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Novela policíaca de Agatha Christie.

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Модераторы: Aplatanado, Wladimir

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:49 pm

Capítulo 11
EMILY EMPIEZA A TRABAJAR
La encuesta judicial sobre la muerte del capitán Trevelyan se celebró el siguiente lunes por la mañana. Desde el punto de vista del sensacionalismo, fue un fiasco, pues casi inmediatamente se aplazó hasta la semana siguiente, dejando desencantados a un buen número de espectadores. Entre el sábado y el lunes, Exhampton había conquistado no poca celebridad. Al saberse que el sobrino del muerto había sido detenido por su conexión con el asesinato, el asunto saltó desde las noticias que gozaban de un solo párrafo en las últimas páginas de los periódicos hasta las secciones encabezadas por gigantescos titulares.
El lunes un gran número de periodistas había llegado a Exhampton. Mr. Charles Enderby tuvo ocasión de congratularse una vez más por la espléndida posición que le había proporcionado aquella casualidad, puramente fortuita, del concurso futbolístico organizado por su periódico.
La intención del periodista era pegarse a Mr. Burnaby como una sanguijuela. Y con el pretexto de sacar unas fotografías de la vivienda del comandante, arreglárselas para obtener información en exclusiva de los habitantes de Sittaford y de sus relaciones con el difunto.
A Mr. Enderby no se le escapó el detalle de que, a la hora del almuerzo, una mesa cercana a la puerta fue ocupada por una encantadora joven. El periodista se preguntó qué sería lo que aquella muchacha estaba haciendo en Exhampton. Iba muy bien vestida, con un traje provocativo y elegante, y aparentemente no se trataba de una pariente del difunto, ni menos aún podía clasificarla como una de tantas curiosas desocupadas.
«Me gustaría saber cuánto tiempo se albergará esa joven aquí —pensó Mr. Enderby—. Es una verdadera lástima que tenga que irme esta misma tarde a Sittaford. ¡Qué mala suerte la mía! Bueno, amigo, supongo que no se puede tener todo a la vez.»
Pero, al poco rato de haber terminado la comida, el joven periodista recibió una agradable sorpresa. Estaba de pie en los escalones de entrada de Las Tres Coronas, observando lo rápidamente que se fundía la nieve en la calle y disfrutando de los débiles rayos de un pálido sol invernal, cuando se dio cuenta de que una voz, una encantadora y atractiva voz, se dirigía a él:
—Le pido mil perdones, pero quisiera preguntarle si hay algo que merezca ser visto en Exhampton.
Charles Enderby no perdió la ocasión que se le presentaba.
—Creo que hay un castillo interesante —contestó—. No vale gran cosa, pero es lo que hay. Si me lo permite, le indicaré el camino para ir a él.
—Es usted muy amable conmigo —dijo la muchacha—. Si está seguro de que no está demasiado ocupado...
Charles Enderby descartó inmediatamente la posibilidad de que tuviera otros quehaceres.
Y ambos salieron juntos.
—Creo que usted es Mr. Enderby, ¿verdad? —preguntó la joven.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Me lo ha dicho Mrs. Belling.
—¡Ah! Comprendo.
—Yo soy Emily Trefusis. Mr. Enderby, necesito que me ayude.
—¿Que yo la ayude...? —preguntó Enderby—. ¿Por qué no? Me tiene a sus órdenes, pero...
—Le explicaré: soy la prometida de Jim Pearson.
—¡Oh! —exclamó el joven Enderby, ponderando en su mente las posibilidades periodísticas que se le ofrecían.
—La policía lo va a detener. Estoy segura de eso, Mr. Enderby, y también sé que Jim no lo cometió. He venido aquí para probar que él no lo hizo, pero necesito que alguna persona me ayude. Una mujer sola no puede hacer nada sin el apoyo de un hombre. ¡Los hombres saben tantas cosas, y son capaces de conseguir tantas informaciones que a las mujeres nos están vedadas!
—Bueno... yo... bien, supongo que lo que me dice es cierto —replicó Mr. Enderby complaciente.
—Esta mañana he estado contemplando a todos esos periodistas que han venido aquí —explicó Emily—. ¡La mayor parte de ellos tienen unas caras tan estúpidas! ¡Le escogí a usted entre todos porque me pareció el único realmente listo!
—¡Oh, caramba! No creo que eso sea muy cierto —dijo Enderby aún más complaciente.
—Bueno, lo que voy a proponerle —continuó explicando Emily Trefusis— es una especie de asociación entre nosotros dos. Esto tendrá, creo yo, ventajas para ambas partes. Hay ciertas cosas que necesito investigar, que he de poner en claro. Usted, en su calidad de periodista, puede ayudarme. En primer lugar, necesito...
Emily se detuvo un momento. Lo que en realidad necesitaba era convertir a Mr. Enderby en una especie de sabueso privado que trabajara para ella, que fuera adonde ella le dijese, que hiciera las preguntas que a ella le convenían y que, en general, se portase como un esclavo cautivo; pero se daba perfecta cuenta de la necesidad de disfrazar esta proposición en términos que resultasen aduladores y agradables al mismo tiempo. Lo importante era que ella sería el jefe, pero el asunto requería ser llevado con gran tacto.
—Necesito —concluyó Emily— estar segura de que puedo confiar en usted.
Todo esto lo decía con una voz cariñosa, amable y persuasiva. Mientras ella pronunciaba su última frase, en el pecho del joven periodista nacía una emoción de que la encantadora y desamparada muchacha podía confiar en él de un modo definitivo.
—Debe de ser terrible hallarse en su situación —dijo él cariñoso y, tomando entre sus manos una de las de la joven, se la estrechó con fervor—. Pero ya sabe —continuó diciendo al despertarse en él su sentido periodístico— que no puedo disponer del tiempo a mi antojo. Quiero decir que he de ir donde me manden y hacer lo que me ordene mi empresa.
—De acuerdo —replicó Emily—. Ya había pensado en eso, y precisamente es de lo que iba a hablarle. Seguro que yo soy, dentro de este drama, lo que ustedes, los periodistas, llaman «una exclusiva», ¿no le parece? Puede hacerme una entrevista diaria en la que me haga decir cualquier cosa que crea que les gustará leer a sus lectores. «Aparece la novia de Jim Pearson», «Una muchacha cree apasionadamente en la inocencia del supuesto asesino», «Recuerdos de la infancia del presunto culpable suministrados por su prometida». En realidad, yo no sé nada acerca de la infancia de Jim —añadió ella—, pero no creo que importe mucho.
—Estoy pensando —dijo el periodista— que es una mujer maravillosa. Sí, realmente maravillosa.
—Entonces —continuó Emily, prosiguiendo su conquista de la situación—, tendré acceso a los parientes de Jim. Y le podré llevar conmigo en calidad de amigo, lo que le permitirá atravesar puertas que de otro modo le hubiesen cerrado en las narices.
—¡De sobra que lo sé! —exclamó Mr. Enderby con sinceridad, recordando varios fracasos de sus comienzos en el periodismo.
Ahora se abrían ante él gloriosas perspectivas. Bien mirado, había sido afortunado en este asunto: primero, con lo del concurso futbolístico organizado por su periódico y ahora, con esto.
—Trato hecho —dijo el periodista fervientemente.
—De acuerdo —replicó Emily, adoptando la actitud despierta y comercial de un hombre de negocios—. Ahora, ¿por dónde empezamos?
—Esta tarde tenía proyectado dirigirme a Sittaford.
Y el joven explicó las afortunadas circunstancias que le habían puesto en tan ventajosa relación con el comandante Burnaby.
—Porque, fíjese usted, precisamente se trata de uno de esos viejos gruñones que odia a los periodistas como si fuésemos alimañas; pero no es tan fácil enviar a paseo al mensajero que acaba de traerle a uno 5.000 libras, ¿no es verdad?
—Sería muy desconsiderado —opinó Emily—. Pues bien, si usted va a Sittaford, yo le acompañaré.
—¡Magnífico! —exclamó Mr. Enderby—, Ahora, lo que no sé es si allí encontraremos donde alojarnos. Según mis informes no hay más que la mansión del difunto capitán, rodeada de unos pocos chalés que pertenecen a personas como Burnaby.
—Ya encontraremos algo —dijo Emily—. Yo siempre encuentro algo.
No le costó mucho trabajo creerlo a Mr. Enderby. Emily poseía esa clase de personalidad que siempre supera todos los obstáculos.
Mientras hablaban, habían llegado al ruinoso castillo, pero sin fijarse ni poco ni mucho en él, se sentaron en los restos de una pared, disfrutando de algo que pretendía llamarse sol. Emily procedió a desarrollar sus ideas.
—Este asunto me lo tomo yo, amigo Enderby, de una forma absolutamente desprovista de todo sentimentalismo, como si se tratase de un negocio comercial. Para empezar, tiene que creer mi palabra de que Jim no ha cometido este asesinato. Y no afirmo tal cosa por la sencilla razón de que esté enamorada de él o porque crea en su dulce carácter, o por cualquier otra pamplina por el estilo. Es que lo sé con certeza. Debe saber que desde los dieciséis años he tenido que arreglármelas yo solita. Nunca he tratado a muchas mujeres y no sé gran cosa acerca de ellas, pero lo sé todo en lo que se refiere a los hombres. Y le aseguro que si una muchacha no sabe juzgar a un hombre con la debida exactitud para tratarlo como es debido, nunca lo conquistará por completo. Soy experta en esas cosas. Trabajo como modelo en Lucie's y puedo decirle, señor Enderby, que llegar hasta allí es una hazaña.
«Bueno, como le decía, yo soy de las que saben medir a los hombres con toda exactitud. Jim tiene un carácter más bien débil en muchos aspectos. No estoy muy segura —confesó Emily, olvidando por un instante su papel de adoradora de los hombres fuertes— de que no sea ésa la verdadera causa de que me guste. Me doy cuenta de que puedo manejarlo a mi antojo y conseguir cualquier cosa de él. Hay un montón de cosas, incluso criminales, que sería capaz de hacer, si alguien le empujara a ello, pero nunca un asesinato. Sencillamente, es incapaz de coger un saco de arena y atreverse a golpear con él en la nuca a un viejo. Y aunque se atreviese, lo haría con tanto temor, que no acertaría el golpe. En fin, que es una criatura demasiado blanda, Mr. Enderby. No le gusta matar ni siquiera a una avispa. En lugar de eso, cuando entra alguna en casa, procura siempre echarla de la habitación sin hacerle daño y normalmente le pica. De todos modos, no hago bien en explicarle tantos detalles. Debe creer en mi palabra y empezar su investigación admitiendo que Jim es inocente.
—¿Cree que alguien está intentando deliberadamente achacarle el crimen a su novio? —preguntó Charles Enderby con su más periodístico tono.
—En mi opinión, no es probable. Verá, nadie estaba enterado de que Jim había venido a visitar a su tío. Desde luego, nunca se puede estar seguro, pero yo lo descartaría siempre como una simple coincidencia y mala suerte. Lo que hemos de averiguar es si hay alguna otra persona que tuviera un motivo concreto para matar al capitán Trevelyan. La policía está completamente segura de que este crimen no es de los que ellos llaman «externos». Quiero decir que no lo creen obra de un ladrón. La ventana forzada era para despistar.
—¿Le ha contado a usted la policía todos estos detalles?
—Prácticamente, sí —contestó Emily.
—¿Qué quiere decir con esto de prácticamente?
—Que debo estos informes a la doncella cuya hermana está casada con el agente Graves. Por lo tanto, esa mujer sabe todo lo que la policía piensa.
—Muy bien —dijo el periodista—. Así pues, este crimen no lo ha cometido una persona extraña a la víctima, sino alguien relacionado con ella.
—Por completo —replicó Emily —. La policía... es decir, el inspector Narracott, del cual tengo que decir, ya que hablamos de él, que me parece un hombre muy razonable, ha iniciado una investigación para averiguar a quién beneficia la muerte del capitán Trevelyan; y como Jim resulta muy comprometido, desde este punto de vista, lo más probable es que no se molesten en continuar sus investigaciones en otra dirección. En fin, ese será nuestro trabajo.
—¡Qué buena exclusiva sería —exclamó Mr. Enderby— si usted y yo logramos descubrir al verdadero asesino! Cuando hablasen de mí, dirían: «El experto criminalista del Daily Wire...» Pero eso sería demasiado hermoso para ser cierto —añadió desalentadoramente—. Cosas tan afortunadas sólo ocurren en las novelas.
—¡No diga tonterías! —exclamó Emily—. A mí me ocurren con frecuencia.
—Pero usted es sencillamente maravillosa —comentó Enderby una vez más.
Emily sacó un pequeño cuaderno de notas.
—Ahora apuntemos de un modo metódico unos cuantos detalles. El propio Jim, su hermano, su hermana y su tía Jennifer se benefician del mismo modo con la muerte del capitán Trevelyan. Claro está que Sylvia, es decir, la hermana de Jim, no mataría ni a una mosca, pero yo no diría lo mismo de su marido; ese hombre es de los que yo llamo «brutos desagradables». Como sabe, los artistas como él tienen sus líos con mujeres y otras cosas por el estilo. Es muy posible que estuviese en un apuro económico. Desde luego, el dinero que ahora caiga en su casa pertenecerá, en realidad, a Sylvia, pero eso le importa muy poco a él. No tardará mucho en manejarlo.
—Por lo visto, no es una persona muy agradable —comentó el joven.
—¡Oh, sí que lo es! Tiene muy buena presencia. Las mujeres se vuelven locas por él. Los hombres auténticos lo odian.
—Bien, ya tenemos al sospechoso número uno —dijo el periodista, escribiendo también en su cuaderno—. Investigaremos lo que hizo el viernes, cosa fácil de conseguir mediante el pretexto de entrevistar al popular escritor relacionado con el crimen. ¿Le parece bien?
—Espléndido —contestó Emily—. Después tenemos a Brian, el hermano pequeño de Jim. Se supone que está en Australia, pero no sería difícil que hubiese regresado. A veces, la gente hace cosas sin anunciarlas.
—Podríamos telegrafiarle.
—Así lo haremos. Me imagino que tía Jennifer puede descartarse. A juzgar por todo lo que he oído decir de ella, es más bien una persona estupenda. Pero tiene su carácter. Después de todo, no debemos olvidarla tampoco, ya que, al fin y al cabo, no estaba muy lejos, pues reside en Exeter. Pudiera ser que hubiese venido para visitar a su hermano, que éste le dijera alguna cosa desagradable acerca de su marido, a quien ella adora, lo cual habría dado lugar a que se acalorase demasiado, agarrase el saco de arena y le diera un golpe con él.
—¿Lo cree realmente posible? —preguntó el joven Enderby dubitativo.
—No, me parece que no, pero cualquiera sabe. Luego, por supuesto está el criado. Le corresponden sólo cien libras y, además, parece una buena persona, pero repito que nunca se sabe. Su esposa es sobrina de Mrs. Belling, ya sabe de quien hablo: esa Mrs. Belling que está al frente de Las Tres Coronas. Tengo la intención de llorar en su hombro cuando regrese a la fonda. Su aspecto revela un alma más bien maternal y romántica. Supongo que sentirá una terrible compasión por mí cuando se entere de que probablemente mi novio irá a la cárcel, y puede ser que la noticia le haga perder su discreción y se le escape algo útil. Por último, naturalmente, hemos de pensar en la mansión de Sittaford. ¿Sabe lo que me ha parecido muy raro?
—No. ¿El qué?
—Esas mujeres, las Willett. Las que alquilaron amueblada la casa del capitán Trevelyan en pleno invierno. Es una cosa bastante extraña.
—Sí, es muy extraño —aceptó Mr. Enderby—. En el fondo, en ese arrendamiento debe de haber algo... algo relacionado con el pasado del capitán.
Tras una pausa, el periodista añadió:
—Esa séance espiritista también es muy misteriosa. Pienso tratar de ella en mi periódico. Además, les pediré su opinión a Mr. Oliver Lodge y al célebre Arthur Conan Doyle, así como a algunas actrices y a otras personas.
—¿De qué séance me está hablando?
Mr. Enderby explicó complacido todo lo que sabía. No había nada relacionado con el asesinato que él no hubiese conseguido, de un modo u otro, oír contar.
—Algo estrambótico, ¿verdad? —dijo al terminar su relato—. Quiero decir que le hace a uno reflexionar acerca de esas cosas. Tal vez hay algo de cierto en ellas. Sin embargo, es la primera vez en mi vida que tropiezo con un hecho auténtico.
Emily se dejó dominar por un ligero estremecimiento.
—No me gustan las cosas sobrenaturales —comentó la joven—, aunque reconozco que, por esta vez, como ha dicho muy bien, parece que tengamos que concederle algún crédito. ¡Pero qué cosa más horriblemente extraña!
—Esa séance de espiritismo no resultó muy práctica, ¿no le parece? Si el viejo pudo llegar hasta allí y anunciar que estaba muerto, ¿por qué no dijo también quién le había asesinado? Así todo hubiera resultado muy sencillo.
—Voy creyendo que la clave puede hallarse en Sittaford —dijo Emily pensativa.
—Sí, opino que debemos realizar allí una escrupulosa investigación —comentó Enderby—. He alquilado un automóvil y pensaba salir hacia allí antes de media hora. Sería muy conveniente que me acompañase.
—Así lo haré —replicó Emily—. ¿Vendrá con nosotros el comandante Burnaby?
—Se ha empeñado en ir a pie —contestó Enderby—. Partió hacia Sittaford en cuanto terminó la encuesta. Si me pregunta lo que pienso, le diré que lo ha hecho para librarse de mi compañía al regresar hacia su vivienda. A nadie le puede resultar agradable chapotear en el fango de ese largo camino.
—¿Cree que el automóvil podrá ya recorrerlo sin dificultad?
—¡Oh, sí! Hoy es el primer día que un coche ha conseguido llegar allí.
—Bien —dijo Emily poniéndose de pie—, creo que ya es hora de que regresemos a Las Tres Coronas, donde arreglaré mi equipaje y celebraré mi representación de lamentaciones con Mrs. Belling.
—No se preocupe —dijo Enderby con cierto aire de fatuidad—. Déjemelo todo en mis manos.
—Eso es lo que pienso hacer —replicó Emily faltando por completo a la verdad—. ¡Es tan maravilloso tener a alguien en quien poder realmente confiar!
Emily era, indudablemente, una joven muy cumplida.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:50 pm

Capítulo 12
LA DETENCIÓN
A su regreso a Las Tres Coronas, Emily tuvo la buena suerte de encontrarse con la propietaria, que se encontraba en el vestíbulo.
—¡Oh, Mrs. Belling! —exclamó—. Tengo que marcharme esta misma tarde.
—Bueno, señorita, supongo que se va a Exeter en el tren de las cuatro y diez, ¿eh?
—No, me voy a Sittaford.
—¿A Sittaford?
El semblante de Mrs. Belling mostró la más viva curiosidad.
—Sí, señora, y quería preguntarle si sabe de algún sitio donde pudiera alojarme allí durante mi estancia.
—¿Quiere pernoctar allí?
La curiosidad iba en aumento.
—Sí, no tengo más remedio... ¡Oh! Mrs. Belling, ¿no habría por aquí algún sitio donde pudiésemos hablar un momento sin que nadie nos oyera?
Con cierta presteza, la dueña de la fonda le indicó el camino que conducía a su propio dormitorio. Era una pequeña habitación muy confortable, en la que ardía un buen fuego.
—No se lo contará a nadie, ¿verdad? —empezó Emily, que sabía muy bien que de todos los comienzos confidenciales que existen en la tierra éste es el que provoca el mayor interés y la simpatía de quien lo escucha.
—No, claro que no, señorita; nadie sabrá una palabra —repitió Mrs. Belling, cuyos oscuros ojos brillaban excitados.
—Verá Mr. Pearson, como usted ya sabe...
—¿Ese joven caballero que se albergó aquí el viernes pasado y a quien la policía ha detenido?
—¿Detenido...? ¿Quiere decir que lo han detenido de verdad?
—Sí, señorita, aún no hace ni media hora.
Emily palideció.
—¿Está... está segura de lo que dice?
—¡Oh, sí, señorita! Nuestra querida Amy se lo ha oído decir al sargento.
—¡Es espantoso! —exclamó Emily. Se esperaba ya la noticia, pero esto le vino al pelo—. Pues como yo le iba a decir, Mrs. Belling, yo... yo soy su prometida. Y estoy segura de que él no lo ha hecho: ¡Oh, querida, todo eso es terrible!
Y al decir esto, Emily se puso a llorar. No hacía mucho rato que ella le había anunciado a Charles Enderby su intención de representar tan triste escena, pero no pudo por menos que sorprenderse por la facilidad con que le brotaron las lágrimas. Llorar cuando uno quiere no es tarea fácil. Y es que, en aquella ocasión, había algo muy real que motivaba sus lágrimas: la noticia recibida, que de verdad la asustaba. No debía dejarse dominar por sus sentimientos. Semejante debilidad no le reportaría la menor ventaja a Jim. Tenía que mostrarse resuelta, lógica y serena, para ver las cosas claras. Éstas eran las cualidades que contarían en aquel juego. Los lloros y las lamentaciones no han ayudado nunca a nadie.
Aunque, bien mirado, era un gran alivio abandonarse a sus propios sentimientos. Después de todo se suponía que tenía que llorar un poco. Sus lágrimas serían un infalible método para conquistar la simpatía de Mrs. Belling y predisponerla a su favor. Además, ¿por que no desahogarse un poco mientras representaba su comedia? Una buena orgía de llanto en la que todas sus aflicciones, sus dudas y sus incontestables temores hallarían salida.
—Bueno, bueno, querida mía, no se lo tome así — dijo Mrs. Belling. Y al mismo tiempo, rodeó con uno de sus grandes y maternales brazos los hombros de Emily, dándole ligeros golpecitos en su afán de consolarla.
—Siempre dije, desde que empezó este maldito asunto, que el no lo hizo. Yo le tengo por un joven caballero muy normal. Esos policías son todos unos solemnes cabezotas, ya lo he dicho muchas veces antes de ahora. Lo más probable es que haya sido algún ladrón vagabundo, eso es. Ahora no se angustie, mi querida niña, porque todo acabará bien, ya verá que sí.
—¡Es que le tengo un cariño tan grande...! —gimió Emily.
¡Pobre Jim, querido, dulce, infantil, desmañado y absurdo Jim! ¡Tenía que comprometerse por completo haciendo lo peor que podía hacer y en el peor momento posible! ¿Qué oportunidad podía salvarle frente a aquel sereno y resuelto inspector Narracott?
—¡Tenemos que salvarlo! —exclamó la joven.
—¡Naturalmente que lo haremos! ¡No faltaba más! —replicó Mrs. Belling consolándola.
Emily se restregó los ojos vigorosamente, lanzó un postrer sollozo, carraspeó y, levantando su orgullosa cabeza, volvió a preguntar:
—¿Dónde puedo alojarme en Sittaford?
—¿Allí arriba, en Sittaford? ¿Está empeñada en ir allí, querida mía?
—Así es —afirmó Emily resueltamente.
—Bueno, está bien —y Mrs. Belling meditó antes de dar su respuesta—. Sólo hay un sitio donde puede albergarse un forastero. Sittaford es muy pequeño. Se compone de la casa grande, la mansión que fue construida por el capitán Trevelyan y que ahora está alquilada a una dama sudafricana; y después no quedan más que los seis chalés que el capitán Trevelyan hizo edificar. En el número 5 vive un tal Curtis, que suele ser el jardinero del capitán, y allí encontrará a Mrs. Curtis. Ella alquila habitaciones durante la temporada de verano, Mr. Trevelyan se lo permite. No hay ningún otro sitio en el que pueda alojarse. También encontrará allí la casa del herrero y una pequeña oficina de Correos, pero Mary Hibbert tiene seis niños y una cuñada que vive con ella, y la esposa del herrero está esperando su octavo hijo, de modo que supongo no sobrará sitio en esas viviendas. ¿Pero cómo se le ha ocurrido ese viaje a Sittaford, señorita? ¿Ha alquilado un automóvil?
—Voy a ir en el que ha alquilado Mr. Enderby.
—¡Ah! ¿Y dónde se alojará él? Me gustaría saberlo.
—Supongo que tendrá que ir también a casa de Mrs. Curtis. ¿Cree que tendrá habitación para los dos?
—No me parece que eso sea muy correcto para una joven como usted —comentó Mrs. Belling.
—Es primo mío —explicó Emily.
Ella se daba perfecta cuenta de que no le convenía, en ningún modo, que en la mente de Mrs. Belling interviniese en contra suya un sentimiento de dignidad ofendida.
Al oír la respuesta, se desarrugó el entrecejo de la mujer.
—Bien, en ese caso —admitió con un refunfuño—, no tengo nada que decir. Y si no se encuentra a su gusto con Mrs. Curtis, es probable que la instalen en la casa grande.
—Lamento mucho haberme portado como una idiota —dijo Emily desviando la conversación y frotándose de nuevo los ojos.
—Es muy natural. Creo que ahora se sentirá mejor.
—En efecto —dijo Emily, sin faltar esta vez a la verdad—, me encuentro muchísimo mejor.
—Sí, unas lágrimas y una buena taza de té son dos excelentes remedios para combatir esas preocupaciones. Y ahora debe tomar esa tacita, querida, antes de salir para ese recorrido en el que tanto frío pasará.
—¡Oh! Se lo agradezco mucho, pero no creo que realmente...
—No importa si la quiere o no, pero se la va a tomar —afirmó Mrs. Belling, levantándose con decisión y dirigiéndose hacia la puerta—. Y dígale a Amelia Curtis, de mi parte, que la trate bien, que se ocupe de que coma a sus horas y la distraiga si se aflige demasiado con sus penas.
—Son ustedes muy amables —comentó Emily.
—Y por mi parte, pienso abrir muy bien mis ojos y mis oídos para enterarme de todo lo que ocurra y se diga por aquí —explicó Mrs. Belling, representando con gran satisfacción su papel en aquel romance— Hay muchas cosillas que una oye y que no llegan hasta la policía. Cualquier detalle del que me entere se lo comunicaré a usted, querida.
—¿De verdad que lo hará?
—Ni más ni menos. No se preocupe, querida, que entre todos sacaremos pronto de este lío a su joven caballero.
—Debo preparar mi equipaje —dijo Emily levantándose y dirigiéndose a la puerta.
—Le enviaré el té a su habitación —indicó Mrs. Belling.
Emily subió la escalera, guardó los bártulos en su maletín, se refrescó los ojos con agua fría y se aplicó una buena capa de polvos.
«Has de estar muy guapa para lo que viene ahora —se dijo a sí misma ante el espejo. Y se puso aún más polvos, retocándose los labios con su barrita de carmín—. Es curioso —comentó la joven—, ¡qué bien me siento ahora! Valía la pena representar esa escenita.»
Después tocó el timbre. La doncella, aquella simpática cuñada del agente Graves, acudió con gran prontitud y Emily le dio un billete de una libra, rogándole encarecidamente que le comunicase cualquier información que pudiera conseguir de un modo indirecto acerca de las actividades policíacas. La muchacha se lo prometió de buena gana.
—¿Va a casa de Mrs. Curtis, allí en Sittaford? Con mucho gusto, señorita. Haré todo lo que pueda por servirla. Aquí todos la queremos, señorita, más de lo que pueda pensar. He pensado a todas horas: «Figúrate que esto nos hubiera ocurrido a mí y a Fred», y no cesaba de reflexionar sobre ello. Yo me volvería loca. La menor cosa que oiga se la comunicaré en seguida, señorita.
—Es usted un ángel —comentó Emily.
—Aquí ocurre igual que en una novela de seis peniques que compré el otro día en los almacenes Woolworth. Se titula: Los asesinos de la jeringuilla. ¿Y sabe lo que les sirvió para descubrir quién era el verdadero asesino? Pues un trocito de lacre corriente y vulgar. Su novio es muy bien parecido, señorita, ¿no es verdad? No se parece nada a ese retrato suyo que han publicado los periódicos. Le aseguro
que haré todo lo que pueda, señorita, tanto por usted como por él.
Después de convertirse en el centro de la atención romántica de aquel pueblo, Emily salió de Las Tres Coronas no sin haberse bebido a la fuerza la taza de té prescrita por Mrs. Belling.
—A propósito —le dijo a Enderby cuando el viejo Ford emprendió la marcha—, no se le olvide que desde ahora es primo mío.
—¿Cómo es eso?
—Hay que prevenirse contra las mentes puritanas de la localidad —dijo Emily— y he pensado que así sería mejor.
—¡Magnífico! En ese caso —replicó Mr. Enderby, aprovechando la oportunidad que se le presentaba—, lo mejor será que nos tuteemos, que la llame a usted, sencillamente, Emily.
—Muy bien dicho, primo. Y tú, ¿cómo te llamas?
—Charles.
—Bonito nombre. Charles.
El automóvil enfiló la pronunciada subida del camino de Sittaford.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:50 pm

Capítulo 13
SITTAFORD
Emily quedó fascinada al ver por primera vez el panorama de Sittaford. Se desviaron de la carretera principal a unas dos millas después de haber salido de Exhampton, y ascendieron por un camino que atravesaba agrestes páramos, hasta que llegaron a la aldea, situada precisamente al final de aquel páramo. El pueblo se componía de una pequeña herrería, una oficina de Correos, que al mismo tiempo era pastelería. Desde allí siguieron una vereda que les condujo a una hilera de pequeños chalés de granito recientemente construidos. El automóvil se detuvo ante la puerta del segundo de ellos y el conductor les informó de que se hallaban ante la casa de Mrs. Curtis.
Ésta era una mujer pequeña y delgada, de cabellos grises, cuyo aspecto revelaba un carácter enérgico y gruñón a todas horas. Estaba trastornada ante las noticias del asesinato, que hasta aquella mañana no habían llegado a Sittaford.
—Sí, claro que se alojará en mi casa, señorita, y también a su primo, si es tan amable de esperarse un poco hasta que cambie algunos muebles de sitio. Supongo que no les importará comer con nosotros, ¿verdad? ¡Quién lo hubiese pensado! ¡El capitán Trevelyan asesinado, y una encuesta judicial! Pues nosotros hemos estado aislados del mundo desde el viernes por la mañana y hoy, cuando han llegado estas terribles noticias, me he quedado de una pieza. «La muerte del capitán —le dije a mi marido— es una prueba de la maldad que hay ahora en el mundo». Pero les estoy entreteniendo con mi charla. Dispénseme, señorita. Haga el favor de entrar y el caballero también. Tengo la tetera en el fuego y les voy a servir una taza ahora mismo, porque deben de estar helados después de un viaje tan molesto, aunque hoy hace más calor si se compara con lo que hemos pasado. Por estos alrededores teníamos ocho y hasta diez pies de nieve.
Sumergidos en este mar de charlatanería, Emily y Charles Enderby visitaron su nuevo alojamiento. A la joven le prepararon una pequeña habitación cuadrada que daba al exterior, escrupulosamente limpia, desde la cual se divisaba la loma y el faro de Sittaford. El dormitorio de Charles era estrecho como un trozo de pasillo, con una ventana en la fachada principal de la casa, frente al camino, que contenía una pequeña cama, una microscópica cómoda con tres cajones y una palangana.
«Bueno, la cuestión es que ya estamos aquí», se dijo el periodista, después de que el chófer pusiera su maleta sobre la cama y de haberle pagado el viaje y la correspondiente propina. «Si ahora no nos enteramos en menos de un cuarto de hora de todo lo que merezca ser conocido acerca de cada una de las personas que viven en este pueblucho, me comeré el sombrero.»
Diez minutos más tarde, ambos jóvenes estaban sentados en la confortable cocina de la casa, donde fueron presentados a Mr. Curtis, un viejo de pelo gris y aspecto arisco, y al mismo tiempo fueron obsequiados con un té espeso, pan con mantequilla, nata de Devonshire y huevos duros. Mientras bebían y comían, escuchaban lo que se decía. Al cabo de media hora, estaban enterados de todo lo que podía saberse relativo a los habitantes de la pequeña comunidad.
En primer lugar, había una tal miss Percehouse, que vivía en el chalé número 4, una solterona de edad tan incierta como su carácter que se había instalado allí seis años antes, sin otra finalidad que esperar tranquilamente la hora de su muerte, de ser cierto lo que decía Mrs. Curtis.
—Pero lo crea o no, señorita, el aire de Sittaford es tan saludable que esa mujer se está reponiendo desde el día que llegó. Este aire es maravillosamente puro para los pulmones. Miss Percehouse tiene un sobrino que algunas veces viene por aquí a visitarla —continuó diciendo la parlanchina mujer— y precisamente ahora vive con ella en su casa. Hay que vigilar para que el dinero no salga de la familia, eso es, ni más ni menos, lo que hace el pollo. Porque no es muy divertido para un joven caballero residir aquí en esta época del año. Sin embargo, siempre hay algún modo nuevo de divertirse; y digo esto porque la llegada de ese caballero ha sido providencial para la joven dama de la mansión Sittaford. ¡Pobrecilla, la compadezco! No ha sido una idea muy feliz traerla a pasar el invierno a esa gran casona. Algunas madres son muy egoístas. La muchacha es muy bonita, dicho sea de paso. Y al joven Ronald Gardfield lo verá en casa de ella tan a menudo como le sea posible, sin olvidar tampoco a la vieja miss Percehouse.
Charles Enderby y Emily se cruzaron significativas miradas. El primero recordaba que Ronald Gardfield había sido mencionado como uno de los que formaban el grupo que se entretuvo jugando con los espíritus.
—Y esa chalé que hay al lado del mío, el número 6 —continuó Mrs. Curtis—, acaba de ser alquilado. Lo ha arrendado un caballero que se llama Duke. Bueno, llamémosle caballero si a ustedes les parece bien; desde luego, tal vez lo sea, aunque también puede no serlo. No se sabe nada de él; la gente no está tan enterada en estos tiempos como antes acostumbraba a estarlo. Él ha procurado pasar inadvertido de la manera más disimulada posible. Al parecer, es un hombre tímido. A juzgar por su aspecto, se podría creer que ha sido militar, pero de todos modos, si lo ha sido, no se le han pegado mucho los modales del ejército. No se puede decir lo mismo del comandante Burnaby; en él se reconoce al antiguo militar desde el primer momento en que se le echa los ojos encima.
»En el número 3 vive Mr. Rycroft, un viejecito. Se dice que este señor iba a cazar pájaros a tierras extrañas para el Museo Británico. Creo que es lo que llaman naturalista. Casi siempre está fuera de su casa, paseando por el páramo mientras el tiempo se lo permite, y tiene una magnifica biblioteca con muchos libros. Su casa está casi toda llena de estanterías.»
En el número 2 está un señor inválido, el capitán Wyatt, con un criado indio. Ese pobre hombre siente mucho el frío, ¡vaya si lo siente! Me refiero al criado, no al capitán, y eso no tiene nada de particular, viniendo de ese país tan cálido. El calor artificial que mantiene dentro de su casa les espantaría a ustedes. Entrar allí es como meterse en una estufa.»

El número 1 es la vivienda del comandante Burnaby. Este señor vive solo y yo voy por la mañana muy temprano a ayudarle en las faenas de la casa. Es un caballero muy correcto, ya lo creo, aunque tiene algunas rarezas. Él y el capitán Trevelyan estaban tan estrechamente unidos como ladrones de la misma banda. Eran amigos de toda la vida. Ambos tienen colgadas en las paredes de sus casas la misma clase de cabezas y trofeos de caza.
»En cuanto a Mrs. Willett y su hija, nadie puede decir nada de ellas. Allí sobra el dinero. Compran en casa de Amos Parker, en Exhampton, y ese tendero me ha dicho que su cuenta semanal sube siempre a más de ocho o nueve libras. ¡Les parecería increíble la cantidad de huevos que consumen en aquella casa! Se trajeron aquí las doncellas que tenían en Exeter, pero a ellas no les gusta esta vida y quieren dejar la casa, cosa que no puedo censurarles. Mrs. Willett las envía a Exeter dos veces por semana en su propio automóvil y, gracias a eso y a lo bien que viven en la casa, aceptan continuar sirviendo en ella. Pero si me preguntan mi opinión, les diré que es muy extraño que una dama elegante como esa señora se entierre por gusto en un lugar como éste. En fin, supongo que ya les he molestado bastante con mi charla y que lo mejor será que me ponga a lavar los cacharros del té.
Y diciendo esto, la buena mujer se tomó un respiro, en lo que la imitaron Charles y Emily. Aquel torrente de información obtenida con tan poco esfuerzo les había dejado abrumados.
Charles se aventuró a lanzar una pregunta:
—¿Sabe si ha regresado ya el comandante Burnaby?
Mrs. Curtis se quedó parada bandeja en mano.
—Sí, señor, ya lo creo que ha vuelto. Llegó, paso tras paso, algo así como una media hora antes de que ustedes se presentaran. «¡Eh, señor!», le grité al verlo. «Supongo que no habrá recorrido a pie todo el camino desde Exhampton.» Y él me contestó con su más severo tono: «¿Por qué no? Un hombre que tiene dos buenas piernas no necesita cuatro ruedas. Ya sabe usted, Mrs. Curtis, que yo hago este recorrido una vez a la semana sin falta.» «¡Oh, sí, señor!», repliqué yo. «Pero en las circunstancias actuales es muy distinto. Después del disgusto que le habrá producido ese asesinato, y de las molestias de la policía y de la encuesta judicial, es maravilloso que aún le queden fuerzas para hacer esa caminata.» Mas él se limitó a refunfuñar un poco y siguió andando hacia su casa. Me pareció que tenía muy mala cara. Es un milagro que pudiese llegar a Exhampton aquella terrible noche del viernes. A eso le llamo yo ser valiente, porque hay que tener en cuenta su edad. ¡Caminar de ese modo y recorrer tres millas bajo una furiosa tempestad de nieve! Ustedes dirán lo que quieran, pero los jóvenes de nuestros días no son ni sombra de lo que fueron sus abuelos. Ese Mr. Ronald Gardfield, por ejemplo, nunca hubiese hecho una cosa semejante, y en mi opinión, que es también la de Mrs. Hibbert, la empleada de Correos, e igualmente la de Mr. Pound, el herrero, el joven Gardfield no debió nunca dejarle salir solo como lo hizo en una noche tan peligrosa. Su obligación era acompañarlo. Si el comandante Burnaby hubiese perecido víctima de un alud, todo el mundo le hubiera echado la culpa a Mr. Gardfield. Así son las cosas.
Terminada su perorata, desapareció triunfalmente por la puerta del fregadero entre el repiqueteo de los cacharros del té.
Mr. Curtis se pasó su vieja pipa, con ademán reflexivo, desde el lado derecho de la boca al izquierdo.
—Las mujeres —comentó— tienen charla para rato. —y tras una pausa, murmuró—: Y la mitad de las veces no saben nada de lo que hablan.
Emily y Charles escucharon su sentencia sin romper el silencio. Convencidos de que, por el momento, no era probable que obtuvieran más noticias, el periodista comentó en voz baja y aprobadora:
—Eso es muy cierto. Sí, es la pura verdad.
—¡Ah! —exclamó Mr. Curtis, y cayó en un placentero y contemplativo silencio.
Charles se puso de pie.
—Estoy pensando que debo salir y tratar de ver al viejo Burnaby —dijo— para advertirle que las fotografías las haremos mañana por la mañana.
—Yo iré contigo —replicó Emily—. Necesito saber qué piensa realmente el comandante acerca de mi pobre Jim y qué ideas tiene respecto al crimen en general.
—¿Tienes algunas botas de goma o algo por el estilo? Te advierto que está todo terriblemente fangoso.
—Me compré unas magníficas botas Wellington en Exhampton —contestó Emily.
—¡Qué práctica eres! Piensas en todo.
—Desgraciadamente —respondió la joven—, esto no te ayuda mucho a descubrir quién cometió al asesinato. Cualquiera se atrevería a meterse a asesino —añadió pensativa.
—Bueno, no vayas a asesinarme por eso —comentó el joven periodista con cierto sarcasmo.
Y ambos salieron juntos. Mrs. Curtis regresó inmediatamente a la cocina.
—Se han ido a casa del comandante —le explicó su marido.
—¡Ah! —exclamó la buena mujer—. Dime, ¿qué piensas tú de todo esto? ¿Son novios o no lo son? He oído contar que a los primos que se casan les esperan una serie de calamidades: sus hijos nacen sordomudos o medio idiotas, y otras desgracias por el estilo. Él la trata con una dulzura que se advierte en seguida. En cuanto a ella, es sagaz y astuta como mi tía abuela Sarah Belinda, ¿no te parece? Sabía sacar partido de ella misma y de todos los hombres. Me pregunto detrás de qué va. ¿Sabes lo que estoy pensando, Curtis?
Mr. Curtis contestó con un gruñido.
—Pues que ese joven caballero que la policía ha detenido por el asesinato es el que ella le va detrás. Y ha venido aquí a olfatear lo que pueda y ver qué puede averiguar. Pero fíjate bien en mis palabras, —declaró la mujer entre golpes de tazas y platos—: si hay algo que descubrir, ¡ella lo descubrirá!
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:51 pm

Capítulo 14
LAS WILLETT
En el mismo instante en que Charles y Emily salían para ir a visitar al comandante Burnaby, el inspector Narracott estaba sentado en el saloncito de la mansión de Sittaford intentado formarse una impresión concreta de Mrs. Willett.
No le había sido posible entrevistarse antes con ella, pues los caminos habían estado intransitables hasta aquella mañana. Difícilmente hubiera podido decir lo que esperaba encontrar allí, pero nunca hubiera supuesto lo que en realidad encontró. Por de pronto, era Mrs. Willett y no él quien se había hecho dueña de la situación.
La elegante dama se presentó en seguida en la sala, como un eficaz hombre de negocios. El policía vio a una mujer alta, de rostro delgado y ojos despiertos. Iba vestida con un complicado traje de punto de seda, que casi rozaba los límites que la conveniencia fija a los que viven en el campo. Sus medias eran de fina y costosa seda natural, y calzaba unos magníficos zapatos de lujosa piel y altos tacones. En los dedos llevaba varias sortijas de gran valor y en el cuello lucía un collar con numerosas perlas de imitación de las mejores y más caras.
—¿Tengo el honor de hablar con el inspector Narracott? —preguntó Mrs. Willett—. Naturalmente, tenía usted que venir a esta casa. ¡Qué tragedia más espantosa! Apenas puedo creerlo. Hasta esta mañana, como ya sabrá, no nos ha llegado la noticia. Hemos sufrido una impresión terrible. Haga el favor de sentarse, inspector. Le presento a mi hija Violet.
Él no se había dado casi cuenta de la muchacha, que entraba detrás de su madre y, sin embargo, era muy bonita, alta, simpática y con unos grandes ojos azules.
Mrs. Willett tomó también asiento.
—¿Hay algo en que pueda serle útil, inspector? Yo conocía muy poco al pobre capitán Trevelyan, pero si piensa que puedo decirle alguna cosa...
El inspector le contestó lentamente:
—Agradecidísimo, señora. Desde luego, uno nunca sabe de antemano lo que será útil y lo que no lo será.
—Lo comprendo muy bien. Es muy posible que en esta casa encuentre detalles que arrojen luz sobre este desagradable misterio, aunque me atrevo a ponerlo en duda, pues el capitán Trevelyan había retirado todas sus pertenencias personales. El pobre hombre temía que nosotras le revolviéramos sus cañas de pescar y demás cachivaches.
Y ensayó una sonrisa.
—Ustedes no se conocían, ¿verdad?
—Quiere decir antes de que alquiláramos esta casa, ¿no es así? Pues no, no le conocíamos aún. Y después le pedí varias veces que viniese por aquí, pero nunca lo hizo. Se ve que el pobre viejo era terriblemente tímido. Ésa es, a mi juicio, la causa de que no quisiera tratarse con nosotros. He conocido docenas de hombres como él. Se dice de ellos que aborrecen a las mujeres y otras muchas cosas desagradables, cuando en realidad, se trata sólo de timidez natural. Si yo hubiera conseguido que me visitara —explicó miss Willett con aire resuelto—, pronto habría acabado con todas esas tonterías. Esta clase de hombres sólo necesitan alguien que les saque de ellos mismos.
El inspector Narracott empezó a comprender la resuelta actitud defensiva que el capitán Trevelyan había adoptado hacia sus inquilinas.
—Se lo pedimos ambas infinidad de veces —continuó Mrs. Willett—. ¿No es así, Violet?
—¡Oh! Sí, mamá.
—Pero él era un auténtico lobo de mar —dijo la dama—. Y ya sabe, inspector Narracott, que no hay mujer que no se enamore de un marino.
El inspector Narracott se dio cuenta de que hasta entonces la entrevista había sido dirigida por completo por Mrs. Willett. Estaba convencido de que se encontraba frente a una mujer extraordinariamente inteligente, aunque también podía ser tan inocente como aparentaba. Sin embargo, él creía que no lo era.
—El punto acerca del cual estoy ansioso de obtener detalles es el siguiente... —explicó el policía, e hizo una pausa.
—Usted dirá, inspector.
—El comandante Burnaby, como usted sin duda sabe, descubrió el cadáver de su amigo. Y la causa de que hiciera tal cosa tiene su origen en una escena que ocurrió en esta casa.
—¿A qué se refiere?
—Pues me refiero a la sesión de espiritismo. Lo siento mucho, pero...
El policía se volvió rápidamente.
Un débil gemido acababa de escaparse de los labios de la joven.
—¡Pobre Violet! —exclamó su madre—. Aquello la impresionó de un modo terrible... nos impresionó a todos. No hay palabras para explicarlo. Yo no soy supersticiosa, pero realmente la escena fue de lo más increíble que conozco.
—Así pues, ¿es cierto que ocurrió?
Mrs. Willett abrió los ojos, muy asombrada.
—¿Que si es cierto? ¡Claro que lo es! En aquel momento pensé que se trataba de una broma, de una broma incalificable y de muy mal gusto. Mis sospechas recayeron sobre el joven Ronald Gardfield...
—¡Oh, no, mamá! Estoy segura de que él no movió la mesa. Además, juró de un modo formal que él no la había movido.
—Estoy explicando lo que yo pensé en aquel momento, Violet. ¿Qué otra cosa podía creer sino que se trataba de una broma?
—El caso es curioso —dijo el inspector hablando muy despacio—. Tengo entendido que usted estaba muy trastornada, Mrs. Willett.
—Lo estábamos todos. Hasta entonces aquel juego había sido... ¡oh!, sólo una ligera distracción un poco loca. Ya debe de conocer esas cosas. Constituyen una buena distracción para las tardes de invierno. Y entonces, de repente... ¡aquello! Fue muy desagradable.
—¿Por qué desagradable?
—¡Caramba! Naturalmente, yo pensé que alguien lo estaba haciendo intencionadamente, para gastarnos una broma, como dije antes.
—¿Y ahora?
—¿Qué quiere decir eso de ahora?
—Me interesa lo que usted piensa ahora.
Mrs. Willett extendió las manos expresivamente.
—Pues no sé qué pensar. Es... es incomprensible.
—Y usted, miss Willett, ¿qué opina?
—¿Yo?
La muchacha se estremeció.
—Yo... yo no sé. Nunca lo olvidaré. Todas las noches sueño con ello. Jamás volveré a proponer otra sesión de espiritismo.
—Supongo que Mr. Rycroft dirá que estas cosas son serias y auténticas —comentó la madre—. Él cree en todo esto. Realmente, yo también me siento inclinada a creer en ello. ¿Qué otra explicación cabe en este caso sino que se trata de un legítimo mensaje dictado por un espíritu?
El inspector negó con la cabeza. Lo de la mesa oscilante podía ser una pista falsa. Intento que su siguiente pregunta pareciera casual.
—¿No les parece muy desierto este lugar para pasar el invierno, Mrs. Willett?
—¡Oh, nos gusta mucho! ¡Qué cambio tan grande! Ya sabe que nosotras somos sudafricanas.
Se tono era vivo, pero hablaba sin dar importancia a las palabras.
—¿De veras? ¿De qué parte de Sudáfrica son ustedes?
—¡Oh! De El Cabo. Violet no había estado nunca en Inglaterra hasta ahora. Está encantada con este país. ¡Encuentra la nieve tan romántica! Por lo demás, la casa es realmente muy confortable.
—¿Y qué fue lo que les hizo venir a este rincón del mundo?
En la voz del policía no había sino una discreta curiosidad.
—¡Hemos leído tantos libros acerca de Devonshire, y especialmente de Dartmoor! Leímos uno en el barco que trataba de la interesante feria de Widdecombe. Siempre tuve el deseo de visitar la región de Dartmoor.
—Bien, pero ¿por qué se fijaron en Exhampton? Esta pequeña ciudad no es muy conocida.
—Bueno, estábamos leyendo esos libros, como acabo de decirle, y había un muchacho a bordo que siempre hablaba de Exhampton... ¡Se mostraba tan entusiasmado!
—¿Cómo se llamaba ese joven? —preguntó el inspector—. ¿Procedía de esta parte del mundo?
—Espere: ¿cómo se llamaba? Me parece recordar que su nombre era Cullen. No, se llamaba Smythe. ¡Qué tonta soy! No consigo recordarlo. Ya sabe lo que pasa a bordo de un barco, inspector, allí se conoce a infinidad de personas con las que uno promete volver a encontrarse... y una semana después de haber desembarcado, no puede uno acordarse con seguridad ni de sus nombres.
La dama sonrió.
—¡Pero era un muchacho tan simpático...! No era muy guapo, tenía el pelo rojizo y siempre estaba sonriendo de un modo delicioso.
—Y entusiasmadas por sus descripciones, decidieron alquilar una casa en esta zona —dijo el inspector sonriendo.
—Así es. ¿Verdad que parece una locura?
«No tiene un pelo de tonta —pensó Narracott—. Es más lista de lo que parece.» Empezaba a darse cuenta del método de Mrs. Willett: siempre llevaba la guerra al territorio enemigo.
—Por consiguiente, ustedes escribieron a los agentes inmobiliarios interesándose por alquilar una casa.
—Sí, señor, y entonces nos enviaron detalles de Sittaford. Nos pareció que era precisamente lo que andábamos buscando.
—No comparto su gusto en esta época del año —contestó el inspector con cierta risita.
—Creo que lo mismo pensaríamos nosotras si hubiésemos vivido siempre en Inglaterra —replicó Mrs. Willett con un tono convincente.
El inspector se levantó.
—¿Cómo se enteraron del nombre de un agente inmobiliario de Exhampton para escribirle? —preguntó el policía—. Es una cosa que presenta ciertas dificultades.
Hubo una pausa. Era la primera en aquella conversación. Narracott creyó ver un relámpago de disgusto, más aún, de ira, en los ojos de Mrs. Willett. Había tropezado con algo en que ella no había pensado y para lo cual no tenía una respuesta preparada. La dama se volvió hacia su hija.
—¿Cómo fue, Violet? En este momento, no puedo recordarlo.
En los ojos de la muchacha se apreciaba un estado de ánimo muy diferente: parecía asustada y como temblorosa.
—¡Oh, por supuesto! Es la cosa más natural del mundo —explicó Mrs. Willett—. El nombre nos lo proporcionaron en la oficina de información de los almacenes Selfridges. Es una tienda maravillosa y muy bien organizada. Yo siempre me dirijo a ella cuando necesito enterarme de cualquier cosa. En aquella ocasión les pedí el nombre del mejor agente inmobiliario de aquí y ellos me lo dieron.
«Es rápida —pensó el inspector—, muy rápida; pero no todo lo rápida que hacía falta ahora. Ya te he pescado, señora mía.»
A continuación, recorrió toda la casa examinándola precipitadamente y sin interés. Allí no había nada. Ni papeles, ni cajones cerrados, ni armarios misteriosos.
Mrs. Willett lo acompañó sin cesar con su brillante charla. Después se despidió de ella, dándole las gracias con cortesía.
Cuando partía, lanzó una rápida mirada hacia el rostro de la hija por encima del hombro de la madre. Era imposible equivocarse acerca de la expresión de aquel semblante.
Era miedo lo que él veía en el hermoso semblante. Un terror que aparecía escrito allí de un modo bien palpable, en ese momento en que ella creía que nadie la observaba.
Mrs. Willett seguía hablando aún:
—¡Cielos! Se me olvidaba decirle que aquí tenemos un grave inconveniente: el problema doméstico, inspector. Las sirvientas no quieren vivir en estos lugares campestres. Todas las mías han estado, desde que llegaron, amenazando que dejarían la casa, y estas noticias del asesinato parece que han acabado de trastornarlas, por si faltara poco. No sé qué puedo hacer. Tal vez con criados resolvería el problema. Es eso lo que me recomiendan en la oficina de empleo de Exeter.
El inspector contestó cualquier cosa de un modo mecánico. No escuchaba aquel torrente de palabras. Estaba pensando en la expresión que acababa de sorprender en el rostro de la muchacha.
Mrs. Willett había sido muy hábil, pero no lo suficiente.
Salió de la casa reflexionando al respecto.
Si las Willett no tenían nada que ver con la muerte del capitán Trevelyan, ¿por qué estaba Violet tan asustada?
Entonces disparó su último cartucho. Con el pie ya puesto en el umbral de la entrada, se volvió y dijo:
—A propósito, ¿conocen ustedes al joven Pearson?
Esta vez no hubo duda acerca de la pausa que siguió a su pregunta: un mortal silencio de algunos segundos. Entonces, Mrs. Willett habló:
—¿Pearson? —dijo—. No recuerdo.
Su voz se vio interrumpida. Un extraño y profundo suspiro desde la habitación del fondo, seguido del ruido de una caída. El inspector atravesó el vestíbulo y entró en la habitación como un relámpago.
Violet Willett se había desmayado.
—¡Pobre niña! —exclamó Mrs. Willett—. Toda esta tensión nerviosa y estas emociones la han vencido. Esa terrible sesión de espiritismo y el asesinato por añadidura. Nunca ha sido muy fuerte. Le agradezco mucho su ayuda, inspector. Sí, hágame el favor de dejarla en el sofá. Si fuese tan amable de tocar el timbre... Yo creo que ya no hay nada más en que pueda ayudarme. Le quedo muy reconocida.
El inspector no tuvo más remedio que salir al camino mientras sus labios se contraían en una torva línea.
Jim Pearson estaba prometido, como sabía él muy bien, a aquella encantadora y bonita muchacha que había visto en Londres.
Entonces, ¿por qué Violet Willett se desmayaba con la sola mención de su nombre? ¿Qué relación había entre Jim Pearson y las Willett?
Mientras atravesaba el portillo del cercado se detuvo un momento, indeciso, y sacó de su bolsillo el pequeño cuaderno de notas. En él había copiado una lista de los habitantes que vivían en los seis chalés edificados por el capitán Trevelyan, acompañada de breves notas referentes a cada nombre. El grueso dedo índice del inspector Narracott se posó sobre la lista, señalando los apuntes del chalé número 6.
«Sí —se dijo—, lo mejor es que el próximo sea él.»
Atravesó rápidamente el sendero y realizó un firme repiqueteo con el llamador del número 6, es decir, del chalé habitado por Mr. Duke.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:51 pm

Capítulo 15
UNA VISITA AL COMANDANTE BURNABY
Adelantándose por el sendero que terminaba en la puerta principal de la casa del comandante, Mr. Enderby llamó con alegre ademán. La puerta fue abierta casi inmediatamente y Mr. Burnaby, con el rostro enrojecido, apareció en el umbral.
—¡Ah! ¿Es usted? —preguntó con no excesiva amabilidad, y estuvo a punto de decir algo más desagradable cuando, al darse cuenta de la presencia de Emily, aumentó la congestión de su rostro.
—Le presento a miss Trefusis —dijo Charles, con el mismo acento con que anunciaría la sota de bastos—. Estaba muy ansiosa por verle.
—¿Puedo entrar? —preguntó la joven, ensayando su más dulce sonrisa.
—¡Oh! Sí, por supuesto. Desde luego, ¡no hay inconveniente!
Tropezando varias veces mientras hablaba, el comandante retrocedió hacia la salita de su chalé, donde empezó a correr sillas y a empujarlas junto a una mesa.
Emily, siguiendo su costumbre, fue directa a la cuestión.
—Verá, comandante Burnaby, yo soy la prometida de Jim... Jim Pearson, ya sabe. Y como es natural, estoy muy preocupada por él.
El comandante, que estaba cambiando de sitio una mesa, se detuvo con la boca abierta.
—¡Oh, querida! —exclamó—. Es un mal asunto. Mire, mi querida jovencita, lo siento mucho más de lo que pueda imaginar.
—Comandante Burnaby, le ruego que me conteste con sinceridad: ¿Cree que él es culpable? ¡Oh! Contésteme aunque lo crea. Prefiero cien veces que las personas que hablan conmigo no me engañen.
—No, yo no lo creo culpable —contesto el comandante en voz alta y con tono enfático. Después, dio una o dos vigorosas sacudidas a un almohadón para esponjarlo y se sentó delante de Emily—. Ese muchacho es un buen tipo. Tal vez... tal vez sea un poco débil de carácter. No se ofenda si le digo que es de esos jóvenes que con facilidad toman un mal camino, si se le presenta la tentación. Pero un asesinato... ¡eso no! Y tenga en cuenta que yo sé bien de lo que estoy diciendo, porque en mis tiempos una buena cantidad de subalternos han servido bajo mis órdenes. Ahora está de moda burlarse de lo que opinan los viejos oficiales retirados del ejército, pero la verdad es que nosotros podemos hablar de algunos asuntos con bastante conocimiento de causa, miss Trefusis.
—Yo estoy convencida de que así es —dijo Emily—. Le quedo muy reconocida por las palabras de aliento que me ha dirigido.
—¿Quieren tomar...? ¿Quieren tomar un whisky con soda? —preguntó el comandante—. Me temo que no tengo otra cosa —lamentó en tono de excusa.
—No, muchas gracias, comandante Burnaby, pero no podría tomarlo.
—Entonces, ¿quiere un vaso de soda?
—No, muchas gracias —contestó Emily.
—Debería prepararles un poco de té —continuó el comandante con alguna ansiedad.
—Acabamos de tomarlo —replicó Charles— en casa de Mrs. Curtis.
—Comandante Burnaby, ¿quién cree que lo hizo? ¿Tiene usted alguna idea? —preguntó Emily.
—No. ¡Que me condene si... si la tengo! —exclamó el comandante—. Pueden estar seguros de que eso lo ha hecho algún maleante que irrumpió en la casa, pero la policía opina que eso no es posible. Bien, ése es su oficio y yo he de suponer que lo conocen bien. Aseguran que nadie entró en la casa de un modo violento y habré de admitir que así fue. Pero al mismo tiempo puedo decir que me extraña, miss Trefusis, porque mi amigo Trevelyan no tenía un solo enemigo en todo el mundo, que yo sepa.
—Y usted lo sabría si alguien... —comentó Emily.
—Sí, señorita, puedo afirmar que yo sabía más cosas acerca de Trevelyan que la mayor parte de sus parientes.
—¿Y no sospecha de algún detalle, de algo que pudiera orientarnos de algún modo? —preguntó Emily.
El comandante se atusó los bigotes.
—Ya sé lo que está pensando. Como ocurre en las novelas, aquí podría haber un pequeño incidente que yo recordase, que pudiera servir de pista. Bueno, pues lo siento mucho, pero no hay nada de eso. Trevelyan llevaba una vida ordenada y normal. Recibía muy pocas cartas y escribía menos. No había complicaciones femeninas en su vida, puedo asegurarlo. En fin, este asunto me tiene confundido, miss Trefusis.
Los tres guardaron silencio.
—¿Qué sabe usted de su criado? —preguntó Charles.
—Pues que había estado a su servicio durante muchos años. Absolutamente fiel.
—Se ha casado hace poco, ¿verdad?
—Ha contraído matrimonio con una mujer perfectamente respetable y decente.
—Comandante Burnaby —dijo Emily—, perdone que le hable del asunto, pero ¿no es cierto que tuvo noticias del asesinato con cierta anticipación?
El comandante se restregó la nariz con aquel aire de incomodidad que siempre le invadía cuando alguien mencionaba la sesión de espiritismo.
—Sí, no tengo por qué negarlo, así fue. Ya sé que esas experiencias son estúpidas, pero, sin embargo...
—Sin embargo, en cierto modo tiene usted sus dudas —concluyó Emily para ayudarle.
El comandante asintió.
—Por eso mismo me gustaría saber... —empezó a decir Emily.
Los dos hombres se la quedaron mirando.
—No puedo expresar con exactitud lo que yo quisiera saber —concluyó Emily—. Lo que quiero decir es que usted dice que no cree en espíritus ni en mesas oscilantes y, sin embargo, a pesar del terrible tiempo y de que la noticia le parecía tan absurda como toda aquella sesión de espiritismo, se sintió tan inquieto que no tuvo más remedio que salir de Sittaford, sin hacer caso del mal tiempo, para cerciorarse por sí mismo de que al capitán Trevelyan no le ocurría nada. Bien, ¿no cree que la causa de esa inquietud estaba en algo que flotaba en la atmósfera? Quiero decir —continuó la joven, desesperada al ver que el rostro del comandante no presentaba la menor señal de comprensión— que debía de haber algo anormal en el ambiente, algo que influyó sobre la mente de los demás al igual que sobre la suya. Porque esta influencia extraña u otra cosa por el estilo la sintió usted de un modo indudable.
—Bien, no sé qué contestarle —dijo el comandante, y se restregó otra vez la nariz—. Desde luego —añadió procurando mostrarse más comprensivo—, ya sé que las mujeres se toman esas cosas muy en serio.
—¡Las mujeres! —contestó Emily—. Sí —murmuró para sus adentros—, yo creo que hay algo, una cosa u otra en todo eso.
Después se volvió con un brusco ademán hacia el comandante Burnaby.
—¿Qué piensa de esas Willett?
—¡Oh, bien! —exclamó el comandante Burnaby mientras rebuscaba en su mente las palabras para contestar, pues sabía muy bien que sus descripciones personales no resultaban muy claras—. Bueno, son muy amables, como ya sabe, están muy dispuestas ayudarle a uno en todo...
—¿Por qué tuvieron que alquilar una casa como la mansión de Sittaford en esta época del año?
—No puedo imaginármelo. —contestó el comandante. Y añadió—: Nadie lo consigue.
—¿No le parece que es muy extraño? —insistió en preguntar Emily.
—Claro que sí, es raro. Sin embargo, en cuanto a gustos no hay nada escrito. Eso es lo que el inspector dijo.
—Pues me parece una tontería —replicó Emily—. La gente no hace nada sin tener una razón.
—Bueno, pero yo no la conozco —concluyó el comandante Burnaby cautamente—. Algunas personas hacen las cosas porque sí. Tal vez usted no, miss Trefusis, pero hay gente que... —y lanzó un suspiro al mismo tiempo que hacía oscilar la cabeza.
—¿Está seguro de que no se habían encontrado en alguna ocasión con el capitán Trevelyan anteriormente?
El comandante rechazó con desdén semejante idea. Trevelyan le hubiese contado algo. No, no era posible, él estaba tan asombrado como cualquiera.
—Así pues, el capitán también debió encontrarlo extraño.
—Naturalmente, ya le he dicho que todos opinábamos lo mismo.
—¿Cuál era la actitud de Mrs. Willett hacia el capitán Trevelyan? —preguntó Emily—. ¿Hacía lo posible por evitar el trato con él?
Un ligero cloqueo salió de la boca del comandante.
—Nada de eso, sino todo lo contrario. Le fastidiaba ver la clase de vida que hacía mi amigo y siempre estaba invitándole a visitarla.
—¡Oh! —exclamó Emily muy pensativa, y se detuvo unos segundos, al cabo de los cuales continuó diciendo—: Así pues, pudiera ser... es muy posible que hayan alquilado la mansión de Sittaford con el decidido propósito de hacerse amigas del capitán Trevelyan.
—Bueno —replicó el comandante como dándole vueltas a aquella idea—. Sí, supongo que puede haber sido así. Sólo que el procedimiento me parece un poco caro.
—No estoy segura —dijo Emily—. Tengo entendido que el capitán Trevelyan no era una persona muy accesible de otro modo.
—No, ciertamente que no —aceptó el viejo amigo del capitán.
—Me gustaría saberlo—comento Emily.
—El inspector piensa como usted —declaró Burnaby.
Emily sintió en su interior una repentina animosidad contra el inspector Narracott. Todo lo que a ella se le ocurría acerca del crimen parecía haber sido discurrido antes por el inspector. Y eso era mortificante para una joven que se enorgullecía de ser más astuta que nadie.
La muchacha se puso de pie y le tendió la mano al comandante.
—Muchísimas gracias por todo —le dijo con sencillez.
—Me hubiera gustado poder ayudarla en algo más —replicó el comandante—. Tal vez soy una persona demasiado brusca y parca en palabras, siempre lo he sido. Si fuese más hábil, puede que ya hubiera encontrado algún detalle que pudiera ser una pista. De todos modos, señorita, puede contar conmigo para todo aquello en que pueda servirle.
—Muchas gracias —le dijo Emily—, así lo haré.
—Adiós, señor —añadió Enderby—. Mañana por la mañana volveré con mi cámara fotográfica, como ya le he indicado.
Burnaby dejó escapar un gruñido.
Emily y Charles desandaron el corto camino hasta la inmediata casa de Mrs. Curtis.
—Ven a mi habitación, quiero hablar contigo —le dijo la joven.
Ella se acomodó en una silla, mientras Charles se sentaba en la cama. Después, la desenvuelta muchacha se arrancó el sombrero y lo arrojó a un rincón del cuarto.
—Ahora, escucha —empezó diciendo—: me parece que ya tenemos algo así como un punto de partida. Puede ser que esté equivocada o que no, pero, de todos modos, es una idea. Se me ocurren infinidad de cosas acerca de esa curiosa sesión de espiritismo. ¿Has asistido tú a alguna sesión?
—¡Oh, sí! De vez en cuando, nunca en serio, como puedes suponer.
—Claro, por supuesto. Y es de las cosas que se hacen para pasar una tarde de lluvia y que todo el mundo acaba acusándose de empujar la mesa. Bien, pues si has participado en ese juego, ya sabrás lo que ocurre: la mesa empieza a oscilar, deletreando a veces un nombre que, naturalmente, conoce alguno de los presentes. Muy a menudo lo reconocen antes de que la mesa indique todas sus letras y, con la esperanza de que no se confirmen sus sospechas, lo empuja, aunque sea de un modo inconsciente. Quiero decir que en cierto modo el reconocimiento les hace a algunos provocar movimientos involuntarios que alteran la letra siguiente y lo bloquean todo. Y cuando menos uno quiere hacerlo, más a menudo ocurre.
—Sí, eso es cierto —admitió el joven Enderby.
—Yo no creo ni por un momento en los espíritus ni en nada que se les parezca; pero supongamos que alguna de las personas que participaba en la sesión de las Willett supiese que el capitán Trevelyan estaba siendo asesinado en aquel preciso momento...
—¡Oh, ya comprendo! —gritó Charles—. Pero es una explicación muy rebuscada.
—Bueno, tal vez la realidad no sea tan cruda como todo esto, aunque creo que sí lo es. De todos modos, ahora no hacemos sino establecer una hipótesis, nada más. Estamos suponiendo que alguien sabía que el capitán Trevelyan había sido asesinado y le fuera del todo imposible guardar su secreto. La mesa le traicionó sin poderlo él evitar.
—¡Es una explicación terriblemente ingeniosa! —comentó Charles—. Pero no creo ni por un segundo que sea cierta.
—Supondremos por el momento que lo sea —replicó Emily con firmeza—. Estoy segura de que, para descubrir al autor del crimen, no debes tener miedo de hacer algunas suposiciones.
—¡Oh! Estoy muy de acuerdo —afirmó el joven Enderby—. Admitamos que tu suposición es la pura verdad, y asimismo estoy dispuesto a admitir que es cierto todo lo que tú quieras.
—Entonces, lo que ahora tenemos que hacer —explicó Emily— es analizar con todo cuidado a las personas que participaron en el juego. Empecemos por el comandante Burnaby y Mr. Rycroft. Bien, parece muy poco probable que ninguno de ellos tuviera un cómplice que cometiera el asesinato. Después tenemos a ese Mr. Duke; por el momento, no sabemos nada de él. Acaba de llegar al pueblo en estos últimos tiempos y, como es natural, nada impide que se trate de una siniestra persona, miembro de alguna banda criminal o algo por el estilo. Pongamos una X frente a su nombre. Y ahora les llega el turno a las Willett. Charles, alrededor de esas mujeres flota algún terrible misterio.
—¿Quieres decirme qué sacan en limpio ellas con la muerte del capitán Trevelyan?
—Bien, a primera vista confieso que nada; pero si mi teoría es correcta, habrá alguna relación entre ellas y él. Tenemos que buscar en qué consiste esa relación.
—Muy bien —admitió Enderby—. Supongamos ahora que todo esto sea agua de borrajas.
—Bueno, pues tendremos que empezar otra vez —dijo Emily.
—¡Escucha! —gritó Charles de repente.
Acababa de levantar una mano. El joven se dirigió hacia la ventana y la abrió; y junto con la muchacha, ambos oyeron el ruido que había despertado su atención: era el lejano y profundo toque de una gran campana.
Cuando estaban ensimismados escuchando aquel campaneo, oyeron la excitada voz de Mrs. Curtis, quien les llamaba desde el piso inferior:
—¿Oye la campana, señorita, la oye usted?
Emily abrió la puerta.
—¿La oye usted? Se distingue muy claramente, ¿verdad? Bueno, ¡sólo faltaba eso!
—¿De qué se trata? —requirió Emily.
—Es la campana de Princetown, señorita, que está a unas doce millas de aquí. Anuncia que se ha escapado un preso. ¡George, George! ¿Dónde se ha metido este hombre? ¿No oyes la campana? ¡Algún preso anda suelto por ahí!
Su voz se amortiguó a medida que entraba en la cocina. Charles cerró la ventana y se sentó de nuevo en la cama.
—Es una lástima que las cosas estén tan mal organizadas —comentó sin apasionamiento—. Si este preso hubiese tenido el acierto de escaparse el viernes, podría muy bien ser el asesino que buscamos. No habría que buscar más lejos. Un hombre hambriento, un criminal desesperado entra en su casa. El capitán Trevelyan defiende su castillo. El desesperado criminal lo derriba de un golpe. ¡Qué sencillo hubiera sido todo eso!
—¡Sí que lo hubiera sido! —exclamó Emily lanzando un suspiro.
—En lugar de eso —dijo Charles— se escapa con tres días de retraso. ¡Es desesperadamente poco artístico!
Y meneó la cabeza con tristeza.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:52 pm

Capítulo 16
MR. RYCROFT
A la mañana siguiente, Emily se despertó temprano. Como era una mujer sensata, pensó que tenía pocas probabilidades de que el joven Enderby pudiera ayudarla hasta bien entrada la mañana. Por lo tanto, sintiéndose inquieta e incapaz de continuar echada en la cama, se levantó para dar un paseo por el camino en dirección opuesta a la que había seguido la tarde anterior.
Pasó por delante de las puertas de la mansión de Sittaford, que quedaba a su derecha, y poco después vio que el camino daba una brusca revuelta hacia el mismo lado y trepaba por la colina hasta llegar a aquel extenso páramo que acababa en un campo abierto de hierba, cuyo final se perdía en la lontananza. La mañana era agradabilísima, fría y seca, y el panorama resultaba encantador. La joven ascendió hasta lo más alto de Sittaford, una peñasco de rocas grises de forma fantástica. Desde aquella altura extendió su mirada hacia abajo, sobre una gran extensión del páramo sin cultivar, sin una sola casa o alguna carretera en todo lo que la vista podía alcanzar. Por el lado opuesto del peñasco, se divisaban grandes masas grises formadas por rocas y pedruscos de granito. Después de contemplar aquella majestuosa escena durante un par de minutos, la muchacha se volvió hacia el norte para buscar el camino por el que había llegado. Allá abajo quedaba Sittaford, arracimada en la ladera de la montaña, la masa grisácea de la gran mansión rodeada de los demás chalés, que parecían pequeños puntos. Más al fondo del valle, se distinguía Exhampton.
«No cabe duda —pensó Emily confundida por tanta belleza— de que las cosas se aprecian mucho cuando estás tan alto como ahora. Es igual que si una levantase el tejado de una casa de muñecas para fisgar su interior.»
Ella hubiese deseado, con todo su corazón, haber conocido al difunto capitán, aunque hubiera sido una sola vez. ¡Era tan difícil hacerse una idea de una persona que nunca se ha visto! Hay que fiarse del juicio de los demás, y Emily era de las que pensaban que ninguna otra persona era capaz de apreciar las cosas mejor que ella. Las impresiones ajenas no le servían para nada. Quizá fuesen iguales a las suyas, pero le era imposible tomarlas por buenas. No podía, de ningún modo, utilizar el punto de vista de otras personas.
Meditando con disgusto estos contratiempos, Emily suspiró impaciente y cambió de postura.
Tan ensimismada había estado en sus propios pensamientos, que hasta llegó a olvidar lo que la rodeaba. Por consiguiente, le causó una verdadera sorpresa darse cuenta de que un caballero anciano permanecía de pie a pocos pasos de ella, saludándola cortésmente mientras respiraba de un modo fatigoso.
—Dispénseme —le dijo—, creo que usted es miss Trefusis...
—La misma —contestó Emily.
—Yo me llamo Rycroft. Espero que disculpará que le dirija la palabra, pero en nuestro pequeño pueblecito nos enteramos en seguida del menor detalle y su llegada ayer tarde ha despertado, naturalmente, cierta curiosidad. Puedo asegurarle que todos sentimos una profunda simpatía por usted por la situación en que se encuentra, miss Trefusis. Todos nosotros, como una sola persona, estamos ansiosos de ayudarla en lo que podamos.
—Son ustedes muy amables —replicó Emily.
—Nada de eso, nada de eso... —protestó el pequeño Mr. Rycroft—. ¡Una belleza en apuros! Le ruego que me perdone por mi anticuada manera de exponerlo. Pero, hablando en serio, mí querida jovencita, puede contar conmigo si hay algo en lo que me sea posible ayudarla. Es bonita la vista que se divisa desde aquí, ¿no le parece?
—Maravillosa —confesó Emily—. Este páramo es un sitio precioso.
—La supongo enterada de que un preso se ha escapado esta noche de Princetown.
—Sí, ya lo sé. ¿Han conseguido capturarlo?
—No, creo que todavía no. ¡Ah! De todos modos, ese pobre tipo caerá muy pronto en las manos de sus perseguidores, sin duda alguna. Creo que no falto a la verdad si le aseguro que nadie ha conseguido escapar con éxito de Princetown en los últimos veinte años.
—¿En que dirección está Princetown?
Mr. Rycroft extendió su brazo y apuntó hacia el sur, por encima del páramo.
—Queda en esta dirección, a unas doce millas de aquí a vuelo de pájaro, atravesando esa zona. Por carretera, hay dieciséis millas.
Emily no pudo evitar tener un ligero escalofrío. La idea de aquel hombre desesperado y perseguido la impresionaba profundamente. Mr. Rycroft, que estaba observándola, hizo un breve ademán de asentimiento.
—Sí —le explicó a la joven—, yo también siento compasión por ese desgraciado. Es curioso observar cómo se rebela nuestro instinto humano ante la idea de un hombre a quien se persigue como a una fiera, y eso que sabemos que los que están encerrados en Princetown son todos peligrosos y violentos criminales, es decir, de esa clase de personas que usted y yo haríamos probablemente todo lo posible para meter allí cuanto antes.
Y terminó su perorata con una sonrisa de disculpa.
—Espero que me dispense si la molesto, miss Trefusis, pero a mí me interesa profundamente el estudio del crimen. Es un asunto fascinante. La ornitología y la criminología son mis dos aficiones.
Descansó un momento y luego siguió diciendo:
—Ésta es la razón por la que, si me lo permite, me gustaría mucho asociarme con usted en este caso. Intervenir personalmente en el estudio de un crimen real ha sido, durante mucho tiempo, una de mis ilusiones irrealizadas. ¿Será usted capaz de otorgarme su confianza, señorita, y de aceptar que ponga mi extensa experiencia a su disposición? He leído y he trabajado muy intensamente estos temas.
Emily guardó silencio durante unos instantes. En su interior, se felicitaba por el modo en que los acontecimientos la iban favoreciendo. Ahora se le ofrecía la oportunidad de conocer de primera mano la vida tal como era vivida en Sittaford. «He aquí el «punto de vista» que yo deseaba», se dijo; y repitió mentalmente aquella frase que muy poco tiempo antes había fijado en su cerebro. Ya había logrado descubrir el punto de vista del comandante Burnaby, un hombre que era todo sencillez y rectitud, que percibía los hechos tal como se presentaban, prescindiendo de sutilezas. Ahora le brindaban otro enfoque que, como ella sospechaba, podía muy bien abrirle un campo de visión muy diferente. Aquel minúsculo, arrugado y enjuto caballero había leído y estudiado profundamente, estaba muy versado en los misterios de la naturaleza humana y poseía esa curiosidad devoradora e interesada en la vida que caracteriza al hombre reflexivo y que lo diferencia del hombre de acción.
—Le agradeceré que me ayude —dijo por fin la joven—. ¡Soy tan desgraciada, y estoy tan angustiada!
—Comprendo que lo esté, querida, me hago cargo de su situación. Ahora le explicaré cómo veo yo las cosas: el sobrino mayor de Trevelyan ha sido arrestado o detenido, aunque las pruebas que hay contra él son de una naturaleza muy simple y obvia. Yo, por supuesto, tengo una mentalidad más abierta. Creo que eso debe concedérmelo.
—Desde luego —replicó Emily—. ¿Y por qué cree en su inocencia si no le conoce ni sabe nada acerca de él?
—Muy razonable —contestó Mr. Rycroft—. Realmente, miss Trefusis, le confieso que me parece usted muy digna de estudio. A propósito, ¿su apellido proviene de Cornualles, como el de nuestro malogrado amigo Trevelyan?
—Así es, en efecto —asintió la muchacha—. Mi padre era de Cornualles y mi madre escocesa.
—¡Ah! —exclamó Mr. Rycroft—. Eso es muy interesante. Ahora, volvamos a nuestro pequeño problema. Por un lado, podemos suponer que el joven Jim... se llama Jim, ¿verdad? Supongamos, como decía, que el joven necesitase dinero con urgencia: viene a ver a su tío, le pide cierta cantidad, su tío se la niega y, en un instante de apasionamiento, nuestro protagonista echa mano del grueso burlete relleno de arena que estaba junto a la puerta y le asesta a su tío un certero golpe en la nuca. En realidad, el crimen ha sido impremeditado, es un irracional arrebato de locura encarrilado de un modo deplorable. Todo eso puede ser cierto, aunque, por otra parte, el joven puede haber salido muy enojado de casa de su tío y alguna otra persona puede haber entrado poco después y cometer el crimen. Esto es lo que usted cree. Y por decirlo ligeramente de otra forma, es lo mismo que yo espero. Desde mi punto de vista, es poco interesante que sea su novio el que lo haya realizado. Por lo tanto, yo apuesto por otro caballo: el crimen ha sido cometido por otra persona. Podemos suponerlo así, y entonces vamos a parar a un importantísimo punto: ¿estaba enterado el verdadero asesino de la disputa que acababa de desarrollarse? ¿Dio lugar esta disputa, de hecho, a que el criminal precipitase el asesinato? ¿Se hace cargo de mi razonamiento? Alguien proyectaba eliminar al capitán Trevelyan y aprovechó la oportunidad, convencido de que todas las sospechas recaerían sobre el joven Jim.
Emily lo consideró desde su propio punto de vista.
—En cuyo caso... —razonó la joven lentamente.
Mr. Rycroft le quitó las palabras de la boca.
—... en cuyo caso —dijo de un modo brusco—, el asesino ha de ser una persona que estuviera en íntima relación con el capitán Trevelyan. Ha de ser alguien que viva en Exhampton. Con toda probabilidad, debía estar en la casa donde tuvo lugar el crimen durante o después de la discusión. Y como ahora no estamos ante el tribunal y podemos sugerir nombres con toda libertad, el del criado Evans baila en nuestra imaginación como el de un individuo que reúne todas esas condiciones. Es un hombre que muy posiblemente pudo haber estado en la casa, donde oiría el supuesto altercado y aprovechado la ocasión. El siguiente punto que hemos de descubrir consiste en saber si Evans se beneficia de algún modo con la muerte de su amo.
—Creo que hereda un pequeño legado —dijo Emily.
—Eso puede o no constituir un motivo suficiente. Debemos averiguar si Evans tenía o no una urgente necesidad de dinero. Tampoco debemos olvidar a Mrs. Evans, porque tengo entendido que ese hombre se había casado recientemente. Si hubiese estudiado criminología, miss Trefusis, se daría cuenta de los curiosos efectos de los embarazos sobre algunas muchachas, especialmente en los distritos rurales. Hay por lo menos cuatro mujeres jóvenes en la región de Broadmoor que, aunque son pacíficas por naturaleza, presentan la curiosa chifladura de creer, durante el período de gestación, que la vida humana tiene muy poca importancia o ninguna para ellas. No, no debemos olvidar a Mrs. Evans en nuestras investigaciones.
—¿Y qué piensa, Mr. Rycroft, de esa sesión de espiritismo?
—Pues que es muy extraña, de lo más extraño que puede verse. Le confieso, señorita, que a mi me impresionó de un modo formidable. Como tal vez habrá oído decir, yo creo en esas cosas psíquicas. Hasta cierto punto, creo también en el espiritismo. Ya he escrito una relación completísima del suceso y la he enviado a la Sociedad de Investigaciones Psíquicas, pues se trata de un caso bien documentado y sorprendente. Cinco personas estaban allí presentes, sin contarme yo, ninguna de las cuales podía tener la menor sospecha de que el capitán Trevelyan estaba siendo asesinado en aquellos momentos.
—¿No cree posible...?
Emily se detuvo. No era tan fácil sugerirle a Mr. Rycroft su idea de que alguna de las seis personas podía estar ya enterada del crimen puesto que él mismo era una de ellas. No es que ella sospechase ni por un instante de que hubiese algún motivo para relacionar a Mr. Rycroft en la tragedia, pero se daba cuenta de que la exposición de aquella teoría podía resultar poco oportuna. Por consiguiente, expuso la cuestión que le interesaba con más rodeos.
—A mí también me ha interesado mucho, Mr. Rycroft. Es, como usted dice, un acontecimiento sorprendente. ¿No creerá que alguno de los presentes, exceptuándole a usted, naturalmente, podría tener facultades psíquicas?
—Mi querida jovencita, ya sé a lo que se refiere, pero yo mismo no soy lo que se dice un médium. No tengo ninguna facultad para ello. Sólo soy un observador profundamente interesado en dichos fenómenos.
—¿Y qué me dice de Mr. Gardfield?
—Es un buen chico —contestó Mr. Rycroft—, pero no sobresale en ningún aspecto.
—Podemos descartarlo, ¿no le parece? —consultó Emily.
—Igual que a un pedrusco de estos que nos rodean, estoy seguro de ello —afirmó el interpelado—. Ese joven viene aquí para hacerle la rosca a una vieja tía, de la cual tiene lo que yo llamaría ciertas «expectativas». Miss Percehouse es una dama muy lista y yo creo que ya sabe lo que valen las atenciones de su sobrino, pero tiene un concepto original del humor, creado por ella misma, que le permite continuar dignamente la comedia.
—Me gustaría visitarla —dijo Emily.
—Sí, no hay inconveniente. Ella será la primera en insistir en que la visite. Curiosidad, mi querida miss Trefusis, nada más que curiosidad.
—Hábleme de las Willett —le rogó Emily.
—Encantadoras —dijo Mr. Rycroft—, totalmente encantadoras. Muy coloniales, desde luego. Un poco desequilibradas en su modo de ser. Tal vez demasiado pródigas en su hospitalidad. Siempre compuestas como para una fiesta palaciega. La hija, miss Violet, es una muchacha encantadora.
—Pues este pueblo es divertidísimo para venir a pasar el invierno —comentó Emily.
—Sí, es muy curioso, ¿verdad? Pues, bien mirado, yo lo encuentro lógico. Los que vivimos en este país soñamos con los climas cálidos, en los que el sol brilla sin cesar y las palmeras se mecen suavemente. A las personas que residen en Australia o en Sudáfrica les encanta la idea de pasar una Navidad a la antigua, rodeadas de nieve y hielo.
«Me gustaría saber cuál de ellas le ha contado ese cuento», se dijo la joven.
Emily pensaba que no era necesario enterrarse en un lugar desierto para pasar unas Navidades a la antigua entre nieve y hielo. Claramente se veía que Mr. Rycroft no encontraba nada sospechosa la extraña elección que las Willett hicieran al buscar su residencia invernal. Pero eso, a juicio de ella, era tal vez muy natural en un hombre aficionado a la ornitología y a la criminología. Era evidente que Sittaford resultaba un lugar de residencia ideal para Mr. Rycroft, quien no podía concebir que aquellos alrededores no convinieran a todo el mundo.
Habían ido descendiendo poco a poco desde el rocoso mirador y ya caminaban acercándose al sendero que conducía al pueblo.
—¿Quién vive en este chalé? —preguntó Emily bruscamente.
—El capitán Wyatt, un pobre inválido. Me temo que lo encuentre algo insociable.
—¿Era amigo del capitán Trevelyan?
—No eran íntimos en todo caso. Trevelyan le hacía una visita de cumplido de vez en cuando. El caso es que Wyatt no estimula a los visitantes. Es un hombre muy arisco.
Emily guardó silencio. Estaba imaginando cómo se las arreglaría para entrar en casa de aquel agrio capitán. No quería dejar abandonado ningún «punto de vista» de los que pudieran presentársele.
De repente, recordó que hasta entonces no se había mencionado el nombre de uno de los que asistieron a la famosa sesión de espiritismo.
—¿Que me dice de Mr. Duke? —preguntó con voz vibrante.
—¿Qué quiere que le diga?
—Pues quién es.
—Bien... —comenzó Mr. Rycroft lentamente—, he ahí una cosa que nadie sabe.
—¡Qué extraordinario! —comentó Emily.
—Bien mirado —replicó Mr. Rycroft—, no lo es tanto como parece. Verá, Duke es un individuo que no tiene nada de misterioso. Yo me figuro que el único misterio que tal vez existe en él es el de su origen social. Bueno, ni siquiera eso, si hemos de ser fieles a la verdad. De todos modos, es un buen tipo —se apresuró a añadir.
Emily permaneció en silencio.
—Éste es mi chalé —indicó Mr. Rycroft deteniendo su marcha—. ¿Me hará el honor de entrar a visitarlo?
—Me complacería muchísimo —dijo Emily.
Y ambos recorrieron el breve sendero de entrada y entraron en el chalé. El interior era encantador y las paredes estaban materialmente forradas de estanterías.
Emily iba de una a otra, leyendo con gran curiosidad los títulos de los libros. Una de las secciones de aquella librería estaba dedicada por completo al ocultismo; otra aparecía dedicada a las modernas novelas de detectives. Pero la inmensa mayoría de las estanterías se habían dedicado a trabajos de criminología y a los más famosos procesos de todo el mundo. Los libros de ornitología ocupaban una sección comparativamente pequeña.
—Estaba pensando en que todo esto es delicioso —comentó Emily—. Siento mucho tener que marcharme ahora. Supongo que mi primo, Mr. Enderby, se habrá levantado ya y estará esperándome. Por otra parte, aún no he desayunado. Le habíamos dicho a Mrs. Curtis que nos preparase el desayuno para las nueve y media, y ahora me doy cuenta de que ya son las diez. Llegaré con un terrible retraso, por culpa de esta conversación tan interesante y de que haya usted sido tan complaciente.
—No exagere. Ya sabe que si hay algo que yo pueda hacer... —tartamudeó Mr. Rycroft, mientras Emily se volvía para obsequiarle con una hechicera mirada—, puede contar conmigo. Seremos colaboradores.
Emily le dio la mano y estrechó la suya de un modo cordial.
—¡Es tan maravilloso —exclamó la joven, usando la frase que en el curso de su corta vida le había resultado tan efectiva— saber que hay alguien en quien pueda una realmente fiarse!
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:53 pm

Capítulo 17
MISS PERCEHOUSE
Cuando Emily regresó a su alojamiento, la esperaban allí su amigo Charles y un buen plato de huevos con beicon.
Mrs. Curtis estaba aún muy excitada por la fuga del presidiario.
—Hace ya dos años desde que se escapó el último —les dijo—, y tardaron tres días enteros en encontrarlo. Estaba ya cerca de Moretonhapstead.
—¿Cree que vendrá hacia aquí? —pregunto Charles.
La sabiduría local descartó esa posibilidad.
—Nunca escogen esta dirección; aquí todo son páramos y sólo pequeños pueblos cuando se acaba el páramo. Seguro que se dirigirá hacia Plymouth, es lo más probable. Pero lo atraparán mucho antes.
—Se podría encontrar un buen escondite entre las rocas al otro lado del peñasco —sugirió Emily.
—Tiene razón, señorita, y es cierto que allí hay un lugar donde ocultarse: la cueva del Duende, como la llaman. Se entra por una abertura tan estrecha situada entre dos rocas que es muy difícil de descubrir, pero luego se ensancha mucho en el interior. Se cuenta que uno de los hombres del rey Carlos se escondió una vez en esa cueva durante quince días, ayudado por la criada de una granja vecina, que le proporcionaba alimentos.
—Tengo que ir a echarle un vistazo a esa curiosa cueva del Duende —dijo Charles.
—Se sorprenderá de lo difícil que es encontrarla, señor. Muchos grupos de excursionistas vienen a visitarla durante el verano y se pasan toda la tarde buscándola sin encontrarla. Pero si es capaz de encontrarla, no se olvide de dejar allí dentro un alfiler, que le trae buena suerte.
—Estaba pensando —comentó Charles en cuanto terminaron el desayuno y después de que Emily y él salieron a dar unos pasos por el minúsculo jardincito de la casa— que debería llegarme a Princetown. Es sorprendente cómo se acumulan las buenas noticias en cuanto uno tiene un poco de suerte. Mira por dónde empecé por lo del premio del concurso futbolístico y, antes de que pueda darme cuenta, tropiezo con la fuga de un presidiario y un asesino. ¡Maravilloso!
—¿Y las fotografías del chalé del comandante Burnaby?
Charles miró hacia el cielo.
—Hum... —murmuró—. Creo que le diré que el tiempo es muy malo. Tengo que aprovecharme de mi raison d'étre en Sittaford tanto como sea posible y ahora se está nublando. Bueno... espero que no te importe, pero acabo de enviar por correo una entrevista contigo.
—¡Ah, muy bien! —exclamó Emily de un modo casi mecánico—. ¿Qué me haces decir en ella?
—¡Bah! Esas cosas trilladas que a la gente le gusta oír en estos casos —contestó Mr. Enderby—: «Nuestro enviado especial nos informa de su conversación con miss Emily Trefusis, novia de Mr. James Pearson, quien ha sido detenido por la policía acusado de la muerte del capitán Trevelyan.» Luego, siguen mis impresiones acerca de ti, una bellísima muchacha de refinada inteligencia.
—Muchas gracias —replicó Emily.
—Soltera —añadió lacónicamente Charles.
—¿Qué quieres decir con eso de soltera?
—Pues que eres soltera.
—Bien, claro que lo soy —confirmó ella—; pero, ¿por qué lo mencionas?
—A las lectoras les gusta siempre enterarse de eso —dijo Charles—. ¡Oh! ¡Me ha quedado una entrevista espléndida! No te puedes figurar las cosas tan conmovedoras que dices en lo de respaldar a tu novio sin importarte lo que el mundo entero tenga contra él.
—¿He dicho yo algo así realmente? —se asombró la joven con un ligero sobresalto.
—¿Te importa mucho? —preguntó Enderby con cierta ansiedad.
—¡Oh, claro que no! —contestó Emily. Y luego añadió con acento burlón—: Disfruta lo que puedas, querido.
Mr. Enderby parecía algo desconcertado.
—No te preocupes —explicó la muchacha—. Eso que acabo de decir es una frase que estaba bordada en mi babero cuando yo era pequeñita, en el babero de los domingos. En el de los días laborables, decía: «No comas demasiado».
—¡Ah, comprendo! En mi artículo también hablo un poco de la carrera naval del capitán Trevelyan, insinuando que acaso se apoderara de algún ídolo misterioso y la posibilidad de que haya sido víctima de la venganza religiosa de algún extraño sacerdote... pero esto sólo se insinúa como ya supondrás.
—Bien, se nota que estabas muy inspirado —comentó Emily.
—¿Y qué has estado haciendo tú? Creo que te has levantado muy temprano, sabe Dios cuándo...
Emily le relató su encuentro con Mr. Rycroft.
De repente se quedó callada y Enderby, al mirar por encima del hombro en la misma dirección que los ojos de ella, advirtió que un sonrosado joven de saludable aspecto, apoyado en el portillo del cercado, hacía unos ruidos discretos para atraer la atención.
—Siento muchísimo —les gritó el joven— tener que venir a importunarlos y lamento infinitamente molestar; pero mi tía se ha empeñado en que viniera y...
Emily y Charles le interrumpieron con un simultáneo «¡Oh!», en un tono tan interrogativo que mostraba que no encontraban muy satisfactoria la explicación.
—Pues sí —contestó el joven—. Para ser franco, les diré que mi tía es insoportable. Cuando ella dice «hazlo», pueden imaginárselo. Naturalmente, me hago cargo de que es muy poco correcto presentarme de visita a una hora tan intempestiva, pero si conociesen a mi tía... y si se prestan a sus deseos, la conocerán en unos pocos minutos.
—¿Su tía es Mrs. Percehouse? —le interrumpió Emily.
—Exactamente —contestó el joven aliviado—. ¿De modo que ya han oído hablar de ella? Seguro que se lo ha contado la vieja Curtis. No sabe tener la lengua quieta, ¿verdad? No es que sea una mala mujer, no lo crean así. Bien, el caso es que mi tía me dijo que quería verlos y que viniera a decírselo inmediatamente. Que les saludase de su parte y que si no les fuera mucha molestia... teniendo en cuenta que es una pobre inválida que no puede salir de casa, de modo que serían el colmo de la amabilidad si... bueno, ya saben lo que eso significa. No necesito decírselo con más detalle. En realidad, es simple curiosidad, ni más ni menos, y si ustedes dicen que tienen jaqueca o que han de escribir unas cartas urgentes, pues no importará mucho y no necesitan molestarse.
—¡Oh, no, estaremos encantados! —replicó Emily—. Ahora mismo iré con usted a visitar a su tía. Mr. Enderby tiene que ir a casa del comandante Burnaby.
—¿De veras? —consultó Charles en voz baja.
—Desde luego —afirmó la joven en tono autoritario.
Y despidiéndose de él con una graciosa inclinación de cabeza, se reunió con su nuevo amigo en el camino.
—Supongo que usted es Mr. Gardfield.
—En efecto. Debería habérselo dicho antes.
—Oh, bueno —replicó ella—. No era muy difícil adivinarlo.
—Es muy amable de su parte venir conmigo —indicó el joven Gardfield—. La mayoría de las muchachas se hubiesen ofendido mucho, pero ya sabe como son las viejas damas.
—¿Usted no reside habitualmente aquí, Mr. Gardfield?
—Puede apostar su vida a que no —contestó Ronnie con gran exaltación—. ¿Ha visto alguna vez un rincón más dejado de la mano de Dios que éste? ¡Ni siquiera hay un mal cine a donde ir! No me extraña que a la gente le entren ganas de asesinar a...
Pero se interrumpió asustado por lo que acababa de decir.
—Perdóneme, lo siento mucho. Soy el hombre más desgraciado del mundo. Siempre se me escapan cosas inoportunas, pero no tenía intención de hacerlo.
—Estoy segura de que así es —replicó Emily con dulzura.
—Ya hemos llegado —dijo Mr. Gardfield.
Mantuvo abierto el portillo del cercado para que la joven entrara y luego la acompañó por un corto sendero que conducía a un chalé que en nada se diferenciaba de los restantes. En la sala que daba al jardín había un sofá y en él descansaba una anciana dama de delgado y arrugado rostro, en el que destacaba la nariz más afilada y aguileña que Emily hubiera visto en su vida, que se incorporó sobre un codo con alguna dificultad.
—Así que me la has traído —le dijo a su sobrino—. Es usted muy amable, querida, por venir a ver a esta pobre vieja. Ya sabe lo que es estar inválida. A una le gustaría meter la cuchara en todo lo que se guisa y, si una no puede acercarse al puchero, hay que componérselas para que el puchero se acerque a una. No crea ahora que sólo son ganas de curiosear; es algo más. Ronnie, aprovecha para pintar los muebles del jardín; allí al fondo, debajo del cobertizo. Puedes pintar dos sillas de mimbre y un banco. Allí encontrarás la pintura ya preparada.
—Perfectamente, tía Caroline.
El obediente sobrino se marchó.
—Siéntese —ofreció miss Percehouse.
Emily lo hizo en la silla que la dama le indicaba. Aunque le parecía extraño, había experimentado inmediatamente un notable afecto y simpatía por aquella vieja inválida de lengua afilada. Incluso sentía como si la uniera a ella algún lazo de parentesco.
«He aquí una persona —pensó la joven— que va directamente al grano, sin desviarse de su propio camino, y domina a todo el que se le pone por delante. Exactamente igual que yo, con la única diferencia de que a mí me ayuda mi buen aspecto, mientras ella ha de conseguirlo todo por la fuerza de su carácter.»
—Tengo entendido que usted es la prometida del sobrino de Trevelyan —empezó diciendo miss Percehouse—. He oído contar todo lo que se refiere a usted y ahora que la conozco en persona, comprendo exactamente lo que se propone. Y le deseo buena suerte.
—Muchas gracias, señora —replicó Emily.
—Me fastidian las niñas bobas —continuó la dama—. A mí me gustan las muchachas resueltas y activas.
Y contempló con viveza a su visitante.
—Supongo que usted me compadecerá al verme acostada sin poder levantarme y caminar por ahí.
—No —dijo Emily pensativamente—; no creo que pueda sentir eso. Supongo que todo el mundo puede sacarle jugo a la vida si tiene la determinación suficiente. Lo que no consiga de un modo, lo conseguirá de otro.
—Ni más ni menos —afirmo Mrs. Percehouse—. Todo es cuestión de saber ver las cosas desde otro ángulo.
—El «punto de vista», como yo lo llamo —observó sonriente la joven.
—A ver, explíqueme esa frase, que me interesa mucho.
Tan claramente como le fue posible, Emily esbozó la teoría que le había servido de meditación de aquella mañana, y cómo la había aplicado al caso que llevaba entre manos.
—No está mal —observó la anciana señora con expresivos gestos de aprobación—. Ahora, querida, vayamos al fondo de la cuestión. Como no soy tonta de nacimiento, ni mucho menos, sé que usted ha venido por este pueblo para sacar todo lo que pueda de los que vivimos aquí y ver si lo que consigue averiguar tiene alguna relación con el asesinato. Bien, pues si quiere saber cualquier detalle acerca de alguno de mis vecinos, puedo contárselo yo.
Emily no perdió ni un segundo. Con la concisión de un hombre de negocios, centró el tema:
—¿El comandante Burnaby?
—Se trata de un típico ex oficial del ejército, retirado, de mente estrecha y muy limitada, y que es bastante envidioso. Demasiado crédulo en cuestiones de dinero. En fin, de esos hombres que invertirían sus ahorros en un negocio fantasma por la sencilla razón de que no ve más allá de sus narices. Le gusta pagar pronto sus deudas y le desagradan las personas que no se limpian los pies en la esterilla.
—¿Y Mr. Rycroft?
—Un hombrecillo muy raro, enormemente egoísta. Está chiflado. Le da por creerse un hombre maravilloso. Supongo que ya le habrá ofrecido su ayuda para resolver el misterio de este crimen utilizando sus profundos conocimientos en criminología.
La joven admitió que ese era el caso.
—¿Y Mr. Duke?
—No sé nada acerca de ese hombre... y eso que debería saberlo. Me parece un tipo de lo más vulgar. Siento como si tuviera que recordarlo, pero no lo consigo. Es extraño. Es como cuando se tiene un nombre en la punta de la lengua y por más esfuerzos que se hacen, no se logra recordar.
—¿Y en cuanto a las Willett?
—¡Ah, las Willett! —exclamó miss Percehouse incorporándose de nuevo sobre un codo, presa de la más viva excitación—. ¡He aquí unas mujeres realmente interesantes! Le diré alguna cosa de ellas, querida. No sé si le será útil o no. Haga el favor de acercarse a mi escritorio y abra ese cajoncito que hay arriba de todo, el de la izquierda... eso es. Ahora tráigame el sobre blanco que verá allí dentro.
Emily se acercó con dicho sobre.
—No digo que sea muy importante, porque probablemente no lo es —comentó la vieja dama—. Todo el mundo miente de un modo u otro, y miss Willett está en su perfecto derecho a hacer lo mismo como todo el mundo.
Mientras hablaba, tomó el sobre e introdujo los dedos en él.
—Se lo contaré con todo detalle. Cuando las Willett se trasladaron a este lugar, con sus elegantes trajes, sus doncellas y sus baúles modernos, la madre y Violet llegaron en el automóvil del viejo Forder, mientras que las criadas y el equipaje lo hacían en el autobús de la estación. La cosa en sí fue un acontecimiento, como puede figurarse, y yo estaba observando su paso desde mi ventana cuando noté que de uno de los baúles se desprendía una etiqueta de colores y caía sobre cierto arriate de mi jardincito.
»Ahora bien, una de las cosas que más me fastidian en este mundo es ver por el suelo trozos de papel o desperdicios de cualquier clase; de modo que envié a Ronnie con el encargo de recogerla, y ya me disponía a tirarla a la papelera cuando vi que era muy bonita y estaba impresa en colores brillantes, por lo que decidí conservarla e incluirla en los libros de recortes que me entretengo en hacer para el hospital infantil. Bueno, pues tal vez no hubiera vuelto a recordarla de no haber sido porque luego, en dos o tres ocasiones, oí mencionar a Mrs. Willett, de un modo francamente intencionado, que su hija Violet no había salido nunca de Sudáfrica y que ella misma no conocía sino aquel país, parte de Inglaterra y de la Riviera francesa.
—¡Ah! ¿Sí? —exclamó Emily.
—Tal como se lo cuento. Ahora mire esto.
Y la anciana señora puso en manos de la joven la etiqueta del baúl. Ésta llevaba una inscripción que decía:
HOTEL HENDLE
MELBOURNE

—Melbourne es una ciudad de Australia —continuó diciendo miss Percehouse—, y no está en Sudáfrica o al menos no estaba allí en los días de mi juventud. No me atrevería a asegurar que mi hallazgo sea muy importante, pero ahí está para lo que valga. Y todavía le diré otra cosa: en varias ocasiones he oído cómo Mrs. Willett llamaba a su hija, y tiene la costumbre de emplear ese grito: «¡Cooee!», que es mucho más típico de Australia que de Sudáfrica. Todo eso me parece bastante sospechoso. ¿Por qué han de ocultar que vienen de Australia, si vienen de allí?
—Ciertamente, es curioso —comentó Emily—. Y también lo es que hayan venido a pasar el invierno a un país como éste.
—Eso salta a la vista —replicó la anciana—. ¿Las ha conocido ya?
—No, señora, pensaba ir a su casa esta misma mañana, sólo que no sé con qué pretexto.
—Yo le proporcionaré una excusa —dijo bruscamente miss Percehouse—. Haga el favor de alcanzarme mi estilográfica, el bloc de papel de carta y un sobre. Muy bien. Ahora, déjeme reflexionar un poco.
Y la ingeniosa dama guardó un instante de silencio. Después, sin previo aviso, su aguda voz estalló en formidables alaridos:
—¡Ronnie, Ronnie, Ronnie...! ¿Se habrá vuelto sordo este chico? ¿Por qué no viene nunca en cuanto se le llama? ¡Ronnie, Ronnie...!
Finalmente, Ronnie se presentó al trote y llevando en la mano derecha una gran brocha de pintor.
—¿Ocurre algo, tía Caroline?
—¿Qué quieres que ocurra? Que te estoy llamando, eso es todo. Dime: ¿te dieron algún pastel especial en el té de ayer por la tarde, cuando estuviste en casa de las Willett?
—¿Pastel especial?
—Sí, hombre, algún pastel o canapés, o alguna cosilla. ¡Qué lento eres, muchacho! ¿Qué te dieron ayer con el té?
—¡Ah, sí! Me dieron un pastel de café que estaba muy rico —dijo por fin Ronnie muy sonrojado—, y también sirvieron canapés de foie-gras...
—Pastel de café... —repitió Mrs. Percehouse—. Ya tengo lo que necesito.
Y empezó a escribir sin perder un segundo.
—Bueno, Ronnie, ya puedes volver con tus pinturas. No te quedes ahí parado con la boca abierta. Ya te extirparon las amígdalas cuando tenías ocho años, de modo que no hay motivo para que no la cierres.
Y concluyó su carta, que decía así:

Mi querida Mrs. Willett:
Me he enterado de que ayer tarde tomaron ustedes el té con un delicioso pastel de café. ¿Sería tan amable de proporcionarme la receta para hacerlo? Tal vez le llame la atención que le pida esto, pero tenga en cuenta que soy una pobre inválida y mi dieta, que admite muy pocas variaciones, me tiene aburrida. Mrs. Trefusis, a quien le presento, se ha prestado a llevarle la presente carta, pues Ronnie está muy ocupado esta mañana. ¿No es espantosa esa noticia de la fuga del presidiario? «Sinceramente suya,
Caroline Percehouse»

Metió la carta en el sobre, lo cerró y escribió sobre él la dirección.
—Aquí tiene, joven. Es muy probable que se encuentre la puerta sitiada por los periodistas. He visto pasar por la carretera un buen número de ellos que subían en el autocar de Forder. Pero no se apure, pregunte por Mrs. Willett y diga que lleva una carta mía, y verá cómo la recibirán en seguida. No necesito recomendarle que abra bien los ojos y que saque todo el partido posible de esta visita. Sé muy bien que usted lo hará de todos modos.
—Es usted muy amable —dijo Emily—, realmente amable.
—Me gusta ayudar a los que saben ayudarse a sí mismos —replicó Mrs. Percehouse—. Dígame una cosa: todavía no me ha preguntado qué pienso acerca de mi sobrino Ronnie y me figuro que estará en su lista, porque también vive en este pueblo. Es un buen chico a su modo, aunque desesperadamente débil. Siento muchísimo tener que decir que casi lo creo capaz de cualquier cosa por dinero. ¡Fíjese, si no, en lo que está haciendo conmigo! El muy tonto es incapaz de ver que yo le querría diez veces más si se rebelase de vez en cuando y me enviara al diablo. Aún queda otra persona en el pueblo de la que no hemos hablado: el capitán Wyatt. Creo que fuma opio, y es muy posible que sea el hombre de peor genio que existe en Inglaterra. ¿Hay algo más que quiera saber?
—No se me ocurre nada más —contestó Emily—. Me parece que lo que me ha contado abarca cuanto yo pudiera desear.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:53 pm

Capítulo 18
EMILY VISITA LA MANSIÓN DE SITTAFORD
Emily salió rápidamente al camino y advirtió que durante aquella mañana el tiempo estaba cambiando. La niebla se espesaba por todos lados.
«Este pueblucho es uno de los peores de Inglaterra para vivir —pensó la joven—. Cuando no nieva, llueve o sopla un viento de mil demonios, llega la niebla. Y si brilla el sol, hace tanto frío, que se quedan insensibles los dedos de las manos y de los pies.»
Estas reflexiones fueron interrumpidas por una ronca voz que sonó casi junto a su oído derecho.
—Dispénseme —dijo el desconocido—, ¿ha visto pasar por aquí a un bull terrier?
Emily, sorprendida, volvió la cabeza. Apoyado en una valla había un hombre alto y seco, de cutis bronceado, ojos inyectados de sangre y cabello grisáceo. Se sostenía con ayuda de una muleta y contemplaba a la joven con enorme interés. Ella no tuvo ninguna dificultad en identificarlo como el capitán Wyatt, el inválido propietario del chalé número 3.
—No, señor, no lo he visto —le contestó Emily.
—Esa maldita perra se me ha escapado —explicó el capitán—. Es un animal muy cariñoso, pero algo loco. Y como pasan tantos automóviles, me temo que...
—Yo no diría que pasen muchos por este camino —indicó la joven.
—Sin embargo, en verano suelen venir por aquí no pocos autocares —explicó Mr. Wyatt en tono áspero—. Es una excursión matutina que sólo cuesta tres chelines y seis peniques desde Exhampton. Suben hasta el faro de Sittaford y, a mitad de camino, después de salir de Exhampton, se paran para tomar un refresco.
—Muy bien, pero como ahora no estamos en verano... —objetó miss Trefusis.
—No obstante, parece como si lo fuera, porque ahora mismo acaba de llegar uno de los autocares. Supongo que vendrá lleno de periodistas que vienen a dar un vistazo a la mansión de Sittaford.
—¿Conocía bien al capitán Trevelyan? —preguntó Emily.
En su opinión, el incidente de la perra no pasaba de ser un mero subterfugio del capitán Wyatt, dictado por su natural curiosidad. La joven se daba perfecta cuenta de que su persona era, en aquel momento, objeto principal de la atención de todo Sittaford; por consiguiente, era de lo más natural que Mr. Wyatt desease conocerla como cualquier otro vecino.
—No le conocía lo que se dice muy bien —contestó el capitán a la pregunta que le acababa de hacer la joven—. Él fue quien me vendió este chalé.
—Vaya —replicó Emily para alentarlo.
—Un verdadero tacaño, eso es lo que era el buen señor —afirmó el capitán Wyatt—. El contrato que firmamos especificaba que él tenía que arreglar la casa a gusto del comprador y, como le pedí que me pintase los marcos de las ventanas, que eran de color chocolate, de un tono limón, se empeñó en que yo pagara la mitad. Alegó que el contrato decía que se entregaría con un color uniforme.
—No le resultaba muy simpático —comentó la muchacha.
—Siempre tenía discusiones con él —dijo Mr. Wyatt—. Aunque lo cierto es que yo siempre me enemisto con todo el mundo —añadió como comentario—. En un pueblo como éste, no hay más remedio que enseñar a los vecinos que le dejen a uno vivir solo y tranquilo, porque si no, se pasan el día llamando a la puerta y dejándose caer por casa de uno a charlar. No me importa ver gente cuando estoy de buen humor, pero cuando a mí me apetezca y no a ellos. No me gustaba que Trevelyan viniese por mi casa dándose aires de señor feudal cada vez que se le antojaba. Ahora ya no habrá por aquí ni un alma que me moleste con sus inconveniencias —añadió con manifiesta satisfacción.
—¡Oh! —exclamó Emily.
—Para eso no hay nada mejor que tener un criado colonial —dijo el capitán—. Comprenden bien lo que son las órdenes. ¡Abdul! —rugió más que gritó.
Un individuo de elevada estatura, tocado con un turbante, salió del chalé y se quedó esperando atentamente.
—Haga el favor de pasar y tomar alguna cosa —indicó Mr. Wyatt a Emily—. De paso, verá mi modesta casa.
—Lo siento mucho —replicó ella—, pero ahora tengo mucha prisa.
—¡Oh, no, qué va a tener usted! —exclamó el capitán.
—Sí, señor. Tengo una cita.
—¡Cualquiera entiende ese modo de vivir que se estila ahora! —comentó el capitán Wyatt—. ¡Siempre alcanzando trenes a todo correr, fijando citas, mirando la hora para cualquier cosa. ¡Todo eso son majaderías! Levántese con el sol, predico yo, coma cuando sienta apetito y no se comprometa jamás a hacer nada en una hora o fecha determinada. ¡Ya le enseñaría yo a vivir bien a la gente si quisiera escucharme!
El resultado de esa exaltada idea de enterrarse a vegetar en tan desesperante lugar no era muy alentador, pensó Emily. Nunca había visto una ruina de hombre comparable al averiado capitán Wyatt y eso le causaba cierta lástima. Sin embargo, considerando que la curiosidad del pobre inválido estaba suficientemente satisfecha por el momento, insistió de nuevo en lo de su cita y pudo proseguir su camino.
La mansión de Sittaford tenía una puerta principal de roble macizo, en la que se destacaba un artístico llamador, una inmensa esterilla de alambre y un limpísimo y abrillantado buzón de latón. Todo aquello denotaba, como Emily no pudo dejar de advertir, un hogar confortable y decoroso. Una limpia y atildada doncella se presentó al sonar el timbre de la puerta.
Emily dedujo en seguida que el demonio del periodismo había pasado por allí antes que ella, pues la doncella se apresuró a decirle en tono distante:
—Mrs. Willett no recibirá a nadie esta mañana.
—Dispense, yo le traigo una carta de miss Percehouse —indicó Emily.
Esto claramente cambió mucho las cosas: el rostro de la doncella expresó cierta indecisión, pero no tardó en cambiar de tono y decir con amabilidad:
—¿Quiere hacer el favor de entrar?
La visitante fue introducida a través de lo que los agentes inmobiliarios llaman «un vestíbulo soberbio» y desde allí a un gran salón. En la chimenea ardía un buen fuego y en el ambiente se percibían trazas de una ocupación femenina de la habitación. Mientras esperaba, Emily contempló unos tulipanes de cristal, una complicada bolsa de labor, un sombrero de muchacha y una muñeca vestida de Pierrot con unas larguísimas piernas; estos objetos aparecían repartidos con cierto abandono por aquella habitación. La joven observó que no había ninguna fotografía.
Terminada su detenida inspección de todo lo que había que ver, Emily se calentaba las manos frente al fuego cuando se abrió la puerta y entró una muchacha de su misma edad o poco menos. Era una chica muy hermosa, según pudo ver miss Trefusis, e iba vestida de un modo elegante y caro, y al mismo tiempo la visitante pensó que jamás había visto a una joven en un estado de aprensión nerviosa tan grande. No obstante, procuraba disimularlo y casi lo conseguía. Miss Willett hacía meritorios esfuerzos para aparentar que estaba tranquila.
—Buenos días —dijo saludando a Emily y estrechándole la mano—. Siento muchísimo que mamá no pueda bajar, pero esta mañana ha decidido quedarse en la cama.
—¡Oh, cuánto lo lamento! Temo haber venido en un momento inoportuno.
—¡No, por supuesto que no! Nuestra cocinera está copiando ahora la receta del pastel. Estamos encantadas de que miss Percehouse se haya interesado por tenerla. ¿Se hospeda usted en su casa?
Emily pensó, sonriendo para sus adentros, que ésta era tal vez la única casa del pueblo cuyos habitantes no se habían enterado aún de quién era ella y de por qué había venido. La mansión de Sittaford tenía, por lo visto, un régimen estricto entre señores y criados: estos últimos podían saber algo acerca de ella, pero se veía claramente que los primeros no.
—No me hospedo exactamente en su casa —contestó—. Estoy en casa de Mrs. Curtis.
—Ya me hago cargo de que el chalé de su amiga es excesivamente pequeño y que ella tiene ya consigo a su sobrino Ronnie, ¿no es así? Supongo que no habrá otra habitación disponible para usted. Miss Percehouse es muy agradable, ¿verdad? Siempre he pensado que tiene mucho carácter, pero no puedo dejar de sentir lástima por ella.
—Sí, es una mujer avasalladora, ¿no le parece? —afirmó Emily con cierta frialdad—; pero hay que reconocer que cualquiera de nosotras tendría la tentación de serlo, sobre todo si los demás no estuvieran por una.
Miss Willett suspiró.
—A mí me cuesta mucho aguantar a los demás —comentó—. Hemos tenido una mañana espantosamente molesta por los periodistas.
—¡Oh! Es muy natural que hayan venido por aquí —replicó Emily— puesto que esta casa era, en realidad, la verdadera residencia del capitán Trevelyan, de ese hombre que ha sido asesinado en Exhampton... ¿no es así?
Mientras iba diciendo esto, trataba de determinar la causa exacta del nerviosismo de Violet Willett. Por lo que se veía claramente, la muchacha estaba apurada. Había algo que la angustiaba, que la tenía aterrorizada de mala manera. Había mencionado el nombre del capitán Trevelyan a propósito. Violet no reaccionó de un modo perceptible, pero tal vez ya esperaba que se hiciera alguna mención.
—Sí, ¿no ha sido espantoso?
—Dígame, ¿no le molesta seguir hablando de este asunto?
—No, no, claro que no... ¿Por qué había de molestarme?
«A esta muchacha le pasa algo muy grave —pensó Emily—. Apenas se da cuenta de lo que dice. ¿Qué será lo que la ha puesto de tal modo esta mañana?»
—Acerca de esa sesión de espiritismo —continuó diciendo miss Trefusis—, he oído contar por casualidad lo ocurrido y, desde el primer momento, me pareció un caso muy interesante, mejor dicho, horrendo.
«Terrores infantiles —pensó Emily—, esa será mi línea de ataque.»
—¡Oh, aquello fue horrible! —comentó Violet—. Aquella tarde... ¡nunca la olvidaré! Nosotros creíamos, como es natural, que era alguien que quería divertirse, aunque era una especie de broma de gusto deplorable.
—¿De veras?
—Jamás olvidaré la escena cuando se encendieron las luces: todos teníamos un aspecto tan extraño. Los únicos que parecían tranquilos eran Mr. Duke y el comandante Burnaby; ambos son hombres impasibles, de esos a quienes no les gusta nunca admitir que están impresionados por algún fenómeno de ese tipo. Sin embargo, ya sabe que el comandante sentía, en realidad, una intensa preocupación. Yo pienso que precisamente él lo creyó más que ningún otro. De momento, pensé que al pobre Rycroft le iba a dar un ataque al corazón o algo peor, a pesar de que debía estar acostumbrado a esa clase de escenas puesto que se dedica a esas investigaciones psíquicas. En cuanto a Ronnie... me refiero a Ronald Gardfield, como ya sabe, tenía el mismo aspecto asustado que si hubiese visto a un fantasma. Bien mirado, acabábamos de tratar con uno. Hasta mamá estaba completamente trastornada, como nunca la había visto yo hasta entonces.
—Debe de haber sido una cosa espantosa —dijo Emily—. Me hubiese gustado estar presente para verlo.
—En realidad, fue horrible. Todos pretendíamos convencernos de que no era más que una diversión. Pero a nadie le pareció divertido. Y entonces fue cuando el comandante Burnaby nos comunicó repentinamente su propósito de encaminarse hacia Exhampton. Entre todos intentamos disuadirlo, diciéndole que podía verse enterrado en la nieve, pero él se marchó. Y allí nos quedamos sentados los demás, después de la partida del comandante, sintiéndonos todos molestos y preocupados. Luego, ayer por la noche... no, fue ayer por la mañana... nos enteramos de la noticia.
—¿Cree que era el espíritu del capitán Trevelyan quien hablaba? —preguntó miss Trefusis con voz temblorosa—. ¿O piensa que se trataba de un caso de clarividencia o telepatía?
—¡Oh, qué se yo! ¡De todos modos, nunca más volveré a reírme de estas cosas.
La doncella entró con un papelito doblado sobre una bandeja y se lo entregó a Violet.
Mientras la sirvienta se retiraba, Violet desdobló el papel, le echo una ojeada y se lo entregó a Emily.
—Aquí tiene —le dijo—. Puede decir que ha llegado a tiempo para conseguir esta receta. El asesinato ha trastornado a todas las criadas. Piensan que es muy peligroso vivir en un lugar tan apartado. Ayer por la tarde, mi madre perdió la paciencia con ellas y las ha despedido a todas. Se marcharán después del almuerzo. Vamos a sustituirlas por dos hombres: un camarero y una especie de mayordomo chófer. Yo creo que así estaremos mucho mejor.
—Las criadas suelen ser muy necias, ¿verdad? —preguntó Emily.
—Ni que al capitán Trevelyan lo hubiesen matado en esta misma casa.
—¿Cómo se les ocurrió venir a vivir aquí? —preguntó miss Trefusis, procurando que sus palabras resultasen cándidas y naturales.
—Pensamos que sería bastante divertido —contestó Violet.
—¿Y no lo han encontrado más bien aburrido?
—¡Nada de eso! A mí me gusta mucho el campo.
Pero sus ojos evitaron encontrarse con los de Emily. Durante un breve instante, miss Willett pareció sentir desconfianza y temor. Se agitó inquietamente en su silla, hasta que miss Trefusis se levantó no de muy buena gana para despedirse.
—Me tengo que marchar ahora mismo —dijo—. Muchas gracias, miss Willett. Deseo que su madre se restablezca.
—En realidad, está completamente bien. Se trata solo de lo de las criadas y de todas estas preocupaciones.
—Es muy natural.
Con cierta habilidad, sin que la otra joven se diese cuenta, Emily se las arregló para esconder sus guantes detrás de una mesita. Violet Willett la acompañó hasta la puerta, donde se despidieron con algunas afectuosas palabras.
La doncella que le franqueara la entrada a Emily cuando ésta llegó, había descorrido la cerradura, pero cuando la joven Willett cerró la puerta tras su visitante, Emily no percibió ningún ruido de que volvían a utilizar la llave. Tras llegar hasta la cerca exterior, miss Trefusis se detuvo y retrocedió lentamente.
Su visita había servido para confirmar más aún las teorías que venia sosteniendo acerca de la mansión de Sittaford. Allí ocurría algo raro. No pensaba que Violet Willett estuviese complicada de un modo directo, a menos que se tratase de una inteligentísima actriz. Pero allí se encerraba algún misterio, y ese misterio tenía que estar relacionado con la tragedia. Debía haber algún lazo de unión entre las Willett y el capitán Trevelyan, y en ese lazo era posible que se encontrase la clave del misterio.
Llegó hasta la puerta, hizo girar con sumo cuidado el pomo y atravesó el umbral. Encontró el vestíbulo desierto. La joven se detuvo un momento, dudando de lo que debía hacer. No le faltaba su excusa: los guantes olvidados intencionadamente en el salón. Permaneció inmóvil, escuchando. Hasta ella no llegaba ningún ruido, excepto un levísimo murmullo de palabras que procedía del piso superior. Con el mayor sigilo posible, Emily se acercó al pie de la escalera y miró hacia arriba. Luego, muy cautelosamente, subió escalón tras escalón. Su atrevimiento era un poco arriesgado. Le hubiera sido difícil pretender que sus guantes se habían trasladado, por iniciativa propia, al piso superior, pero le quemaba el deseo de escuchar algo de la conversación que tenía lugar en la parte alta de la
casa. Los constructores modernos nunca hacen que las puertas encajen bien. Emily pensaba que si uno se acerca hasta la misma puerta, puede enterarse por completo de lo que se dice en el interior de la habitación. La joven subió otro escalón, y otro más... Cada vez se oían más claramente las voces de dos mujeres: Violet y su madre, sin duda alguna.
De repente, la conversación se interrumpió y se oyeron unos pasos rápidos. Emily retrocedió tan de prisa como pudo.
Cuando Violet Willett abrió la puerta de la habitación de su madre y bajó la escalera, se sorprendió al encontrar a su reciente visitante, de pie en el vestíbulo, mirando a un lado y a otro como un perro perdido.
—Mis guantes —explicó—. Debo de haberlos dejado por aquí. He vuelto a buscarlos.
—Supongo que estarán en el salón —dijo Violet.
Ambas entraron en dicha habitación y allí, cómo no, aparecieron los guantes extraviados sobre una mesita cercana a donde Emily se había sentado.
—¡Oh, muchas gracias! —exclamó miss Trefusis—. ¡Qué tonta soy! Siempre me dejo alguna cosa.
—Y con este tiempo, los guantes son muy necesarios —dijo Violet—. Hace muchísimo frío.
De nuevo salieron juntas hasta la puerta del vestíbulo, pero esta vez Emily pudo oír que la llave giraba dentro de la cerradura.
La atrevida joven se alejó por el camino, con no pocas cosas en que pensar, pues antes de abrirse aquella puerta del piso superior, había oído claramente una frase pronunciada por una displicente y quejosa voz de mujer.
—¡Dios mío! —sollozaba aquella voz—. ¡No puedo resistir más! ¿Es que no llegará nunca esta noche?
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:54 pm

Capítulo 19
TEORÍAS
Al llegar Emily al chalé donde se alojaba, se encontró con que su joven amigo estaba ausente. Mrs. Curtis le explicó que había salido con varios jóvenes de su misma edad, y le entregó dos telegramas que se habían recibido para ella. La muchacha los abrió y, después de leerlos, se los guardó en el pequeño bolsillo de su jersey, mientras Mrs. Curtis hacía todo lo posible para intentar enterarse de su contenido.
—Espero que no sean malas noticias —le dijo a la joven.
—¡Oh, no! —contestó Emily.
—Un telegrama siempre me trastorna.
—Tiene razón —asintió miss Trefusis—. Siempre perturba.
Por el momento, Emily no deseaba otra cosa que estar sola. Necesitaba clasificar y ordenar sus propias ideas. Por consiguiente, subió a su dormitorio y, tomando un lápiz y varias hojas de papel, se puso a trabajar siguiendo con un sistema personal. A los veinte minutos de este ejercicio, se vio interrumpida por Mr. Enderby.
—¡Hola, hola, hola! ¡Gracias a Dios que te encuentro! La prensa entera ha seguido tu pista durante toda la mañana, pero no han conseguido encontrarte en ninguna parte. De todos modos, han averiguado por mí que no querías que nadie te molestase. Como puedes ver, no pierdo ocasión de aumentar tu ya enorme fama.
Se dejó caer en la silla, mientras Emily se sentaba en la cama, dejando oír un cloqueo.
—Esos chicos tienen más envidia y picardía de lo que parece, ¿verdad? —dijo el periodista—. Los he estado apartando de cualquier sitio donde pudieran pescar algo. Conozco bien el paño y sé lo que me hago. No conviene decir toda la verdad. Me he pasado la mañana pellizcándome para estar bien despierto. Hablando de otra cosa, ¿has visto qué niebla?
—No creo que me impida ir a Exeter esta tarde, ¿no crees? —contestó Emily.
—¿Quieres ir a Exeter?
—Sí, he de ver allí a Mr. Dacres. Es mi abogado, como ya debes saber, el que se ha encargado de preparar la defensa de Jim. Quiere verme. Y me parece que debo hacer una visita a Jennifer, la tía de Jim, aprovechando mi estancia allí. Después de todo, se llega a Exeter en media hora.
—Eso significa que te parece posible que ella pudiera haber hecho una escapada en tren, golpear en la nuca a su hermano y regresar sin que nadie notase su ausencia.
—Oh, ya sé que suena muy improbable, pero hay que considerar cualquier posibilidad. No es que pretenda acusar a tía Jennifer, nada de eso. Es más probable que el criminal sea Martin Dering. Odio a esos hombres que presumen de que van a ser buenos cuñados y se comportan en público de manera que no les puedes reprochar nada.
—¿Es de esa clase?
—¡Vaya si lo es! Es la persona ideal para convertirse en asesino, siempre recibiendo telegramas de los agentes de apuestas y perdiendo dinero con los caballos. Es una lástima que disponga de una coartada tan buena. Mr. Dacres me lo contó. ¡Una cena literaria y editorial es una cosa muy indiscutible y respetable!
—Una cena literaria... —comento Enderby—. Y eso era el viernes por la noche; y él se llama Martin Dering... Espera que piense un poco. Martin Dering... ¡Caramba, sí! Estoy casi seguro. Estoy muy seguro de que puedo confirmarlo telegrafiando a Carruthers.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Emily.
—Escucha. Ya sabes que yo llegué a Exhampton el viernes por la tarde. Bien, pues ese día tenía que conseguir una información de un compañero mío, otro periodista que se llama Carruthers. Tenía que venir a verme hacia las seis y media de la tarde si le daba tiempo, antes de ir a una cena literaria. Como es un hombre muy persistente, dijo que si no me encontraba que me escribiría a Exhampton. Bueno, pues como no logró encontrarme, me envió una carta.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con nuestro asunto? —dijo la joven.
—No seas tan impaciente, ya estoy llegando al punto crucial. El buen tipo se enrolló bastante cuando me escribió, y después de darme un dato que le había pedido, se extendió en una sustanciosa descripción. Ya sabes: los discursos, las murmuraciones, los nombres de los asistentes, que vio allí a este famoso novelista y a este otro celebrado comediógrafo... Bien, contó que le habían colocado en un sitio pésimo en la mesa: a su derecha quedaba vacío un asiento destinado a Ruby McAmott, esa horrible novelista de bestsellers, y a su izquierda había otro hueco, donde debía haberse sentado Martin Dering, el especialista en temas sexuales; pero él se trasladó junto a un poeta muy conocido en Blackheart, donde intentó pasárselo lo mejor posible. Y ahora, ¿qué me dices?
—¡Charles! ¡Querido amigo! —exclamó la joven con el entusiasmo de su excitación—. ¡Esto es maravilloso! Entonces es evidente que nuestro nombre no estuvo en el banquete.
—Exactamente.
—¿Estás seguro de recordar ese nombre correctamente?
—Estoy seguro. Rompí la carta, ¡qué mala suerte!, pero siempre puedo telegrafiar a Carruthers para estar más seguro. Aunque me consta de un modo absoluto que no me equivoco.
—Como es natural, queda por comprobar lo del editor que estuvo con él —indicó Emily—. Me refiero al que pasó la tarde con Dering. Sin embargo, me parece recordar que ese editor estaba a punto de embarcarse para regresar a América y, si eso es cierto, parece muy sospechoso. Quiero decir que parece como si Mr. Dering hubiese escogido a alguien que no pudiera ser interrogado sin tomarse muchas molestias.
—¿Crees, en realidad, que con estos datos ya lo tenemos? —preguntó Charles Enderby.
—Por lo menos, así lo parece. Creo que lo mejor que se puede hacer es ir directamente a ver al simpático Narracott y contarle, sin omitir detalles, los nuevos hechos. Comprenderás que no podemos ponernos en contacto con un editor americano que a estas horas estará en el Mauritania o en el Berengaria o sabe Dios dónde. Eso es un trabajo para la policía.
—¡Vaya un éxito si resulta ser verdad! ¡Qué noticia! ¡Y sería el único en publicarla! —exclamó el joven periodista—. Si fuera así, me imagino que el Daily Wire no me podrá ofrecer menos de...
Emily interrumpió cruelmente aquellos sueños de fantásticos adelantos.
—No conviene que perdamos la cabeza —dijo ella— y tiremos ya cohetes al aire. Tengo que ir a Exeter. No creo que pueda estar aquí de regreso hasta mañana; pero tengo un trabajo para ti.
—¿Qué clase de trabajo?
La muchacha describió su reciente visita a las Willett y la extraña frase que había podido oír poco antes de dejar aquella casa.
—Hemos de enterarnos como sea de qué es lo que va a pasar esta noche. Hay algo en la atmósfera.
—¡Eso es algo extraordinario!
—¿Verdad que sí? Pero como es natural, puede ser una simple coincidencia. Lo sea o no, observa que quitan de en medio a las criadas. Algo raro va a pasar esta noche y tú debes estar presente y alerta para ver de qué se trata.
—¿Quieres decir que me he de pasar la noche tiritando debajo de una mata del jardín?
—Bien, supongo que no te importa, ¿no es así? Los periodistas hacéis cualquier cosa por una buena causa.
—¿Quién te ha contado eso?
—No viene al caso quien me lo dijo. Sé que es así y basta. Lo harás, ¿verdad?
—Oh, claro —contestó Charles—. No voy a perderme detalle. Si esta noche ocurre algo raro en la mansión de Sittaford, yo me enteraré.
Emily le contó entonces lo de la etiqueta del baúl.
—¡Qué curioso! —contestó Enderby—. Australia es precisamente el lugar donde vive el tercero de los Pearson, ¿no es cierto? El más joven de los tres hermanos. No es que eso signifique nada, pero podría existir alguna relación entre ambos hechos.
—¡Hum! —murmuró Emily—. Creo que eso es todo. ¿Tienes tú algo nuevo que contarme?
—¡Ya lo creo! Se me ocurrió una idea.
—¿Sí?
—El único inconveniente es que no sé si te gustará.
—¿Qué quiere decir eso de «si me gustará»?
—Quiere decir que me gustaría que no te enfadases.
—Espero que no. Me explicaré: estoy dispuesta a escuchar tranquila y atentamente cualquier cosa.
—Bueno, pues el caso es... —empezó el joven Charles mirándola con aire dubitativo—... no pienses que quiero ofenderte con mis palabras ni de ningún otro modo, pero ¿estás segura de que tu muchacho te ha contado toda la verdad?
—¿Quieres decir —replicó Emily— que él cometió el asesinato? Pues no me importa que pienses esto si te gusta más. Ya te dije, cuando empezamos, que esa posibilidad era la solución más natural, pero que debíamos trabajar sobre la base de que él no fue el asesino.
—No me has entendido —dijo Enderby—. Estoy de acuerdo contigo en que no se cargó al viejo. Lo que yo quiero saber es hasta que punto la historia que cuenta es lo que sucedió. Él dijo que se trasladó allí, que tuvo una conversación con el viejo, y que cuando se separó de él lo dejó vivo y sano.
—Así es.
—Bien, pues a mí se me ha ocurrido lo siguiente: ¿no crees posible que llegara allí y lo encontrase ya muerto? En ese caso, bien puede ser que huyera aterrorizado por lo ocurrido y no quiera explicar la verdad.
Charles había expuesto esta teoría con cierto humor, pero se tranquilizó al ver que Emily no se mostraba enojada con él. En lugar de eso, la muchacha frunció el entrecejo y se quedó muy pensativa.
—No puedo negarlo —dijo ella—. Tu teoría es muy posible; no se me había ocurrido a mí antes. Ya sé que Jim no sería capaz de asesinar a nadie, pero bien pudo ser que se aturdiera e inventase esta estúpida mentira; y después de decirla, naturalmente, tuvo que sostenerla. Sí, es muy posible.
—Lo malo, en ese caso, es que tú no puedes ir a verlo y pedirle que te lo cuente ahora, porque me parece que esa gente no le dejaría hablar contigo a solas, ¿verdad?
—Pero puedo enviar a Mr. Dacres bien aleccionado —replicó Emily—. Supongo que se entrevistará con su abogado a solas. Lo peor de Jim es que es terriblemente obstinado y, cuando dice una cosa, la mantiene contra viento y marea.
—Bueno, pues ésa es mi teoría y yo también la mantendré contra viento y marea —dijo Enderby sonriendo.
—Sí. Y te agradezco que me hayas expuesto esa posibilidad, Charles. A mí no se me había ocurrido. Hasta ahora hemos estado buscando a alguien que hubiera entrado en la casa del crimen después de irse Jim, pero ¿y si fuera antes...?
La joven se quedó callada, ensimismada en sus pensamientos. Dos teorías muy diferentes apuntaban en direcciones opuestas. Estaba la sugerida por Mr. Rycroft, en la que la pelea entre Jim y su tío era el punto crucial. Sin embargo, en la segunda teoría no se tenía en cuenta la presencia de Jim. Lo primero que debía hacer, pensó Emily, era visitar al doctor que examinó el cadáver. Si fuera posible que el capitán Trevelyan hubiese sido asesinado, pongamos por caso a las cuatro, se establecería una considerable variación en cuestión de coartadas. Y en segundo lugar, conseguir que Mr. Dacres convenciera firmemente a Jim de la absoluta necesidad de que declarase la verdad en este punto.
La muchacha se levantó de la cama en que estaba sentada.
—Muy bien —dijo—, sería conveniente que te enterases de cómo puedo ir a Exhampton. Ese hombre de la herrería tiene un automóvil, según creo. ¿Quieres hacer el favor de ir a verle y convenirlo con él? Me gustaría salir inmediatamente después del almuerzo. A las tres y diez sale un tren para Exeter. Tendré tiempo de visitar al doctor antes de ir a la estación. ¿Qué hora es?
—Las doce y media —contestó Charles consultando su reloj.
—Entonces, vayamos los dos juntos y concretemos lo del coche —dijo la joven—. Además, hay otra cosa que quiero hacer antes de dejar Sittaford.
—¿De qué se trata?
—Tengo que visitar a Mr. Duke. Es la única persona de Sittaford a quien aún no he visto y era uno de los que se sentaron alrededor del velador en la sesión de espiritismo.
—De acuerdo. Pasaremos por delante de su chalé camino de la herrería.
El chalé de Mr. Duke era la última del grupo. Emily y Charles descorrieron el pasador del portillo y recorrieron el sendero. Entonces ocurrió algo sorprendente: se abrió la puerta de la casa y por ella salió un hombre que no era otro que el inspector Narracott.
Él también pareció sorprendido por el encuentro e incluso algo azorado, o eso le pareció a Emily.
La muchacha abandonó su primera intención.
—Me complace mucho encontrarle, inspector —le dijo al policía—. Hay una o dos cosas de las que quería hablarle, si me lo permite.
—Encantado, miss Trefusis —replicó Narracott al tiempo que sacaba del bolsillo su reloj—. Lamento decirle que tendrá que ser muy breve porque me está esperando un automóvil. He de regresar a Exhampton inmediatamente.
—¡Qué suerte más extraordinaria la mía! —exclamó Emily—. ¿Quiere hacerme un gran favor, inspector?
El inspector contestó con voz cavernosa y forzada que se alegraría de serle útil.
—Podrías ir a casa y traerme mi maleta, Charles —se apresuró a ordenar la joven—. Ya está llena y preparada.
El periodista partió inmediatamente.
—Es una gran sorpresa para mí encontrarla aquí, miss Trefusis —dijo el inspector Narracott.
—Yo le dije au revoir —le advirtió Emily.
—No me di cuenta en aquella ocasión.
—Pues aún tendrá que verme mucho más —replico la muchacha ingenuamente—. Ya sabe, inspector, que ha cometido un gran error. Jim no es el hombre que buscan.
—¿En serio?
—Y aún hay algo más, creo que está usted de acuerdo conmigo en el fondo.
—¿Qué es lo que le hace pensar de ese modo, miss Trefusis?
—¿Qué hacía en el chalé de Mr. Duke? —preguntó a su vez la atrevida joven, en lugar de contestar al inspector.
Narracott se mostró apurado por la contestación que debía dar a aquella pregunta, pero ella se apresuró a añadir:
—Usted duda, inspector; eso es lo que le pasa, que está perplejo. Pensó que había encontrado al hombre que buscaba y, como sus dudas van en aumento y ahora ya no está tan seguro de su acierto, no me extraña que se dedique a continuar sus investigaciones. Muy bien, pues yo voy a decirle una cosa de la que me he enterado y que puede ayudarle en su trabajo. Se la diré a usted camino de Exhampton.
Se oyeron unos pasos en el camino y apareció Ronnie Gardfield. Tenía el aspecto del muchacho que acaba de hacer una travesura, con su aire de culpabilidad y su respiración entrecortada.
—Quería pedirle un favor, miss Trefusis —empezó a decir—, ¿Qué le parece si nos fuésemos de paseo esta tarde? Mientras mi tía duerme la siesta, nosotros podríamos...
—Imposible —replicó Emily—. Me marcho ahora mismo. Voy a Exeter.
—¿Cómo? ¡No es posible! ¿Y para no volver?
—¡Oh, no! —contestó la muchacha—. Mañana me tendrá aquí otra vez.
—¡Ah, eso es estupendo!
Emily sacó algo del bolsillo de su jersey y se lo entregó al atontado joven, diciéndole:
—Déle esto a su tía, ¿me hará el favor? Es una receta para hacer pastel de café. Dígale que llegamos a tiempo porque la cocinera se marcha hoy, al igual que las demás sirvientas. No se olvide de darle este recado porque a ella le interesará.
Un lejano alarido se oyó a través de la niebla.
—¡Ronnie, Ronnie, Ronnie...! —gritaba aquella voz.
—Es mi tía —explicó Ronnie poniéndose nervioso—. Es mejor que vaya.
—Eso mismo pienso yo —afirmó Emily—. Escuche, se ha manchado de pintura verde el carrillo izquierdo —le gritó cuando el joven se alejaba. Ronnie Gardfield desapareció por el portillo de la casa de su tía.
—Aquí viene nuestro joven amigo con mi maleta —dijo Emily—. Vámonos ya, inspector. Se lo contaré todo en el coche.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:55 pm

Capítulo 20
UNA VISITA A TÍA JENNIFER
A las dos y media, el doctor Warren recibió la visita de Emily. Al doctor le gustó inmediatamente aquella atractiva y eficiente muchacha. Sus preguntas eran concretas y terminantes.
—Sí, miss Trefusis, comprendo exactamente lo que quiere decir. Ya comprenderá que, en contra de la creencia popular en muchas novelas, resulta extraordinariamente difícil fijar con exactitud la hora de la muerte de una persona. Yo vi el cadáver a las ocho de la noche, y puedo afirmar rotundamente que el capitán Trevelyan había sido asesinado, por lo menos, dos horas antes. Pero sería muy difícil precisar cuánto pasaba de las dos horas. Si me dijese que le habían matado a las cuatro, yo le replicaría que sería posible, aunque mi opinión particular se incline más bien a fijar una hora posterior. Por otra parte, lo más seguro es que no hubieran transcurrido mucho más de dos horas desde el momento de su muerte. Cuatro horas y media me parece que es el tiempo máximo que se puede fijar.
—Muchas gracias, señor —dijo la joven—. Eso es todo lo que quería saber.
Tomó el tren de las tres y diez en la estación de Exhampton y, al llegar a Exeter, se encaminó directamente al hotel en el que se alojaba Mr. Dacres.
La entrevista entre ambos fue muy fría y carente de emoción. Mr. Dacres conocía a Emily desde que era una niña y había llevado sus asuntos desde que se hizo mayor.
—Emily —dijo el abogado—, debe prepararse para un buen golpe: las cosas para Jim Pearson están mucho peor de lo que podíamos imaginar.
—¿Peor?
—Sí, no sirve de nada andarse por las ramas. Están saliendo a relucir ciertos hechos que contribuyen a presentarle de un modo de lo más desfavorable. Esos hechos son los que impulsan a la policía a achacarle el crimen. Yo no serviría como debo sus intereses si tratase de ocultarle estas cosas.
—Le agradeceré que me lo cuente —rogó Emily.
La voz de la joven era tranquila y calmada. Cualquiera que fuese la emoción interna que hubiera sentido, trataba de no mostrar externamente sus sentimientos. No serían los sentimentalismos los que ayudarían a Jim Pearson, sino el talento. Ella debía guardarse sus emociones personales en lo más recóndito del alma.
—No hay duda —replicó el abogado— de que ese joven se encontraba ante una urgentísima necesidad de dinero. No voy a entrar en el aspecto moral de su situación. Aparentemente, Pearson ya había tomado dinero prestado... para utilizar este eufemismo... de esta firma, digamos que sin conocimiento de sus superiores. El muchacho es demasiado aficionado a especular en la Bolsa y ya en una ocasión anterior, sabiendo que ciertos dividendos le serían abonados en su cuenta antes de que transcurriera una semana, los empleó anticipadamente, usando el dinero de la firma para adquirir ciertas acciones que, por noticias que tenía, estaban a punto de subir. La especulación resultó por completo satisfactoria en aquella ocasión, el dinero distraído fue repuesto y al joven Pearson parece que no dudó de la perfecta honradez de su operación.
»Por lo visto repitió esta operación hace justamente una semana, pero esta vez le ocurrió una cosa imprevista: los libros de la casa donde trabajaba son inspeccionados en ciertas fechas fijadas de antemano, pero, por alguna razón imprevista, una de las revisiones se anticipó y Jim se encontró frente a un desagradable dilema. No desconocía las consecuencias que se derivarían de su acción, y no veía la manera de conseguir la suma de dinero necesario para arreglar la situación de la caja. Admite que hizo varios intentos en diferentes lugares y que todos le fallaron. De modo que, como último recurso, se precipitó a viajar a Devonshire para exponerle el asunto a su tío y persuadirle de que le ayudase, cosa que el capitán Trevelyan rehusó hacer.
«Ahora, mi querida Emily, nos encontramos con que no podremos impedir de ningún modo que estos hechos se hagan públicos. La policía ha desenterrado ya el asunto. ¿Se da cuenta de que eso constituye un verdadero motivo para a cometer el crimen? En el momento en que el capitán Trevelyan estuviera muerto, Pearson podría obtener la cantidad necesaria para solucionar su problema, anticipada por Mr. Kirkwood, salvándose así de un desastre y de un posible proceso criminal.
—¡Oh, qué idiota! —exclamó Emily desalentada.
—Sí que lo es —replicó secamente Mr. Dacres—. Mi opinión es que nuestra única posibilidad consistiría en probar que Jim Pearson no sabía nada acerca de las disposiciones testamentarias de su tío.
Se produjo una larga pausa durante la cual la joven consideró sobre aquella idea. Finalmente, dijo con tranquilidad:
—Me temo que eso es imposible. Los tres hermanos estaban enterados del testamento, tanto Sylvia como Jim y Brian. Con frecuencia lo comentaban y bromeaban sobre el tío ricachón que vivía en Devonshire.
—Oh, vaya —comentó Mr. Dacres—, eso es muy desafortunado.
—Usted no creerá que es culpable, ¿verdad, Mr. Dacres? —preguntó Emily.
—Curiosamente no —contestó el abogado—. En algunos aspectos, Jim Pearson es el joven más transparente que he conocido. No posee, si me permite que se lo diga, Emily, un elevado nivel de honestidad profesional, pero no creo ni por un momento que con su mano golpeara a su tío.
—Bien, eso es una buena señal —dijo la muchacha—. Quisiera que la policía pensase lo mismo.
—Estamos de acuerdo, pero nuestras impresiones e ideas personales no sirven para nada práctico. La acusación en su contra es desgraciadamente importante. No tengo por qué ocultar, querida, que el aspecto del asunto es francamente malo. Le recomendaría a Lorimer como defensor; le llaman «el abogado de los desesperados» —añadió sonriente.
—Hay una cosa que me gustaría saber —dijo Emily—: usted debe de haber visto, como es natural, a Jim, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Necesito que me diga honradamente si usted cree que él ha dicho la verdad en otros detalles —y la muchacha le explicó la idea que Enderby le había sugerido.
El abogado estudió, la cuestión con todo cuidado antes de dar su opinión.
—A mí me da la impresión —dijo Mr. Dacres— de que cuenta la verdad cuando describe la entrevista que tuvo con su tío. Sin embargo, no cabe la menor duda de que el crimen lo perturbó en gran manera, y si dio una vuelta hasta encontrar la ventana, entró por allí y encontró allí el cadáver de su tío... es muy posible que se asustara demasiado para confesar el hecho y hubiera urdido esta otra historia.
—Eso es lo que yo pensé —dijo Emily—. La próxima vez que lo vea, Mr. Dacres, ¿querrá usted presionarle para que le cuente la verdad? Podría representar una tremenda diferencia.
—Lo haré tal como desea. De todos modos —dijo el abogado tras una pausa— pienso que su idea es equivocada. La noticia de la muerte del capitán Trevelyan se extendió por Exhampton hacia las ocho y media de la noche. A esa hora ya había partido el último tren para Exeter, pero Jim Pearson salió en el primero que salía por la mañana. Por cierto, que era lo peor que podía haber hecho, pues así llamó la atención acerca de sus pasos, los cuales, de otro modo, no hubiesen sido advertidos de haberse marchado en un tren que partiera a una hora menos intempestiva. Ahora, si como supone, hubiese descubierto el cadáver de su tío poco después de las cuatro y media, yo creo que se hubiera marchado de Exhampton inmediatamente. Hay un tren que sale algunos minutos después de las seis y otro a las ocho menos cuarto.
—Ahí lo tiene —admitió la joven—. No había pensado en eso.
—Yo le he hecho mil preguntas acerca de cómo entró en casa de su tío —siguió diciendo Mr. Dacres—. Él me ha explicado que el capitán Trevelyan le hizo quitarse las botas y dejarlas junto a la puerta, lo cual explica que no se encontrasen señales húmedas en el vestíbulo.
—¿Y no le dijo nada de que hubiese oído algún ruido... nada de nada... algo que le demostrara que podía haber alguien más en la casa?
—No mencionó nada por el estilo, pero se lo preguntaré.
—Muchas gracias. Si yo le escribo una carta, ¿podría usted llevársela?
—Tenga en cuenta que será leída, como es natural.
—¡Oh, será muy discreta!
La muchacha se dirigió al escritorio y trazó unas breves líneas:

«Queridísimo Jim:
Todo va perfectamente, de modo que alégrate. Estoy trabajando como una negra para aclarar la verdad de lo ocurrido. Vaya idiota que estás hecho.
Te quiere,
Emily»

—Ya está —dijo la joven.
Mr. Dacres la leyó, pero no hizo ningún comentario.
—Me he esmerado todo lo posible —explicó Emily— para que las autoridades de la prisión puedan leerla con toda facilidad. Y ahora tengo que marcharme.
—¿Me permitirá que le ofrezca una taza de té?
—No, muchas gracias, Mr. Dacres. No puedo perder tiempo. Tengo que ir a ver a tía Jennifer, la tía de Jim.
En Los Laureles, informaron a la joven de que Mrs. Gardner había salido, pero que no tardaría en regresar.
Emily dedicó una afectuosa sonrisa a la doncella.
—Entonces entraré y la esperaré.
—¿Quiere ver a la enfermera Davis?
La decidida joven estaba siempre dispuesta a hablar con todo el mundo.
—Sí, por favor —contestó.
Pocos minutos después, la enfermera Davis, muy tiesa y llena de curiosidad, se presentó ante ella.
—¿Cómo está usted? —dijo la visitante—. Yo soy Emily Trefusis, casi sobrina de Mrs. Gardner. Es decir, voy a ser sobrina suya, pero mi novio, Jim Pearson, ha sido detenido, como ya debe saber.
—¡Oh, qué desagradable! —exclamó la enfermera Davis—. Ya nos hemos enterado de todo por los periódicos de esta mañana. ¡Qué terrible asunto! Parece que usted lo soporta de un modo admirable, miss Trefusis, realmente maravilloso.
En la voz de aquella mujer se notaba una ligera nota de desaprobación. En su opinión, las enfermeras de los hospitales podían aguantar bien cualquier adversidad gracias a su gran fortaleza de carácter, pero los demás mortales tenían que desmoralizarse.
—Bien, hay que saber superar los malos tiempos —dijo Emily—. Espero que no se sentirá molesta por ello... quiero decir, que debe de ser embarazoso estar relacionada con una familia en la que se ha cometido un asesinato.
—Es muy desagradable, naturalmente —replicó la enfermera Davis, mostrándose más afable ante aquella prueba de consideración—, pero los deberes que tengo con mi paciente están antes que cualquier cosa.
—Magnífico —comentó miss Trefusis—. Debe de ser una gran tranquilidad para tía Jennifer saber que tiene alguien en quien poder confiar.
—¡Oh, así es! —exclamó la enfermera que añadió con un susurro—: Es usted muy amable. Aunque como es natural, a mí me han ocurrido casos muy curiosos antes de éste. Por ejemplo, en el último caso que atendí...
Emily tuvo que escuchar pacientemente una larga y escandalosa historia en la que figuraban un complicado divorcio y numerosas discusiones acerca de una paternidad dudosa. Después de elogiar a la enfermera Davis por su buen tacto, discreción y savoir faire, miss Trefusis orientó la conversación hacia los Gardner.
—No conozco al marido de tía Jennifer —dijo—. Nunca lo he visto. Se ve que jamás sale de casa ¿no es así?
—¡No, pobre hombre!
—¿Qué le pasa exactamente?
La enfermera Davis emprendió la explicación del tema con una satisfacción profesional.
—Por lo que dice, en realidad, este hombre puede restablecerse en el momento menos pensado —murmuró Emily pensativa.
—Pero se encontraría muy débil —replicó la enfermera.
—Oh, por supuesto. Pero su caso tiene esperanzas, ¿verdad?
La enfermera meneó la cabeza, con un desaliento muy profesional.
—No creo que este caso tenga curación posible.
Emily había anotado en su pequeño cuaderno de notas la cronología de lo que ella llamaba la coartada de tía Jennifer. Luego murmuró intencionadamente:
—¡Qué extraño resulta pensar que tía Jennifer se estaba divirtiendo en el cine mientras asesinaban a su hermano!
—Es muy triste, ¿verdad? —comentó la enfermera Davis—. Naturalmente, ella no lo dice, pero eso debe de haber representado para ella un buen golpe.
Emily empleó su mejor diplomacia para enterarse de lo que quería saber sin hacer preguntas directas.
—¿Y no sintió ninguna sensación extraña o presentimiento de lo que ocurría? —le preguntó a la enfermera—. ¿No fue usted la que se la encontró en el vestíbulo cuando regresaba, y que no pudo por menos de decir que tenía un aspecto extraño en su semblante?
—¡Oh, no! No fui yo. No la vi hasta que nos sentamos juntas a la mesa para cenar y entonces no observé en ella nada extraño. ¡Qué interesante es eso que usted dice!
—Supongo que lo estoy mezclando con alguna otra cosa —dijo Emily.
—Tal vez se trate de una de sus amigas —indicó miss Davis—. Yo regresé a casa un poco tarde. Hasta cierto punto, es culpa mía haber abandonado a mi paciente durante tanto rato, pero él mismo insistió mucho para que saliese.
Mientras decía esto, lanzó una mirada hacia un reloj.
—¡Oh, querida! Ahora recuerdo que me pidió una botella de agua caliente cuando venía hacia aquí. No tengo más remedio que ocuparme de eso. ¿Me dispensa, miss Trefusis?
Emily la disculpó, se acercó a la chimenea y tocó el timbre.
La doncella acudió en seguida, mostrándose un tanto alarmada.
—¿Cómo se llama usted? —le preguntó Emily.
—Beatrice, señorita.
—Pues bien, Beatrice, me parece que no podré esperar hasta que llegue mi tía, mejor dicho, Mrs. Gardner. Quería preguntarle acerca de algunas tiendas en las que ella estuvo el viernes. ¿Sabe si regresó a casa con un gran paquete?
—No, señorita, no la vi entrar.
—Tengo entendido que regresó hacia las seis de la tarde.
—Sí, señorita, así debió ser. Yo no me di cuenta de cuándo entraba, pero hacia las siete de la tarde fui a su dormitorio a dejar allí una botella de agua caliente, y me llevé un gran susto al encontrarla en la oscuridad, echada en la cama. «¡Caramba, señora! —le dije—. Qué susto me ha dado!» Y ella me contestó: «Pues ya hace mucho rato que estoy en casa. Llegué a las seis.» No vi por ninguna parte ese gran paquete del que me habla —explicó Beatrice, haciendo todo lo posible por corresponder a la pregunta de la visitante.
«Es más difícil de lo que parece —pensó Emily—. Cuántas cosas tiene una que inventar; pero he ideado el cuento del presentimiento y luego lo del gran paquete, pero ahora hay que inventar alguna otra cosa si no quiero inspirar sospechas.» Sonrió dulcemente y dijo:
—Muy bien, Beatrice, no tiene importancia.
La doncella se retiró de la habitación y dejó sola a Emily. Esta sacó de su bolso una pequeña guía local de ferrocarriles y la consultó:
«Salida de Exeter, de la estación de Saint David, a las tres y diez», murmuró para sí misma. «¡Llegada a Exhampton a las tres cuarenta y dos! Tuvo tiempo de ir a casa de su hermano y asesinarlo, pero... ¡qué bestial y cuánta sangre fría haría falta!, y además suena tan absurdo... bueno, digamos media hora o cuarenta y cinco minutos. ¿En qué tren pudo regresar? Hay uno a las cuatro y veinticinco, y luego a las seis y diez sale el que mencionó Mr. Dacres, que llega aquí a las siete menos veintitrés. Sí, en realidad, resulta posible. Es una lástima que no se pueda sospechar de la enfermera, porque esta mujer estuvo fuera de casa toda la tarde y nadie sabe adonde fue. Pero no se comete un asesinato sin ningún motivo. Por supuesto que yo no creo en realidad que fuera uno de los habitantes de esta casa el que asesinara al capitán Trevelyan, aunque hasta cierto punto sea consolador saber que pudieron hacerlo. ¡Hola...! Parece que abren la puerta de entrada.»
Se oyó un murmullo de voces en el vestíbulo, tras el cual se abrió la puerta de la sala y entró Jennifer Gardner.
—Soy Emily Trefusis —dijo la joven—. Ya sabe, la prometida de Jim Pearson.
—De modo que usted es Emily —exclamó Mrs. Gardner dándole la mano—. ¡Esto sí que es una sorpresa!
De repente, la joven se sintió muy débil e insignificante; algo así como lo que sentiría una niñita en el momento de hacer alguna travesura. Tía Jennifer era una persona extraordinaria. Todo un personaje con el que, si no estuviera concentrado en una sola persona, habría bastante para dotar a dos o tres.
—¿Ha tomado ya el té, querida? ¿Todavía no? Entonces lo tomaremos aquí. Espere un momento, primero tengo que subir a ver cómo está Robert.
Una extraña expresión se reflejó por un instante en su rostro al mencionar el nombre de su marido. Aquella voz agradable y potente se dulcificó. Fue como si un faro iluminase en plena noche las oscuras olas del mar.
«Lo adora —pensó Emily, que se había quedado sola en la habitación—. Sin embargo, me parece notar algo extraño y amedrentador en tía Jennifer. Me gustaría saber si a tío Robert le gusta verse tan adorado como al parecer lo es.»
Cuando Jennifer Gardner regresó, ya se había quitado el sombrero. Emily admiró la abundante y sedosa cabellera de la dama, peinada hacia atrás.
—¿Quiere que hablemos de lo sucedido, Emily, o prefiere otro tema? Si no quiere hablar de ello, lo comprenderé perfectamente.
—No es muy agradable ese asunto, ¿no le parece?
—Sólo nos queda esperar —replicó Mrs. Gardner— que encuentren pronto al verdadero asesino. ¿Quiere hacer el favor de tocar el timbre, Emily? Pediré que le suban el té a la enfermera. No quiero que nos moleste aquí abajo con su charla. Como odio a esas enfermeras.
—¿Es buena?
—Supongo que sí. Robert dice que lo es en todos los aspectos. La aborrezco con toda mi alma y siempre lo haré; pero Robert afirma que, desde cualquier punto de vista, es la mejor enfermera que hemos tenido.
—Por lo menos tiene muy buen aspecto —dijo Emily.
—Tonterías. ¿Se ha fijado en sus feas y carnosas manos?
La joven observó los largos y blancos dedos de su tía, que en aquel momento manipulaban la jarrita de la leche y las pinzas del azúcar.
Beatrice se presentó, recogió de la mesita una taza de té y un plato y volvió a salir.
—A Robert le ha trastornado mucho todo esto —dijo Mrs. Gardner—. A veces, se excita y cae en estados muy extraños. Supongo que en realidad es parte de su enfermedad.
—Su marido no conocía muy bien al capitán Trevelyan, ¿verdad, señora?
Jennifer Gardner meneó la cabeza.
—Ni le conocía ni se preocupó nunca por él. Si he de ser sincera, yo tampoco puedo pretender que me haya causado mucha pena su muerte. Mi querida Emily, era un hombre cruel y avaro. Le constaba el problema que teníamos: la pobreza. Sabía que si nos prestaba alguna cantidad de dinero en el momento oportuno, Robert podría someterse a un tratamiento especial que hubiera representado una gran diferencia. En fin, lo que le ha pasado lo tenía merecido.
La dama hablaba con voz profunda, que demostraba su odio reconcentrado.
«¡Que mujer tan extraña! —pensó Emily—. Hermosa y terrible, como la heroína de una tragedia griega.»
—Puede que aún no sea demasiado tarde —continuó Mrs. Gardner—. He escrito hoy mismo a los abogados de Exhampton preguntándoles si pueden adelantarme alguna suma de dinero. El tratamiento del que hablo es, en algunos aspectos, lo que podríamos llamar un recurso de curandero, pero ha dado buen resultado en un gran número de casos. ¡Oh, Emily, qué maravilloso sería que Robert pudiese volver a andar!
Su rostro resplandecía iluminado como por una lámpara.
Emily estaba fatigada. El día había sido largo y pesado para ella, no había comido casi nada y se sentía agotada a fuerza de reprimir sus emociones. Le pareció que la habitación se alejaba y volvía a acercarse.
—¿No se encuentra bien, querida?
—Me encuentro perfectamente —balbució Emily. Y con gran sorpresa suya se le saltaron las lágrimas, cosa que le produjo rabia y humillación.
Mrs. Gardner no intentó animarla ni consolarla, cosa que Emily agradeció mucho. Se limitó a permanecer en silencio hasta que las lágrimas de Emily cesaron. Entonces, murmuró con voz comprensiva:
—¡Pobre niña! Es muy desagradable que Jim Pearson haya sido detenido, muy desagradable. Me gustaría que se pudiera hacer algo para arreglar ese asunto.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:56 pm

Capítulo 21
CONVERSACIONES
Abandonado a su propia iniciativa, Charles Enderby no cejó en sus esfuerzos. Para familiarizarse por sí mismo con la clase de vida que se hacía en Sittaford, no tenía más que poner en marcha a Mrs. Curtis del mismo modo que se abre un grifo de agua corriente.
Escuchando, no sin un ligero aturdimiento, aquel chorro de anécdotas, reminiscencias, rumores, suposiciones y detalles minuciosos, se esforzaba con valentía en separar el grano de la paja. Mencionó otro nombre e inmediatamente otro chorro de agua brotó en aquella dirección. Así se enteró de todo lo referente al capitán Wyatt: su temperamento tropical, su típica rudeza, sus disputas con los vecinos y la asombrosa gracia con que en algunas ocasiones trataba a las muchachas bonitas. La vida que llevaba su criado indio, las extrañas horas en que tomaba sus comidas y la dieta exacta que las componían. Oyó describir la biblioteca de Mr. Rycroft, los tónicos que se aplicaba al cabello, su exigente insistencia en cuestiones de limpieza y puntualidad, la extraordinaria curiosidad sobre lo que pudiesen hacer los demás, su reciente venta de unos pocos y antiguos objetos personales a los que tenia en gran aprecio, su inexplicable afición a los pájaros y la obstinada idea de que Mrs. Willett quería conquistarlo. Tampoco quedó detalle que contar acerca de miss Percehouse, de su incansable lengua, del modo como hacía bailar a su sobrino y de los rumores que corrían acerca de la vida alegre que éste llevaba en Londres. Enderby volvió a escuchar la descripción completa de la amistad del comandante Burnaby con el capitán Trevelyan, sus añoranzas del pasado y su gran afición por el ajedrez. Oyó todo lo que se sabía acerca de las Willett, incluyendo la creencia de que miss Violet se había fijado en Ronnie Gardfield, pero que no sentía el menor cariño por él. Conoció el rumor de que dicha joven hacía misteriosas excursiones por el páramo y que había sido vista paseando por allí con un joven. Indudablemente, era ésta la razón, a juicio de Mrs. Curtis, de que aquellas mujeres hubiesen venido a vivir a tan desolado rincón. La madre se había tomado en serio lo de que a su hija le gustaba mucho aquello. Pero ya se sabía lo que pasaba: las muchachas son mucho más ladinas de lo que pueden pensar sus madres. En cuanto a Mr. Duke, resultaba curioso lo poco que se sabía de él. Estaba allí desde hacía poco tiempo y sus actividades parecían dedicadas tan sólo a la horticultura.
Eran las tres y media y, con la cabeza hecha un bombo a causa de la conversación con Mrs. Curtis, el joven Enderby salió para dar un paseo. Tenía la intención de cultivar la amistad con el sobrino de miss Percehouse. Un prudente reconocimiento alrededor del chalé de la anciana señorita, no dio resultado alguno. Pero, por una racha de buena suerte, topó de bruces con el joven a quien buscaba, quien en aquel preciso instante salía desconsolado por la puerta de la mansión de Sittaford. A juzgar por su aspecto, acababan de enviarle a paseo con una seria amonestación.
—Hola —le dijo Charles—, ¿no es ésta la propiedad del capitán Trevelyan?
—Sí que lo es —contesto Ronnie.
—Tenía la esperanza de poder sacar una fotografía de ella esta misma mañana. Es para mi periódico, como se puede figurar —añadió—. Pero este tiempo es desesperante para un fotógrafo.
Ronnie aceptó esa explicación con la mejor buena fe sin pensar que, si la fotografía fuese sólo posible en días de sol brillante, las ilustraciones que aparecen en los periódicos serían muy escasas.
—Debe de ser un trabajo muy interesante el de ustedes —comentó el joven Gardfield.
—Es una vida de perros —replicó Charles, fiel al clásico sistema de no entusiasmarse nunca con el trabajo que a uno le ha tocado en suerte. Después, miró por encima del hombro, hacia la mansión de Sittaford—. Parece una casa un poco sombría.
—Pues no parece la misma desde que las Willett viven en ella —dijo Ronnie—. Estuve en este pueblo el año pasado, aproximadamente por esta época, y puedo asegurarle que con dificultad reconocería usted la casa si la hubiera visto entonces; sin embargo, no sé qué pueden haberle hecho. Tal vez han cambiado los muebles de sitio, supongo yo, o le han puesto almohadones y cosas bonitas por todas partes. Ha sido como una bendición del cielo para mí que se hayan instalado aquí, se lo aseguro.
—Supongo que este rincón de la tierra no puede ser un lugar muy alegre que digamos —comentó Charles.
—¿Alegre, dice usted? Si yo tuviese que vivir aquí dos semanas seguidas, me moriría de asco. Lo que más me llama la atención es cómo se las arregla mi tía para aguantar esta vida como lo hace. Usted no ha visto todavía a sus gatos, ¿verdad? Esta mañana tuve que peinar a uno de ellos, y fíjese cómo me arañó el muy bruto —Se arremangó un brazo y se lo mostró al periodista.
—Tiene usted mala suerte con ellos —dijo este último.
—Seguramente es eso. Dígame, ¿está haciendo alguna investigación por aquí? Si es así, ¿puedo ayudarle? En el caso de que usted sea Sherlock Holmes, yo podría ser su doctor Watson o algo por el estilo.
—¿Puede haber alguna pista en la mansión de Sittaford? —preguntó Charles sin darle importancia—. Quiero decir que el capitán Trevelyan dejaría dentro alguna de sus cosas.
—No lo creo. Mi tía me contó que antes de dejar la casa, sacó y trasladó a Exhampton todos sus cachivaches. Se llevó consigo sus colmillos de elefante, sus dientes de hipopótamo y todos sus rifles y sabe Dios qué.
—Como si hubiera previsto que no iba a volver —comentó Enderby.
—¡Caramba, ésa es una idea! Dígame, ¿cree que se trata de un suicidio?
—Un hombre capaz de golpearse a sí mismo en la nuca con un saco de arena sería un verdadero artista del suicidio —indicó Charles.
—Es verdad, ya pensé que eso no encajaba. Sin embargo, se diría que hubiera tenido un presentimiento —el rostro de Ronnie reflejó su satisfacción general—. Veamos, ¿qué me dice a esto? Suponga que él tuviera enemigos tras él, se entera de que estaban a punto de descubrirlo y entonces se larga a otro sitio y traspasa su covachuela, sea como fuere, a las Willett.
—¡Ya salieron las Willett! Esas mujeres son algo así como un milagro por ellas mismas —dijo el joven periodista.
—Sí, ahí hay algo que no logro descifrar. Es muy raro ese capricho de venirse a vivir a un país como éste. A Violet parece que no le importa, incluso dice que le gusta mucho. No sé qué demonios le pasa hoy a esta muchacha; supongo que será el problema doméstico. No me entra en la cabeza eso de que las amas de casa se molesten tanto por las sirvientas. Si las criadas se ponen insoportables, pues se las despide y asunto concluido.
—Eso es precisamente lo que han hecho, ¿verdad? —preguntó Charles.
—Sí, lo sé; pero el caso es que están la mar de preocupadas y ansiosas por tan nimio motivo. La madre se ha acostado y no deja de lanzar exclamaciones histéricas o algo por el estilo, mientras la hija se arrastra por la casa como una tortuga. Ahora mismo acaba de ponerme lindamente en la puerta.
—¿Sabe si han recibido la visita de la policía?
Ronnie se quedó mirándolo.
—¿La policía? ¿Por qué tenían que venir?
—Bueno, me habré equivocado. Como he visto por aquí esta misma mañana al inspector Narracott.
Ronnie dejó caer su bastón con gran estrépito y se detuvo a recogerlo.
—¿Quién dice que estaba en Sittaford esta mañana? ¿El inspector Narracott?
—Sí.
—¿Es el... es el hombre que se encarga del caso Trevelyan?
—Exactamente.
—¿Y qué hacía en Sittaford? ¿Dónde lo vio usted?
—Supongo que habrá venido a meter sus narices en todo —contestó Enderby—, a conocer la vida que hacía aquí el capitán Trevelyan por ejemplo.
—¿Cree que eso es todo?
—Me imagino que sí.
—¿No pensaría ese hombre que en Sittaford puede haber alguna persona que está implicada en el caso?
—Eso sería muy improbable, ¿no le parece?
—¡Oh, claro! Pero ya sabe como son los de la policía, siempre andan dando palos de ciego. Por lo menos, eso pasa en las novelas de detectives.
—Pues yo creo que, en realidad, son gente inteligente —replicó Charles—. Desde luego que la prensa hace mucho por ayudarles —añadió—. Pero si usted se entretuviera en leer con todo cuidado el desarrollo de un caso, se asombraría del modo como capturan a criminales sin apenas pruebas que los señale.
—Bueno, debe de ser muy interesante saber esas cosas, ¿no es así? Lo cierto es que han tardado muy poco en detener a ese hombre, a Pearson. Parece un asunto bastante claro.
—Claro como el cristal —digo el periodista—. Ha sido una verdadera suerte que no nos haya tocado la china a usted o a mí, ¿eh? Bien, tengo que enviar algunos telegramas. Parece que en este pueblo no están muy acostumbrados a los telegramas. Si usted se gasta más de media corona en un telegrama, lo miran como si se tratase de un loco que se ha escapado del manicomio.
El joven Enderby expidió dos telegramas, compró un paquete de cigarrillos, unos bombones de dudosa apariencia y dos novelitas de cubiertas muy ajadas. Después volvió a su alojamiento, se tumbó en la cama y al poco rato dormía apaciblemente, ignorando que él y sus asuntos, en particular lo que se refería a miss Emily Trefusis, se discutían con acaloramiento en no pocas de las casas que le rodeaban.
Se puede afirmar que en Sittaford sólo había tres temas de conversación: el asesinato, la fuga del presidiario y miss Emily Trefusis y su primo. En efecto, cuatro diferentes conversaciones se sostenían en ese momento y su tema principal era la joven.
La primera de estas conversaciones se mantenía en la mansión de Sittaford, donde Violet Willett y su madre acababan de lavar ellas mismas el servicio del té a causa de la partida de la servidumbre.
—Fue Mrs. Curtis quien me lo contó —decía Violet.
La joven estaba aún pálida y descolorida.
—La charlatanería de esa mujer es casi peor que la peste —replicó su madre.
—Sí, tienes razón. Pues parece ser que la muchacha se hospeda actualmente allí con un primo o pariente suyo. Ella misma mencionó esta mañana que estaba en casa de Mrs. Curtis, pero yo pensé que eso era debido tan sólo a que miss Percehouse no tenía una habitación disponible. Y ahora resulta que esa joven no había visto nunca a esa mujer hasta hoy.
—Es una mujer que me desagrada mucho —dijo Mrs. Willett.
—¿Mrs. Curtis?
—No, no, miss Percehouse. Esa clase de mujeres son siempre peligrosas. Sólo sirven para chismorrear acerca de lo que hacen los demás. ¡Enviarnos aquí a esa chica para pedirnos la receta del pastel de café! Me hubiese gustado haberle puesto un poco de veneno. ¡Así se hubiese acabado de una vez su manía de entrometerse en todo!
—Supongo que debía de haberme dado cuenta... —empezó a decir Violet, pero su madre la interrumpió.
—¿Cómo podías adivinarlo, querida? Y al fin y al cabo, ¿nos ha hecho algún daño?
—¿A qué crees tú que ha venido aquí?
—Supongo que no tenía un propósito definido. Sólo trataba de espiar el terreno. ¿Está segura Mrs. Curtis de que es la prometida de Jim Pearson?
—Tengo entendido que la joven se lo dijo también a Mr. Rycroft. Mrs. Curtis asegura que ella lo sospechó desde el primer momento.
—Bueno entonces el asunto parece bastante lógico. La muchacha no hace más que buscar a ciegas algo que ayude a salvar a su novio.
—Tú no la has visto, mamá —replicó Violet—. Es muy decidida, no va tan a ciegas como tú supones.
—Me gustaría haberla visto —dijo Mrs. Willett—, pero mis nervios estaban destrozados esta mañana. Debe de ser la reacción, supongo yo, a la entrevista que tuve ayer con el inspector de policía.
—Estuviste maravillosa, mamá. Lástima que yo me haya portado de un modo tan tonto, desmayándome de aquella manera... ¡Oh, estoy avergonzada de mí misma por haber dado aquel espectáculo! ¡Y ahí estabas tú, con perfecta calma y tan tranquila, sin pestañear siquiera!
—He tenido un buen aprendizaje —contestó Mrs. Willett con voz seca y dura—. Si tú hubieses pasado por lo que he pasado yo... Pero hablemos de otra cosa, querida, porque espero que nunca tendrás que sufrir tanto, mi niña. Confío en que serás feliz y que ante ti se abrirá una vida de paz y tranquilidad.
Violet meneó la cabeza dubitativa.
—Tengo miedo, tengo mucho miedo...
—¡No digas tonterías! En cuanto a eso de que dieras un espectáculo al desmayarte ayer, nada de eso. No te preocupes más.
—Pero el inspector puede muy bien creer...
—¿Que fue por mencionar a Jim Pearson por lo que te desmayaste? Sí, es muy posible que lo piense. El inspector Narracott no tiene un pelo de tonto. Bien, ¿y qué importa? Sospechará que existe alguna relación, la buscará... y no la encontrará.
—¿Tú crees que no?
—¡Naturalmente que no! ¿Cómo podría encontrarla...? Créeme, querida Violet, eso está más claro que el agua y, hasta cierto punto, acaso tu desmayo haya sido una ocurrencia afortunada. Pensémoslo así de cualquier modo.
La conversación número dos se sostenía en el chalé del comandante Burnaby. Más que conversación era un monólogo, pues todo el peso de ella lo llevaba Mrs. Curtis, quien hacía más de media hora que se estaba despidiendo para marcharse, después de haber recogido la ropa sucia que había en la casa.
—Es igual que mi tía abuela Sarah Belinda, eso es lo que yo le decía a Curtis esta mañana —explicaba la parlanchina mujer con aire triunfal—. Lista como ella sola... y capaz de hacer bailar a todos los hombres a su alrededor.
El comandante Burnaby dejó oír un sordo gruñido.
—Está prometida a un joven y se entretiene con otro —dijo Mrs. Curtis—. Igual que mi tía abuela Sarah Belinda. Y no lo hace por pasar el rato, ni mucho menos. No se trata de una veleidad suya, no. Ya le he dicho que es más lista que el demonio. Y ahora el joven Mr. Garfield... a ése lo atará corto antes de que usted pueda decir esta boca es mía. Nunca he visto a ningún joven tan parecido a un borrego como el pobre Ronnie esta mañana; y ésa es una señal que no falla.
Se interrumpió un momento para respirar.
—Bien, bien —cortó el comandante Burnaby—, no quiero entretenerla más, Mrs. Curtis.
—Mi marido estará esperando su té y no tengo más remedio que marcharme —replicó Mrs. Curtis sin mover un pie hacia la puerta—. Nunca me ha gustado chismorrear. Cada cual a su trabajo, eso es lo que yo digo siempre. Y ya que hablamos de trabajo, ¿qué le parecería, señor, si le hiciese una limpieza general de la casa?
—¡No! —exclamó el comandante Burnaby casi gritando.
—Hace un mes que hicimos la última.
—Pues no. A mí me gusta saber dónde tengo cada cosa y, después de esas limpiezas suyas, no queda nada en su sitio.
Mrs. Curtis lanzó un profundo suspiro. Era una de esas mujeres que se mueren por fregarlo todo y hacer limpieza general.
—Al que le convendría un buen repaso de su casa antes de que llegase la primavera es al capitán Wyatt —observó la buena mujer—. Ese sucio indio que vive con él... ¿qué sabe de limpieza? Me gustaría ver qué me contestaba a esto. Es un mulato asqueroso.
—Pues no hay nada mejor que un criado indio —replico el comandante Burnaby—. Saben muy bien lo que tienen que hacer y nunca hablan.
Si en las ultimas palabras del viejo soldado se encerraba alguna pulla intencionada, a Mrs. Curtis no le alcanzó. Su pensamiento estaba enfrascado en un nuevo tema de conversación.
—Esa chica recibió dos telegramas. ¡Nada menos que dos telegramas le llegaron en media hora! ¡Casi me dio un ataque! Pues ella los leyó tan fría como la nieve. Y después me dijo que se marchaba a Exeter y que no regresaría hasta mañana.
—¿Se llevó con ella a ese muchacho? —pregunto el comandante con un destello de esperanza.
—No, él anda todavía por aquí. Es un caballero de conversación francamente agradable. Los dos hacen una buena pareja.
Un nuevo gruñido se escapó de la garganta del comandante Burnaby.
—Bueno —dijo Mrs. Curtis—, me tendré que marchar ya.
El comandante contuvo hasta la respiración por temor a distraerla de sus buenas intenciones, pero por esta vez Mrs. Curtis estaba dispuesta a seguir sus palabras. La puerta se cerró tras ella.
Con un suspiro de satisfacción, el comandante se sacó una pipa del bolsillo y empezó a estudiar un prospecto de inversiones en cierta mina que estaba redactado en términos tan brillantemente optimistas que hubiesen despertado justificadas sospechas en cualquier cerebro que no fuese el de una viuda o el de un militar retirado.
—Doce por ciento —murmuró el comandante Burnaby—. Eso suena muy bien.
En la puerta del chalé contiguo, el capitán Wyatt le leía la cartilla a Mr. Rycroft.
—Los tipos como usted —le decía— no saben nada del mundo. Usted no ha vivido nunca, usted no sabe lo que es pasar apuros.
Mr. Rycroft no contestaba nada. Era tan difícil no soltarle cuatro verdades al capitán Wyatt, que resultaba más seguro no abrir la boca.
El capitán se apoyaba sobre uno de los brazos de su silla de inválido.
—¿Dónde se ha metido esa perra? —exclamó, añadiendo luego—: ¡Qué muchacha más encantadora!
La asociación de ideas en su cerebro era más natural de lo que aparentaban sus palabras, pero no lo comprendió así Mr. Rycroft, que se le quedó mirando escandalizado.
—¿Qué hace aquí esa muchacha? Eso es algo que me gustaría saber —añadió el capitán Wyatt—. ¡Abdul!
—Sahib —contestó el indio presentándose.
—¿Dónde está Bully? ¿Ya se ha escapado otra vez esta maldita perra?
—Estar en cocina, sahib.
—Bueno, pues no le des de comer —Dejándose caer de espaldas en su silla de inválido, continuó con su segundo tema—. ¿Qué busca esa chica aquí? ¿Con quién ha de hablar en un lugar como éste? Aquí no hay más que carcamales que aburrirían a cualquier muchacha. Esta mañana charlé un rato con ella. Me figuro que se habrá sorprendido al encontrar a un hombre como yo en semejante pueblucho —Se retorció el bigote.
—Es la novia de Jim Pearson —replicó Mr. Rycroft—. Ya sabe, ese hombre que está detenido por el asesinato de Trevelyan.
Wyatt dejó caer al suelo un vaso de whisky que en aquel momento se llevaba a los labios, el cual se hizo añicos con gran estrépito. Inmediatamente, con un rugido, llamó al fiel Abdul y le colmó de maldiciones e insultos por no haber colocado una mesita a la distancia apropiada de su silla. Después, continuó la conversación.
—De modo que es eso. Me parece demasiado buena para un estúpido como ése. Una muchacha así necesita a un hombre de verdad.
—El joven Pearson tiene muy buena planta —objetó Mr. Rycroft.
—¡Buena planta, buena planta...! Una chica como ella no necesita casarse con un maniquí. ¿Qué sabe de la vida ese joven que se pasa el día trabajando en una oficina? ¿Qué experiencia pueden tener de la realidad?
—Tal vez la experiencia de haber sido acusado de asesinato sea suficiente realidad para que le dure algún tiempo —replicó Mr. Rycroft en tono áspero.
—La policía está segura de que fue él, ¿verdad?
—Bastante seguros deben estar o no lo hubieran detenido.
—¡Valientes bergantes están hechos! —exclamó el capitán Wyatt desdeñosamente.
—No tanto —dijo Mr. Rycroft—. El inspector Narracott, con quien hablé esta mañana, me parece un hombre hábil y activo.
—¿Dónde ha visto a ese hombre esta mañana?
—Me visitó en mi casa.
—No sé por qué no me visitó a mí —comentó el capitán Wyatt con tono insultante.
—¡Caramba! Usted no era amigo íntimo de Trevelyan ni nada por el estilo.
—Ignoro qué quiere decir. Trevelyan era un perfecto avaro y así se lo dije en su propia cara. Así ya no pudo venir por mi casa a dárselas de amo. Yo no le hacía reverencias como el resto de las personas que viven aquí. Siempre se estaba metiendo en casa de todos, dejándose caer por casualidad, demasiada casualidad. Si a mí se me antoja no ver a nadie durante una semana o un mes o un año, eso es cosa mía.
—Pues ahora se ha pasado usted una semana sin ver a nadie, ¿verdad? —le preguntó con sorna Mr. Rycroft.
—Claro. ¿Y por qué no? —Y el airado inválido descargó un puñetazo en la mesa que tenía cerca de su sillón de ruedas. Mr. Rycroft se dio cuenta de que, como de costumbre, había tenido el poco tacto de escoger lo peor que podía decir. El capitán, cada vez más enfadado, seguía gritando—: ¿Y por qué demonios no había de hacerlo? ¡Contésteme a eso!
Mr. Rycroft guardó prudente silencio. La cólera del inválido se fue calmando.
—De todos modos —gruñó—, si la policía quiere saber algo acerca de Trevelyan, yo soy el hombre a quien han de consultar. He dado muchas vueltas alrededor del mundo y he aprendido a juzgar. Puedo medir bien a un hombre por lo que vale. ¿De qué les sirve preguntar a una caterva de carcamales y viejas charlatanas? Lo que necesitan es la opinión de un hombre.
Volvió a dar un fuerte puñetazo en la mesa.
—Bien —indicó Rycroft—, supongo que ellos se figuran que ya saben lo que les interesa.
—Le habrán preguntado por mí, ¿no? —dijo el capitán Wyatt—. Sería natural.
—Este.... bueno... pues el caso es que no me acuerdo bien —contestó Mr. Rycroft con cautela.
—¿Y por qué no se acuerda? Todavía no está en edad de chochear.
—Verá, el caso es que yo me sentía... bueno... un poco azorado —replicó Rycroft con su más amable voz.
—¿Azorado? ¿Le da miedo la policía? Pues a mí no me asusta. Déjelos que vengan aquí y verá usted. Es lo que siempre digo: yo les enseñaré lo que les conviene. ¿Sabe que la otra noche le pegué un tiro a un gato desde una distancia de cien yardas?
—¿De veras? —exclamó Rycroft.
La costumbre que tenía el capitán de disparar su revólver sobre gatos reales o imaginarios iba siendo ya algo inaguantable para sus vecinos.
—Bien, estoy cansado —dijo de repente el capitán Wyatt—. ¿Quiere otro vaso antes de irse?
Interpretando debidamente tan franca insinuación, Mr. Rycroft se levantó. Su amigo insistió en que tomase otro vaso con él.
—Valdría usted dos veces más de lo que vale si bebiese un poco más. Un hombre que no disfruta bebiendo no es todo un hombre.
Pero Mr. Rycroft continuó rechazando la oferta. Ya se había tomado un gran vaso de whisky con soda y más fuerte que de costumbre.
—¿Qué clase de té toma usted? —preguntó Wyatt—. No entiendo nada de marcas de té. Le dije a Abdul que me comprase un paquete. Pensé que a esa muchacha le gustaría venir por aquí cualquier día a tomar el té conmigo ¡Malditas chicas guapas! Hay que hacer cualquier cosa por ellas. Y ésta se debe aburrir mortalmente en un pueblucho donde no puede hablar con nadie.
—Hay un joven que viene con ella —dijo Rycroft.
—Los jóvenes de ahora me ponen enfermo —replicó el capitán Wyatt—. ¿Quiere decirme qué hay de bueno en ellos?
Como presentaba ciertas dificultades contestar a esta pregunta a gusto de quien la hacía, Mr. Rycroft renunció a intentarlo siquiera y se despidió. La perra bull terrier le acompañó hasta la cerca, con gran alarma suya.
En el chalé número 4, miss Percehouse hablaba con su sobrino Ronald.
—Si a ti te gusta rondar a una chica que no te hace caso, allá tú, ese es tu problema, Ronnie —decía la anciana—. Me gustaría más que le hicieses la corte a la hija de Willett. Ahí puede haber una oportunidad para ti, aunque me parece bastante difícil.
—¡Oh, te diré, tía...! —protestó el joven.
—La otra cosa que quería decirte es que si viene algún oficial de la policía por Sittaford, quiero que me informes en seguida de su llegada. ¡Quién sabe si no seré capaz de darle informaciones valiosas!
—Perdóname, tía, pero no me enteré de su venida hasta que ya se había marchado.
—Lo cual es muy propio de ti, Ronnie, absolutamente típico.
—Lo siento mucho, tía Caroline.
—Y cuando estés pintando los muebles del jardín, no hay necesidad de que te pintes la cara. No te la mejoras por eso y gastas pintura en balde.
—Lo lamento, tía Caroline.
—Y ahora —dijo miss Percehouse cerrando los ojos— no discutas conmigo. Estoy muy cansada.
Ronnie arrastró los pies por el suelo, demostrando cierta inquietud.
—Bien, ¿qué hay? —le preguntó su tía ásperamente.
—¡Oh, nada! Sólo que...
—¿Qué?
—Bueno, es que estaba pensando si le molestaría que bajase a Exeter mañana.
—¿Para que?
—Pues... porque necesito ver allí a un compañero mío.
—¿Qué clase de compañero?
—¡Oh, un compañero de estudios!
—Cuando un joven desea decir una mentira, debe hacerlo mejor —replicó la anciana.
—¡Caramba, tía! Ya le he dicho... pero...
—Nada de excusas.
—Entonces, ¿le parece bien que vaya? ¿Puedo ir?
—No sé a qué viene eso de preguntarme «¿Puedo ir?», como si fueses un niño. Ya has cumplido los veinticinco.
—Sí, tía, pero lo que quería decirle es que no quiero que...
Miss Percehouse volvió a cerrar los ojos.
—Hace un momento que te he pedido bien claramente que no discutieses más conmigo. Estoy fatigada y deseo descansar. Si el «compañero» que te espera en Exeter lleva faldas y se llama Emily Trefusis, peor para ti. Eso es todo lo que tengo que decirte.
—Escucha, tía...
—Estoy cansada, Ronald, basta ya.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:56 pm

Capítulo 22
AVENTURAS NOCTURNAS DE CHARLES
Al joven Enderby no le gustaba mucho la perspectiva de pasar la noche en blanco. En su opinión, le parecía que aquello sería probablemente una cacería absurda. Emily, a su juicio, tenía el defecto de poseer una imaginación demasiado viva.
Estaba convencido de que su amiga había hecho, con las pocas palabras que pudo captar, una interpretación que se originaba en su propia mente. Lo más probable era que un simple agotamiento hubiera inducido a mistress Willett a suspirar deseando que llegase la noche.
Charles se asomó a la ventana y sintió un escalofrío. La noche era terriblemente fría, cruda y con niebla, la menos propicia para pasarla al raso, dando vueltas por aquellos andurriales y esperando que ocurriera un acontecimiento demasiado incierto y problemático.
A pesar de todo, no quiso ceder a su intenso deseo de quedarse en su confortable habitación. Recordó la fluida y melodiosa voz de Emily, cuando le decía: «Es maravilloso tener a alguien en quien poder confiar de verdad.»
La muchacha había puesto su confianza en él y no la había puesto en vano. ¡Vamos! ¿Iba él a fallarle a aquella hermosa y desamparada joven? ¡Eso nunca!
Además, mientras se ponía una encima de otra todas las piezas de ropa interior que tenía, antes de embutirse en dos jerseys y en su gabán, pensó que tendría que aguantar una escena muy desagradable si Emily, a su regreso, se daba cuenta de que él no había cumplido su promesa.
Probablemente, tendría que escuchar algunas cosas desagradables por parte de ella. No, él no quería correr semejante riesgo. Pero si ocurría algo aquella noche...
Aunque, por otra parte, ¿cuándo y dónde iba a ocurrir? No podía estar al mismo tiempo en todas partes. Lo más probable era que lo que sucediese tuviese lugar dentro de la mansión de Sittaford y nunca se enteraría de nada.
—¡Así son las mujeres! —refunfuñó para sus adentros—. Ella se larga a Exeter y el trabajo sucio me lo deja a mí.
Y una vez más, resonó en sus oídos la voz de Emily cuando la joven expresaba su confianza en él, lo que le hizo avergonzarse de su indecisión.
Terminó de arreglarse hasta conseguir el aspecto de un saco de ropa y salió de la casa con la máxima discreción.
La noche era aún más fría y desagradable de lo que había pensado. ¿Se daría cuenta Emily de lo que iba a sufrir él por complacerla? Esperaba que sí.
Introdujo la mano suavemente en un bolsillo, donde acarició un frasco que se había guardado antes de salir.
—El mejor compañero —murmuró—, sobre todo en una noche como ésta.
Con las debidas precauciones, se introdujo en los terrenos pertenecientes a la mansión de Sittaford. Las Willett no tenían ningún perro, de modo que no era de temer una alarma por ese lado. En la casita del jardinero una luz demostraba que alguien se encontraba en ella. La mansión se encontraba en la oscuridad, salvo por una ventana iluminada del primer piso.
«Las dos mujeres están solas en la casa —pensó Charles—. No tendré que tomar muchas precauciones. Un poco siniestro todo esto.»
Quería suponer que Emily había logrado entender bien aquella frase oída desde lejos: «¿Es que nunca llegará esta noche?» ¿Que significaría, en realidad?
«Me gustaría saber —pensaba el periodista— si esas palabras se referían a una fuga preparada. Bien, sea lo que sea, aquí está el pequeño Charles para verlo.»
Empezó a dar la vuelta a la casa a prudente distancia de ésta. Como esa noche la niebla era espesa, no tenía miedo de que lo descubriesen. Todo lo que observaba parecía normal. Revisó sigilosamente las construcciones auxiliares, pero las halló cerradas con llave.
«Espero que ocurra algo —se dijo Charles mientras el tiempo transcurría lentamente y tomaba un prudente sorbo del frasco que llevaba—. Nunca he sentido un frío tan intenso como el de esta noche. El frío durante la guerra europea, no podía ser peor que éste.»
Echó una mirada a su reloj y se sorprendió al saber que no eran más de las doce menos veinte. Estaba convencido de que debía faltar poco para el amanecer.
Un sonido inesperado le hizo aguzar el oído, al mismo tiempo que le producía cierta excitación. Era el ruido de un cerrojo al ser descorrido con mucho cuidado y procedía de la mansión. Charles se acercó silenciosamente y se ocultó entre los arbustos. Sí, no se habla equivocado, la puertecilla de servicio se abría muy despacio. Una oscura figura apareció en el umbral y atisbó ansiosamente a su alrededor antes de decidirse a salir.
«Mrs. Willett o su hija —se dijo el joven periodista—. Me parece que es la hermosa Violet.»
Después de una espera de un par de minutos, la misteriosa figura bajó al sendero, cerró sigilosamente la puerta tras ella y empezó a alejarse de la casa en dirección al camino que pasaba por delante de la misma. El camino que seguía atravesaba los terrenos posteriores de la mansión, cruzaba una pequeña arboleda y llevaba al páramo.
El sendero quedaba junto al arbusto donde Charles estaba oculto, de modo que el joven pudo reconocer a la misteriosa mujer cuando pasó por su lado. No se había equivocado, era Violet Willett. Llevaba un largo abrigo oscuro y se cubría la cabeza con una boina.
La muchacha proseguía su camino y Charles empezó a seguirla tan silenciosamente como le era posible. No tenía miedo de ser visto, pero tenía que estar alerta contra el peligro de que oyera sus pasos. Deseaba vivamente no alarmar a la joven. Debido a sus precauciones, ella le ganó demasiada delantera. Durante un instante, el periodista temió haber perdido el rastro de la perseguida, pero cuando se lanzaba ansiosamente a través del plantel de árboles, la vio parada pocos pasos delante de él. Allí, en el muro de poca altura que rodeaba el terreno de la mansión, había una puerta que lo franqueaba. Violet Willett estaba de pie junto al portillo, apoyada en él y tratando de ver algo en la oscuridad.
Charles avanzó tanto como le permitió su temor a ser descubierto y esperó allí a ver lo que pasaba. El tiempo transcurría. La muchacha llevaba consigo una pequeña linterna de bolsillo, de la que hacía uso de vez en cuando para consultar la hora en el reloj de pulsera, según pensó el periodista. Después, volvía a apoyarse en el portillo, en la misma actitud de expectante atención. De repente, Charles pudo oír un ligero silbido que se repitió dos veces.
Observó que la joven escuchaba con creciente atención. Se inclinó hacia fuera sobre el portillo y de sus labios brotó la misma señal: un tenue silbido repetido dos veces.
Entonces, con alarmante rapidez, se destacó en la noche la figura de un hombre. A la muchacha se le escapó una sorda exclamación. Retrocedió un paso o dos, el portillo giró hacia dentro sobre sus goznes y el hombre se reunió con ella. Violet le hablaba en voz baja y apresurada. Incapaz de descifrar lo que se decían, Charles avanzó imprudentemente. Una ramita crujió bajó sus pies. El compañero de la joven se volvió instantáneamente.
—¿Qué es eso? —exclamó.
Y pudo vislumbrar la fugitiva silueta de Charles.
—¡Eh, usted, deténgase! ¿Qué hace aquí? —y dando un brinco, se lanzó tras el periodista.
Enderby se volvió y le hizo frente de una manera franca, agarrándolo en cuanto lo tuvo a su alcance. Al momento, ambos luchaban con todas sus fuerzas y rodaban por el suelo sin soltarse.
La pelea no fue muy larga. El contrincante del periodista era mucho más fuerte y de mayor peso que él, y logró levantarse y mantener cautivo a su enemigo.
—Enciende esa linterna, Violet —ordenó—. Vamos a verle la cara a este pajarraco.
La muchacha, que permanecía petrificada por el terror a pocos pasos de distancia, se adelantó y encendió la linterna, obediente.
—Debe ser el joven forastero que vive aquí cerca —dijo Violet—. Es periodista.
—Un periodista, ¿eh? —exclamó el otro—. No me gusta la gente de su ralea. ¿Qué hacía aquí, señor entrometido, husmeando en terreno privado a estas horas de la noche?
La linterna temblaba en las manos de Violet. Por primera vez, Charles pudo ver bien a su antagonista. Durante algunos segundos, se había dejado convencer por la estúpida idea de que el nocturno visitante fuese el presidiario fugado; pero la primera mirada que dirigió a su enemigo disipo sus fantásticas sospechas. Se trataba de un joven que no tendría más de veinticuatro o veinticinco años. Era alto, de muy buen aspecto y resuelto, que no podía ser confundido con el criminal a quien se buscaba.
—Bien, vamos a ver —dijo el amigo de Violet de un modo autoritario—, ¿Cómo se llama?
—Yo soy Charles Enderby —contestó el periodista—, pero usted no me ha dicho todavía su nombre —concluyó.
—¡Qué desfachatez!
Un repentino relámpago de inspiración iluminó la frente de Charles. En más de un caso le había salvado su imaginación. Lo que entonces se le ocurría era bastante atrevido, pero creía que estaba en lo cierto.
—No obstante —dijo con gran tranquilidad—, supongo que puedo adivinar quién es usted.
—¿Eh? ¿Cómo?
Era evidente que su contrincante se había alarmado.
—Creo —indico Charles— que tengo el placer de hablar con Mr. Brian Pearson, de Australia. ¿No es así?
Su pregunta fue seguida de un silencio, un silencio bastante largo. El periodista se dio cuenta de que su posición mejoraba.
—No puedo imaginarme cómo demonios sabe eso —dijo por fin el otro joven—. Pero no se equivoca. Me llamo Brian Pearson.
—Entonces —replicó Charles—, ¿qué le parece si vamos a la casa y aclaramos las cosas?
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:57 pm

Capítulo 23
EN HAZELMOOR
El comandante Burnaby repasaba sus cuentas o, para usar una frase más propia de Dickens, se cuidaba de sus negocios. El comandante era un hombre metódico en extremo. En un libro encuadernado en piel de becerro, llevaba un perfecto registro de las acciones que compraba, de las que vendía, y de las correspondientes pérdidas o ganancias que le dejaba cada operación, normalmente pérdidas, porque, como suele ocurrirles a la mayoría de los militares retirados, al comandante le atraían más los tipos altos de interés que aquellos modestos porcentajes que van asociados con una mayor seguridad.
—Estos pozos de petróleo parecían muy prometedores —murmuraba—. Hubiera dicho que haría una fortuna con ellos. ¡Y han resultado casi tan malos como aquella mina de diamantes! Lo único sólido son las tierras canadienses.
Sus meditaciones fueron interrumpidas por la aparición de la cabeza de Ronnie Gardfield que asomaba por la abierta ventana.
—Hola —dijo el muchacho amistosamente—. Supongo que no vengo a molestarle.
—Si quiere entrar, dé la vuelta hasta la puerta principal —dijo el comandante Burnaby—. Cuidado con las plantas. Me imagino que en este momento las está pisoteando.
Ronnie se retiró con una disculpa y se dirigió hacia la puerta principal.
—Límpiese los pies en la esterilla, hágame el favor —le gritó el comandante.
Éste opinaba que los jóvenes eran demasiado molestos. En realidad, el único muchacho hacia el cual había sentido cierto interés por algún tiempo era el periodista Charles Enderby.
«Ése sí que es un chico simpático —se decía el comandante—. Daba gusto ver su interés cuando le hablaba de la guerra con los boers.»
No sentía la misma simpatía hacia Ronnie Gardfield. En realidad, todo lo que el desgraciado Ronnie hacía o decía enojaba de mala manera al comandante. Sin embargo, la hospitalidad era la hospitalidad.
—¿Quiere beber algo? —preguntó el comandante fiel a esta tradición.
—No, muchas gracias. A decir verdad, sólo he venido aquí para saber si podíamos salir juntos. Necesito ir a Exhampton y me he enterado de que usted ha contratado a Elmer para que le lleve allí.
Burnaby asintió.
—Tengo que ir a ocuparme de las cosas de Trevelyan —explicó—. La policía ha terminado sus investigaciones allí.
—Bien —dijo Ronnie algo incómodo—. El caso es que yo necesito ir hoy a Exhampton y había pensado que podría acompañarle y compartir los gastos por partes iguales, ¿eh? ¿Qué le parece?
—Ciertamente —contestó el comandante—, me gusta la propuesta; pero sería mejor que fuera usted a pie —añadió—. ¡Ejercicio! Ningún joven hace el menor ejercicio hoy en día. Un paseíto de seis millas de ida y otras tantas de vuelta le sentaría muy bien. Si no fuese porque necesito el automóvil para traerme a casa algunas de las cosas de Trevelyan, yo también iría a pie. Nos ablandamos, ésa es la calamidad de los tiempos actuales.
—Oh, bueno —replicó Ronnie—. No creo que me sentara bien esa caminata. Por el contrario, me encanta que nos pongamos de acuerdo. Elmer dice que usted saldrá a las once; ¿es correcto?
—Así es.
—¡Magnífico! Aquí estaré.
Ronnie no hizo honor a su palabra. A pesar de que se había propuesto ser puntual, llegó con diez minutos de retraso y encontró al comandante Burnaby muy incomodado y renegado, poco dispuesto a dejarse aplacar con la primera disculpa.
«¡Qué jaleo arman estos viejos inútiles! —pensó Ronnie—. No tienen ni la menor idea de lo que fastidian a todo el mundo con su manía de la puntualidad; lo quieren todo al minuto exacto y siempre predican el maldito ejercicio para ponerse en forma.»
Su espíritu se distrajo agradablemente durante unos instantes con la idea de lo que sería un matrimonio entre el comandante Burnaby y su tía. ¿Cuál de los dos, reflexionó, le sacaría mayor partido? No dudaba de que siempre sería su tía. Le resultaba muy divertido pensar en cómo palmotearía ella, lanzando agudos gritos para llamar a su lado al comandante.
Ahuyentando estas reflexiones de su mente, procuró entablar una agradable conversación.
—Sittaford se ha convertido en un lugar muy alegre y acogedor, ¿no le parece? Eso se lo debemos a miss Trefusis y al simpático Enderby, y a ese muchacho de Australia. A propósito, ¿cuándo apareció en el pueblo? Parece que haya vivido aquí toda la vida, pero el caso es que nadie sabe de dónde ha llegado. Es una cosa que le preocupa mucho a mi tía.
—Vive con las Willett, en su casa —indicó el comandante agriamente.
—Sí, ya lo sé, pero, ¿por dónde ha venido? Ni siquiera las Willett tienen todavía un aeródromo particular. Mire, yo creo que hay algo muy misterioso en ese joven Pearson. Tiene en los ojos lo que yo llamo «un fulgor tempestuoso». ¡Ya lo creo, unos destellos tormentosos! Me da la impresión de que es el tipo que despachó al pobre Trevelyan.
El comandante no contestó.
—Yo lo veo —continuó diciendo Ronnie— de la siguiente manera: los tipos que emigran a las colonias son, por lo general, malas piezas. Sus parientes no los quieren y, por esa razón, los echan fuera. La cosa está bien clara, ya lo ve usted. El día menos pensado, el mala pieza regresa no muy sobrado de dinero y visita a su rico tío por Navidad; el pariente afortunado no quiere favorecer al sobrino pobretón y el sobrino pobretón le da un buen golpe. Ésta sí que es una buena teoría.
—Explíquesela a la policía —comentó el comandante Burnaby.
—Se me ocurre que eso podría hacerlo usted —replicó Gardfield—. Creo que usted es amigo de Narracott, ¿verdad? Y por cierto, no parece que haya vuelto a meter sus narices en Sittaford, ¿verdad?
—No que yo sepa.
—¿No le ha visitado hoy a usted?
La brevedad de las respuestas del comandante pareció molestar por fin a Ronnie.
—Bueno —dijo con cierta vaguedad—, ¡qué le vamos a hacer! —y se sumergió en un pensativo silencio.
Al llegar a Exhampton, el automóvil los dejó delante de Las Tres Coronas. Ronnie descendió y, después de concertar con el comandante que volverían a encontrarse en aquel mismo sitio a las cuatro y media para el viaje de regreso, partió en dirección a las mejores tiendas que el pueblo ofrecía a los compradores.
El comandante fue primero a visitar al señor Kirkwood. Tras una breve conversación con él, recogió las llaves y salió en dirección a Hazelmoor.
Le había dicho a Evans que le esperase allí a las doce en punto y, al llegar, encontró al fiel criado aguardándole en el umbral de la puerta. Con el rostro un tanto ceñudo, el comandante Burnaby introdujo la llave en la cerradura de la puerta principal y entró en la deshabitada casa, con Evans pisándole los talones. No había entrado en ella desde la noche de la tragedia y, a pesar de su férrea determinación de no demostrar el menor rasgo de debilidad, sintió un ligero escalofrío al atravesar el salón.
Evans y el comandante trabajaron juntos, en amistoso silencio. Cuando alguno de ellos hacía cualquier breve observación, el otro la comprendía en seguida y la atendía sin replicar.
—Este trabajo no es muy agradable, pero no hay más remedio que hacerlo —comentó el comandante Burnaby.
Evans, clasificando calcetines en ordenados montoncitos y contando pijamas, replicó:
—Parece una cosa poco natural, pero, como usted dice muy bien, señor, no tenemos más remedio que hacerlo.
Evans era diestro y eficiente en su trabajo. Todos los objetos fueron debidamente clasificados y dispuestos en ordenados montones. A la una de la tarde se trasladaron a Las Tres Coronas para tomar allí un frugal almuerzo. Regresaron después a la casa y, cuando iba a reanudar su trabajo, el comandante agarró de repente a Evans por el brazo en el momento en que este último cerraba la puerta principal tras de él.
—Chiss... —murmuró, haciéndole una señal para que guardase absoluto silencio—. ¿Oye esos pasos en el piso de arriba? Parece que... sí, es en el dormitorio de Joe.
—¡Dios mío, señor! Así es.
Una especie de terror supersticioso les invadió a ambos durante un instante, pero después, sacudiendo el miedo que le paralizaba y con airado encogimiento de hombros, el comandante se adelantó hacia el pie de la escalera y allí gritó con voz estentórea:
—¿Quién anda ahí? ¡Salga inmediatamente quienquiera que sea!
Ante su intensa sorpresa y disgusto, aunque, preciso es confesarlo, con cierto alivio, Ronnie Gardfield apareció ante ellos en el descansillo superior de la escalera. El joven tenía aspecto de estar muy azorado y su actitud era sumisa.
—¡Hola! —le dijo al comandante—. Le estaba buscando.
—¿Qué quiere decir con eso de «buscándome»?
—Pues que necesitaba avisarle de que no podré reunirme con usted a las cuatro y media. Tengo que irme a Exeter. De modo que no me espere. Alquilaré un automóvil aquí, en Exhampton.
—¿Cómo ha entrado en esta casa? —le preguntó Burnaby.
—La puerta estaba abierta —explicó Ronnie—. Naturalmente, yo pensé que ustedes estaban dentro.
El comandante se volvió hacia Evans severamente:
—¿No la cerró cuando salimos?
—No, señor, yo no tenía la llave.
—¡Qué estúpido soy! —murmuró el viejo soldado.
—Supongo que no se molestará por ello, ¿verdad? —dijo Ronnie—. Como no vi a nadie en la planta baja, subí al piso superior y eché un vistazo por ahí.
—Desde luego, no tiene importancia —replicó el comandante—. Me sorprendió, eso es todo.
—Bien —dijo el joven alegremente—, entonces ya puedo marcharme ahora. Hasta la vista.
El comandante contestó con un gruñido, mientras Ronnie bajaba la escalera.
—Me gustaría —dijo infantilmente al llegar abajo—, si no tiene inconveniente, que me enseñase el... el sitio donde... bueno, donde ocurrió la desgracia.
El comandante, sin moverse, señaló con el pulgar en dirección al salón.
—¡Oh! ¿Podría asomarme a esa habitación?
—Si tanto le interesa... —refunfuñó el comandante.
Ronnie abrió la puerta del salón y, tras una ausencia de algunos minutos, regresó al vestíbulo.
El comandante, entretanto, había subido la escalera. El criado tenía todo el aire de un bulldog al acecho, con los profundos ojillos clavados en Ronnie con una mirada hasta cierto punto maliciosa.
—Estaba pensando —dijo el joven Gardfield— en lo difícil que es limpiar las manchas de sangre. Por más que uno las lave, siempre reaparecen. Oh, por supuesto que el pobre viejo fue golpeado con un saco de arena, ¿no es cierto? ¡Qué tonto soy! Era uno como éste, ¿verdad?
Y se dirigió a recoger un largo y estrecho burlete que estaba tendido en el suelo, junto a una de las puertas. Lo sopesó con aire calculador y lo blandió después en el aire.
—Bonito juguete, ¿verdad? —Y continuó dando mandobles con él en el aire.
Evans lo observaba en silencio.
—Bien —dijo Ronnie, dándose cuenta de que aquel mutismo significaba lo poco que se apreciaban sus habilidades—. Lo mejor será que me marche ya. Me temo que he sido un poco impertinente, ¿eh? —Dirigió la mirada al piso superior—. Me olvidé de que el comandante y el muerto eran tan buenos amigos. Dos tipos muy parecidos, ¿verdad que sí? Bueno, ahora sí que me voy. Dispénseme si he dicho algo que no debiera decir.
Atravesó el vestíbulo y salió a la calle por la puerta principal. Evans permaneció impasible en el vestíbulo, y sólo cuando oyó que el pestillo de la puerta se cerraba tras Mr. Gardfield, se decidió a subir la escalera y reunirse con el comandante Burnaby. Sin el menor comentario, reanudó su trabajo donde antes lo había dejado, se encaminó directamente al otro lado del dormitorio y se arrodilló frente al armario del calzado.
A las tres y media de la tarde, su tarea estaba terminada. Un baúl lleno de trajes y ropa interior le fue adjudicado a Evans, mientras el otro quedó preparado para ser enviado a un orfelinato de marineros. Los papeles y las facturas fueron empaquetados en una gran caja y Evans recibió instrucciones de que se ocupase de almacenar en un guardamuebles los diferentes trofeos deportivos y cabezas disecadas, pues de momento no había sitio para ellos en el chalé del comandante Burnaby. Como Hazelmoor había sido alquilado con muebles, no hubo ningún otro problema.
Cuando todo este trabajo quedó listo, Evans se aclaró nerviosamente la garganta un par de veces y dijo:
—Le pido mil perdones, señor, pero... necesito trabajo como criado de otro caballero, igual que con el capitán.
—Bueno, bueno... puede citarme como referencia a quien quiera, y puede estar seguro de que lo recomendaré bien.
—Dispénseme, señor, no era eso exactamente lo que quería decirle. Rebeca y yo, señor, hemos hablado mucho de este asunto, y habíamos pensado que... usted, señor, tal vez querría hacer una prueba con nosotros.
—¡Oh! Pero... bueno, el caso es que yo me basto para cuidarme solo, como sabe. Esa vieja... nunca me acuerdo de cómo se llama... viene a limpiarla una vez al día y me cocina algunas cosillas. Eso es todo... bueno, más o menos, a lo que puedo llegar.
—No nos importa mucho el dinero, señor —replicó Evans rápidamente—. Como sabe, señor, yo quería mucho al capitán; y... bueno, si yo pudiese seguir ahora al cuidado de usted, señor, igual que le servía a él... bueno, me parecería que nada había cambiado, no se si me entiende, señor.
El comandante se aclaró la garganta y desvió la mirada hacia un rincón.
—Eso le honra mucho, Evans, le doy mi palabra. Yo.... lo pensaré.
Y para escapar con celeridad de aquella escena, salió tan aprisa de la casa que por poco se cayó en la calle al bajar los escalones de la entrada. Evans se quedó mirándolo con una comprensiva sonrisa.
—Se parece al pobre capitán como una gota de agua a otra —murmuró.
Y después, una expresión perpleja se reflejó en su rostro.
—¿Dónde las habrán metido? —murmuró—. Es un poco extraña esta desaparición. Le preguntaré a Rebeca, a ver que piensa ella.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:57 pm

Capítulo 24
EL INSPECTOR NARRACOTT DISCUTE EL CASO
—No estoy completamente satisfecho de este asunto —afirmó Narracott.
El inspector jefe de la policía se le quedó mirando con aire interrogativo.
—No, señor —repitió Narracott—. Ahora no estoy tan satisfecho como antes.
—¿No cree que hayamos detenido al verdadero asesino?
—No estoy satisfecho. Verá, para no citar más que un detalle, todas las cosas señalaban una dirección, pero ahora... ¡ahora es diferente!
—Las pruebas que acusan a Pearson siguen siendo las mismas.
—Sí, señor, de acuerdo; pero, entretanto, han salido a relucir otras evidencias. Ahora tenemos al otro Pearson, Brian. Creímos que no había que buscarlo, al aceptar la declaración de que estaba en Australia. Ahora resulta que todo el tiempo residía en Inglaterra. Según parece, regresó a este país hace dos meses y viajó a bordo del mismo barco que las Willett. Creo que durante la travesía se enamoró de la hija. Sea como fuere, el caso es que, por alguna razón que aún no conocemos, no avisó de su llegada a su familia. Ni su hermana ni su hermano tenían la menor idea de que hubiese regresado a Inglaterra. El jueves de la semana pasada salió del Hotel Ormsby, en la plaza Russell, y se hizo llevar a la estación de Paddington. Desde ese momento hasta el martes por la noche, cuando Enderby se topó con él, rehúsa contarnos absolutamente nada de lo que hizo.
—¿Ya le ha indicado usted la gravedad y las posibles consecuencias de su comportamiento?
—Me contestó que no le importaba un comino. Dijo que él no tenía nada que ver con el asesinato y que a nosotros no nos hacía falta comprobar lo que pudiera haber hecho. Que el modo como empleara su tiempo era cosa suya y no nuestra, y rehusó rotundamente explicar dónde había estado y a qué se había dedicado.
—Es de lo más extraordinario —comentó el jefe.
—Sí, señor, es un caso extraordinario. Como ve, no conseguirá nada hurtándonos los hechos y ese hombre es mucho más apropiado que el otro para ser acusado del crimen. Siempre me ha parecido algo incongruente suponer que James Pearson pudiera ser el que golpeó la nuca del viejo con el saco de arena; y ahora, por decirlo así, creo que eso encaja muy bien con Brian Pearson. Es un muchacho de temperamento apasionado, muy fuerte y corpulento, y que va a beneficiarse de la herencia exactamente en la misma proporción, recuérdelo.
—Sí. Esta mañana vino aquí con Mr. Enderby y me pareció un muchacho muy vivo e ingenioso, muy entero y con perfecto dominio de sí mismo, al menos a juzgar por su actitud. Pero todo esto no le disculpa, señor, no le disculpa de nada.
—Hum... ¿Quiere decir que...?
—Que los hechos no demuestran nada. ¿Por qué no ha dado antes señales de vida? La muerte de su tío se publicó en todos los periódicos del sábado. A su hermano lo detuvieron el lunes. Y él no da señales de vida. Y así seguiría, tal vez, si ese periodista no hubiese tropezado con él en el jardín de la mansión de Sittaford la pasada noche.
—¿Qué estaba haciendo allí? Me refiero a Enderby.
—Ya sabe cómo son los periodistas —dijo Narracott—, siempre están husmeándolo todo. Son hombres misteriosos.
—Son una verdadera molestia —opinó el jefe—. Aunque también tengan a veces su utilidad.
—Me figuro que se metió en esa aventura empujado por su joven amiga —indicó Narracott.
—¿Su joven amiga?
—Sí, miss Emily Trefusis.
—¿Cómo sabía ella lo que iba a pasar?
—Estaba en Sittaford haciendo infinitas investigaciones. Y es lo que se dice una mujer lista y despierta. No se le escapa nada.
—¿Cómo explica sus movimientos el joven Brian Pearson?
—Dice que iba a la mansión de Sittaford para ver a su novia, miss Willett. Ella salió sola de la casa para reunirse con él mientras todo el mundo dormía, porque la muchacha no quería que la madre se enterase. Eso cuentan.
La voz del inspector Narracott expresaba desconfianza. Tras una pausa, siguió diciendo:
—Yo creo que si Enderby no se hubiese tropezado con él, nunca se le habría ocurrido presentarse públicamente. Hubiese regresado a Australia y reclamado su herencia desde allí.
Una tenue sonrisa cruzó por los labios del inspector jefe.
—¡Cuántas maldiciones les habrá echado a esos pestilentes y entrometidos periodistas! —murmuró.
—Pues aún hay algo más que ahora ha salido a relucir —continuó relatando Mr. Narracott—. Los Pearson son tres, como usted recordará, y Sylvia está casada con Martin Dering, el novelista. Pues bien, este último declaró que el día del crimen había comido con un editor americano, pasando luego con él toda la tarde, y que después fue a una cena literaria; y ahora parece ser que no estuvo en aquel banquete.
—¿Quién dice eso?
—También lo dice Enderby.
—Me parece que tendré que entrevistarme con ese periodista —comentó el inspector jefe—. Al parecer es uno de los elementos vitales de esta investigación. Sin duda alguna, el Daily Wire cuenta con algunos brillantes jóvenes entre su personal.
—Bien, pues tal vez no signifique nada o tenga muy poca importancia —continuó diciendo Narracott—. El caso es que el capitán Trevelyan fue asesinado antes de las seis, de modo que no tiene mucha importancia saber a ciencia cierta dónde pasó Dering aquella tarde; pero, ¿por qué ha mentido deliberadamente cuando se le ha preguntado acerca de ello? No me gusta.
—Por supuesto —concedió el inspector jefe—. Parece algo innecesario.
—Le hace a uno pensar que todo lo que ha dicho es falso. Y me hago cargo de que lo que voy a decir es una suposición muy entusiasta, pero bien pudiera ser que Dering saliera desde la estación de Paddington en el tren de las doce, llegara a Exhampton poco después de las cinco, asesinara al viejo, alcanzara el tren de las seis y diez y volviera a su casa antes de la medianoche. Sea como fuere, creo que vale la pena tener en cuenta esta hipótesis. Debemos enterarnos de su posición económica, ver si estaba desesperadamente apurado. En ese caso, cualquier dinero que su mujer heredase y del que él pudiera disponer... y sólo hay que ver la cara de su mujer. Por eso debemos asegurarnos de que la coartada de ese escritor es cierta.
—Todo el caso es extraordinario —comentó el inspector jefe—. De todos modos, yo sigo creyendo que las pruebas que se han acumulado contra Jim Pearson son concluyentes. Ya veo que no está de acuerdo conmigo, tiene el presentimiento de que ha detenido a un inocente, ¿no es así?
—Las pruebas son claras —admitió el inspector Narracott—, circunstanciales y evidentes, y estoy seguro de que cualquier jurado las consideraría suficientes para condenarlo. No obstante, lo que usted dice es bastante cierto: yo no veo a ese joven como un asesino.
—Y su novia se dedica activamente a su caso —dijo el jefe.
—Sí, señor, miss Trefusis es una muchacha única y de las que no se equivocan. ¡Una mujer de verdad, a fe mía! Y está totalmente decidida a librarlo de la acusación. Se ha hecho dueña de ese periodista, Charles Enderby, y lo hace bailar a su antojo como a ella le interesa. En fin, que la joven es mucho mejor de lo que se merece James Pearson. Porque, aparte de su buen aspecto y elegancia, yo no me diría que el novio tenga personalidad suficiente.
—Pero si esa chica es una mandona, será eso lo que le gusta.
—¡Oh, claro! —replicó Narracott—. En cuestión de gustos no hay nada escrito. Bien, de modo que está de acuerdo en que lo mejor que puedo hacer es aclarar esa coartada de Dering sin más dilación.
—Sí, ocúpese inmediatamente. ¿Y qué hay del cuarto interesado en la herencia? Porque hay una cuarta persona beneficiada, ¿no es así?
—Sí, señor, la hermana. Pero todo está correcto. Ya he hecho las correspondientes averiguaciones. Ella estaba en su casa a las seis de la tarde. Voy a ocuparme del asunto de Dering.
Unas cinco horas más tarde, el inspector Narracott estaba de nuevo en el pequeño gabinete de El Rincón. En esta ocasión, encontró en casa a Mr. Dering. La doncella dijo en el primer instante que no consentía que le molestaran cuando estaba escribiendo, pero el inspector sacó una tarjeta suya y le ordenó que se la llevase a su amo sin perder un momento. Mientras estaba esperando, recorría la habitación arriba y abajo, cogía algún pequeño objeto de una mesa o de cualquier mueble, lo miraba sin apenas verlo y volvía a dejarlo en su sitio. La caja de cigarrillos era australiana, de madera barnizada, acaso un regalo de Brian Pearson. También encontró un viejo libro bastante deteriorado que se titulaba Orgullo y prejuicio. Levantó la cubierta y observó que, en una de las esquinas de la misma, había unas palabras garabateadas en una tinta ya casi descolorida que decían: Mary Rycroft. Sin saber porqué el nombre de Rycroft le pareció familiar, pero no pudo recordar dónde lo había oído. Narracott fue interrumpido en aquel instante, pues la puerta se abrió y Martin Dering entró en el gabinete.
El novelista era un hombre de mediana estatura, con una espesa cabellera de color castaño oscuro. Tenía muy buena presencia, aunque un aspecto un tanto macizo, y sus labios eran gruesos y rojos.
El inspector Narracott no se sintió predispuesto en ningún sentido por su apariencia.
—Buenos días, Mr. Dering, siento mucho tener que molestarlo otra vez.
—¡Bah! No se preocupe por eso, inspector. Lo malo es que, en realidad, yo no puedo decirle nada más de lo que ya sabe usted.
—Nosotros habíamos creído entender que su cuñado, el joven Brian Pearson, estaba en Australia. Ahora nos encontramos con que ha vivido en Inglaterra durante los últimos dos meses. Bien podían haberme insinuado algo de eso, creo yo. Su esposa me dijo bien claramente que su hermano estaba en Nueva Gales del Sur.
—¡Brian en Inglaterra! —exclamó Dering, demostrando un asombro que parecía sincero—. Yo puedo asegurarle, inspector, que no tenía la menor noticia de eso, ni tampoco mi esposa.
—¿No se había puesto en comunicación con ustedes de algún modo?
—No, señor, de verdad que no. Sólo sé, y por casualidad, que Sylvia le ha escrito dos veces a Australia durante todo este tiempo.
—Bien, en ese caso, le presento mis excusas, caballero. Pero, como es natural, yo pensé que él se lo habría comunicado a sus parientes y amigos, y estaba un poco molesto con ustedes por habérmelo ocultado.
—Pues, como le acabo de decir, nosotros no sabíamos nada. ¿Quiere un cigarrillo, inspector? Por cierto, creo que han conseguido capturar al presidiario que se fugó.
—Sí, lo detuvimos el martes pasado por la noche. Tuvo la mala suerte de que la niebla se hiciese demasiado espesa. Estaba dando vueltas en un círculo vicioso. Caminó unas veinte millas para ir a parar, después de tanto andar, a un lugar que sólo distaba media milla de Princetown.
—Es extraordinario cómo uno empieza a dar vueltas en la niebla. Suerte tuvo de no haberse escapado el viernes, porque, en ese caso, supongo que el asesinato se le hubiera achacado a él con certeza.
—Es un hombre peligroso. Acostumbraban a llamarle «El terrible Freddy». Está condenado por robo con violencia y asalto. Llevaba una doble vida extraordinaria. Entre la buena sociedad pasaba por ser un hombre rico, educado y respetable. Casi estoy convencido de que el manicomio de Broadmoor es el sitio más indicado para él. De vez en cuando, le acometía una especie de manía criminal y entonces le gustaba desaparecer y relacionarse con lo más bajo del hampa.
—Supongo que no se escapan muchos de Princetown.
—Es una hazaña casi imposible, pero esta fuga estaba extraordinariamente bien planeada y realizada. Todavía no hemos llegado al fondo de este raro asunto.
—Muy bien —dijo Dering, levantándose y echando una mirada a su reloj—. Si no tiene nada más que decirme, inspector... ya sabe que yo soy un hombre bastante atareado.
—¡Oh, es que hay algo más, Mr. Dering! Necesito saber por qué me dijo que había asistido a una cena literaria que se dio en el Hotel Cecil el viernes por la noche.
—Yo... no le comprendo bien, inspector.
—Pues a mí me parece que sí, caballero. Usted no estuvo en esa cena, ¿verdad, Mr. Dering?
Martin Dering dudaba. Sus ojos pasaban alternativamente de la cara del inspector al techo del gabinete, desde allí a la puerta y luego al suelo.
El inspector esperaba tranquilo y sereno.
—Bien —dijo Martin Dering al cabo de un buen rato—, supongamos que no hubiera asistido. ¿Qué demonios le importa eso a usted? ¿Qué va a sacar usted, ni nadie, de lo que yo hice cinco horas después de haber sido asesinado mi tío?
—Usted efectuó cierta afirmación y yo, Mr. Dering, necesito comprobarla punto por punto. Ya hemos podido probar que una buena parte de ella no es cierta. Y ahora me han encargado expresamente que compruebe la veracidad del resto. Usted dijo que había almorzado con un amigo y que después pasó la tarde con él.
—Sí, señor, mi editor norteamericano.
—¿Su nombre?
—Rosenkraun, Edgar Rosenkraun.
—¿Y su dirección?
—Ya no está en Inglaterra. Se marchó el sábado pasado.
—¿A Nueva York?
—Sí, señor.
—Entonces, en este momento debe de estar navegando. ¿En qué barco va?
—Pues, realmente, no puedo acordarme de cuál es.
—¿Sabe, al menos, la compañía? ¿Es de la Cunard o de la White Star?
—No, no lo recuerdo bien.
—Perfectamente —replicó el inspector—. Cablegrafiaremos a su editorial en Nueva York. Ellos lo sabrán.
—¡Era el Gargantúa! —exclamó Dering de muy mala gana.
—Gracias, Mr. Dering. Sabía que lo recordaría si lo intentaba. Prosigamos. En su declaración dijo que, después de almorzar con Mr. Rosenkraun, le dedicó toda la tarde. ¿A qué hora se separó de él?
—Hacia las cinco de la tarde.
—¿Y después?
—Me niego a contestar a eso. No es asunto suyo. Seguro que con lo dicho basta.
El inspector Narracott asintió pensativo. Si Rosenkraun confirmaba la declaración de Dering, caerían por el suelo todas las sospechas contra este último. Cualesquiera que hubiesen sido sus misteriosas actividades aquella noche, no afectarían al caso.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó Dering bastante inquieto.
—Enviaré un telegrama a Mr. Rosenkraun, a bordo del Gargantúa.
—¡Maldita sea! —gritó el novelista—. Me complicará usted con una publicidad indeseable. Mire esto...
Y se fue hacia su escritorio, donde trazó unas pocas líneas sobre un trozo de papel, que enseñó después al inspector.
—Supongo que hará de todos modos lo que se proponía —dijo Dering en áspero tono—, pero al menos puede hacerlo de la forma que a mí me conviene. No es de recibo que molesten a un ciudadano por cualquier cosa.
En el trozo de papel había escrito:

«Rosenkraun. Vapor Gargantúa. Ruego confirme mi declaración de que yo estuve con usted a la hora de almorzar y hasta las cinco de la tarde del viernes catorce. Martin Dering.»

—No me importa que pida que le envíen directamente a su casa la respuesta, pero no pida que se la manden a Scotland Yard o a una comisaría de policía. Usted no sabe cómo son estos americanos. A la menor sospecha de que yo pueda estar mezclado en un asunto criminal, el nuevo contrato que he negociado con ese señor, se lo llevará el viento. Le ruego que trate este asunto en privado, inspector.
—No veo ningún inconveniente en acceder a lo que me pide, Mr. Dering. Yo sólo necesito la verdad. Enviaré este telegrama con la respuesta pagada, indicando que se envíe la respuesta a mis señas particulares de Exeter.
—Muchas gracias, es usted muy amable. No se crea que es tan fácil ganarse la vida con la literatura, inspector. Ya verá como recibe una respuesta afirmativa. Pero le mentí respecto a esa cena literaria, pues el caso es que yo le había contado a mi esposa que asistí a ella y pensé que muy bien podía endosarle a usted el mismo cuento. De otro modo, me hubiese metido por mí mismo en un buen lío.
—Si Mr. Rosenkraun confirma su declaración, amigo Dering, no tendrá nada que temer.
«Un carácter bastante desagradable —pensó el inspector mientras salía de aquella casa—, pero estoy casi seguro de que el editor americano confirmará la verdad de sus palabras.»
Un repentino recuerdo le vino a la memoria al policía mientras esperaba el tren que había de conducirle de nuevo a Devon.
—Rycroft —murmuró—. ¡Naturalmente! Es el nombre de aquel viejecito que vive en uno de los chalés de Sittaford. ¡Qué coincidencia tan curiosa!
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:57 pm

Capítulo 25
EN EL CAFÉ DELLER
Emily Trefusis y Charles Enderby estaban sentados ante una mesita del café de Deller, en Exeter. Eran las tres y media, y a esa hora reinaba allí una relativa paz y quietud. Algunos escasos clientes tomaban con toda tranquilidad una taza de té, pero el restaurante estaba prácticamente desierto.
—Bien —le decía Charles a su compañera—. ¿Qué piensas de él?
Emily frunció el entrecejo antes de contestar.
—Es difícil opinar.
Después de declarar ante la policía, Brian Pearson había almorzado con ellos. Se mostró extremadamente educado con Emily, demasiado educado en su opinión.
Para la astuta joven, esto era poco natural. Al fin y al cabo, aquel muchacho mantenía un romance clandestino y un extraño se entrometía en sus asuntos.
Pero Brian Pearson se lo había tomado con la resignación de un cordero, pues había aceptado la sugerencia que Charles le hizo de alquilar un automóvil e ir juntos a ver a la policía.
¿Cómo se explicaba semejante actitud de dócil aquiescencia? A Emily le parecía completamente opuesta a la naturaleza de Brian Pearson, a juzgar por su carácter.
Estaba segura de que la verdadera actitud se hubiese resumido mejor en una frase como, por ejemplo: «¡Primero iremos juntos al infierno!»
Tanta mansedumbre le resultaba sospechosa. Y la joven intentaba convencer de sus ideas a Enderby.
—Ya te comprendo —decía Charles—. Nuestro simpático Brian oculta alguna cosa y por eso no puede dejarse llevar de su carácter.
—Eso es exactamente.
—¿Crees posible que él haya matado al viejo Trevelyan?
—Brian —contestó Emily pensativamente— es... bueno, una persona de la que se puede esperar cualquier cosa. Tal vez poco escrupuloso, me parece a mí. Y cuando se le antoja algo, creo que es de aquellos que no tienen inconveniente en apartarse de las normas sociales. En resumen, no es un tipo inglés.
—Dejando aparte toda clase de consideraciones personales, me parece un muchacho más despierto que Jim —contestó Enderby.
Emily asintió.
—Mucho más. Es capaz de llevar a feliz término cualquier proeza, pues nunca perdería la cabeza.
—Sinceramente, Emily, ¿le crees culpable del crimen?
—Yo no sé, lo dudo. Reúne las condiciones. Es la única persona que las reúne todas.
—¿Qué entiendes tú por reunir todas las condiciones?
—Muy sencillo. Primero: motivo. —Contó con los dedos mientras enumeraba sus razonamientos—: tiene el mismo que Jim, o sea, las veinte mil libras de la herencia. Segundo: oportunidad; nadie sabe dónde se encontraba el viernes por la tarde y, si hubiese estado en algún sitio que se pudiera mencionar... bueno, seguro que ya lo hubiera dicho, ¿no te parece? De modo que podemos deducir de su actitud que, en realidad, la tarde del crimen andaba por las inmediaciones de Hazelmoor.
—La policía no ha encontrado a nadie que lo viese en Exhampton —señaló Charles—, y es una persona bastante notable.
Emily meneó la cabeza desdeñosamente.
—No estaba en Exhampton. ¿No te das cuenta, Charles, de que si él hubiese cometido el asesinato lo tendría ya planeado de antemano? Sólo a ese pobre inocente de Jim se le ocurre presentarse con su cara de bobo y permanecer aquí. No muy lejos de Exhampton está Sittaford, y también Chagford, y asimismo Exeter. Bien pudo ir a pie desde Sydord. Hay una carretera de primer orden, de ésas que no se obstruyen con la nieve. Para él no sería sino un agradable paseíto.
—Me parece que tendremos que hacer algunas averiguaciones por los alrededores.
—Ya las está haciendo la policía —replicó Emily—, y ellos las harán bastante mejor que nosotros. Todos los hechos públicos los averigua mejor la policía que un particular. Los investigadores privados se deben dedicar a detalles reservados o personales como, por ejemplo, a escuchar lo que dice Mrs. Curtis y las insinuaciones de miss Percehouse, y vigilar los movimientos de las Willett; ahí es donde les ganamos.
—O no, como muy bien puede ocurrir —comentó Charles.
—Continuaremos enumerando las condiciones que, a mi juicio, reúne Brian Pearson —dijo Emily—. Ya hemos mencionado dos: motivo y oportunidad, y vamos ahora con la tercera, una condición que, en cierto modo, me parece la más importante de todas.
—¿Cuál es?
—Desde el principio, nos hemos dado cuenta de que no podía descartarse del caso esa extraña sesión de velador que tuvo lugar en la mansión de Sittaford. Por mi parte, yo he hecho toda clase de intentos para considerarla desde el punto de vista más lógico y claro que sea posible. Y he llegado a la conclusión de que sólo admite tres soluciones. Primera: que fuese un fenómeno sobrenatural; desde luego, no puede rechazarse por completo que lo sea, aunque personalmente descarto esta hipótesis. Segunda: que fuera algo intencionado. Alguien movió la mesa a propósito, pero como no podemos encontrar una razón para ello, también podemos rechazar esta solución. Tercera: que se tratara de un hecho accidental. Alguien movía la mesita sin querer hacerlo, es decir, contra su voluntad. Un caso inconsciente de autorevelación. Si es así, alguna de aquellas seis personas sabía con certeza que el capitán iba a ser asesinado a cierta hora de la tarde o que alguien tendría con él una entrevista de la que pudiera resultar una escena violenta. Ninguna de aquellas seis personas pudo haber sido el verdadero asesino, pero una de ellas estaba en combinación con el criminal. No hay ningún relación entre el comandante Burnaby con algún otro, y lo mismo puede decirse de Mr. Rycroft o de Ronald Gardfield. Pero, si pensamos en las Willett, la cosa cambia. Existe una relación personal entre Violet y Brian Pearson. Esos dos jóvenes son amigos muy íntimos y la muchacha estaba sobre ascuas después del asesinato.
—¿Crees tú que ella estaba enterada? —preguntó Charles.
—Ella o su madre, la una o la otra.
—Hay una persona a la que no has mencionado —indicó Charles—: Mr. Duke.
—Ya lo sé —replico Emily—. Es muy extraño, pero no sabemos absolutamente nada acerca de este caballero. Dos veces he intentado visitarlo y en ambas he fracasado. En apariencia, no existe ninguna relación entre él y el capitán Trevelyan, o entre él y alguno de los parientes del asesinado. No hay el menor indicio para incluirlo entre los sospechosos, se mire como se quiera, y sin embargo...
—¿Qué? —insistió el periodista al ver que su amiga se callaba.
—Y sin embargo, recordarás que nos encontramos al inspector Narracott cuando salía del chalé de Mr. Duke. ¿Qué sabe el inspector acerca de ese hombre que no sepamos nosotros? Me gustaría saberlo.
—¿Crees que...?
—Supongamos que Duke es un individuo sospechoso y que la policía lo considera así. Supongamos que el capitán Trevelyan hubiese descubierto algo que se refiriera a Duke. Como recordarás, al capitán se interesaba mucho por todo lo que se refería a sus arrendatarios, por lo que podemos también suponer que pensara acudir a la policía a contarles lo que sabía. Y Duke concierta entonces con un cómplice el asesinato de su presunto delator. Bueno, ya sé que todo esto suena muy melodramático, puesto de esta forma, pero, no obstante, después de todo, algo por el estilo puede haber ocurrido.
—Ciertamente, es una idea —comentó Charles con lentitud.
Y ambos permanecieron silenciosos, cada uno de ellos sumergido en sus propias reflexiones.
De repente, Emily dijo:
—¿Conoces esa extraña sensación que a veces te invade cuando una persona te está mirando, sin haberte dado cuenta antes de su presencia? Pues ahora a mí me ocurre una cosa así: siento como si los ojos de alguien me estuvieran quemando en la espalda. ¿Es pura imaginación o es que en realidad alguien me mira en este momento?
Charles movió su silla una o dos pulgadas y miró alrededor suyo con aire de indiferencia.
—Hay una mujer sentada ante una de las mesas que están junto a la ventana —explicó—. Es alta, morena y elegante. Te está mirando fijamente.
—¿Joven?
—No, no muy joven. ¡Hola!
—¿Qué pasa?
—Veo a Ronnie Gardfield. Acaba de entrar y está estrechando la mano de esa señora. Ahora se sienta con ella a la mesa. Me parece que la dama le está diciendo algo que se refiere a nosotros.
Emily abrió su bolso. De un modo bastante ostensivo se empolvó la nariz y ajustó el espejito de bolsillo en un ángulo conveniente.
—Es tía Jennifer —dijo en voz baja—. Ahora se levantan.
—Parece que se van —replicó el periodista—. ¿Quieres hablar con ella?
—No —contestó Emily—, creo que será mucho mejor para mí fingir que no la he visto.
—Después de todo —dijo Charles—, ¿por qué no puede conocer la tía Jennifer a Ronnie Gardfield e invitarlo a tomar el té?
—¿Y por qué lo habría de invitar? —preguntó Emily.
—¿Y por qué no?
—¡Oh, por Dios, Charles, no vayamos ahora a enfrascarnos en un inútil juego de palabras! Por qué sí, por qué no, por qué sí y por qué no. Desde luego, eso es una tontería y no sacaremos nada. Estábamos precisamente diciendo que ningún otro de los asistentes a aquella famosa séance tenía relación con la familia del muerto, y apenas transcurren cinco minutos cuando vemos a Ronnie Gardfield tomando el té con la hermana del capitán Trevelyan.
—Lo que demuestra —indicó Charles— que nunca sabe uno a que atenerse.
—Lo que demuestra —replicó Emily— que siempre tiene uno que volver a empezar.
—Y por más de un camino —contestó el periodista.
—¿Qué quieres decir?
—Por el momento, nada —contestó él.
Y puso su mano sobre la de la joven. Ella no retiró las suyas.
—Bien, este asunto ya está bastante discutido —dijo Charles—. Ahora...
—Ahora... ¿qué? —preguntó su amiga muy dulcemente.
—Haría cualquier cosa por ti, Emily —explicó el joven—. Cualquier cosa...
—¡Ah! ¿Sí? —dijo miss Trefusis—. Eres un compañero encantador, mi querido Charles.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

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