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Novela policíaca de Agatha Christie.

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Модераторы: Aplatanado, Wladimir

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:58 pm

Capítulo 26
ROBERT GARDNER
Veinte minutos después, ni uno más ni uno menos, Emily llamaba a la puerta de Los Laureles. Aquella visita se debía a un repentino impulso de la joven.
La visitante obsequió con su más radiante sonrisa a Beatrice cuando ésta le franqueó la entrada.
—Aquí me tiene usted otra vez —dijo Emily—. Ya sé que la señora está ausente, pero ¿podría ver en estos momentos a Mr. Gardner?
Semejante petición no era corriente en aquella casa. Beatrice parecía dubitativa.
—Bien, no sé qué decir. Subiré a ver si es posible, ¿me permite?
—Sí, vaya —contestó miss Trefusis.
Beatrice se marchó escalera arriba, dejando a Emily sola en el vestíbulo. Al cabo de unos instantes, regresó para rogarle a la joven dama que hiciese el favor de subir con ella.
Robert Gardner estaba acostado en un canapé, junto a la ventana de una gran habitación del primer piso. Era un hombre robusto, de ojos azules y hermosa cabellera. Su mirada recordaba, pensó Emily, a la de Tristán en el tercer acto de Tristán e Isolda, aunque ningún tenor wagneriano haya sabido aún mirar así.
—¡Hola! —dijo al entrar la joven—. Usted es la futura esposa de ese criminal, ¿no es así?
—En efecto, tío Robert —contestó Emily—. Supongo que puedo llamarle tío Robert, ¿verdad?
—Si Jennifer lo consiente... ¿Qué tal resulta eso de tener al novio pudriéndose en la cárcel?
Decididamente, aquel hombre era cruel, pensó Emily, como todo aquel que se divierte hurgando donde a uno le duele. Pero había encontrado una digna adversaria. La joven respondió, sonriendo.
—Es conmovedor.
—No le parecerá tan conmovedor al amigo Jim, ¿eh?
—Bueno... —replicó Emily—. Eso contribuye a aumentar su experiencia de la vida, ¿no le parece?
—Así aprenderá que, en este mundo, no todo consiste en beber cerveza y jugar a los bolos —dijo Robert Gardner, rebosando malicia—. Ese muchacho es demasiado joven para haber luchado en la guerra europea; ¿verdad que no estuvo? Será de esos a quienes les gusta la vida fácil. Bien, bien... ¡Habrá sido para él un buen golpe inesperado!
Y miró a su visitante con cierta curiosidad.
—¿Y por qué diablos quería verme? ¿Se puede saber?
En su voz se notaba un ligero matiz de sospecha o algo por el estilo.
—Cuando una va a entrar en una familia, es muy normal que antes quiera conocer a los que van a ser sus parientes —contestó la muchacha.
—Comprendo, hay que conocer lo peor antes de que sea demasiado tarde. De modo que usted cree que se va a casar con el joven Jim, ¿verdad?
—¿Por qué no?
—¿A pesar de la acusación de asesinato?
—Sí, a pesar de esa acusación.
—Muy bien —comentó Mr. Gardner—. Nunca había visto a nadie tan despreocupado. Cualquiera pensaría que le resulta muy divertido todo esto.
—Lo es. Perseguir a un criminal es terriblemente emocionante.
—¿Cómo?
—Digo que perseguir a un criminal es un deporte terriblemente emocionante —repitió Emily.
Robert Gardner se la quedó mirando y después dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre la almohada.
—Estoy cansado —murmuró con voz displicente—. No puedo hablar ni una palabra más. ¡Enfermera! ¿Dónde se ha metido esa enfermera? ¡Enfermera, estoy cansado!
Miss Davis acudió rápidamente ante aquella llamada desde una habitación contigua.
—Mr. Gardner se cansa con gran facilidad al menor esfuerzo —explicó la enfermera—. Creo que será mejor que se vaya, si no le importa, miss Trefusis.
Emily se puso de pie y asintió.
—Adiós, tío Robert. Tal vez vuelva otro día.
—¿Qué quiere decir eso?
—Au revoir —replicó Emily.
Ya estaba saliendo por la puerta de la casa cuando se detuvo de repente.
—¡Oh! —exclamo dirigiéndose a Beatrice—. Me he olvidado los guantes.
—Yo se los traeré, señorita.
—¡Oh, no! Ya iré yo por ellos —y echó a correr con gran ligereza escalera arriba, entrando sin llamar en el cuarto del enfermo.
—Dispénseme —dijo Emily—. Le pido mil perdones, tío, he vuelto por mis guantes.
Y los recogió de un modo ostentoso, dedicándoles una dulce sonrisa a los dos ocupantes de la habitación, que estaban sentados muy juntitos. Después, bajó corriendo la escalera y abandonó aquella casa.
«Este olvido de los guantes es un sistema terrorífico —se dijo la joven—. Es la segunda vez que me da resultado. ¡Pobre tía Jennifer! Me gustaría saber si está enterada de lo que ocurre. Probablemente, no. Bien, tengo que apresurarme porque Charles se aburrirá esperándome.»
El joven Enderby la aguardaba sentado en el viejo Ford de Elmer, como habían convenido de antemano.
—¿Has tenido suerte? —le preguntó él mientras la abrigaba con la manta.
—En cierto modo, sí. Aunque no estoy segura.
Charles la miró de un modo interrogativo.
—No pongas esa cara —dijo Emily, en respuesta a la inquisitiva actitud de su compañero—, porque no pienso contártelo. Te diré: es un asunto que tal vez no tenga nada que ver. Y si es así, no sería correcto.
Enderby lanzó un suspiro.
—Eso es muy duro —observó.
—Lo siento mucho —dijo la muchacha con firmeza—, pero las cosas son así.
—Haz lo que mejor te parezca —replicó Charles glacialmente.
Y ambos continuaron su viaje, sumidos en un silencio absoluto, en un silencio ofendido, por parte del periodista, mientras que el de Emily era más bien de abstracción.
Ya estaban cerca de Exhampton cuando ella rompió a hablar, preguntando una cosa totalmente inesperada:
—Charles, ¿sabes jugar al bridge?
—Sí que sé. ¿Por qué lo preguntas?
—Por algo que estaba pensando. Ya debes saber lo que se le acostumbra a aconsejar a un jugador cuando valora su mano: si vas a defender, cuenta las posibles ganadoras, pero si vas a atacar, cuenta las perdedoras. Pues bien, nosotros hemos estado atacando en este asunto que nos ocupa, y tal vez lo hicimos hasta ahora del modo erróneo.
—¿Quieres explicarme eso?
—Es muy sencillo, hemos estado examinando los «ganadores», ¿no es así? Me refiero a que todos nuestros pasos se han dirigido hacia las personas que podían haber matado al capitán Trevelyan, por improbable que eso pareciese. Y por eso nos ahogamos en un terrible mar de dudas.
—Yo no me ahogo en ese mar —replicó Charles.
—Bueno, pues yo sí. Estoy tan embotada que no sé qué pensar de todo esto. Cambiemos de táctica y empecemos a trabajar por el camino opuesto. Pasemos revista a los que podríamos llamar «perdedores» en este juego, es decir, a las personas que de ningún modo pueden haber matado al capitán Trevelyan.
—Bien. Vamos a ver —Enderby reflexionó—; para empezar, citaremos a las Willett, a Burnaby y a Rycroft y a Ronnie... ¡Ah! Y a Duke.
—Sí —admitió Emily—. Sabemos que ninguno de ellos pudo matarlo porque a la hora en que se cometió el asesinato, todas estas personas estaban en la mansión de Sittaford y cada una vio a las demás y es imposible que todos mientan. Sí, hemos de descartarlos a todos.
—Realmente, todos los de Sittaford están libres de sospecha —siguió diciendo Charles—. Incluso Elmer —añadió bajando la voz, en atención a la posibilidad de que el conductor los oyese—, porque el pasado viernes la carretera de Sittaford estaba intransitable para toda clase de vehículos.
—Pero podía haber ido a pie —indicó la joven en voz igualmente baja—. Si el comandante Burnaby fue capaz de hacer por la noche semejante recorrido, muy bien pudo Elmer haber salido a la hora de comer, llegar a Exhampton a las cinco, cometer el asesinato y volver.
Enderby meneó la cabeza.
—No creo que pudiese volver andando. Recuerda que la gran nevada empezó a caer hacia las seis y media. De todos modos, supongo que no acusarás a Elmer, ¿verdad?
—No —contestó Emily—, aunque, como es natural, pudiera ser un maníaco homicida.
—¡Bah! —replico Charles—. Todo lo que conseguirás es herir sus sentimientos si te oye.
—De todos modos —indicó la joven—, tú no puedes asegurar definitivamente que él haya podido matar al capitán Trevelyan.
—Pero casi, casi —dijo el periodista—. No es posible que fuera a pie de Exhampton y regresara del mismo modo sin que todo Sittaford se enterara del caso y lo comentase por su rareza.
—Ciertamente, es un pueblecito en el que cada habitante se entera de todo lo que ocurre —asintió Emily.
—Exacto —afirmó Enderby—. Y por eso he dicho antes que los vecinos de Sittaford deben quedar descartados por completo. Los únicos que no estaban de visita en casa de las Willett, Mrs. Percehouse y el capitán Wyatt, son inválidos. De ningún modo podrían aventurarse en una tormenta de nieve. Y el simpático y viejo Curtis y su esposa están en el mismo caso. Si cualquiera de ellos lo hubiese hecho, habría tenido que instalarse confortablemente en Exhampton durante el fin de semana y regresar cuando el tiempo hubiera mejorado.
La joven se rió
—Desde luego, es difícil ausentarse de Sittaford durante el fin de semana sin que los demás se den cuenta.
—Curtis hubiese notado cierto silencio, si era su mujer la que se iba —comentó en broma el periodista.
—Naturalmente, la única persona que puede estar en este caso es Abdul —recordó Emily—. Sería digno de una novela. El actual criado habría sido en sus tiempos un fiero soldado y el capitán Trevelyan habría arrojado a su hermano favorito por la borda durante un motín. ¡Qué argumento más bonito!
—Me resisto a creer —dijo Charles— que ese miserable y deprimente individuo sea capaz de matar a nadie.
Y al cabo de un instante de silencio, añadió de repente:
—¡Ya lo sé!
—¿Quién? —pregunto Emily ansiosamente.
—La esposa del herrero. Esa mujer que está esperando su octavo hijo. La intrépida aldeana, a pesar de su estado, recorrió a pie toda la carretera de Sittaford y golpeó al viejo con el saco de arena.
—¿Y por qué motivo, si se puede saber?
—Porque aunque el herrero era padre del séptimo y anterior retoño, el capitán Trevelyan lo iba a ser del que estaba en camino.
—¡Charles! —exclamó Emily—. ¡No seas tan ordinario! Además, en todo caso —continuó diciendo ella—, sería el herrero quien lo asesinaría, no ella. Eso ya es algo más probable. ¡Figúrate cómo blandiría el saco de arena un brazo tan poderoso como el de ese horrible hombre! Y su esposa no se daría cuenta nunca de su ausencia. Con siete críos que cuidar, no le quedará tiempo para acordarse de ningún hombre.
—Esto está degenerando en puras idioteces —comentó el periodista.
—Opino lo mismo —convino la muchacha—. Nuestro repaso de los «perdedores» no ha obtenido un gran éxito.
—¿Y qué podemos decir de ti?
—¿Yo?
—¿Dónde estabas cuando se cometió el crimen?
—¡Qué extraordinario! Nunca se me había ocurrido pensar en eso. Estaba en Londres, naturalmente; pero no sé cómo podría probarlo porque estaba sola en mi piso.
—Pues ahí lo tienes —dijo el periodista—. No te falta el motivo ni ningún detalle. Tu novio iba a heredar veinte mil libras esterlinas. ¿Qué más quieres?
—Eres muy listo, Charles —replicó Emily—. Ya veo que en realidad soy más sospechosa de lo que parecía. Nunca había pensado en ello antes de ahora.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:59 pm

Capítulo 27
NARRACOTT ACTÚA
Dos días después, por la mañana, Emily estaba sentada en el despacho del inspector Narracott. Acababa de llegar de Sittaford pocos minutos antes.
El inspector la contemplaba apreciativamente. Admiraba la resolución de Emily, el valeroso y decidido carácter que la sostenía en la lucha y su resuelta jovialidad. Era una buena luchadora y Narracott había sentido siempre gran veneración por toda clase de luchadores. En su opinión, la muchacha valía mucho más de lo que se merecía Jim Pearson, aun en el caso de que este joven resultase inocente del asesinato.
—Habrá leído muchas veces en los libros —decía el inspector— que la policía busca siempre una víctima, sin importarle un comino que sea culpable o no mientras ellos tengan pruebas suficientes para acusarla. Y eso no es cierto, miss Trefusis, pues sólo nos interesa el verdadero criminal.
—Entonces ¿cree sinceramente que Jim es culpable, Mr. Narracott?
—No puedo dar una respuesta oficial a su pregunta, señorita, pero sí voy a decirle una cosa: que estamos examinando con todo cuidado no sólo las pruebas en contra de él, sino las que recaen sobre otras personas.
—¿Se refiere a su hermano, a Brian?
—He aquí un caballero muy poco satisfactorio: Mr. Brian Pearson. Siempre se ha negado a contestar a las preguntas que se le han formulado o a proporcionar cualquier información acerca de sí mismo, pero yo pienso... —y la suave sonrisa del inspector, característica del Devonshire, se amplió—. Creo que me será posible hacer algunas averiguaciones con respecto a alguna de sus actividades. Si no me equivoco, antes de media hora sabremos más cosas de él. Además, ahí tenemos también el marido de la sobrina, es decir, el doctor Dering.
—¿Lo ha visto usted? —preguntó Emily llena de curiosidad.
El inspector Narracott contempló aquel lívido rostro y se sintió tentado a prescindir de la prudencia que su cargo imponía. Recostándose en su sillón, relató su entrevista con Mr. Dering: después, abrió un archivo que estaba al alcance de su mano y sacó de él una copia del telegrama que había enviado a Mr. Rosenkraun.
—Éste es el texto del despacho que se expidió —dijo—. Y aquí está la respuesta.
Emily leyó ambos papeles. El primero ya lo conoce el lector; he aquí el contenido del segundo:

Narracott. Camino Drysdale, 2. Exeter. Ciertamente, confirmo declaración Mr. Dering. Estuvo conmigo tarde entera viernes. Rosenkraun.

—¡Oh, qué... lástima! —exclamó Emily, escogiendo una palabra más suave que la que hubiese preferido usar, pues le constaba que los oficiales de la policía eran anticuados y se molestaban con facilidad.
—¿Sí? —replicó el inspector Narracott dando a entender que imaginaba los pensamientos de la joven—. Es un fastidio, ¿verdad?
Y la suave sonrisa del Devonshire brotó de nuevo en sus labios.
—Pero yo soy muy desconfiado, miss Trefusis. Las razones de Mr. Dering podrían parecer muy plausibles, pero yo pensé que era lamentable ponerse en sus manos de un modo tan absoluto. Así pues, no me di por vencido y envié otro telegrama.
Y de nuevo le entregó a la joven dos hojas de papel. La primera de ellas decía:

Información que necesitamos referente asesinato capitán Trevelyan. Rogamos aclare si garantiza coartada Martin Dering durante tarde viernes. Inspector Narracott, división de Exeter.

El mensaje que llegó de respuesta demostraba cierto sobresalto y poca preocupación por su coste.

No tenía ni la menor idea de que se tratase de un caso criminal. No vi a Martin Dering en todo el viernes. Acepté confirmar su declaración como favor de amigo, creyendo que su esposa le había hecho vigilar para entablar un proceso de divorcio. Rosenkraun.

—¡Oh! —exclamó la joven—. ¡Qué listo es usted, inspector!
El aludido pensó, de un modo evidente, que efectivamente no había sido nada torpe en aquella ocasión. Su sonrisa era benévola y satisfecha.
—¡Cómo se ayudan unos hombres a otros! —continuó diciendo Emily mientras releía los telegramas—. ¡Pobre Sylvia! En cierto modo, a veces llegó a creer que los hombres son bestias salvajes. Por eso mismo —añadió— resulta tan agradable encontrar a uno en quien poder realmente confiar.
Y sonrió contemplando con admiración al policía.
—Tenga en cuenta que todo esto es muy confidencial, miss Trefusis —le advirtió el inspector—. Tal vez he ido más lejos de lo que debiera al darle a conocer estos informes.
—Algo encantador por su parte —respondió la joven—. Nunca, nunca lo olvidaré.
—Bueno, ya sabe —le recomendó Narracott—, ni una palabra a nadie.
—Quiere decir que no se lo puedo contar a Charles... a Mr. Enderby.
—Los periodistas son siempre periodistas —afirmó el detective— y, aunque a éste lo tenga dominado, miss Trefusis, no por eso las noticias dejan de ser noticias, ¿no es así?
—Entonces, no se lo diré —contestó Emily—. Yo creo que lo tengo perfectamente amordazado, pero como dice muy bien, un periodista es siempre un periodista.
—Nunca se deben explicar detalles innecesarios; éste es mi lema —sentenció el inspector Narracott.
Un ligero guiño asomó a los ojos de la muchacha, revelando que, aunque no lo decía, pensaba que su interlocutor había estado infringiendo de mala manera su rígido lema durante la última media hora.
Un recuerdo repentino cruzó por la mente de la joven, y probablemente no porque tuviese mucha relación con lo que se estaba tratando. Todo parecía apuntar a una dirección completamente opuesta, pero aun así era interesante saberlo.
—Inspector Narracott —le dijo de un modo imprevisto—, ¿quién es Mr. Duke?
—¿Mr. Duke?
Ella pensó que sus preguntas tenían la particularidad de asustar casi siempre al bueno de Narracott.
—Recuerde —continuó diciendo Emily— que le encontramos en Sittaford cuando salía del chalé de ese caballero.
—¡Ah, sí, sí, ya recuerdo! A decir verdad, señorita, yo quería tener alguna versión independiente de aquel asunto del velador. El comandante Burnaby no es muy brillante en eso de describir escenas.
—Sin embargo —comentó la muchacha pensativamente—, si yo fuera usted, me hubiera dirigido antes a una persona más experta en esa clase de fenómenos como Mr. Rycroft. ¿Por qué ir a ver a Mr. Duke?
Tras un silencio algo prolongado, el inspector contestó:
—Eso es una cuestión opinable.
—No me convence. Me gustaría saber si la policía sabe algo referente a Mr. Duke.
Narracott no contestó. Había levantado su mirada, con extraña fijeza, sobre el papel secante de la carpeta que tenía delante.
—¡El hombre que lleva una vida intachable! —exclamó Emily—. Esta frase parece describir a Mr. Duke de un modo exactísimo; no obstante, acaso no haya llevado siempre una vida tan intachable, y tal vez la policía lo sabe...
La joven pudo apreciar un débil estremecimiento en el rostro del inspector Narracott al intentar éste disimular una inevitable sonrisa.
—A usted le gusta adivinar cosas, ¿no es así, miss Trefusis? —contesto con amabilidad.
—Cuando la gente no quiere contar lo que a una le interesa, no hay más remedio que hacer conjeturas —replicó la muchacha.
—Cuando un hombre, como usted dice, lleva una vida intachable —indicó el inspector Narracott—, y además le sería enojoso e inconveniente que se divulgase su pasado, lo mejor que puede hacer y que es capaz de hacer la policía es amoldarse a sus deseos. Nosotros no tenemos ningún interés en divulgar secretos personales.
—Lo comprendo —dijo Emily—. Pero, de todos modos, el caso es que usted fue a visitarle, ¿no es cierto? Y esto parece demostrar que usted pensaba, por decirlo así, que ese caballero podía echarle una mano. Me gustaría... me gustaría saber quién es en realidad Mr. Duke, y también en que forma concreta de delincuencia se ha visto implicado en el pasado.
La muchacha miraba con aire de súplica al inspector, pero éste mantenía un rostro impasible. Y como ella se dio cuenta de que en aquel caso particular no debía esperar ninguna revelación más por parte del policía, se conformó con lanzar un significativo suspiro y se preparó para marcharse.
Cuando hubo salido del despacho, Narracott continuó sentado y silencioso durante largo rato, jugando distraídamente con el secante, mientras los últimos restos de su característica sonrisa resbalaban aún por sus labios. Finalmente, tocó el timbre y entró uno de sus subordinados.
—¿Qué tal? —preguntó el inspector.
—Todo ha ido bien, pero no era en el Hotel Duchy, de Princetown, sino en la fonda en Two Bridges.
—¡Ah, caramba! —exclamó Narracott cogiendo los papeles que el otro le entregaba—. Bien —añadió—, con esto queda todo aclarado. ¿Se ha enterado de lo que hizo durante el viernes el otro joven?
—Desde luego, es cierto que llegó a Exhampton en el ultimo tren, pero no he podido precisar todavía a qué hora salió de Londres. Seguimos investigándolo.
El inspector sonrió en silencio.
—Aquí tiene la copia del registro de Somerset House.
Narracott la desdobló. Era el acta de un matrimonio celebrado en 1894 entre William Martin Dering y Martha Elizabeth Rycroft.
—Está bien —dijo el inspector—. ¿Hay algo más?
—Sí, señor, Brian Pearson salió de Australia a bordo de un barco de la Blue Funnel Boad, el Phidias. Este barco hizo escala en Ciudad de El Cabo, pero ningún pasajero de nombre Willett figura en las listas de a bordo. Tampoco se encuentra en estas listas ninguna madre y ninguna hija que procediesen de Sudáfrica. En cambio, encontré inscritas a Miss y Mrs. Evans y a Mrs. y Miss Johnson, todas ellas de Melbourne; las dos últimas corresponden muy bien a las señas personales de las Willett.
—¡Hum! —murmuró el inspector—. Johnson. Lo más probable es que ni Johnson ni Willett sea el nombre verdadero. Creo que a éstas las tenemos bien clasificadas. ¿Algo más?
Esta vez no había nada más, a juzgar por el silencio que siguió a la pregunta de Narracott.
—Bien —dijo el inspector—, me parece que ya tenemos bastantes datos para proceder.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 12:59 pm

Capítulo 28
LAS BOTAS
—Pero, mi querida jovencita —decía Mr. Kirkwood—, ¿qué espera encontrar en Hazelmoor? Todos los efectos del capitán Trevelyan han sido ya retirados. La policía revolvió la casa de arriba a abajo. Comprendo muy bien su situación y su ansiedad por que Mr. Pearson sea... bueno, exculpado cuanto antes. Pero ¿qué puede usted hacer?
—No espero encontrar nada —replicó Emily—, ni descubrir algo que a la policía le haya pasado inadvertido. No sé cómo explicárselo, Mr. Kirkwood, lo que yo quiero es... captar el ambiente de aquel lugar. Por eso le ruego que me deje la llave. No hay nada malo en ello.
—Ciertamente, no hay nada malo en ello —dijo Mr. Kirkwood con dignidad.
—Entonces, por favor, sea tan amable —concluyó la joven.
Mr. Kirkwood fue amable y le tendió la llave con una indulgente sonrisa. Hizo lo que pudo por acompañarla, catástrofe que pudo tan sólo ser evitada con gran tacto y firmeza por parte de Emily.
Aquella mañana, la muchacha había recibido una carta redactada en los siguientes términos:

«Mi querida miss Trefusis —escribía Mrs. Belling—: Usted me dijo cuánto le gustaría enterarse de cualquier cosa que pudiera ocurrir y que, de algún modo, se apartase de lo normal aunque no tuviera importancia. Y como esto es un poco raro, aunque no tenga importancia, pensé que mi deber, señorita, era ponerlo inmediatamente en su conocimiento. Espero que ésta carta le llegará en el último reparto de esta noche o en el primero de la mañana. Mi sobrina vino por aquí y dijo que no tenía importancia, pero era algo extraño, en lo cual estuve de acuerdo con ella. La policía dijo, y así lo creyó todo el mundo, que no había encontrado a faltar ningún objeto de la casa del capitán Trevelyan. Claro que era una forma de hablar para referirse a cosas que tuvieran algún valor. Sin embargo, algo se ha extraviado, aunque entonces no se advirtió por no tener importancia.
Al parecer, señorita, han desaparecido un par de botas del capitán. Esto lo notó Evans cuando fue allí a recoger las cosas con el comandante Burnaby. Aunque no creo que sea un detalle de importancia, señorita, pensé que le gustaría a usted conocerlo. Se trata de un par de botas de cuero grueso de las que se engrasan bien y que el capitán hubiera usado si hubiese tenido que salir a caminar por la nieve; pero como no salió durante la nevada, no tiene sentido que falten esas botas. Pero el caso es que no aparecen y nadie sabe quién se las ha podido llevar; y a pesar de que yo sé muy bien que no tiene importancia, creí que era mi deber escribirle a usted.
«Espero que al recibir esta carta se encuentre usted tan bien de salud como una servidora, y deseando que no se preocupe demasiado por ese joven caballero, se despide de usted, señorita, su muy afectísima servidora:
J. Belling»

Emily había leído y releído varias veces esta carta y la había discutido también con Charles.
—¡Unas botas! —decía el periodista pensativamente—. No parece que tenga sentido.
—Pues alguno debe de tener —apuntaba la joven—. Quiero decir que ¿por qué se han de perder un par de botas?
—¿No pensarás que se lo ha inventado Evans?
—¿Por qué tenía que inventarlo? Y después de todo, si la gente inventa algo, siempre es algo con sentido. No se inventan tonterías como ésta.
—Las botas sugieren alguna relación con pisadas —observó Charles reflexivamente.
—Lo sé. Pero las pisadas no aparecen en este caso por ningún lado. Tal vez si no hubiese vuelto a nevar de aquel modo...
—Sí, tal vez. Pero incluso así...
—Pudo habérselas dado a algún pordiosero —sugirió Charles—, y éste lo asesinó.
—Supongo que eso es posible —replicó Emily—, pero no parece muy probable tratándose del capitán Trevelyan. Él le buscaría algún trabajo a un hombre necesitado, o le daría un chelín, pero nunca le regalaría sus mejores botas de invierno.
—Bueno, pues me rindo —comento el periodista.
—Yo no pienso rendirme —observó la joven—. De un modo u otro pienso llegar al fondo del asunto.
De acuerdo con sus palabras, se fue a Exhampton, donde primero pasó por Las Tres Coronas, donde fue recibida con gran entusiasmo por Mrs. Belling.
—¿Y su joven caballero sigue aún en la cárcel, señorita? ¡Caramba! Es una vergüenza y ninguno de nosotros cree que él tenga la menor culpa y a mí me gustaría estar presente cuando esa gente lo acuse. De modo que recibió mi carta, ¿verdad? ¿Le gustaría ver a Evans? Bien, pues vive aquí mismo, a la vuelta de la esquina, en el 85 de Fore Street. Quisiera poder acompañarla, pero no puedo abandonar esto. No tiene pérdida.
Emily no se perdió. Evans estaba fuera, pero su esposa la recibió y la invitó a entrar. Emily se sentó e indujo a Mrs. Evans a que hiciese lo mismo y, sin pérdida de tiempo, se adentró en el caso.
—He venido para hablar de lo que su marido le contó a Mrs. Belling. Me refiero a ese par de botas del capitán Trevelyan que se han perdido.
—Es una cosa un poco extraña, se lo aseguro —afirmó la joven esposa.
—¿Y su marido está seguro de que no se equivoca?
—¡Oh, sí! El capitán las llevaba puestas la mayor parte del invierno. Y le iban grandes, por lo que se ponía dos pares de calcetines con ellas.
Emily asintió.
—¿Y no es posible que las hubiera mandado a reparar o algo por el estilo? —sugirió miss Trefusis.
—No sin que Evans se enterase —aseguró su esposa jactanciosamente.
—Bien, supongo que no.
—Es una cosa bastante rara —continuó diciendo Mrs. Evans—, pero no creo que tenga nada que ver con el asesinato, ¿no le parece, señorita?
—No me parece probable —replicó Emily.
—¿Es que han encontrado algo nuevo, señorita? —la voz de la mujer revelaba cierta ansiedad.
—Sí, un par de cosas, nada importante.
—Como he visto que el inspector de Exeter volvía a estar aquí hoy, pensé que tal vez las hubiera.
—¿El inspector Narracott?
—Sí, señorita, el mismo.
—¿Vino en tren?
—No, llegó en automóvil. Primero fue a Las Tres Coronas y preguntó por el equipaje del joven caballero.
—¿Qué equipaje y qué joven?
—Pues del caballero por quien usted se interesa.
Emily se la quedó mirando.
—Interrogaron a Tom —continuó la esposa del criado—. Dio la casualidad de que yo pasé por allí poco después y él me lo dijo. Tom es de los que lo cuentan todo. Él recordó que había dos etiquetas en las maletas del joven caballero: una de Exeter y otra de Exhampton.
Una repentina sonrisa iluminó el rostro de Emily al imaginarse que el crimen hubiese sido cometido por el propio Charles con el único objeto de conseguir una noticia sensacional para su periódico. Realmente, pensó la joven, se podría escribir una interesante historia sobre aquel tema. Volvió a sentir admiración por la habilidad que demostraba el inspector Narracott al comprobar los más nimios detalles que se relacionaran con cualquier persona, por muy remota que fuese su relación con el crimen. Seguro que el activo policía había salido de Exeter casi inmediatamente después de su entrevista con ella. Un automóvil rápido adelanta con facilidad al tren y, por otra parte, ella había almorzado en Exeter.
—¿Adonde fue después el inspector? —preguntó Emily.
—A Sittaford, señorita. Tom oyó que se lo ordenaba al chofer.
—¿A la mansión de Sittaford?
Ella recordaba que Brian Pearson permanecía aún hospedado en casa de las Willett.
—No, señorita, iba a casa de Mr. Duke.
¡Otra vez Mr. Duke! Emily se sintió llena de irritación y contrariedad. ¡Siempre Duke, el elemento desconocido! Tuvo la impresión de que debía ser capaz de deducir quién era a partir de las evidencias, pero al parecer a todo el mundo le producía la misma impresión aquel caballero: un hombre normal y corriente, agradable.
«Tengo que ir a verle —se dijo la joven—. Le visitaré en cuanto regrese a Sittaford.»
Le dio las gracias a Mrs. Evans por sus informes y entonces se fue a ver a Mr. Kirkwood, donde consiguió la llave de Hazelmoor. Poco después, la intrépida joven estaba de pie en el vestíbulo de la casa donde había tenido lugar el crimen, preguntándose qué era lo que ella esperaba encontrar allí.
Subió lentamente la escalera y se metió en la primera habitación que encontró al llegar al piso superior. Era evidente que aquel cuarto había sido el dormitorio del capitán Trevelyan. Como Mr. Kirkwood le había indicado, habían sido retirados sus efectos personales. Las sábanas estaban dobladas y apiladas ordenadamente, y los cajones de los muebles no contenían nada; sólo encontró un colgador abandonado en un armario. En el mueble destinado al calzado, no había más que estantes vacíos.
Emily suspiró, se volvió hacia la puerta y bajó a la planta baja. Allí visitó la habitación donde el cadáver del capitán había permanecido en el suelo mientras los copos de nieve entraban por la abierta ventana.
La joven intentó imaginarse la escena. ¿De quién era la mano que golpeó al capitán Trevelyan y por qué lo hizo? ¿Había sido asesinado a las cinco y veinticinco, como todo el mundo creía? ¿O sería cierto que Jim perdió la serenidad y mintió? Tal vez no le contestara nadie cuando llamó a la puerta principal, en cuyo caso daría la vuelta a la casa hasta la ventana posterior y, viendo el cadáver de su difunto tío, debió de salir corriendo muerto de miedo. ¡Si al menos supiese lo que había pasado! Según el abogado Dacres, Jim se aferraba a su declaración. Pudiera ser cierta, pero también que el joven hubiera perdido el control. Ella no podía estar segura.
¿Y si hubiera entrado alguien más en la casa, como había sugerido Mr. Rycroft, alguien que hubiera oído la discusión y aprovechado la oportunidad?
De ser así, ¿arrojaría eso alguna luz sobre el problema de las botas? ¿Habría alguien arriba, en el dormitorio del capitán Trevelyan? Emily volvió a atravesar el vestíbulo. Se detuvo para echar un rápido vistazo al comedor, donde vio un par de baúles muy bien atados y rotulados. El aparador estaba vacío. Las copas de plata y demás trofeos estaban ya en el chalé del comandante Burnaby.
La joven observó, sin embargo, que las tres nuevas novelas del premio, cuya historia le había contado Evans a Charles y que éste luego le había repetido, adornada con divertidos detalles, estaban olvidadas sobre una silla.
Emily acabó de echarle una breve ojeada al comedor y meneó la cabeza. Allí no había nada de particular. Subió de nuevo la escalera y una vez más entró en el dormitorio.
Tenía que averiguar por qué se habían perdido las botas. Hasta que pudiera imaginar alguna teoría razonablemente satisfactoria para ella y que pudiese justificar semejante desaparición, se sentía incapaz de pensar ninguna otra cosa. Aquellas botas adquirían ridículas proporciones, empequeñeciendo cualquier otro detalle relativo al caso. ¿Acaso no encontraría allí nada que la ayudase?
La joven abrió todos los cajones, uno por uno, escudriñando detrás de ellos. En las historias de detectives se encontraba siempre algún trozo de papel olvidado. Pero, evidentemente, en la vida real no podía uno esperar tan afortunados acontecimientos, o el inspector Narracott y sus hombres hubieran dado ya buena cuenta del caso. Emily continuó registrando todos los muebles y rincones y levantó los bordes de la alfombra. Sondeó con todo cuidado el colchón de muelles. Hubiera sido difícil explicar qué esperaba encontrar en todos aquellos lugares, pero eso no impedía que continuase fisgoneando con perseverancia perruna.
Y entonces, en un momento en que, cansada de estar agachada, se estiró para enderezar la espalda y descansar de pie, le llamó la atención un detalle incongruente en medio del perfecto orden que reinaba en aquella habitación: un montoncito de hollín en la chimenea.
Emily lo contempló con la misma fascinación en la mirada que hubiese empleado un pájaro a la vista de una serpiente. Se acercó a él sin quitarle el ojo de encima. No es que hubiese hecho ninguna deducción lógica, ni que relacionase causa y efecto, sino que simplemente la sola presencia del hollín le sugirió una determinada posibilidad. Emily se arremangó y metió ambos brazos en la chimenea, hacia arriba.
Un instante después examinaba con incrédula satisfacción un paquete mal envuelto en hojas de periódico. De un tirón arrancó aquellos papeles y allí, ante sus propios ojos, hizo su aparición el par de botas que se había perdido.
—¿Pero cómo? —exclamó la joven—. Aquí están. ¿Por qué? ¿Por qué?
No cesaba de contemplarlas. Les daba vueltas y más vueltas entre sus manos. Las examinó por fuera y por dentro, y siempre la misma pregunta le martilleaba monótonamente el cerebro: «¿Por qué?»
Desde luego, alguien había cogido aquellas botas del capitán Trevelyan y las había escondido en la chimenea; pero, ¿por qué lo hizo?
—¡Oh! —gritó Emily desesperadamente—. ¡Me voy a volver loca!
Dejó las botas con todo cuidado en el centro de la habitación y, arrastrando una silla, se sentó delante de ellas. Entonces, de un modo racional y deliberado, se puso a recordar todo lo ocurrido desde el principio, repasando todos los detalles que ella conocía o había conocido por habérselos oído contar a otras personas. Meditó acerca de cada uno de los actores del drama y de los que parecían extraños a él.
Y de repente, una rara y nebulosa idea empezó a tomar forma en su cerebro, una idea sugerida por aquel par de inocentes botas que permanecían mudas ante ella.
—Pero en ese caso —murmuró la joven—, en ese caso...
Cogió las dos botas con una mano y salió corriendo escalera abajo. Una vez en la planta baja, abrió la puerta del comedor y se dirigió en línea recta hacia la vitrina del rincón. Allí era donde el capitán Trevelyan guardaba, en abigarrado desorden, sus trofeos y utensilios deportivos, es decir, todas aquellas cosas que no quiso dejar en la mansión de Sittaford al alcance de sus nuevas inquilinas: los esquís, los remos, el pie de elefante, los colmillos de marfil, las cañas de pescar... en resumen, una heterogénea colección de cosas que aún estaban allí esperando a que los señores Young y Pebody las empaquetasen debidamente para su almacenaje.
Emily se arrodilló sin soltar las botas.
Unos instantes después estaba nuevamente de pie, dudando entre creer o no lo que acababa de descubrir.
—¡De modo que era eso! —decía entre dientes—. ¡De modo que era eso...!
Se dejo caer en una silla. Todavía quedaban muchas cosas que no comprendía.
Pasados algunos momentos, se puso de pie y se dijo en voz alta:
—Ya sé quién mató al capitán Trevelyan, pero aún ignoro por qué. Aún no soy capaz de imaginármelo. De todos modos, no hay que perder tiempo.
Se apresuró a salir de Hazelmoor. Encontrar un automóvil que la condujese a Sittaford fue cuestión de unos pocos minutos. Le dio al chófer la orden de que la dejase ante la puerta del chalé habitado por Mr. Duke. Al llegar allí, pagó el coche y avanzó por el breve sendero de entrada, mientras el automóvil se marchaba.
Levantó el llamador y dio unos sonoros golpes en la puerta.
Al cabo de un corto intervalo, ésta fue abierta por un corpulento hombre cuyo rostro reflejaba cierta natural impasibilidad.
Por primera vez, Emily se encontraba cara a cara con Mr. Duke.
—¿Es usted Mr. Duke? —le preguntó.
—El mismo.
—Pues yo soy miss Trefusis. ¿Me permite entrar?
El interpelado dudó un momento, pero en seguida se hizo a un lado para dejarle paso a la joven. Emily entró en la sala de estar, mientras él cerraba la puerta y la seguía.
—Necesito ver al inspector Narracott —dijo la muchacha—. ¿Está aquí?
De nuevo se produjo una pausa. Mr. Duke parecía inseguro de cuál era la respuesta adecuada. Al fin, pareció que se decidía en un sentido determinado. Sonrió con una sonrisa algo extraña.
—El inspector Narracott está aquí —respondió—. ¿Para qué quiere verlo?
Emily levantó el paquete que llevaba en la mano y lo desenvolvió. Contenía un par de botas de invierno que la muchacha colocó en la mesa junto a la cual se encontraba Mr. Duke.
—Pues tengo que verlo —replicó ella— para hablarle de estas botas.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 1:00 pm

Capítulo 29
UNA SEGUNDA SESIÓN
—¡Hola, hola, hola! —decía Ronnie Gardfield.
Mr. Rycroft, que subía muy despacio la empinada cuesta del camino procedente de la oficina de Correos, se detuvo al oír aquella voz hasta que Ronnie lo alcanzó.
—Vienen de los almacenes Harrods locales ¿eh? —comentó Ronnie socarronamente—. ¡Esa vieja Hibbert!
—Se equivoca —le replicó Mr. Rycroft—. Vengo de dar un pequeño paseo hasta un poco más allá de la herrería. Hoy hace un tiempo delicioso.
Ronnie levantó la vista hacia el azul del cielo.
—Sí, bastante diferente del que teníamos la semana pasada. A propósito, va usted a casa de las Willett, ¿no es así?
—En efecto. ¿Y usted también?
—Sí, señor, es nuestro centro de reunión en Sittaford: las Willett. Hay que evitar desanimarse, he aquí su lema. Hay que seguir como antes. Mi tía dice que no está bien eso de que inviten a sus vecinos a tomar el té siendo tan reciente el funeral y todas estas cosas, pero eso son majaderías. Ella habla así porque está disgustada por lo del Emperador de Perú.
—¿El Emperador de Perú? —interrogó Mr. Rycroft muy sorprendido.
—Es uno de esos malditos gatos. Ahora resulta que se está volviendo emperatriz y a tía Caroline, naturalmente, le molesta. No le gustan estos problemas de sexo, aunque, como digo yo, ella se desahoga aplicándoles reflexiones gatunas a las Willett. ¿Por qué no han de invitar a sus amigos a tomar el té? ¿Qué importa que el capitán haya muerto hace poco? Al fin y al cabo, Trevelyan no era pariente de ellas, ni mucho menos.
—Muy cierto —contestó Mr. Rycroft volviendo la cabeza para contemplar un pájaro que pasaba volando bajo y en el cual creyó ver un ejemplar de una especie rara.
—¡Qué fastidio! —murmuró—. Lamento no tener aquí mis prismáticos.
—¿Cómo? Hablando de Trevelyan, ¿cree posible que Mrs. Willett le conociera mejor de lo que ella afirma?
—¿Por qué me pregunta eso?
—Por el cambio que en pocos días ha experimentado esa mujer. ¿Ha visto alguna vez una cosa semejante? En la última semana, ha envejecido casi veinte años. Usted sí debe de haberlo notado.
—Sí —dijo Mr. Rycroft—, ya lo he notado.
—Muy bien, ahí lo tiene. La muerte de Trevelyan debe de haber sido un espantoso choque para ella de un modo o de otro. Sería curioso que ahora resultase que se trataba de una antigua esposa del capitán a la cual éste hubiera abandonado en su juventud, sin reconocerla ahora.
—No lo creo muy probable, Mr. Gardfield.
—Se parece demasiado al argumento de una película, ¿verdad? Sin embargo, a veces ocurren cosas muy raras. Yo he leído algunas historias sorprendentes en el Daily Wire, cosas a las que usted no hubiera concedido crédito de no haberlas visto impresas en un periódico.
—¿Y cree que por eso serán más verosímiles? —preguntó Mr. Rycroft con sequedad.
—Me parece que usted le ha cogido antipatía al joven Enderby, ¿no es así? —replicó Ronnie.
—Me desagradan los individuos mal educados que meten las narices en asuntos que no les conciernen —sentenció Mrs. Rycroft.
—Muy bien, pero es que en este caso le conciernen —insistió Ronnie—. Me refiero a que el oficio de ese pobre chico consiste precisamente en meter sus narices en todo. Parece ser que ha conseguido domesticar por completo al arisco Mr. Burnaby. A mí me divierte mucho que ese viejo apenas pueda aguantar mi presencia. Yo soy para él como un trapo rojo para el toro.
Mr. Rycroft no hizo ningún comentario.
—¡Por Júpiter! —exclamó Ronnie mirando hacia el cielo—. ¿Se ha fijado en que hoy es viernes? Hace una semana exacta, tal día como hoy, a esta misma hora poco más o menos, nosotros estábamos chapoteando en la nieve camino de casa de las Willett. Igual que ahora, sólo que con un pequeño cambio de tiempo.
—¡Hace una semana! —exclamo Mr. Rycroft—. Parece que ha transcurrido mucho más tiempo.
—Algo así como un año entero, ¿verdad? ¡Hola, Abdul!
En aquel momento pasaban ante la puerta del capitán Wyatt, en la cual estaba apoyado el melancólico indio.
—Buenas tardes, Abdul —dijo Mr. Rycroft—. ¿Cómo está tu amo?
El oriental movió la cabeza.
—Amo muy mal hoy, sahib. No ver nadie. No ver nadie por largo tiempo.
—Fíjese usted —indicó Ronnie después de que hubieron avanzado unos cuantos pasos más— que ese hombre podría asesinar a Wyatt muy fácilmente, sin que nadie se enterase. Después se estaría unas cuantas semanas meneando la cabeza y diciéndole a todo el mundo «amo no ver nadie», y ni uno solo de nosotros sospecharíamos lo más mínimo.
Mr. Rycroft admitió la veracidad de aquella reflexión.
—Pero aún le quedaría el problema de qué hacer con el cadáver —señaló.
—Tiene razón, siempre hay alguna dificultad ¿no es así? Un cuerpo humano es un inconveniente bastante gordo.
Mientras decían esto, pasaron por delante de la casa del comandante Burnaby. El viejo ex soldado estaba en el jardín contemplando con torvo ceño un hierbajo que crecía donde él no había plantado nada.
—Buenas tardes, comandante —dijo Mr. Rycroft—. ¿Vendrá también a casa de las Willett?
Burnaby se restregó la nariz.
—No pensaba ir. Me han enviado una tarjeta invitándome, pero no me siento con ánimos. Espero que ustedes me comprenderán.
Mr. Rycroft inclinó la cabeza en prueba de comprensión.
—No obstante —dijo—, me gustaría que fuera. Tengo una razón para ello.
—¿Una razón? ¡Qué clase de razón?
Mr. Rycroft vacilaba. Se veía claramente que la presencia del joven Gardfield le incomodaba; pero Ronnie, por completo ajeno al caso, no se movió de su sitio y escuchaba con auténtico interés.
—Me gustaría intentar un experimento —continuó Mr. Rycroft palabra por palabra.
—¿Qué clase de experimento? —demandó Burnaby.
Mr. Rycroft vaciló.
—Preferiría no anticipar mi idea. Pero, si usted viene, le ruego que me apoye en todo lo que yo proponga.
La curiosidad del comandante iba en aumento.
—Muy bien —replicó—, iré. Puede contar conmigo. ¿Donde está mi sombrero?
Se reunió con ellos en menos de un minuto con el sombrero ya puesto y los tres se encaminaron a la verja de la mansión de Sittaford.
—He oído decir que espera compañía, Rycroft —dijo Burnaby por decir algo.
Una sombra pasó sobre el rostro del viejecito.
—¿Quién le ha contado eso?
—Esa urraca charlatana que se llama Mrs. Curtis. Es una buena mujer y muy honrada, pero su lengua no descansa nunca, sin preocuparse de si usted la escucha o no.
—Pues es muy cierto —admitió Mr. Rycroft—. Estoy esperando a mi sobrina, Mrs. Dering, y su marido, que vendrán mañana.
Entretanto, habían llegado frente a la puerta de la mansión de Sittaford y, al tocar el timbre, Brian Pearson les franqueó la entrada.
Mientras se quitaban los abrigos en el vestíbulo, Mr. Rycroft miraba a aquel alto joven de anchos hombros.
«He aquí un tipo de pura raza —pensó—, de muy pura raza. Carácter enérgico, curioso ángulo de mandíbula. Sería un adversario bastante indeseable para encontrárselo en ciertas circunstancias; lo que podríamos llamar un hombre peligroso».
Una extraña sensación inmaterial invadió al comandante Burnaby cuando entraban en el salón, mientras Mrs. Willett se levantaba para recibirlo.
—Es usted muy amable al venir por esta casa.
Las mismas palabras que la semana anterior. El mismo fuego resplandeciente de la chimenea. Hasta hubiese jurado, aunque no estaba muy seguro, que las dos mujeres llevaban los mismos vestidos.
Todo esto le producía una indescriptible sensación. Le parecía como si se reprodujera la escena de la semana pasada, como si Joe Trevelyan no hubiese muerto, como si nada hubiera ocurrido. Alto, esto último no era cierto. Mrs. Willett sí que había cambiado: era una ruina; he aquí el único modo de describirla. Ya no era aquella decidida mujer que parecía dominar al mundo, sino una nerviosa y destrozada criatura que hacía visibles y patéticos esfuerzos para parecer la misma de siempre.
«Pero que me ahorquen si descifro qué significado pudo tener para ella la muerte de Joe», pensó el comandante.
Por centésima vez, registró la idea de que alguna cosa muy extraña se escondía en la historia de las Willett.
Como de costumbre, despertó de su ensimismamiento al darse cuenta de que hacía rato que estaba callado mientras alguien hablaba.
—Mucho me temo que ésta es nuestra última fiestecita —decía Mrs. Willett.
—¿Cómo es eso? —preguntó Ronnie Gardfield volviéndose repentinamente.
—En efecto —Mrs. Willett hizo un gracioso movimiento de cabeza que quería parecer una sonrisa—, hemos renunciado a pasar el resto del invierno en Sittaford. Por mi parte, naturalmente, yo estaba encantada aquí: la nieve, los acantilados de la costa, lo agreste de estos campos. ¡Pero el problema doméstico...! El problema doméstico presenta aquí demasiadas dificultades. !Me ha derrotado!
—Tenía entendido que iban a contratar a un mayordomo chofer y a un camarero —dijo el comandante Burnaby.
Un repentino estremecimiento agitó el cuerpo de miss Willett.
—No, señor —replicó—. Ya he... he abandonado ya esa idea.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Mr. Rycroft—. He aquí una gran contrariedad para todos nosotros. Será muy triste. En cuanto ustedes se marchen, tendremos que sumergirnos otra vez en nuestra antigua vida rutinaria. ¿Y cuándo se marchan, si no es indiscreción?
—Espero que el lunes —contestó Mrs. Willett—. A menos que consigamos irnos mañana mismo. ¡Es tan incómodo sin ningún criado! Desde luego, tendré que arreglar cuentas con Mr. Kirkwood, porque yo alquilé esta casa para cuatro meses.
—¿Se van ustedes a Londres? —dijo Mr. Rycroft.
—Sí, es lo más probable, por lo menos de momento. Después, supongo que nos marcharemos a la Riviera.
—¡Qué pérdida tan grande para nosotros! —exclamó Mr. Rycroft haciendo una galante reverencia.
Mrs. Willett no pudo evitar esbozar una extraña y forzada sonrisa.
—¡Qué amable es usted, Mr. Rycroft! Bien, ¿tomamos el té?
El té estaba servido sobre la mesa. Mrs. Willett lo fue vertiendo en las tazas. Ronnie y Brian la ayudaban, preparando las demás cosas. Una extraña sensación de incomodidad flotaba sobre los allí reunidos.
—¿Qué me cuenta de usted? —dijo Burnaby bruscamente dirigiéndose a Brian Pearson—. ¿También se va?
—Sí, señor, a Londres. Como es natural, no saldré de Inglaterra hasta que este asunto quede liquidado.
—¿Este asunto?
—Quiero decir hasta que mi hermano se vea libre de esa ridícula acusación.
Y Brian pronunció estas palabras en un tono tan desafiante, que todos se quedaron sin saber qué decir. El propio comandante Burnaby se encargó de resolver la violenta discusión.
—Yo nunca he creído en su culpabilidad, ni por un solo instante —comentó.
—Ninguno de nosotros lo ha pensado —añadió Violet envolviendo al joven en una de sus más graciosas miradas.
Y el repiqueteo del timbre acabó de suavizar aquella enojosa pausa.
—¡Éste debe de ser Mr. Duke! —dijo la madre de Violet—. ¿Quiere ir a abrirle, Brian?
El joven Pearson se había acercado a la ventana.
—No es Duke —replicó—. Es ese condenado periodista.
—¡Por Dios, querido...! —exclamó la señora de la casa—. Bien, supongo que le dejaremos entrar igualmente.
Brian asintió y, al cabo de un instante, reapareció acompañado de Charles Enderby.
El periodista hizo su entrada con aquel aire ingenuo tan suyo. La idea de que su presencia en la reunión no fuese vista con agrado no parecía habérsele ocurrido.
—Hola, Mrs. Willett. ¿Cómo está usted? He pensado: voy a dejarme caer por esa casa a ver cómo van las cosas. Estaba tratando de averiguar dónde se habrían escondido todos los habitantes de Sittaford, pero ahora ya lo sé.
—¿Tomará una tacita de té, Mr. Enderby?
—¡Es usted muy amable, señora! La acepto muy agradecido. Ya veo que Emily no está aquí. Supongo que estará con su tía, Mr. Gardfield.
—No que yo sepa —replicó Ronnie mirándole con cierta extrañeza—. Yo tenía entendido que se había marchado a Exhampton.
—¡Claro que sí! Pero ya ha vuelto. ¿Que cómo lo sé? Pues porque me lo ha contado un pajarito. Se llama Curtis, para ser más exacto. Me dijo que la había visto pasar en un automóvil por delante de la oficina de Correos y que, después de subir hasta el pueblo, el coche regresó vacío. Así pues, no está en el chalé número 5 ni en la mansión de Sittaford. Problema: ¿donde está? No estando en casa de miss Percehouse, debe de estar sorbiendo té en la guarida de ese terrible dragón, enemigo de las mujeres, que se llama capitán Wyatt.
—Tal vez haya subido a ver la puesta del sol desde el faro de Sittaford —sugirió Mr. Rycroft.
—No lo creo —replicó Burnaby—, porque yo la hubiese visto pasar. Estuve en mi jardín durante la última hora.
—Bueno, no creo que sea un problema vital —indicó Charles amablemente—. Quiero decir que no creo que haya sido secuestrada o asesinada o algo por el estilo.
—Lo cual es lamentable desde el punto de vista de su periódico, ¿no le parece? —dijo Brian en tono burlón.
—Ni por vender un ejemplar, sería capaz de sacrificar a Emily —afirmó el periodista—. Emily —añadió muy serio y pensativo— es única.
—Encantadora —observó Mr. Rycroft—. Fascinadora como ninguna otra. Ella y yo... somos colaboradores.
—¿Han terminado todos su té? —preguntó Mrs. Willett—. ¿Qué les parece si jugamos al bridge?
—Esperen, pido un momento de atención —dijo Mr. Rycroft.
Y se aclaró la garganta dándose importancia. Todo el mundo miraba hacia él.
—Mrs. Willett: yo soy, como ya sabe, un apasionado admirador de los fenómenos psíquicos. Hace una semana justa, tal día como hoy y en esta misma habitación, tuvo lugar una asombrosa, más aún, una pavorosa experiencia.
Se oyó un leve suspiro procedente de los labios de Violet Willett. El orador se volvió hacia ella.
—Ya me hago cargo, mi querida joven, ya me hago cargo. Ese experimento la dejó a usted trastornada; era para trastornar a cualquiera, no voy a negarlo. Desde que se cometió el crimen, la policía ha estado buscando al asesino del capitán Trevelyan. Han detenido a una persona, pero algunos de los que estamos en esta habitación, si no todos, no creemos que el joven James Pearson sea el culpable. Pues bien, lo que yo propongo es lo siguiente: que repitamos el experimento del viernes pasado, aunque invocando esta vez a un espíritu diferente.
—¡No! —gritó Violet.
—¡Caramba! —exclamó Ronnie—. Yo diría que lo que propone Mr. Rycroft es demasiado. Por lo que a mí se refiere, renuncio a tomar parte en ningún juego de esta clase.
Mr. Rycroft no le hizo el más mínimo caso.
—¿Qué me contesta, Mrs. Willett?
La dama vacilaba.
—Francamente, amigo mío, no me gusta esa idea. No me complace nada en absoluto. Esa lamentable experiencia de la semana pasada me produjo una impresión desagradabilísima. Habrá de pasar mucho tiempo antes de que la olvide.
—¿Qué piensa sacar de ese experimento? —le demandó Enderby muy interesado—. ¿Se propone usted que los espíritus nos revelen el nombre de quien asesinó al capitán Trevelyan? Me parece un encarguito muy interesante.
—Ese encarguito, como usted lo llama, es de la misma categoría que el mensaje de la semana pasada, en el que voluntariamente nos anunciaron la muerte del capitán Trevelyan.
—Tiene razón —confirmó el joven Charles—. Pero... bueno, ¿ha pensado usted que esa idea suya puede dar lugar a consecuencias tan desgraciadas como imprevistas?
—¿Como por ejemplo?
—Supongamos que se menciona un nombre determinado. ¿Podrá asegurar que el velador no ha sido movido intencionadamente por uno de los presentes?
Enderby hizo una pausa, que fue aprovechada por el joven Gardfield.
—¡Empujones! A eso es a lo que se refiere nuestro amigo. Supone que alguien se entretiene en empujar la mesa.
—Se trata de un experimento serio, señor —dijo Mr. Rycroft con exaltación—. Nadie se atreverá a intentar algo semejante.
—Yo no lo aseguraría —replicó Ronnie mostrándose dubitativo—. Usted se fía muy fácilmente de todo el mundo. Eso no reza conmigo. Yo les juro que no lo moveré, pero también puede ocurrir que alguien se vuelva hacia mí y me acuse de dar empujoncitos. ¡Eso sí que sería bueno!
—Mrs. Willett, siento verdadera ansiedad por llevar a cabo esa experiencia —dijo el viejecito volviendo a despreciar las palabras de Ronnie—. Le ruego encarecidamente que me dé su permiso.
Ella seguía dudando.
—Ya le he dicho que no me gusta. No me gusta nada —Y mientras hablaba, miraba a su alrededor intranquila y como buscando una vía de escape—. Comandante Burnaby, usted, que era un buen amigo del capitán Trevelyan, ¿qué opina?
La mirada del comandante se cruzó con la de Mr. Rycroft. Aquella debía de ser, pensó Burnaby, la ocasión a que el viejecito se había referido cuando solicitó su adhesión.
—¿Por qué no? —contestó con aspereza.
Y sus palabras tuvieron todo el decisivo valor de un voto de calidad.
Ronnie fue a la habitación contigua y regresó con la mesita que se había usado en la otra sesión. La instaló en el centro del salón y en seguida se colocaron a su alrededor las sillas necesarias. Nadie decía una palabra. Era evidente que el experimento no era muy popular.
—Creo que así estará bien —decía Mr. Rycroft—. Vamos a repetir nuestra experiencia del viernes pasado bajo unas condiciones precisamente similares.
—No exactamente iguales —objetó Mrs. Willett—, porque falta Mr. Duke.
—Cierto —replicó el viejecito—. Es una lástima que no esté aquí, una verdadera lástima. Bueno, pues podemos considerarlo reemplazado por Mr. Pearson.
—¡No participes en este experimento, Brian! ¡Te lo ruego, hazme ese favor! —gritó Violet.
—¿Pero qué importancia tiene? —replicó el interpelado—. De todos modos, eso son tonterías.
—Ya tenemos aquí al espíritu rebelde —observó Mr. Rycroft con severidad.
Brian Pearson no dijo una palabra más, pero ocupó su asiento junto a Violet.
—Mr. Enderby... —empezó a decir Rycroft, pero Charles no le dejó acabar.
—Yo no estaba en la otra sesión. Recuerde que soy periodista y usted desconfía de mí. Tomaré notas de cualquier fenómeno, se dice así, ¿verdad? Bueno, de lo que ocurra.
Y así se dispusieron las cosas. Los seis participantes ocuparon sus sitios alrededor de la mesita. Charles apagó las luces y se sentó en el guardafuegos de la chimenea para poder ver.
—Un momento —advirtió—. ¿Qué hora es? —y atisbo su reloj de pulsera al resplandor de los llameantes troncos—. ¡Qué curioso! —exclamó.
—¿Qué es lo curioso? —preguntó una voz.
—Que sean exactamente las cinco y veinticinco.
Violet ahogó un grito.
Mr. Rycroft ordenó con toda severidad:
—¡Silencio!
Los minutos pasaban. Se respiraba una atmósfera muy diferente a la de hacía una semana. No había risas ahogadas ni comentarios en voz baja, sólo un tétrico silencio que finalmente fue cortado por un ligero chasquido procedente de la mesita.
La voz de Rycroft se elevó sonora.
—¿Hay alguien aquí?
Otro leve crujido sonó con una imponente majestuosidad en la oscura sala.
—¿Hay alguien aquí?
Esta vez no respondió ningún chasquido, sino un tremendo y ensordecedor golpe en la puerta. Violet chilló y Mrs. Willett no pudo tampoco evitar un grito.
Se oyó la voz de Brian Pearson, que decía tranquilamente:
—No pasa nada. Sólo han llamado a la puerta de la casa. Voy a abrir.
Y salió del salón. Ninguno de los que allí quedaban pronunció palabra.
De repente, la puerta de la habitación se abrió con cierta violencia y las luces se encendieron.
En el umbral se destacaba la severa figura del inspector Narracott. Tras él estaban Emily Trefusis y Mr. Duke.
Narracott avanzó un paso dentro de la sala y dijo:
—John Burnaby, le acuso del asesinato de Joseph Trevelyan cometido el viernes, día catorce de este mes, y le prevengo de que todo lo que haga o diga será tenido en cuenta y podrá ser utilizado en su contra.
YAROSLAV
 
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Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 1:00 pm

Capítulo 30
EMILY LO EXPLICA
Los presentes, tan sorprendidos que casi no podían hablar, se agruparon alrededor de Emily Trefusis.
El inspector Narracott, entretanto, había sacado de la habitación a su detenido.
Charles Enderby fue el primero que recobró el uso de la palabra.
—¡Por todos los cielos, Emily, cuéntalo ya! —gritó—. ¡Quiero ir a la oficina de telégrafos! Cada segundo es vital.
—Fue el comandante Burnaby quien mató al capitán Trevelyan.
—Bien, ya vi que lo detenía Narracott. Y supongo que el inspector está en su sano juicio, no se ha vuelto loco de repente. ¿Pero cómo pudo Burnaby matar a Trevelyan? ¿Cómo es eso humanamente posible? Si Trevelyan fue asesinado a las cinco y veinticinco...
—No fue así. Fue asesinado a las seis menos cuarto, poco más o menos.
—Bueno, aun así...
—Comprendo esas dudas. Nunca lo adivinarías a menos que diera la casualidad de que pensases precisamente en ello. Esquís, he aquí la explicación: Esquís.
—¿Esquís...? —repitió todo el mundo.
Emily asintió.
—Sí. Él se las arregló para mover el velador. No se trataba, pues, de un hecho accidental o inconsciente como pensamos, Charles, sino de la segunda solución que rechazamos: algo producido intencionadamente. El comandante veía que estaba a punto de caer una gran nevada. Aquello borraría todas las huellas y le proporcionaría una seguridad perfecta. Creó la impresión de que el capitán Trevelyan estaba ya muerto y consiguió dejar a todos sumergidos en un mar de confusión. Después, simuló que él también estaba muy inquieto e insistió en marcharse inmediatamente a Exhampton.
«Regreso a su casa, se calzó sus esquís (que estaban arrinconados en un cobertizo del jardín, junto con otros muchos trastos y avíos deportivos), y partió. Ya saben ustedes que él era un experto esquiador y el camino hasta Exhampton es siempre cuesta abajo, es decir, un descenso precioso. Sólo le llevó unos diez minutos.
»Se acercó a la ventana y tabaleó sobre el cristal. El capitán Trevelyan le dejó entrar por allí, sin sospechar nada. Entonces, en un momento en que Trevelyan le daba la espalda, aprovechó la oportunidad que estaba esperando, agarró aquel grueso y pesado burlete relleno de arena y lo mató. ¡Uf! ¡Me siento mal sólo de pensarlo!
Y se estremeció de pies a cabeza.
—El resto era muy sencillo. Tuvo todo el tiempo que quiso. Debió limpiar y secar con gran esmero los esquís que había llevado puestos y ponerlos en el armario del comedor, bien colocados entre los restantes enseres deportivos del capitán. Después, supongo que se dedicó a forzar el pestillo de la ventana y a sacar los cajones y demás objetos, para fingir que había entrado allí algún ladrón.
»Luego, poco antes de las ocho, todo lo que tuvo que hacer fue salir y dar un rodeo hasta alcanzar la carretera de Sittaford un poco más arriba, y presentarse en Exhampton resoplando y tiritando como si acabase de llegar a pie desde Sittaford. Como a nadie se le ocurrió pensar en esquís, se sintió perfectamente seguro. El doctor no podía por menos que declarar que el capitán Trevelyan había sido asesinado por lo menos dos horas antes. Y como acabo de decir, desde el momento en que a ninguno se le ocurrió pensar en los esquís, el comandante Burnaby tenía una perfecta coartada.
—¡Pero ellos eran amigos, Burnaby y Trevelyan! —exclamó Mr. Rycroft—. ¡Antiguos amigos, siempre lo habían sido! ¡Es increíble!
—Así parece, ¿verdad? —replicó Emily—. Es lo mismo que pensé yo, no alcanzaba a imaginar el porqué. Me embrollaba y me confundía, hasta que decidí ir a ver al inspector Narracott y a Mr. Duke.
Se detuvo para mirar al impasible rostro de este último.
—¿Puedo... contárselo? —le preguntó.
Mr. Duke sonreía.
—Si lo prefiere, miss Trefusis.
—Bien mirado, vale más que no. Quizá prefiera usted que no lo haga. Bien, pues fui a ver a esos dos señores y conseguimos aclarar el caso. ¿Recuerdas, Charles, que me dijiste que Evans te había hablado de que el difunto capitán Trevelyan tenía la costumbre de enviar soluciones a los concursos con el nombre de otras personas? Él opinaba que las señas de su mansión en Sittaford resultaban demasiado ostentosas. Bueno, pues eso es lo que hizo con motivo del concurso de fútbol por el que entregaste las cinco mil libras al comandante Burnaby. En realidad, era el capitán Trevelyan quien lo había ganado, aunque envió la solución a nombre de su amigo y con la dirección de éste: chalé número 1, Sittaford, a su juicio, sonaba mucho mejor.
»Ya pueden figurarse ahora el resto de lo ocurrido, ¿verdad? El viernes por la mañana le llegó al comandante Burnaby la carta en que se le comunicaba que había ganado cinco mil libras esterlinas. Por cierto, que no me explico cómo no se nos ocurrió sospechar de este raro acontecimiento. Él te dijo, Charles, que no había recibido esa carta, que no había llegado nada en el correo del viernes por culpa del mal tiempo. Eso era mentira, pues durante la mañana del viernes todavía funcionó. Bien, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí! El comandante Burnaby recibió la carta del Daily Wire. Y él necesitaba aquellas cinco mil libras, le hacían mucha falta. Había invertido en unas acciones fracasadas o algo por el estilo, y había sufrido terribles pérdidas de dinero.
«Entonces, creo yo, se le debió ocurrir de repente la idea. Tal vez fue al darse cuenta de que se preparaba una gran nevada para aquella misma tarde. Si su amigo Trevelyan muriese, él se podría quedar con el premio y nadie se enteraría.
—Asombroso —murmuró Mr. Rycroft—, tan asombroso que jamás lo hubiera imaginado. Pero, mi querida jovencita, ¿cómo pudo descubrir todo eso? ¿Qué le puso a usted en la verdadera pista?
Como respuesta, Emily explicó lo de la carta de Mrs. Belling y relató cómo había descubierto las botas escondidas en la chimenea.
—Al contemplarlas, caí en la cuenta de lo ocurrido. Eran botas para esquís, fíjense bien, y eso me hizo pensar en ellos. Y de repente se me ocurrió que quizá... Bajé corriendo la escalera y me dirigí al armario en el que el capitán guardaba sus útiles deportivos: en efecto, allí había dos pares de esquís, y uno de ellos era más largo que el otro. Las botas encajaban perfectamente en el par más largo, pero no en el otro. Las fijaciones del último par estaban ajustadas para unas botas mucho más pequeñas. Es decir, el par de esquís cortos pertenecían a otra persona.
—Ese hombre debía haber ocultado sus esquís en cualquier otro sitio —comentó Mr. Rycroft, censurando con aspecto profesional la poca imaginación del asesino.
—No, señor, no —replicó Emily—. ¿Dónde quería que los escondiera? Verdaderamente, aquel era el lugar mas indicado. Un día o dos después del crimen, toda la colección de utensilios deportivos del asesinado se almacenaría y, mientras tanto, no era probable que a la policía ni a nadie se le ocurriese averiguar si el capitán Trevelyan poseía uno o dos pares de esquís.
—¿Y por qué escondió las botas?
—Supongo —conjeturó miss Trefusis— que tuvo miedo de que la policía se le ocurriera hacer lo mismo que a mí. Al ver un par de botas para esquís, es muy fácil pensar en esquís. Por eso las escondió en la chimenea. Y en eso sí que cometió un grave error, porque el meticuloso Evans notó que habían desaparecido y de ese modo llegué a enterarme.
—¿Y cree que el comandante quería que culpasen del crimen a mi hermano Jim? —preguntó Brian Pearson con cierta ansiedad.
—¡Oh, no! Eso no ha sido más que una consecuencia de la mala suerte, que es tan corriente en Jim. ¡Siempre ha de hacer el tonto el pobre chico!
—Ahora está a salvo —afirmó Charles—. No necesita que te preocupes más por él. ¿Has terminado tu relato, Emily? Porque en ese caso tengo que salir volando hacia la oficina de telégrafos. Espero que me dispensen.
Y salió disparado de la habitación.
—Un auténtico rayo —comentó Emily.
Mr. Duke dejó oír su tranquila y profunda voz de bajo:
—Usted sí que ha sido un rayo en este asunto, miss Trefusis.
—Lo mismo digo yo —afirmó Ronnie con admiración.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Emily de repente, y se dejó caer en una silla sintiéndose desfallecer.
—Usted necesita un tentempié —dijo Ronnie—. ¿Le preparo un cóctel?
Ella meneó la cabeza.
—¿Una copita de coñac? —sugirió Mr. Rycroft muy solícito.
—¿Una taza de té? —le ofreció Violet.
—Preferiría una polvera —dijo al fin Emily ávidamente—. La mía se ha quedado en el coche y, con todas estas emociones, debo estar más brillante que un tintero de plata.
Violet la acompañó al piso superior, en busca de este eficaz sedante nervioso.
—No hay nada mejor —afirmó miss Trefusis, empolvándose la nariz con incansable solicitud—. ¡Qué agradables! Ahora me siento mucho mejor. ¿Me puede dejar también alguna barrita de carmín? Ya soy otra persona.
—¡Ha estado maravillosa! —exclamó Violet—. ¡Ha sido muy valiente!
—No lo crea —replicó Emily—. Debajo de toda esta máscara, estaba temblando como un flan y sentía una especie de angustia en el corazón.
—Conozco eso —observó la otra muchacha—, yo también la he sentido muchas veces. Estos últimos días he estado tan aterrorizada... Pensaba en Brian, como comprenderá. No temía que le ahorcasen por el asesinato del capitán Trevelyan, desde luego, pero si se le ocurría confesar dónde estuvo mientras se cometió el crimen, no hubiesen tardado mucho en averiguar que fue él quien imaginó y dirigió la fuga de mi padre.
—¿Cómo? ¿Qué dice, criatura? —exclamó Emily, haciendo una pausa en su sesión de maquillaje.
—El presidiario que se escapó es mi padre —explicó Violet—. Por eso vinimos mamá y yo a vivir a esta casa. ¡Pobre papá! Siempre ha sido un poco raro algunas veces. En esos momentos hace cosas terribles. Conocimos a Brian en el barco que nos traía desde Australia, y él y yo... bueno, él y yo...
—Comprendo —murmuró miss Trefusis para animarla—, es muy natural.
—Yo le conté nuestra historia y entre todos organizamos un plan. Brian es maravilloso. Afortunadamente, nosotras somos bastante ricas y Brian hizo todos los planes. Es dificilísimo escaparse de la prisión de Princetown, como debe saber, pero Brian se las ingenió. Realmente, ha sido una especie de milagro. Nuestro proyecto consistía en que, en cuanto mi padre consiguiera verse fuera, cruzase el páramo y se ocultara en la cueva del Duende. Después, él y Brian se presentarían en Sittaford simulando ser criados nuestros. Como comprenderá, habiéndonos instalado aquí tanto tiempo antes de la huida del preso, imaginábamos que estaríamos libres de toda sospecha. Fue Brian quien nos habló de este pueblo y él nos propuso que ofreciésemos una buena suma al capitán Trevelyan por el alquiler de su casa.
—No sabe cuanto lo siento —dijo entonces Emily—, que todo les haya salido mal.
—Mamá está materialmente deshecha —respondió miss Willett—. Suerte que Brian es estupendo. No todo el mundo está dispuesto a casarse con la hija de un presidiario. Aunque, en mi opinión, el pobre papá no tiene la culpa de lo ocurrido. Hace cerca de quince años, un caballo le dio una terrible coz en la cabeza y desde entonces, presentaba síntomas un poco raros. Brian dice que si mi padre hubiese tenido a su lado un buen abogado, habría salido bien librado. Pero no hablemos más de mis cosas.
—¿Puedo hacer algo por usted?
Violet meneó la cabeza.
—¡Está muy enfermo! Todo lo que pasó en la huida, ya sabe lo que pasa en esos casos. Ese frío espantoso... Sufre una neumonía. Aunque no esté bien que yo lo diga, si muriese... bueno, creo que en realidad sería lo mejor para él. Es espantoso que una hija hable así de su padre, pero espero que comprenda a qué me refiero.
—¡Pobre Violet! —exclamó Emily—. ¡Qué situación más bochornosa!
La muchacha meneó la cabeza.
—He conocido a Brian —dijo al cabo de un instante—. Y usted ha conseguido...
Se detuvo muy incómoda.
—Sí, sí —asintió Emily meditabunda—. Tiene razón.
YAROSLAV
 
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Зарегистрирован: Чт апр 22, 2010 1:49 pm

Re: Novela policíaca de Agatha Christie.

Сообщение YAROSLAV Вс фев 21, 2021 1:01 pm

Capítulo 31
UN HOMBRE AFORTUNADO
Diez minutos después, Emily salía disparada por el camino hacia abajo. El capitán Wyatt, apoyado en la cerca de su chalé, intentó detener a la joven.
—¡Eh! —le gritó—. ¡Miss Trefusis! ¿Qué es todo eso que he oído contar?
—Todo es cierto —contestó la interpelada sin detener su rápida marcha.
—¡Caramba, pero espere un poco! ¡Venga aquí a tomar un vaso de vino o una taza de té. Lo que más sobra es tiempo. No hay que apresurarse. ¡Ése es el peor vicio de las personas civilizadas como usted!
—Sí, somos terribles, ya lo sé —replicó Emily, y siguió su camino a mayor velocidad.
Y se precipitó dentro del chalé de miss Percehouse con la vehemencia de una bomba explosiva.
—Vengo a contárselo todo —dijo al entrar.
Y sin divagaciones ni rodeos, vertió allí la historia completa, interrumpida tan sólo por exclamaciones como «¡Dios nos asista!», «¡No me diga!», «¡Nunca lo hubiera creído!» que a veces lanzaba miss Percehouse.
Cuando Emily terminó su relato, miss Percehouse se incorporó, apoyada sobre uno de sus codos, y señaló hacia la joven con el dedo índice.
—¿Qué le dije? —exclamó—. Recuerde que le dije que Burnaby era un hombre envidioso. ¡Y amigo de su víctima! Trevelyan se había pasado más de veinte largos años haciendo siempre las cosas un poco mejor que Burnaby. Esquiaba mejor, escalaba más rápido, tiraba con más puntería y pulso más firme, y era más hábil resolviendo jeroglíficos y crucigramas. Burnaby no era hombre suficiente como para soportarlo. Además, Trevelyan era riquísimo y él pobre. Ya duraba demasiado tiempo. Le digo que es difícil seguir soportando a un hombre que lo hace siempre todo un poco mejor que uno. Además, Burnaby tiene una mente rastrera, muy obtusa. Se dejó llevar por sus nervios.
—Creo que tiene razón —comentó Emily—. Bueno, tenía que venir a explicárselo todo. Me parecía mal que usted ignorase los últimos acontecimientos. ¡Ah, ahora que me acuerdo! ¿Sabía que su sobrino conoce a mi tía Jennifer? El miércoles pasado estuvieron juntos tomando el té en Deller.
—Ella es su madrina —explicó miss Percehouse—. De modo que éste era el pájaro a quien él tenía que ver en Exeter? Si conozco bien a Ronnie, le pediría dinero prestado. Ya le diré yo cuántos son dos y dos.
—Le prohíbo que moleste a nadie en un día tan feliz como éste —exclamó Emily—. Adiós, me marcho volando. Tengo muchas cosas que hacer.
—¿Qué tiene usted que hacer, jovencita? Me parece que ya ha hecho bastante.
—Pero aún no he terminado. Ahora debo volver a Londres y visitar a los directores de la compañía de seguros en que trabajaba Jim para convencerlos de que no le denuncien por esa insignificancia del dinero que tomó prestado.
—¡Hummmm! —murmuró la anciana.
—De todos modos, le está bien empleado —dijo Emily—. Así andará más derecho en el futuro. Le convenía esta lección.
—Quizá. ¿Y cree que será capaz de convencerlos?
—Sí —contestó Emily con convicción.
—Bueno —replicó miss Percehouse—. Quizá lo consiga. Y después de eso, ¿qué hará usted?
—Después de eso, habré terminado. Habré hecho por Jim todo lo que podía.
—De acuerdo, pero... supongamos que yo le pregunte ¿y luego qué? —insistió la anciana.
—¿Qué quiere decir?
—¿Y luego qué? O si quiere que hable más claro: ¿cuál de los dos?
—¡Señora! —exclamó la joven.
—Exacto. Eso es lo que me gustaría saber: ¿cuál de ellos será el afortunado?
Emily sonrió y besó a la inválida en la mejilla.
—¡No se haga la tonta! —dijo—. De sobra sabe quién será.
Miss Percehouse hizo chascar la lengua repetidas veces.
Emily salió de la casa corriendo con ligereza y llegó a la cerca al mismo tiempo que Charles aparecía subiendo por el camino.
Él la detuvo cogiéndole ambas manos.
—¡Mi querida Emily!
—¡Charles! ¿No te parece maravilloso?
—¡De buena gana te besaría! —exclamó el joven, y puso en práctica su idea—. Soy un hombre feliz, querida mía. Ahora dime, querida, ¿qué me dices?
—¿De qué asunto?
—¡Caramba! Me refiero a... bueno, como es natural, yo no podía decir ni una palabra, mientras estuviera ese Pearson en la cárcel y todo eso... Pero ahora ya lo han liberado, y... bueno, creo que le ha llegado la hora de tomar su medicina como cualquier otro.
—¿Quieres decirme de qué estás hablando?
—Tú sabes muy bien que estoy loco por ti —dijo el periodista— y que te gusto. Jim no ha sido sino una equivocación. Lo que yo quiero decirte es que... bueno, que tú y yo hemos nacido el uno para el otro. Durante todos estos días lo hemos averiguado, lo hemos descubierto los dos, ¿verdad? Veamos, pues: ¿prefieres el juzgado o pasar por una iglesia...?
—Si te refieres a que nos casemos —contestó Emily—, te diré que no hay nada que hacer.
—¿Cómo? Pero si yo diría que...
—Ni hablar —replicó la joven.
—Pero Emily...
—Si lo quieres más claro: quiero a Jim y le quiero apasionadamente.
Charles se quedó mirándola mudo de asombro.
—¡Tú no puedes quererle!
—¡Ya lo creo! ¡Y le quiero de verdad! ¡Y nunca he dejado de quererle! ¡Y le querré siempre!
—Pero tú... tú me dejaste pensar...
—Yo sólo te dije —aclaró Emily con cierta gazmoñería— que me parecía maravilloso tener a mi lado a alguien en quien poder confiar.
—De acuerdo, pero yo pensé que...
—¿Y qué culpa tengo yo de lo que tú pensases?
—Eres un demonio sin escrúpulos, Emily.
—Ya lo sé, mi querido Charles, ya lo sé. Estoy dispuesta a ser todo lo que tú quieras, pero no te preocupes tanto. Piensa en que estás llamado a ser un gran hombre. Has conseguido tu exclusiva, una exclusiva para el Daily Wire. Ya eres todo un señor periodista. ¿Qué puede significar para ti una mujer? Menos que un grano de polvo del camino. Ningún hombre verdaderamente fuerte necesita a una compañera que sólo se colgaría de él como la yedra. Dondequiera que encuentres a un gran hombre, podrás comprobar que es uno que es independiente de las mujeres. Una carrera, nada hay que sea tan importante, tan absolutamente satisfactorio para un hombre como lograr una gran carrera en su profesión. Y tú eres de los fuertes, Charles, uno de los pocos que saben andar solos.
—¡Déjate de discursos, Emily! Esto parece una de esas charlas que se dedican en la radio a los jovencitos. Me has destrozado el corazón. ¡No te imaginas lo encantadora que estabas cuando apareciste con Narracott, triunfante y vengadora como una diosa!
Se oyeron unos pasos que crujían en la arena y ante ellos se presentó Mr. Duke.
—¡Ah! ¿Es usted, Mr. Duke? —empezó la joven—. Charles, te voy a decir un secreto: este señor es el ex inspector jefe Duke, de Scotland Yard.
—¿Cómo? —gritó el periodista, reconociendo un nombre famoso—. ¿Usted es el célebre inspector Duke?
—Exacto —contestó Emily—. Cuando se jubiló, vino a vivir a este pueblecito y, como es un caballero muy agradable y modesto, no quiso traerse consigo su fama. Ahora comprendo por qué pestañeaba tanto el inspector Narracott cuando yo le pedía que me explicase qué clase de crímenes había cometido el misterioso Mr. Duke.
El aludido sonrió.
Charles vacilaba. En su interior se producía una breve lucha entre el amor y el periodismo, de la que pronto saldría vencedor el último.
—No sabe cuánto me complace este encuentro, inspector —dijo al fin—. Ahora me gustaría saber si lograremos convencerle de que nos haga un pequeño artículo, digamos de unas ochocientas palabras nada más, sobre el caso Trevelyan.
Emily aprovechó la ocasión para escabullirse a toda prisa por el camino y meterse en el chalé en que se alojaba. Subió corriendo a su dormitorio y sacó su maleta, que abrió sobre la cama. Mrs. Curtis la había seguido.
—¿Ya se va, señorita?
—Sí, me marcho. Tengo muchas cosas que hacer. He a de ir a Londres, he de ocuparme de mi novio.
Mrs. Curtis se acercó a ella.
—Sólo dígame, señorita, ¿cuál de los dos es su novio?
Emily estaba embutiendo sus vestidos en la maleta.
—Pues el que está en la cárcel, naturalmente. Nunca ha habido otro.
—¡Oh! ¿Y no le parece, señorita, que quizá se equivoca? ¿Está bien segura de que el otro joven caballero vale tanto como éste?
—¡Oh, claro que no! —exclamó Emily—. ¡Ni por asomo! Éste es de los que triunfan —Y la joven se asomó a la ventana echando una mirada hacia el lugar donde Charles seguía entreteniendo con su charla al ex inspector jefe Duke—. Es de esos muchachos que han nacido predestinados para triunfar en la vida. Pero, en cambio, no sé qué sería del otro si no estuviese yo para cuidar de él. ¡Piense en lo que le habría sucedido de no ser por mí!
—¿Y no se le ocurre decir más que eso, señorita? —exclamó Mrs. Curtis.
Sin esperar respuesta, Mrs. Curtis se fue escalera abajo, donde su esposo ante la ley estaba sentado y contemplaba las musarañas en beatífica tranquilidad.
—No me cansaré de repetir que es la viva imagen de mi tía abuela Sarah Belinda —le contó Mrs. Curtis—. Se enterró voluntariamente con aquel miserable George Pluket, allí abajo, en Los Tres Bueyes. ¡Pocas hipotecas que tenía! Y en sólo dos años, las hipotecas estaban pagadas y todo marchaba como una seda.
—¡Ajá! —exclamó filosóficamente Mr. Curtis, que dio una ligera chupada a su pipa.
—George Pluket era también un chico guapo —añadió la mujer, recordando tiempos pasados.
—¡Ajá! —repitió Mr. Curtis.
—Después de casarse con tía Belinda, no volvió a poner nunca más los ojos en ninguna mujer.
—¡Ajá! —volvió a exclamar Mr. Curtis.
—Claro que ella no le dio oportunidad —comentó Mrs. Curtis.
—¡Ajá! —replicó Mr. Curtis.
YAROSLAV
 
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