
( 6. adj. irón. Dicho de una persona: Simple, bonachona o chocante. U. m. c. s. El bueno de Fulano) <-- ¡esto no!
Palabras: par, lengua, Bilbao, pasear, Guggenheim, libro, plaza, suerte, iguales, preguntas, fascista.
Ayer me acosté poco después de la medianoche. No quería acostarme demasiado tarde porque al día siguiente, poco después del mediodía, iba a encontrarme con dos mujeres desconocidas para mí. Una vez listo para salir, se me ocurrió coger una postal de felicitación que tenía unos bonitos mensajes escritos en ruso, y la imagen de unas flores. Haber llevado flores auténticas, aunque más tradicional, hubiera sido una gran molestia, pues a nadie se le ocurriría visitar una ciudad con un ramo de flores en la mano, durante todo el día.
Salí de la estación del metro y entré en la estación de autobuses. El autobús de Vitoria acababa de llegar. Cuando llegué allí los pasajeros ya estaban bajando, entonces hice una llamada: "Ya habéis llegado, ¿verdad?". Y al tiempo que descendía del autobús me dijo: "Sí, ¡hola!".
¡Qué par de mujeres tan hermosas! El hecho de estudiar ruso estaba dando sus frutos, de no ser por esta lengua nunca las hubiera conocido. O mejor dicho, las lenguas, porque su amiga es peterburguense, aunque hable español como los ángeles. Pues allí estaba yo, en medio de Bilbao, con dos ángeles. Tras el viaje en autobús, tocaba pasear. Me hice un lío para encontrar el bar Rasputín, y cuando lo encontramos, resultó que estaba cerrado, que aún no habían abierto. Entonces fuimos a la tienda rusa, que no quedaba lejos. Mientras ellas compraban algunos productos para preparar "Borsch", yo ojeaba el libro de proverbios y refranes rusos y españoles, que otro ángel me había enviado a través de estas interesantes mujeres.
Después de hacer la compra, había que ir al museo Guggenheim, ¡no podía ser de otra manera!. "Vayamos por la Plaza Moyúa", dije, "es allí donde empieza la exposición al aire libre que está anunciada en aquellos carteles". Les estaba gustando mucho mi ciudad: "qué suerte tener un guía tan bueno". Caminando por una calle les invité a mirar un relieve que había en lo alto de un edificio; un señor con un pico, nos recordaba las escenas soviéticas. Desde la Plaza Moyúa, también en lo alto de un edificio, observamos un escudo de España, de la era fascista. Después, ya caminando entre la exposición, pedimos a un señor que nos hiciera una foto con una de las esculturas. Estaban allí situadas, una tras otra, tres meninas iguales en tamaño y dos más grandes. Nosotros nos colocamos entre ellas, simulando la espera en una fila, por ejemplo para comprar las entradas del museo. Entonces sí, nos dirigimos sin contemplaciones hacia el museo. Antes de entrar, estuvimos paseando alrededor del mismo, tomando fotos y observando su extraña belleza, sobrecogedora incluso a pesar del nublado cielo que dominaba la escena. Éste no permitía al titanio mostrar sus más bellos colores. Quizás quisieron quedar ocultos para una próxima visita, sólo Dios, y la Santísima, lo saben.
Y lo que yo no sé, y por eso van aquí mis preguntas, es: ¿Cómo puedo corresponderte por estos regalos? ¿qué podría conseguir para ti? Sabes que ella volverá, y se ha ofrecido para llevar algo de aquí, para tí. Dime que necesitas algo, porque me siento en deuda, y muy contento por los dos regalos: los materiales, y los humanos.
Mis más sinceros respetos, don Wladimir.
Aquí estoy para lo que puedas necesitar.
Y ahora la composición de Don Arturo

(es algo vieja ya....)
La boquita del senador
Todos somos nacionalistas de algo: la lengua, la cultura, la infancia, el fútbol. Pero él hablaba de otra cosa.
Si algo me fascina de los políticos españoles es su capacidad de rizar el rizo con tal de no bajarse de los carteles. Y la verdad es que algunos domingos me dan esta página hecha. Hoy se la debo al senador del PNV Javier Maqueda, quien opina, literalmente, que «el que no se sienta nacionalista ni quiera de lo suyo no tiene derecho a vivir». Sí. Eso fue lo que el senador –que viene del latín senatus, senado, consejo de ancianos sabios y venerables– largó hace unos días, durante un acto al que estaba invitado en Mallorca; donde, por cierto, se le jaleó la ocurrencia con aplausos. Faltaría más. En España los aplausos van de oficio. Es, salvando las distancias mínimas, como en los programas bazofia de la tele, donde eructa cualquier pedorra, y el cuerpo de marujas de guardia rompe aguas en aplausos entusiastas, que para eso están allí. Para aplaudir lo que le echen y decir te queremos, bonita.
Con lo del senador, sin embargo, albergo un par de dudas. Lo de nacionalista es un concepto complejo, pues abarca demasiadas cosas. Todos somos nacionalistas de algo: la lengua, la memoria, la cultura, la infancia. El fútbol. Pero creo que el senador Maqueda hablaba de otro nacionalismo: el que se envuelve en la bandera local, el exclusivo y excluyente, el de nosotros y ellos. El patológico. El que manipula instintos y sentimientos para conseguir perversa rentabilidad política. Y por ahí, no. En ese sentido, algunos no nos sentimos nacionalistas en absoluto. A mí, sin ir más lejos, no se me saltan las lágrimas cuando oigo una minera en La Unión, ni cuando veo saltar un salmonete en la punta de Cabo Palos, ni cuando le cantan –lo siento paisanos, pero ya no– la salve a la Virgen el Lunes Santo por la noche. He visto demasiadas veces cómo lo noble, lo legítimo, termina en manos de gente como el senador Maqueda. Si alguna vez aflojo, será por otras cosas. Por mi infancia perdida, tal vez, y por las sombras entrañables que la acompañan. No porque me emocione el cantón nacional de Cartagena o su independencia de la mardita y opresora Mursia. Por ejemplo.
Aclarado, pues, que me incluyo en las palabras del senador Maqueda, quisiera que un experto en nacionalismos y en derecho a la vida, como él, aclare un par de cosas. Imaginemos que decido establecerme en Bilbao para pasear por el Guggenheim cada mañana; o en Barcelona, por ir de noche a la calle Tallers y calzarme un martini seco en Boadas; o en Cádiz, puntal indiscutible de la nación andaluza, para ponerme de urta a la sal en El Faro, un día sí y otro no, hasta las trancas. Supongamos, como digo, que opto por alguna de esas alternativas, sin sentir, respecto a Bilbao, Barcelona o Cádiz, más cosquilleo nacionalista que el que proviene de la atenta lectura de los libros de Historia, el aprecio por su gente, y la certeza de compartir una memoria colectiva en la compleja y mestiza plaza pública –llamada Hispania por los mismos que inventaron la institución de la que trinca el senador Maqueda– donde, unas veces por suerte y otras por desgracia, el azar puso a mis antepasados. Entre los que lamento, por cierto, no figuren unos cuantos jacobinos, guillotinadores, con un «todos los ciudadanos son iguales ante la ley» bajo el brazo y con las cabezas de Carlos IV y Fernando VII metidas en un cesto. A lo mejor no estaríamos hablando de estas gilipolleces.
Y ahora, las preguntas. ¿Cómo se articularía, a juicio del senador Maqueda, mi falta de derecho a vivir? ¿Mediante la prohibición, tal vez, de establecerme donde vivan nacionalistas? ¿Quemándome la ferretería si decidiera hacerme ferretero? ¿Pegándome un tiro en la nuca?… Como ven, las posibilidades que abre la afirmación senatorial son curiosas. Y pueden aderezarse, además, con matices interesantes. ¿Echar la pota –por ejemplo– cada vez que oigo a un cateto cantamañanas manipular la Historia y mi inteligencia haciendo comparaciones con Irlanda o con Montenegro, es un tic franquista? ¿Saber como sé, porque viajo y leo libros, que no hay nada más conservador, inculto y reaccionario que un nacionalista radical, me hace acreedor al epíteto de fascista?… Y ya puestos a preguntar, ¿se ocuparía, llegado el caso, el senador Maqueda de explicarme personalmente mi derecho a vivir? ¿Él y cuántos más? ¿Vendrían de día, o vendrían de noche? ¿Vendrían juntos a explicármelo, o vendrían de uno en uno?… Porque me parece que el senador Maqueda está mal informado. No todos somos Ana Frank.