Mira, te he puesto más azúcar en el té.» Ella respondería que no le importaba, y lo bebería. Debió hacerlo con audacia y facilidad. Si, es un individuo muy audaz.
— Es posible... si —dijo el inspector Neele, despacio.
—Pero la verdad, señorita Marple, no veo... qué es lo que salía ganando con esto. Dando por supuesto que a menos de no morir el viejo Fortescue el negocio se hundiría, ¿es su parte tan importante como para hacerle cometer tres crímenes? No lo creo, la verdad. —Esta es una pequeña dificultad — admitió la anciana—. Sí, estoy de acuerdo con usted. Eso presenta dificultades. Supongo... — vaciló mirando al inspector—. Supongo... soy tan ignorante en cuestiones financieras... pero supongo... ¿es verdad que la mina del Mirlo está agotada? Neele reflexionó. Varias piezas sueltas empezaban a encajar en su mente. El deseo de Lance de quedarse con las acciones de menor valor o interés. Sus palabras al despedirse aquel día... diciendo a Lance que era mejor que se desprendiera de la mina del Mirlo y su maldición. Una mina de oro. Una mina de oro agotada. Pero tal vez no lo estuviese. Y no obstante, parecía poco probable que el viejo se equivocase, aunque era posible que la hubieran vuelto a examinar recientemente. ¿Dónde estaba la mina? Lance dijo que en el África Occidental, Sí, pero otra persona... ¿fue la señorita Ramsbatton?... había dicho que estaba en el Este de África. ¿Mentiría Lance deliberadamente al decir Oeste en vez de Este? La señorita Ramsbatton era vieja y olvidadiza, y no obstante pudo tener razón. África oriental. Lance acababa de llegar de allí. ¿Se habría enterado de algo? De pronto otra de las piezas fue a unirse al rompecabezas mental del inspector... Cuando iba en el tren leyendo el Times. Descubrimiento de yacimientos de urania en Tanganika. Suponiendo que esos yacimientos estuvieran junto a la mina del Mirlo... Eso lo explicaría todo. Lance había tenido conocimiento de ello, y fue a comprobarlo sobre el terreno, y habiendo depósitos de uranio, aquello valdría una fortuna. ¡Una inmensa fortuna! Suspiró, mirando a la señorita Marple.
— ¿Y cómo cree usted que voy a poder probar alguna vez todo eso? — le preguntó en tono de reproche. La señorita Marple le dirigió una mirada animosa; como la tía que alienta a un sobrino inteligente convencida de que aprobaría el examen escolar.
—Lo probará —le dijo—. Usted es un hombre muy... muy inteligente, inspector Neele. Lo he comprendido desde el primer día. Ahora que sabe quién es, tiene que poder encontrar las pruebas. Por ejemplo, en ese pueblecito de veraneo es posible que reconozcan su fotografía. Le costará poder justificar por qué estuvo allí durante una semana haciéndose llamar Alberto Evans. El inspector pensó para sus adentros: «Si, Lance Fortescue era inteligente y sin escrúpulos... Pero también temerario. Los riesgos que corrió fueron demasiado grandes. ¡Le cogeré!» Luego, dudando, miró a la señorita Marple.
—Todo son meras suposiciones — dijo.
—Sí... pero usted está seguro, ¿verdad?
—Supongo que sí. Al fin y al cabo, he conocido a muchos de su calaña. La anciana asintió.
—Sí... eso es muy importante... por eso estoy segura. Neele la miró divertido.
— A causa de su gran conocimiento de los criminales.
— ¡Oh, no... claro que no! Es por Pat.. una chica encantadora... de esas que siempre se casan con un bala perdida... eso es lo que al principio me hizo pensar en él...
—Yo puedo estar seguro... en mi interior —dijo Neele—; pero hay muchas cosas que necesitan explicación... el asunto de Rudy Mackenzie, por ejemplo. Podría jurar que... La señorita Marple le interrumpió: —Y tiene usted razón. Pero se equivoca de persona. Vaya a hablar con la esposa de Percival.

2

—Señora Fortescue —dijo el inspector Neele—, ¿le importaría decirme cuál es su nombre de soltera?
— ¡Oh! —exclamó Jennifer, asustada.
— No se intranquilice, señora, pero es mucho mejor que diga la verdad. ¿Me equivoco al creer que antes de casarse se llamaba Rudy Mackenzie?
—Yo... bueno... ¡Oh, Dios mío!... Bueno... ¿por qué no? —replicó la esposa de Percival.
— Por nada —repuso el inspector con toda amabilidad—. Estuve hablando con su madre, hace pocos días, en el sanatorio de «Los Pinos».
— Está muy enfadada conmigo — dijo Jennifer—. Nunca voy a verla, porque sólo consigo trastornarla. ¡Pobre mamá! ¡Estaba tan enamorada de mi padre!...
— ¿Y la educó a usted en la idea de llegar a vengarse?
—Sí —repuso Jennifer—. Me hacía jurar constantemente sobre la Biblia que no lo olvidaría nunca y que algún día le mataría. Una vez fui al hospital, la empecé a estudiar y me di cuenta de que su equilibrio mental no era el que debía ser.
—A pesar de ello, ¿no sintió usted deseo de venganza, señora Fortescue?
— ¡Pues claro! ¡Prácticamente, Rex Fortescue asesinó a mi padre! No quiero decir que le disparara un tiro ni nada parecido, pero estoy convencida de que le dejó morir. Viene a ser lo mismo, ¿verdad? —Moralmente, sí...
—De modo que quise pagarle en la misma moneda —dijo Jennifer—. Cuando una amiga mía vino a cuidar de su hijo, conseguí que se marchara y me dejara reemplazarla. No sabía exactamente cuál era mi propósito... La verdad es que nunca tuve intención de asesinar al señor Fortescue. Creo que más bien pensaba cuidar mal a su hijo... dejarle morir... Pero cuando se es una enfermera profesional, no se pueden hacer esas cosas. Me costó mucho que se pusiera bien. Luego me tomó cariño y me pidió que me casara con él, y pensé: «Bueno esa es una venganza mucho más grande que ninguna otra.» Quiero decir, que si me casaba con el hijo mayor del señor Fortescue conseguiría que volviera a mis manos el dinero que él estafó a papá. Creo que era una venganza magnífica.
—Sí, desde luego. —dijo Neele—, y más razonable.
— Y agregó —: Supongo que sería usted quien puso los mirlos sobre su mesa y en el pastel. La esposa de Percival enrojeció.
—Sí. Fue una tontería por mi parte... Pero un, día el señor Fortescue estuvo hablando de los incautos, y alardeando de cómo les timaba. ¡Oh, —de un modo completamente legal! Y pensé que me agradaría darle... bueno, una especie de susto. ¡Y vaya si le asusté! Estaba como loco.
—Y agregó con ansiedad—. Pero yo no hice nada más. De verdad, inspector. Usted no puede decir que haya asesinado a nadie. El inspector Neele sonrió.
—No —dijo—, no lo digo. A propósito, ¿ha estado usted dando dinero a la señorita Dove, últimamente? Jennifer se quedó boquiabierta.
— ¿Cómo lo sabe usted?
—Nosotros sabemos muchas cosas —dijo el inspector Neele, añadiendo para sí—: Y adivinamos otras muchas, también. Jennifer continuaba hablando a toda prisa: —Vino a decirme que usted la había acusado de ser Rudy Mackenzie y que si le daba quinientas libras le dejaría seguir pensándolo. Dijo que si usted sabía que yo era Rudy Mackenzie sospecharía que había asesinado al señor Fortescue y a, mi madre política. Me costó mucho reunir el dinero, porque claro, no podía pedírselo a Percival. Él no sabe nada. Tuve que vender mi anillo de compromiso y un collar muy bonito que me regaló el señor Fortescue.
—No se preocupe, señora Fortescue —dijo Neele—. Creo que podré devolverle ese dinero.

3

Al día siguiente el inspector Neele tuvo otra entrevista con la señorita Dove. —Quisiera saber, señorita Dove, si podría darme un cheque de quinientas libras pagadero a nombre de la esposa de Percival Fortescue —le dijo y tuvo el placer de verla perder su aplomo.
—Supongo que esa tonta debió decírselo.
—Si, el chantaje, señorita Dove, es un cargo bastante grave.
—No era precisamente eso, inspector. Creo que le costaría acusarme de chantajista. Sólo hice a la señora Fortescue un servicio especial y ella me recompensó.
—Bueno, si me da ese cheque puede que lo dejemos así, señorita Dove. Mary Dove fue en busca de su talonario de cheques y su pluma estilográfica.
—Me viene muy mal —dijo con un suspiro—. En, estos momentos ando algo apurada.
—Supongo que estará buscando otro empleo para en breve...
—Sí. Este no ha salido del todo de acuerdo con mis planes. Ha resultado desgraciado desde mi punto de vista.
—Si —convino el inspector Neele —, la ha colocado en una posición difícil, ¿verdad? Quiero decir, que era muy probable que en cualquier momento revisáramos sus antecedentes. Mary Dove, otra vez fría y dueña de sí, enarcó las cejas.
—La verdad, inspector, le aseguro que en mi pasado no hay nada vergonzoso.
—Sí, es cierto —repuso Neele alegremente—. No tenemos la menor cosa contra usted, señorita Dove. Aunque es una curiosa coincidencia, que en las últimas tres casas en las que usted ha trabajado tan admirablemente, haya habido robos después de su marcha. Los ladrones parecían muy bien informados de dónde se guardaban los abrigos de visón, joyas, etc. Curiosa coincidencia, ¿no le parece? —Suelen ocurrir muchas casualidades, inspector.
— ¡Oh, sí! — dijo Neele—. Las hay. Pero no tan a menudo, señorita Dove. Me atrevo a asegurar —agregó—, que volveremos a encontrarnos en el futuro.
—Espero... —dijo Mary Dove—. No quisiera parecerle grosera, inspector Neele... pero yo espero que no.

Capítulo XXVIII

1

La señorita Marple comprimió el contenido de su maleta y tras remeter el extremo de un chal de lana que sobresalía, la cerró. Dio una vuelta para echar un vistazo a su alrededor. No, no se olvidaba nada. Crump subió a recoger su equipaje. La señorita Marple se trasladó a la —habitación contigua para despedirse de la señorita Ramsbatton. —Siento haber correspondido tan mal a su hospitalidad —dijo la señorita Marple—. Espero que algún día pueda perdonarme.
— ¡Ah! —replicó la señorita Ramsbatton que, como de costumbre, estaba haciendo solitarios—. Reina roja, valet negro —dijo mientras dirigía una mirada de soslayo a la señorita Marple—. Supongo que habrá descubierto lo que quería.
—Sí.
—E imagino que se lo habrá contado todo al inspector de policía. ¿Conseguirá probarlo?
—Estoy casi segura de ello — repuso la solterona—. Aunque puede que necesite algún tiempo.
—No voy a hacerle ninguna pregunta —continuó la señorita Ramsbatton—. Es usted una mujer inteligente. Lo comprendí en seguida. No la culpo por lo que ha hecho. La maldad, es siempre maldad y merece ser castigada. En esta familia hay una rama mala. Me alegro de poder decir que no es por nuestra parte. Elvira, mi hermana, era una tonta, pero nada más. Valet negro —repitió la señorita Ramsbatton acariciando la carta —. Hermoso, pero con el corazón negro. Sí, lo temía. Ah, bueno, no siempre se puede dejar de querer a un pecador. Ese chico siempre se ha salido con la suya, incluso conmigo... Mintió al decir la hora en que salió de aquí aquel día. Yo no le contradije, pero me estuve preguntando... me he estado preguntando desde entonces... Pero era el hijo de Elvira... Yo no podía decir nada. Ah, bueno, usted es una mujer justa, Juana Marple, y debe prevalecer la verdad. Lo siento por su esposa.
—Y yo también —dijo la señorita Marple. En el vestíbulo la aguardaba Pat Fortescue para decirle adiós.
—No quisiera que se marchara —le dijo—. La echaré de menos.
—Ya es hora de que me vaya —le contestó la anciana—. He terminado lo que vine a hacer. No ha sido... agradable. Pero es importante que no triunfe la perfidia. Pat la miraba extrañada.
—No la comprendo.
—No, querida. Pero tal vez lo entienda algún día. Si yo me atreviera a aconsejarle... si alguna vez le fueran mal las cosas... Creo que lo mejor para usted sería regresar a donde fue feliz cuando niña—. Regrese a Irlanda, querida. Con sus caballos y perros... y todo eso. Pat asintió.
— Algunas veces desearía haberlo hecho cuando falleció papá. Pero entonces... —su voz se suavizó— no hubiera conocido a Lance. La señorita Marple suspiró.
— ¿Sabe usted? No vamos a quedarnos aquí —dijo Pat—. Regresaremos a África tan pronto se aclare todo. Estoy muy contenta.
— Dios la bendiga, pequeña —dijo la señorita Marple —. En esta vida es necesario mucho valor para salir adelante. Creo que usted lo tiene. Y tras darle unas palmaditas en la mano, se dirigió hacia la entrada, donde la estaba aguardando un taxi.

2

La señorita Marple llegó a su casa aquella noche bastante tarde. Kitty, una de las últimas alumnas graduadas en el hospicio de Santa Fe, le abrió la puerta con rostro resplandeciente. —Le he preparado un arenque para cenar, señorita. Celebro infinito verla otra vez en casa... Todo lo encontrará en su punto. He hecho la limpieza cada día. —Muy bien, Kitty... es agradable regresar a casa. La señorita Marple vio seis telarañas en una cornisa. ¡Aquellas chicas nunca levantaban la cabeza! Pero no quiso decirle nada. —Sus cartas están sobre la mesa del recibidor, señorita. Hay una que la llevaron a Daisymead por error. Siempre hacen lo mismo, ¿no le parece? Dane y Daisy se semejan un poco, y como la letra es tan mala, no me extraña que se equivocaran esta vez. La llevaron allí, pero la casa está cerrada, de modo que la volvieron a traer y ha llegado hoy. Dijeron que esperaban no se trate de nada importante. La señorita Marple fue a recoger su correspondencia. La caita a que Kitty se refería estaba encima de todas. Aquella escritura confusa trajo algo a su memoria y la abrió. «Querida señora: »Espero que me perdonará por escribir esta carta, pero no sé qué hacer y nunca tuve intención de causar daño.

Querida, señora, usted habrá leído en los periódicos que se trataba de un crimen, pero no fui yo quien le maté, de verdad, porque yo nunca haría una maldad semejante y sé que él tampoco.
Me refiero a Alberto.
Se lo estoy explicando muy mal, pero ya sabe que le conocí el pasado verano e iba a casarme con él, pero Bert no tenía dinero, pues se lo había estafado ese señor Fortescue que ha muerto.
Y el señor Fortescue lo negaba y, claro, le creían a él y no a Bert, porque él era rico y Bert pobre.
Pero Bert tenía un amigo que trabaja en un sitio donde hacen esas drogas nuevas que obligan a decir la verdad... tal vez lo haya leído en los periódicos, y que obligan a decir la verdad a las personas, quieran ellas o no. Bert pensaba ir a ver al señor Fortescue a su oficina el cinco de noviembre con un abogado y yo tenía que hacerle tomar la droga aquella mañana con el desayuno, para que hiciera efecto cuando fueran ellos y confesara que todo lo que Bert decía era cierto Pues bien, señora, yo la puse en la mermelada, pero ahora que ha muerto creo que debía ser demasiado fuerte, pero no ha sido culpa de Bert, porque él nunca haría cosa semejante, pero no puedo decírselo a la Policía, porque tal vez pensarán que lo hizo a propósito, y no lo hizo. Oh, señora, no sé qué hacer ni qué decir y la Policía está aquí en la casa y es horrible. No sé qué hacer, y no he sabido nada más de Bert. Oh, señora. Si usted pudiera venir y ayudarme... ellos la escucharían, y siempre ha sido tan buena conmigo... Yo no tenía intención de hacer nada malo, ni Bert tampoco. ¡Si pudiera venir! Suya respetuosamente, »Gladys Martin» P. D.
—Le incluyo una fotografía que nos hicimos Bert y yo en el pueblecito de veraneo. La hizo uno de los muchachos. Bert no sabe que la tengo... no le gusta que le retraten. Pero así podrá ver, señora, lo guapo que es. La señorita Marple, con los labios fruncidos, contempló la fotografía. Una joven pareja mirándose a los ojos. Gladys con su carita patética y adorable, los labios entreabiertos... Lance Fortescue, sonriente y tostado por el sol. Las últimas palabras de la carta resonaron en su mente: Así podrá ver lo guapo que es. Los ojos de la señorita Marple se llenaron de lágrimas.
Y luego sintióse invadir de un sentimiento de odio... odio contra un asesino sin corazón. Después, rechazando ambas emociones, se dibujó en sus labios una sonrisa de triunfo al contemplar la prueba que necesitaba... la sonrisa de triunfo de algunos naturalistas cuando han podido reconstruir un animal de especie ya extinguida, guiándose sólo por un fragmento de quijada y un par de dientes.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Ср июл 08, 2020 11:32 pm

EL CASO DE LA DAMA ACONGOJADA
РАССКАЗ О ВЗВОЛНОВАННОЙ ДАМЕ
El timbre de la mesa de mister Parker Pyne zumbó discretamente. —¿Qué hay? —preguntó el gran hombre.
—Una señorita desea verle —anunció su secretaria—. No tiene hora.
—Puede usted hacerla pasar, miss Lemon —y al cabo de un momento estrechaba la mano de su visitante.
—Buenos días —le dijo—. Hágame el favor de tomar asiento.
La recién llegada se sentó y miró a mister Parker Pyne. Era bonita y muy joven. Tenía el cabello oscuro y ondulado, con una hilera de rizos sobre la nuca.
Iba muy bien arreglada, desde el gorrito blanco de punto que llevaba en la cabeza hasta las medias transparentes y los lindos zapatitos. Era evidente que estaba nerviosa.
—¿Es usted mister Parker Pyne?
—Yo soy.
—¿El que... que pone los anuncios? Dice usted que si las personas no son... no son felices, que vengan a verle.
—Sí.
—Pues bien —dijo ella lanzándose de cabeza—, yo soy horriblemente desgraciada, de modo que he pensado que podía acercarme a ver... únicamente a ver...
Mister Parker Pyne esperó. Sabía que diría algo más.
—Me encuentro... me encuentro en un apuro terrible —y retorció sus dos manos muy nerviosamente.
—Ya lo veo —dijo mister Parker Pyne—. ¿Cree que puede contarme el caso?
Al parecer, la muchacha no estaba muy segura de eso. Con aire desesperado, miró a mister Parker Pyne. De pronto, se puso a hablar precipitadamente.
—Sí, se lo diré... Ya me he decidido. Me he vuelto medio loca de nervios. No sabía qué hacer ni a quién acudir. Y entonces vi su anuncio. Pensé que, probablemente, no era más que una manera de sacar dinero, pero quedó grabado en mi memoria. Por una u otra razón, parecía tan consolador... Y pensé, además, que... bien, que no habría ningún mal en venir a ver... Siempre podría dar una excusa y retirarme acto seguido si no... bien, si no...
—Está claro, está claro —dijo mister Parker Pyne.
—Ya lo ve —añadió la muchacha—. Esto significa... bueno, confiar en alguien.
—¿Y tiene usted la sensación de que puede confiar en mí?
—Es extraño —contestó la muchacha con inconsciente descortesía—, pero tengo la sensación de que sí, ¡sin saber nada de usted! Estoy segura de que puedo confiar en usted.
—Puedo asegurarle —afirmó mister Parker Pyne— que su confianza no será mal empleada.
—Entonces —dijo la joven— le contaré el caso. Me llamo Daphne Saint John.
—Sí, miss Saint John.
—Señora. Estoy... estoy casada.
—¡Bah! —murmuró mister Parker Pyne, molesto consigo mismo al advertir la presencia del aro de platino en el dedo corazón de su mano izquierda—. Qué estúpido soy por no haberme fijado.
—Si no estuviera casada —dijo la muchacha— no me importaría tanto. Quiero decir que el caso sería mucho menos grave. Me refiero a Gerald... Bien, ahí... ¡ahí está el verdadero problema!
Buscó en su bolso y sacó de él un objeto que tiró sobre la mesa: un objeto centelleante que fue a parar a donde estaba mister Parker Pyne.
Era un anillo de platino con un gran solitario.
Mister Parker Pyne lo recogió, lo llevó junto a la ventana, lo puso a prueba contra el cristal de la misma, se aplicó al ojo una lente de joyero y lo examinó de cerca.
—Un diamante muy hermoso —observó, regresando a la mesa—. Yo le daría un valor de dos mil libras, por lo menos.
—Sí. ¡Y ha sido robado! ¡Lo he robado yo! ¡Y no sé qué hacer!
—¡Válgame Dios! —exclamó mister Parker Pyne—. Esto es muy interesante.
Su cliente se descompuso y empezó a sollozar sobre un pañuelo poco adecuado para el caso.
—Vamos, vamos —dijo mister Parker Pyne—. Todo se arreglará.
La muchacha se enjugó los ojos y resolló:
—¿Se arreglará? ¡Oh! ¿Podrá arreglarse?
—Desde luego. Cuénteme ahora toda la historia.
—Bien, todo empezó por encontrarme yo apurada. Ya lo ve usted, soy horriblemente caprichosa. Y esto a Gerald le contraría mucho. Gerald es mi marido. Tiene muchos años más que yo y su modo de pensar es... bueno, muy austero. Considera las deudas con horror. Por consiguiente, no se lo he dicho. Y me fui a Le Touquet con algunas amigas y pensé que quizás podría tener suerte y pagar lo que debía. Efectivamente, al principio gané. Y luego perdí y creí que debía continuar. Y continué. Y... y...
—Sí, sí —dijo mister Parker Pyne—. No necesita entrar en detalles. Su suerte fue peor que nunca. ¿No es así?
Daphne Saint John hizo un gesto afirmativo.
—Y desde entonces, ya comprende, no podía sencillamente decírselo a Gerald porque no puede sufrir el juego. Oh, me encontré metida en un lío espantoso. Bien, fuimos a pasar unos días con los Dortheimer, cerca de Cobham. Por supuesto, él es enormemente rico. Su esposa, Naomi, fue compañera mía de colegio. Es una mujer bonita y amable. Estando nosotros allí, se le aflojó la montura de este anillo. La mañana en que íbamos a despedirnos de ellos, me rogó que me lo llevase y lo dejase en casa de un joyero, en Bond Street —y se detuvo.
— Y ahora llegamos al episodio más delicado —dijo mister Parker Pyne para ayudarla—. Continúe Mrs. Saint John.
— ¿No lo revelará usted nunca? —preguntó la joven con tono suplicante.
— Las confidencias de mis clientes son sagradas. Y de todos modos, Mrs. Saint John, me ha dicho usted ya tanto, que probablemente podría terminar la historia yo mismo.
— Es verdad. Es muy cierto: Pero me disgusta mucho decirlo... Parece una cosa tan horrible... Fui a Bond Street. Hay allí otra tienda, la de Ciro. Éstos... copian las joyas. De pronto, perdí la cabeza. Cogí el anillo y dije que quería una copia exacta, que me iba al extranjero y no quería llevarme las joyas verdaderas. Al parecer lo encontraron muy natural.
«Pues bien: recogí el anillo con el diamante falso (y era tan perfecta la imitación que no lo hubiera usted distinguido del original) y se la envié por correo certificado a lady Dortheimer. Yo tenía un estuche con el nombre de su joyero, de modo que todo ofrecía la mejor apariencia, y el paquete tenía un aspecto enteramente profesional. Y entonces, yo... empeñé el verdadero diamante —y se cubrió la cara con las manos—. ¿Cómo pude hacer esto? ¿Cómo pude hacerlo? Esto era, sencillamente, un robo corriente y miserable.
Mister Parker Pyne tosió y dijo:
—Me parece que no ha llegado aún al final de la historia.
—No, no he llegado. Esto, como usted comprende, ocurrió hace unas seis semanas. Pagué todas mis deudas y salí de mis apuros, pero, por
supuesto, no dejé de sentirme desventurada. Un primo mío ya anciano murió entonces y recibí algo de dinero. Lo primero que hice fue desempeñar este miserable anillo. Bien, esto iba perfectamente y aquí está. Pero ha sobrevenido una terrible dificultad.
—Usted dirá.
—Hemos reñido con los Dortheimer. Ha sido a propósito de algunos valores que Gerald compró a instancias de sir Reuben. Esto a Gerald le había causado serias dificultades y no se ha abstenido de decirle a sir Reuben lo que pensaba de él. Y... ¡Oh, todo esto es horrible! ¿Cómo puedo yo ahora devolver el anillo?
—¿No podría enviárselo a lady Dortheimer anónimamente?
—Si lo hiciese, se descubriría todo. Ella haría examinar su propio anillo, sabría que es una falsificación y se figuraría inmediatamente lo que he hecho.
—Me ha dicho que es amiga suya. ¿Y si fuese a verla para confesarle toda la verdad... abandonándose al afecto que siente por usted?
Mrs. Saint John movió la cabeza.
—Nuestra amistad no llega a este punto. Cuando se trata de dinero o de joyas, Naomi es dura como el hierro. Quizás no intentaría procesarme si le devolviera el anillo, pero podría contarle a todo el mundo lo que ha hecho, y esto significaría nuestro descrédito. Gerald lo sabría y no me lo perdonaría nunca. ¡Oh, qué horrible es todo esto! —Y reanudó su llanto—. He pensado en ello, ¡y no acierto a ver qué camino podría seguir! Oh, mister Parker Pyne, ¿no puede usted hacer algo?
—Varias cosas —dijo mister Parker Pyne.
—¿Puede usted? ¿De verdad?
—Sí, puedo. Le he indicado el modo más sencillo porque mi larga experiencia me ha dicho que es siempre el mejor. Es el que evita complicaciones imprevistas. No obstante, aprecio la fuerza de sus objeciones. En este momento, nadie conoce su desdichado caso, ¿no es cierto? ¿Nadie más que usted misma?
—Y usted —dijo Mrs. Saint John.
—Oh, yo no cuento. Bien, entonces por ahora su secreto está seguro. Todo lo que se necesita es cambiar los anillos de algún modo discreto, sin que despierte sospechas.
—Exactamente —dijo la muchacha con ansiedad.
—Esto no será difícil. Tendremos que tomarnos un poco de tiempo para considerar mejor el método...
—¡Pero es que no hay tiempo! —exclamó ella interrumpiéndolo—. Esto es lo que casi me vuelve loca. Va a hacerse montar el anillo de otro modo.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Por pura casualidad. Almorzando el otro día con una amiga, tuve ocasión de admirar un anillo que llevaba: una gran esmeralda. Dijo que era la última moda y que Naomi Dortheimer iba a hacer montar su diamante de aquella manera.
—Lo que significa que tendremos que actuar inmediatamente —dijo mister Parker Pyne con aire pensativo.
—Sí, sí.
—Y significa poder entrar en la casa, y si es posible no como parte del servicio. Los criados tienen pocas oportunidades de manejar anillos de gran valor. ¿Tiene usted alguna idea, Mrs. Saint John?
—Puedo decirle que Naomi da una gran fiesta el miércoles. Y esta amiga mía me dijo que anda buscando una pareja de baile profesional. No sé si ha decidido ya algo.
—Creo que esto puede arreglarse —dijo mister Parker Pyne—. Si el asunto está ya decidido, resultará algo más caro: ésta es la única diferencia. Otra cosa: ¿sabe usted por casualidad dónde está colocado el interruptor general de la luz?
—Da la casualidad, efectivamente, de que lo sé porque hace poco se quemó un fusible de noche, cuando los criados se habían ido a descansar. Está en una caja, al fondo del vestíbulo, dentro de un pequeño armario.
Y a instancias de mister Parker Pyne hizo un dibujo.
—Y ahora —dijo él— todo irá perfectamente. Por lo tanto, no se inquiete, Mrs. Saint John. ¿Qué hacemos con el anillo? ¿Lo recojo yo ahora o prefiere usted guardarlo hasta el miércoles?
—Bien, quizás podría guardarlo hasta entonces.
—Ahora no debe inquietarse más, téngalo presente —le dijo mister Parker Pyne.
—¿Y sus... honorarios? —preguntó ella con timidez.
—Esto puede aplazarse, de momento. El miércoles le diré qué gastos han sido necesarios. Le aseguro que mis honorarios serán reducidos.
La acompañó hasta la puerta y oprimió luego el botón que había sobre la mesa.
—Envíeme a Claude y a Madeleine.
Claude Lutrell era uno de los ejemplares mejor parecidos de bailarín de salón que pudieran encontrarse en Inglaterra. Madeleine de Sara era la más seductora de las vampiresas.
Mister Parker Pyne les dirigió una mirada de aprobación.
—Hijos míos —les dijo—, tengo un trabajo para vosotros. Vais a ser una pareja de bailarines de espectáculos internacionalmente famosos. Ahora, escúchame con atención, Claude, y procura entenderme bien...
Lady Dortheimer quedó enteramente satisfecha de las disposiciones tomadas para su baile. Observó y aprobó la colocación de las flores que adornaban sus salones, dio unas cuantas órdenes finales a su mayordomo, ¡y le comunicó a su esposo que, hasta aquel momento, todo lo proyectado había salido a pedir de boca!
Le había causado un ligero desencanto el hecho de que Michael y Juanita, los bailarines del Red Admiral, hubiesen comunicado a última hora que les era imposible cumplir su compromiso por haberse Juanita torcido el tobillo, pero que le enviaban una pareja que (según le contaron por teléfono) había hecho furor en París.
Estos bailarines llegaron oportunamente y merecieron la aprobación de lady Dortheimer. Jules y Sanchia actuaron causando gran sensación, ejecutando primero una agitada danza española, luego otra danza llamada El sueño del degenerado y, por fin, una exquisita exhibición de bailes modernos.
Terminó el cabaret y se reanudó el baile normal. El hermoso Jules solicitó el honor de bailar con lady Dortheimer. Los dos se alejaron como si flotasen en el aire. Lady Dortheimer nunca había tenido una pareja tan perfecta.
Sir Reuben iba buscando a la seductora Sanchia en vano. No estaba en el salón.
Lo cierto es que se encontraba en el vestíbulo desierto, cerca de una pequeña caja y con los ojos en el reloj adornado con piedras preciosas que llevaba en la muñeca.
—Usted no es inglesa, no es posible que sea inglesa para bailar como baila —murmuró Jules al oído de lady Dortheimer—. Usted es un hada, el espíritu de Drouschka petrovka navarouchi.
—¿Qué lengua es ésta?
—Ruso —contestó Jules mintiendo—. Digo en ruso algunas cosas que no me atrevo a decir en inglés.
Lady Dortheimer cerró los ojos. Jules la apretó más contra él.
De pronto, se apagaron las luces. En la oscuridad, Jules se inclinó y besó la mano que descansaba en su hombro. Al retirarse ella, él se la cogió y la levantó de nuevo hasta sus labios. En su propia mano quedó el anillo que había resbalado del dedo de ella.
A lady Dortheimer le pareció que la oscuridad había durado sólo un segundo cuando las luces se encendieron de nuevo. Jules estaba son-riéndole.
—Su anillo —le dijo—. Ha resbalado. ¿Me permite? —Y se lo colocó en el dedo. Mientras lo hacía, sus ojos le dijeron a ella muchas cosas.
Sir Reuben estaba hablando del interruptor general.
—Algún idiota que ha querido divertirse. Por lo que creo, una broma.
A lady Dortheimer no pareció interesarle gran cosa aquel incidente. Esos pocos segundos de oscuridad habían sido muy gratos para ella.

Al llegar a su despacho la mañana del jueves, mister Parker Pyne encontró ya esperándole a Mrs. Saint John.
—Hágala pasar —dijo mister Parker Pyne.
—¡Dígame! —exclamó ella con gran ansiedad.
—Parece usted pálida —dijo él en tono acusador.
Ella movió la cabeza.
—Esta noche no he podido dormir. Estaba pensando...
—Bien, aquí tiene la pequeña cuenta de los gastos. Billetes de tren, ropa y cincuenta libras a Michael y Juanita. Sesenta y cinco libras con diecisiete chelines.
—¡Sí, sí! Pero, sobre la noche pasada... ¿Ha ido todo bien? ¿Se hizo eso?
Mister Parker Pyne la miró con expresión de sorpresa.

—Mi querida señora, naturalmente que ha ido todo bien. Yo había dado por supuesto que usted lo entendía así.

—¡Qué alivio! Yo temía...
Mister Parker Pyne movió la cabeza con expresión de reproche.
—Fracaso es una palabra que no se tolera en este establecimiento. Si yo no creo que puedo sacar el asunto adelante, no me encargo del caso. Si me encargo, el éxito está ya prácticamente asegurado.
—¿Tiene ya su anillo y no sospecha nada?
—Nada en absoluto. La operación se realizó del modo más delicado.
Daphne Saint John dejó escapar un suspiro.
—No sabe usted el peso que me quita de encima. ¿A cuánto ha dicho que ascienden los gastos?
—Sesenta y cinco libras con diecisiete chelines, eso es todo.
Mrs. Saint John abrió el bolso y contó el dinero. Mister Parker Pyne le dio las gracias y le extendió un recibo.
—Pero ¿y sus honorarios? —murmuró Daphne—. Esto es sólo por los gastos.
—En este caso no hay honorarios.
—¡Oh, mister Parker Pyne! ¡Yo no podría, de verdad!
—Mi querida señorita, debo insistir. No aceptaré un penique. Esto iría contra mis principios. Aquí tienen su recibo. Y ahora...
Con la sonrisa de un mago feliz que está dando término a una jugarreta afortunada, se sacó del bolsillo una cajita que empujó a través de la mesa. Daphne la abrió. Según todas las apariencias, contenía la imitación del anillo con el diamante.
—¡Bruto! —exclamó Mrs. Saint John haciéndole una mueca a la joya— ¡Cómo te odio! Tengo ganas de tirarte por la ventana.
—Yo no lo haría —dijo mister Parker Pyne—. Eso podría sorprender a la gente.
—¿Está usted completamente seguro de que no es el verdadero? —preguntó Daphne.
—¡No, no! El que me enseñó usted el otro día está bien seguro en el dedo de lady Dortheimer.
—Entonces, todo está bien —dijo Daphne, levantándose con una sonrisa feliz.
—Es curioso que me haya preguntado usted eso —dijo mister Parker Pyne—. Por supuesto, Claude, pobre muchacho, no tiene mucho seso. Hubiera podido confundirse fácilmente. Y así, para asegurarme, lo he hecho examinar esta mañana por un perito.
Mrs. Saint John volvió a sentarse de repente.
—¿Y qué... qué le ha dicho? —tartamudeó ansiosa.
—Que es una imitación extraordinariamente perfecta —dijo radiante mister Parker Pyne—. Un trabajo de primera clase. Y así, su conciencia quedará bien tranquila, ¿no es verdad?
Mrs. Saint John hizo el gesto de ir a decir algo. Luego se detuvo y se quedó mirando a mister Parker Pyne.
Éste volvió a su asiento tras la mesa de trabajo y la miró con expresión de benevolencia.
—El gato que saca las castañas del fuego —dijo con gesto soñador—. No es un papel agradable. No me gusta hacérselo desempeñar a ninguno de mis colaboradores. Con perdón, ¿decía usted algo?
—Yo... no, nada.
—Bien. Deseo contarle un cuentecillo, Mrs. Saint John. Se refiere a una señorita. Una señorita rubia, me parece. No está casada. Su apellido no es Saint John. Su nombre de pila no es Daphne. Por el contrario, se llama Ernestine Richards y, hasta hace poco, ha sido la secretaria de lady Dortheimer.
«Pues bien, un día se aflojó la montura del diamante de lady Dortheimer y miss Richards trajo el anillo a Londres para que la fijasen. Muy parecida a la historia de usted, ¿no es verdad? La misma idea que se le ocurrió a usted se le ocurrió a ella: hizo hacer una imitación del anillo. Pero miss Richards era una joven previsora. Pensó en que llegaría un día en que lady Dortheimer descubriría la sustitución y que, cuando esto ocurriera, recordaría quién había traído el anillo a la ciudad e inmediatamente sospecharía de ella.»
Y entonces, ¿qué ocurrió? Primero, miss Richards se hizo teñir el pelo de un tono oscuro —y diciendo esto, dirigió una mirada inocente al cabello de su cliente—. Luego vino a verme. Me enseñó el anillo dejando que me asegurase de que el diamante era auténtico, a fin de evitar toda sospecha por mi parte. Hecho esto, y trazado el plan para sustituirlo, esta señorita llevó el anillo al joyero que, a su debido tiempo, se lo devolvió a lady Dortheimer.
«Ayer tarde el otro anillo, el falso, fue entregado apresuradamente en el último momento en la estación de Waterloo. Muy acertadamente, miss Richards no creía probable que mister Lutrell fuese una autoridad en joyas. Pero yo, únicamente para asegurarme de que jugábamos limpios, me las arreglé para que un amigo mío, comerciante de diamantes, estuviese en el mismo tren. Esta persona examinó el anillo y declaró inmediatamente. «Éste no es un verdadero diamante, es una excelente imitación.»
«Se hace usted cargo del caso, ¿no es cierto, Mrs. Saint John? Cuando lady Dortheimer hubiese descubierto su pérdida, ¿qué sería lo que recordase? ¡Al encantador bailarín que había hecho resbalar de su dedo el anillo cuando se apagaron las luces! Hubiera hecho indagaciones y descubierto que los bailarines antes contratados habían sido pagados para no acudir a su casa. Si se seguía la pista del asunto hasta mi despacho, mi historia de una Mrs. Saint John no se sostendría en pie. Lady Dortheimer no ha conocido nunca a ninguna Mrs. Saint John.
«¿Comprende usted que yo no podía permitir esto? Por ello, mi amigo Claude volvió a colocar en el dedo de lady Dortheimer el mismo anillo que había quitado —y la sonrisa de mister Parker Pyne revelaba ahora benevolencia.
«¿Y comprende usted por qué yo no podía cobrar honorarios? Yo garantizo dar felicidad a mis clientes. Está claro que no se la he dado a usted. Sólo añadiré una cosa: Usted es joven y es posible que ésta sea su primera tentativa de este género. Yo, por el contrario, tengo una edad relativamente avanzada y una larga experiencia en la compilación de estadísticas. Basándome en esta experiencia, puedo asegurarle que en el ochenta y siete por ciento de los casos la falta de honradez no es remuneradora. Ochenta y siete, ¡piense en ello!
Con un movimiento brusco, la supuesta Mrs. Saint John se levantó.
—¡Bruto, viejo gordo! —dijo—. ¡Dándome cuerda! ¡Haciéndome pagar los gastos! Y sabiendo desde el principio... —Al llegar aquí le faltaron palabras y corrió hacia la puerta.
—Recoja su anillo —dijo mister Parker Pyne ofreciéndoselo.
Ella se lo quitó de un tirón, lo miró y lo lanzó por la ventana abierta.
Se oyó un portazo. Había salido.
Mister Parker Pyne se había quedado mirando por la ventana con cierto interés.
—Lo que me figuraba —dijo—. Ha sido una sorpresa considerable. El caballero que vende ahí afuera no sabe qué hacer con él.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Пт июл 10, 2020 6:41 pm

EL CASO DE LA ESPOSA DE MEDIANA EDAD
СЛУЧАЙ ДАМЫ СРЕДНЕГО ВОЗРАСТА

Cuatro gruñidos, una voz que preguntaba con tono de indignación por qué nadie podía dejar en paz su sombrero, un portazo y míster Packington salió para coger el tren de las ocho cuarenta y cinco con destino a la ciudad. Mrs. Packington se sentó a la mesa del desayuno. Su rostro estaba encendido y sus labios apretados, y la única razón de que no llorase era que, en el último momento, la ira había ocupado el lugar del dolor.
— No lo soportaré —dijo Mrs. Packington—. ¡No lo soportaré! —y permaneció por algunos momentos con gesto pensativo, para murmurar después—: ¡Mala pécora! ¡Gata hipócrita! ¡Cómo puede ser George tan loco!
La ira cedió, volvió el dolor. En los ojos de Mrs. Packington asomaron las lágrimas, que fueron deslizándose lentamente por sus mejillas de mediana edad.
— Es muy fácil decir que no lo soportaré. Pero ¿qué puedo hacer?
De pronto tuvo la sensación de encontrarse sola, desamparada, abandonada por completo. Tomó lentamente el diario de la mañana y leyó, no por primera vez, un anuncio inserto en la primera página:
— ¡Absurdo! — se dijo Mrs. Packington —. Completamente absurdo — y luego añadió —. Después de todo, podría acercarme a ver...
Lo que explica por qué, a las once, Mrs. Packington, un poco nerviosa, era introducida en el despacho particular de míster Parker Pyne.
Como acabamos de decir, Mrs. Packington estaba nerviosa, pero, como quiera que fuera, una ojeada al aspecto de míster Parker Pyne bastó para darle una sensación de seguridad. Era un hombre corpulento, por no decir gordo. Tenía una cabeza calva de nobles proporciones, llevaba gafas de alta graduación y ojillos que parpadeaban.
— Tenga la bondad de sentarse —le dijo, y añadió para facilitarle la entrada en materia —. ¿Ha venido usted en respuesta a mi anuncio?
— Sí —contestó Mrs. Packington, y se calló.
— Y no es usted feliz — dijo míster Parker Pyne con un tono alegre en la voz —. Muy pocas personas son felices. Realmente, se quedaría usted sorprendida si supiera qué pocas personas lo son.
— ¿De veras? — exclamó Mrs. Packington sin creer, no obstante, que importase gran cosa el hecho de que fuesen pocas o muchas aquellas personas.
— A usted esto no le interesa, ya lo sé — dijo míster Parker Pyne —, pero me interesa mucho a mí. Ya lo ve usted, he pasado treinta y cinco años de mi vida ocupado en la compilación de estadísticas en un despacho del gobierno. Ahora estoy retirado y se me ha ocurrido utilizar de un modo nuevo la experiencia adquirida. Es todo muy sencillo. La infelicidad puede ser clasificada en cinco grupos principales... ni uno más, se lo aseguro. Una vez conocida la causa de la enfermedad, el remedio no ha de ser imposible.
»Yo ocupo el lugar del médico. El médico empieza por diagnosticar la enfermedad del paciente y luego procede a recomendar el tratamiento. En algunos casos, no hay tratamiento posible. Si es así, digo francamente que no puedo hacer nada. Pero le aseguro a usted, Mrs. Packington, que si me encargo de un caso, la curación está prácticamente garantizada.
¿Sería posible? ¿Era todo aquello una sarta de tonterías o podía tener un fondo de verdad? Mrs. Packington le dirigió una mirada de esperanza.
—Vamos a diagnosticar su caso —dijo mister Parker Pyne sonriendo. Y recostándose en su sillón, unió las puntas de los dedos de una y otra mano—. El problema se refiere a su esposo. En términos generales, su vida de casados ha sido feliz. Su marido, por lo que veo, ha prosperado. Creo que el caso incluye a una señorita... quizás una señorita que trabaja en el despacho de su marido.
—Una secretaria —dijo Mrs. Packington—. Una detestable intrigante con los labios pintados y medias de seda y rizos —Las palabras habían salido de ella precipitadamente.
Mister Parker Pyne hizo una seña afirmativa con gesto apaciguador.
—No hay en realidad ningún mal en ello... ésa es la frase que emplea siempre su propio esposo, no lo dudo.
—Esas son sus propias palabras.
—¿Por qué, entonces, no ha de disfrutar de una pura amistad con esa señorita y proporcionar un poco de alegría, un poco de placer a su triste existencia? La pobre muchacha se divierte tan poco... Imagino que éstos son los sentimientos de su esposo.
Mrs. Packington hizo un vigoroso gesto afirmativo.
—¡Una farsa...! ¡Todo es una farsa! Se la lleva al río... A mí me gusta también ir al río, pero hace cinco o seis años que esto le estorbaba para jugar al golf. Pero por ella puede dejar el golf. A mí me gusta el teatro... George ha dicho siempre que está demasiado cansado para salir de noche. Ahora se la lleva a ella a bailar... ¡a bailar! Y vuelve a las tres de la madrugada. Yo... yo...
—¿Y sin duda, deplora el hecho de que las mujeres sean tan celosas, tan intensamente celosas, cuando no hay absolutamente causa alguna, en realidad, para los celos?
Mrs. Packington hizo otro gesto afirmativo.
—Ni más ni menos —y preguntó con viveza—: ¿Cómo sabe usted todo esto?
—Las estadísticas —contestó míster Parker Pyne sencillamente.
—Esto me hace tan desgraciada... —dijo Mrs. Packington—. Siempre he sido una buena esposa para George. He trabajado hasta desollarme los dedos desde los primeros tiempos. Le he ayudado a salir adelante. Nunca he mirado a ningún hombre. Su ropa está siempre zurcida. Come bien y la casa está bien administrada económicamente. Y ahora que hemos prosperado socialmente y podríamos disfrutar y salir un poco, y hacer todas las cosas que yo había esperado hacer algún día... ¡Bueno, me encuentro con esto! —y tragó saliva con dificultad.
Mister Parker Pyne afirmó con grave expresión:
—Le aseguro que comprendo su caso perfectamente.
—Y... ¿puede usted hacer algo? —preguntó ella casi en un murmullo.
—Ciertamente, mi querida señora. Hay una cura. Oh, sí, hay una cura.
—¿Y en qué consiste? —y esperó la contestación con los ojos muy abiertos.
Mister Parker Pyne habló con calma y firmeza.
—Se pondrá usted en mis manos y los honorarios serán doscientas guineas.
—¡Doscientas guineas!
—Exactamente. Usted puede pagarlas, Mrs. Packington. Las pagaría por una operación. La felicidad es tan importante corno la salud del cuerpo.
—¿Se las abono después, supongo?
—Al contrario —dijo míster Parker Pyne—. Me las abona por adelantado.
—Me parece que no veo el modo... —repuso ella levantándose.
—¿De cerrar un trato a ciegas? —dijo míster Parker Pyne animadamente—. Bien, quizás tiene usted razón. Es mucho dinero para arriesgarlo. Tiene que confiar en mí, ya comprende. Tiene que pagar y correr el riesgo. Éstas son mis condiciones.
—¡Doscientas guineas!
—Exactamente: doscientas guineas. Es una suma considerable. Bueno días, Mrs. Packington. Avíseme si cambia de opinión —y le estrechó la mano con una sonrisa imperturbable.
Cuando ella se hubo retirado, oprimió un botón que había sobre la mesa. Respondiendo a la llamada, entró una joven con gafas de aspecto antipático.
—Hágame el favor de traer una carpeta, miss Lemon. Y puede decirle a Claude que probablemente lo necesitaré pronto.
—¿Una nueva clienta?
—Una nueva clienta. De momento, ha retrocedido, pero volverá. Probablemente esta tarde, hacia las cuatro. Anótela.
—¿Modelo A?
—Modelo A, por supuesto. Es interesante ver como cada uno cree que su propio caso es único. Bien, bien, avise a Claude. Dígale que no se ponga demasiado exótico. Nada de perfumes y mejor que se haga cortar el pelo bien corto.
Eran las cuatro y cuarto cuando Mrs. Packington volvió a entrar en el despacho de míster Parker Pyne. Sacó un talonario, extendió un cheque y se lo entregó contra recibo.
—¿Y ahora? —dijo Mrs. Packington dirigiéndole una mirada de esperanza.
—Ahora —contestó míster Parker Pyne sonriendo—, volverá usted a su casa. Mañana, con el primer correo, recibirá determinadas instrucciones y me complacerá si las cumple puntualmente.
Mrs. Packington volvió a su casa en un estado de agradable expectación.
Míster Packington volvió a la defensiva, presto a defender su posición si se reanudaba la escena del desayuno. Pero vio con satisfacción que su esposa no parecía dispuesta a argumentar. La encontró raramente pensativa.
Mientras escuchaba la radio, George se preguntaba si esa querida niña, Nancy, le permitiría que le regalase un abrigo de pieles. Él sabía que era muy orgullosa y no quería ofenderla. No obstante, ella se había quejado del frío. Ese abrigo de mezclilla que llevaba era bien poca cosa: no bastaba para protegerla. Podría, quizás, proponérselo de un modo que ella no le diera importancia...
Tenían que salir pronto otra noche. Era un placer llevar a un restaurante de moda a una muchacha como aquella. Podía ver las miradas de envidia de los jóvenes. Era una chica extraordinariamente bonita. Y le gustaba a ella. Le había dicho que no le parecía apenas viejo.
Levantando la vista, tropezó con la mirada de su esposa. Repentinamente se sintió culpable, cosa que le molestaba. ¡Qué corta de alcances y qué suspicaz era María! ¡Cómo le regateaba las más ligeras satisfacciones!
Giró el interruptor de la radio y se fue a descansar.
A la mañana siguiente, Mrs Packington recibió dos cartas inesperadas. Una de ellas era un impreso en el que se confirmaba la hora dada para asistir a un célebre instituto de belleza. La segunda era una cita con un modisto. En una tercera carta, míster Parker Pyne solicitaba el placer de su compañía para almorzar aquel día en el Ritz.
Míster Packington mencionó la posibilidad de no venir a cenar a casa aquel día, pues tenía que ver a un individuo para tratar de negocios. Mrs. Packington se limitó a inclinar la cabeza con aire distraído y míster Packington salió felicitándose de haber sabido evitar la tormenta.
El especialista en belleza se mostró tajante. ¡Menuda negligencia! Pero, ¿por qué, madame? Debería haberse aplicado un tratamiento desde hacía algunos años. Sin embargo, no era demasiado tarde.
Le hicieron varias cosas en el rostro, que fue prensado y sometido al masaje y al vapor. Le aplicaron primero barro, luego varias cremas y finalmente polvos con otros tantos retoques.
Por último, le entregaron un espejo. «Creo que, efectivamente, parezco más joven», se dijo a sí misma.
La sesión con el modisto fue también emocionante. Salió de allí sintiéndose distinguida, elegante y a la última moda.
A la una y media, Mrs. Packington compareció en el Ritz. La esperaba míster Parker Pyne, impecablemente vestido y envuelto en una atmósfera apaciblemente tranquilizadora.
— Encantadora —le dijo, paseando una mirada experta por su figura, de pies a cabeza—. Me he aventurado a pedir para usted un White Lady.
Mrs. Packington, que no había contraído el hábito de tomar cócteles, no opuso resistencia. Mientras sorbía el excitante líquido con cautela, escuchó a su benévolo instructor.
— Su marido, Mrs. Packington, debe acostumbrarse a esperarla. ¿Entiende usted? A esperarla. Para ayudarla en este detalle, voy a presentarle a un joven amigo mío. Almorzará usted hoy con él.
En aquel momento se acercaba un joven que miraba a un lado y otro. Al descubrir a Mrs. Parker Pyne, fue hacia ellos con movimientos airosos.
—Míster Claude Lutrell. Mrs. Packington.
Míster Claude Lutrell no había cumplido, quizás, los treinta años. Era un joven de aspecto agradable y simpático, vestido a la perfección y sumamente guapo.
— Encantado de conocerla —murmuró.
Al cabo de tres minutos, Mrs. Packington se hallaba frente a su nuevo mentor en una mesa para dos.
Ella se mostró al principio algo vergonzosa, pero mister Lutrell no tardó en devolverle la serenidad. Conocía bien París y había pasado mucho tiempo en la Riviera. Le preguntó a Mrs. Packington si le gustaba bailar. Ella contestó que sí, pero que ahora rara vez bailaba pues a míster Packington no le gustaba salir por las noches.
— Pero no puede ser tan poco complaciente que la retenga a usted en casa —dijo Claude Lutrell, enseñando al sonreír una deslumbrante dentadura—. En estos tiempos, las mujeres no tienen porqué tolerar los celos masculinos.
Mrs. Packington estuvo a punto de decir que no se trataba de celos, pero no lo dijo. Después de todo, era una agradable idea.
Claude Lutrell habló alegremente de los clubes nocturnos. Quedó convenido que la noche siguiente asistirían al popular «Lesser Archangel». A Mrs. Packington le ponía un poco nerviosa la idea de anunciárselo a su esposo. Le parecía que George lo encontraría extraordinario y, posiblemente, ridículo. Pero quedó liberada de toda dificultad por esta causa. Había estado demasiado nerviosa para hablar de ello a la hora del desayuno y a las dos llegó por teléfono el mensaje de que míster Packington cenaría fuera de la ciudad.
La velada constituyó un gran éxito. Mrs. Packington había bailado muy bien cuando era una muchacha y, bajo la hábil dirección de Claude Lutrell, no tardó en coger el ritmo de los bailes modernos. Él la felicitó por su vestido y, asimismo, por su peinado. (Aquella mañana se le había preparado una sesión en una peluquería de moda.) Al despedirse de ella, le besó la mano del modo más expresivo. Hacía años que Mrs. Packington no había disfrutado de una velada como aquella.
Siguieron diez días desconcertantes. Mrs. Packington los pasó entre almuerzos, tés, tangos, comidas, bailes y cenas. Conoció todos los detalles de la triste niñez de Claude Lutrell. Se enteró de las lamentables circunstancias en que su padre había perdido todo su dinero. Oyó el relato de su trágica historia y de sus sentimientos de amargura hacia las mujeres en general.
Al undécimo día, asistieron a un baile del Red Admiral. Mrs. Packington vio allí a su marido antes de que éste se percatase de su presencia. George acompañaba a la señorita de su despacho. Ambas parejas estaban bailando.
—Hola, George —dijo Mrs. Packington con ligereza cuando el curso del baile los acercó.
Y se sintió muy divertida al ver cómo el rostro de su esposo se ponía rojo y luego púrpura de asombro. Con el asombro se mezclaba una expresión de culpa descubierta.
A Mrs. Packington le divertía sentirse dueña de la situación. ¡Pobre George! Sentada de nuevo a su mesa, los observó. ¡Qué gordo estaba, qué calvo, qué mal bailaba! Lo hacía a la manera de veinte años atrás. ¡Pobre George! ¡Quería ser joven a toda costa! Y esa pobre muchacha con la que bailaba tenía que fingir que lo hacía muy a gusto. Parecía estar muy aburrida, ahora que tenía la cara sobre su hombro y él no podía verla.
¡Cuánto más envidiable, pensó Mrs. Packington, era su propia situación! Miró al perfecto Claude, que tenía el tacto de guardar silencio. Qué bien la entendía. Nunca se ponía pesado... como inevitablemente lo hacen los maridos al cabo de unos cuantos años.
Volvió a mirarlo. Y sus miradas se encontraron. Él sonrió. Sus hermosos ojos oscuros, tan melancólicos, tan románticos, se fijaron tiernamente en los suyos.
Bailaron de nuevo. Fue un rato glorioso.
—¿Volvemos a bailar? —murmuró.
Ella se daba cuenta de que los seguía la mirada apoplética de George. Recordaba que la idea había sido poner celoso a George. ¡Cuánto tiempo hacía de eso! En realidad, no deseaba ahora que George sintiese celos. Esto podía trastornarlo. ¡Por qué habría de trastornar al pobre infeliz? Estaba todo el mundo tan contento...
Hacía una hora que mister Packington estaba en casa cuando llegó su esposa. Parecía desconcertado y poco seguro de sí mismo.
—Hum —observó—. O sea que ya estás de vuelta.
Mrs. Packington se quitó el abrigo de soirée que le había costado cuarenta guineas aquella misma mañana.
—Sí —contestó sonriendo—, estoy de vuelta.
George tosió y luego dijo:
—Ha sido curioso... que nos hayamos encontrado.
—¿Verdad que sí? —dijo Mrs. Packington.
—Yo... bueno, pensé que sería una obra de caridad llevar a esa chica a alguna parte. Ha tenido muchos disgustos en su casa. Pensé... bueno, ha sido por pura bondad, ya comprendes.
Mrs. Packington hizo un gesto afirmativo. Pobre George... trabándose y acalorándose y quedándose tan satisfecho de sí mismo.
—¿Quién era ese mono que te acompañaba? Yo no lo conozco, ¿verdad?
—Se llama Lutrell, Claude Lutrell.
—¿Cómo te has encontrado con él?
—Oh, alguien me lo presentó —dijo ella vagamente.
—Es un poco extraño, que salgas a bailar... a tu edad. No debes llamar la atención, querida.
Mrs. Packington sonrió. Se sentía demasiado bien dispuesta hacia el universo en general para darle la réplica adecuada.
—Un cambio es siempre bueno —dijo amablemente.
—Tienes que andarte con cuidado, ya comprendes. Van por ahí muchos holgazanes de ese género. Las mujeres de mediana edad se ponen a veces en situaciones espantosamente ridículas. Yo sólo te lo advierto, querida. No me gustaría algo que fuera impropio de ti.
—El ejercicio me parece muy beneficioso —dijo Mrs. Packington.
—Hum... desde luego.
—Y espero que tú también —dijo Mrs. Packington con tono bondadoso—. Lo que importa es estar contento, ¿no es verdad? Recuerdo que lo dijiste tú mismo una mañana a la hora del desayuno, hace unos diez días.
Su esposo le dirigió una viva mirada, pero sin sarcasmo en la expresión. Ella bostezó.
—Tengo que irme a la cama. A propósito, George, me he vuelto muy caprichosa últimamente. Van a llegar algunas facturas terribles. ¿Verdad que no te importa?
—¿Facturas?
—Sí. Dos modistos, y el masajista y el peluquero. He sido perversamente caprichosa... pero ya sé que a ti no te importa.
Y subió la escalera. Mister Packington se había quedado con la boca abierta. María se había mostrado maravillosamente amable en lo referente a su propia aventura nocturna, no había parecido darle la menor importancia. Pero era una lástima que se hubiese puesto de pronto a gastar dinero. María... ¡ese modelo de esposa ahorradora!
¡Las mujeres! Y George Packington movió la cabeza. Menudos enredos en que se habían metido últimamente los hermanos de esa muchacha. Bueno, a él le había complacido sacarlos del apuro. De todos modos, ¡maldita sea!, las cosas no iban tan bien en la City.
Con un suspiro, míster Packington empezó a subir también la escalera lentamente.
A veces, las palabras dejan de producir un efecto en el primer momento y se recuerdan más tarde. Así pues, hasta la mañana siguiente, algunas frases pronunciadas por míster Packington no penetraron verdaderamente en la conciencia de su esposa.
Tipos holgazanes, mujeres de mediana edad, situaciones espantosamente ridículas.
En el fondo, Mrs. Packington era valiente. Se sentó y miró las cosas cara a cara. Un gigoló. Ella había leído cosas sobre los gigolós en los diarios. Y también había leído cosas sobre las necedades de las mujeres de mediana edad.
¿Era Claude un gigoló? Así lo imaginaba. Pero a los gigolós se les paga y Claude pagaba siempre por ella. Cierto, aunque quien realmente pagaba era mister Parker Pyne, no Claude... O mejor dicho, todo salía de las doscientas guineas que ella le había entregado.
¿Sería ella acaso una tonta de mediana edad? ¿Estaría Claude Lutrell riéndose de ella a sus espaldas? Se le encendió el rostro al pensarlo.
Bueno, ¡qué importaba eso! Claude era un gigoló y ella era una tonta de mediana edad. Pensó que tendría que hacerle algún regalo, una pitillera de oro o algo por el estilo.
Un extraño impulso la obligó a salir y a visitar el establecimiento de Asprey. Allí eligió y pagó una pitillera. Tenía que almorzar con Claude en el Claridge.
Cuando estaban tomando el café, la sacó del bolso.
—Un pequeño presente —murmuró.
Él levantó la vista con el ceño fruncido.
—¿Para mí?
—Sí. Espero... espero que le guste.
Él cubrió la pitillera con la mano y la rechazó violentamente por encima de la mesa.
—¿Por qué me da esto? No lo aceptaré. Cójalo. ¡Cójalo, le digo! —Estaba enfadado. Sus ojos oscuros centelleaban.
—Lo siento —murmuró ella. Y se la guardó de nuevo en el bolso.
Aquel día el trato fue forzado.
A la mañana siguiente, él le dijo por teléfono:
—Necesito verla. ¿Puedo ir a su casa esta tarde?
Ella le dijo que fuese a las tres.
Él llegó muy pálido, muy tenso. De pronto, se puso de pie y se la quedó mirando.
—¿Qué es lo que se cree usted que soy? Esto es lo que he venido a preguntarle. Hemos sido amigos... ¿no es verdad? Pero, a pesar de ello, usted cree que soy... bueno, un gigoló, un individuo que vive a costa de las mujeres. Esto es lo que cree usted, ¿no es verdad?
—No, no.
Pero él rechazó esa protesta. Su rostro estaba ahora muy pálido.
—¡Esto es lo que realmente cree usted! Pues bien: es la verdad. Esto es lo que quería decirle. ¡Es la verdad! Tenía órdenes de pasearla a usted por ahí, de entretenerla, de cortejarla, de hacerle olvidar a su esposo... Éste es mi oficio. Un oficio despreciable, ¿no es verdad?
—¿Por qué me cuenta todo esto? —preguntó ella.
—Porque he terminado con este trabajo. No puedo continuarlo. Por lo menos, no con usted. Usted es diferente. Usted es la clase de mujer que podía inspirarme fe, confianza, adoración. Usted piensa que lo que estoy diciendo forma parte de mi papel —y se acercó más a ella—. Voy a demostrarle que no es así. Voy a retirarme... a causa de usted. Voy a convertirme en un hombre y a dejar de ser una criatura odiosa. Y voy a hacerlo a causa de usted.
Repentinamente, la tomó en sus brazos. Sus labios se cerraron sobre los de ella. Luego la soltó y se mantuvo apartado.
—Adiós. He sido una persona inútil... siempre. Pero prometo que ahora seré diferente. ¿Recuerda usted que una vez dijo que le gustaba leer los anuncios que ponían en los periódicos las personas en apuros? Cada aniversario de este día encontrará allí un mensaje mío diciéndole que la recuerdo y que me porto bien. Entonces sabrá usted todo lo que ha significado para mí. Y otra cosa: no he aceptado nada de usted. Pero deseo que usted acepte algo de mí —y se quitó del dedo un sencillo anillo de oro, un sello—. Era de mi madre. Quisiera que lo tuviese usted. Y ahora, adiós.
Y la dejó de pie, aturdida, con el anillo en la mano.
George Packington regresó a casa temprano. Encontró a su esposa de cara al fuego y con la mirada perdida. Ella le habló bondadosamente, pero con distracción.
—Escucha, María —le dijo de repente con voz insegura—. A propósito de esa muchacha...
—Di, querido.
—Yo... nunca quise trastornarte, ya comprendes. Con ella... nada de nada.
—Ya lo sé. Fue una tontería por mi parte. Sal con ella tanto como quieras, si eso te alegra.
Seguramente, esas palabras hubieran debido animar a George Packington. Lo extraño es que le disgustaron. ¿Cómo puede uno disfrutar de la compañía de una muchacha cuando la propia esposa le invita complaciente a que lo haga? ¡Al diablo con esa historia!, no sería decente. Aquella sensación de ser un pícaro, un hombre duro que juega con fuego, se esfumaba y moría ignominiosamente. George Packington se sintió de pronto fatigado y con la cartera mucho más ligera. Aquella muchacha sí que era una buena picara.
—Podríamos irnos los dos a alguna parte una temporadita si te apetece, María —le propuso tímidamente.
—Oh, no te preocupes por mí. Estoy perfectamente.
—Pero a mí me gustaría sacarte de aquí. Podríamos ir a la Riviera.
Mrs. Packington le sonrió a distancia.
Pobre George. Sentía afecto por él. Su situación era tan patética... En su vida no había el secreto esplendor que tenía la de ella. Le sonrió aún con mayor ternura.
—Eso sería delicioso, querido —le dijo.
Mister Parker Pyne estaba diciéndole a miss Lemon:
—¿A cuánto ascienden los gastos?
—A ciento dos libras, catorce chelines y seis peniques.
Alguien empujó la puerta y entró Claude Lutrell. Parecía algo melancólico.
—Buenos días, Claude —dijo mister Parker Pyne—. ¿Ha acabado todo satisfactoriamente?
—Eso creo.
—¿Y el anillo? ¿Qué nombre has puesto en él?
—Matilda —contestó Claude sombríamente—, 1899.
—Excelente. ¿Qué texto para el anuncio?
—«Me porto bien. Sigo recordando. Claude.»
—Haga el favor de tomar nota de esto, miss Lemon. La columna de los que están en apuros. Tres de noviembre, durante... Déjeme ver: gastos ciento dos libras, con catorce y seis. Sí, durante diez años, supongo. Esto nos deja un beneficio de noventa y dos libras, dos chelines y cuatro peniques. Está bien. Está perfectamente bien.
Miss Lemon se retiró.
—Oiga —exclamó Claude estallando—: Esto no me gusta. Es un juego sucio.
—¡Mi querido muchacho!
—Un juego sucio. Ésta es una mujer decente... una buena persona. Contarle todas estas mentiras... llenarla de esa literatura lacrimosa, ¡al diablo con todo! ¡Me da asco!
Mister Parker Pyne se ajustó las gafas y miró a Claude con una especie de interés científico.
—¡Pobre de mí! —dijo secamente—. No creo recordar que su conciencia le atormentase durante su... ¡ejem! notoria carrera. Sus casos en la Riviera fueron particularmente descarados y su explotación de Mrs. Hattie West, la esposa del rey californiano del cohombro, fue especialmente notable por el endurecido instinto mercenario de que hizo usted gala.
—Bien, empiezo a pensar de otra manera —refunfuñó Claude—. Este juego no es... limpio.
Mister Parker Pyne habló con el tono de un director de escuela que amonesta a su alumno favorito.
—Ha realizado usted, mi querido Claude, una acción meritoria. Ha dado a una mujer desgraciada lo que necesitan todas las mujeres: un sueño. Una mujer rompe una pasión a pedazos y no saca nada bueno de ella, pero un sueño puede guardarse en un armario, con espliego, y ser contemplado durante muchos años. Yo conozco la naturaleza humana, hijo mío, y puedo decirle que una mujer puede vivir mucho tiempo de un incidente de este tipo —y terminó, tras toser—: Hemos cumplido nuestro compromiso con Mrs. Packington de un modo muy satisfactorio.
—Bueno —murmuró Claude—, pero no me gusta —y abandonó la habitación.
Mister Parker Pyne tomó de un cajón una carpeta nueva y escribió: «Interesantes vestigios de conciencia visibles en un gigoló endurecido. Nota: Estudiar su desarrollo.»
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

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