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Novela policíaca de Agatha Christie.

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Модераторы: Aplatanado, Wladimir

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Сб июл 11, 2020 7:28 pm

30

EL CASO DEL EMPLEADO DE LA CITY
СЛУЧАЙ УСТАВШЕГО КЛЕРКА


Míster Parker Pyne se recostó con aire pensativo en su sillón giratorio y estudió a su visitante. Vio a un hombre pequeño y macizo, de cuarenta y cinco años, de ojos melancólicos, inciertos y tímidos, que le miraban con una especie de ansiosa esperanza.
— Vi su anuncio en el diario —dijo éste nerviosamente.
— ¿Tiene usted algún problema, Mr. Roberts?
— No... no es un problema exactamente.
— ¿Es usted infeliz?
— Tampoco podría decir que se trate de esto. Tengo mucho que agradecer a mi suerte.
— Todos tenemos... — dijo míster Parker Pyne —. Pero es mala señal cuando tenemos que acordarnos de ello.
— Lo sé —dijo el hombrecillo con ansiedad—. ¡Es esto exactamente! Ha dado usted en el clavo, señor mío.
— ¿Y si me hablase de su propia vida? —propuso míster Parker Pyne.
— No hay mucho que contar, señor. Como le he dicho, no puedo quejarme de mi suerte. Tengo trabajo, me las he arreglado para ahorrar algo de dinero, mis hijos son fuertes y estamos sanos.
— Entonces, ¿qué es lo que quiere?
— Yo... no lo sé —contestó poniéndose colorado—. Me figuro que esto parece una tontería.
— De ningún modo — afirmó míster Parker Pyne.
Mediante hábiles preguntas fue obteniendo nuevas confidencias. Se enteró del empleo de míster Roberts en una casa bien conocida y de sus ascensos, lentos pero no interrumpidos. Quedó informado de su patrimonio, de sus luchas para dar a su vida un aspecto decente, para educar a los hijos y hacer que crecieran sanos, de sus actividades y proyectos, de sus sacrificios para poder ahorrar una cuantas libras cada año. Oyó, en efecto, el poema de una existencia de incesante esfuerzo para sobrevivir.
— Y bien, ya ve usted cómo están las cosas — confesó míster Roberts —. Mi mujer está fuera, con los dos niños pequeños, pasando unos días en compañía de su madre. Un pequeño cambio para los niños y un descanso para ella. Allí no queda sitio para mí y resultaría demasiado caro irme a otra parte. Y encontrándome solo, he leído el diario y he visto su anuncio, que me ha hecho pensar. Tengo cuarenta y ocho años. Se me ha ocurrido... Por todas partes pasan cosas —terminó míster Roberts, con ojos en los que se reflejaba toda su anhelante alma suburbana.
— ¿Y desea usted —dijo míster Parker Pyne— vivir gloriosamente durante diez minutos?
— Bueno, yo no lo hubiera expresado así. Pero quizás tiene usted razón. Salir, únicamente, de las roderas. Después volvería a ellas agradecido... con algo en que pensar — y miró al otro hombre con ansiedad —. ¿Debo suponer que esto no es posible, señor? Me temo... Me temo que no podría pagar mucho.
— ¿Cuánto puede usted gastar?
— Podría arreglármelas para pagar cinco libras — y esperó la contestación desalentado.
— Cinco libras — dijo mister Parker Pyne —. Me imagino que quizás podríamos hacer algo por cinco libras. ¿Tiene usted reparo en correr un peligro? — añadió con viveza.
El pálido rostro de mister Roberts se coloreó ligeramente.
— ¿Peligro, ha dicho usted? Oh, no, ningún reparo... Nunca he hecho nada que fuese peligroso.
Mister Parker Pyne sonrió.
— Venga a verme mañana y le diré lo que puedo hacer por usted.
El «Bon Voyageur» es una hostería poco conocida: un restaurante frecuentado por unos cuantos parroquianos. No les gustaban allí las caras nuevas.
Al «Bon Voyageur» se dirigió mister Parker Pyne, que fue reconocido y recibido respetuosamente.
— ¿Está aquí mister Bonnington? — preguntó.
— Sí, señor, en su mesa de costumbre.
— Bien, iré a reunirme con él.
Mister Bonnington era un caballero de aspecto militar, con el rostro algo bovino. Y recibió a su amigo con satisfacción.
— Hola, Parker. Le veo a usted muy poco últimamente. No sabía que venía aquí.
— Vengo de vez en cuando, especialmente cuando quiero encontrar a un viejo amigo.
— ¿Se refiere a mí?
— Me refiero a usted. El caso es, Lucas, que he estado pensando en lo que hablamos el otro día.
— ¿El asunto Peterfield? ¿Ha visto las últimas noticias en los diarios? No, no puede haberlas visto. No saldrán hasta esta tarde.
— ¿Qué noticias son éstas?
— Peterfield fue asesinado ayer por la noche —dijo míster Bonnington comiendo ensalada plácidamente.
— ¡Cielo santo! —exclamó míster Pyne.
— Oh, eso no me sorprende —dijo míster Bonnington—. Peterfield era testarudo como él solo. No quiso escucharnos. Insistió en conservar los planos en su poder.
— ¿Se los han cogido?
— No, parece que alguna mujer fue por allí y le dio al profesor una receta para cocer el jamón. Y el gran borrico, distraído como de costumbre, guardó la receta en la caja fuerte y los planos en la cocina.
— Qué suerte.
— Casi providencial. Pero no sé todavía quien va a llevarlos a Ginebra. Maitland está en el hospital. Carslake está en Berlín. Yo no puedo marcharme. Lo que significa que sólo queda el joven Hooper — y miró a su amigo.
— ¿Sigue usted pensando igual? —preguntó míster Parker Pyne.
— En absoluto. ¡Ha sido sobornado! Lo sé. No tengo ni una sombra de prueba, ¡pero le digo a usted, Parker, que conozco cuando un tipo es falso! Y necesito que estos planos lleguen a Ginebra. Por primera vez no va a ser vendido un invento a una nación. Va a ser entregado voluntariamente. Es la más bella tentativa que se haya hecho nunca en favor de la paz, y es preciso que se lleve a buen término. Y Hooper es un traidor. Ya lo verá usted, ¡lo narcotizarán en el tren! Si viaja por aire, ¡el avión tomará tierra en algún lugar conveniente! Pero, ¡maldita sea!, no puedo callarme. La disciplina. ¡Hemos de tener disciplina! Por esto le pregunté a usted el otro día...
— Me preguntó si conocía a alguien.
— Sí, pensé que podía conocer a alguien, dada la naturaleza de su trabajo. Algún valiente con ganas de pelear. Cualquiera que yo envíe tiene muchas probabilidades de no llegar vivo. El que me dé usted no es fácil que se haga sospechoso. Pero ha de ser valiente.
— Me parece que conozco a alguien que le servirá.
— Gracias a Dios, aún quedan muchachos dispuestos a correr un riesgo. Bien, ¿de acuerdo?
— De acuerdo —dijo míster Parker Pyne.
Míster Parker Pyne estaba resumiendo sus instrucciones.
— Vamos a ver, ¿está todo bien claro? Irá usted a Ginebra en un coche-cama de primera clase.
Saldrá de Londres a las diez cuarenta y cinco. Irá vía Folkestone a Boulogne, donde tomará aquel tren. Llegará a Ginebra a las ocho de la mañana siguiente. Aquí tiene la dirección del lugar donde se presentará. Haga el favor de aprendérsela de memoria, porque destruiré el papel. Vaya después a este hotel y espere nuevas instrucciones. Aquí hay dinero suficiente en billetes y monedas francesas y suizas. ¿Me comprende?
— Sí, señor —contestó Roberts con los ojos brillantes de excitación—. Perdóneme, pero, ¿me está permitido saber algo... de lo que voy a llevar?
— Va a llevar un mensaje cifrado que revela el lugar secreto donde están escondidas las joyas de la corona de Rusia —dijo solamente—. Debe comprender, desde luego, que los agentes bolcheviques estarán alerta para cerrarle el paso. Si le es necesario hablar de sí mismo, yo le recomendaría que dijese que ha recibido algún dinero y ha decidido disfrutar unas cortas vacaciones en el extranjero.
Míster Roberts bebió a sorbos una taza de café y paseó la mirada por el lago Leman. Era feliz, pero, al mismo tiempo, se sentía desilusionado.
Era feliz porque, por primera vez en su vida, se hallaba en un país extranjero. Además, se alojaba en el tipo de hotel en que no volvería a alojarse nunca, ¡y ni por un momento tenía que preocuparse por el dinero! Tenía un dormitorio con cuarto de baño propio, deliciosas comidas y un servicio atento. Ciertamente, todas estas cosas causaban gran satisfacción a míster Roberts.
Pero se sentía desilusionado porque, hasta aquel momento, no le había ocurrido nada que mereciese el nombre de aventura. No había encontrado en su camino bolcheviques disfrazados ni rusos misteriosos. El único ser humano con quien había tratado era un viajante de comercio francés que iba en el mismo tren y había charlado agradablemente con él en un inglés excelente. Había ocultado los papeles en el hueco de la esponja, como se le había encargado que hiciera, y los había entregado según las instrucciones recibidas. No se le había presentado ninguna situación peligrosa ni había tenido que salvar la vida de milagro. Mister Roberts estaba desilusionado.
Fue en aquel momento cuando un hombre alto y barbudo murmuró la palabra «Pardon» y se sentó al otro lado de su mesilla.
— Usted me excusará —dijo el recién llegado—, pero creo que conoce usted a un amigo mío. Sus iniciales son P.P.
Mister Roberts sintió un agradable estremecimiento. Allí estaba por fin el ruso misterioso.
— Muy... cierto —dijo.
— Entonces, creo que nos entenderemos.
Míster Roberts le dirigió una mirada escrutadora. Esto se parecía mucho más a la verdadera aventura. El desconocido era un hombre de unos cincuenta años y de aspecto distinguido, aunque extranjero. Usaba un monóculo y ostentaba en el ojal una cintita de color.
— Ha desempeñado usted su misión del modo más satisfactorio —le dijo el desconocido—. ¿Se encuentra dispuesto a emprender otra?
— Ciertamente. Oh, sí.
— Muy bien. Comprará usted un billete para el coche-cama del tren Ginebra-París de mañana por la noche. Pedirá la litera número nueve.
— ¿Y si no estuviese libre?
— Estará libre. Ya se habrán cuidado de que esté libre.
— Litera número nueve —repitió Roberts—. Sí, lo recordaré.
— Durante el curso de su viaje, alguien le dirá: «Pardon, monsieur, creo que estuvo usted hace poco en Grasse.» A lo que usted contestará: «Sí, el mes pasado.» Aquella persona le dirá entonces: «¿Está usted interesado en los perfumes?» Y usted contestará: «Sí, soy fabricante de una esencia sintética de jazmín.» Después de lo cual, se pondrá enteramente a la disposición de la persona que le habrá hablado. A propósito, ¿va usted armado?
— No —contestó míster Roberts agitado—. No, nunca pensé... Es decir...
— Esto tiene fácil remedio —dijo el hombre barbudo. Y miró a su alrededor. No había nadie cerca. Míster Roberts se encontró en la mano algo duro y brillante—. Un arma pequeña, pero eficaz —añadió el desconocido sonriendo.
Míster Roberts, que no había disparado un revólver en toda su vida, lo metió con cuidado en su bolsillo, con la desagradable sensación de que el tiro podía salir en cualquier momento.
Repasaron las frases que servirían de santo y seña, y el nuevo amigo de míster Roberts se levantó.
—Le deseo buena suerte —dijo—. Que llegue al final sin contratiempos. Es usted un hombre valiente, míster Roberts.
«¿De veras lo soy?», pensó Roberts cuando el otro se hubo marchado. «Estoy seguro de que no deseo que me maten. Eso no me convendría de ningún modo.»
Por su columna vertebral corrió un agradable estremecimiento, ligeramente deslucido por otro que no lo era tanto.
Pasó a su habitación y examinó el arma. No estaba aún seguro sobre el modo de accionar su mecanismo y esperó no verse en la necesidad de usarlo.
Luego, salió para comprar su billete de ferrocarril.
El tren salía de Ginebra a las nueve y treinta. Roberts llegó a la estación con suficiente anticipación. El empleado tomó su billete y pasaporte, y se hizo a un lado mientras un mozo colocaba su maleta en la red. Había allí otro equipaje: una maleta de piel de cerdo y un maletín.
— El número nueve es la litera de abajo —dijo el empleado.
Al volverse Roberts para dejar el coche, tropezó con un hombre grueso que entraba. Los dos se apartaron con frases de excusa, las de Roberts en inglés y las del extranjero en francés.
Era un hombre corpulento, con la cabeza afeitada y gafas de espesos cristales por los que sus ojos parecían dirigir miradas suspicaces.
«Un tipo formidable», dijo Roberts para sí mismo.
Este compañero de viaje le resultaba algo siniestro. ¿Le habrían dicho a él que tomase la litera número nueve sólo para que le vigilase? E imaginó que podía ser así.
Volvió al pasillo. Faltaban aún diez minutos para la hora de la partida y pensó que podía pasear un poco por el andén. A mitad del pasillo retrocedió para hacerle sitio a una dama que acababa de subir al tren y venía precedida por el empleado del coche, que llevaba el billete en la mano. Al pasar por delante de Roberts, dejó caer su bolso. Este lo recogió y se lo entregó.
—Gracias, monsieur —hablaba en inglés, pero tenía acento extranjero y una voz grave, hermosa y seductora—. Pardon, monsieur, creo que estuvo usted hace poco en Grasse.
El corazón de Roberts dio un salto excitado. Tenía que ponerse a la disposición de aquella adorable criatura... porque era, efectivamente, adorable: de eso no cabía duda. No sólo adorable, sino también aristocrática y opulenta. Llevaba un abrigo de pieles y un elegante sombrero. Rodeaba su cuello un collar de perlas. Era morena y sus labios escarlatas.
Roberts le dio la respuesta acordada:
— Sí, el mes pasado.
— ¿Está usted interesado en los perfumes?
— Sí, soy fabricante de una esencia sintética de jazmín.
Ella bajó la cabeza y continuó su camino dejando tras de sí un ligero murmullo:
— En el corredor, tan pronto como el tren arranque.
A Roberts los diez minutos siguientes le parecieron un siglo. Por fin el tren arrancó y él se puso a caminar despacio por el corredor. La dama del abrigo de pieles estaba luchando con una ventanilla. Él se apresuró a ayudarla.
—Gracias, monsieur. Sólo un poco de aire antes de que insistan en cerrarlo todo —y con una voz suave, baja y rápida, añadió—: Pasada la frontera, cuando su compañero de viaje duerma, no antes, entre en el lavabo y, atravesándolo, al departamento del otro lado. ¿Comprende?
— Sí —y bajando el cristal de la ventanilla, dijo en voz alta—. ¿Así está bien, madame?
— ¡Oh, sí! Muchísimas gracias. Roberts se retiró a su departamento. Su compañero de viaje estaba ya tendido en la litera superior. Era evidente que sus preparativos para pasar la noche habían sido sencillos. Se habían reducido en realidad a quitarse las botas y la americana.
Reflexionó acerca de su propia ropa. Era evidente que, debiendo presentarse en el departamento de una dama, no podía desnudarse.
Sustituyó pues sus botas por un par de zapatillas, se echó en la cama y apagó la luz. Al cabo de pocos minutos, el hombre de arriba empezó a roncar.
Acababan de dar las diez cuando llegaron a la frontera. Se abrió la puerta y se oyó la obligada pregunta: «¿Tienen los señores algo que declarar?» La puerta volvió a cerrarse. Luego salió el tren de Bellegarde.
El hombre de la litera superior roncaba de nuevo. Roberts dejó pasar veinte minutos, se puso en pie y abrió la puerta del lavabo. Una vez allí, cerró la puerta a su espalda y examinó cuidadosamente la del lado opuesto. No estaba cerrada con pestillo. Vaciló. ¿Debía llamar?
Quizás llamar resultara absurdo, pero no acababa de gustarle la idea de entrar sin hacerlo. Adoptó un término medio: sin hacer ruido abrió un poco la puerta y esperó. Se atrevió incluso a toser ligeramente.
La respuesta fue rápida. La puerta se abrió, fue cogido por el brazo y arrastrado al otro departamento, y la muchacha cerró y aseguró la puerta tras él.
Roberts se quedó sin aliento. Nunca había imaginado a una mujer tan deliciosa. Llevaba una especie de salto de cama vaporoso color crema, de gasa y encaje. Se apoyaba jadeante contra la puerta del corredor. Roberts había leído muchas veces relatos de hermosas criaturas acorraladas. Ahora estaba viendo una por primera vez... Un cuadro emocionante.
— ¡Gracias a Dios! —murmuró la muchacha.
Era bastante joven, por lo que Roberts pudo observar y, por su finura y delicadeza, parecía un ser llegado de otro mundo. Aquí tenía por fin una historia romántica... ¡y en ella participaba él mismo!
La joven le habló entonces en voz baja y apresuradamente. Se expresaba bien en inglés, pero su acento era claramente extranjero.
— ¡Estoy tan contenta de que haya venido usted! —dijo—. He tenido un susto horrible. Vassilievitch está en el tren. ¿Comprende lo que esto significa?
Roberts no tenía la menor idea de lo que aquello significaba, pero hizo un gesto afirmativo.
— Creí que había conseguido burlar su vigilancia. Pero debía haberlos conocido mejor. ¿Qué vamos a hacer ahora? Vassilievitch está en el departamento inmediato al mío. Pase lo que pase, no tiene que apoderarse de las joyas.
— No la asesinará a usted y no se apoderará de las joyas —afirmó Roberts con decisión.
— Entonces, ¿qué voy a hacer con ellas?
Roberts miró detrás de ella, a la puerta.
— La puerta está cerrada —dijo.
La joven se echó a reír.
— ¿Qué es una puerta cerrada para Vassilievitch?
Roberts iba sintiendo, más a cada momento, que se hallaba en una de sus novelas favoritas.
— Sólo hay una cosa que hacer: démelas a mí.
La mirada le dirigió una mirada de duda.
— Valen un cuarto de millón.
— Puede usted confiar en mí — dijo Roberts sonrojándose.
La joven vaciló un momento más y dijo, tras un rápido movimiento:
— Sí, confiaré en usted — y al cabo de unos instantes, le tendió un par de medias de seda finísimas, enrolladas —. Cójalas, amigo mío — le dijo al asombrado Roberts.
Él las tomó y comprendió inmediatamente. En lugar de ser ligeras como el aire, las medias eran inesperadamente pesadas.
—Lléveselas a su departamento —le dijo ella—. Puede dármelas por la mañana si... si todavía estoy aquí.
Roberts tosió y dijo:
— Escúcheme. En cuanto a usted — e hizo una pausa —, yo... yo debo protegerla — y se sonrojó con la angustia de mantener la adecuada corrección —. No quiero decir aquí. Me quedaré ahí —e indicó con la cabeza el departamento del lavabo.
— Si prefiere quedarse aquí... —contestó ella, dirigiendo una mirada a la desocupada litera superior.
— No, no — protestó —. Allí estaré muy bien. Si me necesita, puede llamar.
— Gracias, amigo mío — dijo la muchacha en voz baja.
Y, echándose en la litera inferior, tiró del cubrecama y le dirigió una sonrisa de gratitud. Él se retiró al lavabo.
De pronto (unas dos horas más tarde), creyó haber oído algo. Escuchó... y nada. Era posible que se hubiese equivocado. Y sin embargo, le pareció que realmente había percibido un sonido ligero que venía del departamento inmediato. Suponiendo... sólo suponiendo que...
Abrió la puerta sin ruido. El departamento estaba tal como él lo había dejado, con la débil luz en el techo. Permaneció allí forzando la vista a través de aquella semioscuridad hasta que sus ojos se acostumbraron a ella. Y entonces distinguió la silueta de la litera.
Y vio que estaba vacía. ¡La muchacha no estaba allí!
Encendió la luz. El departamento estaba desocupado. De repente, se puso a olfatear el aire. No era más que una ligera ráfaga, pero la reconoció: ¡el olor dulce y nauseabundo del cloroformo!
Por la puerta del departamento (y adivinó que ahora no estaba cerrada con llave) salió al corredor y miró a uno y otro lado. ¡Desierto! Sus ojos se fijaron en la puerta inmediata a la de la muchacha. Ésta había dicho que Vassilievitch estaba en el departamento contiguo. Con cautela, Roberts probó el picaporte. La puerta estaba cerrada por dentro,
¿Qué haría? ¿Pedir que le dejasen entrar? Pero el hombre se negaría... y, después de todo, ¡la muchacha podía no estar allí! Y si estaba, no le agradecería la publicidad que había dado al asunto. Había deducido que el secreto era una condición esencial en el juego que se llevaba entre manos.
Como un hombre perturbado, vagó lentamente por el corredor, acabando por detenerse frente al departamento del final. La puerta estaba abierta y el empleado echado y durmiendo. Y sobre él, colgados de un gancho, se veían su capote oscuro y su gorra puntiaguda.
Al cabo de un instante, Roberts había decidido lo que haría. Al cabo de otro minuto, con el capote y la gorra puestos, volvía al corredor. Se detuvo ante la puerta inmediata a la de la muchacha, se dio tantos ánimos como pudo y llamó resueltamente.
— Monsieur — dijo con su mejor acento.
No habiendo respuesta, llamó de nuevo.
La puerta se abrió un poco y asomó por ella una cabeza, la cabeza de un extranjero enteramente afeitado, con excepción de un bigote negro. Era un rostro irritado y malévolo.
— Qu'est-ce-qu'il y a? —preguntó bruscamente.
— Votre passeport, monsieur —ordenó Roberts, retrocediendo un paso y haciéndole un gesto para que se acercase.
El otro vaciló y salió luego al corredor. Roberts contaba con que lo haría así. Si tenía dentro a la muchacha, naturalmente no querría que el empleado entrase en el departamento. Vivo como un relámpago, Roberts se movió. Con todas sus fuerzas, echó al extranjero a un lado, aprovechándose de que no lo esperaba, y ayudado además por el movimiento del tren, se lanzó al interior del departamento y cerró y aseguró la puerta.
Sobre el extremo de la litera yacía una muchacha con una mordaza en la boca y las muñecas atadas. Rápidamente, la libertó y ella se apoyó en él con un suspiro.
— Me siento tan débil y enferma... — murmuró —. Creo que ha sido cloroformo. ¿Las ha... las ha cogido?
—No —contestó Roberts, golpeándose el bolsillo —. ¿Qué vamos a hacer ahora?
La joven se sentó. Iba recobrando el pleno conocimiento. Y se fijó en la ropa que él llevaba puesta.
—¡Qué hábil ha sido usted! ¡Pensar que ha tenido esta idea! Me ha dicho que me mataría si no le revelaba dónde están las joyas. ¡Pero hemos sido más listos que él! No se atreverá a hacer nada. Ni siquiera puede volver a su departamento.
«Tenemos que quedarnos aquí hasta mañana. Probablemente se bajará del tren en Dijon. Nos detendremos allí aproximadamente dentro de media hora. Él telegrafiará a París para que allí nos sigan la pista. Entretanto, será mejor que tire ese capote y esta gorra por la ventanilla, podrían comprometerle.
Roberts obedeció.
—No debemos dormir — decidió la muchacha —. Debemos permanecer alerta hasta mañana.
Fue una velada extraña y excitante. A las seis de la mañana, Roberts abrió la puerta con cuidado y miró fuera. No había nadie. La joven se deslizó con ligereza hasta su propio departamento. Roberts la siguió allí. Era evidente que aquel lugar había sido registrado. Luego volvió al suyo a través del lavabo. Su compañero de viaje seguía roncando. Llegaron a París a las siete. El empleado estaba lamentando a voces la pérdida de su capote y de su gorra. No había descubierto aún la pérdida de su pasajero.
Empezaron entonces las más pintorescas maniobras. La muchacha y Roberts tomaron un taxi tras otro a través de París. Entraron en hoteles y restaurantes por una puerta para salir por la otra. Por último, ella dejó escapar un suspiro.
— Estoy segura de que ahora ya no nos siguen —dijo—. Nos los hemos quitado de encima.
Almorzaron y tomaron un coche hasta Le Bourget. Tres horas más tarde estaban en Croydon. Roberts no había viajado nunca en avión. En Croydon les esperaba un caballero alto, de cierta edad y remotamente parecido al mentor de mister Roberts en Ginebra. Saludó a la muchacha con especial respeto.
— El coche está aquí, señora —dijo.
— Este caballero nos acompañará, Paul — contestó ella. Y dirigiéndose a Roberts —: El conde Paul Stepanyi.
El coche era una gran limusina. Al cabo de una hora de viaje aproximadamente, entró en los terrenos de una residencia campestre, siguiendo hasta la puerta de una imponente mansión. Mister Roberts fue conducido a una habitación amueblada como despacho. Allí hizo entrega del precioso par de medias.
Luego se quedó solo por un rato, hasta que volvió el conde.
— Mister Roberts — le dijo éste —: le debemos nuestra gratitud y reconocimiento. Ha demostrado usted ser un hombre valiente e ingenioso — y terminó tendiéndole un estuche de tafilete—: Permítame que le confiera la Orden de San Estanislao: décima clase con laurel.
Como en un sueño, Roberts abrió el estuche y miró la ornamental condecoración. El anciano caballero seguía diciendo:
— La gran duquesa Olga desea darle las gracias personalmente antes de que parta.
Y fue conducido entonces a una gran sala de recepción. Allí, muy bella en su ondeante ropaje, vio a su compañera de tren.
La dama hizo con la mano un gesto imperioso y el caballero se retiró.
— Le debo a usted la vida, mister Roberts — dijo la gran duquesa.
Y le tendió la mano, que Roberts besó. Entonces, de repente, se inclinó hacia él.
— Es usted un hombre valiente — dijo.
Y él tendió ahora sus labios, que se unieron a los de ella. Y envuelto en una ráfaga de perfume oriental, sostuvo por un momento en sus brazos su forma bella y esbelta.
Se encontraba aún en medio de un sueño cuando alguien le dijo:
—El coche le conducirá a donde el señor ordene.
Una hora más tarde volvió para recoger a la Gran Duquesa Olga, que subió a él, lo mismo que el caballero canoso. Éste se quitó la barba, que le daba calor. El coche dejó a la Gran Duquesa Olga en una casa, en Streatham. En la entrada, una mujer de cierta edad levantó la vista desde una mesa de té.
—Ah, mi querida Maggie, de modo que ya estás aquí.
En el expreso Ginebra-París esta muchacha era la Gran Duquesa Olga; en el despacho de míster Parker Pyne era Madeleine de Sara y en la casa de Streatham era Maggie Sayers, cuarta hija de una familia honrada y muy trabajadora.
¡Cómo descienden los poderosos!
Míster Parker Pyne almorzaba con su amigo, que le decía:
— Le felicito. El hombre que me proporcionó ha llevado a cabo la empresa sin un tropiezo. La cuadrilla Tormali debe estar desesperada al pensar que se le han escapado los planos de este fusil. ¿Le dijo usted a su agente que los llevaba?
— No, pensé que sería mejor... en fin, adornar la historia.
— Ha sido usted muy discreto.
—No se trata de discreción exactamente. Quería que se divirtiese. Me figuré que un fusil le parecería una cosa mansa. Quería que tuviese algunas aventuras.
— ¿Mansa? —dijo míster Bonnington mirándolo—. Pero si esa gente le hubiera asesinado sin vacilar.
— Sí —contestó míster Parker Pyne suavemente—, pero yo no quería que le asesinasen.
— ¿Gana usted mucho dinero con su profesión, mister Parker?
— A veces lo pierdo —dijo mister Parker Pyne—. Es decir, si se trata de un caso que lo merece.
Tres caballeros encolerizados estaban insultándose unos a otros en París.
— ¡Ese condenado Hooper! — dijo uno de ellos —. ¡Nos ha fallado!
— Los planos no los sacó nadie del despacho — dijo el segundo —. Pero desaparecieron el miércoles, de esto estoy seguro. Y digo, por lo tanto, que usted ha sido quien lo ha estropeado.
— Yo no he hecho tal cosa — dijo el tercero malhumorado —. No había en el tren ningún inglés, salvo un empleadillo que nunca había oído hablar de Peterfield ni del fusil. Lo sé. Lo puse a prueba. Peterfield y el fusil no significaban nada para él — y se echó a reír —. Tenía algún tipo de complejo bolchevique.
Mister Roberts estaba sentado frente a una estufa de gas. Sobre las rodillas tenía una carta de mister Parker Pyne. En ella se incluía un cheque de cincuenta libras «de ciertas personas que estaban encantadas del modo como se había cumplido cierta misión».
Sobre el brazo del sillón que ocupaba había un libro de la biblioteca. Mister Roberts lo abrió al azar: Estaba apoyada en la puerta, como una hermosa criatura acorralada.
Bueno, él ya conocía bien todo esto.
Leyó otra frase: Olfateó el aire. A las ventanas de su nariz llegó el olor débil y nauseabundo del cloroformo.
También sabía lo que era.
La tomó en sus brazos y sintió la respuesta del estremecimiento de sus labios escarlatas.
Mister Roberts exhaló un suspiro. Aquello no era un sueño. Aquello había ocurrido. El viaje de ida había sido bastante soso, ¡pero el viaje de vuelta! Lo había disfrutado de veras. No obstante, se sentía satisfecho de volver a estar en casa. Tenía la vaga sensación de que aquella clase de vida intensa no podía prolongarse indefinidamente. Aunque la Gran Duquesa Olga... aquel último beso de despedida... participaba de la irrealidad de los sueños.
Mary y los niños regresarían al día siguiente. Mister Roberts sonrió con alegría. Ella le diría al verlo: «Hemos tenido unas vacaciones deliciosas. Pero me daba mucha pena pensar que estabas solo aquí, mi pobre muchacho.» Y él le contestaría: «Todo ha ido bien, querida. He tenido que ir a Ginebra por un asunto de la casa (una pequeña negociación algo delicada) y mira lo que me han enviado», y le mostraría el cheque de cincuenta libras.
Se acordó de la Orden de San Estanislao, décima clase con laurel. La había escondido, pero ¿y si Mary la encontraba? Tendría que darle muchas explicaciones...
¡Ah! Ya lo tenía...: le diría que la había comprado en el extranjero, una curiosidad como cualquiera.
También él formaba parte de la gloriosa compañía a la que le ocurrían cosas.
YAROSLAV
 
Сообщений: 629
Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Пн июл 13, 2020 2:37 pm

31

АГАТА КРИСТИ EL CASO DEL ESPOSO DESCONTENTO
СЛУЧАЙ НЕСЧАСТНОГО МУЖА

No hay duda de que una de las mayores ventajas con que contaba míster Parker Pyne consistía en sus simpáticas maneras. Eran una maneras que invitaban a la confianza. Conocía muy bien la clase de parálisis que invadía a sus clientes tan pronto como atravesaban la puerta de su despacho. Y míster Parker Pyne se ocupaba de allanarles el camino para que hiciesen las necesarias revelaciones.

En la mañana a que nos referimos, se hallaba ante un nuevo cliente, un señor llamado Reginald Wade. Según dedujo inmediatamente, mister Wade pertenecía al tipo inarticulador: el tipo de personas que encuentran gran dificultad en expresar con palabras cualquier estado emocional o algo relacionado con él.
Era un hombre alto y ancho de hombros, con agradables ojos azules y una piel bastante curtida. Desde su asiento tiraba distraídamente de su pequeño bigote y miraba a míster Parker Pyne con todo el interés de un animal mudo.
— Vi su anuncio, ya comprende — dijo hablando a trompicones —. Pensé que podría probar suerte. Es una aventura extraña para mí, pero como uno nunca sabe, ¿no es verdad?
Míster Parker Pyne interpretó con acierto estas crípticas observaciones.
— Cuando las cosas van mal es cuando uno se siente dispuesto a probar fortuna.
— Éste es el caso. Éste es el caso, exactamente. Quiero probar suerte, cualquier clase de suerte. Las cosas me van mal, mister Parker Pyne. No sé qué hacer para remediarlo. Es un caso difícil, como comprenderá, endiabladamente difícil.
— Aquí —dijo míster Parker Pyne— es donde intervengo yo. ¡Yo sé lo que hay que hacer! Soy un especialista en todo género de disgustos humanos.
— Oh, yo diría... que es pretender mucho, eso.
— No, ciertamente. Los disgustos humanos pueden clasificarse en cinco grupos principales: la falta de salud, el tedio, las mujeres que sufren a causa de sus maridos, los maridos —e hizo una pausa— que sufren a causa de sus mujeres...
— En realidad, ha dado usted en el clavo. Ha acertado totalmente.
— Cuénteme esto —dijo míster Parker Pyne.
— No hay mucho que contar. Mi mujer quiere que acceda a divorciarme de ella para poder casarse con otro.
— Lo cierto es que éste es un caso muy frecuente en nuestros tiempos. Y usted, por lo que deduzco, no piensa igual que ella en este asunto.
— La quiero —dijo míster Wade sencillamente—. Ya lo ve usted, la quiero.
Aquella era una declaración sencilla y, en cierto modo, fría. Pero si míster Wade hubiera dicho:
«La adoro. Besaría el suelo que pisa. Me haría pedazos por ella», no hubiera resultado más explícito para míster Parker Pyne.
— No obstante, ya lo ve usted — continuó míster Wade —, ¿qué puedo hacer? Quiero decir que se siente uno tan desamparado... Si ella prefiere a ese otro individuo... bueno, uno tiene que aceptar su papel: apartarse y dejarla hacer.
—¿Lo que propone es que usted se divorcie de ella?
—Por supuesto. Yo no podría permitir que tuviese que arrastrarse por el tribunal de divorcios.
Míster Parker Pyne se quedó con aire pensativo.
—Pero viene usted a verme. ¿Por qué?
El otro le contestó con una risa vergonzosa:
—No lo sé. Ya lo ve usted, no soy un hombre hábil. No se me ocurren ideas. He pensado que usted podría... sugerirme alguna. Tengo seis meses de tiempo. Ella está conforme con esto. Si al cabo de esos seis meses sigue pensando lo mismo... bien, bien, entonces yo me retiro. He pensado que usted podría darme algunas indicaciones. En este momento, todo cuanto yo hago le molesta.
Ya ve usted, míster Parker Pyne, que el asunto se reduce a lo siguiente: ¡no soy un chico listo! Me gusta jugar a fútbol, me gusta jugar un partido de golf o de tenis, no sirvo para la música y el arte y todas esas cosas. Mi mujer es inteligente: le gusta la pintura, la ópera y los conciertos y, naturalmente, se aburre conmigo. Ese otro individuo (un tipo desaliñado y de pelo largo) está versado en todas estas materias. Suele hablar de ellas. Y yo no sé. En cierto modo, puedo comprender que una mujer inteligente y bella esté harta de un borrico como yo.
Míster Parker Pyne gimió:
— Y hace que está usted casado ¿cuánto tiempo...? ¿Nueve años? Y supongo que adoptó esta actitud desde el principio. Es una equivocación, mi querido señor, ¡una equivocación desastrosa! No adopte nunca con una mujer una actitud de excusa. Ella le dará el valor que se dé uno mismo... y usted se lo habrá merecido. Debería haberse envanecido de sus proezas atléticas. Debería haber hablado del arte y de la música como «de todas esas tonterías que le gustan a mi mujer».
« Nunca debería lamentar ante ella el hecho de no ser capaz de practicar mejor los deportes. El espíritu humilde, mi querido señor, ¡es un disolvente en el matrimonio! No puede esperarse de ninguna mujer que lo resista. No es extraño que su esposa no lo haya resistido.
Míster Wade estaba mirándolo desconcertado.
— Bien —dijo—. ¿Qué cree usted que debería hacer?
— Ésta es ciertamente la cuestión. Sea lo que sea lo que debería haber hecho hace nueve años es demasiado tarde para hacerlo ahora. Hay que adoptar una nueva táctica. ¿Ha tenido alguna vez aventuras con otras mujeres?
— No, ninguna aventura.
— Quizás hubiera debido decir algún ligero galanteo...
— Nunca me han interesado mucho las mujeres.
— Es un error. Debe usted empezar ahora.
Míster Wade pareció alarmado.
— Oh, escuche, no podría, de verdad. Quiero decir...
— Esto no le ocasionará dificultades. La interesada será una mujer de mi propio personal. Ella le dirá lo que se requiere de usted, y queda entendido que cualquier atención que tenga usted con ella responderá únicamente a lo pactado.
Míster Wade pareció reanimarse.
— Esto está mejor. Pero ¿cree usted realmente...? Quiero decir que me parece que esto sólo aumentará el deseo de Iris de librarse de mí.
— No entiende usted la naturaleza humana, míster Wade. Y menos aún la naturaleza humana femenina. En este momento y desde el punto de vista femenino, usted es puramente un deshecho. Nadie le quiere. ¿Para qué le sirve a una mujer una cosa que nadie quiere? Para nada en absoluto. Pero considere el caso bajo otro ángulo. Suponga que su mujer descubre que está usted deseando recobrar la libertad tanto como ella...
— Debería quedar complacida.
—Debería, quizás, pero ¡no quedará complacida! Por otra parte, vería que había usted atraído a otra joven encantadora... a una muchacha que ha elegido a su gusto. Inmediatamente, su papel queda en alza. Su esposa sabe que todas sus propias amigas dirán que estaba usted cansado de ella y que quería casarse con una mujer más atractiva. Esto le molestará.
—¿Lo cree así?
—Estoy seguro de ello. Usted no será ya «ese pobre Reggie». Usted será «ese pícaro de Reggie». ¡La diferencia es inmensa! Sin abandonar al otro, querrá, sin duda, intentar conquistarlo a usted. Y usted no querrá ser reconquistado. Usted se mostrará inteligente y le repetirá sus propios argumentos: «Es mucho mejor que nos separemos.» «Nuestros temperamentos no se avienen.» Usted comprenderá que, aunque sea cierto que nunca la había entendido, como ella le decía, también lo es que ella nunca le había entendido a usted. Pero no necesitamos profundizar ahora en este punto. Recibirá instrucciones completas a su debido tiempo.
—¿Cree verdaderamente que este plan de usted hará un milagro?
—No diré que estoy absolutamente seguro de ello —contestó mister Parker Pyne cautamente—. Cabe la posibilidad de que su esposa esté tan perdidamente enamorada de ese otro hombre que no le afecte ya nada de lo que usted pueda decir o hacer, pero esto lo considero improbable. Lo probable es que haya sido arrastrada a esta aventura por tedio... el tedio de la atmósfera de devoción incondicional y de absoluta fidelidad con que tan imprudentemente la ha rodeado usted. Si sigue mis instrucciones, me atreveré a decir que tiene a su favor un noventa y siete por ciento de probabilidades.
—Perfectamente, ¿cuánto...?
—Mis honorarios son doscientas guineas por adelantado.
Mister Wade sacó un talonario de cheques.



El jardín de Lorrimer Court era delicioso bajo el sol de la tarde. Iris Wade, recostada en su larga tumbona, formaba una admirable mancha de color. Iba vestida con delicados tonos malva y, gracias a su hábil maquillaje, lograba aparentar mucho menos de los treinta y cinco años que tenía.
Estaba hablando con su amiga, Mrs. Massington, que siempre simpatizaba con ella. Las dos damas sufrían la aflicción de unos esposos atléticos que sólo hablaban de acciones y obligaciones o de golf.
—...y así, una aprende a vivir y a dejar vivir —acabó diciendo Iris.
—Eres admirable, querida —dijo Mrs. Massington, y añadió con prisa excesiva—: Dime quién es esa muchacha...
Iris levantó un hombro con gesto fatigado,
—¡No me lo preguntes! Reggie la ha encontrado. ¡Es la amiguita de Reggie! ¿Has visto algo más divertido? Ya sabes que, por lo general, nunca mira a las mujeres. Se me acercó y tosió y tartamudeó, y me dijo por fin que deseaba invitar a esta señorita De Sara a pasar aquí el fin de semana. Por supuesto, me eché a reír... no pude evitarlo. ¡Reggie, ya sabes! Bueno: aquí la tiene.
—¿Dónde la ha conocido?
—No lo sé. Ha sido muy vago sobre todo este asunto que se trae entre manos.
— Quizás hacía algún tiempo que la trataba.
— Oh, no lo creo —dijo Mrs. Wade—. Naturalmente —continuó—, esto me encanta... me encanta, sencillamente. Quiero decir que simplifica mucho las cosas para mí, tal como están. Porque Reggie me había dado pena... ¡Es tan infeliz! Esto es lo que estaba siempre diciéndole a Sinclair... que le daría mucha pena a Reggie. Pero él insistía en que Reggie se consolaría pronto, y parece que tenía razón. Hace dos días hubiera dicho que Reggie estaba desesperado, ¡y ahora quiere tener aquí a esta muchacha! Como te lo digo, estoy entretenida. Me gusta ver cómo Reggie se divierte. Imagino que el pobre muchacho creyó que iba a ponerme celosa. ¿Has oído algo más absurdo? Y le dije: «Por supuesto que puedes invitar a esa señorita.» ¡Pobre Reggie! ¡Como si una muchacha así pudiera enamorarse de él! Esa chica está divirtiéndose y nada más.
— Es muy atractiva —dijo Mrs. Massington—. Casi hasta un extremo peligroso, si sabes lo que quiero decir. La clase de muchacha que sólo piensa en que la cortejen los hombres. En cierto modo, me parece que no puede ser una chica decente.
— Lo probable es que no lo sea —dijo Mrs. Wade.
— Viste maravillosamente —observó Mrs. Massington.
— De un modo casi demasiado exótico, ¿no te parece?
— Pero muy costoso.
— Opulento. Su aspecto es demasiado radiante y opulento.
— Por ahí vienen — dijo Mrs. Massington.
Madeleine de Sara y Reggie Wade se acercaban cruzando el césped. Estaban riendo y hablando, y parecían muy alegres. Madeleine se dejó caer en una silla, se quitó la boina que llevaba y se pasó las manos por los exquisitos rizos oscuros. No podía negarse que era una mujer hermosa.
—Hemos tenido una tarde tan maravillosa... —exclamó—. Estoy muy acalorada. Debo de estar horrible.
Reggie Wade hizo un movimiento nervioso al oír la pista que se le daba.
—Parece usted... parece usted... —y dejó escapar una risita—. No quiero decir lo que parece —dijo por fin.
Los ojos de Madeleine buscaron los suyos. Su mirada reflejó una total comprensión. Mrs. Massington, muy atenta, lo advirtió rápidamente.
—Debería usted jugar a golf —dijo Madeleine a la dueña de la casa—. No sabe lo que se pierde. ¿Por qué no se anima? Tengo una amiga que lo ha hecho y ha llegado a jugar muy bien, y tenía mucha más edad que usted.
—No me gusta este tipo de diversiones —contestó Iris fríamente.
—¿No tiene disposición para los deportes? ¡Qué lástima para usted! Esto le hace a una persona sentirse descentrada. Pero de verdad, Mrs. Wade, los métodos para aprender son ahora tan buenos que no hay casi nadie que no pueda jugar bien. Yo adelanté mucho en tenis el verano pasado. Desde luego, no sirvo para el golf.
—¡Qué tontería! —protestó Reggie—. Lo único que necesita es que la guíen. Recuerde cómo le han salido esos golpes maravillosos esta tarde.
—Porque usted me ha enseñado la manera de hacerlo. Es un maestro admirable. Hay muchas personas que, sencillamente, no saben enseñar. Pero usted tiene ese don. Debe ser maravilloso estar en su lugar... sabe comunicar lo que quiere.
—Tonterías. No tengo esa habilidad... no sirvo para nada. — Reggie se sentía confundido.
—Debe usted estar muy orgullosa de él —dijo Madeleine, volviéndose hacia Mrs. Wade—. ¿Cómo se las ha arreglado para retenerlo todos estos años? Debe haber sido muy lista. ¿O es que lo tenía escondido?
La dueña de la casa no contestó, limitándose a levantar su libro con una mano que temblaba.
Reggie murmuró algo sobre cambiarse de ropa y se alejó de allí.
—Creo sinceramente que es mucha amabilidad por su parte tenerme aquí —dijo Madeleine—. Algunas mujeres miran con tanta suspicacia a las amigas de sus maridos... Yo pienso que los celos son absurdos, ¿no le parece?
—Así lo creo, efectivamente. Nunca soñaría con estar celosa de Reggie.
—¡Es usted admirable! Porque cualquiera puede ver que es un hombre enormemente atractivo para las mujeres. Me causó desazón saber que estaba casado. ¿Por qué quedan atrapados tan jóvenes todos los hombres atractivos?
—Me complace ver que encuentra usted tan atractivo a Reggie —dijo Mrs. Wade.
—¿No es verdad que lo es? Tan bien parecido y tan impresionantemente hábil en todos los deportes. Y esa fingida indiferencia suya hacia las mujeres... Esto nos estimula, naturalmente.
—Supongo que tiene usted muchos amigos.
—Oh, sí. Me gustan más los hombres que las mujeres. Las mujeres no se muestran nunca verdaderamente amables conmigo. No puedo imaginar por qué razón.
— Quizás es usted demasiado amable con sus maridos —dijo Mrs. Massington, riéndose con retintín.
— Bien, una siente a veces lástima por otras personas. Hay tantos hombres simpáticos unidos a mujeres aburridas... Me refiero, ya me entiende, a esas mujeres artistas y sabihondas. Naturalmente, los hombres desean tener a alguien joven y alegre con quien hablar. Pienso que las ideas modernas sobre el matrimonio y el divorcio responden a esta opinión: a la opinión de rehacer la vida con una persona que comparta los gustos e ideas del interesado. Y las mujeres sabihondas, por su parte, pensarán en rehacerla con individuos melenudos que les den satisfacción. ¿No le parece a usted bueno este plan, Mrs. Wade?
— Ciertamente.
En la conciencia de Madeleine pareció penetrar una cierta frialdad que había impregnado aquella atmósfera. Murmuró una frase sobre su deseo de cambiarse de ropa para el té y las dejó.
— Esas muchachas modernas son unas criaturas detestables — dijo Mrs. Wade —. No hay ni una sola idea en sus cabezas.
— Ésta si que tiene una idea en la suya, Iris — dijo Mrs. Massington —. Está enamorada de Reggie.
— ¡Qué disparate!
— Lo está. He visto cómo lo ha mirado hace un momento. No le importa un comino que esté o no casado. Se propone tenerlo para ella. Esto me parece repugnante.
Mrs. Wade guardó silencio por un momento. Luego dejó oír una risa incierta.
— Después de todo — dijo —, ¿qué importa?
Poco después, Mrs. Wade subió también la escalera. Su esposo se cambiaba de traje en el vestuario. Estaba cantando.
— ¿Te has divertido, querido? — dijo Mrs. Iris Wade.
— Oh, ejem... Sí, me he divertido.
— Me alegro. Quiero que estés contento.
Su esposo asintió.
— Sí, no me quejo.
Reggie Wade no se distinguía por su aptitud para desempeñar papeles, pero, tal como vinieron las cosas, la fuerte turbación que le daba la idea de que estaba desempeñando el suyo, prestó el mismo servicio. Evitaba la mirada de su mujer y se sobresaltaba cuando ésta le hablaba. Se sentía avergonzado y no podía soportar la escena. Nada hubiera podido producir mejor el efecto deseado. Era la viva imagen de la culpa consciente.
— ¿Cuánto tiempo hace que la conoces? —preguntó de repente Mrs. Wade.
— ¡Eh! ¿A quién?
— A miss De Sara, naturalmente.
— Bien, no tengo idea. Quiero decir... hace algún tiempo.
— ¿De verdad? Nunca me la habías nombrado antes de ahora.
— ¿No? Me figuro que me olvidé.
—¡Vaya si te olvidaste! —exclamó Mrs. Wade. Y se alejó con un rumor de ropa malva.
Después del té, Mr. Wade mostró a miss De Sara el jardín de rosas. Cruzaron el césped dándose cuenta de que tenían dos pares de ojos clavados en sus espaldas.
—Escuche —dijo míster Wade, desahogándose, cuando estuvieron en aquel jardín a cubierto de toda mirada—. Escuche, me parece que tendremos que dejar esto. Hace un momento que mi esposa me ha mirado igual que si me odiase.
—No se inquiete —contestó Madeleine—. Todo va bien.
— ¿Lo cree usted? Quiero decir que no deseo ponerla contra mí. A la hora del té ha dicho varias cosas desagradables.
— Todo va bien —repitió Madeleine—. Se porta usted espléndidamente.
— ¿De verdad lo cree así?
— Sí —y continuó en voz más baja—: Su esposa está dando la vuelta a la terraza. Quiere ver lo que estamos haciendo. Es mejor que me bese.
— ¡Oh! —exclamó mister Wade nerviosamente—. ¿Debo hacerlo? Quiero decir...
— ¡Béseme! —dijo Madeleine fieramente.
Mister Wade la besó. La falta de ímpetu en él fue remediada por ella. Madeleine le rodeó con sus brazos. Míster Wade se tambaleó.
— ¡Oh! —exclamó de nuevo.
— ¿Le repugna esto mucho? — preguntó Madeleine.
— No, claro que no — contestó míster Wade galantemente —. Es que... es que me ha cogido por sorpresa — y añadió con anhelo —: ¿Cree usted que hemos estado bastante tiempo en el jardín de rosas?
—Así lo creo —dijo Madeleine—. Hemos hecho aquí un poco de trabajo fino.
Volvieron al césped. Mrs. Massington les informó de que Mrs. Wade había ido a echarse.
Más tarde, mister Wade se acercó a Madeleine con la turbación pintada en el rostro.
—Se encuentra en un estado horrible... histérica.
—Muy bien.
—Vio como la besaba a usted.
—Bueno, nuestra intención era que lo viese.
—Ya lo sé, pero yo no podía decirle esto, ¿no es verdad? No he sabido qué contestarle. He dicho que, sencillamente, ocurrió así.
—Excelente.
—Ha dicho que usted estaba intrigando para casarse conmigo y que no era una joven de buena conducta. Esto me ha trastornado... Me ha parecido una cosa tan injusta... quiero decir, cuando en realidad usted no hace más que desempeñar su papel. Le he contestado que tenía el mayor respeto por usted, que lo que ella decía no era verdad, y me temo que me he enojado un poco cuando ha continuado luego con lo mismo.
—¡Magnífico!
—Y luego me ha dicho que se marchaba. Que no quiere ni volver a dirigirme la palabra. Y ha hablado de hacer las maletas y dejar esta casa —concluyó con expresión de desmayo.
Madeleine sonrió.
—Yo le diré lo que ha de contestar a eso. Dígale que usted es quien debe marcharse, que va a preparar el equipaje para irse a la ciudad.
—¡Pero es que yo no quiero irme!
—Perfectamente. No se irá. Su esposa no podrá soportar la idea de que esté divirtiéndose en Londres.

A la mañana siguiente, Reggie Wade tenía un nuevo boletín que comunicar.
—Dice que ha estado pensándolo bien y que no es justo marcharse cuando accedió a esperar seis meses. Pero que, como yo tengo aquí a mis amigos, no sabe por qué ella no ha de tener a los suyos. E invita a Sinclair Jordan.
—¿Es ése su pretendiente?
—Sí, ¡y que me condene si lo recibo en mi casa!
—Debe recibirlo —dijo Madeleine—. No se preocupe. Yo me encargo de él. Dígale a su esposa que, teniéndolo todo en cuenta, no le importa que venga y que usted sabe que a ella no le importará tampoco que me invite a mí a continuar aquí también.
—¡Oh, querida! —suspiró míster Wade.
—Y ahora, no se desanime —dijo Madeleine—. Todo va espléndidamente. Otros quince días... y todos sus disgustos habrán terminado.
—¿Quince días? ¿Realmente lo cree así? —preguntó mister Wade.
—¿Si lo creo así? Estoy segura de ello —contestó Madeleine.

Una semana más tarde Madeleine de Sara entró en el despacho de mister Parker Pyne y se dejó caer abrumada en el sillón.
— ¡Entra la reina de las vampiresas! —dijo mister Parker Pyne sonriendo.
— ¡De las vampiresas! —repitió Madeleine. Y dejó oír una risa hueca— Nunca me había costado tanto trabajo ser vampiresa. ¡Este hombre está obsesionado con su mujer! Es una enfermedad.
— Sí, verdaderamente —dijo míster Parker Pyne sonriendo—. Bueno, en cierto modo, esto ha facilitado su misión. Yo no expondría a todos los hombres tan alegremente a los efectos de su fascinación, mi querida Madeleine.
La muchacha se echó a reír.
— ¡Si supiera usted lo que me costó conseguir que me besara, como si no le gustase!
— Una nueva experiencia para usted, querida. Bien, ¿ha llevado a buen término su misión?
— Sí, creo que todo ha ido bien. Anoche tuvimos una escena tremenda. Vamos a ver: mi último informe, ¿es de hace tres días?
— Sí.
—Pues bien, como le dije, me bastó con mirar una vez a ese miserable gusano de Sinclair Jordan. Ya no pude quitármelo más de encima, especialmente porque, a juzgar por mi ropa, creyó que tenía dinero. Mrs. Wade estaba furiosa, por supuesto, viendo a sus dos hombres danzando a mi alrededor. Pronto mostré adonde iban mis preferencias. Me burlé de Sinclair Jordan en sus propias barbas y en presencia de ella. Me reí de su ropa y de sus cabellos largos, y señalé la circunstancia de que las rodillas se le juntaban al andar.
— Excelente táctica — dijo míster Parker Pyne con una mirada de aprobación.
— La bomba estalló anoche. Mrs. Wade se puso en evidencia. Me acusó de haber dividido su hogar. Reggie Wade mencionó el asuntillo de Sinclair Jordan. Ella dijo que no era más que el resultado de su desdicha y de su soledad. Que hacía algún tiempo que había advertido el alejamiento de su esposo, pero que no se había formado idea alguna de su causa. Dijo que habían sido siempre muy felices, que ella le adoraba y él lo sabía, y que le quería a él y sólo a él.
»Yo dije que era demasiado tarde para esto. Mister Wade siguió espléndidamente las instrucciones que tenía. ¡Dijo que aquello no le importaba nada! ¡Que iba a casarse conmigo! Mrs. Wade podía quedarse con su Sinclair tan pronto como quisiera. No había razón para que no se entablase el divorcio inmediatamente. Era absurdo esperar seis meses.
»Dijo, además, que dentro de pocos días ella tendría la prueba necesaria y podría instruir a sus abogados. Y dijo que no podía vivir sin mí. Entonces Mrs. Wade se llevó las manos al pecho y habló de su corazón débil, y tuvieron que llevarle un poco de brandy. Él no cedió. Esta mañana ha venido a Londres y no dudo de que esta vez habrá salido tras él.
— Así pues, todo va bien —dijo míster Parker Pyne con animación—. Un caso muy satisfactorio.
En aquel momento se abrió la puerta y apareció en ella Reggie Wade.
— ¿Está aquí? —preguntó entrando en la habitación—. ¿Dónde está? —y, habiendo visto a Madeleine, la cogió de ambas manos—. ¡Querida, querida, querida! Ya comprendiste, ¿no es verdad?, que ayer por la noche hablé en serio... que iba en serio lo que le dije a Iris... No sé cómo he estado ciego tanto tiempo. Pero no lo estoy desde hace tres días.
— Si comprendí, ¿qué?
— Que te adoraba, que no había para mí en el mundo ninguna mujer más que tú. Iris puede tener su divorcio y cuando esto esté solucionado te casarás conmigo, ¿no es verdad? Dime que sí, Madeleine, te adoro.
Y acababa de tomar en sus brazos a la paralizada Madeleine cuando se abrió de nuevo la puerta para dar paso a una mujer delgada y vestida de verde con cierto desaliño.
— ¡Me lo he figurado! —exclamó la recién llegada—. ¡Te he seguido! ¡Sabía que irías a buscarla!
— Puedo asegurarle a usted... —empezó a decir míster Parker Pyne, restableciéndose de la estupefacción que le había sobrecogido.
Sin escucharle, la intrusa se adelantó, exclamando:
—¡Oh, Reggie! ¡No puedes querer destrozar mi corazón! ¡Vuelve! No diré una palabra sobre todo esto. Aprenderé a jugar a golf. No tendré ningún amigo que tú no apruebes. Después de todos estos años de felicidad...
—Nunca había sido feliz hasta ahora —dijo míster Wade, mirando aún a Madeleine—. Al diablo con todo esto, Iris: ¿no querías casarte con ese borrico de Jordan? ¿Por qué no te casas con él?
Mrs. Wade lanzó un gemido y replicó:
—¡Le odio! ¡No quiero ni verlo! —y continuó, volviéndose a Madeleine—: ¡Mujer perversa! ¡Horrible vampiresa...! Me has robado a mi marido.
—¡Madeleine! —exclamó mister Wade, que la miraba con angustia.
Pero ésta contestó:
—Hágame el favor de marcharse.
—Pero, escúchame: esto no es comedia. Te lo digo en serio.
—¡Oh, márchese! — repitió Madeleine ya histérica —. ¡Márchese!
Reggie se encaminó hacia la puerta de mala gana.
— Volveré — le avisó —. No has terminado conmigo — y salió dando un portazo.
— ¡Las muchachas como usted deberían ser azotadas y marcadas al fuego! — exclamó Mrs. Wade —. Reggie siempre había sido un ángel para mí hasta que usted vino y ahora ha cambiado de tal modo que no lo conozco — y con un sollozo, corrió tras de su marido.
Madeleine y mister Parker Pyne se miraron.
— No lo puedo evitar — dijo ella con desamparo —. Es un hombre muy agradable... y simpático, pero no quiero casarme con él. Yo no tenía idea de todo esto. ¡Si usted supiera lo que me costó hacer que me besara!
— ¡Ejem! —dijo míster Parker Pyne —. Siento tener que admitirlo, pero he cometido una equivocación.
Y, moviendo la cabeza tristemente, acercó la carpeta de míster Wade y escribió en ella:

FRACASO debido a causas naturales.
P. D. Se tenían que haber previsto.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вт июл 14, 2020 7:49 pm

32

EL ORACULO DE DELFOS
ДЕЛЬФИЙСКИЙ ОРАКУЛ

En realidad, a Mrs. Peters no le interesaba Grecia. Y en el fondo de su corazón no se había formado opinión alguna sobre Delfos.
Los hogares espirituales de Mrs. Peters eran París, Londres y la Riviera.
Era una mujer que disfrutaba la vida de hotel, pero su idea de una habitación de hotel consistía en una blanca y gruesa alfombra, un lecho lujoso, una profusión de lámparas eléctricas con pantalla en la mesilla de noche para leer y un teléfono; encargar té, comidas, aguas minerales, cócteles para charlar con las amigas y gran abundancia de agua fría y caliente.
En el hotel en que se alojaba en Delfos no había nada de todo esto. Había una vista maravillosa desde las ventanas, un lecho limpio y unas paredes enjalbegadas o menos limpias. Y había una silla, un palanganero y una cómoda. Los baños se servían con un recargo aparte y, de vez en cuando, con escasa agua caliente.
Imaginaba que sería bonito decir que había estado en Delfos, y Mrs. Peters se había esforzado en interesarse por la Grecia Antigua, pero le había resultado difícil. Sus esculturas le parecían incompletas, sin cabezas, brazos o piernas. Secretamente, le gustaba mucho más el bello y completo ángel de mármol con alas que había sido colocado sobre la tumba del difunto míster Willard Peters.
Pero todas estas opiniones íntimas se las guardaba para ella sola por el temor de que su Willard la mirase con desprecio. Por complacer a Willard se encontraba allí, en aquella habitación fría e incómoda, con una doncella malhumorada y un chófer disgustado algo más lejos.
Porque Willard (hasta hacia poco llamado Junior, un título que él aborrecía), que tenía ahora dieciocho años, era un hijo mimado hasta la locura por Mrs. Peters. Willard era quien tenía esa extraña pasión por el arte antiguo. Willard, delgado, pálido, con gafas y dispéptico, era el que había arrastrado a su devota madre a este viaje por Grecia.
Habían estado en Olimpia, que a Mrs. Peters le había parecido un triste revoltijo. El Partenón le había gustado, pero consideraba Atenas como una ciudad sin remedio. Y una visita a Corinto y a Micenas había resultado una pesadilla tanto para el chófer como para Mrs. Peters.
Mrs. Peters pensaba tristemente que Delfos era ya el colmo. Absolutamente nada que hacer más que seguir el camino y mirar las ruinas. Willard se pasaba largas horas de rodillas descifrando inscripciones griegas y diciendo: «¡Madre, escucha esto! ¿No es espléndido?» Y leía algo que a Mrs. Peters le parecía la quintaesencia del aburrimiento.
Aquella mañana, Willard había salido temprano para ver algunos mosaicos bizantinos. Mrs. Peters, sintiendo instintivamente que los mosaicos bizantinos la dejarían fría (tanto material como espiritualmente), se había excusado.
— Lo comprendo, madre — había dicho Willard —: quieres quedarte sola para ir a sentarte en el teatro o arriba, en el estadio, y mirar todo aquello tan hermoso e impregnarte bien.
— Eso es, querido — había contestado Mrs. Peters.
— Ya sabía yo que este lugar te encantaría — había dicho Willard, entusiasmado, y había partido solo en busca de antigüedades.
Y ahora, con un suspiro, Mrs. Peters se preparó para levantarse y desayunar.
En el comedor sólo encontró a cuatro personas: una madre y una hija, vestidas con un estilo especial y que estaban discutiendo sobre el arte de la propia expresión en la danza; un caballero grueso, de mediana edad, que le había salvado una maleta cuando bajaba del tren y se llamaba Thompson, y un recién llegado calvo y también de mediana edad, que estaba allí desde ayer por la noche.
Este personaje era el último que se había quedado en el comedor y Mrs. Peters no tardó en entrar. Las maneras de míster Thompson eran claramente desalentadoras (Mrs. Peters llamaba a esto «la reserva británica»), y la madre y la hija se habían mostrado muy superiores y sabihondas, aunque la muchacha había parecido congeniar con Willard.
A Mrs. Peters el nuevo huésped le pareció una persona muy agradable. Comunicaba su información sin alardes de sabiduría. Le comunicó varios detalles interesantes y simpáticos acerca de los griegos, dándole la impresión de que eran verdaderas personas y no historias aburridas sacadas de un libro.
Mrs. Peters le contó a su nuevo amigo todo lo relativo a Willard, que era un muchacho tan listo y que hubiera podido usar la palabra «Cultura» a modo de apellido. En aquel personaje suave y benévolo había algo que facilitaba la conversación.
Él, por su parte, no le dijo a Mrs. Peters a qué se dedicaba ni cómo se llamaba. Aparte de que había viajado y se tomaba un descanso completo de sus ocupaciones (¿qué ocupaciones?), no fue comunicativo acerca de sí mismo.
En conjunto, se le pasó el día mucho más rápido de lo que ella hubiera supuesto. La madre y la hija y míster Thompson continuaban siendo insociables. Mrs. Peters y su nuevo amigo encontraron a este último saliendo del museo y vieron cómo tomaba inmediatamente la dirección opuesta.
Su nuevo amigo se lo quedó mirando con las cejas fruncidas.
— ¡Estoy preguntándome quién puede ser ese individuo!
Mrs. Peters le comunicó el nombre del otro, pero no podía hacer nada más.
— Thompson... Thompson... No creo haberlo visto antes. Y sin embargo, hay algo en su cara que me resulta familiar. Pero no puedo situarlo.
Por la tarde, Mrs. Peters disfrutó una tranquila siesta en un lugar sombreado. El libro que se había llevado para leer no era el excelente tratado sobre arte griego que le había recomendado su hijo, sino una novela titulada El misterio de la barca del río. Contenía cuatro asesinatos, tres raptos y una banda numerosa y variada de criminales peligrosos. Mrs. Peters se sentía a la vez fortificada y apaciguada con su lectura.
Eran las cuatro cuando regresó al hotel. Estaba segura de que, a aquella hora, Willard habría vuelto ya. Tan lejos se encontraba de presentir ninguna desgracia, que casi se olvidó de abrir la nota que, según le había comunicado el dueño, había traído por la tarde un hombre desconocido.
La nota estaba extremadamente sucia. La abrió con gesto distraído. Al leer las primeras líneas, su rostro palideció y alargó una mano para sostenerse. Estaba escrita por un extranjero, pero en inglés. Decía así:

«Señora:
La presente es para informarle de que su hijo ha sido secuestrado. Nuestro lugar es muy seguro. El joven caballero no sufrirá ningún daño si usted obedece nuestras órdenes. Pedimos por él un rescate de diez mil libras esterlinas. Si habla usted de esto al dueño del hotel o a la policía, o a otra persona, ¡su hijo morirá! Se le avisa para que reflexione. Mañana le daremos instrucciones sobre el modo de entregar el dinero. Si no las obedece, las orejas del honorable joven serán cortadas y le serán enviadas. Y si no las obedece entonces, al día siguiente morirá. No amenazamos en vano. Reflexione y, sobre todo, guarde silencio.
DEMETRIUS, el de las cejas negras»

No es posible decir en qué estado se hallaba la pobre señora al terminar la lectura de la carta. Aunque disparatada e infantil, aquella demanda la dejó envuelta en una atmósfera de peligro. Willard, su niño, su mimado, su delicado y serio Willard.
Iría inmediatamente a buscar a la policía, llamaría a sus vecinos. Pero quizás si lo hacía... Y se estremeció.
Luego, animándose, salió de su habitación en busca del dueño del hotel: la única persona del establecimiento que hablaba inglés.
— Está haciéndose tarde — le dijo —. Mi hijo no ha regresado aún.
El simpático hombrecillo le miró muy satisfecho.
— Cierto — dijo —. El señor despidió las mulas. Deseaba volver a pie. A esta hora, debería ya estar aquí, pero sin duda se ha entretenido por el camino — y sonrió con feliz expresión.
— Dígame — preguntó de pronto Mrs. Peters —: ¿hay en los alrededores personas de mala reputación?
Mala reputación no era una expresión conocida en el vocabulario inglés del hombrecillo. Mrs. Peters se explicó con más claridad. Y recibió la respuesta de que, en todos los alrededores de Delfos, no había más que gente buena, tranquila y muy bien dispuesta hacia los extranjeros.
En sus labios temblaban las palabras, pero las obligó a retroceder. La siniestra amenaza le ataba la lengua. Podía ser una pura fanfarronada, pero ¿y si no lo era? En América, a una amiga suya le habían robado a un niño que fue asesinado al informar ella a la policía. Efectivamente, estas cosas ocurrían.
Estaba casi frenética. ¿Qué iba a hacer? Diez mil libras... ¿qué era esto en comparación con la seguridad de Willard? Pero ¿cómo podía conseguir una suma así? En aquel momento había interminables dificultades con el dinero y era difícil retirarlo de los bancos. Una carta de crédito por unos cuantos centenares de libras era todo lo que tenía en su poder.
¿Entenderían esto los bandidos? ¿Querrían ser razonables? ¿Querrían esperar?
Al acercarse su doncella, la despidió a cajas destempladas. A la hora de la comida sonó la campanilla y la pobre señora se vio obligada a pasar al comedor. Comió maquinalmente. No veía a nadie. Por lo que a ella se refería, la habitación hubiera podido estar desierta.
Al servirle la fruta, le colocaron una nota delante. La infeliz retrocedió, pero la letra era completamente distinta de la que había temido ver: una letra limpia de amanuense inglés. La abrió sin demasiado interés, pero su contenido la intrigó:
«En Delfos no puede usted consultar al Oráculo, pero "puede" consultar a míster Parker Pyne.»
Había dejado, prendido con un alfiler, un anuncio de periódico y al final del pliego una fotografía de pasaporte. Se trataba de su amigo calvo de la mañana.
Mrs. Peters leyó dos veces el recorte:
«¿Es usted feliz? Si no lo es, consulte a míster Parker Pyne.»
¿Feliz? ¿Feliz? ¿Había sido nadie nunca tan infeliz? Aquella era una respuesta a una plegaria.
Apresuradamente, garabateó en una hoja de papel que acertaba a llevar en el bolso:
«Le ruego me ayude. ¿Puede reunirse conmigo fuera del hotel dentro de diez minutos?»
Metiéndolo en un sobre, ordenó al camarero que se lo llevase al caballero que ocupaba la mesa junto a la ventana. Diez minutos más tarde, envuelta en un abrigo de pieles, pues la noche era fría, Mrs. Peters salió del hotel y siguió despacio el camino de las ruinas. Míster Parker Pyne estaba esperándola.
— La gracia del cielo ha hecho que se encuentre usted aquí —dijo ella desalentada —. Pero ¿cómo ha sospechado la terrible situación en que me encuentro? Esto es lo que deseo saber.
— El rostro humano, mi querida señora — dijo míster Parker Pyne con dureza —. He sabido inmediatamente que le había ocurrido algo, pero espero que usted me diga de qué se trata.
Todo salió como de un torrente. Le entregó la carta, que él leyó a la luz de su linterna de bolsillo.
— Hum — dijo —. Un documento notable. Un documento muy notable. Tiene ciertos aspectos...
Pero Mrs. Peters no estaba de humor para escuchar los aspectos más curiosos de la carta. ¿Qué iba a ser de Willard? ¿De su querido, delicado Willard?
Míster Parker Pyne se mostró tranquilizador. Trazó un cuadro atractivo de la vida de los bandidos griegos. Tendrían un cuidado especial con su prisionero, puesto que para ellos representaba una posible mina de oro.
Y gradualmente, la serenó.
— Pero ¿qué voy a hacer yo? — gimió Mrs. Peters.
— Espere hasta mañana. Es decir, a no ser que prefiera acudir directamente a la policía.
Mrs. Peters le interrumpió con un chillido de terror. ¡Su querido Willard sería asesinado inmediatamente!
—¿Cree usted — preguntó a continuación — que volveré a ver a Willard sano y salvo?
— Sobre esto no hay duda — dijo míster Parker Pyne tratando de calmarla —. El único problema es saber si tendrá usted a su hijo sin pagar diez mil libras.
— Lo que quiero es a mi hijo.
— Sí, sí — dijo míster Parker Pyne con tono tranquilizador —. A propósito, dígame, ¿quién trajo la carta?
— Un hombre a quien el dueño del hotel no conoce: un extraño.
— ¡Ah! Aquí hay posibilidades. El hombre que traiga la carta mañana podría ser seguido. ¿Qué es lo que les dirá usted a las personas del hotel sobre la ausencia de su hijo?
— No he pensado en ello.
— Me pregunto ahora... — dijo míster Parker Pyne reflexionando —. Creo que de modo natural podría usted expresar alarma e inquietud con motivo de su ausencia. Podría ponerse en marcha un destacamento de exploración.
— ¿No teme usted que esos demonios...? — Y se quedó sin voz.
— No, no. Mientras no corra el rumor del rapto o del rescate, no pueden ponerse intratables. Después de todo, no pueden esperar que acepte usted la desaparición de su hijo sin agitarse poco ni mucho.
—¿Puedo dejar todo eso en sus manos?
— Esto me corresponde a mí.
Apenas se habían puesto en marcha para regresar al hotel, estuvieron a punto de tropezar con un hombre corpulento.
— ¿Quién era? —preguntó míster Parker Pyne con expresión pensativa —. ¿Era Thompson...? Thompson... hum.
Al retirarse a descansar, Mrs. Peters pensó que era una buena idea la de míster Parker Pyne a propósito de la carta. Quienquiera que fuese el que la trajera, debía estar en contacto con los bandidos. De este modo, se sintió consolada y se durmió mucho más pronto de lo que hubiera podido creer.
Mientras se vestía, a la mañana siguiente, advirtió de pronto que había algo en el suelo, cerca de la ventana. Lo recogió... y su corazón dio un vuelco. El mismo sobre barato y sucio, el mismo tipo de letra... Lo abrió.
«Buenos días, señora:
¿Ha reflexionado usted? Su hijo está bien y no ha sufrido daño alguno... por ahora. Pero hemos de recibir el dinero. Puede ser que no resulte fácil para usted disponer de esa suma, pero se nos ha dicho que tiene a mano un collar de diamantes: piedras muy finas. Con esto nos contentaremos, en lugar de la suma. Escuche, esto es lo que tiene que hacer: Usted, o alguien que usted envíe, debe recoger ese collar y traerlo al estadio. Desde allí subirá al lugar donde hay un árbol junto a una gran roca. Habrá ojos vigilando para asegurarse de que sólo venga una persona. Entonces, su hijo será cambiado por el collar. La hora debe ser mañana a la seis, un momento después de haber salido el sol. Si pone a la policía tras de nosotros, dispararemos contra su hijo cuando su coche vaya a la estación.
Ésta es nuestra última palabra. Si mañana no hay collar, le enviaremos las orejas de su hijo. Al día siguiente, morirá.
Saludos, señora.
DEMETRIUS»
Mrs. Peters corrió en busca de míster Parker Pyne. Éste leyó inmediatamente la carta con profunda atención.
— ¿Es verdad lo que dice sobre el collar de diamantes? —preguntó.
— Completamente. Mi esposo pagó por él cien mil dólares.
— Nuestros ladrones están bien informados —murmuró míster Parker Pyne.
— ¿Qué dice usted?
— Solamente estaba considerando algunos aspectos del caso.
— Le aseguro, míster Pyne, que no tenemos tiempo para eso. Debo tener a mi hijo de regreso cuanto antes.
— Pero usted es una mujer de espíritu, Mrs. Peters. ¿Le gusta dejarse asustar y dejarse quitar diez mil libras? ¿Le gusta entregar sus diamantes mansamente a una pandilla de rufianes?
— Bien, por supuesto ¡si lo presenta usted así! — y la mujer de espíritu que era Mrs. Peters estaba en lucha con la madre —. ¡Cómo quisiera ajustarles las cuentas a esos brutos cobardes! En el mismo instante en que recupere a mi hijo, míster Pyne, lanzaré a la policía de la vecindad tras ellos... ¡Y si es necesario alquilaré un coche blindado para ir con Willard a la estación de ferrocarril! — Mrs. Peters estaba ahora encendida, respirando venganza.
— Sí... —dijo míster Parker Pyne—. Ya lo ve usted, mi querida señora, me temo que se preparan para eso. Saben que una vez haya recuperado a Willard, nada le impedirá dar la voz de alerta por todos los alrededores.
— Pues bien: ¿qué piensa usted hacer?
Míster Parker Pyne sonrió.
— Quiero probar un pequeño plan propio — y paseó una mirada por todo el comedor. Estaba desierto y con las puertas de ambos extremos cerradas—. Mrs. Peters, conozco a un hombre en Atenas... un joyero especializado en los buenos diamantes falsos... un trabajo de primera clase — y bajo la voz hasta que fue sólo un murmullo —. Puedo llamarle por teléfono. Puedo tenerlo aquí esta tarde con una selección de piedras...
— ¿Y se propone usted...?
— Retirar los verdaderos diamantes y sustituirlos por diamantes falsos.
— ¡Cómo! ¡Esto es lo más ingenioso que he oído nunca! — y Mrs. Peters le dirigió una mirada de admiración.
— ¡Chiss! No tan alto. ¿Quiere usted hacerme un favor?
— Sin duda.
— Vigile que nadie se acerque de modo que pueda oír lo que digo por teléfono.
Mrs. Peters hizo un gesto afirmativo.
El teléfono estaba en el despacho del administrador, que se apartó amablemente después de ayudar a míster Parker Pyne a encontrar el número. Al salir, vio fuera a Mrs. Peters.
— Sólo estoy esperando a míster Parker Pyne. Vamos a dar un paseo.
— Oh, sí, señora.
Míster Thompson estaba también en el vestíbulo. Acercándose a ellos, se puso a hablar con el administrador. ¿Había alguna villa para alquilar en Delfos? ¿No? Pero había una más arriba del hotel.
— Pertenece a un caballero griego, señor. Y no la alquila.
— ¿Y no hay otras villas?
— Hay una que pertenece a una señora americana, al otro lado del pueblo. Ahora está cerrada. Y hay una que pertenece a un caballero inglés, un artista. Está al borde de la roca que mira a Itea, es una villa preciosa.
Mrs. Peters intervino. La naturaleza la había dotado de una fuerte voz y ella la forzó más adrede.
— ¡Cómo! — exclamó —. ¡Sí, a mí me encantaría tener una villa aquí! Todo tan intacto y natural. Estoy sencillamente entusiasmada con estos lugares, ¿no lo está usted, míster Thompson? Naturalmente que lo está, si desea tener aquí una villa. ¿Es ésta su primera visita al país? No puedo creerlo.
Y así continuó resueltamente hasta que vio salir del despacho a míster Parker Pyne. Éste le dirigió una ligerísima sonrisa de aprobación.
Míster Thompson descendió lentamente los peldaños y salió al camino, donde se reunió con la madre y la hija sabihondas, que parecían sentir el viento frío sobre sus descubiertos brazos.
Todo fue bien. El joyero llegó un momento antes de comer en un coche lleno de turistas. Mrs. Peters llevó el collar a sus habitaciones. El hombre manifestó su aprobación con un gruñido.
—Madame peut étre tranquille. Je réussirai —y sacando algunas herramientas de un saquito, se puso manos a la obra.
A las once, míster Parker Pyne llamó a la puerta de Mrs. Peters.
— ¡Aquí los tiene!
Y le entregó una bolsita de gamuza. Ella miró al interior.
— ¡Mis diamantes! —exclamó.
— Chis. Aquí está el collar con las piedras falsas que sustituyen a los diamantes. Un buen trabajo, ¿no le parece?
— Sencillamente admirable.
— Aristopoulos es un hombre muy hábil.
— Cree usted que no lo sospecharán?
— ¿Cómo habían de sospecharlo? Saben que tiene usted aquí el collar. Usted lo entrega. ¿Cómo pueden sospechar el ardid?
— Bien, lo encuentro admirable — insistió Mrs. Peters devolviéndole el collar —. ¿Quiere usted entregárselo a ellos? ¿O es pedir demasiado?
— Naturalmente que se lo entregaré. Sólo déme la carta para que tenga claras las instrucciones. Gracias. Ahora, buenas noches y bon courage. Su muchacho estará aquí mañana a la hora del desayuno.
— ¡Con tal de que eso fuese verdad!
— Vamos, no se inquiete. Déjelo todo en mis manos.
Mrs. Peters pasó una mala noche. Cuando se dormía tenía sueños terribles: sueños de bandidos armados que, desde coches blindados, disparaban sobre Willard, que bajaba por una montaña corriendo en pijama. Y se alegró de despertarse. Por último, llegó el primer fulgor de la aurora. Mrs. Peters se levantó y se vistió. Y se quedó sentada... esperando.
A las siete oyó un golpe en la puerta. Tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar.
— Adelante —dijo.
La puerta se abrió y entró míster Thompson. Ella abrió mucho los ojos. Le faltaron las palabras. Tenía el presentimiento de un desastre. Y, sin embargo, el hombre que había entrado tenía una voz completamente natural y vulgar, una voz fuerte y suave.
—Buenos días, Mrs. Peters —dijo.
— ¡Cómo se atreve usted, caballero! ¿Cómo se atreve usted...?
— Debe usted excusar mi visita a una hora tan intempestiva —contestó míster Thompson—, pero ya lo ve, tengo un asunto que tratar.
Mrs. Peters se inclinó hacia delante con una mirada acusadora.
— ¡O sea que fue usted quien raptó a mi hijo! ¡Y no hay tales bandidos!
— Ciertamente, no hay tales bandidos. Ya pensé que ese detalle era muy torpe, muy poco artístico. Es lo menos que puede decirse.
Mrs. Peters era una mujer de una idea fija.
— ¿Dónde está mi hijo? —preguntó con ojos de tigresa enfurecida.
— Lo cierto —contestó míster Thompson— es que está detrás de esa puerta.
— ¡Willard!
La puerta se abrió de golpe. Willard, pálido, con las gafas y claramente con necesidad de afeitarse, fue estrechado contra el corazón de su madre.
Míster Thompson observaba la escena con ojos benignos.
— Sea como sea —dijo Mrs. Peters rehaciéndose de pronto y volviéndose hacia él—, haré que lo procesen por esto. ¡Vaya si lo haré!
— Estás confundida, mamá —dijo Willard—. Este caballero es quien me ha libertado.
— ¿Dónde estabas?
— En una casa situada al borde de la roca, sólo a una milla de aquí.
— Y permítame, Mrs. Peters — dijo míster Thompson —, que le devuelva lo que le pertenece.
Y le entregó un pequeño paquete con una ligera envoltura de papel de seda. Al caer el papel, quedó al descubierto el collar de diamantes.
— No necesita guardar la otra bolsa de piedras, Mrs. Peters —dijo míster Thompson sonriendo—. Las verdaderas piedras continúan en el collar. La bolsa de gamuza contiene algunas imitaciones excelentes. Como le ha dicho su amigo, Aristopoulos es en su profesión un verdadero genio.
— La verdad es que ni entiendo una palabra de todo esto —dijo Mrs. Peters débilmente.
— Debe usted mirar el caso desde mi punto de vista — observó míster Thompson —. Atrajo mi atención el uso de un determinado nombre. Me tomé la libertad de seguirla a usted y a su supuesto amigo cuando salieron del hotel, y escuché (lo confieso francamente) su interesantísima conversación. Me pareció notablemente significativa, tan significativa que comuniqué el caso confidencialmente al administrador. Éste tomó nota del número al que había telefoneado para que un camarero escuchase por completo su conversación en el comedor.
«El plan se me presentó claramente. Era usted víctima de un par de hábiles ladrones de joyas. Conocen todo lo relativo a su collar de diamantes, la siguen a usted hasta aquí y raptan a su hijo, y le escriben una carta «de bandidos» bastante cómica. Y se lo organizan para que usted ponga su confianza en el principal instigador del plan.
«Después de esto, todo es muy sencillo. El buen caballero le entrega a usted una bolsa de falsos diamantes y desaparece con su compadre. Esta mañana, al ver que su hijo no venía, usted se pone frenética. La ausencia de su buen amigo le induce a creer que también ha sido raptado. Deduzco que se las habían arreglado para que alguien fuese mañana a la villa. Esta persona hubiera descubierto a su hijo y, entonces, entre usted y él se hubieran hecho una idea del complot. Pero en aquel momento los picaros hubiera conseguido estar muy lejos.
— ¿Y ahora?
— Oh, ahora están bien encerrados bajo llave. Yo me he ocupado de eso.
— ¡El miserable! — exclamó iracunda Mrs. Peters —. El miserable e hipócrita gordinflón.
—Una persona poco recomendable —convino míster Thompson.
—No acierto a comprender cómo ha podido usted llegar a intervenir en todo esto — dijo Willard con admiración —. Ha sido usted muy listo.
El otro movió la cabeza con gesto de excusa.
— No, no — dijo —. Cuando uno viaja de incógnito y oye su propio nombre usado falsamente...
Mrs. Peters le miró.
— ¿Quién es usted? — le preguntó de repente.
— Yo soy míster Parker Pyne — explicó aquel caballero.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вт авг 04, 2020 1:31 pm

33

LA PERLA DE PRECIO
БЕСЦЕННАЯ ЖЕМЧУЖИНА

Los expedicionarios habían tenido un día largo y fatigoso. Habían salido de Ammán por la mañana temprano, con una temperatura de treinta y seis grados y medio a la sombra, y habían llegado por fin cuando empezaba a oscurecer en el campamento, situado en el corazón de esa ciudad de fantástica y absurda roca roja que es Petra.
Eran siete personas. Mister Caleb P. Blundell, ese macizo y próspero magnate americano; su moreno, bien parecido y algo taciturno secretario, Jim Hurst; sir Donald Marvel, miembro del parlamento inglés, de expresión fatigada; el doctor Carver, veterano arqueólogo de fama mundial; un valeroso francés, el coronel Dubosc; un tal míster Parker Pyne, de profesión quizás no tan claramente definida, pero que respiraba la atmósfera de la solidez británica; y por último, miss Carol Blundell, bonita, mimada y extremadamente segura de sí misma: la única mujer entre media docena de hombres.
Cenaron en la gran tienda, después de elegir las tiendas o cuevas que debían servirles de dormitorios. Hablaron de la política de Oriente Medio, el inglés con cautela, el francés discretamente, el americano de un modo inconexo y superficial. El arqueólogo y míster Parker Pyne no dijeron nada, prefiriendo, al parecer, el papel de oyentes. Y lo mismo Jim Horst.
Luego hablaron de la ciudad que habían venido a visitar.
—Esto es sencillamente demasiado romántico para ser expresado con palabras —dijo Carol—. Pensar que estos... ¿cómo los llaman ustedes?... nabateos, han vivido aquí todo este período... ¡Casi desde que empezó a correr el tiempo!
—No tanto —dijo míster Parker Pyne blandamente—. ¿No es verdad, doctor Carver?
— ¡Oh! Esto es sólo una cuestión de no más de dos mil años, y si hay romanticismo en el bandidaje, entonces sí, supongo que los nabateos eran románticos. Eran una cuadrilla de bandidos ricos, diría yo, que obligaban a los viajeros a utilizar sus propias rutas de caravanas, cuidando de que las otras rutas fuesen peligrosas. Petra es el almacén del botín que recogieron.
— ¿Cree usted que no eran más que bandidos? — preguntó Carol—. ¿Nada más que vulgares ladrones?
—La palabra ladrón es menos romántica, miss Blundell. Un ladrón puede ser un simple ratero. Un bandido da la idea de un extenso campo de operaciones.
— ¿Y qué me dice de un financiero moderno? —sugirió míster Parker Pyne con un movimiento de los párpados.
—¡Esto va para ti, papá! —exclamó Carol.
—Un hombre que hace dinero beneficia a la humanidad —afirmó míster Blundell en tono elocuente.
—La humanidad es tan ingrata... — murmuró míster Parker Pyne.
—¿Qué es la honradez? —preguntó el francés—. Es una nuance, un matiz convencional. En países diferentes significa cosas distintas. Un árabe no se avergüenza de robar, no se avergüenza de mentir. Lo que para él es importante es a quién roba o a quién miente.
—Es decir, el punto de vista —dijo Carver.
—Lo que demuestra la superioridad de Occidente sobre Oriente —observó Blundell—. Cuando estas pobres criaturas se eduquen...
Lánguidamente, sir Donald entró en la conversación:
—Ya saben ustedes que la educación tiene mucho de engaño. Enseña a la gente una cantidad de cosas inútiles. Quiero decir que nada altera lo que uno es.
—¿Lo que significa...?
—Lo que significa que el que roba una vez robará siempre.
Hubo un momento de silencio absoluto. Luego, Carol se puso a hablar febrilmente de los mosquitos y su padre la secundó.
Un poco desconcertado, sir Donald le murmuró a su vecino, míster Parker Pyne:
—Parece que he cometido una torpeza, ¿eh?
—Es curioso — dijo míster Parker Pyne.
Cualquiera que fuese la momentánea turbación causada por el incidente, una persona había dejado de advertirla. El arqueólogo se había quedado callado, con los ojos soñadores y distraídos. Pero, cuando se produjo una pausa, dijo de repente:
—Estoy de acuerdo con esto... por lo menos desde el punto de vista opuesto. Un hombre es, o no es, fundamentalmente honrado. Eso no tiene vuelta de hoja.
—¿No cree usted que una tentación repentina, por ejemplo, convertirá a un hombre honrado en un criminal? — preguntó míster Parker Pyne.
—¡Imposible! — dijo Carver.
En este punto, mister Parker Pyne movió la cabeza suavemente.
—Yo no diría que es imposible. Ya lo ve usted, hay tantos factores a tener en cuenta... Está, por ejemplo, el aspecto crítico.
—¿Qué es lo que usted llama el aspecto crítico? — preguntó el joven Hurst, hablando por primera vez. Su voz era profunda y bastante agradable.
—El cerebro está ajustado para llevar un determinado peso. Un detalle insignificante puede precipitar una crisis y convertir a un hombre honrado en un canalla. Ésta es la razón por la que la mayoría de los crímenes son absurdos. Nueve de cada diez veces, la causa es ese ligero sobrepeso... la gota que colma el vaso.
—Está usted hablando del aspecto psicológico, amigo mío —dijo el francés.
—Si un criminal fuese psicólogo, ¡qué clase de criminal podría ser! — dijo míster Parker Pyne. Y se detuvo como si saborease la idea—. Cuando uno piensa que de cada diez personas que encuentra, nueve por lo menos podrían ser inducidas a actuar del modo que él quisiera con sólo aplicarles el estímulo adecuado...
—¡Oh, explique eso! — exclamó Carol.
—Está el hombre que se intimida: grítele lo suficiente y obedece. Está el que lleva la contraria: exíjale lo contrario de lo que usted desea que haga. Está luego la persona sugestionable, el más frecuente de todos los tipos. Éstos son los que han visto un automóvil porque han oído una bocina. Los que ven un cartero porque oyen el ruido del buzón. Los que ven un cuchillo en una herida porque les han dicho que han apuñalado a un hombre u oyen una detonación porque les han dicho que alguien ha sido asesinado de un tiro.
—Me imagino que nadie podría sugestionarme a mí de esta manera —dijo Carol incrédula.
—Tú eres demasiado lista para esto, querida —observó su padre.
—Es muy cierto lo que ha dicho usted —añadió el francés con tono reflexivo—. La idea preconcebida engaña a los sentidos.
Carol bostezó.
—Me voy a mi cueva —dijo—. Estoy muerta de cansancio. Abbas Effendi ha dicho que tenemos que salir mañana temprano. Nos lleva al lugar del sacrificio... o lo que quiera que sea.
—Allí es donde sacrifican a las muchachas jóvenes y hermosas —dijo sir Donald.
—¡Misericordia! ¡Espero que no! Bien, buenas noches a todos. Oh, se me ha caído un pendiente no sé cómo.
El coronel Dubosc lo recogió de encima de la mesa adonde había ido a parar y se lo devolvió.
—¿Son auténticas? —preguntó sir Donald de repente. Pues descortésmente estaba mirando las dos grandes perlas que ella llevaba en las orejas.
—Son completamente auténticas —contestó Carol con energía.
—Me costaron ochenta mil dólares —añadió su padre con gran satisfacción—. Y se las pone tan flojas que se le caen y ruedan por el suelo. ¿Quieres arruinarme, muchacha?
—Debo decir que no te arruinaría aunque hubieras de comprarme otro par —dijo Carol cariñosamente.
—Supongo que no —convino su padre—. Podría comprarte tres pares de pendientes de esta clase sin que se notase en mi saldo del banco —Y dirigió a su alrededor una mirada de orgullo.
—¡Qué satisfacción para usted! —dijo sir Donald.
—Bien, señores, creo que voy a retirarme ahora —dijo Blundell—. Buenas noches.
El joven Hurst se fue con él. Los otros cuatro se sonrieron entre sí como poseídos por el mismo pensamiento.
—Bueno —dijo con calma sin Donald—, ¡es bonito saber que no encontraría a faltar el dinero! ¡Orgulloso cerdo ricachón! —añadió rencorosamente.
—Esos americanos tienen demasiado dinero —observó Dubosc.
—Para un rico es difícil ser apreciado por los pobres —dijo mister Parker Pyne amablemente.
Dubosc se echó a reír.
—¿Envidia o malicia? —insinuó—. Tiene usted razón, señor mío. Todos quisiéramos ser ricos para poder comprar varios pares de pendientes de perlas. Excepto, quizás, el caballero aquí presente.
Y saludó con la cabeza al doctor Carver, que, según parecía ser su costumbre, volvía a hallarse abstraído. Estaba jugando con un pequeño objeto que tenía en la mano.
—¿Eh? —dijo despertándose—. No, debo admitir que no ambiciono las grandes perlas, pero el dinero es siempre útil, por supuesto. —Y su tono puso al dinero en el lugar que le correspondía—. Pero miren esto: aquí hay algo cien veces más interesante que las perlas.
—¿Qué es?
—Es un sello cilíndrico de hematites negra y en él está grabado una escena de presentación: un dios presenta a un suplicante a otro dios entronizado y más poderoso. El suplicante lleva un cabrito a modo de ofrenda y el dios augusto que ocupa el trono está protegido contra las moscas por un siervo que lo abanica con una rama de palmera. La clara inscripción hace mención del hombre como un servidor de Hammurabi, de modo que debe haber sido hecha hace cuatro mil años.
Sacó del bolsillo un trozo de plastilina y esparció un poco sobre la mesa. La engrasó luego con vaselina e hizo girar el cilindro por encima. Luego, con un cortaplumas, desprendió un cuadrado de plastilina y lo separó despacio del tablero.
—¿Lo ven ustedes?
La escena que había descrito apareció limpia y clara sobre la plastilina.
Por un momento, se sintieron poseídos por el encanto del pasado. Luego, llegó de fuera la voz musical de míster Blundell.
—¡Oigan amigos! ¡Saquen mi equipaje de esa condenada cueva y llévenlo a una tienda! Los no-see-ums1 pican de lo lindo. No voy a poder pegar los ojos.
—¿No-see-ums? —preguntó Donald.
—Probablemente moscas de la arena —dijo el doctor Carver.
—Me gusta no-see-ums —dijo míster Parker Pyne—. Es un nombre mucho más sugestivo.
A la mañana siguiente, los expedicionarios se pusieron en marcha temprano tras varías exclamaciones acerca del color y el tono de las rocas. La ciudad «rosa-encarnada» era verdaderamente un capricho extravagante y pintoresco de la naturaleza. Adelantaban despacio, puesto que el doctor Carver caminaba con los ojos clavados en el suelo, deteniéndose de vez en cuando para recoger pequeños objetos.
—Siempre puede uno reconocer a un arqueólogo... de este modo —dijo el coronel Dubosc sonriendo—. Nunca mira el cielo, ni las montañas, ni las bellezas de la naturaleza. Anda con la cabeza inclinada, buscando.
—Sí, pero, ¿para qué? —preguntó Carol—. ¿Qué cosas recoge usted, doctor Carver?
Con una ligera sonrisa, el arqueólogo mostró un par de fragmentos cenagosos de cerámica.
—¡Esa basura! —exclamó Carol desdeñosamente.
—La cerámica es más interesante que el oro —replicó el doctor Carver.
Carol le dirigió una mirada de incredulidad.
Así llegaron a una curva pronunciada del camino y dejaron atrás dos o tres tumbas excavadas en la roca. La subida era algo difícil. La escolta beduina iba delante, pasando por el borde de los precipicios con indiferencia, sin mirar el abismo que se abría a uno de sus lados.
Carol parecía un poco pálida. Uno de la escolta se inclinó y tendió una mano. Hurst saltó delante de ella y sostuvo su bastón a modo de baranda sobre ese lado peligroso. Ella le dio las gracias con una mirada y un momento después se halló en el ancho sendero de roca. Los otros seguían despacio.
El sol estaba alto ahora y empezaba a dejarse sentir el calor.
Por último, alcanzaron una ancha meseta, casi en la cumbre. Una ascensión fácil los condujo al extremo de un gran bloque cuadrado de roca. Blundell indicó al guía que irían solos. Los beduinos se instalaron cómodamente contra las rocas y empezaron a fumar. Pocos minutos después, los otros habían alcanzado tranquilamente la cima.
Era un lugar curioso y despejado. La vista era maravillosa y comprendía un valle a uno y otro lado. Se hallaban sobre un sencillo suelo rectangular, con pilones excavados al lado y una especie de altar de sacrificios.
—Un sitio espléndido para los sacrificios —dijo Carol con entusiasmo—. ¡Pero, Dios mío, necesitarían mucho tiempo para traer a las víctimas aquí arriba!
—Antes había una especie de camino en zigzag, sobre la roca —explicó el doctor Carver—. Veremos las señales cuando bajemos por el otro lado.
Durante algún rato se cambiaron largos comentarios, sosteniéndose la conversación. Luego se oyó un ligero tintineo y el doctor Carver dijo:
—Creo que ha vuelto a perder su pendiente, miss Blundell.
Carol se llevó la mano a la oreja enérgicamente.
—Vaya, pues es verdad.
Dubosc y Hurst empezaron a buscar a su alrededor.
—Debe de estar aquí mismo —dijo el francés—. No puede haberse alejado rodando, pues no hay ningún escondrijo adonde hubiera podido ir a parar. Esto es como una caja cuadrada.
—¿No puede haberse metido en alguna grieta? —preguntó Carol.
—No hay grietas por ninguna parte —dijo mister Parker Pyne—. Puede comprobarlo usted misma. El suelo es completamente liso. Ah, ¿ha encontrado usted algo, coronel?
—Sólo un pequeño guijarro —dijo Dubosc, sonriendo y tirándolo.
Gradualmente, aquellas pesquisas fueron haciéndose con un nuevo espíritu, un espíritu de tensión. No se pronunciaron en voz alta, pero las palabras «ochenta mil dólares» estaban presentes en todas las conciencias.
—¿Estás segura de que lo llevabas, Carol? —dijo su padre con energía—. Quiero decir que quizás se te cayó cuando subíamos.
—Lo llevaba puesto cuando entramos en esta meseta —contestó Carol—. Lo sé porque el doctor Carver me advirtió que estaba flojo y me lo sujetó él mismo. ¿No es así, doctor?
El doctor Carver hizo un gesto afirmativo. Fue sir Ronald quien anunció lo que todos pensaban.
—Éste es un asunto bastante desagradable, mister Blundell —dijo—. Anoche nos habló usted de lo que valían esos pendientes. Uno solo de ellos equivale a una pequeña fortuna. Si este pendiente no se encuentra, y no parece que vaya a encontrarse, cada uno de nosotros se hallará bajo sospecha.
—Y yo, por mi parte, pido que me registren —interrumpió el coronel Dubosc—. No lo pido: ¡Lo exijo como un derecho!
—Pueden ustedes registrarme también a mí —dijo Hurst con una voz que parecía dura.
—¿No es esto lo que pensamos todos los demás? —preguntó sir Donald con una mirada altiva a su alrededor.
—Ciertamente —dijo míster Parker Pyne.
—Una excelente idea —añadió el doctor Carver.
—Yo también quiero ser registrado, señores —dijo míster Blundell—. Tengo mis razones para ello, aunque no insistiré en ellas.
—Como usted desee, míster Blundell, por supuesto —dijo Donald cortésmente.
—Carol, querida: ¿quieres irte abajo y esperar con los guías?
Sin una palabra, la muchacha nos dejó. La expresión de su rostro era tristemente resuelta. Tenía un aspecto desesperado que llamó la atención por lo menos a uno de los presentes. Y éste se preguntó cuál podría ser la causa.
El registro, que fue riguroso y completo, se efectuó con resultado enteramente satisfactorio. Una cosa era segura: nadie llevaba el pendiente encima. Una vez hubieron descendido la meseta, las descripciones y la información de los guías fueron escuchadas por un grupo de viajeros deprimidos.
Mister Parker Pyne acababa de vestirse para el almuerzo, cuando apareció una figura en la puerta de su tienda.
—¿Puedo pasar, mister Pyne?
—Por supuesto, mi querida señorita, por supuesto.
Carol entró y se sentó en la cama. Su rostro conservaba la triste expresión que él había advertido un poco antes.
—Usted afirma que arregla los asuntos de las personas que no son felices, ¿no es verdad? —preguntó la joven.
—Estoy de vacaciones, miss Blundell. No me encargo de ningún caso.
—Bien, va usted a encargarse de éste —dijo la muchacha con calma— Escuche, míster Pyne, soy muy desdichada.
—¿Qué es lo que le preocupa? —le preguntó él—. ¿Este asunto del pendiente?
—Precisamente. Usted lo ha dicho. Jim Hurst no lo ha cogido, míster Pyne. Yo sé que no lo ha cogido.
—No entiendo bien, miss Blundell. ¿Por qué habría de pensar que lo había cogido él?
—Por sus antecedentes. Jim Hurst robó una vez, míster Pyne. Fue sorprendido en nuestra casa. Yo... yo sentí pena por él. Parecía entonces tan joven y tan desesperado...
«Y tan guapo», pensó míster Parker Pyne.
—Persuadí a papá para que le diese una oportunidad de corregirse. Mi padre haría cualquier cosa por mí. Pues bien, papá le dio a Jim su oportunidad y se ha corregido. Papá ha llegado a contar con él y a confiarle los secretos de sus negocios. Y, al final, todo quedará como antes, o hubiera quedado de no haber ocurrido esto.
—Cuando dice: todo quedará como antes...
—Entienda que quiero casarme con Jim y que él quiere casarse conmigo.
—¿Y sir Donald?
—Sir Donald es una idea de mi padre, no mía. ¿Cree usted que voy a casarme con un pez relleno como sir Donald?
Sin expresar opinión alguna sobre esta descripción del joven inglés, míster Parker Pyne preguntó:
—¿Y el mismo sir Donald?
—Me atrevo a decir que me cree buena para sus tierras yermas —contestó Carol desdeñosamente.
Míster Pyne consideró la situación.
—Quisiera preguntarle dos cosas —dijo—: Ayer por la noche se hizo la observación «el que roba una vez, robará siempre».
La muchacha hizo un gesto afirmativo.
—Ahora comprendo la razón de que esta observación pareciera perturbarle a usted.
—Sí, era embarazoso para Jim... y también para mí y para papá. Temí tanto que el rostro de Jim diese alguna muestra de emoción que hablé diciendo lo primero que se me ocurrió.
Míster Pyne afirmó con la cabeza con expresión pensativa. Luego preguntó:
—¿Por qué ha insistido hoy su padre en ser registrado también?
—¿No lo ha comprendido usted? Yo sí. Papá tenía en la cabeza la idea de que yo pudiera pensar que todo aquello era un plan contra Jim. Ya lo ve usted: se ha empeñado en que me case con el inglés. Pues bien: quería demostrarme que no le había hecho una mala pasada a Jim.
—Dios mío —dijo míster Parker Pyne—, todo esto ilumina mucho el caso. Quiero decir en un sentido general. Difícilmente puede resultar útil para nuestra particular investigación.
—¿No va usted a dar su jaque mate?
—No, no —y guardó un momento de silencio. Luego dijo—: ¿Qué es exactamente lo que usted desea que haga, miss Carol?
—Que demuestre que no ha sido Jim quien ha cogido esa perla.
—¿Y suponiendo, perdóneme, que haya sido él? Entonces, ¿qué?
—Si cree esto, está equivocado... completamente equivocado.
—Sí, pero en realidad, ¿ha considerado usted el caso cuidadosamente? ¿No cree que esta perla hubiera podido resultar una tentación repentina para mister Hurst? Vendiéndola obtendría una suma considerable... un capital con que poder especular, por ejemplo, y que podría hacerle independiente para casarse con usted, con o sin el consentimiento de su padre y quedarse tranquilo.
—Jim no ha hecho eso —dijo la muchacha sencillamente.
—Está bien, haré lo que pueda.
Con una breve inclinación de cabeza, la joven abandonó la tienda. A su vez, míster Parker Pyne se sentó en la cama y se entregó a sus meditaciones. De pronto, se rió entre dientes.
—Mi ingenio va cada vez a menos —dijo en voz alta.
Durante el almuerzo estuvo de buen humor.
La tarde transcurrió apaciblemente. La mayor parte de ellos la pasaron durmiendo. Al entrar míster Parker Pyne en la tienda grande, a las cuatro y media, sólo el doctor Carver estaba allí, ocupado en examinar algunos fragmentos de cerámica.
—¡Ah! —dijo míster Parker Pyne, acercando una silla a la mesa—. Precisamente la persona que quería ver. ¿Puede usted dejarme ese trozo de plastilina que lleva?
El doctor se palpó los bolsillos y sacó un bastoncito de plastilina, que ofreció galantemente a míster Parker Pyne.
—No —dijo éste, apartándolo—. No es éste el que me interesa, sino aquel trozo que tenía usted anoche. Para serle franco, no es la plastilina lo que quiero, sino su contenido.
Hubo un silencio y luego el doctor Carver dijo con calma:
—Creo que no le entiendo a usted.
—Yo creo que sí —dijo mister Parker Pyne—. Quiero el pendiente de miss Blundell.
Hubo un minuto de absoluto silencio. Después, Carver se metió la mano en el bolsillo y, sacando un trozo informe de plastilina, dijo sin que su rostro mostrase expresión alguna:
—Ha sido usted muy hábil.
—Deseo que me lo cuente —dijo míster Parker Pyne. Entretanto, sus dedos trabajaban. Con un gruñido, extrajo un pendiente con una perla, algo sucio—. Pura curiosidad, ya comprende —añadió en tono de excusa—. Pero me gustaría saberlo.
—Se lo diré —contestó Carver— si me dice cómo acertó a fijarse en mí. Porque usted no vio nada, ¿no es verdad?
Míster Parker Pyne movió la cabeza.
—Únicamente he pensado en ello.
—El comienzo fue puramente accidental —dijo Carver—. Yo iba esta mañana detrás de todos ustedes y vi de pronto el pendiente en el suelo: debió de haberse caído de la oreja de la muchacha un momento antes. Ella no lo había advertido. Nadie lo había advertido. Lo cogí y lo guardé en el bolsillo con la intención de devolvérselo tan pronto como la alcanzase. Pero luego me olvidé.
»Y más tarde, a la mitad de la subida, empecé a pensar. La joya no significaba nada para esa tonta. Su padre le compraría otra sin advertir el gasto. Y en cambio, significaría mucho para mí. Con el producto de la venta de esa perla tendría el equipo de una expedición. —Y su rostro impasible se contrajo y animó—. ¿Sabe usted lo difícil que resulta en estos tiempos hacer que la gente se suscriba para costear excavaciones? No, no lo sabe. La venta de esa perla lo facilitaría todo. Hay un sitio que quiero explorar... allí arriba, en Beluchistán. Todo un capítulo del pasado está esperando que lo descubran...
«Acudió a mi memoria lo que decía usted anoche sobre los testigos que se sugestionan. Pensé que la muchacha pertenecía a ese tipo. Al llegar a la cumbre, le dije que se le había aflojado el pendiente. Fingí que se lo ajustaba. Lo que realmente hice fue apretar sobre su oreja la punta de un pequeño lápiz. A los pocos minutos dejé caer un guijarro. Ella estaba perfectamente dispuesta a jurar que había llevado el pendiente y que acababa de caérsele. Entretanto, yo apreté la perla en el interior de ese trozo de plastilina, en mi bolsillo. Ésta es mi historia. No muy eficiente. Ahora hable usted.
—Mi historia no es muy larga —dijo míster Parker Pyne—. Usted era el único que recogía cosas del suelo. Esto fue lo que me hizo sospechar. Y el hallazgo del pequeño guijarro era significativo, pues daba la pista del ardid que tan hábilmente había utilizado. Y además...
—Continúe —dijo Carver.
—Pues bien, habló usted anoche de la honradez con vehemencia un poco exagerada. Protestar demasiado... bueno, ya sabe lo que dice Shakespeare. Parecía, en cierto modo, como si intentase convencerse a sí mismo. Y habló del dinero con excesivo desdén.
El rostro del hombre que tenía enfrente parecía arrugado y fatigado. Carver contestó:
—Bien, no hay más que hablar. Todo ha terminado ahora para mí. Supongo que va usted a devolverle a esa niña su chuchería. Cosa rara ese instinto bárbaro del adorno. Lo encuentra usted ya en los tiempos paleolíticos. Es uno de los primeros instintos del sexo femenino.
—Creo que juzga usted mal a miss Carol —dijo míster Pyne—. Es una joven que tiene cabeza y, lo que es más, tiene corazón. Creo que no hablará de este asunto.
— Pero le hablará a su padre —dijo el arqueólogo.
— No lo creo, las perlas son falsas.
— Quiere usted decir que...
— Sí. La muchacha no lo sabe. Cree que las perlas son auténticas. Yo tuve mis sospechas ayer noche. Míster Blundell habló un poco más de lo necesario del dinero que tenía. Cuando las cosas van mal y uno está cogido, lo mejor es poner buena cara y fanfarronear. Y Míster Blundell estaba fanfarroneando.
De pronto, el doctor Carver sonrió. Era la sonrisa simpática de un muchachito, ciertamente extraña en un hombre de edad.
— Entonces, todos nosotros somos unos infelices —dijo.
— Exactamente — contestó míster Parker Pyne, y añadió—: Mal de muchos, consuelo de tontos. Es eso lo que nos hace tan indulgentes...
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:39 pm

31. EL MISTERIO DE SITTAFORD.
ЗАГАДКА СИТТАФОРДА.

A
M E M
con quien discutí la trama de esta novela,
con gran alarma de los que nos rodeaban

BELLING: Dueña de la posada Las Tres Coronas.
BURNABY, John: Comandante retirado del ejército inglés e íntimo amigo del asesinado Trevelyan.
CURTIS, George: Jardinero.
CURTIS, Amalia: Charlatana esposa del anterior.
DACRES: Abogado de Emily Trefusis.
DERING, Martin: Excelente novelista y marido de Sylvia Pearson.
DUKE: Aficionado a los pájaros y a las plantas; viejo y arisco inquilino de Trevelyan.
ENDERBY, Charles: Periodista destacado del diario Daily Wire.
EVANS, Robert: Fiel criado de Trevelyan.
GARDNER, Jennifer: Hermana de Trevelyan con la que éste no se trataba.
GARDNER, Robert: Esposo de la anterior.
GARDFIELD, Ronald: Joven sobrino de la anciana Mrs. Percehouse.
KIRKWOOD, Frederick: De la firma Walters & Kirkwood, abogados de Trevelyan.
NARRACOTT: Inspector de policía de la ciudad de Exeter encargado de investigar el crimen de Sittaford.
PEARSON, Brian, James y Sylvia: Hijos de Mary, difunta hermana del asesinado Trevelyan.
PERCEHOUSE, Caroline: Anciana solterona, inquilina de Trevelyan y tía de Gardfield.
REBECA: Esposa de Evans e hija de la dueña de Las Tres Coronas.
RYCROFT: Anciano naturalista aficionado a la criminología.
TREFUSIS, Emily: Agraciada joven, prometida de James Pearson, maniquí de una célebre casa de modas y protagonista de esta novela.
TREVELYAN, Joe: Capitán retirado propietario de varias fincas.
VIOLET: Hermosa hija de Mrs. Willett.
WARREN: Médico de Exhampton.
WILLETT: Señora al parecer rica quien, procedente de las colonias africanas, se instala en Sittaford.
WYATT: Capitán retirado e inválido que vive en una de las fincas de Trevelyan.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:40 pm

EL MISTERIO DE SITTAFORD.
ЗАГАДКА СИТТАФОРДА.

Capítulo 1
LA MANSIÓN DE SITTAFORD
El comandante Burnaby se calzó las botas de goma, se abrochó bien el cuello del abrigo, tomó de un estante cercano a la puerta una linterna protegida contra el viento y abrió con cautela la puerta principal de su pequeño chalé y atisbo el exterior.
La escena que presenciaron sus ojos era típica de la campiña inglesa, tal como la representan las tarjetas de felicitación de Navidad y los melodramas pasados de moda. Por todas partes se veía nieve acumulada en espesos montones, no un mero blanco manto de una o dos pulgadas de espesor. Durante los cuatro últimos días, había nevado copiosamente en toda Inglaterra y, en aquella región de los alrededores de Dartmoor, se había alcanzado espesores de varios pies. Los vecinos de toda la comarca se quejaban de la infinidad de cañerías que se reventaban por causa de aquel frío y el que tenía un amigo fontanero (aunque sólo fuese un aprendiz) se consideraba el más afortunado del mundo.
Para la pequeña aldea de Sittaford, siempre apartada del resto del mundo y entonces casi aislada de él, los rigores del invierno constituían un serio problema.
El comandante Burnaby, sin embargo, era un hombre decidido. Resopló un par de veces, gruñó una sola vez y se lanzó resuelto hacia la nieve.
No iba muy lejos. Recorrió ligero un corto sendero batido por el viento, atravesó la puerta de un cercado y subió por un camino, parcialmente despejado de la nieve que lo cubría, hasta una casa de granito de considerable tamaño.
Una pulcra doncella le abrió la puerta de entrada y ayudó al comandante a quitarse su pesado abrigo, las botas y la vieja bufanda.
Le abrieron una puerta y entró en una habitación que daba la impresión de parecer otro mundo.
A pesar de que sólo eran las tres y media de la tarde las cortinas estaban echadas, las luces eléctricas brillaban encendidas y un agradable fuego ardía en la chimenea. Dos damas que lucían trajes de tarde se levantaron para saludar al valiente anciano militar.
—Le agradezco que haya venido, comandante Burnaby —dijo la de más edad.
—De ningún modo, Mrs. Willett, de ningún modo. Usted sí que ha sido amable al invitarme —replicó el comandante estrechando las manos de ambas.
—Mr. Gardfield vendrá enseguida —explicó Mrs. Willett—, y también Mr. Duke. Y Mr. Rycroft dijo que vendría, pero no es muy de esperar a su edad y con este mal tiempo. Realmente, es demasiado desagradable y se siente la necesidad de hacer algo que ayude a mantener el buen humor. Violet, pon otro tronco en la chimenea.
El comandante se levantó galantemente para ponerlo él.
—Permítame, miss Violet —dijo.
Colocó el tronco con gran maestría en el centro del fuego y regresó una vez más al sillón que la dueña de la casa le había indicado. Procurando que no se notase, lanzó encubiertas miradas a su alrededor, asombrado de que un par de mujeres pudiesen alterar de ese modo el aspecto de una habitación y todo ello sin hacer nada extraordinario que destacase a primer golpe de vista.
La casa de Sittaford había sido construida hacía diez años por el capitán Joseph Trevelyan, cuando se retiró de la Armada. Era un hombre acaudalado y siempre habla tenido muchas ganas de residir en Dartmoor. Escogió el pueblecito de Sittaford, que no estaba escondido en el rondo de un valle, como la mayor parte de las aldeas y granjas, sino que escalaba con sus casitas una enhiesta loma, bajo la sombra del faro de Sittaford. Adquirió allí una buena extensión de terreno y edificó en ella una casa confortable, provista de su propio generador de electricidad para el alumbrado y una bomba que realizara el trabajo de bombear agua. Además, para hacer más rentable su propiedad, construyó también seis pequeños chalés, cada uno sobre una parcela de unos mil metros cuadrados y a lo largo del camino.
El primero de esos chalés, es decir el colindante con su jardín particular, se lo cedió a su viejo amigo y camarada, John Burnaby; las restantes se vendieron poco a poco, pues aún quedaban algunas personas que, por capricho o por necesidad, gustaban de vivir fuera del mundo. El pueblo, en realidad, se componía tan sólo de tres pintorescas pero abandonadas casas de campo, una herrería y una combinación de oficina de correos y pastelería. La ciudad más cercana, Exhampton, dista de allí seis millas y se llega a ella por una fuerte pendiente que requirió colocar este cartel: «¡Conductores, poned la primera!», tan popular en las carreteras de la región de Dartmoor.
El capitán Trevelyan, como ya se ha dicho, disfrutaba de una excelente posición. A pesar de esto, o quizá por eso mismo, era un hombre que sentía una irrefrenable pasión por el dinero. A finales de octubre, un agente inmobiliario domiciliado en Exhampton le escribió una carta en la que le preguntaba si le interesaría alquilar su mansión de Sittaford. Un presunto inquilino se había interesado por ella y deseaba arrendarla durante el invierno.
El primer impulso del capitán Trevelyan fue el de rechazar la proposición. El segundo consistió en solicitar más detalles. Resultó que la persona interesada era Mrs. Willett, una viuda con una hija que acababa de llegar de Sudáfrica y deseaba instalarse en Dartmoor para pasar allí el invierno.
—¡Maldita sea! ¡Esa mujer debe de estar loca! —exclamó el capitán Trevelyan—. ¡Eh, Burnaby! ¿No piensas tú lo mismo?
Burnaby lo pensaba también y así se lo manifestó con el mismo acaloramiento que el empleado por su amigo.
—De todos modos —añadió—, no tienes porqué alquilársela.
Deja que esa chiflada se vaya a cualquier otro lugar, si es que tiene ganas de congelarse. ¡Hay que ver, viniendo como viene de Sudáfrica!
Pero en aquel momento, entró en juego la codicia del capitán Trevelyan. Una oportunidad así de alquilar su casa en pleno invierno no se le presentaría una sola vez entre cien. Volvió a escribir preguntando qué alquiler estaba dispuesta a pagar la solicitante.
Una oferta de doce guineas a la semana cerró las negociaciones. El capitán Trevelyan se fue a Exhampton, alquiló allí una modesta casa en las afueras que le costaba dos guineas por semana, y le arrendó su mansión de Sittaford a Mrs. Willett, con la condición de percibir por anticipado la mitad del alquiler.
—Una loca y su dinero son dos cosas que no pueden estar mucho tiempo juntas —razonó el avaro capitán.
Aunque Burnaby pensaba aquella tarde, mientras examinaba disimuladamente a Mrs. Willett, que no tenía el aspecto de haber perdido la razón. Era una mujer de elevada estatura, algo extraña en sus maneras, pero con una fisonomía que reflejaba más sagacidad que locura. Le gustaba mucho vestirse con elegante ostentación, hablaba con un marcado acento colonial y parecía muy satisfecha de haber conseguido alquilar aquella residencia. Así lo manifestaba claramente, lo cual, como Burnaby pensó en más de una ocasión, contribuía a que aquel extraño negocio pareciese más singular aún. No era del tipo de mujer a quien se le pudiera atribuir una pasión por la vida solitaria.
Como vecina, había resultado de una amabilidad casi empalagosa. Las invitaciones para visitar la casa de Sittaford llovían en todas partes. Al capitán Trevelyan no cesaba de repetirle: «Considere la casa como si no la hubiese alquilado.» Sin embargo, Trevelyan no era muy amigo de las mujeres. Se decía que había sufrido calabazas en su juventud. Con notable persistencia, rehusó todas las invitaciones. Ya hacía dos meses que las Willett se habían instalado allí y apenas quedaba rastro del interés que había despertado su llegada al lugar. Burnaby, reservado y silencioso por naturaleza, continuaba el estudio de la señora de la casa, tan absorto que no sintió la menor necesidad de seguir la conversación. Le gustaba comprobar que no estaba loca, ni mucho menos, como así era en realidad. Por fin, llegó a una conclusión satisfactoria. Su mirada se fijó en Violet Willett. Una bonita muchacha, y delgada, desde luego, como casi todas las de hoy en día. ¿Qué se podía admirar en una mujer si perdía su aspecto femenino? Los periódicos decían que las curvas volvían a estar de moda. Ya era hora.
Sintió la necesidad de atender a la conversación.
—Al principio, nos temimos que no pudiese venir a vernos —dijo Mrs. Willett—. Nos dijo algo por el estilo, ¿recuerda? Por eso nos ha complacido mucho que después nos dijera que de todos modos vendría.
—Viernes —replicó el comandante Burnaby con aire de ser muy explícito.
Pero Mrs. Willett se quedó confusa ante tan enigmática palabra.
—¿Viernes?
—Sí, los viernes voy a casa de mi amigo Trevelyan. Y los martes viene él. Así lo hemos hecho durante muchos años.
—¡Ah, ya comprendo! Es natural, viviendo tan cerca el uno del otro.
—Es una especie de costumbre.
—Pero, ¿sigue usted haciéndolo ahora? Quiero decir desde que él se ha ido a vivir a Exhampton.
—Es triste tener que romper una costumbre —contestó el comandante Burnaby—, pero el mal tiempo nos ha hecho perder estas últimas tardes.
—Tengo entendido que se dedican ambos a participar en concursos, ¿no es así? —preguntó Violet—. Acrósticos, crucigramas y todas esas cosas...
Burnaby asintió.
—Sí, yo resuelvo los crucigramas. Trevelyan se dedica a los acrósticos. Cada uno se ciñe a su propio terreno. El mes pasado gané tres libros en un concurso de crucigramas —explicó con cierto orgullo.
—¡Oh, muy bien! ¡Qué magnífico! ¿Eran interesantes los libros?
—No lo sé porque no los he leído. Tienen aspecto de ser muy aburridos.
—Lo que importa es ganar un premio, ¿verdad? —dijo Mrs. Willett con aire distraído.
—¿Cómo va usted a Exhampton? —preguntó Violet—. Porque usted no tiene automóvil.
—Voy a pie.
—¿Cómo? ¡No es posible! ¡Si hay seis millas!
—Es un buen ejercicio. ¿Qué son doce millas? Así se conserva uno en forma. Y es una gran cosa estar en forma.
—¡Imagínese! ¡Doce millas andando! Según tengo entendido, usted y el capitán Trevelyan eran grandes deportistas, ¿no es así?
—Teníamos la costumbre de ir juntos a Suiza. Practicábamos los deportes de nieve en invierno y escalábamos las montañas en verano. ¡Un hombre maravilloso sobre el hielo, el amigo Trevelyan! Ahora ambos somos demasiado viejos para estas cosas.
—Usted ganó el campeonato militar de marcha con raquetas, ¿verdad que sí? —preguntó Violet con aire entusiasta.
El comandante se ruborizó como una damisela.
—¿Quién le ha contado eso? —musitó entre dientes.
—El capitán Trevelyan.
—Valdría más que Joe contuviese su lengua —comentó Burnaby—. Habla demasiado. ¿Cómo sigue el tiempo ahora?
Respetando su turbación, Violet le acompañó hasta la ventana. Apartaron la cortina a un lado y miraron hacia la desolada escena exterior.
—Sigue nevando —dijo Burnaby—. Y mucho, diría yo.
—¡Oh, qué emocionante! —exclamó Violet—. Siempre he pensado que la nieve es una cosa muy romántica. Nunca la había visto antes de ahora.
—No resulta tan romántica cuando las cañerías empiezan a reventar, locuela —dijo su madre.
—¿Ha vivido siempre en Sudáfrica, miss Willett? —preguntó el comandante Burnaby.
Ante esta pregunta, la muchacha perdió visiblemente algo de su animación. Y pareció que se violentaba un poco cuando contestó:
—Sí. Ésta es la primera vez que he salido de allí. Por eso me resulta todo tan terriblemente emocionante.
¿Emocionante enterrarse en el más remoto y desierto pueblucho inglés? ¡Vaya idea! Nunca entendería a esa gente.
Se abrió la puerta y la doncella anunció:
—Mr. Rycroft y Mr. Gardfield.
Se presentaron un anciano pequeño y seco como una pasa y, tras él, un joven de rostro fresco y coloreado y semblante infantil. Este último fue el que habló primero:
—Aquí se lo traigo, Mrs. Willett. Me dijo que si quería verlo enterrado bajo un alud de nieve. ¡Ja, ja! Esto tiene un aspecto sencillamente maravilloso. ¡Un buen fuego en la chimenea!
—Como dice muy bien mi joven amigo, él me ha guiado amablemente hasta esta casa —explicó Mr. Rycroft después de estrechar las manos de los presentes con afectada ceremonia—. ¿Cómo está usted, miss Violet? ¡Qué tiempecito más invernal! Demasiado propio de esta estación del año.
Y se acercó al fuego, sin dejar de hablar con Mrs. Willett, mientras Ronald Gardfield le daba la lata a Violet.
—Estaba pensando... ¿no podríamos patinar en algún sitio? Por aquí cerca habrá algún estanque helado.
—Creí que cavar caminos en la nieve era su único deporte.
—Pues eso he hecho toda la mañana.
—¡Oh, pobre hombre, cuánto trabaja...!
—¡No se ría de mí, no! Mire, tengo las manos llenas de ampollas.
—¿Cómo está su tía?
—¡Oh, siempre igual! A veces asegura que se encuentra mejor y otras que está mucho peor, pero yo creo que, en realidad, su salud no experimenta nunca la menor variación. La suya es una vida terrible como ya sabe. Cada nuevo año que transcurre me pregunto cómo puedo aguantarla. Pero ¡qué le vamos a hacer! No hay más remedio que ayudar un poco a ese viejo pajarraco, Navidad tras Navidad. Si no, sería muy capaz de dejar su dinero a un asilo de gatos. Ahora tiene ya cinco en casa, ¿no lo sabía? Yo me paso el día acariciando a esos antipáticos animales y simulando que les tengo un cariño loco.
—Me gustan más los perros que los gatos.
—Lo mismo me pasa a mí. Lo que yo digo es que un perro es.... bueno, un perro es siempre un perro, ¿verdad?
—¿Y toda la vida le han gustado los gatos a su tía?
—Yo creo que esa afición es consecuencia propia de su vida de solterona. ¡Uf, odio a esos animales!
—Su tía es muy simpática, pero en algunas ocasiones asusta un poco.
—Yo diría que antes no era así. A veces, me vuelve loco. Como usted ya sabe, ella cree que no tengo nada dentro de la cabeza.
—¿Y tiene usted algo en realidad?
—¡Oh, venga ya! ¡No me diga esto! Hay muchas personas que parecen locas y se ríen de todo.
—Mr. Duke —anunció la doncella.
Era el que acababa de llegar. Había comprado en septiembre el sexto y último de los chalés. Era un hombre alto y robusto, de carácter tranquilo y aficionado a la jardinería. Mr. Rycroft, que sentía un verdadero entusiasmo por los pájaros y vivía en el chalé de al lado, se encargó de protegerlo con su amistad tapando la boca a quienes decían que Duke era un hombre muy simpático, pero que... después de todo... bastante... bueno ¿bastante qué? ¿Podía asegurarse que era un comerciante retirado?
Lo cierto era que nadie se había atrevido a preguntarle por su pasado y, por otra parte, casi resultaba preferible ignorarlo. Porque si alguien se enteraba de eso, acaso se vería en una situación un poco embarazosa y en un pueblo tan pequeño era preferible estar a buenas con todos.
—¿No ha dado hoy su paseíto hasta Exhampton con este tiempo, verdad? —le preguntó Duke al comandante Burnaby.
—No, señor. Imagino que es difícil que el amigo Trevelyan me espere esta noche.
—Es horroroso, ¿no es verdad? —dijo Mrs. Willett con un estremecimiento—. Vivir enterrado en esta aldea año tras año debe de ser terrible.
Mr. Duke le lanzó una rápida mirada, mientras el comandante Burnaby la contemplaba con cierta curiosidad.
Pero en aquel momento, entró la doncella con el té.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:44 pm

Capitulo 2
EL MENSAJE
Terminado el té, Mrs. Willett propuso que jugasen al bridge.
—Somos seis; por lo tanto, dos tendrán que esperar turno.
Los ojos de Ronnie brillaron de satisfacción.
—Empiecen a jugar los cuatro —indicó el joven—. Miss Violet y yo hablaremos.
Pero Mr. Duke dijo que no contasen con él porque desconocía el bridge. El rostro de Ronnie perdió su momentánea animación.
—Entonces, podríamos escoger un juego en el que entrásemos todos —dijo la señora de la casa.
—O hagamos el experimento del velador —sugirió Ronnie—. Es noche de fantasmas y espíritus. El otro día hablábamos acerca de esto, ¿recuerdan ustedes? Y esta tarde, mientras veníamos hacia aquí, Mr. Rycroft y yo hemos vuelto a hablar del mismo asunto.
—Soy miembro de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas —explicó Rycroft con su acostumbrada concisión—, y he querido precisarle al joven amigo uno o dos puntos.
—¡Sandeces! —exclamó el comandante Burnaby de un modo que todos lo oyeron.
—¡Oh! Pero es muy divertido, ¿no les parece? —replicó Violet—. Yo opino que tanto si uno cree en ello como si no, se trata de un buen entretenimiento. ¿Qué dice a eso, Mr. Duke?
—Lo que usted guste, miss Violet.
—Pues apaguemos las luces y escojamos una mesa que vaya bien. No, ésa no, mamá. Estoy segura de que es demasiado pesada.
Finalmente, se arreglaron las cosas a entera satisfacción de todos. Una bonita mesita redonda, con la superficie lisa, fue traída desde una habitación contigua. La colocaron frente a la chimenea y cada cual se sentó donde quiso a su alrededor. Las luces continuaron apagadas.
El comandante Burnaby se encontró entre Mrs. Willett y Violet. Al otro lado de la joven, estaba Ronnie Gardfield. Una cínica sonrisa plegaba los labios del comandante, mientras pensaba: «En los días de mi juventud, esto se llamaba: «¡Levántate, Jenkins!»». Y en vano trató de recordar el nombre de una muchacha de sedoso cabello cuya mano mantuvo él cogida por debajo de la mesa durante un larguísimo rato. ¡Cuánto tiempo había pasado desde entonces! Pero eso de «¡Levántate, Jenkins!» era un bonito juego.
Empezaron por las acostumbradas burlas, risas, cuchicheos y demás comentarios obligados.
—Los espíritus tardarán mucho en venir —dijo uno.
—Hay que andar un buen rato para llegar hasta aquí —dijo otro.
—¡Silencio! Si no estamos serios, no sucederá nada.
—¡Oh, quietecitos! ¡Todo el mundo bien quieto!
—No ocurre nada.
—¡Claro que no! Nunca se manifiestan al principio.
—Si al menos se estuviese usted quieto y callado...
Por fin, al cabo de un rato, los murmullos de las conversaciones sostenidas en voz baja se extinguieron. Sobrevino un largo silencio.
—Esta mesa está más muerta que mi abuela —murmuró Ronnie Gardfield con aire de disgusto.
—¡Chis...!
Una ligera vibración se extendió por la pulida superficie de la mesita y ésta empezó a oscilar.
—¡Pregúntele cosas! —exclamó Violet—. ¿Quién va a encargarse de las preguntas? Usted, Ronnie, háganos el favor.
—Sí, pero... bueno, ¿y qué pregunto?
—Pregunte si hay algún espíritu presente —le apuntó Violet.
—Bueno, pues... ¿hay un espíritu presente?
La mesa se agitó abruptamente.
—Eso quiere decir que sí —apuntó Violet.
—Esto... ¿quién eres?
—Pídale que nos indique su nombre.
—¿Cómo va a poder hacerlo?
—Mediante una serie de oscilaciones que nosotros contaremos.
—¡Ay, ya comprendo! Bien... ¿me quieres deletrear tu nombre, espíritu?
El velador comenzó a moverse violentamente.
—A... B... C... D... E... F... G... H... I... ¡Oh! Ahora he perdido la cuenta y no sé si se ha parado en la I o en la J.
—Pregúntaselo. ¿Era la I?
La mesa afirmó con una oscilación.
—Muy bien. Venga la letra siguiente, por favor.
El nombre del espíritu presente resultó ser IDA.
—Dinos, ¿tienes algún mensaje que comunicar a alguien aquí presente?
—Sí.
—¿Para quién es ese mensaje? ¿Para miss Willett?
—No.
—¿Para Mrs. Willett?
—No.
—¿Para Mr. Rycroft?
—No.
—¿Para mí? —acabó por preguntar el joven.
—Sí.
—¡Es para usted, Ronnie! ¡Vamos, haga que se explique!
El velador deletreó DIANA.
—¿Quién es Diana? —preguntó Violet—. ¿Conoce usted a alguien que se llame Diana?
—No, no recuerdo. A menos que se trate de...
—Venga, diga... seguro que sí.
—¿Por qué no le pregunta si es una viuda?
Aquello resultaba divertido. Mr. Rycroft sonrió indulgentemente. La gente joven siempre estaba de broma. Aprovechando un momentáneo relámpago del fuego de la chimenea, echó una ojeada al rostro de Mrs. Willett y pudo observar que parecía preocupada y abstraída. Sus pensamientos estaban lejos de allí.
El comandante Burnaby pensaba en la nieve. Seguro que aquella noche seguiría nevando. Era el invierno más crudo que podía recordar.
Mr. Duke se tomaba el juego muy en serio. Por lo visto, los espíritus no le prestaban apenas atención. Todos los mensajes parecían ser para Violet y Ronnie.
Violet iría en breve iría a Italia. Alguien iría con ella. No sería otra mujer, sino un hombre que se llamaba Leonard.
Hubo más risas. La mesita deletreó el nombre de la ciudad, pero no tenía nada de italiano; el nombre más bien parecía una ciudad rusa.
Salieron a relucir las acusaciones propias de estas sesiones.
—Miren... miren lo que hace Violet —indicó alguien, observando que la joven estaba casi echada sobre el velador—. No empuje la mesa.
—¡Yo no la empujo! Fíjense, tengo las manos completamente separadas del tablero y sigue oscilando. Véanlo, véanlo.
—A mí me gustan los golpes secos, las llamadas de los espíritus —dijo otro—. Voy a pedirles que nos hagan oír algún ruido, y que sea de los fuertes.
—Bueno, pediremos que haya ruidos. —aceptó Ronnie; y volviéndose hacia Mr. Rycroft, su amigo, le preguntó—: ¿Podremos conseguir algún ruido? ¿Qué le parece?
—En las circunstancias actuales, opino que será un poco difícil —contestó Mr. Rycroft con sequedad.
A estas palabras siguió un largo silencio. La mesa estaba inerte, sin querer responder a las preguntas que se le hacían.
—¿Es que se ha marchado ya Ida?
Una lánguida oscilación confirmó esa sospecha.
—¿No hay por ahí algún otro espíritu amable que quiera decirnos algo?
Nada, la mesa seguía inmóvil. De repente, empezó a moverse y a oscilar violentamente.
—¡Hurra! ¿Eres tú otro espíritu?
—Sí.
—¿Traes un mensaje para alguien?
—Sí.
—¿Para mí?
—No.
—¿Para Violet?
—No.
—¿Para el comandante Burnaby?
—Sí.
—Esta vez le toca a usted, comandante Burnaby. ¿Quieres deletrearlo, por favor?
La mesa inició un lento bailoteo.
—T... R... E... V... ¿Estás seguro de que la última es una V? ¿Sí? ¡Pues no tiene ningún sentido.
—TREVELYAN, sin duda alguna —indicó Mrs. Willett—. Se refiere al capitán Trevelyan.
—¿Nos vas a decir algo del capitán Trevelyan?
—Sí.
—¿Traes algún mensaje para él?
—No.
—Bueno. Entonces, ¿de qué se trata?
La mesa empezó a balancearse con gran lentitud, pero a un ritmo perfecto. Se mecía tan despacio, que a todos les fue fácil contar las letras: M... una pausa, U... E... R... T... O...
—¡MUERTO!
—¿Alguien ha muerto?
En lugar de contestar «sí» o «no», el velador empezó a oscilar otra vez hasta detenerse en la letra T.
—¡T! ¿Te refieres a Trevelyan?
—¡Sí!
—¿Quieres decir que Trevelyan ha muerto?
—¡Sí!
Esta vez el movimiento fue muy brusco y rotundo. Alguien carraspeó. Un ligero estremecimiento agitó a toda la concurrencia.
La voz de Ronnie, al resumir todas sus preguntas en una sola, sonó muy diferente de como hasta entonces: amedrentada y nerviosa.
—¿Quieres decir que el capitán Trevelyan está muerto?
—Sí.
Hubo una larga pausa. Parecía como si nadie supiese qué nuevas preguntas se le podían hacer a la mesita, ni cómo comportarse ante tan inesperado acontecimiento.
Cuando aún duraba esta pausa, el velador volvió a balancearse. Con toda claridad y lentitud, marcó las letras que Ronnie pronunció en voz alta:
—A... S... E...S... I... N... A... T... O...
Mrs. Willett lanzó un agudo grito y retiró sus manos rápidamente de la mesita.
—No quiero que continuar. Es horrible. No me gusta.
La voz clara y resonante de Mr. Duke atronó la pequeña habitación al preguntar al velador:
—¿Quieres decir que el capitán Trevelyan ha sido asesinado?
Apenas había salido de sus labios la última sílaba de esta pregunta, cuando se produjo la respuesta: la mesita osciló tan violenta y afirmativamente que por poco se cayó al suelo. Y osciló una sola vez:
—¡Sí!
—¡Basta! —exclamó Ronnie retirando sus manos del tablero del velador—. Esta broma es repugnante —Su voz temblaba al decirlo.
—Enciendan las luces —sugirió Mr. Rycroft.
El comandante Burnaby se levantó y accionó el interruptor. El repentino resplandor alumbró una serie de rostros pálidos y descompuestos.
Cada uno de los reunidos miraba a los demás, sin que nadie supiese exactamente qué decir.
—Una sarta de disparates, desde luego —aseguró Ronnie con una sonrisa forzada.
—Tonterías sin sentido —confirmó Mrs. Willett—. Nadie debería... nadie tendría que hacer esta clase de bromas.
—Y menos cuando se refieren a muertes y asesinatos —dijo Violet—. ¡Oh, es muy desagradable... no me gusta nada!
—Yo no movía la mesa —indicó Ronnie, presintiendo que una general y silenciosa crítica estaba recayendo sobre el —. Les juro que no lo he hecho.
—Lo mismo puedo asegurar yo —afirmó Mr. Duke—. ¿Y usted, Mr. Rycroft?
—¡Pues yo tampoco! —exclamó con acalorado acento el interpelado.
—No creerán que yo haría una broma de esa índole, ¿verdad? —refunfuñó el comandante Burnaby—. No tengo tan mal gusto.
—Violet, querida... —empezó a decir Mrs. Willett.
—Yo no he sido, mamá. Te aseguro que yo no lo he hecho. Nunca haría una cosa así.
A la muchacha casi se le saltaron las lágrimas.
Todos se sentían incómodos. Una sombra repentina había descendido sobre aquella alegre reunión.
El comandante Burnaby empujó hacia atrás su silla, se dirigió hacia la ventana, apartó a un lado las cortinas y permaneció allí largo rato mientras daba la espalda a la habitación.
—Son las cinco y veinticinco —dijo Mr. Rycroft echando una ojeada al reloj de la chimenea. Después lo comparó con su propio reloj y todos se dieron cuenta de que aquellas observaciones tenían algún significado relacionado con su actual preocupación.
—Vamos a ver —dijo Mrs. Willett con forzada amabilidad—, me parece que sería mejor que tomásemos ahora un cóctel. Mr. Gardfield, ¿quiere tener la bondad de tocar el timbre?
Ronnie obedeció.
La doncella trajo los ingredientes necesarios y Ronnie fue el encargado de mezclarlos. La tensión de la situación cedió un poco.
—Bueno —dijo Ronnie levantando su vaso—. Esto ya está listo.
Los demás correspondieron a su invitación, todos menos la silenciosa figura junto a la ventana.
—Comandante Burnaby, aquí tiene su cóctel.
El aludido pareció despertar con un brusco respingo. Se volvió lentamente hacia la sala.
—Muchas gracias, Mrs. Willett, pero no cuenten conmigo —Y mirando por última vez hacia el exterior, se acercó de nuevo lentamente al grupo que bebía ante la chimenea—. Les agradezco mucho sus atenciones. Buenas noches.
—¡No puede irse ahora!
—Me temo que debo marcharme.
—¡No se vaya tan pronto! ¡Y con una noche como ésta!
—No sabe cuánto lo lamento, Mrs. Willett, pero no tengo más remedio que hacerlo. ¡Si al menos hubiese algún teléfono por aquí cerca...!
—¿Un teléfono?
—Sí. Para serle franco, yo.... bueno, me gustaría asegurarme de que Joe Trevelyan está bien. Todo eso son estúpidas supersticiones, pero ahí están. Naturalmente, no creo en esas supercherías, pero...
—Pero no podrá telefonear desde ningún sitio porque no hay ningún teléfono en Sittaford.
—Exacto. Como no puedo telefonear, tendré que ir allí.
—Entonces, vaya. Pero no conseguirá que ningún automóvil le lleve por ese camino. Elmer no querrá llevarle en su coche con una noche como ésta.
Elmer era el propietario del único automóvil de la localidad, un viejo Ford que era alquilado a un precio asequible por los que deseaban dirigirse a Exhampton.
—No, no, nada de ir en coche. Mis dos piernas me llevarán allí, Mrs. Willett.
Se levantó un coro de protestas.
—¡Oh! ¡Comandante Burnaby, eso es imposible!. Usted mismo acaba de decir que va a nevar.
—Cierto, aunque aún tardará una hora en empezar a caer nieve... tal vez más. Entretanto, habré llegado. No se preocupen.
—¡Oh! No puede hacerlo. No podemos consentirlo.
La señora de la casa estaba alterada e inquieta.
Pero los razonamientos y las súplicas no afectaron al comandante Burnaby más que a una roca. Era un hombre obstinado.
Cuando su mente decidía algo, ningún poder humano era capaz de hacerle desistir.
Estaba resuelto a ir a pie a Exhampton y comprobar por sí mismo que no le ocurría nada a su viejo amigo, y repitió esta simple argumentación media docena de veces.
Finalmente, todos tuvieron que aceptar que lo hiciera. Se envolvió cuidadosamente en su sobretodo, encendió la linterna que había traído y se adentró en la noche.
—Pasaré un momento por mi casa a recoger una botella —dijo con voz alegre—, y entonces ya podré emprender la marcha sin ningún temor. Trevelyan me alojará en su casa por esta noche, sin duda alguna. Todo esto son temores ridículos, ya lo sé. Seguro que no ocurre nada. No se preocupe, Mrs. Willett, nieve o no nieve llegaré en un par de horas. Buenas noches a todos.
Y se alejó. Los demás tomaron asiento delante de la chimenea.
Rycroft se detuvo un instante a contemplar el cielo.
—Sé que va a nevar —murmuró dirigiéndose a Mr. Duke—, y empezará mucho antes de que llegue a Exhampton. Celebraré que llegue sin novedad.
Duke frunció el entrecejo.
—Lo soñé. Creo que debía de haberme ido con él. Uno de nosotros hubiera debido acompañarle.
—Todo esto es muy lamentable —dijo miss Willett muy lentamente—. Muy lamentable. Violet, no quiero que en mi casa se repita nunca más ese estúpido juego. Ahora, el pobre comandante Burnaby será probablemente arrastrado por la ventisca o tal vez muera de frío en medio de la carretera. A su edad... ¡Qué locura partir en estas circunstancias! Desde luego, el capitán Trevelyan estará perfectamente bien.
Todos repitieron: —¡Claro que sí!
Sin embargo, ninguno de ellos se sentía muy tranquilo. Suponiendo que le hubiese ocurrido algo al capitán Trevelyan...
Suponiendo...
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:44 pm

Capítulo 3
LAS CINCO Y VEINTICINCO
Dos horas y media después, poco antes de las ocho de la noche, el comandante Burnaby, linterna en mano, la cabeza inclinada hacia delante para no ser cegado por la nieve que caía, encontró por fin el sendero que conducía a la puerta de Hazelmoor, la casa alquilada por el capitán Trevelyan.
La nieve había empezado a caer una hora antes en forma de grandes y densos copos. El comandante Burnaby carraspeaba, emitiendo esos sordos ronquidos característicos en un hombre agotado por el esfuerzo. Estaba entumecido por el frío. Sacudió fuertemente sus pies contra el suelo, resopló, lanzó dos o tres bufidos, resopló de nuevo y aplicó un dedo casi helado al timbre.
El timbre resonó en la noche de un modo penetrante.
Burnaby esperó. Tras un silencio de algunos minutos, y como no se apreciaban señales de vida, volvió a llamar al timbre.
Una vez más no hubo señales de vida.
Burnaby llamó por tercera vez, prolongando esta vez la llamada manteniendo el dedo en el timbre.
Aún repitió los timbrazos muchas veces más, sin obtener la menor señal de vida del interior de la casa.
En la puerta había también un llamador. El comandante Burnaby lo levantó, golpeó con él vigorosamente la puerta y produjo un estrépito atronador.
Aun así, la pequeña casa continuó silenciosa como la muerte.
El comandante desistió. Por un momento permaneció allí, ante la puerta, perplejo e indeciso; luego, muy despacio, desanduvo el sendero de entrada y salió al exterior de la cerca para continuar su marcha por el camino que conducía a Exhampton. Después de haber caminado unas cien yardas, llegó ante el pequeño puesto de policía.
Allí tuvo un nuevo instante de duda; al fin, se decidió a entrar en la oficina.
El agente Graves, que conocía muy bien al comandante, se levantó con verdadero asombro.
—¡Caramba, señor! Nunca hubiese supuesto que usted anduviera de paseo en una noche como ésta.
—Escúcheme —suplicó Burnaby brevemente—, he estado tocando el timbre y golpeando con el llamador en casa del capitán, y no he conseguido ninguna respuesta.
—Bueno, es natural, estamos a viernes —observó Graves, que conocía muy bien las costumbres de los dos—. Pero no querrá hacerme creer que acaba de llegar de Sittaford en una noche como ésta. Seguro que al capitán no le esperaba.
—Tanto si él me esperaba como si no, el caso es que he venido —dijo Burnaby en tono impertinente—. Y como le estaba diciendo, no he conseguido entrar. He tocado repetidas veces el timbre, he aporreado con el llamador y nadie contesta.
Parte de su intranquilidad pareció contagiarse al policía que le escuchaba.
—Es extraño —dijo arrugando el ceño.
—Desde luego, es muy extraño —confirmó Burnaby.
—No es cosa de creer que haya salido de su casa en una noche como esta.
—Naturalmente. No creo que haya querido salir de paseo en una noche como ésta.
—¡Sí que es extraño! —repitió Graves.
Burnaby manifestó su impaciencia ante la inactividad de aquel hombre.
—¿Es que no piensa hacer algo? —le soltó.
—¿Hacer algo?
—Sí, hacer algo.
El policía meditó.
—Supongamos que se haya puesto enfermo —Dicho esto su rostro se animó—. Se me ocurre probar si contesta al teléfono.
Apoyándose en el codo, descolgó el aparato y pidió el número del capitán; pero al teléfono, como al timbre de la puerta, no hubo ninguna respuesta del capitán Trevelyan.
—Parece como si no oyera nuestras llamadas —indicó Graves colgando el auricular—. ¡Con esa manía de vivir solo en la casa...! Creo que lo mejor que podemos hacer es ir a buscar al doctor Warren y llevarlo con nosotros.
La vivienda del doctor Warren estaba casi junto al puesto de policía. En aquel preciso instante el médico se acababa de sentar a la mesa para cenar con su esposa y no pareció gustarle la proposición. Sin embargo, aceptó acompañarles refunfuñando y se envolvió en un viejo abrigo, se calzó un par de botas de goma y se abrigó el cuello con una bufanda de punto.
La nieve seguía cayendo.
—¡Condenada noche! —murmuró el doctor—. Espero que no me habrán llamado para que les acompañe a tomar el aire. Trevelyan es fuerte como un caballo. Nunca ha necesitado mis servicios.
Burnaby no replicó nada.
Cuando llegaron a Hazelmoor, volvieron a tocar el timbre y a golpear con el llamador, sin conseguir la menor respuesta.
Entonces, el doctor propuso que diesen la vuelta a la casa para ver si podían entrar por una de las ventanas posteriores.
—Son más fáciles de forzar que la puerta —explicó.
Graves aceptó la idea y empezaron a dar la vuelta a la casa. Encontraron una puerta lateral e intentaron abrirla, pero estaba atrancada, por lo que tuvieron que continuar la marcha sobre los parterres cubiertos de nieve hasta llegar a las ventanas traseras. De repente, Warren lanzó una exclamación:
—¡Fíjense en la ventana del despacho! ¡Está abierta...!
Era verdad: la ventana, de estilo francés, estaba entornada.
Los tres apresuraron el paso. En una noche como aquella, a nadie que estuviese en su sano juicio se le ocurriría abrir una ventana. En la habitación se veía una luz encendida que proyectaba una estrecha franja amarillenta.
Los tres hombres llegaron simultáneamente al pie de la ventana. Burnaby fue el primero en entrar, ayudado por el agente, quien se mantenía firme sobre sus talones y entró tras él.
Ambos se quedaron paralizados como muertos al contemplar el interior de la habitación, mientras algo así como un ahogado grito salía de la boca del ex soldado. En un instante, Warren se unió a ellos y pudo ver a su vez lo que habían visto.
El capitán Trevelyan yacía en el suelo, boca abajo. Sus brazos estaban extendidos y había un gran desorden en toda la habitación. Los cajones de la mesa de despacho estaban fuera de su sitio y numerosos papeles estaban en el suelo. La ventana inmediata tenía los bordes astillados en el lugar donde había sido forzada, cerca del pestillo. Junto al capitán se veía un burlete de color verde oscuro de unas dos pulgadas de diámetro.
Warren lo apartó de allí para poder arrodillarse junto al cuerpo exánime.
Un minuto fue suficiente. Se levantó de nuevo sobre sus pies con el rostro muy pálido.
—¿Está muerto? —preguntó Burnaby.
El doctor asintió.
Luego se volvió hacia Graves.
—Ahora le toca a usted decir lo que se ha de hacer.
—Yo no puedo hacer otra cosa que examinar el cadáver con más minuciosidad, y tal vez opine usted que conviene esperar que llegue el inspector. De momento, no es posible precisar la causa de la muerte. Me parece que se trata de una fractura de la base del cráneo. Y creo que podría adivinar el arma empleada —concluyó el doctor, señalando hacia el burlete verde.
—Trevelyan lo tenía siempre extendido a lo largo de la rendija inferior de la puerta para evitar las corrientes de aire —explicó Burnaby. Su voz era ronca.
—Sí, ¿eh?, pues es una especie de saco de arena muy eficaz.
—¡Dios mío!
—Por lo visto... —empezó a decir el agente, dando forma concreta a sus lentos y torpes pensamientos—... usted afirma que esto es un asesinato.
El policía dio algunos pasos en dirección a la mesa, en la que se veía un aparato telefónico.
El comandante Burnaby se acercó al doctor.
—¿Tiene usted alguna idea —preguntó respirando con dificultad— de cuanto lleva muerto?
—Unas dos horas, a mi juicio, o tal vez tres. Aunque esto no es más que una primera y burda apreciación.
Burnaby se pasó la lengua por los resecos labios.
—¿Quiere decir —insistió— que mi amigo ha podido ser asesinado hacia las cinco y veinticinco de esta tarde?
El doctor le miró con gran curiosidad.
—Si tuviese que decir una hora concreta, sería ésa, poco más o menos.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Burnaby.
Warren tenía la mirada puesta en él.
El comandante se acercó como a ciegas hasta una silla, se dejó caer en ella y murmuró en voz baja, mientras una expresión de terror invadía su rostro:
—¡Las cinco y veinticinco minutos! ¡Oh, Dios mío, entonces era cierto después de todo!
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:45 pm

Capítulo 4
EL INSPECTOR NARRACOTT
La mañana que siguió a la fatídica fecha de la tragedia, dos hombres estaban de pie en el pequeño despacho de Hazelmoor.
El inspector Narracott miraba a su alrededor. Unas leves arrugas aparecieron en su frente.
—Sí —dijo pensativo—, sí...
El inspector Narracott era un agente muy eficaz. Se caracterizaba por una tranquila persistencia, una mente lógica y la atención que concedía a los pequeños detalles, todo lo cual le hacía obtener éxitos donde muchos otros habían fracasado.
Era un hombre alto, de actitud reposada, ojos más bien grises y hablar lento y suave, con acento de Devonshire.
Requerido desde Exeter para hacerse cargo del caso, llegó en el primer tren de la mañana. Las carreteras estaban intransitables para los automóviles, aunque colocasen cadenas; de no ser así, hubiese llegado la misma noche anterior. En aquel momento, estaba de pie en el despacho del capitán Trevelyan y acababa de completar un minucioso examen de dicha habitación. Con él se hallaba el sargento Pollock, de la policía de Exhampton.
—Sí... —repetía el inspector Narracott.
Un rayo de sol, pálido e invernal, penetró en la habitación a través de la ventana. En el exterior se veía la campiña nevada. A unas cien yardas de la ventana, se divisaba una cerca y tras ella ascendía una empinada ladera que formaba parte de las nevadas colinas que formaban el fondo del paisaje.
El inspector Narracott se inclinó una vez más sobre el cadáver, que permanecía aún allí para facilitar la investigación. Como buen deportista, reconocía en el muerto la constitución atlética: anchos hombros, caderas estrechas y un excelente desarrollo muscular. La cabeza era pequeña y firme, y la puntiaguda barba de marino estaba muy bien recortada. La edad del capitán Trevelyan, según había comprobado, era de sesenta años; pero aparentaba no tener mucho más de cincuenta y uno o cincuenta y dos.
—Es un asunto muy curioso —afirmó el inspector Narracott.
—¡Ah! —exclamó el sargento Pollock.
El inspector se volvió hacia él.
—¿Qué opina de todo esto?
—Bueno... —empezó a decir el sargento Pollock, rascándose la cabeza. Era un hombre precavido, al que no le gustaba anticipar más de lo estrictamente necesario—. Bueno —repitió—, por lo que he podido observar, inspector, yo aseguraría que el criminal se acercó a esta ventana, forzó el cierre y se dispuso a revolver la habitación. El capitán Trevelyan me imagino que estaba en el piso superior. Sin duda alguna, el ladrón creía encontrarse solo en la casa.
—¿Dónde está situado el dormitorio del capitán?
—En el piso de arriba, inspector, encima de esta habitación.
—En esta época del año, ya es oscuro a las cuatro de la tarde. Si el capitán Trevelyan se hubiese encontrado en su dormitorio, es de suponer que la luz estaría encendida y, entonces, el ladrón la hubiera visto al aproximarse a esa ventana.
—¿Quiere decir que hubiese esperado a mejor ocasión?
—Ningún hombre en su sano juicio entrará a robar en una casa en la que hay una luz encendida. Si alguien forzó esta ventana, lo hizo creyendo que la casa estaba vacía.
El sargento Pollock volvió a rascarse la cabeza.
—Es un poco raro, lo admito; pero el caso es que así fue.
—Bueno, de momento dejemos aparte este detalle. Continúe.
—Está bien. Supongamos que el capitán oye un ruido en el piso inferior. Baja a investigar. El ladrón lo oye venir, arranca entonces esta especie de almohadilla, se oculta detrás de la puerta y, cuando el capitán entra en la habitación, al darle la espalda, le golpea en la cabeza.
El inspector Narracott asintió.
—Sí, es bastante probable. Lo golpearon cuando estaba frente a la ventana. Sin embargo, Pollock, no me gusta.
—¿No, señor?
—No, porque, como le decía, no me parece razonable que alguien se dedique a entrar a robar en una casa a las cinco de la tarde.
—Bueno, tal vez ese hombre pensara que era el momento más oportuno.
—Es que aquí no se trata sólo de la oportunidad de introducirse en la casa por haber encontrado la ventana sin cerrar. Estamos ante un caso de allanamiento de morada premeditado. Fíjese en la confusión que se observa en todo este despacho. ¿Adonde se hubiera dirigido en primer lugar un ladrón vulgar? A la vitrina donde se guarda la plata.
—Esto es muy cierto —admitió el sargento.
—Y esta confusión, este caos... —continuó Narracott—, estos cajones abiertos con el contenido tan revuelto... ¡Bah! ¡No perdamos el tiempo en palabrería!
—¿Palabrería? —exclamó el sargento extrañado.
—Fíjese en la ventana, sargento. ¡No estaba cerrada ni ha sido forzada para abrirla! Sólo estaba entornada y, desde fuera, la abrieron procurando fingir que la forzaban.
Pollock examinó el cierre de la ventana atentamente, soltando una maldición para sí mismo cuando lo hubo hecho:
—Está en lo cierto, señor —dijo con respetuoso acento—. ¿A quién se le habrá ocurrido?
—Alguien que deseaba echar tierra en nuestros ojos, cosa que no ha conseguido.
El sargento Pollock quedó muy reconocido de que su jefe emplease el adjetivo «nosotros». Con estas pequeñeces, el inspector Narracott sabía conquistar el cariño de sus subordinados.
—Entonces, esto no es un robo. En su opinión, señor, se trata de un trabajo desde el interior, ¿no es así?
El inspector Narracott asintió.
—Sí, señor. Sólo me extraña una cosa y es que, a mi juicio, el asesino entró realmente por la ventana. Tal como usted y Graves dijeron en su informe, y como yo puedo confirmar por mí mismo, se observan todavía varias manchas correspondientes a los sitios en que se fundieron trozos de nieve al ser pisados por las botas del criminal. Estas manchas húmedas existen solamente en la habitación en que estamos. El agente Graves hizo constar que no encontró nada parecido en el vestíbulo cuando él y el doctor Warren pasaron por él. En cambio, en esta habitación las vio inmediatamente. En consecuencia, parece confirmarse que el asesino fue admitido por el capitán Trevelyan a través de la ventana. Por consiguiente, debe haber sido alguien a quien el capitán conocía. Usted, sargento, que es de aquí, ¿puede decirme si el capitán era de esos hombres que se crean enemigos con facilidad?
—No, señor, aseguraría que no tenía un solo enemigo en el mundo. Era un poco tacaño, un pajarraco bastante raro en sus costumbres y no toleraba la menor debilidad o descortesía por parte de los demás; pero, por todos los santos del cielo, todo el mundo sentía un gran respeto hacia él.
—Un hombre sin enemigos... —recalcó Narracott pensativo.
—Por lo menos aquí.
—Muy bien dicho, porque no podemos saber si se había creado alguno durante su carrera naval. Mi experiencia personal me enseña, sargento, que el hombre que despierta enemistades en un sitio, las despierta también en cualquier otro donde vaya, aunque he de aceptar que no es imposible dejar de lado esa posibilidad. Así llegamos, lógicamente, a tener que considerar el siguiente móvil, el que con más frecuencia se presenta en toda clase de crímenes: el lucro. El capitán Trevelyan, según tengo entendido, era un hombre rico.
—Sí, y apasionado por el dinero en todos sus aspectos, pero avaro. No era un hombre al que se le pudiera sacar fácilmente una suscripción.
—¡Ah! —exclamó Narracott reflexivamente.
—Es una lástima que haya nevado tanto —dijo el sargento—. Si no fuera por esto, podríamos haber seguido sus pisadas.
—¿No vivía nadie más en la casa? —preguntó el inspector.
—No. Durante los últimos cinco años el capitán Trevelyan no ha tenido más que un criado, un buen chico que sirvió en la marina. Cuando vivía en la casa de Sittaford, iba diariamente una mujer a limpiar, pero ese hombre, Evans, cocinaba y se ocupaba de todas las necesidades de su amo. Ahora hará un mes o algo así que se casó, lo que contrarió mucho al capitán. Yo creo que ésta fue una de las razones que le decidieron a alquilar la casa de Sittaford a esa señora sudafricana. No quería que ninguna mujer viviese en su misma casa. Aquí, en Exhampton, Evans vive aquí cerca, a la vuelta de la esquina, en Fore Street, con su mujer, y todos los días venía a servir a su amo. Le he hecho venir para que usted lo vea. Su declaración es que se marchó de la casa a las dos y media de ayer tarde porque el capitán no lo necesitaba ya.
—Bien, me gustará verlo. Tal vez pueda decirnos algo útil.
El sargento Pollock lanzó una mirada de curiosidad a su jefe. Le extrañaba el raro tono con que había pronunciado las últimas palabras.
—¿Cree que...? —empezó a decir.
—Creo —replicó el inspector Narracott con decisión— que en este asunto hay mucho más de lo que hemos podido apreciar a simple vista.
—¿A qué se refiere? —preguntó el sargento.
Pero el inspector rehusó ser más explícito.
—¿Decía usted que ese hombre, Evans, está ahora aquí?
—Esperando en el comedor.
—Bien, lo veré ahora mismo. ¿Qué clase de individuo es?
El sargento Pollock servía más para explicar hechos que para hacer descripciones exactas.
—Pues un buen tipo, retirado de la armada. Mal adversario para una pelea, diría yo.
—¿Bebe?
—Esa no es la peor de las cosas que podría decir de él.
—¿Y qué me dice de su mujer? ¿No sería algún capricho del capitán o algo por el estilo?
—¡Oh! ¡No, señor, no piense semejante cosa del capitán Trevelyan! No era en absoluto de esa clase de hombres. Más bien se le conocía como enemigo de las mujeres, en todo caso.
—¿Y se supone que Evans era muy fiel a su amo?
—Esa es la creencia general, señor, y yo creo que se sabría algo de no ser así. Exhampton es un pueblo pequeño.
El inspector Narracott asintió con una inclinación de cabeza.
—Bien —dijo—, aquí ya no nos queda nada más que ver. Ahora interrogaré a Evans y echaré una ojeada al resto de la casa; después iremos a Las Tres Coronas, donde hablaremos con el comandante Burnaby. Aquella indicación de él acerca de la hora del crimen resulta muy curiosa. Así que las cinco y veinticinco, ¿eh? Él debe saber algo que aún no ha contado, o si no, ¿por qué indicó esa hora con tanta exactitud?
Los dos hombres se encaminaron hacia la puerta.
—Este asunto es muy extraño —indicó el sargento Pollock con la mirada fija en los papeles desordenados que estaban por el suelo—. Toda esta comedia del robo...
—Esto no es precisamente lo que a mí me parece más extraño —replicó Narracott—. Dadas las circunstancias, es lo más lógico que se podía hacer. No, lo que me parece más extraño es lo referente a la ventana.
—¿Lo de la ventana, señor?
—Sí. ¿Por qué entraría por ella el asesino? Suponiendo que fuese alguna persona conocida de Trevelyan y a quien éste hubiera recibido sin dificultad, ¿por qué no entró por la puerta principal? Eso de dar la vuelta a la casa para entrar por la ventana del despacho en una noche como la pasada, me parece un procedimiento complicado y desagradable, sobre todo durante una nevada tan espesa como la que entonces caía. Sin embargo, alguna razón debía existir.
—Tal vez —sugirió Pollock— el criminal no quería que lo pudiesen ver desde la carretera cuando entraba en la casa.
—No creo que por aquí cerca hubiese muchas personas que pudieran verle, en una tarde como la de ayer. Nadie que pudiera evitarlo estaría fuera. No, ha de haber otra razón. Bueno, tal vez aparezca bien clara a su debido tiempo.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:45 pm

Capitulo 5
EVANS
Encontraron a Evans esperando en el comedor. Al verlos entrar, se levantó respetuosamente. Era un hombre de baja estatura y bastante fornido. Tenía los brazos muy largos y la costumbre de entrelazar las manos mientras estaba de pie. Con su rostro recién afeitado y sus pequeños ojos de cerdo, presentaba un aspecto de jovialidad y de eficiencia que le redimía de su apariencia de bulldog.
El inspector Narracott clasificó mentalmente sus impresiones: «Inteligente, astuto y práctico. Parece estar azorado.» Después le preguntó:
—Usted es Evans, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Cuáles son sus nombres de pila?
—Robert Henry.
—Bien, dígame ahora todo lo que sepa acerca de este asunto.
—Pues no sé nada, señor. Sólo que me ha trastornado por completo. ¡Y pensar que mi capitán ha sido la víctima!
—¿Cuándo vio a su amo por última vez?
—Yo diría que eran las dos de la tarde, señor. Acababa de recoger el servicio del almuerzo y dejé la mesa tal como la ve, preparada para la cena. El capitán me había dicho que no necesitaba que volviese a su casa.
—¿Tiene la costumbre de regresar a la hora de cenar?
—Por regla general, volvía hacia las siete de la tarde un par de horas más. No siempre, porque a veces el capitán me decía que no era necesario que volviese.
—Por lo tanto, a usted no le sorprendió que ayer tarde no le necesitara, ¿verdad?
—No, señor. Tampoco volví la tarde anterior por causa del mal tiempo, igual que ayer. Mi capitán era un caballero muy considerado, siempre que no viese en uno la intención de eludir el trabajo. Yo le conocía muy bien y todas sus costumbres.
—¿Qué le dijo exactamente?.
—Bueno, pues miró por la ventana y dijo: «Seguro que Burnaby no vendrá hoy.» Y luego añadió: «No me sorprendería que Sittaford estuviese aislado por la nieve. Desde que era un muchacho no recuerdo un invierno como éste.» Se refería a su amigo el comandante Burnaby, quien vivía allí en Sittaford. Venía a visitarlo cada viernes; él y el capitán jugaban al ajedrez y resolvían acrósticos. Y cada martes mi capitán iba a casa del comandante Burnaby. Mi amo era un hombre muy regular en sus costumbres. Entonces, me dijo: «Puedes irte ahora, Evans, y no hace falta que vengas hasta mañana por la mañana.»
—Además de lo que dijo referente al comandante Burnaby, ¿no habló de que esperase alguna visita aquella tarde?
—No, señor, ni una palabra.
—¿Y no observó si en sus palabras o en su actitud se notaba algo inusitado o diferente de lo normal?
—No, señor; nada que yo pudiera observar.
—¡Bien! Ahora, Evans, le diré que me han dicho que usted se ha casado hace poco.
—Sí, señor, con la hija de Mrs. Belling, la de Las Tres Coronas. Hará cosa de dos meses, señor.
—¿Y no le desagradó eso al capitán Trevelyan?
Por el rostro de Evans cruzó una ligerísima mueca.
—No puso muy buena cara cuando se enteró el capitán. Mi Rebeca es una buena muchacha y una excelente cocinera; yo pensaba que podíamos trabajar juntos en casa del capitán, pero él... bueno, ¡no quiso ni oír hablar de eso! Dijo que nunca tendría mujeres a su servicio. En resumen, señor, las cosas estaban un poco embarrancadas hasta que llegó esa señora sudafricana y manifestó que deseaba alquilar la casa de Sittaford durante este invierno. El capitán le arrendó su mansión y nos trasladamos a este pueblo, donde yo alquilé una casa y empecé a venir cada día por aquí para servir a mi amo. No hace falta que le diga, señor, que mantenía la esperanza de que al acabarse el invierno mi capitán se dejara convencer y permitiera que Rebeca y yo volviéramos con él a Sittaford. Además, ni siquiera se hubiese enterado nunca de que ella estaba en la casa porque no saldría de allí, y ya se las arreglaría para no encontrárselo por la escalera.
—¿Tiene alguna idea de lo que podía haber tras esa aversión que el capitán Trevelyan sentía por las mujeres?
—Ninguna, señor. Creo que no era más que una costumbre suya. He conocido a muchos caballeros así antes que a él. Si me pide mi opinión, le diré que no es ni más ni menos que timidez. Alguna joven dama les da calabazas cuando son muchachos... y de ahí viene la costumbre de esquivarlas.
—El capitán Trevelyan no estaba casado, ¿verdad?
—No, señor, desde luego que no.
—¿Qué parientes tenía? ¿Los conoce?
—Creo que una hermana suya vivía en Exeter, y me parece haberle oído mencionar uno o varios sobrinos.
—¿No vino nunca ninguno de ellos a verlo?
—No, señor, creo que estaba reñido con su hermana.
—¿Sabe el nombre de esa señora?
—Gardner, señor; pero no lo aseguraría.
—¿Conoce su dirección?
—Me temo que no, señor.
—Bueno, evidentemente la encontraremos cuando se revisen los papeles del capitán. Ahora, Evans, ¿qué hizo ayer tarde desde las cuatro en adelante?
—Estuve en mi casa, señor.
—¿Dónde vive?
—Aquí cerca, nada más volver la esquina, en el 85 de Fore Street.
—¿No salió para nada?
—Desde luego que no, señor. ¡La nieve caía que daba gusto!
—Bien, está bien. ¿Hay alguien que pueda ratificar su declaración?
—Dispénseme, señor, no comprendo...
—Le pregunto si hay alguna persona que sepa con seguridad que usted estuvo en su casa a la hora del crimen.
—Mi esposa, señor.
—¿Estaban ella y usted solos en la casa?
—Sí, señor.
—Muy bien, no dudo de que todo eso sea cierto. Por el momento, eso es todo, Evans.
El ex marinero dudaba, como si quisiera añadir algo, apoyándose alternativamente ya en un pie ya en el otro.
—¿Puedo ayudar en algo aquí, señor, arreglando este desorden...?
—No, todo lo que hay en la casa se ha de dejar exactamente tal cual está hasta nueva orden.
—Comprendido, señor.
—Lo mejor que puede hacer es esperar aquí mismo hasta que yo complete mi inspección —dijo Narracott—, para el caso de que necesite preguntarle alguna otra cosa.
—Muy bien, señor.
El inspector Narracott pasó su mirada desde Evans a la habitación. La entrevista había tenido lugar en el comedor. La mesa estaba puesta con la cena del día anterior: lengua fría, varios entremeses, un queso Stilton y un plato de galletas; y sobre un hornillo de gas colocado encima de la chimenea, había una cacerola que contenía sopa. En una mesita auxiliar se veía un sacacorchos, un sifón y dos botellas de cerveza. El inspector también vio un buen número de artísticas copas de plata y con ellas, cosa incongruente, tres novelas muy flamantes.
El inspector Narracott examinó detenidamente una o dos de las copas y leyó las inscripciones grabadas en ellas.
—Se ve que el capitán Trevelyan era un buen deportista —observó.
—Sí, señor, ¡vaya si lo era! —exclamó Evans—. Toda su vida fue un gran atleta.
El inspector Narracott leyó los títulos de las novelas: El amor echa la llave, Los alegres hombres de Lincoln y Prisionero del amor.
—¡Hum...! El gusto del capitán en cuestión de literatura me parece un tanto incongruente.
—¡Oh! Eso, señor... —Evans sonrió—. Es que esos libros no los tenía ahí para leerlos, señor. Se trata de premios que ganó en un concurso de nombres de trenes. El capitán envió diez soluciones, cada una de ellas bajo diferentes nombres, incluyendo el mío, porque supuso que el 85 de Fore Street era una dirección muy apropiada para ganar un buen premio. Según él, cuanto más vulgares son un nombre y una dirección, más probable es que resulten premiados. Y lo bueno del caso es que la solución que iba a mi nombre sacó el premio, aunque no el de las dos mil libras, sino sólo el de esas tres novelas que, en mi modesta opinión, son de esa clase de novelas por las que nadie pagaría ni un penique.
Narracott sonrió. Luego, repitiéndole a Evans que le esperase allí, continuó su inspección. Observó que en una de las esquinas del comedor había un gran armario acristalado. Era tan grande, que casi parecía constituir una pequeña habitación en sí mismo. En su interior, colocados de cualquier modo, vio dos pares de esquís, un par de remos, diez o doce colmillos de hipopótamo, cañas de pescar, sedales y varios avíos y accesorios de pesca entre los que figuraban un tratado sobre la pesca con mosca; también había una bolsa con palos de golf, una raqueta de tenis, un pie de elefante relleno y una piel de tigre. Se veía claramente que cuando el capitán Trevelyan alquiló la casa de Sittaford amueblada, retiró sus más preciados efectos, temeroso de la influencia femenina.
—¡Vaya una idea la de traerse con él todos esos trastos! —comentó el inspector—. Alquiló su casa sólo por pocos meses, ¿no es así?
—Exacto, señor.
—Seguro que podía haber dejado estas cosas encerradas bajo llave en la casa de Sittaford.
Por segunda vez en el curso de esta entrevista, Evans sonrió.
—Ése hubiera sido el modo más fácil de hacerlo. ¡No hay armarios en aquella casa! El arquitecto y el capitán la proyectaron juntos, pero sólo una mujer podría comprender lo que vale un cuarto de armarios. Además, como usted mismo ha indicado, señor, hubiera sido lo más sensato. Acarrear todas estas cosas hasta aquí fue un duro trabajo, ¡se lo aseguro! Pero el capitán no toleraba la idea de que alguien pudiese revolver sus recuerdos. Y por muy bien que se encierren, aunque sea bajo siete llaves, él decía que una mujer siempre hubiera encontrado el modo de llegar a ellos. «Curiosidad femenina», le llamaba a esto. Casi es mejor no encerrar con llave lo que uno no quiere que las mujeres toquen. Por lo tanto, mi amo decidió traérselo todo con él, y así estaba seguro de que estaban a salvo. Así que nos vinimos con todo eso, y ya le digo que fue un trabajo pesado y también que resultó un poco caro; pero ya ve usted, en estas cosas, el capitán era como un niño.
Evans tuvo que hacer una pausa, pues su larga perorata le había dejado sin aliento.
El inspector Narracott asintió pensativamente, con lentas inclinaciones de cabeza. Había otro punto acerca del cual deseaba también informarse y le pareció que el momento era propicio ya que el asunto salía a relucir de un modo natural.
—Esa Mrs. Willett —dijo como por casualidad—, ¿era alguna antigua amiga o conocida del capitán?
—¡Oh, no, señor! Completamente desconocida para él.
—¿Está bien seguro de esto?
—Bueno... —la severidad de la pregunta dejó al antiguo marino un poco desconcertado—, en realidad el capitán no me dijo nunca tal cosa, pero... ¡oh, sí, estoy seguro!
—Lo pregunto —explicó el inspector— porque resulta muy curioso que alquilase su casa en esta época del año. Por otra parte, si esa Mrs. Willett hubiese estado relacionada con el capitán Trevelyan y conociera ya la casa, era más natural que se le ocurriera escribirle a él proponiéndole que se la alquilase.
Evans negó con la cabeza.
—Fueron los agentes inmobiliarios, esos Williamson, los que escribieron diciendo que tenían una oferta de una señora.
El inspector Narracott arrugó el entrecejo. Aquel negocio del alquiler de la casa de Sittaford le parecía cada vez más extraño.
—Supongo que el capitán Trevelyan y Mrs. Willett celebrarían alguna entrevista, ¿verdad? —le preguntó a Evans.
—¡Oh, sí! Ella vino a ver la casa y mi amo la acompañó durante la visita.
—¿Y está totalmente seguro de que no se habían visto antes de aquel día?
—¡Oh, muy seguro!
—¿Y sabe si... si ellos... —el inspector se interrumpió, como si tratase de articular la pregunta de una forma que resultara natural—... si la entrevista se desarrolló sin problemas? Quiero decir como buenos amigos.
—Por parte de la dama, sí, señor —y una ligera sonrisa cruzó por los labios de Evans—. Mucho más que por parte de él, como podría decirse. Admiró mucho la casa y le preguntó si él la había proyectado cuando la construyeron. Ella estuvo la mar de amable.
—¿Y el capitán?
La sonrisa de Evans aumentó.
—Esa señora tan extremada no fue capaz de fundir el hielo de él. Mi amo era educado, pero nada más. Y no aceptó ninguna de las invitaciones de ella.
—¿Invitaciones?
—Sí, le dijo que siguiera considerando la casa como suya en todo momento y que se dejase ver de vez en cuando... sí, eso fue lo que le dijo: que se dejase ver; pero no es tan fácil «dejarse ver» en una casa cuando uno vive a seis millas.
—¿Ella parecía ansiosa de... bien.... de ver al capitán, de relacionarse con él?
Narracott reflexionaba. ¿Cuál fue la verdadera razón para alquilar la casa? ¿Fue tan sólo un subterfugio para conquistar la amistad del capitán Trevelyan? ¿Era ése el auténtico propósito de la dama? Probablemente, no se le pudo ocurrir que el capitán se marchase a vivir a la lejana ciudad de Exhampton. Tal vez pensó que se mudaría a cualquiera de los chalés inmediatos, acaso como huésped del comandante Burnaby.
La respuesta de Evans no le sacó de dudas.
—Esa señora es muy hospitalaria, por todos los conceptos. Todos los días tiene algún invitado a almorzar o a cenar.
Narracott asintió. Ya no sacaría más información de allí. Pero decidió celebrar una entrevista con Mrs. Willett en cuanto le fuera posible. Había que poner en claro la causa de su brusca e improvisada llegada.
—Venga conmigo, Pollock, subamos al piso superior.
Dejaron a Evans en el comedor y se marcharon a inspeccionar las habitaciones de arriba.
—Es un buen hombre, ¿no le parece? —preguntó el sargento en voz baja, volviendo la cabeza y señalando con un ademán hacia la cerrada puerta del comedor.
—Eso parece —dijo el inspector—, pero nunca sabe uno a qué atenerse. Sea lo que sea, ese tipo no tiene un pelo de tonto.
—No, es un tipo inteligente.
—Su historia parece muy convincente —continuó diciendo el inspector—. Se ha expresado con perfecta claridad y muy en su puesto. Aunque, como acabo de decir, ¡cualquiera sabe!
Y tras este comentario, muy propio de su minucioso y desconfiado carácter, el inspector procedió a examinar las habitaciones del primer piso.
Había tres dormitorios y un cuarto de baño. Dos de los primeros estaban vacíos y se veía claramente que no se usaban desde hacía muchas semanas. La tercera alcoba, que utilizaba el capitán Trevelyan, aparecía en perfecto y exquisito orden. El inspector Narracott la revisó de arriba a abajo, sin dejar ni un cajón por abrir ni un armario por registrar. Todo estaba en su sitio. Se advertía que aquella era la habitación de un hombre casi fanático en sus hábitos de pulcritud. Narracott finalizó su inspección y echó una mirada hacia el cuarto de baño contiguo. Allí también todo estaba en orden. Examinó por última vez la cama, primorosamente preparada para acostarse, con el embozo abierto hacia abajo, el pijama bien doblado y preparado para su uso.
Entonces, meneó la cabeza.
—Aquí no hay nada —murmuró.
—No, inspector, todo está en perfecto orden.
—Pero hay que revisar uno por uno los papeles que contenga el escritorio del despacho. Conviene que se ocupe de ello, Pollock. Le diremos a Evans que ya puede irse. Más tarde, puedo hacerle una visita en su propia casa.
—Muy bien, señor.
—También pueden retirar el cadáver. Me gustaría ahora ver a Warren, aprovechando que estoy aquí. Vive cerca de esta casa, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿En la misma dirección de Las Tres Coronas o en la opuesta?
—Está al otro extremo de la calle, inspector.
—Entonces, empezaré por ir a Las Tres Coronas. ¡Adelante, sargento!
Pollock entró en el comedor para despedir a Evans. El inspector salió por la puerta principal y se encaminó con pasos rápidos hacia la posada Las Tres Coronas.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:46 pm

Capítulo 6
EN LAS TRES CORONAS
El inspector Narracott no se proponía visitar al comandante Burnaby hasta haber celebrado una prolongada entrevista con Mrs. Belling, propietaria de Las Tres Coronas. Mrs. Belling era una mujer gruesa y muy excitable, y tan charlatana, que no se podía hacer otra cosa que escuchar pacientemente hasta que se agotara aquel chorro de trivialidades.
—...y era una noche como no se había visto nunca —concluyó—. ¡Poco podíamos imaginar cualquiera de nosotros lo que en aquellos momentos le estaba ocurriendo al pobre caballero! ¡Esos malditos vagabundos! Siempre lo estoy diciendo, no una vez, sino docenas de veces: no puedo soportar esos tipos tan desagradables. ¡Seguro que habrá sido alguno de ellos! El capitán no tenía ni un mal perro que le protegiese. Esos golfos no le plantan cara a un perro ¡Ah, nunca puede una saber lo que ocurre por ahí cerca!
»Sí, Mr. Narracott —continuó diciendo la charlatana mujer en contestación a una pregunta del policía—, el comandante está desayunando en este momento. Lo encontrará en el salón del café. ¡Qué noche debe de haber pasado el buen hombre, sin pijama ni nada por el estilo! Comprenda, yo soy una pobre mujer viuda con nada apropiado para prestarle. En fin, no quiero ni pensarlo. Él me dijo que no me molestase por tan poca cosa. Estaba trastornado. ¡No era de extrañar, puesto que su mejor amigo acababa de ser asesinado! ¡Qué perfectos caballeros tanto el uno como el otro, aunque el capitán tenía fama de ser un tacaño! ¡Ah, bueno, bueno...! Siempre he pensado que era muy peligroso vivir allí arriba, en Sittaford, a muchas millas de distancia de cualquier otro pueblo. Y ya ve que el pobre capitán ha ido a caer en el mismo Exhampton. ¡En esta vida ocurre siempre lo que menos se espera! ¿No es verdad, Mr. Narracott?
El inspector corroboró que, indudablemente, así era. Luego añadió:
—¿Quiénes se hospedaban ayer en su casa, Mrs. Belling? ¿Había algún extranjero?
—Espere, déjeme pensar: Estaban Mr. Moresby y Mr. Jones, dos comerciantes honradísimos, inspector; y también un joven caballero de Londres. Nadie más. Ya es bastante para la época en que estamos. Aquí pasamos un invierno muy tranquilo. ¡Oh! Ahora recuerdo que estaba otro caballero joven que llegó en el último tren: «el jovencito narigudo», como yo le llamé. No se ha levantado todavía.
—¿En el último tren? —dijo el inspector—. El que llega a las diez de la noche, ¿no es así? Pues entonces opino que no necesitamos preocuparnos por su presencia. ¿Qué me dice del otro, del que vino de Londres? ¿Lo conoce usted?
—No lo había visto nunca en mi vida antes de ahora. No es un comerciante, ¡ni mucho menos! En este instante no puedo recordar su nombre, pero lo encontrará en el libro de registro. Se marchó a Exeter en el primer tren de esta mañana, el de las seis y diez. ¡Es curioso! ¿Qué tendría que hacer por estos andurriales? He ahí una cosa que me gustaría saber.
—¿Mencionó a qué se dedicaba?
—Ni una palabra de eso.
—¿Le vio salir de la posada?
—Llegó a la hora del almuerzo, salió hacia las cuatro y media, y regresó alrededor de las seis y veinte.
—¿Y dónde fue cuando salió?
—No tengo ni la más remota idea, inspector. Tal vez se limitó a dar un paseíto por ahí. Se marchó cuando aún no nevaba, pero de todos modos, la tarde no era de las que invitaban a pasear.
—De modo que salió a las cuatro y media y regresó a las seis y veinte —repitió el inspector pensativamente—. ¡Ya es bien extraño! ¿No mencionó para nada al capitán Trevelyan?
Mrs. Belling negó con la cabeza de un modo categórico.
—No, Mr. Narracott, no mencionó absolutamente a nadie. Se mostró muy reservado. Era un joven de agradable aspecto, pero yo aseguraría que estaba preocupado por algo.
El inspector asintió, mostrando su conformidad, y cruzó la habitación para inspeccionar el libro de registro.
—«James Pearson, de Londres» —leyó el inspector—. Bien, el nombre no nos dice gran cosa. Tendremos que hacer algunas averiguaciones relativas a este Mr. James Pearson.
Dicho esto, se encaminó al salón del café en busca del comandante Burnaby.
El comandante era la única persona que ocupaba el salón. Estaba bebiendo un café de apariencia algo turbia y frente a él, apoyado en una botella, se mantenía abierto el Times del día.
—¿El comandante Burnaby?
—Así me llamo.
—Yo soy el inspector Narracott, de Exeter.
—Buenos días, inspector. ¿Tiene ya algún indicio?
—Sí, señor, creo que ya tenemos una pequeña pista. Creo que puedo decirlo con cierta seguridad.
—Me complace mucho oírlo —dijo el comandante secamente. Su actitud era de resignado escepticismo.
—Ahora hay uno o dos puntos sobre los que me gustaría ampliar mi información, comandante Burnaby —explicó el inspector—, y creo que probablemente usted pueda decirme lo que necesito saber.
—Haré todo lo que esté en mi mano —dijo Burnaby.
—¿Tenía el capitán Trevelyan algún enemigo que usted conociese?
—No le conocí un solo enemigo en todo el mundo —contestó Burnaby con gran decisión.
—Ese hombre, Evans, ¿le parece una persona digna de confianza?
—Siempre lo he creído así. Me consta que Trevelyan se fiaba de él.
—¿Y no había ningún resentimiento contra él por causa de su matrimonio?
—No, nada de resentimientos. Lo único que pasaba era que a Trevelyan no le gustaba ver alteradas sus costumbres. Usted ya sabe que era un viejo solterón.
—Ya que hablamos de solterones, aclaremos otro detalle. No estando casado el capitán Trevelyan, ¿sabe si había hecho algún testamento? Y en el caso de que no existiese ninguna disposición testamentaria, ¿tiene alguna idea de quiénes heredarán sus propiedades?
—Trevelyan hizo testamento —contestó Burnaby rápidamente.
—¡Ah, sabe eso!
—Sí, porque me nombró albacea. Él mismo me lo había dicho.
—¿Sabe en qué forma lega su dinero?
—No puedo decírselo porque lo ignoro.
—Tengo entendido que el capitán Trevelyan estaba en muy buena posición.
—Trevelyan era rico —replicó Burnaby—. Yo aseguraría que era mucho más rico de lo que puedan imaginar los que le rodeaban.
—¿Qué parientes tenía, lo sabe usted?
—Tenía una hermana y algunos sobrinos y sobrinas, según creo. Nunca se vio mucho con ellos, pero tampoco me consta que hubiera reñido con ninguno.
—Insistiendo en lo del testamento, ¿sabe dónde lo guardaba?
—Está en la oficina de Walter & Kirkwood, esos abogados que hay aquí en Exhampton. Ellos se ocuparon de redactarlo.
—Entonces, comandante Burnaby, puesto que usted es albacea, tal vez convendría que me acompañase ahora en mi visita a los señores Walter & Kirkwood. Me gustaría tener una idea exacta del contenido de ese testamento tan pronto como fuera posible.
—¿Para qué desea saber eso? —preguntó—. ¿Qué tiene que ver el testamento con lo que ha ocurrido?
El inspector Narracott no parecía dispuesto a explicar su conducta con tanta rapidez.
—Este caso no es tan sencillo como podría parecer —dijo—. A propósito, ahora recuerdo otra pregunta que quería hacerle: tengo entendido, comandante Burnaby, que usted le preguntó al doctor Warren si la muerte había ocurrido a las cinco y veinticinco.
—Así es —contestó el comandante ásperamente.
—¿Qué es lo que le hizo concretar esa hora con tanta precisión, Mr. Burnaby?
—¿Y por qué no podía yo calcularla con cierta exactitud? —preguntó a su vez el comandante.
—Bueno, podía haber alguna circunstancia que le rondara por la cabeza.
Hubo una larga pausa antes de que el comandante Burnaby replicase a esta observación. Durante ella fue creciendo el interés del inspector. Era bien patente que el comandante deseaba ocultar alguna cosa. Resultaba casi cómico observar los esfuerzos que para ello estaba haciendo.
—¿Quiere explicarme por qué no se me puede ocurrir a mí citar las cinco y veinticinco, por ejemplo? —preguntó Burnaby con expresión casi feroz—. ¿O las seis menos veinticinco... o las cuatro y veinte, pongo por caso?
—Tiene razón, señor —contestó el inspector Narracott con la mayor dulzura posible.
No quería indisponerse con el comandante en aquel crítico momento, pero se prometió investigar la cuestión hasta el fondo antes de que acabase el día.
—Hay otra cosa, caballero, que me llama la atención —continuó diciendo el policía.
—¿Sí? ¿De qué se trata?
—Me refiero al arrendamiento de la casa que el capitán tenía en Sittaford. Yo no sé lo que pensará usted acerca de ello, pero a mí me parece muy curioso.
—Ya que usted me lo pregunta —replicó Burnaby—, le diré que es condenadamente extraño.
—¿Es ésa su opinión?
—Es la opinión de todo el mundo.
—¿En Sittaford?
—En Sittaford y hasta en Exhampton. Esa mujer debe de estar loca.
—Bien, he oído decir que en cuestión de gustos no hay nada escrito —contestó el inspector.
—Pues es un gusto bien estrafalario para una mujer de su clase.
—¿Conoce a esa señora?
—La conozco. Mire, precisamente estaba en su casa cuando...
—¿Cuando qué? —preguntó Narracott al ver que el comandante se interrumpía de un modo brusco.
—Nada —contestó Burnaby.
El inspector fijó en él una escrutadora mirada. Allí había algo que le hubiese gustado aclarar. El apuro y la turbación del comandante no se le escaparon. Había estado a punto de confesar... ¿el qué?
«Todo a su debido tiempo», se dijo Narracott. «Ahora no es el mejor momento para pasarle a éste la mano a contrapelo.»
En voz alta, añadió inocentemente:
—Según ha dicho, caballero, ayer estuvo de visita en la casa de Sittaford. Esa señora vive ahora allí... ¿cuánto tiempo hace que llegó?
—Un par de meses.
El comandante manifestaba visiblemente su ansiedad por huir del resultado de las imprudentes palabras que se le habían escapado. A consecuencia de ello, se mostró más locuaz que de costumbre.
—Se trata de una señora viuda con su hija, ¿verdad?
—Eso es.
—¿Ha dado ella alguna razón que justifique la elección de esa residencia?
—Le diré... —y el comandante se restregó la nariz, dubitativo—. Es una mujer que habla mucho, una mujer de esas enamoradas de la naturaleza, que parecen vivir fuera del mundo, ese tipo de cosas. Pero, a pesar de todo...
Se detuvo momentáneamente como desamparado, y el inspector Narracott acudió en su auxilio.
—A usted no le pareció natural.
—Sí, algo así es lo que quería decir. Se trata de una dama bastante elegante, aunque algo anticuada en su manera de vestir, pero tiene una hija que es bonita e inteligente. Lo natural es que las dos residieran en el Hotel Ritz o en el Claridge, o en cualquier otro gran hotel de Londres. Ya sabe la clase de vida que le gusta llevar a esa gente.
Narracott asintió.
—Sin embargo, parece ser que no hacen una vida muy reservada, ¿verdad? —preguntó el inspector—. ¿Cree que trataban de... ¿cómo diría...? ¿de vivir escondidas?
El comandante Burnaby negó con vigorosos movimientos de cabeza.
—¡Oh, no, de ningún modo! Ellas son muy sociables, tal vez demasiado sociables. Me explicaré: en un pueblo tan pequeño como Sittaford no se estila fijar compromisos con tanta antelación y, cuando uno recibe una invitación para ir a su casa, resulta un poco fuera de lugar. Esas señoras son excesivamente amables y muy hospitalarias, y acaso demasiado hospitalarias para nuestras ideas inglesas.
—La influencia de la vida colonial —dijo el inspector.
—Sí, supongo que sí.
—¿Y no tiene ningún motivo para pensar que conociesen de antes al capitán Trevelyan?
—Por el contrario, estoy seguro de que no lo conocían.
—Parece muy seguro.
—Joe me lo hubiera dicho.
—¿Y no cree que el motivo para alquilar esa casa puede haber sido... bien, trabar conocimiento con el capitán?
Se vio claramente que esta idea resultaba nueva para el comandante, quien la ponderó durante algunos segundos.
—¡Caramba! Nunca se me había ocurrido eso. Ciertamente, recuerdo que siempre fueron muy obsequiosas con él. Y no es que Joe les diera muchas oportunidades. Por más que pienso que era la actitud habitual de ellas. Eran excesivamente amistosas, como buenas coloniales que son —añadió aquel ex soldado que nunca había salido de las islas.
—Comprendo. Ahora hablemos de la casa. Tengo entendido que el capitán Trevelyan fue quien la hizo construir.
—Así es.
—¿Y no ha vivido nadie más en ella en ninguna ocasión? Quiero decir que si había sido alquilada anteriormente.
—Nunca.
—Entonces, no podemos pensar que la casa haya sido el motivo de atracción. Es un verdadero rompecabezas. Apostaría diez contra uno a que todo esto no tiene nada que ver con el crimen, pero son cosas que me chocan por su extraña coincidencia. Esa casa que el capitán Trevelyan alquiló para él, Hazelmoor, ¿de quién es?
—De miss Laspent, una señora de mediana edad que se ha ido a pasar el invierno a una pensión de Cheltenham. Hace lo mismo todos los años. Por regla general deja cerrada su casa, pero la alquila cuando puede, lo que no es frecuente.
No parecía que aquel camino prometiera algo de interés. El inspector meneó la cabeza con desaliento.
—Según me han dicho, los agentes intermediarios fueron los Williamson —indicó Narracott.
—Sí, señor.
—¿Tienen su oficina en Exhampton?
—En la puerta de al lado de Walter & Kirkwood.
—¡Ah, muy bien! Entonces, si le parece, comandante, tal vez nos convenga visitarlos de paso que vamos a ver a Walter & Kirkwood.
—Encantado, pero no encontrará de ningún modo a Kirkwood en su oficina hasta después de las diez. Ya sabe cómo son los abogados.
—De todos modos, ¿vamos allí?
El comandante, que había concluido su desayuno hacía rato, asintió con una inclinación de cabeza y se levantó de su silla.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:46 pm

Capítulo 7
EL TESTAMENTO
Un joven de mirada inteligente se levantó para recibirlos en la oficina de los señores Williamson.
—¡Buenos días, comandante Burnaby!
—¡Hola!
—Un tiempo terrible, ¿verdad? —dijo el joven, que parecía deseoso de charlar—. Hacía muchos años que en Exhampton no sufríamos estas inclemencias.
El muchacho hablaba con entusiasmo, pero el comandante lo atajó diciendo:
—Le presento al inspector Narracott.
—¡Oh, tanto gusto! —exclamó el joven, agradablemente excitado.
—Necesito informarme de algunas cosas que, según creo, usted podrá indicarme —explicó el policía—. Me han dicho que ustedes gestionaron el arrendamiento de la casa de Sittaford.
—¿A Mrs. Willett? Sí, señor, fuimos nosotros.
—Le agradecería que me diese detalles completos de cómo se presentó ese asunto. ¿Vino esa señora en persona o les escribió una carta?
—Recibimos una carta. Ella nos escribió desde... espere un momento... —y abrió un cajón del que sacó una carpeta—. Sí, desde el Hotel Carlton, de Londres.
—¿Mencionaba ya en su carta esa casa de Sittaford?
—No, se limitaba a decir que quería alquilar una casa durante todo el invierno. Tenía que ser precisamente en la región de Dartmoor y la vivienda tenía que disponer, por lo menos, de ocho dormitorios. No le importaba que estuviese cerca o lejos de una estación de ferrocarril o de una ciudad.
—¿Figuraba en sus libros la casa de Sittaford?
—No, señor, no lo estaba; pero el caso es que era la única casa de la región que cumplía perfectamente las condiciones pedidas. La dama mencionaba en su carta que estaba dispuesta a llegar hasta doce guineas en el precio y, en vista de esas circunstancias, pensé que valía la pena escribir al capitán Trevelyan y preguntarle si le interesaba alquilar su mansión. Contestó afirmativamente y pudimos arreglar el asunto.
—¿Sin que Mrs. Willett viese la casa?
—Ella aceptó alquilarla sin verla, y así firmó el contrato. Después vino un día por aquí, fue a Sittaford, visitó al capitán Trevelyan, arregló con él todo lo referente a la vajilla y a la ropa de la casa que tenía que dejarle, y entonces recorrió la casa entera.
—¿Se mostró muy satisfecha de haberla alquilado?
—Cuando volvió por aquí nos dijo que estaba encantada de haberlo hecho.
—¿Y qué piensa de todo esto? —preguntó el inspector Narracott, sin dejar de fijar su escrutadora mirada en el joven.
Éste se encogió de hombros.
—Si estuviese usted en este negocio inmobiliario, se acostumbraría a no sorprenderse nunca de nada —contestó.
Con esta observación filosófica terminaron la entrevista, dándole el inspector las gracias al joven por su amable ayuda y rogándole dispensara la molestia que pudieran haberle ocasionado con la investigación.
—Absolutamente ninguna —replicó el cortés joven—. Ha sido un placer para mí, se lo aseguro.
Y les acompañó amablemente hasta la puerta.
La oficina de los señores Walter & Kirkwood estaba, como el comandante Burnaby había dicho, en la puerta contigua a la de los agentes inmobiliarios. Una vez allí, se enteraron de que Mr. Kirkwood acababa de llegar y fueron acompañados a su despacho.
Mr. Kirkwood era un hombre de edad madura y benigna expresión, nacido en Exhampton, que había sucedido a su padre y a su abuelo en aquel negocio.
Se levantó de su silla, puso la cara más ceremoniosa que pudo y estrechó la mano del comandante.
—Buenos días, comandante Burnaby —dijo—. ¡Qué asunto tan espantoso!, ¿verdad? Realmente terrible, horripilante. ¡Pobre Trevelyan!
Tras esos comentarios miró a Narracott con curiosidad, por lo que el comandante Burnaby explicó en pocas y sucintas palabras la presencia del policía.
—Así pues, inspector, usted es el que se encarga de este caso.
—Sí, Mr. Kirkwood. Y en el curso de mi investigación he venido a pedirle ciertas informaciones.
—Consideraré un placer podérselas dar, siempre que me sea posible —dijo el abogado.
—Se trata del testamento que dejó el finado capitán Trevelyan —indicó Narracott—. Tengo entendido que ese testamento está aquí, en su oficina.
—Así es, en efecto.
—¿Hace mucho tiempo que el capitán formuló su última voluntad?
—Hará unos cinco o seis años. En este instante, no puedo precisarle con seguridad la fecha exacta.
—Mr. Kirkwood, estoy ansioso por conocer el contenido de ese documento tan pronto como sea posible, porque bien puede ser que desempeñe un importante papel en este caso.
—¿De verdad? —exclamó el abogado—. Sí, claro está, no se me había ocurrido, pero, naturalmente, usted conoce su oficio mejor que yo, inspector. Bueno... —y dirigió una mirada hacia el otro visitante—... el comandante Burnaby, aquí presente, y un servidor, somos los albaceas y ejecutores de dicho testamento. Si él no tiene inconveniente...
—Por mi parte, ninguno —indicó el comandante.
—Entonces, no veo razón alguna que se oponga a que accedamos a su requerimiento, inspector.
Y descolgando un teléfono que tenía encima de la mesa, profirió unas cuantas palabras en voz baja.
Al cabo de dos o tres minutos, un empleado entró en la habitación y dejó un sobre lacrado delante del abogado. Cuando el empleado hubo salido del despacho, Mr. Kirkwood tomó en sus manos el sobre, lo rasgó con un abrecartas, extrajo de él un voluminoso documento de aspecto importante, carraspeó para aclarar su garganta y empezó a leerlo:

«Yo, Joseph Arthur Trevelyan, residente en mi mansión de Sittaford, en el condado de Devon, declaro que ésta es mi última voluntad que suscribo el trece de agosto de mil novecientos veintiséis.»
1.— Nombro a John Edward Bumaby, residente en el n°l de los chalés que existen en el mentado lugar de Sittaford, y a Frederick Kirkwood, residente en Exhampton, únicos albaceas y ejecutores testamentarios de éstas mis últimas voluntades.»
2.— Lego a Robert Henry Evans, quien durante largos años me ha servido lealmente, la suma de 100 libras (cien libras esterlinas), libres de derechos que puedan mermarlas, las cuales le cedo para su propio provecho, siempre que él continúe a mi servicio en el momento de ocurrir mi muerte y que prometa no abandonar esta localidad después de recibir mi legado.»
3.— Lego al susodicho John Edward Burnaby, en prueba de nuestra amistad y de mi afecto y consideración hacia él, todos mis trofeos deportivos, incluyendo entre ellos mi colección de cabezas y pieles de caza mayor, así como todas aquellas copas y premios de cualquier clase que se me hayan concedido por mis méritos en concursos y competiciones deportivas, y también todos los trofeos de caza que me pertenecen.»
4.— Deseo que todas mis propiedades personales, mobiliarias e inmobiliarias, de las que no se haya hecho mención especial en cualquier otro legado de este testamento, o bien en codicilos posteriores a él, sean entregadas a mis albaceas testamentarios con la condición de que ellos las vendan, convirtiéndolas en su totalidad en dinero efectivo.»
5.— Mis albaceas testamentarios separarán del producto de dichas ventas la cantidad necesaria para satisfacer todos aquellos gastos que ocasione mi muerte, así como los relativos a la tramitación del cumplimiento de mis últimas voluntades, los funerales que se me dediquen y las deudas que yo haya podido dejar impagadas, e igualmente los que se produzcan del pago de los derechos reales relativos a los legados que antes se han mencionado en este testamento y los que figuran en cualquier codicilo agregado al mismo.»
6.— Mis albaceas testamentarios dividirán en cuatro partes iguales la cantidad que quede, después de cumplimentar la cláusula anterior.»
7.— Después de efectuada dicha partición, mis albaceas testamentarios entregarán una de las partes a mi hermana Jennifer Gardner, que podrá disfrutar de su absoluta propiedad sin limitación alguna. Las tres partes restantes deberán ser entregadas por mis albaceas testamentarios a los tres hijos de mi difunta hermana Mary Pearson, una a cada uno de ellos, pasando a ser propiedad absoluta de los beneficiados sin limitación alguna.
»En testimonio de lo cual, yo, el citado Joseph Arthur Trevelyan, firmo este documento por mi propia mano, en el día y año que se ha apuntado en su encabezamiento.
«Certificamos que el susodicho testador ha firmado ésta, su última voluntad, estando presentes nosotros dos al mismo tiempo, después de lo cual, a presencia del testador y requerido por él, firmamos a continuación como testigos.»

Mr. Kirkwood entregó al inspector este documento.
—También firman como testigos dos de los empleados de mi oficina.
El policía echó una mirada al documento y se mostró muy pensativo.
—Aquí dice: «mi difunta hermana Mary Pearson» —comentó—. ¿Puede decirme alguna cosa referente a Mrs. Pearson, Mr. Kirkwood?
—Muy poco, recuerdo que murió hace unos diez años. Su marido, que era un agente de Cambio y Bolsa, había fallecido antes que ella. Por lo que yo sé, afirmaría que nunca vino por aquí a visitar al capitán Trevelyan.
—Pearson... —silabeó el inspector una vez más; y al cabo de un rato añadió—: Una cosa más: aquí no se menciona el valor de las propiedades que poseía el finado capitán. ¿A qué suma cree que alcanzan?
—Es difícil fijar esta cifra con cierta exactitud —contestó Mr. Kirkwood, quien disfrutaba, como buen abogado, al convertir la respuesta a una simple pregunta en algo difícil—. Es un asunto tan personal, que tal vez sólo él conocía la extensión de su fortuna. Además de la propiedad de Sittaford, el capitán Trevelyan poseía algunas tierras en las inmediaciones de Plymouth. Y algunas inversiones de cuando en cuando, que han fluctuado mucho en su cotización.
—Sólo le pedía una idea aproximada —indicó el inspector Narracott.
—Es que no me gustaría comprometerme afirmando...
—Tan sólo una ligera apreciación que me pueda servir de guía. Por ejemplo, ¿se apartaría mucho de la verdad la cifra de veinte mil libras?
—¡Veinte mil libras, inspector! Las propiedades inmobiliarias del capitán Trevelyan valen, por lo menos, cuatro veces esa cifra. Ochenta o acaso noventa mil libras se acercarían más a la verdad.
—Ya le dije que Trevelyan era rico —comentó Burnaby.
El inspector Narracott se levantó de su silla.
—Le agradezco muchísimo, Mr. Kirkwood —dijo—, la información que ha tenido la bondad de facilitarme.
—Usted piensa que le será útil, ¿verdad?
Se veía muy claramente que el letrado estaba ansioso de curiosidad, pero el inspector Narracott no tenía la menor intención de satisfacerla en aquel momento.
—En un caso como éste hemos de tomar en consideración cualquier dato —contestó poco comunicativo—. A propósito, ¿tiene los nombres y las direcciones de esa Mrs. Jennifer Gardner y de todos los miembros de la familia Pearson?
—No sé nada de la familia Pearson. En cuanto a Mrs. Gardner, su dirección es Los Laureles, carretera de Waldon, Exeter.
El inspector la anotó en su cuaderno.
—Esto bastará para encontrarla —explicó—. ¿No sabe cuántos hijos dejó la difunta Mrs. Pearson?
—Tres, según creo. Dos muchachas y un chico... o tal vez dos chicos y una chica. En este momento, no lo recuerdo bien.
El inspector asintió, lo apuntó en su cuaderno de notas, dio las gracias al abogado una vez más y salió del despacho acompañado del comandante Burnaby.
Cuando llegaron a la calle, se volvió de repente para encararse con su compañero.
—Ahora, señor mío —le dijo—, vamos a saber la verdad acerca del asunto de «las cinco y veinticinco».
El rostro del comandante enrojeció de disgusto ante aquel anuncio.
—Ya le he dicho que...
—Esto no me basta. Lo que está usted haciendo, comandante Burnaby, es obstaculizar mi trabajo ocultando esa información. Usted pensaba en algo cuando mencionó esa hora tan exacta al doctor Warren, y yo creo que tengo una buena idea de lo que era ese «algo».
—Bueno, pues si ya lo sabe, ¿por qué me lo pregunta a mí? —gruñó Burnaby.
—Estoy seguro de que usted sabía que una persona llamada James estaba citada con el capitán Trevelyan hacia esa hora, ¿no es verdad?
El comandante Burnaby se le quedó mirando con gran sorpresa.
—¡Nada de eso! —refunfuñó—. Absolutamente nada de eso.
—Tenga cuidado con lo que dice, comandante Burnaby. ¿Qué me cuenta de Mr. James Pearson?
—¿James Pearson? ¿Y quién es James Pearson? ¿Se refiere a uno de los sobrinos de Trevelyan?
—Presumo que será uno de ellos. El capitán tenía uno llamado James, ¿verdad?
—No tengo ni la menor idea. Trevelyan tenía sobrinos, es lo único que sé, pero no tengo ni la más remota idea de cuáles son sus nombres.
—El joven en cuestión estuvo en Las Tres Coronas la pasada noche. Probablemente, lo reconoció al verlo allí.
—Ya no reconocí a nadie —rezongó el comandante—. De ningún modo podría reconocerlo, puesto que nunca he visto a los sobrinos de Trevelyan en mi vida.
—Pero sí sabía usted que el capitán Trevelyan esperaba que uno de sus sobrinos le visitase ayer por la tarde.
—No, señor —rugió el comandante.
Varias personas que pasaban por la calle se volvieron a observarlo.
—¡Maldita sea! ¡Se empeña usted en no aceptar la pura verdad! No sabía nada de ninguna cita. Por todo lo que yo sé, los sobrinos de Trevelyan podrían estar en Timbuctú.
El inspector Narracott se quedó un poco cortado. La vehemente negativa del comandante parecía tan llanamente sincera que era imposible sentirse engañado por sus palabras.
—Entonces, ¿por qué habló usted de las cinco y veinticinco?
—¡Oh! Bueno, ya veo que será mejor contárselo todo —y el comandante tosió de un modo que demostraba su incomodidad—; pero no es nada que deba preocuparle. Se trata tan sólo de una maldita tontería, de una sesión de espiritismo, inspector. ¿Puede creer en semejantes sandeces un hombre con sentido común?
El inspector Narracott se le quedó mirando con una sorpresa que iba en aumento. Observó que el comandante Burnaby se sentía más molesto y avergonzado de sí mismo a cada segundo que pasaba.
—Ya sabe qué es eso, inspector. Hay que participar en ellas para complacer a las damas. Desde luego, nunca pensé que fuera nada serio.
—¿De qué habla exactamente, comandante Burnaby?
—De la mesa que se mueve.
—¡Cómo! ¿Qué es eso de la mesa que se mueve?
Por mas cosas raras que Narracott hubiese esperado oír, nunca se hubiera esperado esto. El comandante procedió a explicarse. Casi tartamudeando y con muchos comentarios para tratar de demostrar lo poco que creía en aquellas cosas sobrenaturales, describió los acontecimientos de la tarde anterior y el mensaje que durante ellos había llegado de tan extraño modo dirigido a él.
—Por lo que me cuenta, comandante Burnaby, parece ser que la mesa deletreó el nombre de Trevelyan y les informó a ustedes que había muerto... asesinado, ¿no es eso?
El comandante Burnaby se enjugó el sudor de la frente.
—Sí, eso es precisamente lo que ocurrió. Yo no podía creer en ello, como es natural; no lo creí —Parecía avergonzado—. Bien, era viernes y pensé que, después de todo, lo mejor sería, para tranquilizarme, que viniese aquí y comprobase por mí mismo que todo iba bien.
El inspector reflexionó acerca de las dificultades de aquel paseo de seis millas por una carretera obstruida con numerosos montones de nieve, y la perspectiva de una formidable nevada, y se dio cuenta de que, por muy incrédulo que fuese el comandante Burnaby, no cabía duda de que el mensaje del espíritu le había impresionado profundamente. Narracott no cesaba de pensar en todo aquello que tanto le había sorprendido. Ciertamente, lo ocurrido era extraño, demasiado extraño para haber ocurrido. Se trataba de una de esas cosas que nadie puede explicar satisfactoriamente. Debía haber alguna cosa cierta en aquel asunto del espiritismo. Por primera vez en su carrera policíaca, había tropezado con un caso auténtico.
Un asunto muy extraño en conjunto, pero, por lo que podía observar, aunque explicaba la extraña actitud de Burnaby, no tenía realmente ningún significado práctico en cuanto se refería a su trabajo. El tenía que ocuparse del mundo físico, y no del psíquico.
Su labor consistía en descubrir al asesino.
Y para ese trabajo no se requería ningún auxilio procedente del mundo espiritual.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:47 pm

Capítulo 8
MR. CHARLES ENDERBY
Al echar una rápida mirada a su reloj, el inspector se dio cuenta de que tenía el tiempo justo para alcanzar el tren de Exeter, si se daba prisa. Estaba ansioso por entrevistarse, tan pronto como fuera posible, con la hermana del difunto capitán Trevelyan, de la que pensaba obtener las direcciones de los restantes miembros de la familia. Por consiguiente, tras unas apresuradas palabras de despedida dirigidas al comandante Burnaby, salió corriendo hacia la estación. El comandante desanduvo el camino hasta Las Tres Coronas. Apenas había tenido tiempo de poner su pie en el escalón de la puerta, cuando se vio solicitado por un apuesto joven de hermosa cabeza, en la que resplandecía un rostro redondo y de expresión infantil.
—¿El comandante Burnaby? —preguntó el joven.
—Sí, soy yo.
—¿El que vive en el n° 1 de Sittaford?
—El mismo —contestó el comandante.
—Soy del Daily Wire —explicó el recién llegado— y desearía…
No pudo terminar su explicación porque en una forma muy propia de los militares de la vieja escuela, el comandante le gritó:
—¡Ni una palabra más! —su voz rugía de enfado—. Le conozco muy bien a usted, así como a todos los de su calaña. Son ustedes unos indecentes que no saben más que rondar sobre un asesinato como los buitres se lanzan sobre la carroña. Pero le advierto, jovencito, que va usted a sacar muy poca información de mí. No me arrancará ni una palabra. No le proporcionaré ninguna historia para su condenado periódico. Si quiere saber algo, diríjase a la policía, y tenga la decencia de dejar en paz a los amigos de la víctima.
El joven no pareció inmutarse lo más mínimo por aquella andanada de insultos, sino que contestó, sonriendo más animosamente que nunca:
—Yo diría, señor, que mira las cosas del lado equivocado, porque yo no sé nada acerca de ese asesinato de que me habla.
En honor a la verdad, aquello no era exacto. Nadie podía pretender en Exhampton ignorar un acontecimiento que había sacudido hasta sus cimientos la tranquilidad de aquella ciudad.
—No soy más que un enviado del Daily Wire —continuó diciendo el joven— que viene a entregarle a usted ese cheque de 5.000 libras esterlinas y a felicitarlo por haber enviado la única solución exacta a nuestro concurso futbolístico.
El comandante Burnaby se quedó asombrado.
—Estoy seguro —siguió explicando el joven— de que ya habrá recibido nuestra carta de ayer por la mañana informándole de tan buena noticia.
—¿Una carta? —preguntó el comandante Burnaby—. Usted no se da cuenta, mi querido joven, de que Sittaford está enterrado bajo diez pies de nieve. ¿Qué probabilidades cree que hemos tenido de que el servicio de Correos funcionase con regularidad?
—Pero indudablemente usted habrá visto su nombre anunciado como ganador en el Daily Wire de esta mañana.
—No —replicó el comandante Burnaby—, no he tenido tiempo de ojear el periódico en toda la mañana.
—¡Ah, claro que no! —comentó el joven—. Con ese maldito asunto. Tengo entendido que el asesinado era un buen amigo suyo...
—Mi mejor amigo —dijo el comandante.
—¡Mala cosa! —exclamó el joven, desviando la mirada con gran tacto. Luego, extrajo del bolsillo un pequeño papel doblado, de color malva, y lo puso en manos del comandante Burnaby con una respetuosa inclinación.
—Reciba usted esto, acompañado de un afectuoso saludo del Daily Wire —dijo.
El comandante Burnaby lo tomó y no supo contestar otra cosa que la única posible en aquellas circunstancias.
—¿Quiere tomar algo, Mr...?
—Enderby, mi nombre es Charles Enderby. Llegué aquí ayer noche —explicó—. Pregunté acerca del modo más práctico de ir a Sittaford. Tenemos la costumbre de entregar personalmente los cheques a los ganadores. Siempre publicamos una pequeña entrevista con el beneficiado para satisfacer el interés de nuestros lectores. Bueno, todo el mundo me dijo que no soñase en llegar a Sittaford. La nieve no cesaba de caer y era sencillamente imposible emprender ese trayecto entonces. Con gran suerte para mí, descubrí que usted se encontraba precisamente aquí, albergado en Las Tres Coronas —Sonrió al decirlo—. No tuve ninguna dificultad en identificarlo, pues parece ser que aquí todos los habitantes conocen a todo el mundo.
—¿Qué quiere que tomemos? —preguntó el comandante.
—A mí que me traigan cerveza —contestó Enderby.
El comandante pidió dos cervezas.
—Parece que el pueblo entero está preocupado con ese asesinato —observó Enderby—. Es verdad que el caso resulta misterioso, se mire como se mire.
El comandante dejó escapar un sordo gruñido. Estaba algo perplejo. Sus sentimientos hacia los periodistas no habían cambiado en lo más mínimo, pero al hombre que acababa de entregarle un cheque de 5.000 libras tenía que considerarlo digno de ciertos privilegios. No era cosa de mandarlo al diablo.
—Su amigo no tenía ningún enemigo, ¿verdad? —preguntó el joven.
—No —contestó secamente el comandante.
—Pero he oído decir que la policía no cree que se trate de un robo —continuó diciendo Enderby.
—¿Cómo sabe eso? —preguntó el comandante.
A pesar de la pregunta, Mr. Enderby no reveló el origen de su información.
—También oí decir que fue usted quien, en realidad, descubrió el cadáver —dijo el periodista.
—Sí.
—Debe de haber sido una desagradable sorpresa para usted.
La conversación continuó en los mismos términos. El comandante Burnaby se obstinaba en no facilitarle la menor información, pero no era rival para la destreza de Mr. Enderby. Este último hacía de vez en cuando afirmaciones que el comandante se veía obligado a confirmar o negar, de modo que, sin querer, iba suministrando la información que el joven necesitaba. Sin embargo, eran tan agradables y corteses los modales del joven, que la entrevista se deslizaba sin la menor molestia o rozamiento entre ellos y el comandante se fue sintiendo, poco a poco, inclinado hacia el ingenioso joven.
Al cabo de un largo rato de charla, Mr. Enderby se levantó e hizo constar que tenía que ir a Correos.
—Espero de su amabilidad que me haga un pequeño recibo del cheque, comandante Burnaby.
El comandante se dirigió a un escritorio, extendió el recibo y se lo entregó a su visitante.
—Perfecto —dijo el joven, que deslizó el documento en su bolsillo.
—Supongo —indicó el comandante Burnaby— que regresará a Londres hoy mismo.
—¡Oh, no! —replicó el periodista—. Como ya supondrá, necesito tomar algunas fotografías de su vida en Sittaford y de usted mismo dando de comer a los cerdos o cuidando sus plantas, o haciendo cualquier cosa característica que le guste a usted. No se imagina hasta qué punto nuestros lectores aprecian esa información. Además, me gustaría que me escribiese unas cuantas líneas dignas de ser publicadas. Por ejemplo: «Cómo pienso gastarme las 5.000 libras» o algo por el estilo que llame la atención a los lectores. No tiene ni idea de lo desencantados que se quedarían si no les obsequiamos con una buena información de esta clase.
—De acuerdo, pero fíjese bien, es imposible ir a Sittaford con este tiempo. La nevada de la pasada noche ha sido excepcionalmente intensa y no habrá vehículo capaz de recorrer ese camino durante tres días al menos por más esfuerzos que se hagan, y tal vez tengamos que añadir otros tres antes de que el deshielo lo permita.
—Ya lo sé —contestó el joven—, y es bien fastidioso que así sea. Bueno, bueno... no habrá más remedio que resignarse a esperar sentadito aquí en Exhampton. La verdad es que se vive bien en esta fonda de Las Tres Coronas. Hasta la vista, Mr. Burnaby, ya nos veremos.
Salió a la calle principal de Exhampton y se encaminó a la oficina de Correos, desde la cual telegrafió a su periódico, felicitándose por la magnífica suerte que le había favorecido y gracias a la cual podría enviar a Londres una sabrosa y exclusiva información relativa al caso de Exhampton.
Después, reflexionó acerca de lo que le convenía hacer en primer lugar y decidió entrevistarse con Evans, el criado del difunto capitán Trevelyan, cuyo nombre se había deslizado incautamente de los labios del comandante Burnaby durante su larga conversación.
Pocas preguntas le hicieron falta para encaminarlo al 85 de Fore Street. El sirviente del caballero asesinado era ya la persona importante del día y nadie en el pueblo podía ignorar su domicilio, pues desde el primer momento manifestaron todos un ansioso deseo de puntualizar aquel detalle.
Enderby golpeó en la puerta con un habilidoso repiqueteo. Le abrió un hombre en el que el periodista vio tan claros los típicos rasgos de un antiguo marinero, que no tuvo la menor duda de su identidad.
—Usted es Evans, ¿no es así? —preguntó Enderby en tono alegre—. Acabo de dejar al comandante Burnaby.
—¡Oh! —y Evans dudó un instante—. ¿Quiere hacer el favor de entrar, caballero?
El recién llegado aceptó la invitación. Una joven y frescachona mujer de cabellos oscuros y rojas mejillas asomó al fondo del pasillo. Enderby la tomó en seguida por lo que era: la reciente esposa del señor Evans.
—Mal asunto lo de su viejo patrón, ¿eh? —comentó el periodista.
—Algo impresionante, señor, eso es.
—¿Y qué piensa usted de todo ello? —preguntó Enderby, simulando con ingenuidad un gran deseo de conseguir detalles.
—Pues yo supongo que habrá sido obra de alguno de esos malditos vagabundos —contestó Evans.
—¡Oh, no, amigo mío! Esa teoría ha sido ya abandonada por completo.
—¿Eh?
—Ese crimen es un trabajo refinado. La policía se dio cuenta de ello desde el primer momento.
—¿Quién le ha dicho eso, señor?
La que en realidad había informado al joven no era otra que la doncella de Las Tres Coronas, cuya hermana estaba casada con el agente Graves; pero el hábil periodista replicó:
—Algo de eso me han dicho en la comisaría de policía. Sí, la idea de un robo era una simulación.
—Entonces, ¿quién piensan ellos que lo ha hecho? —preguntó Mrs. Evans acercándose. Sus ojos parecían llenos de espanto y ansiedad.
—Mira, Rebeca, tú no te metas en esto —le dijo su marido.
—Esos policías son tan estúpidos como crueles —comentó Mrs. Evans—. En cuanto sospechan de alguien, no se preocupan de buscar al verdadero culpable —y dirigió una rápida mirada al joven Enderby—. Dispense, ¿está usted relacionado con la policía, señor?
—¿Yo? ¡Oh, no! Soy redactor de un periódico, el Daily Wire. Vine aquí para visitar al comandante Burnaby, quien acaba de ganar nuestro gran concurso futbolístico con un premio de 5.000 libras.
—¡Caramba! —gritó Evans—. ¡Maldita sea! Entonces esos concursos son cosa seria, por lo que se ve.
—¿Se creía que no lo eran? —preguntó Enderby.
—Bien, no he querido decir eso, señor —El ex marino estaba un poco confuso lamentando que su imprudente exclamación hubiera tenido tan poco tacto—. Es que yo había oído decir que a veces se hacen algunas trampas en esos asuntos. El pobre capitán, mi amo, acostumbraba a decir que los premios no van nunca a las direcciones buenas. Por eso usaba la mía de vez en cuando.
Y con cierta ingenuidad, descubrió el caso en que el capitán ganó tres novelas.
Enderby estimuló su charlatanería. Por de pronto, allí se presentaba la ocasión de escribir una interesante historia acerca de la personalidad de Evans. Un fiel criado, un viejo lobo de mar retirado. Por un instante, recapacitó acerca de la causa que motivaba la visible nerviosidad de Mrs. Evans, pero la atribuyó a la recelosa ignorancia propia de su clase.
—Usted debe encontrar al malhechor que cometió esa fechoría —indicó Evans—. Los periódicos pueden hacer mucho, según dice la gente, para pescar a los criminales.
—Ya verás como fue un ladrón —comentó Mrs. Evans—. ¡Caramba, en todo Exhampton no hay nadie que le desease el menor daño al capitán!
Enderby se levantó de su asiento.
—Bien —dijo—, tengo que marcharme. He de correr de aquí para allá para charlar con unos y otros y ver lo que puedo sacar en claro. Si el capitán ganó tres novelas en un concurso del Daily Wire, el Daily Wire está obligado a hacer de la caza de su asesino una cuestión personal.
—No se puede ser más razonable de lo que usted es, señor. No se puede decir algo más justo.
Deseándoles a ambos esposos toda suerte de prosperidades, lo que manifestó con su vibrante y peculiar modo de expresarse, Charles Enderby salió de aquella casa.
«Me gustaría saber quién fue en realidad el verdadero asesino —murmuró para sí—. No puedo creer que haya sido nuestro buen amigo Evans. Tal vez fuera un ladrón quien lo hizo. Sería muy decepcionante si fuera así. Desde luego, parece que no hay ninguna mujer complicada en el asunto, lo cual es una verdadera lástima. Estoy seguro de que pronto conseguiré algunos informes sensacionales, aunque también puede ser que este caso se reduzca a la más vulgar insignificancia. ¡Qué suerte la mía si ocurre eso! Ésta es la primera vez que he llegado a tiempo al lugar del suceso, y en un asunto como éste. Tendré que esforzarme. ¡Charles, amigo mío, se te ha presentado la oportunidad de tu vida! ¡Tienes que sacarle partido! Mi amigo el comandante se sentará a comer y puedo sacar de él grandes noticias, si no me olvido ni un instante de portarme ante él con extremado respeto y le doy el tratamiento de «señor» suficientemente a menudo. Me gustaría saber si estuvo en el levantamiento de la India. No, desde luego que no, porque no es bastante viejo para eso. Donde debió de estar es en la guerra sudafricana, eso es. Le preguntaré por esa guerra, lo que le pondrá como un guante.»
Y ponderando en su mente tan ingeniosa resolución, Mr. Enderby regresó a la fonda Las Tres Coronas.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:47 pm

Capítulo 9
LOS LAURELES
Se tarda aproximadamente media hora en ir desde Exhampton hasta Exeter en tren. A las doce menos cinco, el inspector Narracott hacía sonar el timbre de la puerta principal de Los Laureles.
Los Laureles era una casa algo descuidada que estaba pidiendo a gritos una nueva capa de pintura. El jardín que la rodeaba no podía estar más descuidado e invadido de hierbajos, y la puerta colgaba derrengada de sus bisagras.
—Aquí no sobra el dinero —murmuró el inspector Narracott para sus adentros—. Evidentemente, la situación es de penuria.
El buen policía era un hombre de ideas claras y precisas, pero sus investigaciones parecían indicarle muy pocas posibilidades de que el capitán hubiese sido asesinado por un enemigo. Por otra parte, sólo había cuatro personas, según se deducía por todo lo que había averiguado, que sacaran una buena cantidad de la muerte del viejo militar. Los movimientos de cada una de esas cuatro personas tenían que ser estudiados con gran atención. El libro de registro de la fonda le proporcionó datos sugestivos, aunque, bien mirado, Pearson era un nombre bastante común. El inspector Narracott estaba ansioso por encontrar una solución al problema, pero sin precipitarse demasiado en sus decisiones y procurando siempre mantener su mente bien despierta mientras verificaba las investigaciones preliminares con toda la celeridad que las circunstancias le permitían.
Una doncella de aspecto bastante desaliñado respondió a su llamada.
—Buenos tardes —dijo el inspector Narracott—. Deseo ver a Mrs. Gardner; hágame el favor de avisarla. Dígale que se trata de la muerte de su hermano, el capitán Trevelyan en Exhampton.
Premeditadamente no le entregó a la doncella ninguna tarjeta que demostrase su cargo oficial. El mero hecho de ser policía del Estado, como la experiencia le había demostrado, hubiera contenido más la lengua de su visitada.
—¿Ya está su señora enterada de la muerte de su hermano? —le preguntó el inspector a la doncella como si se le acabase de ocurrir esa idea mientras ella le hacía pasar al vestíbulo.
—Sí, señor; recibió un telegrama que se lo notificaba. De Mr. Kirkwood, el abogado.
—Claro —comentó el inspector.
La doncella lo hizo pasar al salón, una habitación que, al igual que la fachada exterior, requería la inversión de alguna suma dedicada a restaurarla, aunque tenía un aire de encanto que el inspector percibió, aunque sin ser capaz de especificar en que consistía.
—La noticia habrá impresionado a su señora —observó el policía.
La muchacha no se mostró de acuerdo con esa apreciación o, al menos, eso le pareció a Narracott.
—Como no le veía más que de tarde en tarde... —contestó ella.
—Cierre la puerta un momento y haga el favor de acercarse —ordenó el inspector.
Estaba deseoso de ensayar el efecto de un ataque por sorpresa.
—¿Decía ese telegrama que había muerto asesinado? —preguntó.
—¡Asesinado...!
Los ojos de la muchacha se abrieron extraordinariamente y reflejaron una mezcla de horror y de intenso gozo.
—¿De veras fue asesinado?
—¡Ah! —exclamó el inspector—. ¡Ya pensaba yo que ustedes no lo sabían! Se ve que Mr. Kirkwood no quiso darle la noticia de un modo demasiado brusco a su señora; pero, como ve, querida... Y a propósito, ¿cómo se llama usted, jovencita?
—Beatrice, señor.
—Bien, pues como le decía, Beatrice, en los periódicos de esta noche se publicará la noticia.
—¡Oh, yo nunca...! —murmuró Beatrice—. ¡Asesinado...! ¡Qué horrible! ¿Verdad que es horrible? ¿Le golpearon en la cabeza o le pegaron un tiro... o cómo fue?
El inspector satisfizo su afición por conocer los detalles y luego añadió como por casualidad:
—Creo que su señora tenía más o menos el propósito de ir a Exhampton ayer por la tarde, pero supongo que el mal tiempo se lo impidió.
—No le oí decir nada de eso, señor —contestó Beatrice—. Me figuro que se equivoca. Mi señora salió ayer tarde para realizar algunas compras y luego se fue al cine.
—¿A qué hora regresó?
—Hacia las seis de la tarde.
Esto descartaba a Mrs. Gardner.
—Sé muy poco acerca de la familia —continuó diciendo en tono indiferente—. ¿Es viuda Mrs. Gardner?
—¡Oh, no, señor, vive con su marido!
—¿A qué se dedica él?
—No se dedica a nada —contestó Beatrice mirándole fijamente—. No puede hacer nada, es un inválido.
—¡Ah! ¿Es un inválido? ¡Caramba, lo siento mucho! No sabía nada.
—No puede andar. Permanece en la cama todo el día. Tiene una enfermera a su servicio. No crea usted que cualquier muchacha aguantaría estar en esta casa teniendo que servir a todas horas a esa enfermera. Continuamente quiere que le traigan bandejas y tazas de té.
—Debe de ser muy fatigoso —comentó el inspector con suavidad—. Ahora, ¿será tan amable de anunciarme a su señora y decirle que he venido de parte de Mr. Kirkwood, de Exhampton?
Beatrice partió a cumplir la orden y, pocos minutos después, se abrió la puerta y entró en la habitación una mujer alta y de aspecto autoritario. Tenía un rostro muy especial: demasiado ancho en la frente, la cual estaba coronada por una negra y abundante cabellera con un toque de gris encima de las sienes, que llevaba peinada hacia atrás desde la frente. Dirigió al inspector una mirada inquisitiva.
—De modo que viene de Exhampton y de parte de Mr. Kirkwood.
—A decir verdad, eso no es exactamente cierto, Mrs. Gardner, aunque así se lo dije a la doncella. Su hermano, el capitán Trevelyan, fue asesinado ayer por la tarde y yo soy Narracott, el inspector de policía que se encarga del caso.
Sea como fuera, no podía negarse que Mrs. Gardner era una mujer dotada de nervios de acero. Entornó los ojos ante la noticia y respiró una o dos veces profundamente. Le indicó una silla al inspector y se sentó a su lado.
—¡Asesinado! ¡Qué cosa más extraordinaria! ¿Quién podría haber en el mundo que quisiera asesinar a Joe?
—Eso es lo que yo quiero descubrir, Mrs. Gardner.
—Me lo figuro. Y me gustaría mucho poder ayudarle de algún modo en su trabajo, aunque dudo que pueda hacerlo. Mi hermano y yo nos hemos visto muy pocas veces durante los últimos diez años. Yo no sé nada acerca de sus amigos o de cualquier relación que tuviera.
—Me dispensará la pregunta, señora, pero quisiera saber si usted y su hermano habían reñido.
—No, no se puede decir que estuviéramos reñidos, sino que la palabra distanciados sería la que describiría mejor nuestra situación. No necesito entrar en detalles familiares, pero mi hermano se disgustó bastante con motivo de mi matrimonio. Los hermanos, opino yo, difícilmente aprueban las elecciones de sus hermanas; aunque, por regla general, suelen ocultar su disgusto un poco mejor que mi hermano. Éste, como tal vez sepa ya, poseía una gran fortuna que le dejó una tía. Tanto mi hermana como yo nos casamos con hombres pobres. Cuando a mi marido lo retiraron del ejército por invalidez, a consecuencia del choque nervioso que sufrió en la guerra europea, nos hubiese venido muy bien un poco de ayuda económica y yo habría podido proporcionarle un costoso tratamiento que no quisieron darle en el hospital militar. Entonces le pedí un préstamo a mi hermano y él me lo negó. Desde luego, estaba en su derecho, pero desde entonces nos hemos visto muy raras veces y nuestro trato ha sido superficial.
Aquello era una explicación breve, pero bien clara.
Una personalidad muy interesante la de esta Mrs. Gardner, pensó el inspector. El caso era que se sentía incapaz de dominar a su interlocutora. Se diría que su tranquilidad era artificial, que había preparado aquel relato escueto de los hechos. Y también advirtió que, a pesar de su sorpresa, ella no le preguntaba ningún detalle acerca de la muerte de su hermano. Eso le chocó mucho y le pareció extraordinario.
—No sé si a usted le gustará enterarse de lo ocurrido exactamente en Exhampton —empezó diciendo el policía.
La dama frunció en entrecejo.
—¿Es necesario que oiga ese relato? Espero que mi hermano haya muerto sin sufrir demasiado.
—Yo diría que sin el menor dolor.
—Entonces, le agradeceré que me ahorre todos esos detalles repulsivos.
«Esto no es natural —pensó el inspector—; decididamente, no me parece natural.»
Como si ella hubiese podido leer el pensamiento del policía, empezó a hablar empleando las mismas palabras que Narracott se había dicho a sí mismo:
—Supongo que encontrará esto poco natural, inspector, pero durante mi vida he oído contar demasiados horrores. Mi marido me ha explicado cosas, cuando ha tenido uno de sus malos momentos... —la dama se dejó dominar por un escalofrío—. Estoy segura de que me comprendería si conociese mejor las circunstancias de mi vida.
—¡Oh, claro que sí, puede estar segura. Mrs. Gardner! A lo que realmente he venido es a ver si podía facilitarme algunos detalles familiares.
—¿Ah, sí?
—Por ejemplo: ¿sabe cuántos parientes vivos tiene su hermano aparte de usted?
—En cuanto a sus parientes próximos, sólo citaría a los Pearson, los hijos de mi hermana Mary.
—¿Que son...?
—James, Sylvia y Brian.
—¿James?
—Es el mayor; trabaja en una compañía de seguros.
—¿Que edad tiene?
—Veintiocho años.
—¿Está casado?
—No, pero se ha prometido a una muchacha muy bonita, según creo. Aún no me la ha presentado.
—¿Su dirección?
—El 21 de Cromwell Street, en el tercer distrito del sudoeste de Londres.
El inspector anotó en su cuaderno esta dirección.
—¿Y qué más, Mrs. Gardner?
—Después tenemos a Sylvia. Está casada con Martin Dering. Tal vez habrá leído sus libros, es un autor de un cierto éxito.
—Muy agradecido. ¿Sabe la dirección de su sobrina?
—Vive en The Nook, Surrey Road, en Wimbledon.
—¿Qué más puede decirme?
—El más joven es Brian; pero éste anda ahora por Australia. Mucho me temo que no sé su dirección, pero seguramente la sabrán su hermano o su hermana.
—Es usted muy amable, Mrs. Gardner. Por puro formulismo nada más, ¿me permite que le pregunte dónde pasó la tarde ayer?
Ella le miró sorprendida.
—Déjeme pensar: Hice algunas compras, sí... y luego entré en un cine. Volví a casa hacia las seis y me eché en la cama hasta la hora de cenar porque la película me había producido un ligero dolor de cabeza.
—Muchas gracias, Mrs. Gardner.
—¿Hay algo más?
—No, creo que no necesito preguntarle nada más. Ahora me pondré en contacto con su sobrino y su sobrina. No sé si Mr. Kirkwood les habrá informado ya de la situación, pero usted y los tres jóvenes Pearson son los únicos herederos de la fortuna del capitán Trevelyan.
El rostro de la dama se cubrió lentamente de un intenso rubor.
—¡Eso sería maravilloso! — comentó ella pausadamente—. ¡Hemos pasado tantas dificultades... tan terribles dificultades... siempre escatimando en los gastos y ahorrando, y deseando comprar cosas!
En aquel momento, Mrs. Gardner se levantó al oír una quejumbrosa voz de hombre que procedía de la escalera.
—¡Jennifer... Jennifer, ven, te necesito!
—Dispénseme un momento... —dijo ella.
Al abrir la puerta, la llamada se dejó oír otra vez más imperiosa y apremiante.
—¡Jennifer! ¿Dónde estás? ¡Te necesito!
El inspector la había seguido hasta la puerta. Permaneció de pie en el vestíbulo, contemplándola mientras la dama subía hacia el piso superior.
—Ya voy, querido —gritaba Mrs. Gardner.
Una enfermera que bajaba se apartó para dejarla pasar.
—Haga el favor de ir con su marido. Está muy excitado. Usted consigue siempre calmarlo.
El inspector Narracott se interpuso deliberadamente en el paso de la enfermera cuando ésta bajaba los últimos escalones.
—¿Puedo hablar con usted un instante? —le dijo—. Mi conversación con Mrs. Gardner acaba de ser interrumpida.
La enfermera entró con el policía en el salón, sin hacerse repetir el ruego.
—Las noticias del asesinato han trastornado a mi paciente —explicó, ajustándose uno de sus bien almidonados puños—. Esa tonta de Beatrice vino corriendo y le disparó la noticia a bocajarro.
—Lo siento mucho —dijo el inspector—, porque me temo que la culpa ha sido mía.
—¡Oh! Desde luego, usted no podía saberlo —dijo la enfermera con cierto gracejo.
—¿Es muy grave la enfermedad de Mr. Gardner? —preguntó el inspector.
—Es un caso perdido —contestó la enfermera—. Por así decirlo, no hay remedio posible para él. Perdió por completo el uso de sus piernas a causa de un terrible choque nervioso. No hay lesión aparente.
—¿No sufrió ayer por la tarde una nueva impresión o un choque nervioso? —preguntó Narracott.
—Que yo sepa, no —dijo la enfermera, que pareció algo sorprendida por la pregunta.
—¿Estuvo con él durante toda la tarde?
—Esa era mi intención, pero... bueno, el caso fue que el capitán Gardner tenía muchas ganas de que le cambiase dos libros en la biblioteca pública. Se le había olvidado pedírselo a su esposa antes de que ésta saliera. Por consiguiente, para complacerlo, salí con los libros y él me pidió que, al mismo tiempo, le comprase una o dos cosillas que necesitaba: regalitos para su mujer, no vaya usted a pensar otra cosa. Estaba muy amable y complaciente, y me dijo que me fuera a tomar el té al restaurante Boots, que él me invitaba. Añadió que a las enfermeras no nos gustaba quedarnos sin nuestro té. Es su chistecito, como ve. No salí hasta después de las cuatro y, con lo llenas que estaban las tiendas en estas vísperas de Navidad, y entre una cosa y otra, no pude regresar hasta después de las seis, pero el pobre hombre lo había pasado bien entretanto. Cuando llegué, me dijo que durmió la mayor parte del tiempo que yo pasé fuera.
—¿Sabe si Mrs. Gardner estaba ya de regreso?
—Sí, creo que estaba echada en la planta baja.
—Quiere mucho a su marido, ¿verdad?
—Ella le adora. En realidad, aseguraría que esa mujer es capaz de hacer cualquier cosa por él. Es conmovedor y muy diferente de otros en que he intervenido. ¡Vaya, si sólo hace un mes que...!
Pero el inspector Narracott evitó a escuchar el gran escándalo del mes anterior con mucha habilidad: echó una mirada a su reloj y, mostrándose sorprendido, lanzó una sonora exclamación.
—¡Bendito sea Dios! —gritó—. ¡Voy a perder mi tren! Creo que la estación no está muy lejos de aquí, ¿verdad?
—La estación de St. David está sólo a tres minutos de aquí, si es ésa a la que usted ha de ir. ¿O se refiere a la de Queen Street?
—Tendré que darme prisa —contestó el inspector sin dar más explicaciones—. Dígale a Mrs. Gardner que siento mucho tener que marcharme sin despedirme de ella. Ha sido un placer haber tenido con usted esta charla, enfermera.
La aludida se irguió con cierta satisfacción.
«Un caballero muy simpático», se dijo la enfermera después de cerrar la puerta principal tras haber salido el inspector. «Muy simpático. ¡Qué modales tan agradables!»
Y tras lanzar un ligero suspiro, empezó a subir la escalera hacia el dormitorio de su paciente.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:48 pm

Capítulo 10
LA FAMILIA PEARSON
El siguiente paso del inspector Narracott fue visitar a su jefe, el superintendente Maxwell, para informarle.
Este último escuchó con gran interés lo que le contaba el inspector.
—Va a resultar un caso célebre —dijo el jefe pensativamente—. Ya lo veo con grandes titulares en los periódicos.
—Estoy de acuerdo con usted, Mr. Maxwell.
—Hemos de andar con pies de plomo. Es necesario no cometer ninguna equivocación. Aunque yo creo que va por el buen camino. Ahora debe buscar a ese James Pearson con la mayor rapidez posible e investigar dónde estaba ayer por la tarde. Como usted mismo dice, ese apellido es bastante vulgar, pero ya no lo resulta tanto acompañado del nombre de pila. Desde luego, firmar con su nombre y apellidos completos sin la menor abreviación, demuestra que no había ninguna premeditación por su parte. De otro modo, es poco presumible que hubiese cometido semejante locura. Me parece que aquí ha habido una discusión familiar y un arrebato repentino. Si ese joven es nuestro hombre, tuvo que haber oído hablar de la muerte de su tío esta noche pasada. Y en ese caso, ¿por qué escurrió el bulto largándose en el tren de las seis de la mañana sin decirle una sola palabra a nadie? Nada, eso tiene mal aspecto. Desde luego, siempre que nos aseguremos de que no fue una mera coincidencia. Usted debe aclararlo tan rápidamente como le sea posible.
—Eso pensaba hacer, señor. Lo mejor será que me vaya a la capital en el tren de la 1.45. Antes o después he de hacerle unas cuantas preguntas a esta Mrs. Willett que alquiló la mansión del capitán. Ahí se encierra algún misterio. Por ahora no puedo dirigirme a Sittaford porque los caminos están intransitables con tanta nieve. Y por otra parte, esa mujer no puede estar relacionada directamente con el crimen. A la hora que éste se cometió, ella y su hija estaban enfrascadas en... bueno, en una sesión de espiritismo. Por cierto, que ocurrió una cosa bastante extraña...
El inspector le narró a su jefe la historia que había oído de labios del comandante Burnaby.
—¡Caramba, eso sí que es raro! —exclamó el superintendente—. ¿Cree que ese viejo soldado le ha contado la verdad? Ahí tiene una dé esas historias que tanto gustan a los que creen en fantasmas y fantasías por el estilo.
—En mi opinión, lo que me contó ese hombre es la pura verdad —dijo Narracott con una mueca—. ¡Buen trabajo me costó sacárselo! Él no cree en esas cosas del espiritismo. Precisamente es contrario a él, cosa natural en un viejo soldado que desprecia cualquier tontería poco seria.
El superintendente asintió con un ademán de comprensión.
—Bien, es un caso raro, pero no nos conduce a ninguna parte —fue su conclusión.
—En fin, me voy a la estación para tomar el tren de la 1.45 para Londres —dijo Narracott.
Su jefe asintió.
Al llegar a la ciudad, Narracott se encaminó directamente al 21 de Cromwell Street. Mr. Pearson, le dijeron allí, estaba en su oficina. Con toda seguridad regresaría a su casa hacia las siete de la tarde.
Narracott acogió aquellas noticias sin gran interés, pues no le resolvían ninguno de sus problemas.
—Volveré por aquí si me es posible —dijo—. No se trata de nada importante —añadió, y partió a paso ligero sin dejar su nombre.
Había decidido no ir a la oficina de la compañía de seguros donde trabajaba el joven, sino, en lugar de esto, dirigirse a Wimbledon para celebrar una entrevista con Sylvia Pearson, señora de Martin Dering.
No se apreciaban muestras del menor abandono en el aspecto general de la villa The Nook.
«Todo nuevo y moderno», fue la descripción que el inspector Narracott se hizo a sí mismo.
Mrs. Dering estaba en casa. Una doncella de aspecto un tanto descocado, vestida con un traje de color lila, le guió hasta un salón recargado de muebles. El policía le entrego su tarjeta para que se la llevara a la dueña de la casa.
Mrs. Dering se presentó casi inmediatamente con la tarjeta en la mano.
—Supongo que viene por lo del pobre tío Joseph —fueron sus palabras de bienvenida—. ¡Es terrible, realmente espantoso! Yo estoy siempre asustada de esos vagabundos. La semana pasada hice poner dos cerrojos más en la puerta de servicio y unos pestillos de un modelo nuevo en todas las ventanas.
Sylvia Dering tenía sólo veinticuatro años, según le había contado al inspector Mrs. Gardner, pero cualquiera le hubiese echado treinta o más, a juzgar por su aspecto. Era pequeñita y bien formada, aunque de aspecto anémico, y con una expresión en el rostro que denotaba grandes preocupaciones y un intenso cansancio. En su voz se destacaba ese desmayado tono de débil queja que es casi el más triste sonido que una voz humana puede producir. Sin dejarle al inspector pronunciar una sola palabra, continuó diciendo:
—Si hay algo que yo pueda hacer para ayudarle a usted de cualquier modo, naturalmente me sentiré muy complacida, pero el caso es que apenas veía de tarde en tarde al tío Joseph. No era un hombre muy agradable... estoy segura de que no podía serlo. No era de esa clase de personas a las que una puede acudir cuando se encuentra en un apuro porque siempre estaba censurándolo y criticándolo todo. Tampoco era de esos hombres que tienen algún conocimiento de lo que la literatura significa en nuestra vida. El éxito, el verdadero éxito, no se debe medir siempre en dinero, inspector.

Finalmente, tuvo que hacer una pausa para respirar y el policía, a quien aquellas observaciones habían servido para llegar a algunas conjeturas, aprovechó su turno para hablar.
—Parece ser que se enteró muy pronto de la tragedia, Mrs. Dering.
—Tía Jennifer me telegrafío.
—¡Ah! ¡Está bien!
—Supongo que se habrá publicado en los periódicos de ayer noche. ¡Horrible! ¿No le parece?
—Deduzco que no había visto a su tío en estos últimos años.
—Lo vi sólo dos veces desde el día de mi boda. En la segunda de ellas, la escena fue verdaderamente desagradable para Martin.
Mi tío era, desde luego, un hombre rico, muy aficionado a los deportes, pero no apreciaba para nada la literatura, como acabo de decirle.
«Se nota que el marido fue a pedirle un préstamo y el viejo rehusó dárselo», comentó para sus adentros el inspector Narracott definiendo la situación.
—Por puro formulismo, Mrs. Dering, ¿tendría la bondad de decirme lo que hizo usted ayer por la tarde?
—¿Quiere saber dónde estuve? Me extraña un poco su pregunta, inspector. La mayor parte de la tarde la pasé jugando al bridge y un amigo me hizo compañía el resto de la tarde, pues mi marido había salido.
—¿Había salido? ¿Y estuvo toda la tarde fuera de casa?
—Tenía que ir a una cena literaria —explicó Mrs. Dering dándose importancia—. Al mediodía, comió con un editor americano y por la noche, tenía que acudir a ese banquete.
—Comprendo.
Todo aquello parecía muy natural e indiscutible. El inspector continuó:
—Su hermano pequeño está en Australia, según creo, ¿no es verdad, Mrs. Dering?
—Así es.
—¡Tiene su dirección?
—¡Oh, sí! La puedo encontrar si desea saberla. Son unas señas un poco raras, por eso no puedo recordarlas de memoria en este momento. Se trata de un lugar en Nueva Gales del Sur.
—Y ahora, Mrs. Dering, ¿me permite que le pregunte por su hermano mayor?
—¿Por Jim?
—Sí, necesitaría ponerme en contacto con él.
Mrs. Dering se apresuró a suministrarle la correspondiente dirección, idéntica a la que Mrs. Gardner le había dado ya.
Entonces, considerando que no quedaba ninguna nueva pregunta u observación que hacer, el policía dio por terminada aquella entrevista de un modo rápido.
Echó una mirada a su reloj y calculó que, mientras regresaba a la ciudad, darían las siete de la tarde, la hora más conveniente para encontrar a Mr. James Pearson en su casa.
La misma mujer de mediana edad y respetable aspecto que en su primera visita le había abierto la puerta del número 21, le recibió en esta segunda ocasión. Ahora Mr. Pearson estaba ya en casa, según le dijo la buena mujer, y lo encontraría en el segundo piso, si el caballero era tan amable de subir hasta allí.
Ella le precedió, llamó a la puerta con los nudillos y gritó en tono declamatorio:
—El caballero que vino a verle antes, señor —y echándose hacia atrás, dejó el paso libre al inspector.
Un joven en traje de etiqueta estaba de pie en medio de la habitación. Su aspecto era distinguido, verdaderamente elegante, si no se tenía en cuenta el gesto más bien indeciso de sus labios y la mirada vacilante y oblicua de sus ojos. Su aspecto general acusaba en él a un trasnochador preocupado con el aire de no haber dormido mucho en los días anteriores.
Dirigió una inquisitiva mirada al policía mientras éste se le acercaba.
—Soy el detective inspector Narracott... —empezó a decir el recién llegado, pero no pudo terminar su frase.
Con un ronco grito, el joven se desplomó en una silla, dejó caer los brazos sobre una mesa que tenía enfrente de él, apoyó la cabeza sobre ellos y musitó:
—¡Oh, Dios mío! ¡Lo que yo esperaba!
Tras un minuto o dos de silencio, el joven alzó la cabeza y dijo:
—Bien, ¿por qué no lo suelta ya, hombre?
El inspector Narracott le miró impasible e indiferente.
—Estoy investigando la muerte de su tío, el capitán Joseph Trevelyan. ¿Puedo preguntarle, Mr. Pearson, si tiene algo que decirme?
El joven se levantó poco a poco y contestó con voz baja:
—¿Va a... detenerme?

—No, señor, no he venido a eso. Si hubiera pensado en tal cosa, le habría anunciado la fórmula habitual. Sólo le pregunto si le es posible darme cuenta de todos sus pasos durante la tarde de ayer. Usted puede contestar o no a mis preguntas, como mejor le parezca.

—¿Y si no contesto a ellas, será eso un argumento en mi contra? ¡Oh, sí, ya conozco los procedimientos de ustedes! Han descubierto que estuve allí ayer tarde, ¿verdad?
—Usted firmó con su nombre en el registro de la fonda, Mr. Pearson.
—¡Oh, supongo que no sirve de nada negarlo! Sí, en efecto, estuve allí. ¿Por qué no podía estar?
—¿Por qué no? —replicó el inspector, indulgente.
—Pues fui a Exhampton para ver a mi tío.
—¿Citado?
—¿Qué quiere decir con eso de citado?
—Si su tío sabía que usted iría.
—Yo... no, él no sabía nada. Mi viaje fue un impulso repentino.
—¿Sin razón que lo justificara?

—¿Razón...? Yo... No, ¿por qué había de haber una razón? Yo... yo sólo quería ver a mi tío.

—Perfectamente bien, Mr. Pearson. ¿Y consiguió verlo?
A esa pregunta siguió una pausa, una pausa muy larga. La indecisión más profunda estaba grabada en las facciones del joven. El inspector sintió cierta pena al observar la angustia de aquel hombre. ¿Acaso no se daba cuenta el pobre muchacho de que su culpable vacilación equivalía a confesarse autor del crimen?
Finalmente, James Pearson lanzó un profundo suspiro.
—Yo... yo supongo que hubiese sido mucho mejor empezar por confesarlo todo. Sí, logré ver a mi tío. En la estación de Exhampton pregunté cómo podía ir a Sittaford. Me contestaron que eso era del todo imposible. Los caminos estaban intransitables para cualquier vehículo. Les dije que me llevaba allí un asunto muy urgente.
—¿Muy urgente? —murmuró el inspector.
—Yo... yo necesitaba ver sin falta a mi tío.
—Así parece, Mr. Pearson.
—Pues bien, el portero de la estación continuó meneando la cabeza negativamente y diciendo que lo que yo pretendía era imposible. Entonces mencioné el nombre de mi tío y, de repente, su rostro se alegró y me dijo que Mr. Trevelyan residía actualmente en Exhampton. Después me dio instrucciones para encontrar la casa que había alquilado.
—¿A qué hora ocurría esto, Mr. Pearson?
—Alrededor de la una de la tarde, si no recuerdo mal. Entonces me fui a la fonda de Las Tres Coronas, reservé una habitación y comí allí. Después yo... salí para ir a ver a mi tío.
—¿Inmediatamente después de comer?
—No, mi salida no fue tan inmediata.
—¿A qué hora era?
—Bueno... no puedo recordarlo con certeza.
—¿Hacia las tres y media? ¿O eran ya las cuatro? ¿Acaso las cuatro y media?
—Yo... yo... —su voz era más balbuceante que nunca—, no creo que fuese tan tarde.
—Pues Mrs. Belling, la propietaria de la fonda, me ha dicho que usted salió a las cuatro y media.
—¿Es posible? Yo... creo que se equivoca. No podía ser tan tarde como eso.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Encontré la casa de mi tío, hablé con él y regresé a la fonda.
—¿De qué modo entró en la casa de su tío?
—Llamé al timbre de la entrada y él mismo me abrió la puerta.
—¿No se sorprendió al verle?
—Sí... sí, me pareció que se sorprendía un poco.
—¿Cuánto tiempo permaneció con él, Mr. Pearson?
—Un cuarto de hora, tal vez veinte minutos; pero le aseguro que estaba perfectamente bien cuando yo le dejé, perfectamente bien, lo juro.
—¿Y a qué hora se separó de él?
El joven bajó la vista y de nuevo se hizo patente la indecisión de sus palabras.
—No lo sé con exactitud.
—Pues yo creo que si lo sabe, Mr. Pearson.
El seguro tono de voz con que el inspector dijo esto produjo su efecto. El muchacho replicó en voz baja:
—Eran las cinco y cuarto.
—Usted regresó a Las Tres Coronas a las seis menos cuarto. Como máximo, sólo podía necesitar de siete a ocho minutos para ir allí desde la casa de su tío.
—Es que no volví directamente. Me entretuve dando un paseo por el pueblo.
—¡Con este tiempo tan helado, caminando por encima de la nieve!
—En aquel momento no nevaba. Fue más tarde cuando se puso a nevar.
—Ya comprendo. ¿Y sobre qué tema versó la conversación con su tío?
—¡Oh, nada de particular! Yo... sólo necesitaba charlar un rato con mi viejo tío, darle un abrazo... en fin, esas cosas que a veces se sienten, ya sabe.
«¡Qué mentiroso más malo! —pensó el inspector Narracott—. Estoy seguro de que a mí se me ocurriría algo más ingenioso y mejor pensado.»
En voz alta dijo:
—Muy bien, Mr. Pearson. Ahora, ¿puedo preguntarle por qué, al oír hablar del asesinato de su tío, se apresuró a marcharse de Exhampton sin revelar a nadie su parentesco con la víctima?
—Me asusté —contestó el joven sin titubear—. Me enteré de que había sido asesinado precisamente hacia la hora en que me separé de él. Hágase cargo: eso amedrentaría a cualquiera, ¿verdad? Por eso me apresuré a marcharme y abandoné aquella localidad en el primer tren que salía. ¡Oh, supongo que fui un loco al actuar de ese modo! Pero ya sabe lo que pasa cuando a uno le atenaza el miedo. Y creo que cualquiera se hubiera aturdido de hallarse en las mismas circunstancias.
—¿Y eso es todo lo que tiene que decir?
—Sí, claro.
—Entonces, Mr. Pearson, tal vez no le importe acompañarme para poner por escrito esta declaración y hacerme el favor de firmarla después de leerla.
—¿Y eso será todo?
—Me parece que es posible, Mr. Pearson, que sea necesario detenerlo a usted hasta después de la encuesta judicial.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jim Pearson—. ¿No me ayudará nadie?
En aquel momento se abrió la puerta y una joven entró en la habitación.
Era una mujer excepcional, según notó enseguida el perspicaz inspector. No porque fuera arrebatadoramente bella, sino que su rostro era tan atractivo y extraordinario que no resultaba fácil olvidarlo después de haberlo visto una sola vez. Alrededor de ella flotaba una atmósfera de naturalidad, de savoir faire, de invencible resolución, al mismo tiempo que de enorme fascinación.
—¡Oh, Jim! —exclamó ella—. ¿Qué ocurre?
—Lo que yo me temía, Emily —contestó el joven—. Creen que yo he asesinado a mi tío.
—¿Quién cree eso? —preguntó Emily.
El joven indicó con un gesto a su visitante.
—Este señor es el inspector Narracott. —dijo, y añadió con desmayado acento, a guisa de presentación—: Miss Emily Trefusis.
—¡Oh! —exclamó la joven presentada.
Y estudió al inspector Narracott con una profunda mirada de sus almendrados ojos.
—Jim —murmuró ella—, eso es una idiotez. Tú eres incapaz de matar a nadie.
El inspector no replicó nada.
—Me figuro —dijo Emily, volviéndose hacia Jim— que habrás estado diciendo una serie de cosas terriblemente imprudentes. Si leyeses los periódicos con un poco más de atención, querido Jim, sabrías que nunca se debe hablar con un policía, a menos que tengas a un buen abogado al lado que te guíe en cada una de tus palabras. ¿Se puede saber lo que ha pasado aquí? ¿Va usted a detenerlo, inspector Narracott?
El aludido explicó, en términos técnicos y con clara exactitud, lo que iba a hacer.
—Emily —gritó el joven—, ¿tú no creerás que yo lo hice? Nunca lo creerás, ¿verdad?
—No, querido —replicó Emily con amable entonación—, naturalmente que no. —Y luego añadió, con voz dulce y meditativa—: Ya sé que tú no tienes valor para eso.
—¡Me siento como si no tuviese un solo amigo en el mundo! —gimió el joven.
—Pues tienes uno —dijo Emily—, me tienes a mí. ¡Ánimo, Jim! Contempla el brillo de los diamantes que pusiste en el tercer dedo de mi mano izquierda. Aquí queda tu fiel novia. Puedes irte con el inspector que yo me encargo de todo.
Jim Pearson se levantó, aún con una atribulada expresión en el semblante. Se puso un abrigo que estaba encima de una silla y el inspector le alcanzó el sombrero que encontró sobre la inmediata mesa de despacho. Después se encaminaron ambos hacia la puerta y el policía dijo cortésmente:
—Buenas tardes, miss Trefusis.
—Au revoir, inspector —replicó Emily suavemente.
Si Narracott hubiese conocido un poco mejor a miss Emily Trefusis, se hubiera podido dar cuenta del desafío que aquellas tres palabras encerraban.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

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